Publicado en Infobae el 02/01/2025
La Corte Suprema no debería tolerar las delegaciones legislativas en materia penal y tributaria, pero sí puede ser más permisiva respecto a las leyes administrativas.
Es habitual que la opinión jurídica rechace los decretos de necesidad y urgencia (DNU) y los decretos delegados (DD). En apoyo de esa moción, se suelen citar dos disposiciones constitucionales. La primera de ellas, prohíbe al Poder Ejecutivo emitir disposiciones de carácter legislativo (art. 99 inc.3). La segunda, prohíbe la delegación al Poder Ejecutivo.
Téngase presente que el constituyente no es un profesor de derecho constitucional. El destinatario de la norma constitucional no necesitaba una mención expresa para advertir que ningún órgano puede ejercer competencia del otro. Tampoco que está vedado modificar las competencias establecidas por la Constitución. Nadie ha tenido la osadía de considerar que la Corte Suprema puede emitir disposiciones legislativas ni que puede ser beneficiario de una delegación de competencias.
Se menciona la expresa posibilidad de emitir disposiciones legislativas y de ser receptos de competencias establecidas por el legislador constituyente como norma de permisión. El permisionario está habilitado a hacer lo que de ordinario resulta prohibido.
El Poder Ejecutivo puede emitir disposiciones de carácter legislativo y ser el único órgano que tiene la facultad de ser beneficiario de delegación de competencias.
Todo esto se explica por cuanto el Poder Ejecutivo participa del proceso de formación y sanción de las leyes: de modo ordinario cuando promulga y observa una ley, y de modo extraordinario cuando dicta un DNU o DD. Utilizando las palabras del constituyente, debe indicarse que las disposiciones de carácter legislativo responden al producto de una autoridad compartida entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo. En cuanto aquí interesa, dependiendo de la dificultad de la tarea legislativa, el Poder Ejecutivo puede tomar la iniciativa y emitir unilateralmente bajo el control inmediato del Congreso (DNU), o bien el Congreso puede otorgar autoridad al Poder Ejecutivo completar la ley mediante reglamentación ejecutiva o para dictar normas que tengan la potencialidad de modificar otras leyes (DL).
En ese sentido, se debe destacar la importancia de distinguir entre la naturaleza jurídica de la fuente de derecho reglada en el artículo 76 de la Constitución (delegación legislativa) y la prevista en el artículo 99 inc.2, y esta distinción debe hacerse de manera objetiva y en función de la finalidad del régimen jurídico de ambos institutos.
En ese contexto, debe indicarse que el principio de legalidad no se circunscribe exclusivamente al mero acto legislativo proveniente del Poder Legislativo. De hecho, se encuentra plausible que obligaciones emergen de cualquier estatuto jurídico de rango inferior a la ley, siempre que su fundamentación resida de manera inequívoca en ésta y posea la habilitación inherente, ya sea constitucional o legal. La jurisprudencia, en su sagaz discernimiento, ha rechazado la licitud de la delegación legislativa; sin embargo, no se ha opuesto a que una entidad administrativa confeccione o complete un mandato legal, siempre que se haya precisado la materia a ser legislada, y la misma haya sido estructurada y ordenada adecuadamente, confiando su ejecución específica al criterio de pertinencia temporal o a la conveniencia sustancial del órgano administrativo. Por ende, es imperativo reconocer que la potestad reglamentaria ostenta un margen de actuación mucho más vasto del comúnmente percibido, mostrándose como un instrumento válido para coadyuvar y profundizar en la esencia de las leyes.
En virtud de lo anteriormente expuesto, es esencial reiterar, con la gravedad que impone el artículo 19 de nuestra Carta Magna, que el principio de legalidad no debe concretarse meramente al concepto estricto de ley como un acto surgido del Poder Legislativo. En efecto, se halla dentro de las posibilidades jurídicas que se estipulen mandatos por medio de cualquier disposición legal de categoría subalterna a la ley, siempre y cuando se encuentre legitimada por una autorización de naturaleza constitucional o legal y arraigue con solidez en su fundamentación.
Con el rigor analítico que corresponde a la materia, es pertinente destacar que el augusto estrado de la Corte Suprema ha ratificado de manera recurrente la procedencia de los reglamentos delegados, amparándose en el artículo 86, inciso 2, de la Carta Magna (posteriormente trasladado al artículo 99, inciso 2, a raíz de la reforma constitucional). Aunque nunca exteriorizó una adhesión explícita a su validez, el Tribunal entendió que cuando el Poder Ejecutivo subsanaba las carencias normativas, aun instaurando nuevas obligaciones o circunscribiendo un derecho, dicho actuar no configuraba una función legislativa, sino que constituía una reglamentación ejecutiva amparada por el texto constitucional. Esta interpretación ha quedado cristalizada en resoluciones como “Delfino, Boneno, Novick, Verdaguer y Prattico”. En la causa “Cocchia”, previa a la mencionada modificación constitucional, la Corte avaló la denominada “delegación impropia”, donde el legislador delega al Ejecutivo la precisión de ciertos aspectos ligados a la aplicación de la ley, conforme al juicio de oportunidad o conveniencia, sin traslación de competencias.
En el caso se abordó la diferencia entre la delegación propia e impropia, y cómo esto se relaciona con la prohibición de que un departamento estatal ejerza una función que le corresponde a otro.
Para ilustrar esta idea, puede utilizarse el ejemplo de una madre que le ordena a su hijo quedarse en casa para protegerlo, y si el hijo desobedece en una situación de peligro inminente, no se considera una desobediencia porque la madre busca proteger a su hijo. De manera similar, al constituyente no le preocupa que el ejecutivo dicte actos materialmente legislativos, lo que no quiere es que tome la iniciativa en las decisiones significativas respecto de la vida de las personas.
Es importante destacar que nunca se permitirá que el hijo tome decisiones por su cuenta en lugar de la madre, ni que el ejecutivo supla al legislador en su función privativa. No obstante, en caso de que las circunstancias lo requieran, las competencias orgánicas podrían cambiar en sus aspectos materiales, aunque nunca podrán tener los mismos efectos jurídicos.
En resumen, lo que se busca es que cada órgano estatal manifieste una función específica y no ejerza otra función estatal al mismo tiempo. No se trata tanto de organizar tres poderes distintos como sujetos personificados del poder del Estado, sino de asegurar que cada órgano tenga un rol claro y definido.
En síntesis, se entiende que, en situaciones excepcionales, como un incendio que obligue a salir de la casa, se puede suplantar la literalidad por el espíritu y que las competencias orgánicas podrían cambiar en sus aspectos materiales, pero nunca podrán producir los mismos efectos jurídicos. La idea fundamental de la teoría es que cada órgano estatal tenga una función específica y no ejerza otra función al mismo tiempo. Es decir, se busca evitar que el legislador sea juez, que el funcionario público sea legislador, o que el funcionario de la Administración pública sea juez.
Desde los comienzos de la Constitución Argentina, la Corte Suprema dejó en claro que el principio fundamental del sistema político es la división del gobierno en tres departamentos: legislativo, ejecutivo y judicial, los cuales son independientes y soberanos en su esfera. Por tanto, las atribuciones de cada uno son exclusivas y no se pueden utilizar en conjunto, ya que esto desaparecería la línea de separación entre los poderes públicos y destruiría la base del gobierno. En consecuencia, es importante tener en cuenta que, según la Constitución, el Poder Ejecutivo no puede legislar ni juzgar.
La doctrina de la separación de poderes es una de las piedras angulares del sistema democrático y, en especial, del sistema constitucional argentino. Esta doctrina tiene sus raíces en las ideas de Montesquieu, quien en su obra “El espíritu de las leyes”, postuló que para prevenir el abuso de poder y garantizar la libertad de los ciudadanos, el poder estatal debe dividirse en tres ramas independientes.
El ejemplo de la madre y el hijo, aunque simplificado, refleja adecuadamente la esencia de esta idea. En situaciones normales, las funciones y límites de cada rama del poder estatal están claramente definidos y deben ser respetados. Sin embargo, en circunstancias excepcionales, puede haber alguna flexibilidad en la actuación de un poder, pero siempre y cuando no se vulnere la esencia y los límites constitucionales.
En Argentina, la Constitución ha establecido claramente la separación y la autonomía de los tres poderes. Si bien hay mecanismos de control y equilibrio entre ellos (checks and balances), cada uno tiene competencias específicas y no puede interferir en las funciones exclusivas de otro poder. Esta estructura busca garantizar que ningún poder se vuelva omnipotente y abuse de su posición.
Es imperativo entender que la teoría y práctica de la separación de poderes no es una mera formalidad. Es una salvaguardia esencial para la democracia y la protección de los derechos y libertades de los ciudadanos. El respeto por esta estructura y sus límites garantiza la estabilidad, la justicia y la equidad en la administración del Estado. La experiencia histórica ha demostrado que cuando esta separación se erosiona, se abren las puertas a posibles abusos y concentraciones de poder, que amenazan la esencia misma de la democracia. Por tanto, la protección y el fortalecimiento de la separación de poderes en Argentina, y en cualquier democracia, es una tarea fundamental y perpetua.
2. La creación normativa y el nuevo balance entre poderes
La delegación legislativa, tal y como establece nuestra Constitución, representa la transferencia temporal y condicional del ejercicio de la competencia normativa que una ley concede al Poder Ejecutivo para regular una materia específica que se encuentra dentro del ámbito de competencia del Congreso. Esta transferencia se realiza siguiendo las bases establecidas en la ley delegante, y el resultado de dicha delegación adquiere el rango y contenido de una ley.
El procedimiento para la formación y aprobación de la ley delegante sigue el mismo proceso que se aplica a todas las leyes, con la particularidad de que debe incluir la materia que se delega, las bases que la guiarán y el plazo de duración de la delegación. Para que esta ley supere el escrutinio de constitucionalidad, es esencial que estipule claramente estos elementos.
El DD, en cierta medida, sigue la senda normativa de la ley delegante, pero, a diferencia de los decretos reglamentarios, posee la facultad de derogar o modificar otras leyes y normas de rango inferior, además de complementar la ley delegante. Esta capacidad de afectar normas de mayor jerarquía y crear nuevas normas primarias hace que el DLD tenga un alcance normativo significativo.
En la Constitución reformada, la delegación legislativa se presenta como una técnica especial para la creación de normas primarias, que involucra un procedimiento distinto y la participación activa de dos órganos: el Congreso, a través de la ley delegante, y el Poder Ejecutivo, a través del DLD. Además, el Presidente tiene la facultad de promulgar o, en su caso, observar total o parcialmente la ley delegante.
Sin embargo, es importante destacar que la competencia otorgada al Presidente para emitir normas primarias solo puede extinguirse por el paso del tiempo o mediante la revocación anticipada de la delegación, la cual debe ser decidida por medio de una ley. El Congreso delegante no puede impartir instrucciones al delegado sobre cómo ejercer esta competencia, ni siquiera a través de una ley diferente a la delegante.
Es fundamental distinguir este escenario de otros en los que los órganos titulares de la competencia normativa autorizan a otro órgano a complementar o desarrollar la actividad reglamentaria. En estos casos, la actividad reglamentaria del Presidente y de los cuerpos administrativos, ya sea en aspectos adjetivos o sustantivos de la ley, no implica una verdadera delegación, ya que se deriva directamente de las facultades establecidas en el artículo 99, inciso 2º, de la Constitución nacional. Del mismo modo, cuando el Congreso designa a ciertos órganos administrativos como “órganos de aplicación” y les encomienda la creación de normas necesarias para aplicar la ley, estas acciones no constituyen una delegación real, sino una extensión de las competencias de aplicación previstas por la Constitución (art. 75 inciso 32°).
En este sentido, la legitimidad y la eficacia de la “potestad reglamentaria” se encuentran inexorablemente ligadas a la realidad política e institucional del país en cuestión. Por lo tanto, cualquier intento de analizar la normativa constitucional e infraconstitucional sin considerar estas realidades sería no solo infructuoso, sino también perjudicial desde una perspectiva teleológica. Las normas que no se ajustan a las necesidades reales y cuyas interpretaciones se alejan de las circunstancias tácticas están condenadas a ser meramente letra muerta.
3. La importancia de la Delegación Legislativa
El derecho debe emerger de la realidad para ordenarla, sin convertirse en una mera representación o fantasía. En la era moderna del Estado, especialmente a partir del siglo XIX en los países centrales, el Estado se ha convertido en un administrador burocrático altamente profesionalizado, sirviendo a una sociedad cada vez más compleja. Max Weber anticipó este cambio al hablar del modelo de legitimidad racional-burocrática.
En este contexto, el tema de la constitucionalidad y los límites de las atribuciones de poderes normativos a la administración se ha convertido en uno de los dilemas fundamentales de nuestro derecho desde mediados del siglo pasado. Dado que uno de los pilares del gobierno constitucional es el principio de la soberanía del pueblo, según el cual toda autoridad emana del pueblo y actúa en su nombre, la posibilidad de que las decisiones administrativas puedan afectar los derechos individuales plantea un desafío significativo en términos de legitimación.
Sin embargo, es importante tener en cuenta que en el Derecho Público contemporáneo, la noción de “reglamento” requiere dejar atrás la concepción clásica de la separación de poderes, que asignaba a cada uno de los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) responsabilidades exclusivas y distintas. En la actualidad, resulta evidente que esta distinción no se sostiene, tanto desde una perspectiva doctrinal como empírica.
De hecho, es patente que la actividad reglamentaria implica la creación de normas jurídicas. Incluso el acto administrativo, que tiene efectos particulares y concretos, se considera una decisión normativa, ya que ejerce una autoridad sobre los derechos de un individuo con presunción de legitimidad y fuerza ejecutoria, según lo establece la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos (artículo 12, Ley 19.549). La simple observación de la realidad actual demuestra que el Derecho, como norma, es una construcción colectiva cuyo primer impulso de juridicidad proviene de la realidad misma. Luego, esta juridicidad se desarrolla y perfecciona a través de la acción del Constituyente, el Legislador y el Juez, así como de los particulares en las innumerables relaciones jurídicas que establecen y que, para las partes involucradas, son “como la ley misma”, como indicaba el antiguo artículo 1197 del Código Civil.
En resumen, la potestad reglamentaria y su relación con la realidad política e institucional son cuestiones de vital importancia en el contexto del derecho contemporáneo, y reconocer la influencia mutua entre el derecho y la realidad es esencial para comprender y aplicar eficazmente las normativas y los principios jurídicos en una sociedad en constante evolución.
Emerge, en retrospectiva, la efervescente transformación del enfoque de la SCOTUS hacia la venerable doctrina de no delegación post-decisiones emblemáticas. La anuencia progresiva del Congreso para delegar competencias a entidades administrativas, en un espectro amplio y con patrones laxos, ha sido objeto de un meticuloso escrutinio y, con el tiempo, aceptación. Un hito distintivo se articula en “Mistretta v. Estados Unidos” (SCOTUS, 488 U.S. 361), donde SCOTUS pronunció que “la delegación de autoridad legislativa a agencias especializadas ha permeado y se ha consolidado como una pieza inamovible del escenario gubernamental moderno” (Id. en 372). Esta afirmación, profundamente arraigada, insiste en que si bien el Congreso debe arrojar luz sobre las agencias mediante un principio inteligible, este último no requiere ser entrelazado en detalles extremos (Id. en 372).
La exploración continuó con “Whitman v. American Trucking Ass’ns Inc.”, donde la SCOTUS, astutamente, declinó la exigencia de un estándar matemático o mecanicista para el principio inteligible (SCOTUS, 531 U.S. en 474). En lugar de ello, subrayó la necesidad de que el Congreso diseñe “directrices de una claridad razonable”, que sirvan como faro para la navegación decisional de las agencias (Id. en 474).
Haciendo eco a través de este delineamiento jurisprudencial, SCOTUS ha concedido, con un aval considerado, delegaciones para modular una multiplicidad de materias, que abarcan desde la delimitación de excedentes financieros en contextos bélicos hasta la arbitración de tarifas justas y equitativas para bienes primordiales y la supervisión de licencias de transmisión, siempre que estas sean moldeadas por el interés público y adheridas a la conveniencia y necesidad.
En este diálogo intrínseco, surge un reconocimiento claro: la acción administrativa ha saturado el entramado socioeconómico y legal de la era actual. A pesar de la explicitud con la cual la Constitución confiere al Poder Legislativo (PL) la totalidad de las competencias legislativas atribuidas al gobierno federal, la administración ha esculpido una función casi mimética a la legislación. Este enfoque no infringe la Constitución meramente por su predisposición a legislar en términos holgados, otorgando un cierto nivel de discreción a los entes ejecutivos o judiciales (SCOTUS, “National Broadcasting Co. v. United States”, 319 U.S. 190; “Fahey v. Mallonee”, 332 U.S. 245; “Yakus v. United States”, 321 U.S. 414; “United States v. Grimaud”, 220 U.S. 506; “Lichter v. United States”, 334 U.S. 742; “Morrissey v. Brewer”, 408 U.S. 471; “United States v. Mendoza-Lopez”, 481 U.S. 828; “Webster v. Doe”, 486 U.S. 592).
4. La delegación no es un cheque en blanco
Esta evolución, sin embargo, no es un cheque en blanco para la delegación de poderes. Es un imperativo, tal como fue evidenciado en 1991, que el Congreso establezca mediante acto legislativo un principio inteligible que ofrezca una estructura y una directriz clara a la cual debe adherirse la persona o entidad autorizada para actuar. Al adherirse a este marco, la acción legislativa se excluye de ser una delegación prohibida de poder legislativo (SCOTUS, “Touby v. United States” 500 U.S. 160). Este balance intrínseco entre la delegación y la orientación precisa encapsula la evolución del pensamiento jurídico desde un acercamiento de exclusividad legislativa a una aceptación calculada de la delegación y cooperación interorganizacional.
Al respecto, cabe señalar que la reforma constitucional argentina de 1994 delineó un panorama complejo y multifacético en relación con la delegación legislativa, introduciendo modalidades y restricciones que reconfiguraron el ejercicio del poder normativo. La formalización del instituto de la delegación legislativa imbuyó una nueva dinámica en la conceptualización de “ley” dentro del esquema constitucional argentino. El presidente, dotado ahora de la capacidad de emitir normas tanto primarias como secundarias, encuentra su autoridad bifurcada entre las facultades conferidas en los artículos 99, inc. 3, y 76 para situaciones emergentes y apoderamiento legislativo respectivamente, y aquella de dictar normas secundarias reguladoras, con base en el art. 99, inc. 2.
Una trama de debates ha surgido en torno a si la reforma ha efectivamente disuelto la distinción entre delegación y ejecución y si el poder normativo se ha reconcentrado exclusivamente en el Congreso. A pesar de que la reforma es, a menudo, vista como un freno al hiperpresidencialismo, la autonomía de entidades descentralizadas y organismos desconcentrados para emitir normativas con contenido legislativo persiste. Esto se percibe como congruente con los poderes implícitos del Poder Legislativo, según lo manifestado en el artículo 75, inciso 32, de la Constitución argentina. Además la perpetuación de competencias reglamentarias en entidades y organismos administrativos, aún al acomodarse a las provisiones de los artículos 76 y 100, inciso 12, parece intuir que la doctrina de la delegación impropia no ha sido erradicada en su totalidad por la Constitución.
Dado este contexto, podría argüirse que, a pesar de la formalización de la delegación legislativa y las provisiones claras de la reforma constitucional, la realidad operativa del sistema constitucional argentino permite, en cierta medida, una continuidad de la doctrina de la delegación impropia. El artículo 75, inciso 32 (anterior artículo 67, inciso 28), que alude a los poderes implícitos del Poder Legislativo, podría interpretarse como un espacio normativo que permite a los organismos administrativos retener una porción de competencia en la generación de normativas con carácter legislativo.
La disquisición sobre si esto representa una incongruencia o una necesaria flexibilidad dentro del sistema constitucional argentino queda, en última instancia, como un diálogo abierto y sujeto a interpretaciones y posiciones jurídicas y políticas diversas, reflejando las intrincadas tensiones entre la precisión constitucional y la practicidad administrativa en un contexto gubernamental contemporáneo.
La configuración jurídica, en un panorama post-reforma de 1994 en Argentina, enfrenta una notable disyuntiva entre la preservación de la pureza constitucional y la adaptabilidad pragmática en la gestión administrativa. Un marco que, por un lado, requiere una adherencia rigurosa a los principios delineados en la Constitución y, por otro, busca abrazar la eficiencia y especificidad que las entidades autónomas y descentralizadas pueden ofrecer.
En este contexto, la interacción entre los artículos 75, inciso 32, 76 y 100 de la Constitución argentina se torna un epicentro de discusión respecto a cómo la doctrina de la delegación impropia puede coexistir, o incluso complementarse, con la necesidad práctica y palpable de mantener entidades administrativas y regulativas eficaces. La dualidad entre estas dos necesidades -adherencia a la constitucionalidad y gestión eficiente- revela una dinámica que continúa siendo un terreno fértil para debates y reinterpretaciones jurídicas.
Esta amalgama de principios fundamentales y realidades prácticas en la legislación y administración argentina no solamente invita a una reflexión académica y jurídica, sino que también promueve un análisis crítico y propositivo hacia la búsqueda de una síntesis que pueda amalgamar de manera armoniosa la teoría y la práctica, la norma y la acción, en el vasto y complejo escenario del derecho administrativo y constitucional.
En la contemporaneidad, es notorio que la distribución de competencias no se circunscribe meramente a la ley procedente del Poder Legislativo, sino que se ramifica hacia otros entes estatales, incluyendo al Poder Ejecutivo y entidades administrativas. Este fenómeno ha ganado tracción, particularmente en el contexto de un Estado que aspira a responder a las exigencias y solicitudes sociales con mayor destreza y eficiencia. No obstante, es fundamental subrayar que esta metamorfosis del modelo arquetípico de separación de poderes no debe traducirse en una transgresión del principio de legalidad y los derechos esenciales de la ciudadanía.
La distribución de competencias tradicional, que generalmente confiere una centralidad jurídica a la ley originada en el Poder Legislativo, ha sido matizada en los sistemas constitucionales. En el seno del moderno Estado, prevalece una tendencia pronunciada hacia la acogida de la reconfiguración del esquema clásico de separación de poderes y funciones. En esta tesitura, en el actual entorno se detecta que la rama ejecutiva también se involucra en la formulación de normas jurídicas, a pesar de que esta función ha sido tradicionalmente adjudicada al Poder Legislativo. Por consiguiente, ha habido una transición gradual en el sistema clásico de reserva de ley, que actualmente es percibido como mitigado, adaptable o relativo. En este marco, el reglamento ha surgido como una fuente significativamente contribuyente para otorgar operatividad a la ley, aunque no es indispensable.
Ante esa situación, el presente exhibe a la rama ejecutiva compartiendo el rol de producción de normas jurídicas, todo ello al abrigo doctrinal de quienes sostienen que las actuales características de las finanzas obligan a asumir la actividad hacendística y la política financiera con inmediación, mayor celeridad que la propuesta por los tiempos parlamentarios y sin trabas operativas. Así, el sistema clásico o tradicional de reserva de ley ortodoxo, rígido o absoluto, ha dado paso, paulatinamente, a otro u otros de reserva de ley atenuada, flexible o relativa.
Desde esta perspectiva, la posibilidad de que el PEN dicte normas generales y particulares no representa una excepción al principio de la separación de poderes –en realidad separación orgánica de funciones– porque esa división no genera compartimentos estancos, sino colaboración entre los distintos órganos creados por la Constitución. Todos son el Estado y todos gozan de los atributos del poder, entre ellos, la potestad creadora de normas.
En efecto, aunque el artículo 99, inciso 3, de la Constitución argentina prohíbe al Poder Ejecutivo emitir disposiciones de carácter legislativo, esto no significa que no pueda dictar ningún tipo de norma general y abstracta. Es importante tener en cuenta que el principio de reserva de legalidad no debe confundirse con el principio de legalidad de la Administración pública (AP), que es una consecuencia del Estado de derecho y establece que los mandatos y órdenes deben responder a la normatividad previamente formulada en lugar de la voluntad omnímoda del gobernante. Mientras que el deber de la AP de actuar con sujeción a la ley es universalmente adoptado, el principio de reserva de ley solo se aplica estrictamente a la sanción de leyes tributarias y penales.
5. Delegar no es poder para reglamentar
En consecuencia, es apropiado afirmar que el constituyente ratificó la tradición legislativa preexistente al mantener intacta la antigua redacción del artículo 86, inciso 2, de la Constitución. Al mismo tiempo, la reforma constitucional reconoció la posibilidad de que el legislador encomiende al Poder Ejecutivo la facultad de “hacer la ley”. Por lo tanto, a partir del texto constitucional reformado, se establece una clara separación entre los conceptos de delegación y reglamentación ejecutiva.
Sin embargo, la redacción del artículo 76, en su octavo párrafo, podría llevar a confusión, ya que parece sugerir la posibilidad de corregir las delegaciones legislativas realizadas previamente de manera contraria a la Constitución reformada. Esto ha llevado a algunas personas a creer que en adelante solo se puede otorgar autoridad al Poder Ejecutivo para completar o integrar una norma de acuerdo con las condiciones establecidas en el artículo 76.
En este contexto, surge la pregunta de a qué tipo de delegación se refiere el artículo 76 y si se trata de delegación propia o delegación impropia. También es relevante determinar qué tipo de delegación está permitida en el nuevo régimen constitucional.
En nuestra opinión, la prohibición establecida en el artículo 76 se refiere exclusivamente a la prohibición de que el Poder Ejecutivo “haga la ley”. La posibilidad de otorgar al Presidente la autoridad para integrar o completar la ley sigue estando contemplada en el artículo 99, inciso 2.
El nuevo marco normativo para los decretos delegados mantiene la jurisprudencia previa a la reforma constitucional, que consideraba nulas solo las delegaciones que implicaban la transferencia total del poder legislativo, pero que permitía los actos de delegación parcial, en los que la Ley comisionaba al Ejecutivo para implementar o complementar un régimen legal específico. En consecuencia, las atribuciones de competencias “reglamentarias” fuera de los requisitos y procedimientos establecidos en el nuevo artículo 76 son válidas. La Constitución, en lugar de restringir el alcance de la delegación, parece haberlo ampliado, manteniendo la prohibición de la delegación legislativa amplia, pero al mismo tiempo estableciendo dos excepciones que permiten ampliar la delegación que antes estaba prohibida. Sin embargo, esta segunda alternativa solo sería posible en ausencia de la segunda condición bajo la cual se puede ejercer la delegación, es decir, “dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca”.
Si todas las “delegaciones impropias” (o mejor denominadas “reglamentos de aplicación”) tuvieran que cumplir con los mecanismos del artículo 76, esto generaría problemas significativos para el funcionamiento de la Administración y la eficacia en la consecución de los objetivos estatales.
En este contexto, es relevante cuestionar cuáles fueron los argumentos del constituyente para apartarse de la doctrina establecida en el caso “Carmelo Prattico c. Basso y Cía.” (Fallos: 246:345), que reconocía la posibilidad de otorgar atribuciones al órgano ejecutivo cuando las materias eran tan peculiares y variables que el legislador no podía anticipar su manifestación concreta en los hechos. En lugar de invalidar todas las delegaciones impropias de facultades legislativas, la Constitución de 1994 optó por ratificar la “totalidad de la delegación legislativa sobre materias determinadas de administración o situaciones de emergencia pública emitidas con anterioridad a la reforma constitucional de 1994, cuyo objeto no se hubiese agotado por su cumplimiento”. Si se considerara que cada caso de delegación impropia de facultades legislativas cae bajo el artículo 76, se llegaría a la sorprendente conclusión de que muchas normas vigentes desde 1994 en adelante habrían perdido su validez.
Por ello, consideramos que el artículo 99, inciso 2, no ha cambiado su significado y que la interpretación de la jurisprudencia de la Corte Suprema previa a la reforma constitucional de 1994 sigue siendo válida. Específicamente, creemos que la jurisprudencia que permitía que un organismo administrativo regulase la ley si el legislador había establecido previamente la política legislativa sigue siendo aplicable. La doctrina judicial establecida en casos como “Delfino”, “Carmelo Prattico” y “Cocchia” se mantiene vigente incluso después de la reforma constitucional. Esta jurisprudencia reconoce la prohibición constitucional de la delegación legislativa, con excepciones establecidas por la reforma. El artículo 76 prohíbe la delegación legislativa, pero al mismo tiempo mantiene la vigencia de los decretos ejecutivos y los reglamentos de aplicación. Por lo tanto, la reforma constitucional no alteró las facultades del Presidente para emitir “decretos ejecutivos” y las facultades del Congreso para encomendar a otras organizaciones de la Administración la emisión de “reglamentos de aplicación” en relación con la norma legal que deben aplicar.
6. Retrospectiva y futuro de la delegación legislativa
El problema de la asunción de facultades legislativas en cabeza del presidente es antiquísimo. Sin embargo, tales situaciones no eran inusuales en la república temprana. De hecho, la generación fundadora de los EEUU no vio nada adverso en delegar provisionalmente el poder de hacer reglas siempre y cuando el Congreso no alienara permanentemente su poder para hacer leyes. Más todavía, algunos académicos y profesores de derecho, como Mortenson y Bagley argumentan que las delegaciones de poder no eran inusuales en la república temprana y que la generación fundadora no veía problemas en delegar provisionalmente el poder de hacer reglas, siempre y cuando el Congreso no alienara permanentemente su poder para hacer leyes. (2019, December 31). Delegation at the Founding. Columbia Law Review, Forthcoming, U of Michigan Public Law Research Paper No. 658. SSRN. https://ssrn.com/abstract=3512154). Lo expresado no implica un renunciamiento al control de razonabilidad de las medidas en sí.
En el vasto teatro de la legislación estadounidense, ha emergido un drama intrigante: la lucha entre la cesión de poderes y los guardianes de la legalidad. Durante décadas, el imponente Tribunal Supremo ha danzado en torno a la cuestión de cuánto poder el Congreso puede entregar, cual testigo silente, a las agencias ejecutivas. Pero, al igual que las estaciones cambian, también lo hacen las opiniones judiciales. En el reciente acto de Gundy v. Estados Unidos, el Tribunal, dividido por finas líneas de opinión, reveló una disidencia que cuestionó los principios que han gobernado por generaciones.
En el horizonte, se vislumbra un cambio. Los vientos soplan con ecos de disidencia, sugiriendo que quizás el futuro limite el alcance de la delegación. Y mientras algunos ven en esto un presagio, otros lo consideran una evolución natural. Sin embargo, ¿es esta marea de cambio verdaderamente revolucionaria? El tiempo, ese fiel juez, será quien decida si el cambio propuesto en el escenario judicial tendrá repercusiones duraderas. Pero hasta entonces, una cosa es cierta: la esencia de este drama radica no en las promesas declaradas del Tribunal, sino en sus acciones concretas. El telón de la doctrina de no delegación todavía no ha caído; el acto final está por escribirse. Es que, en efecto, por primera vez en muchos años, cinco jueces han expresado su voluntad de revisar la prueba del principio inteligible. Ciertamente, el caso de “Gundy” podría abrir la puerta a una revisión más rigurosa de la delegación legislativa a las agencias gubernamentales.
La doctrina de no delegación ha sido un tema recurrente en la jurisprudencia de la Corte Suprema de los EEUU durante décadas. A pesar de que la Corte ha sido consistente en afirmar que el Congreso no puede delegar el poder legislativo sin violar la cláusula de otorgamiento del artículo I de la Constitución de los EEUU, ha habido pocas ocasiones en que la Corte ha invalidado una disposición de un estatuto por violar esta doctrina.
Antes del fallo en el caso Gundy v. United States, la doctrina de la no delegación era esencialmente una materia teórica, útil para la enseñanza académica, pero con escasa aplicación práctica. Esta doctrina establece que el Congreso no puede delegar sus poderes legislativos a otro organismo, en particular a las agencias administrativas que componen el llamado cuarto poder del gobierno. Sin embargo, esta doctrina rara vez se había aplicado en la práctica.
El fallo en Gundy, aunque no desvió la tendencia histórica de rechazar los desafíos basados en la doctrina de no delegación, sí presentó diferencias significativas en las opiniones de los jueces. Desde entonces, ha habido mucha especulación sobre el futuro de esta doctrina, particularmente tras el voto disidente del Juez Gorsuch en ese caso. La posibilidad de que la Corte Suprema adopte una posición más rigurosa sobre la no delegación ha dejado el campo del derecho administrativo en incertidumbre.
No sería imprudente sostener que la evaluación del principio inteligible ha constituido durante largo tiempo el cimiento fundamental. Dicha evaluación dicta que el Congreso únicamente puede conferir el poder legislativo a las entidades federales siempre y cuando haya delineado un principio inteligible que oriente las actuaciones de la respectiva entidad. La propuesta esbozada por el magistrado Gorsuch en pro de una revisada regla de no delegación limitaría de manera significativa la facultad del Congreso para ceder autoridad de manera efectiva. El esquema propuesto por Gorsuch comunica que el Congreso solamente puede conferir potestades bajo tres situaciones concretas. Primordialmente, puede otorgar facultades con el fin de “perfeccionar los pormenores” de una legislación preexistente. Subsecuentemente, puede conferir potestades con el objetivo de que la implementación de una norma esté supeditada a un cierto escrutinio ejecutivo. Finalmente, tiene la capacidad de otorgar facultades con vistas a delegar responsabilidades que no sean de naturaleza legislativa a las ramas judicial o ejecutiva.
Esta propuesta tendría un impacto significativo en el derecho administrativo. Limitaría el estado administrativo, pondría en peligro potencialmente cientos de miles de estatutos y causaría confusión doctrinal. Además, forzaría un cambio que sería difícil de aplicar en la práctica.
En lugar de adoptar la propuesta del juez Gorsuch, la Corte debería continuar aplicando la prueba del principio inteligible de hace décadas. Esta prueba ha demostrado ser efectiva para equilibrar la necesidad de que el Congreso delegue autoridad con la necesidad de que las agencias federales actúen dentro de límites claros. Además, ha sido reconocida y aplicada por la Corte durante mucho tiempo, lo que significa que hay una amplia jurisprudencia y experiencia en su aplicación. Si bien es difícil predecir con certeza hacia dónde irá la Corte en este tema, hay varias indicaciones que sugieren un posible cambio en la doctrina. Por ejemplo, el juez presidente Roberts, quien ha sido generalmente cauteloso en su enfoque de los temas constitucionales, fue persuadido por la disidencia del juez Gorsuch en “Gundy”. Además, el juez Kavanaugh ha indicado su simpatía a las opiniones de Gorsuch sobre la no delegación.
Además, con el reciente nombramiento de la jueza Barrett a la Corte, es posible que haya una mayoría sólida de jueces dispuestos a reconsiderar la doctrina de la no delegación. Sin embargo, es importante tener en cuenta que la Corte a menudo es reacia a anular precedentes de larga data, y cualquier cambio en la doctrina de la no delegación es probable que sea gradual en lugar de radical. En última instancia, la dirección que tome la Corte sobre la no delegación dependerá de un conjunto complejo de factores, que incluyen las opiniones de los jueces individuales, los argumentos de las partes en futuros casos y las tendencias políticas y sociales más amplias.
Previo a avanzar en el tema, es imperativo subrayar que, si este nuevo criterio fuera implementado en futuras deliberaciones judiciales, acarrearía consecuencias significativas en la transferencia de competencias hacia las entidades gubernamentales, y mermaría de manera notable la habilidad del Estado para dictaminar en pro del bien común. Por consiguiente, el Máximo Tribunal no debería acceder a esta propuesta, y debería persistir en la aplicación del criterio del principio inteligible, que ha prevalecido por generaciones.
A esta argumentación se suma que las delegaciones extensas son fundamentales para otorgar a las entidades la flexibilidad requerida para adaptarse a escenarios fluctuantes y, a su vez, estas cesiones de autoridad segregan determinaciones de índole política que deben ser asumidas por especialistas imparciales en el seno de dichas agencias. Es un hecho incontrovertible que, para sustentar un gobierno contemporáneo y eficaz, el órgano legislativo se encuentra en la imperiosa necesidad de transferir competencias y discrecionalidad a las entidades administrativas.
Después de un extenso análisis y circunvalación sobre el tema, regreso al meollo de la cuestión para reafirmar que ni la Corte Suprema de Estados Unidos ni la Argentina deberían tolerar las delegaciones legislativas en materia penal y tributaria, pero sí pueden ser más permisivas respecto a las leyes administrativas.
Diferenciando claramente del ámbito penal y tributario, el ordenamiento jurídico contempla la facultad del legislador de delegar el delineamiento reglamentario de conductas al aparato administrativo, siempre bajo el resguardo de estándares preestablecidos que guíen tal reglamentación.
7. Requisitos para la Delegación
Los requisitos establecidos en el artículo 76 de la Constitución para una ley de delegación son los siguientes:
A) Materias determinadas: la delegación debe referirse a materias específicas y concretas, sin dejar abierta o indeterminada la competencia delegada. Esto significa que el Congreso debe identificar de manera precisa los aspectos o institutos que están siendo delegados, asegurándose de que su voluntad quede manifestada expresamente.
B) Con plazo determinado para su ejercicio: la delegación no puede ser otorgada por tiempo indefinido. Debe tener un plazo cierto y limitado en el tiempo. La expiración del plazo provoca la caducidad automática de la delegación, y el Presidente no podrá emitir válidamente normas sobre las materias delegadas después de este plazo.
C) Las bases de la delegación: este es el requisito más importante de una ley de delegación, ya que establece los límites y alcances de la actuación del Presidente. El Congreso debe expresar claramente lo que desea que el Presidente haga, definiendo los objetivos, sentido y límites de la delegación. Las bases de la delegación son fundamentales para determinar la validez del ejercicio de la delegación y actúan como un criterio de control de su ejercicio. Es importante destacar que, a diferencia de la “política legislativa” requerida para los reglamentos emitidos por el Presidente en el ejercicio de las competencias del artículo 99, inciso 2, las “bases de la delegación” son menos exigentes y no requieren una política legislativa completa y terminada. En la delegación, el Presidente tiene un amplio margen de discrecionalidad, aunque debe guiarse por las bases establecidas por el Congreso. La fidelidad del DD a las bases legislativas debe evaluarse en función del grado de discrecionalidad que estas bases permitan al Presidente. En general, se reconoce una deferencia hacia el Presidente debido a su experiencia política y técnica, y también porque el DD puede ser derogado por una ley o una resolución coincidente de ambas Cámaras legislativas, lo que proporciona un mecanismo de control posterior.
En esencia, la interpretación y el ejercicio reglamentario de las disposiciones legales trascienden impugnaciones siempre que no incurran en irracionalidad, arbitrariedad o errores flagrantes. Ha quedado estipulado por la Corte que, si bien el Poder Ejecutivo está investido para emitir reglamentaciones de cara a la ejecución de leyes, no puede menoscabar su espíritu inherente. En otras palabras, aunque los decretos puedan desviarse de la redacción literal de una ley, deben perpetuar su esencia. Los reglamentos respetan el principio constitucional siempre que perseveren en salvaguardar los propósitos y objetivos que animaron su sanción legislativa. Si bien se confiere cierta deferencia a la interpretación administrativa de una disposición, bajo la presunción de legitimidad, esta no es inmune a escrutinio si se evidencian rasgos de irracionalidad o error manifiesto. Conforme a la jurisprudencia, rara vez se cuestionará la constitucionalidad de una reglamentación por excesos en su competencia, dado que las disposiciones que favorecen el cabal cumplimiento de la finalidad legal o que representan medios razonables para prevenir su infracción, se asientan firmemente sobre la doctrina constitucional reconocida por la Corte Suprema (CSJN Fallos: 232:293 y 244-309, entre otros precedentes destacados).
Conclusión
A estas alturas, hace mucho tiempo que el Congreso dejó de ser el encargado exclusivo de escribir leyes. Si, ya se sabe que, en el estado moderno, y desde hace bastante tiempo, el Congreso ha delegado la autoridad para escribir reglas y regulaciones con el estatus de leyes a agencias administrativas situadas dentro del Poder Ejecutivo. A su vez, esas agencias han escrito reglas y regulaciones que afectan la vida privada de los ciudadanos, y los litigantes a veces han desafiado sin éxito la autoridad de las agencias para dictar normas reglamentarias sustantivas.
Inclusive en la era fundacional, los paradigmas jurídicos y políticos vigentes no erigían obstáculos ante las delegaciones legislativas de autoridad en cuestiones de trascendental importancia. Las asambleas legislativas del mundo angloamericano del siglo XVIII se hallaban imbuidas en una tradición arraigada de conferir una considerable potestad reglamentaria y discrecional a sus agentes, los cuales no eran percibidos como legisladores propiamente dichos al operar dentro de los límites de un mandato legalmente establecido. Antes bien, las delegaciones legislativas se erigieron como un elemento omnipresente en la estructura gubernamental tanto pre como post-independencia en el continente americano.
La separación de poderes delineada en la Constitución en tres ramas distintas y la asignación exclusiva de los “Poderes Legislativos” al Congreso no inculcaron nuevas restricciones en materia de delegación. Nada en el texto o la estructura constitucional imponía restricción alguna al poder del Congreso de delegar autoridad reglamentaria, siempre y cuando dicho órgano no renuncie a su supremacía definitiva sobre el procedimiento legislativo. Además, los debates que rodearon la redacción y ratificación de la Constitución estadounidense no revelan preocupación alguna respecto a las delegaciones legislativas.
Esta interpretación encuentra eco y confirmación en la práctica política del temprano periodo republicano, que rechaza de manera concluyente la existencia de cualquier prohibición a la delegación legislativa. Acto legislativo tras acto legislativo, el Primer Congreso promulgó extensas delegaciones de autoridad en la formulación de políticas sobre los asuntos más críticos a los que se enfrentaba la naciente nación, abarcando temas como el comercio exterior, los derechos de patente, la fiscalidad, las pensiones, la reestructuración de la deuda nacional, la regulación de los territorios federales, el levantamiento de ejércitos y la movilización de la milicia.
Dichas delegaciones otorgaban de manera rutinaria un amplio margen de discreción para abordar cuestiones políticas de gran envergadura con escasa o nula orientación específica, permitiendo con frecuencia que el poder ejecutivo estableciera normativas que afectaban directamente los derechos y conductas privadas. En fin, las amplias delegaciones de autoridad eran una característica ubicua en la República temprana. La única limitación teórica a estas prácticas radicaba en que la legislatura debía conservar el control último, al igual que el pueblo conservaba el control sobre la legislatura a la cual había hecho la delegación inicial. En otras palabras, lo que se prohibía era la enajenación del poder legislativo, lo que cortaría la conexión con la autoridad del pueblo. Como John Locke argumentó, “el cuerpo legislativo no puede transferir el poder de hacer leyes a otras manos: pues siendo solo un poder delegado por el pueblo, aquellos que lo poseen no pueden pasarlo a otros”. Esto se encuentra en sus Two Treatises of Government, bk. II, ch. XI, § 141 (1690)
En Argentina y en los Estados Unidos muchos hacen un culto de la palabra “legislativo”, pero esto no resuelve la cuestión en sí. Emitir una disposición de carácter abstracto y general no es necesariamente un “ejercicio del poder legislativo”, como explicó SCOTUS en el caso Departamento de Transporte contra la Asociación de Ferrocarriles Americanos (575 U.S. 43, 70, 2015).
Los Fundadores no consideraban los poderes “legislativo” y “ejecutivo” de manera tan rígida; en cambio, los veían en términos no exclusivos y relacionales. La misma acción gubernamental podría describirse como “legislativa” o “ejecutiva” dependiendo del actor. En prieta síntesis, el poder ejecutivo se entendía simplemente como la autoridad para llevar a cabo proyectos definidos por un ejercicio previo del poder legislativo. Esto se ve reflejado en INS v. Chadha, 462 US 919, 953 n.16 (1983), donde se menciona que el Fiscal General, al desempeñar sus funciones según la Ley de Inmigración y Nacionalidad, no ejerce un poder “legislativo”.
Por esta razón, los funcionarios gubernamentales con poder para elaborar reglas vinculantes eran regularmente descritos como actores ejecutivos, “servidores” del pueblo que eran “responsables ante ellos” por “cómo ejecutan” su autoridad delegada.
https://www.infobae.com/opinion/2024/01/02/mitologia-de-la-delegacion-legislativa