I. Introducción.
A modo de presentación, debe hacerse notar que la sustantividad del régimen administrativo exige que el derecho público tenga una estructura jurídica que refleje la particularidad de las relaciones en las que el Estado es parte. Por ello, el derecho administrativo no podría ser otra cosa que exorbitante, porque sus principios y normas están diseñados para garantizar la ejecución de políticas públicas, la protección del interés colectivo y la realización del Bien Común.
Como premisa inicial de análisis, debe hacerse notar que la substantividad del derecho público en las relaciones jurídicas que involucran a sujetos públicos refleja la esencia inherente de dichas relaciones, la que no puede ser alterada ni por las denominaciones formales que les otorgue el legislador ni por los detalles de su regulación normativa.
Como indiqué en investigaciones previas, en el marco del derecho público, estas relaciones están regidas por principios fundamentales que responden al Bien Común y a la justicia distributiva, lo que las diferencia radicalmente de las relaciones regidas por el derecho privado. Sucede que, en efecto, la esencia de las relaciones jurídicas administrativas está definida por la función del sujeto público como administrador del Bien Común y su sujeción positiva a la ley, que limita su voluntad y lo obliga a actuar exclusivamente dentro de los marcos que la norma le permite.
Siguiendo el razonamiento esgrimido en mis publicaciones previas, cabe señalar que esta sujeción distingue las relaciones de derecho público de las de derecho privado, donde predomina la autonomía de la voluntad y la libertad negocial1.
Un ejemplo paradigmático de esta substantividad puede encontrarse en los contratos administrativos, que, aunque puedan contener elementos o regulaciones propias del derecho privado, son esencialmente relaciones de derecho público. Esto se debe a que el sujeto público no actúa en función de intereses particulares, sino en cumplimiento de su responsabilidad hacia el Bien Común. Por tanto, aunque un contrato administrativo pueda estructurarse con formalidades propias del derecho privado, su esencia será siempre pública, ya que está sujeta a principios como la igualdad, la proporcionalidad, la transparencia y la no discriminación, propios de la justicia distributiva2.
Este razonamiento se basa en el reconocimiento de que las entidades públicas no operan dentro del marco del mercado ni tienen la libertad negocial que caracteriza a los actores privados. Efectivamente, consideremos el caso hipotético planteado: si el Presidente de la Nación decidiera, en ejercicio de su función ejecutiva, adjudicar contratos públicos sin recurrir a un procedimiento de licitación o concurso público, tratándolo como si fuera una relación de derecho privado, se generaría un agravio constitucional evidente. En una licitación pública, todos los ciudadanos y empresas tienen el derecho legítimo de participar en condiciones de igualdad, ya que los fondos públicos, como parte del Bien Común, no pertenecen al sujeto público, sino a la comunidad en su conjunto. Al adjudicar arbitrariamente un contrato sin recurrir a los procedimientos de selección abiertos, el sujeto público vulneraría derechos individuales y colectivos, porque privaría a los ciudadanos de su participación proporcional en el Bien Común3.
Así las cosas, la razonabilidad exige que las decisiones de los sujetos públicos estén fundadas en principios objetivos, acordes con la finalidad pública de sus acciones. En este caso, omitir un procedimiento competitivo sería irrazonable, ya que pondría en peligro valores fundamentales del sistema democrático, como la transparencia y la igualdad de oportunidades. No solo se afectaría a los aspirantes excluidos, quienes tendrían un agravio constitucional al verse privados de participar en condiciones equitativas, sino que también se comprometería la confianza en el Estado como administrador del Bien Común.
Además, este supuesto pone en evidencia la diferencia entre las relaciones de derecho privado y de derecho público. En el ámbito privado, un individuo puede disponer de sus recursos conforme a su voluntad, incluso con criterios subjetivos. Sin embargo, en el ámbito público, las decisiones deben obedecer a principios objetivos derivados de la Constitución y las leyes que la desarrollan. La substantividad del derecho público asegura que los actos de los sujetos públicos estén siempre orientados por el interés general, lo que impone límites a su discrecionalidad y excluye la posibilidad de actuar con la libertad negocial propia de los particulares.
Con toda evidencia, en términos jurídicos, este principio de razonabilidad es la base para impugnar actos administrativos arbitrarios o que vulneren derechos fundamentales. Como sostuvo la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina en múltiples fallos, el control de razonabilidad es esencial para garantizar que las decisiones del poder público respeten el orden constitucional. En este sentido, el acto hipotético del Presidente no solo sería cuestionable desde el punto de vista político, sino también inconstitucional, al violar los principios de igualdad y proporcionalidad, además de atentar contra la transparencia y la confianza en la administración pública4.
En conclusión, la esencia de las relaciones jurídicas en las que interviene un sujeto público no se limita a formalidades o tecnicismos, sino que late en su vínculo profundo con el Bien Común y la justicia distributiva. Efectivamente, no son simples transacciones o acuerdos entre partes; son hilos que tejen el equilibrio social, compromisos asumidos por quienes representan al Estado y que deben sostenerse sobre pilares inamovibles: la sujeción positiva a la ley, la proporcionalidad y la igualdad. En ese sentido, más allá de los reglamentos que intentan encasillarlas, al margen de las particularidades que puedan matizarlas, no cabe duda que estas relaciones trascienden las reglas específicas y se asientan en principios que le dan sentido al poder público, recordándole que no existe para sí mismo, sino para servir, ordenar y garantizar el bienestar colectivo. Desde ya, no basta con que una decisión sea legal; debe ser justa, razonable, coherente con la responsabilidad que tiene el Estado de preservar la cohesión social y proteger a quienes dependen de sus actos y omisiones.
Con toda seguridad, ese comprensión del asunto permite resolver conflictos con una mirada más amplia, reconociendo que las formas pueden cambiar, que en ocasiones el Estado actúa bajo esquemas propios del derecho privado, pero que su esencia permanece intacta: cada una de sus actuaciones debe reflejar su compromiso con el Bien Común, asegurando que su poder no sea una carga sobre los ciudadanos, sino un puente hacia una sociedad más justa y equilibrada.
En ese estado de cosas, corresponde consignar que el estudio del derecho administrativo comparado revela comúnmente la presencia de un conjunto de prerrogativas que la Administración ostenta en aras de la satisfacción del interés general, las cuales rebasan los principios propios del derecho privado. Estas prérogatives de puissance publique, como gustan denominarlas los manuales clásicos del Derecho administrativo francés, se hallan en el núcleo de lo que la doctrina describe como régime exorbitant de derecho administrativo: un marco jurídico donde la Administración dispone de potestades y privilegios que la facultan a actuar de manera unilateral, en atención a los fines públicos que persigue5.
En efecto, para que la administración pueda cumplir con sus funciones y responsabilidades estatales, es imprescindible que disponga de poderes adecuados y bien definidos. Estos poderes permiten a la administración pública actuar de manera efectiva en la ejecución de políticas públicas, la prestación de servicios, la regulación de actividades económicas y sociales, entre otras tareas fundamentales para el buen funcionamiento del Estado.
En ese sentido, los poderes administrativos abarcan una amplia gama de facultades, que van desde la capacidad de dictar normas y reglamentos hasta la posibilidad de intervenir en situaciones de emergencia, realizar inspecciones, imponer sanciones y administrar recursos públicos. Ciertamente, estos poderes no solo son necesarios para la eficacia administrativa, sino que también deben ejercerse dentro de un marco legal y constitucional que garantiza el respeto a los derechos fundamentales de los ciudadanos y la rendición de cuentas ante la sociedad. Es por ello que, los poderes de la administración son instrumentos indispensables para el ejercicio de la función pública, no obstante que su ejercicio debe estar sujeto a principios de legalidad, proporcionalidad, transparencia y justicia, asegurando así que contribuyan efectivamente al interés general y al bienestar de la comunidad.
Dentro de ese torrente de ideas, cabe subrayar que las prerrogativas exorbitantes no son exclusivas del Derecho administrativo continental. Efectivamente, en el constitucionalismo de los Estados Unidos, la Administración (en un sentido amplio que engloba al Poder Ejecutivo y a las agencias federales) también ha desarrollado un cuerpo de doctrinas y prerrogativas que confieren a la Administración amplias facultades para regular, imponer sanciones y actuar de manera relativamente unilateral—siempre sometida a los límites de la Constitución y a la supervisión judicial6.
Es verdad que la Constitución estadounidense (1787) no contempla una mención explícita a un “régimen administrativo”, pero el Congreso, a través de leyes que lo habilitan (statutory law), ha ido delegando facultades en diferentes agencias (e.g., Environmental Protection Agency, Federal Communications Commission, etc.). Esta delegación supone que las agencias pueden dictar reglamentos con fuerza de ley para cumplir con los objetivos establecidos en la ley habilitante (enabling act). Cabe mencionar que la idea de que el Congreso no puede transferir su potestad legislativa de manera irrestricta ha sido un tema recurrente ante la Corte Suprema7.
La Corte, sin embargo, ha mantenido una postura laxa: mientras la ley contenga un “intelligibleprinciple” (un estándar suficientemente claro sobre las metas y límites de la delegación), la delegación se considera constitucional. Ya en J.W. Hampton, Jr. & Co. v. United States (1928) fue reconocido que el Congreso puede delegar poderes al Ejecutivo si establece pautas. Esa doctrina se proyecta hasta nuestros días, tan así que en Whitman v. American Trucking Assns.(2001) se ratifica la necesidad de un “intelligibleprinciple” al delegar competencias a la EPA en materia de calidad del aire. Así, por medio de esta doctrina, la Corte ha convalidado un amplio poder regulador en las agencias—en muchos aspectos, análogo a una prerrogativa de “régimen exorbitante”, pues el Ejecutivo dicta reglamentos de cumplimiento obligatorio8.
Al unísono numerosas agencias federales (p. ej., Securities and Exchange Commission, Federal Trade Commission) poseen la capacidad de investigar y sancionar infracciones administrativas. Estas sanciones pueden incluir multas sustanciales o la imposición de medidas correctivas sin mediar intervención judicial previa. La Corte Suprema, a lo largo del siglo XX, ha aceptado que el Poder Ejecutivo y sus agencias lleven adelante estos procedimientos internos, siempre que se respete el “due process” (debido proceso) garantizado por la Quinta y la Decimocuarta Enmienda. El control judicial típico ocurre a posteriori, cuando el sancionado puede recurrir ante los tribunales federales, invocando violaciones al due process o a la ley habilitante. Así, en Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission (1977) se reconoció la constitucionalidad de los procedimientos sancionadores administrativos, sosteniendo que no es necesario un juicio con jurado para imponer multas administrativas; basta el debido proceso en la esfera administrativa y la posibilidad de revisión judicial ulterior. Esta potestad sancionadora es, de algún modo, equiparable a la “autotutela” de otros sistemas jurídicos, pues la agencia actúa como acusadora y “juez” en su propia causa, con ciertos mecanismos de defensa, pero sin intervención inmediata de un juez del Poder Judicial9.
Otra peculiaridad es que el Presidente de los Estados Unidos cuenta con la facultad de emitir órdenes ejecutivas (executive orders), aplicables a la administración federal. Si bien no tienen la misma jerarquía que las leyes del Congreso, pueden tener efectos considerables, en especial si se fundamentan en leyes ya existentes o en la autoridad ejecutiva inherente al Presidente (art. II de la Constitución). Cabe señalar que la Corte Suprema se ha pronunciado en ocasiones sobre la validez de ciertas executive orders, evaluando si exceden las competencias del Ejecutivo. Un hito fue Youngstown Sheet & Tube Co. v. Sawyer(1952) (“Steel Seizure Case”), en que la Corte declaró inconstitucional la incautación de las acerías por parte del Presidente Truman, argumentando que se trataba de una acción que requería autorización del Congreso. Con toda verdad, si bien las órdenes ejecutivas no constituyen exactamente una “prerrogativa exorbitante” a la manera francesa, reflejan la existencia de un poder unilateral de la Presidencia, que la Corte convalida mientras no colisione con atribuciones reservadas al Congreso o principios constitucionales10.
También es importante traer a colación el caso Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council (1984). Con este fallo, la Corte Suprema adoptó un estándar de deferencia a la interpretación que las agencias federales hacen de sus leyes habilitantes, siempre que la intención del Congreso no sea clara o el texto legal sea ambiguo. La Corte ha refinado la doctrina en casos posteriores. En National Cable & Telecommunications Ass’n v. Brand X Internet Services (2005) extendió la deferencia, permitiendo incluso que la agencia revoque interpretaciones judiciales previas si la ley subyacente no es inequívoca. Esta deferencia jurisprudencial fortalece la prerrogativa administrativa de interpretar y aplicar las normas sin que el Poder Judicial se inmiscuya en cada detalle, aunque persiste el debate en torno a la famosa “Chevron deference” y su alcance en la Corte contemporánea. En conjunto, esta deferencia constituye una forma de “prerrogativa” que permite a las agencias moldear la política pública con un amplio margen de autonomía11.
Así las cosas, puede colegirse que si bien en el derecho administrativo estadounidense no se hable propiamente de un “régimen exorbitante”, la Administración sí goza de amplias prerrogativas—poder regulador, potestad sancionadora, emisión de directrices ejecutivas, deferencia interpretativa, poderes de emergencia—todas ellas moldeadas y, en cierta medida, respaldadas por la jurisprudencia de la Corte Suprema.
En este contexto, las potestades del derecho administrativo —como la ejecutoriedad de los actos administrativos, la autotutela y la posibilidad de limitar derechos individuales en nombre del interés público— no son meras concesiones arbitrarias, sino herramientas indispensables.
No cabe duda alguna que sin estas facultades, el Estado carecería de los medios para cumplir con su función esencial, lo que comprometería tanto el orden público como la realización de los derechos fundamentales. Incluso en sistemas jurídicos donde impera el rule of law, la exorbitancia es una condición inherente al funcionamiento del derecho administrativo.
En ese orden de ideas, el rule of law, que se asocia con la idea de supremacía de la ley, igualdad ante ella y control judicial sobre la actividad estatal, no contradice la existencia de un régimen exorbitante en el derecho administrativo12. De hecho en estos sistemas la exorbitancia se justifica no como una excepción al ordenamiento jurídico, sino como una manifestación de su coherencia y funcionalidad13.
Es de toda verdad que la Administración no puede limitarse a actuar como un sujeto privado más, pues ello equivaldría a ignorar su papel institucional y a socavar el principio de legalidad. Por ejemplo, si el Estado estuviera obligado a litigar cada acto administrativo en igualdad de condiciones con los particulares, perdería la capacidad de reaccionar de manera inmediata y efectiva frente a situaciones que afectan al interés público, como la regulación de servicios esenciales o la protección del medio ambiente. Este es el caso, por ejemplo, de la ejecutoriedad de los actos administrativos, que permite a la Administración dar cumplimiento a sus decisiones sin necesidad de una autorización judicial previa. Si esta prerrogativa no existiera, la Administración se vería paralizada por procedimientos interminables, comprometiendo su capacidad para gestionar eficazmente el Bien Común14.
En esa misma comprensión del asunto, la autotutela —la capacidad del Estado para interpretar y ejecutar sus propias decisiones— es una expresión de la exorbitancia que encuentra plena justificación en la necesidad de garantizar la continuidad y eficacia de la acción administrativa. Ateniéndonos a la evidencia, se confirma la premisa de que sin este principio, las decisiones estatales quedarían sujetas a una revisión previa que, aunque acorde al derecho privado, sería incompatible con la naturaleza y las exigencias del derecho administrativo.
Es por ello que, incluso en países con tradiciones jurídicas basadas en el common law, donde la regla del rule of law es central, encontramos mecanismos que reflejan esta misma lógica. Por ejemplo, en Estados Unidos, la deferencia otorgada a las agencias administrativas bajo doctrinas como la de Chevron (antes de su anulación) ilustra cómo el derecho administrativo debe diferenciarse del derecho privado. En tales casos, el principio de que el Estado necesita actuar con mayor autoridad para interpretar y aplicar normas ambiguas refuerza la idea de que la Administración Pública opera bajo un marco jurídico diferente, que no se limita a las reglas de igualdad propias del derecho privado15.
II. La potestad en el ámbito privado y en el público.
Antes de cualquier otra consideración, quisiera hacer notar que la potestad no es un concepto exclusivo del derecho público ni se encuentra ajena al ámbito de las relaciones privadas. De verdad, tradicionalmente se asocia con el ejercicio de autoridad por parte del Estado, pero la realidad jurídica demuestra que también puede manifestarse en vínculos entre particulares, donde una de las partes ostenta una posición de preeminencia legítima sobre la otra, no en términos de desigualdad arbitraria, sino como una relación estructurada en función de responsabilidades y deberes específicos. Ejemplo de ello son las figuras del poder familiar, donde los progenitores ejercen una potestad sobre sus hijos menores, o el régimen de tutela y curatela, en el que una persona asume la dirección y protección de otra en condiciones de vulnerabilidad. Estas situaciones no configuran una relación de simple voluntad entre iguales, sino que se estructuran sobre una potestad legítima, sujeta a límites y controles jurídicos que impiden su ejercicio abusivo.
En efecto, en la esfera de las relaciones privadas se observan situaciones donde una de las partes ostenta un margen de poder sobre la otra. Por ejemplo, los padres tienen facultades sobre sus hijos (lo que en Derecho Civil se denomina “responsabilidad parental” o patria potestad), el empleador dispone de ciertas atribuciones frente al empleado (dirección de la tarea, régimen disciplinario interno, etc.), e incluso un contratante puede “exceptuarse” de cumplir un contrato si la contraparte no ejecuta sus obligaciones —o resolver unilateralmente el vínculo— siempre que los presupuestos legales así lo permitan. Estas potestades, sin embargo, no se identifican con las potestades públicas del derecho administrativo por al menos dos motivos centrales: En primer lugar, en las relaciones privadas, las facultades que una persona ejerce sobre otra se circunscriben a un contexto específico (p.ej., el contrato de trabajo, el acuerdo civil, la relación familiar), y se amparan en normas cuyo objeto es regular ese vínculo en particular.
Por el contrario, las potestades administrativas son de alcance general: la Administración Pública, en ejercicio de sus funciones, puede dictar reglas o adoptar decisiones que afecten a un número indeterminado de personas, precisamente porque actúa en nombre de la colectividad y de la satisfacción del interés público. De manera concurrente, en el ámbito privado, el uso de ciertas facultades no siempre es de obligado ejercicio: la parte damnificada en un contrato puede “tolerar” o “consentir” un incumplimiento o pactar una solución distinta, y un padre puede renunciar al ejercicio práctico de algunas atribuciones (por ejemplo, otorgar la autonomía para que el hijo decida algo cotidiano) sin que ello destruya la relación familiar. En otras palabras, esas potestades privadas son “latentes” y, a menudo, facultativas. En cambio, en el derecho administrativo, las potestades no pertenecen al funcionario o al organismo como un derecho disponible, sino que se ejercen en régimen de fiduciario (esto es, en representación del Estado y del bien común).
Por ende, no son potestades renunciables ni delegables a simple criterio: la ley las confiere a la Administración para que cumpla con la tutela de intereses generales. En ese panorama, cabe señalar que si la Administración detecta una infracción o la necesidad de autorizar, prohibir o regular cierta actividad, está obligada a obrar: es parte de su misión indelegable, derivada del principio de legalidad y del interés público que debe salvaguardar.
En pocas palabras, la palabra “potestad” encierra una verdad antigua y poderosa: es la facultad de guiar, de imponer una dirección, de influir en las decisiones de otros. Pero no toda potestad es igual ni toda autoridad tiene la misma naturaleza. Cuando hablamos de potestades administrativas, nos referimos a un poder que no es un privilegio ni una opción, sino una obligación: una fuerza que el Estado debe ejercer para cuidar el equilibrio de la sociedad, proteger el bien común y evitar que el caos se instale en las grietas del desorden.
Con toda seguridad, esto la diferencia del derecho privado, donde la potestad se mueve con mayor libertad, atada a la voluntad de quienes la ejercen. En el mundo de los contratos y acuerdos entre particulares, el poder se negocia, se acepta o se rechaza, es un juego de intereses donde nadie impone su voluntad de manera absoluta. Todo lo contrario, en el derecho administrativo, la potestad es otra cosa: es un deber que no se elige, un compromiso con el orden y la justicia, una brújula que señala siempre hacia el interés colectivo. Por eso, la potestad pública no es solo un rasgo del derecho administrativo, sino su alma misma. No es un poder arbitrario, no es una licencia para hacer lo que se quiera, sino una responsabilidad gigantesca, un peso que solo puede sostenerse con los pilares de la legalidad y la razonabilidad. Es la voz de un Estado que debe ser fuerte sin ser tirano, firme sin ser cruel, capaz de ordenar sin aplastar la voluntad de aquellos a quienes debe servir. En esa delicada danza entre autoridad y justicia, el derecho encuentra su verdadero significado: no en la imposición ciega, sino en la armonía entre el poder y la necesidad de construir un mundo más justo para todos.
En síntesis, la palabra “potestad” comparte un sentido amplio: una facultad para imponer o dirigir conductas. Pero cuando hablamos de potestades administrativas, nos referimos a un núcleo de poderes generales, obligatorios y no disponibles, otorgados para velar por el interés colectivo. Esta connotación difiere de las atribuciones que existen en el ámbito privado, normalmente ceñidas a la autonomía de la voluntad, a la relación puntual entre las partes y a la facultad —no la obligación— de ejercerlas. De ahí que la “potestad pública” se reconozca como un rasgo característico del Derecho administrativo, con su impronta de servicio al bien común y su subordinación a los principios de legalidad y razonabilidad.
III. Potestad y prerrogativa.
Sentado lo que antecede, para comprender el rol que ocupan las prerrogativas de la Administración Pública en el ámbito del derecho administrativo, conviene distinguirlas tanto del concepto de poder como del de potestad. El poder, por un lado, caracteriza al ordenamiento jurídico en su totalidad: es el principio que ordena a la sociedad política y orienta su funcionamiento al logro del bien común. Se expresa en la capacidad del Estado de dictar leyes, exigir su cumplimiento y, si fuera necesario, emplear medios materiales (incluso la fuerza) para asegurar el orden y la seguridad. De ahí que podamos afirmar que el poder es la causa formal del Gobierno, mientras que su causa final se asienta en el bien común, cuya satisfacción justifica esa potestad de orden. En términos más específicos, suele hablarse de potestad para referir el ejercicio concreto de ese poder. Por ejemplo, la potestad de reglamentar, de juzgar, de sancionar, de organizar servicios públicos, entre otras. De esta manera, el podersería la esencia política (la “sustancia”), mientras que la potestad sería la forma práctica en que la Administración lleva a la realidad dicho poder (sus “accidentes”, por usar la analogía aristotélico-tomista). De manera coetánea, procede consignar que la prerrogativa es un instrumento jurídico específico que utiliza la Administración Pública dentro de sus relaciones concretas con los particulares.
En ese orden de ideas, cabe señalar que si el poder y la potestad describen la base política y jurídica que ampara la acción del Estado, la prerrogativa refiere a esas facultades o privilegios técnicos que, en el ámbito de una relación administrativa, dotan a la Administración de medios para realizar de manera efectiva la distribución del bien común. Por consiguiente, las prerrogativas se fundamentan en el régimen jurídico exorbitante(propio del derecho público) y no en la mera atribución de poder político en abstracto.
Así las cosas, las prerrogativas de la Administración se tornan esenciales en la relación jurídica administrativa porque permiten, en un momento dado, que el Estado actúe con eficacia para atender al interés colectivo. Sin embargo, no se trata solo de ventajas o poderes asimétricos en favor del Ente público: su razón de ser se vincula directamente con la justicia distributiva. En efecto, cada vez que el Estado interviene a través de prerrogativas como la ejecutoriedad de sus actos o la posibilidad de imponer sanciones, debería hacerlo con miras a la adecuada distribución de beneficios y cargas entre los miembros de la comunidad.
Hasta cierto punto, lo dicho explica por qué tales prerrogativas, a primera vista son incompatibles con la lógica privada (donde rige la autonomía de la voluntad), pero resultan legítimas y necesarias en el ámbito administrativo, toda vez que su objetivo no es satisfacer intereses particulares del Estado, sino viabilizar la provisión del bien común. Un ejemplo ilustrativo lo encontramos en la exigencia legal de que los actos administrativos sean dictados con finalidad legítima (art. 7º, inc. f, Ley 19.549), norma que pone de manifiesto que la prerrogativa no es un capricho o un simple privilegio, sino un instrumento para concretar fines de justicia distributiva en cada situación.
De lo anterior se desprende la relevancia de distinguir la prerrogativa de la noción de poder o potestad. Si estos últimos son conceptos que operan en un plano más amplio (definen la estructura y la capacidad de acción del Estado), la prerrogativa se vuelve visible en la relación jurídica concreta con el administrado. La confusión de los términos podría opacar la función específica de la prerrogativa en ese vínculo y llevar a interpretarla, erróneamente, como mera contracara de los derechos subjetivos de los particulares. En realidad, la prerrogativa va más allá de la dialéctica “poder vs. derecho del particular”; es uno de los rasgos definitorios del régimen jurídico exorbitante que permite al Estado cumplir su misión de asegurador del bien común.
En consecuencia, la potestad viene a ser el modo concreto de ejercer ese poder. Si el poder es como la sustancia misma —lo que da existencia al Gobierno—, la potestad es el ejercicio, la forma en que se anda: ordenar, reglamentar, juzgar, sancionar. Es la mano que calza al caballo y lo hace trotar por un camino u otro, según la necesidad. Distinta es la prerrogativa. En lenguaje campechano, diría que es la herramienta jurídica, la soga o el boleador, que la Administración usa en casos concretos para imponer su criterio en la relación con el particular. Sin ella, el poder quedaría en el aire, y con ella, se vuelve tangible en cada lazo que se establece con el administrado. Pero, ojo, que la prerrogativa no está fundada solo en la pura fuerza del Estado, sino en eso que llaman “régimen jurídico exorbitante”, propio del derecho público, y que uno puede resumir en la idea de la justicia distributiva. Es decir, la Administración tiene esas ventajas o privilegios —que en el derecho privado parecen cosa rara— porque su tarea, bien mirada, es repartir con equilibrio y cuidar el bien común, antes que engordar intereses mezquinos.
Visto así, las prerrogativas de la Administración permiten que el Estado cumpla con su misión de distribuir el bien común y llevar la cosa pública por camino derecho. No se trata de que la Administración se imponga porque sí, como patrón de estancia orgulloso, sino de que toda esa fuerza y facultad esté al servicio de la comunidad. Para darse maña, las leyes reconocen en la Administración un poder especial, pero también imponen controles y obligaciones, de modo que el administrado no quede desamparado. Dicho de otro modo, el Estado no debería galopar como potro salvaje, sino cabalgar con rienda corta, sirviendo a la gente y a la justicia distributiva. Por eso es importante no mezclar poder, potestad y prerrogativa como si fueran las mismas cosas. El poder es la base, la raíz política que hace nacer al Gobierno; la potestad es el ejercicio concreto de ese poder; y la prerrogativa es el instrumento técnico, la palanca que usa la Administración dentro de cada relación jurídica. Cuando se confunden estos conceptos, se pierde de vista el sentido que tienen las prerrogativas en la relación entre la Administración y el administrado: ese lazo jurídico que, a pesar de mostrar ventaja a favor del Estado, en realidad busca la realización del bien común. Así, la prerrogativa no es una soberbia licencia para atropellar los derechos del particular, sino un medio legítimo para que el Estado cumpla con lo que Santo Tomás llamaría la “justicia distributiva”. Aquel que quiera indagar el porqué de semejantes “privilegios” hará bien en recordar que, en la esfera privada, no habría justificativo para tales poderes, pero en lo público, sí que los hay, siempre que se usen para el fin debido. Hasta la propia ley lo establece: un acto administrativo que se aparte de su “finalidad” (es decir, del bien común) no es válido.
Con toda seguridad, el concepto técnico de potestad emerge con claridad cuando se lo coloca frente a su contraparte más familiar: el derecho subjetivo. Es en este contraste, en esta dialéctica, donde ambos encuentran su definición precisa, como figuras que se miran desde extremos opuestos pero que comparten un origen común en el entramado jurídico. El derecho subjetivo es, por naturaleza, la facultad atribuida a un individuo para reclamar o ejercer un interés propio, protegido por el ordenamiento jurídico. Su campo de acción se despliega en un plano de autonomía, en un terreno donde el sujeto se erige como centro de decisión y reivindicación frente a otros, incluyendo al propio Estado. Es un concepto que habla de libertad, de propiedad, de demandas que el derecho reconoce y ampara. La prerrogativa, en cambio, pertenece al dominio de lo público. No es una facultad nacida del interés personal, sino una atribución conferida a la administración para perseguir el interés general. Mientras el derecho subjetivo opera en un plano horizontal de relaciones entre iguales, la potestad se ejerce desde una posición de verticalidad, desde una relación de supremacía que habilita a quien la detenta a imponer, regular, limitar o coordinar en aras del bien común. Es en esta relación de jerarquía donde la potestad despliega su especificidad técnica: no busca satisfacer un interés individual, sino que actúa como un instrumento al servicio de los cometidos estatales. En este sentido, no se admite la idea de reciprocidad propia de los derechos subjetivos; su ejercicio no depende del consentimiento de los destinatarios, sino de su legitimidad dentro del marco legal que la sustenta. Pero ya vimos esta supremacía no es ilimitada. La potestad está ceñida por la ley, restringida por principios como la legalidad, la proporcionalidad y la razonabilidad. Se ejerce, sí, en nombre del interés público, pero siempre bajo la sombra del control judicial y el escrutinio ciudadano, que aseguran que no se convertirá en abuso, en despotismo, en un poder desbordado que traicione su origen y propósito. Así, el contraste entre ambas figuras no solo revela las características propias de cada figura, sino que traza las fronteras entre lo individual y lo colectivo, entre la libertad y la autoridad, entre el interés personal y el bien común. Y en ese contraste, el derecho encuentra una de sus funciones más esenciales: equilibrar los intereses en juego para construir un orden justo y funcional.
IV. La presunción de legitimidad de los actos administrativos.
La presunción de legitimidad es una de esas ciertas atribuciones especiales que le dan un empuje especial en su trato con el ciudadano. Con toda verdad, no podría ser confundida con meros caprichos de la autoridad, toda vez que es un instrumento necesario para encaminar el bien común.
Con toda seguridad, la presunción de legitimidad de los actos administrativos, también descrita en la doctrina francesa bajo la expresión privilege du préalable y, en términos más amplios, como autotutela declarativa, representa uno de los rasgos esenciales del Derecho administrativo16. Se impone como una verdad evidente reconocer que ella supone que las decisiones de la Administración se presumen válidas y eficaces desde el momento de su emisión, sin que se requiera —por regla general— la intervención previa de un juez para su ejecución o para imponer su cumplimiento.
Verdaderamente esta prerrogativa aparece reconocida, con matices, en cuatro ordenamientos representativos: el estadounidense, el francés, el español y el alemán. Es otra prueba más sobre la sustantividad del régimen de Derecho administrativo, habida cuenta de que todos ellos, en mayor o menor medida, reconocen dicha atribución, si bien la revestirán de denominaciones o fundamentos doctrinales propios17.
a) El privilege du préalable en el Derecho francés
Históricamente, el derecho administrativo francés ha sido el escenario clásico donde se formulan con nitidez las nociones de puissance publique y autotutela. El término privilege du préalabledescribe la prerrogativa de que las decisiones de la Administración se encuentren investidas de una presunción de legalidad y puedan desplegar efectos inmediatos sin requerir un acto de confirmación judicial. En su obra, Maurice Hauriou y otros administrativistas galos destacaron la existencia de un poder unilateral a favor de la Administración, amparado en la idea de “servicio al interés general”. En Francia, la ejecutoriedad (ou exécution d’office) se añade como complemento al privilege du préalable: no solo se presume legítimo el acto, sino que la Administración puede, en ciertos supuestos, forzar su cumplimiento por sí misma, sin necesidad de acudir de entrada a la jurisdicción. El Conseil d’État (tribunal supremo en lo contencioso-administrativo) ha acuñado la doctrina de la “présomption de validité” al referirse a esa inmediata aptitud de la decisión administrativa para generar obligaciones en cabeza de los particulares18.
b). La presunción de legitimidad en el Derecho español
En el derecho español, la Constitución de 1978 y la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (en su artículo 39 y ss.), recogen la idea de la presunción de validez de los actos administrativos. Sobre esa base, el ordenamiento otorga a la Administración la potestad de dictar actos ejecutivos, presumiéndose que dichos actos son conformes a derecho, salvo prueba en contrario a través de los mecanismos de impugnación (recurso administrativo o contencioso-administrativo). En este punto, la denominación “ejecutoriedad” (o “potestad ejecutiva”) refleja la aptitud de la Administración para imponer sus actos a los particulares, sin el refrendo previo de un juez. La jurisprudencia del Tribunal Supremo español y la doctrina administrativista (con autores como García de Enterría, Tomás-Ramón Fernández o Eduardo García de Enterría) han insistido en que la presunción de legitimidad de los actos administrativos constituye un pilar esencial del sistema. Permite, por un lado, asegurar la eficacia de la acción pública; por otro, habilita a los ciudadanos a combatir el acto ante los tribunales si consideran que adolece de vicios de legalidad o constitucionalidad19.
c) El reconocimiento de la “autotutela declarativa” en el Derecho alemán
En Alemania, aunque con una estructura constitucional y administrativa propia —marcada por el reparto competencial entre la Federación y los Länder— también se advierte el principio según el cual las resoluciones de las autoridades se presumen legítimas y se ejecutan sin requerir habilitación judicial previa. La doctrina germánica emplea términos como Selbstvollzug (auto-ejecución) o Vollziehbarkeit (ejecutoriedad) para reflejar la idea de que la Administración, cuando actúa en ejercicio de competencias conferidas por la ley, se presume ajustada a Derecho. Entre los juristas alemanes —por ejemplo, Otto Mayer en los albores del Derecho Administrativo alemán, y más adelante Ernst Forsthoff o Peter Häberle— es constante la reflexión de que la Administración no necesita la venia judicial inmediata para imponer sus actos. Se considera que existe un “poder de mando” (Befehlsgewalt) que hunde sus raíces en la ley y en la legitimidad democrática de los poderes públicos. Pese a ello, el sistema alemán concede un control jurisdiccional en vía contenciosa-administrativa bastante intenso, en el que el ciudadano puede cuestionar la validez del acto sin que su recurso suspenda automáticamente la ejecutividad20.
d). Estados Unidos y la presunción de validez de los actos de la Administración
Si bien el derecho administrativo estadounidense difiere en su construcción histórica y doctrinal —en parte por la influencia del common law y la filosofía del checks and balances—, también reconoce, de manera general, que las decisiones adoptadas por las agencias y organismos públicos gozan de una presunción de validez. La jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos ha destacado, en casos vinculados a la potestad regulatoria de las agencias (por ejemplo, Chevron U.S.A. Inc. v. Natural ResourcesDefense Council), que las normas y órdenes administrativas se presumen conformes a la ley mientras no se demuestre que rebasan la habilitación congresional o vulneran derechos constitucionales. Aun sin emplear la terminología “privilege du préalable” o “autotutela declarativa”, la idea subyacente es que las agencias pueden expedir reglamentos y medidas ejecutivas que el particular debe acatar —al menos en primera instancia— y, en caso de desacuerdo, el remedio es recurrir a los tribunales (judicial review). Por tanto, la Administración goza de un poder normativo y sancionador inmediato, que el particular solo neutraliza si demuestra su ilegalidad o logra una suspensión cautelar del acto. Se evidencia, pues, un paralelo funcional con la noción europea de presunción de legitimidad21.
e) Conclusión.
En tales condiciones, debe subrayarse con rigor analítico que la presunción de legitimidad, el privilege du préalable o la autotutela declarativa refleja un mismo fundamento: la potestad de la Administración para dictar decisiones que se presumen ajustadas a la legalidad y que generan efectos inmediatos, sin requerir la aprobación judicial previa.
En el desenlace de la cuestión, Francia lo expresa de manera muy nítida a través del privilege du préalable y el poder de exécution d’office, distintivo del modelo napoleónico y la doctrina del Conseil d’État. España adopta un sistema análogo, con la presunción de validez y la ejecutoriedad de los actos, amparada en la legislación de procedimiento administrativo y afirmada por la jurisprudencia contencioso-administrativa.
Como vimos, Alemania contempla la Vollziehbarkeit, conforme a la habilitación legal y la fuerza vinculante inmediata de las resoluciones administrativas; ello se discute y revisa, en su caso, ante la jurisdicción contenciosa, pero no se suspende sin una decisión judicial o administrativa específica que así lo disponga.
Al unísono en Estados Unidos, si bien sin la formalización en un concepto específico de “privilege du préalable”, admite, en la práctica, que las agencies pueden emitir órdenes y reglamentos que gozan de vigencia inmediata, quedando su eventual suspensión o nulidad al arbitrio de los tribunales. Hay una presunción de corrección jurídica que el particular debe refutar en la judicial review.
En suma, podemos afirmar que en todos estos grandes ordenamientos —francés, español, alemán y estadounidense— subyace la misma atribución o idea-fuerza: la Administración cuenta con un poder para expedir decisiones que rigen desde su emisión, confiándose en su legitimidad (ya sea formal, material o ambas). Ello va de la mano, eso sí, de un control judicial posterior que garantiza la posibilidad de anular o suspender el acto si se acredita su ilegitimidad. De esta manera, se equilibra la necesidad de eficacia de la acción pública y la protección de los derechos de los particulares.
V. Fundamentos jurídicos e históricos de la presunción de legitimidad.
La doctrina ha enfatizado reiteradamente que la presunción de legitimidad de los actos administrativos se ha presentado a menudo como una consecuencia histórica y procesal de la posición que la Administración ocupó (y ocupa) en la arquitectura estatal tras la formulación de la división de poderes. Se ha dicho que se justifica en el “privilegio” de la Administración de defenderse ante los tribunales sin perder la eficacia inmediata de sus decisiones, o como una suerte de “desequilibrio” que favorece al ente público en desmedro de los particulares.
Sin embargo, tal explicación adolece de un excesivo acento en el factor histórico-procesal.
A mi entender, la presunción de legitimidad no se funda principalmente en una cuestión histórica ligada al lugar de la Administración frente a los tribunales—ni responde a la idea de que la Administración posea, sin más, un “privilegio” procesal.
Con toda verdad, su verdadero origen radica en la sustantividad normativa del acto administrativo: el acto se reviste de un carácter jurídico particular que lo hace apto para producir efectos inmediatos, en virtud de la potestad estatal y de la finalidad pública que lo anima.
En ese orden de ideas, se torna ineluctable señalar que el acto administrativo, aun cuando se dirige a una o varias personas concretas, participa de la estructura normativa, habida cuenta de que crea, modifica o extingue una situación jurídica, y se funda en una competencia legal que la Administración ejerce de forma vinculada o discrecional. De hecho, este poder de crear “derecho” en el caso concreto no depende de la aquiescencia del particular ni de la ratificación judicial previa: descansa en una habilitación legal (y, en última instancia, constitucional) que encomienda a la Administración la tarea de satisfacer fines públicos.
Por tanto, el acto administrativo se instala en aquel plano misterioso donde su eficacia brota al instante, pues en él palpita, como si fuera una esencia destilada del poder mismo, una porción viva y palpitante de la función normativa del Estado que desciende suavemente para rozar las realidades concretas. Así, entretejido entre lo abstracto y lo terrenal, este acto toma cuerpo y espíritu, y es justamente en esa delicada frontera donde su autoridad se revela con la fuerza callada de los destinos escritos. Y, desde luego, esta eficacia no es absoluta, pues como todo aquello que pertenece al ámbito de lo humano, queda sujeta a la vigilancia constante, discreta pero ineludible, del control judicial y administrativo posterior.
Sin embargo, la esencia profunda del acto administrativo radica en que posee, por definición y casi por naturaleza, un contenido normativo que danza específicamente alrededor de la relación concreta que regula. Y, precisamente por ello, porque lleva consigo el aliento de la autoridad que lo origina, se presume válido desde su nacimiento, sin precisar el refrendo o la venia de otra autoridad antes de desplegar sus alas y entrar, vigoroso e inmediato, en el mundo de los hechos.
En ese sentido, cobra particular relevancia en este análisis apuntalar, con la paciencia de quien deshilvana antiguas leyendas, que si bien la historia de la división de poderes y la ancestral sumisión de la Administración al imperio de la Ley pueden explicar ciertos matices procedimentales—como ese privilegio singular y casi mágico de la autotutela ejecutiva o aquel hecho inusual, parecido al acto orgulloso de quien confía en su propio poder, por el cual la Administración no necesita invocar la mediación de un juez para hacer valer sus actos—, la presunción de legitimidad se aclara, con mucha mayor hondura, al contemplar la naturaleza intrínsecamente normativa del acto administrativo. Y es justamente allí, en ese fondo casi mitológico de su esencia, donde el acto adquiere sentido pleno y encuentra la raíz más profunda de su autoridad.
En efecto, un acto administrativo que estuviese desprovisto de aquella sustancia íntima, casi alquímica en su esencia normativa, no podría jamás—sin más ni más, sin la misteriosa fuerza que habita en el corazón del poder estatal—proyectar efectos jurídicos que se irradien hacia el exterior, como una verdad revelada en la que nadie puede excusar su mirada. De allí, precisamente, nace esta distinción crucial: el acto administrativo no puede reducirse a un mero “acto de gestión”, uno cualquiera, equiparable en simplicidad a los gestos cotidianos de las personas privadas. Es de toda verdad que su fuerza obligatoria y su ejecutoriedad brotan directamente, como ríos que se nutren de antiguas fuentes escondidas, de la autoridad del órgano que lo pronuncia y del propósito trascendente que late, firme e indiscutible, en la potestad ejercida.
No obstante, cabe señalar que, históricamente, la doctrina—particularmente en la tradición francesa y, de otro modo, en la española—hablasen de privilege du préalable o de posiciones “privilegiadas” de la Administración.
En rigor de verdad, si rascamos con delicadeza el sustrato de tales explicaciones, descubrimos que la razón última no reside en un privilegio anclado en la pompa decimonónica, sino más bien en un reconocimiento silencioso, pero profundamente poderoso: la autoridad, al ejercer su competencia, dicta derecho para la situación precisa, como quien escribe con letra firme el destino inmediato de las cosas. Precisamente este reconocimiento impone, con la lógica secreta de las verdades esenciales, que desde su mismo nacimiento el acto se presuma legítimo; no como un mero capricho burocrático, sino como garantía imprescindible para asegurar que las políticas públicas florezcan sin obstáculos innecesarios y que las relaciones jurídicas, frágiles como hilos tendidos en el vacío, no queden suspendidas, temblorosas e inciertas, a la espera de una tardía confirmación judicial22.
Cuando todo se ha dicho y hecho permite concluir que la presunción de legitimidad del acto administrativo encuentra su fundamento esencial en la sustantividad normativa de la decisión adoptada y no tanto en un rasgo histórico ni en el hecho de que se ostente un status procesal privilegiado frente al particular. Dicho con otras palabras, la razón de ser de la presunción radica en que el acto administrativo—dictado por un poder público dentro de las competencias que la ley le confiere—ya es, por sí mismo, un acto de creación jurídica para una situación específica.
En fin, no se trata, por tanto, de un “capricho histórico” ni de una inercia que conceda ventajas indebidas. Es, en cambio, una exigencia sistemática, necesaria para que el Estado, en cuanto titular de potestades públicas, cumpla sus cometidos y el orden jurídico preserve su coherencia: el acto surge presuntamente válido y eficaz, pero sujeto a un control que, ex post, puede determinar su invalidez o su confirmación definitiva.
De esta forma, el Estado optimiza su actuación al tiempo que los ciudadanos cuentan con garantías de defensa y revisión judicial, manteniendo un equilibrio entre la eficacia de lo público y el aseguramiento de los derechos.
En efecto, la presunción de legitimidad de los actos administrativos no halla su razón de ser en un hipotético principio de “paz jurídica” ni en una simple necesidad de evitar litigios.
Contémplese que, si las cosas fuesen así de simples—diría Isabel Allende con la suave ironía de quien mira con lupa las inconsistencias del mundo—, cabría deducir que en el ámbito de las relaciones privadas, el ordenamiento jurídico debería también invertir, con una suerte de magnanimidad general, la carga probatoria en todos los casos donde se ejerza la autotutela, con el noble propósito de “mantener la paz”. Pero, sin embargo—y aquí se deshace esta ilusión como espuma ante el viento—el régimen jurídico privado conoce y admite supuestos claros de autotutela, como la resolución unilateral de un contrato, donde no se presume que la acción de quien resuelve sea, desde un principio, ajustada a derecho, ni tampoco se obliga al tercero—esa otra parte que sufre el embate del acto—a acudir a un tribunal para destruir su validez. Al contrario, será aquel que ejerció la potestad resolutoria quien, llegado el litigio, tendrá que justificar pacientemente que su obrar se ajustó al esquema normativo previamente establecido. Esto subraya con nitidez una diferencia crucial: en el ámbito privado, ningún acto unilateral ostenta, por sí mismo y desde el origen, una presunción de legitimidad auténtica, profunda, en sentido estricto.
En contraste y por completo a la inversa, la relación jurídico-administrativa guarda en sus entrañas otro secreto. Cuando la Administración dicta un acto—ya sea una sanción, una licencia o incluso una orden contundente como una demolición—ese acto no se presenta ante los ojos del juez ex novo, desnudo y huérfano, como si acabase de brotar desde la nada. Más bien, llega a la arena judicial vestido con el ropaje solemne de un reconocimiento previo, con la presunción indudable de su corrección jurídica, nacida precisamente del núcleo normativo y soberano que habita su esencia misma. Por ello, el juez revisa el acto, quizás lo corrige, tal vez lo anula, pero jamás lo sitúa en pie de igualdad con un acto privado unilateral. Ni mucho menos obliga a la Administración a cargar desde cero con la prueba de su legitimidad, como si su acto no portase en sí mismo la autoridad y la confianza que el ordenamiento le ha concedido previamente, con ese matiz casi mítico que solo adquiere sentido en la íntima esencia del poder público23.
Así, el acto administrativo llega a la arena judicial revestido de un aura especial de deferencia; no se presenta humilde y desprotegido como el acto privado que, desde su primer aliento, está sometido a la ardua prueba de legalidad que recae sobre quien lo engendró. Más bien, llega investido desde su génesis con un ropaje tejido con hilos sutiles y poderosos: la confianza en que es fruto legítimo y natural de la competencia estatal. Por ello, goza, ab initio, de una presunción de validez casi mística, profundamente arraigada en su esencia misma. Ahora bien, esta presunción de legitimidad no responde en modo alguno a un simple afán pragmático de «evitar litigios» o a la intención pacífica y superficial de «garantizar la tranquilidad» en las relaciones jurídicas. Su verdadero fundamento reside en el reconocimiento intrínseco, íntimo e irrefutable, de que el acto administrativo encierra, por definición, la autoridad normativa del Estado hecha carne, verbo y realidad inmediata24.
En ese estado de la cuestión, puede advertirse que la presunción de legitimidad no es, bajo ninguna circunstancia, un vestigio residual o un privilegio heredado de aquellas viejas monarquías, donde el poder descendía, en cascada solemne, desde la corona hasta los súbditos. Más bien, y esto es fundamental advertirlo, se trata de una construcción jurídica profundamente moderna y democrática, anclada en la necesidad vital del Estado de garantizar la operatividad inmediata y fluida del poder público. Esta presunción es el reflejo lúcido del pacto social contemporáneo: un reconocimiento explícito de que la autoridad estatal, investida de competencias normativas, actúa no en nombre propio ni por capricho personal, sino por mandato del interés colectivo, del bienestar general que justifica y limita simultáneamente el poder administrativo. Así, pues, la presunción de legitimidad no es eco lejano de antiguos privilegios monárquicos, sino una expresión consciente y razonada de la confianza que el ordenamiento democrático deposita en el poder público, siempre sujeto—eso sí—a la vigilancia atenta, continua y necesaria del derecho25.
En ese orden de ideas, se ha vuelto lugar común afirmar en el derecho administrativo que la administración no está obligada a someter previamente sus pretensiones al filtro de un juicio declarativo para hacerlas valer frente a terceros. El argumento habitual señala que posee, como si fueran dones casi naturales de su condición, potestades de autotutela y aquella presunción de legitimidad que acompaña, desde su nacimiento mismo, cada uno de sus actos. Sin embargo, esta afirmación, al examinarla con detenimiento y mirada crítica, se revela relativa, o mejor aún, condicionada por matices esenciales que desdibujan aquella aparente absolutidad inicial. En rigor, no siempre puede resolver, en plena y autónoma soledad, todas y cada una de las cuestiones que la involucran directamente, ya sea como sujeto activo o pasivo de obligaciones y derechos. Existen, y abundan, supuestos específicos en que su potestad de autotutela se muestra insuficiente o limitada, obligándola a transitar por el camino judicial, del mismo modo en que un particular debe hacerlo cuando pretende afirmar o defender sus pretensiones.
Porque, más allá de la mística autoridad que ostenta, el Derecho—sabio y prudente como las viejas matriarcas en las novelas—le impone fronteras claras: la autotutela administrativa y la presunción de legitimidad no son cartas blancas absolutas, sino prerrogativas sujetas siempre al escrutinio legal y judicial. Así, al igual que sucede con cualquier otro protagonista del entramado jurídico, la autoridad debe acudir a los tribunales para resolver ciertas controversias jurídicas cuya solución escapa del perímetro cerrado y autosuficiente de sus competencias normativas.
En definitiva, la relativa amplitud de sus potestades y la presunción inicial de validez no convierten al poder administrativo en absoluto o incontestable, sino que más bien reflejan la necesidad práctica, equilibrada y prudente de garantizar la eficiencia estatal, bajo la premisa ineludible de que incluso el más poderoso de los poderes públicos debe inclinarse, llegado el caso, ante el imperio sereno e imparcial del Derecho26.
Cabe puntualizar, y aquí conviene detenerse con la calma reflexiva propia de quien se asoma a los claroscuros del derecho, que en ausencia de un auténtico y vigoroso «entrelazamiento normativo» que le otorgue explícitamente la potestad de incidir unilateralmente en una relación jurídica determinada, no tendrá más remedio que acudir, humilde y pacientemente, ante la justicia ordinaria—tal como lo haría cualquier particular—para ver reconocidas sus pretensiones. En otras palabras, no goza, per se, de una inmunidad absoluta frente al deber general de someter sus reclamos a juicio declarativo o ejecutivo; más bien, se encuentra sujeta a esta carga común con el resto de las personas del ordenamiento jurídico siempre que no exista esa especial habilitación normativa previa.
Esto adquiere especial relevancia cuando nos encontramos ante actos administrativos cuya autoridad no nace aislada, sino que emerge como una manifestación viva y profunda de un verdadero concatenamiento o encadenamiento normativo. Es decir, actos en los que su sustancia jurídica y su eficacia derivan no de una facultad singular y desnuda, sino de esa delicada y compleja urdimbre normativa, en la que unos actos sustentan a otros, creando una trama coherente, legítima y necesaria. Solo en presencia de ese entramado—esa red invisible, firme y consistente, tejida por múltiples actos normativos previos—la Administración adquiere plenamente su poder autotutelar, esa capacidad casi mágica, propia de su naturaleza pública, que la exime de recurrir de inmediato al auxilio de la autoridad judicial.
Pero cuando esta cadena normativa no existe, cuando el acto administrativo aparece desprovisto de ese soporte normativo anterior, debe someterse con humildad al mismo trámite judicial que enfrentaría cualquier particular. Por ello, lejos de configurarse una prerrogativa ilimitada, la autotutela administrativa se revela como una potestad excepcional, legítimamente acotada, que solo adquiere sentido, validez y eficacia plena en el marco específico de un robusto y cuidadosamente entretejido contexto normativo previo27.
En esa inteligencia del asunto, si no existe un mandato legal o reglamentario que le confiera el poder de resolver unilateralmente la controversia, la autoridad pública se halla en la misma posición que un particular, habida cuenta de que la razón de fondo estriba en que la ley (u otras normas reglamentarias) ha habilitado a la Administración a concretar—ella misma—la voluntad pública contenida en un mandato normativo previo, sea la ley tributaria, la legislación urbanística, la potestad sancionadora, etc28.
Dicho de otro modo, el acto administrativo emerge como “el último eslabón” de una cadena que arranca en la Constitución y la ley, pasa por reglamentos y culmina en la decisión particular. Así, por ejemplo, ante el caso de las pretensiones ajenas a la naturaleza normativa, no dispone de una base normativa que la habilite a incidir unilateralmente—por ejemplo, en un pleito de daños y perjuicios con un particular al que no la une previamente un régimen de derecho público—, no puede simplemente dictar un acto administrativo que imponga una indemnización a su favor. Va de suyo que en estas situaciones, la Administración deberá, en la práctica, demandar o ser demandada ante los tribunales civiles/contenciosos, demostrando, como cualquier sujeto, que su pretensión (daños, responsabilidad) se ajusta a derecho. La situación difiere manifiestamente del caso de un concesionario o contratista con el cual existía un vínculo regido por normas que, a su vez, confieren potestades de resolución o imposición de sanciones (p. ej., un pliego licitatorio que prevé la posibilidad de multas y procedimientos administrativos).
¿De dónde proviene la gran diferencia entre esos dos escenarios? A fin de explicarlo, conviene retomar la idea de que el acto administrativo es la concreción de un mandato normativo previo. A menudo, el acto administrativo deviene en la aplicación de una situación jurídica ya contemplada en la ley o el reglamento. Así ocurre con la potestad sancionatoria, la recaudación tributaria, las autorizaciones, las licencias, etc. El acto no crea ex nihilo la potestad, sino que la concreta sobre un caso particular.De esta forma, se justifica que no necesite someterse a un “juicio declarativo” para verificar su derecho: el derecho (la ley) ya le atribuyó esa potestad, y el acto es el último paso formal. Cuando la Administración pretende un resultado en nombre del interés público (v. gr., sancionar un incumplimiento de normas urbanísticas), se basa en un poder jurídico reconocido en la norma. En cambio, cuando demanda a un tercero por daños, la base se encuentra en la legislación civil (en la que no se otorga un poder unilateral especial) y debe acudir al juez, igual que los particulares29.
Por lo señalad, esa tesis tan frecuentemente repetida según la cual la Administración no necesita someter previamente sus pretensiones a un juicio declarativo para hacerlas efectivas, constituye, sin lugar a dudas, una verdad relativa, condicionada por circunstancias jurídicas muy específicas. En efecto, no estamos ante un axioma absoluto ni una regla universalmente cierta, sino ante una afirmación que depende enteramente del marco jurídico y normativo en el cual la autoridad pública desarrolla su actividad. Y es precisamente aquí donde emerge la clave sutil y decisiva de la cuestión: dicha tesis sólo se cumple en tanto y en cuanto actúe desde el refugio seguro y legítimo de potestades claramente reconocidas por el ordenamiento, dentro del ámbito preciso de una «relación jurídica habilitada», ya sea por mandato expreso de la ley o mediante el instrumento peculiar de un contrato administrativo que contenga cláusulas exorbitantes, extraordinarias, claramente diferenciadas de las propias de las relaciones privadas. Es en esos supuestos, y sólo en esos supuestos, cuando la autoridad pública puede emitir un acto final, vigoroso y plenamente eficaz desde el mismo instante de su nacimiento, dotado de la facultad intrínseca de obligar inmediata y directamente a los administrados, sin necesidad de recurrir previamente al auxilio de un juez.
Fuera de esos límites específicos, cuando no existe tal habilitación previa ni tan singular facultad normativa que sustente sus actos, debe inclinarse, como cualquier otro sujeto del derecho común, ante la necesidad inevitable de acudir al juicio declarativo para sustentar judicialmente la legitimidad y la eficacia de sus pretensiones. Por tanto, la verdad relativa que rodea esta tesis se explica, finalmente, por el contexto normativo que acompaña al actuar administrativo, que debe estar siempre claramente configurado para permitir esa autotutela excepcional que caracteriza—pero no define absolutamente—el poder estatal frente a los particulares.
VI. La confusión del acto administrativo como un acto de naturaleza jurisdiccional y legislativo.
La doctrina alemana de derecho administrativo—impregnada hasta la médula por la visión positivista de autores notables como Merkl y Kelsen—suele definir al acto administrativo individual casi como una manifestación jurisdiccional; es decir, lo conciben como una suerte de sentencia concreta que aplica, con rigor lógico y coherencia formal, normas generales a situaciones singulares y específicas. De acuerdo con esta mirada germánica, el acto administrativo adquiere una dimensión próxima a la jurisdicción precisamente porque implica un ejercicio estructurado del poder estatal dirigido hacia el caso individual, desde una posición que, aunque administrativa en apariencia, ostenta ciertas semejanzas con la función judicial por su carácter aplicativo y resolutivo.
Por otro lado—y aquí surge con nitidez otra perspectiva, históricamente más profunda y simbólicamente más cargada—, las doctrinas española y francesa han observado en el régimen jurídico de los actos administrativos una especie de residuo o resabio del antiguo poder jurisdiccional ejercido originariamente por los monarcas. Desde esta mirada histórica y crítica, se afirma que la Administración heredó, tras la lenta y sinuosa evolución de los siglos, prerrogativas que antiguamente correspondían a los reyes, quienes impartían justicia de manera directa e inmediata, sin intermediarios. Este legado monárquico, lejos de desaparecer por completo en la modernidad, se habría mantenido en el núcleo mismo del derecho administrativo contemporáneo, impregnando aún sus estructuras, sus prácticas y sus prerrogativas más significativas—entre ellas, precisamente, la presunción de legitimidad, la ejecutoriedad inmediata y las potestades de autotutela.
Sin embargo—y conviene precisar aquí, con matices y prudencia—, aunque estas raíces históricas sean indudables y puedan explicar parcialmente ciertos rasgos del derecho administrativo actual, reducir el acto administrativo a un simple eco del antiguo poder jurisdiccional del rey sería, en verdad, una simplificación excesiva. Porque, más allá de sus orígenes históricos, el acto administrativo moderno responde más bien a una lógica distinta, aunque heredera de aquella: la lógica de un poder público democrático, organizado en términos constitucionales, que actúa no ya en virtud de una potestad real absoluta, sino en función del interés general, sometido siempre al control judicial y a límites jurídicos claros y precisos.
En síntesis, pues, tanto la concepción alemana que identifica al acto administrativo como un acto jurisdiccional de aplicación individualizada de normas generales, como las visiones francesa y española que subrayan su vínculo con la tradición monárquica de ejercicio directo de justicia, aportan elementos complementarios y esclarecedores para comprender la complejidad intrínseca del acto administrativo contemporáneo. Ambos enfoques se entrelazan y dialogan, revelando que el derecho administrativo actual es fruto—como sucede siempre en la historia—de la confluencia compleja, múltiple y enriquecedora de distintas tradiciones jurídicas, que conviven bajo el signo común del Estado democrático y constitucional30.
La doctrina alemana31, en efecto—y aquí conviene detenerse con una pausa, ha descrito tradicionalmente el acto administrativo como una «norma individual de conducta», equiparándola en gran medida a una sentencia judicial, o al menos aproximándola a esa figura. Desde esta visión, de marcada influencia positivista, el acto administrativo adquiere un tono claramente jurisdiccional, semejante en apariencia y forma a aquella «decisión final» con la que un juez pone término definitivo a un litigio. Pero trasladar esa analogía con simpleza o sin precauciones críticas hacia ordenamientos constitucionales modernos, que se construyen sobre la doctrina sólida y esencial de la separación de poderes—base imprescindible de cualquier democracia constitucional contemporánea—, generaría una tensión inevitable, una contradicción difícil de sortear: si la Constitución ordena explícitamente que todos los conflictos de derecho deban ser resueltos en sede judicial, ¿cómo es posible, cómo justificar que la Administración ejerza poderes resolutorios sin necesidad de la intervención previa de un juez?
La clave para entender esta aparente paradoja radica, precisamente, en comprender la naturaleza intrínseca del acto administrativo desde una perspectiva distinta, más matizada y, sobre todo, más acorde con el principio constitucional de división funcional del poder público. Y la respuesta que ofrece el derecho administrativo contemporáneo—con claridad precisa, casi novelística, en la manera de revelarla—consiste en afirmar que, cuando la Administración dicta un acto autoritativo, no está en verdad ejerciendo función jurisdiccional. En otras palabras, no está resolviendo propiamente una controversia de derecho entre partes, tal como lo haría un juez al aplicar normas preexistentes a conflictos privados o públicos sometidos a su examen neutral. Muy al contrario, lo que realiza la Administración—y esto es lo esencial—es ejercer una función estrictamente administrativa, es decir, una potestad expresamente atribuida por la ley al poder ejecutivo o a órganos que de él dependen. Esta función administrativa implica necesariamente una facultad normativa que se expresa en dos niveles claramente diferenciados, aunque íntimamente relacionados: en primer lugar, a través de normas generales (reglamentos), y en segundo término, mediante normas particulares (actos administrativos individuales).
En este contexto específico, el acto administrativo no es, entonces, una sentencia disfrazada, ni una resolución judicial en miniatura; es, más bien, la expresión singularizada de la función normativa del Estado aplicada directamente, en cada caso específico, para concretar o hacer efectivos los mandatos generales establecidos por la ley. Por lo tanto, al dictar sus actos, la Administración no resuelve litigios en el sentido estricto que corresponde a la función judicial—no declara derechos enfrentados en una disputa privada ni en un conflicto de intereses propiamente jurídico—sino que determina, ordena, dispone o autoriza según la lógica administrativa y el interés público que la Constitución y las leyes le han encomendado defender y garantizar.
Dicho de otra manera, si la Administración goza del privilegio excepcional de no requerir un aval judicial previo para que sus decisiones sean obligatorias y ejecutivas desde el inicio, no es porque haya heredado una potestad judicial oculta o una especie de jurisdicción paralela, sino porque ejerce, con plena legitimidad democrática, un poder administrativo específico, propio y diferenciado, que se sustenta y legitima exclusivamente en la voluntad constitucional del legislador democrático. Así, el acto administrativo es esencialmente distinto a la sentencia judicial, y es precisamente esta distinción profunda, conceptual y funcional la que preserva, intacta, la coherencia necesaria de la división constitucional de poderes.
En efecto, el acto administrativo, entendido en su justa dimensión, constituye una clara manifestación de lo que en el lenguaje jurídico denominamos «autotutela declarativa». Es decir, la Administración, investida por la ley con competencias específicas, se encuentra habilitada legítimamente para declarar, con autoridad inmediata y plena, la voluntad pública para una circunstancia concreta. Y es precisamente este carácter normativo e inmediato, esta capacidad de transformar instantáneamente la realidad jurídica, lo que define de manera más exacta y reveladora su naturaleza. Pero este poder no es en absoluto el resultado de un oscuro «privilegio procesal» heredado de épocas monárquicas, ni tampoco una mera sustitución o suplantación encubierta de la función jurisdiccional. Al contrario, este poder particular surge naturalmente de la esencia misma del Estado moderno: de la ley que democráticamente le asigna una responsabilidad concreta y delimitada al órgano administrativo, facultándolo para manifestar y hacer efectiva, sin intermediarios ni dilaciones, la voluntad pública para resolver situaciones puntuales en beneficio del interés general.
Por tanto, la autotutela administrativa se nutre de una lógica profunda y democrática, propia de la organización constitucional del poder público. Su ejercicio no implica en modo alguno el desplazamiento o la negación del poder judicial, sino más bien la realización inmediata de la voluntad pública, proclamada mediante un acto administrativo cuya autoridad proviene de una fuente clara y legítima: la ley. Es precisamente esta naturaleza normativa—no jurisdiccional—la que justifica que los actos administrativos nazcan con eficacia inmediata y con presunción de validez desde el primer instante, pues ello es esencial para garantizar la eficacia del Estado en la gestión cotidiana de los intereses colectivos.Por ende, más allá de cualquier analogía superficial con sentencias judiciales, lo relevante aquí es subrayar que la Administración no actúa como juez en estos casos, sino como autoridad administrativa pura, ejercitando una función normativa delegada expresamente por la ley. Es justamente en esta delegación consciente, democrática y jurídicamente fundamentada donde radica el auténtico y profundo significado del acto administrativo como instrumento de realización inmediata del interés general32.
El acto unilateral es la herramienta con la que concreta esa actividad reguladora. Así, dicta un permiso, una orden, una sanción, etc., sin necesidad de acudir de antemano a un juez para “validar” su decisión. En ese sentido, al dictar el acto, la Administración no está resolviendo un litigio entre partes privadas de manera definitiva, sino aplicando la ley (o el reglamento) a un caso particular y si esa ley o reglamento le concede competencia (por ejemplo, para sancionar infracciones urbanísticas), la emisión del acto no implica, de por sí, ejercer la jurisdicción; sino que equivale a hacer efectiva la potestad pública confiada por el legislador.
Con toda seguridad, estas ideas son también significativas para comprender la naturaleza de la intervención administrativa cuando actúa mediante normas abstractas y de carácter general, ya que, en efecto, quienes sugieren que el reglamento sería un acto “dictado en virtud de una función delegada” rozan la idea de que la Administración obraría por delegación legislativa33.
En efecto, y en honor a la precisión que merece esta delicada distinción—una distinción que merece ser trazada con cuidado, casi como si dibujáramos una frontera sutil pero decisiva sobre un antiguo mapa—, la potestad reglamentaria del Ejecutivo no constituye, en sentido estricto, una delegación cedida íntegramente desde el poder legislativo, ni mucho menos una especie de poder judicial ejercido indirectamente por el Ejecutivo. Más exacto es afirmar, en cambio, que los actos reglamentarios son una manifestación directa, legítima y originaria de la facultad normativa propia que la Constitución y las leyes asignan expresamente al Poder Ejecutivo.
Lejos, pues, de ser considerados simples subrogados o reemplazos de la actividad legislativa o judicial—como si fueran figuras sustitutas que ocuparan circunstancialmente un vacío dejado por estos otros poderes—, los reglamentos nacen de una fuente autónoma y específicamente administrativa. La potestad reglamentaria no constituye, por tanto, una función cedida globalmente ni una facultad prestada con generosidad o renuncia por el Poder Legislativo; antes bien, responde a una lógica diferente y complementaria, establecida cuidadosamente por el legislador constituyente, para garantizar precisamente que el poder administrativo pueda concretar en términos prácticos las políticas públicas y llevar adelante, con la celeridad y eficacia que le son propias, la gestión diaria de los asuntos públicos. Esta potestad reglamentaria, y los actos emanados en virtud de ella, son expresión plena y cabal de la autonomía funcional y democrática que la Administración posee dentro del ordenamiento constitucional contemporáneo. En este sentido, la Administración no dicta normas por una mera delegación en bloque o por una suerte de poder cedido en préstamo por el Legislativo. Más bien ejerce una potestad originaria, una función administrativa propia que—aunque subordinada a las normas generales dictadas por el Parlamento—es igualmente legítima e imprescindible para asegurar la gobernabilidad y el funcionamiento efectivo del Estado.
Por lo tanto, la doctrina debe advertir, con especial sensibilidad jurídica, que caracterizar a los actos reglamentarios como meros subrogados del Poder Legislativo o Judicial sería no solo impreciso, sino además injusto con la propia naturaleza del Poder Ejecutivo. Al contrario, estos actos son fruto de una autoridad normativa específica y autónoma, conferida constitucionalmente al Ejecutivo, cuya razón de ser no está en reemplazar o usurpar la función legislativa o jurisdiccional, sino en complementar, completar y hacer efectivas las normas jurídicas generales mediante regulaciones concretas y operativas, orientadas directamente al bien común y al eficaz desarrollo de la política pública y administrativa34.
Agregado a lo anterior, debe señalarse que la idea de que el acto administrativo sería, en realidad, un acto jurisdiccional —o “con ropaje jurisdiccional”— derivado de una supuesta función delegada desde el Poder Judicial, genera implicaciones que desembocan en una visión que repudiaría la deferencia por parte de los tribunales a la hora de revisar la legalidad del acto. Bajo esta concepción, en cuanto la Administración “hubiera” ejercido una competencia “cuasi-judicial”, al juez no le quedaría un margen estrecho para oponerse a lo que la administración interpretó como derecho aplicable.
En efecto, la idea de que la Administración ejerce una función «cuasi-judicial», más allá de su apariencia conceptual y teórica, encierra riesgos profundos cuando se traslada al terreno concreto del control judicial. Si se asumiera en rigor que la autoridad pública, al dictar actos administrativos, actuara con una competencia semejante o incluso análoga a la jurisdiccional, los tribunales no quedarían inevitablemente reducidos en su margen para revisar la legalidad de esos actos. La deferencia judicial, aquella postura prudente y respetuosa que los jueces suelen mostrar hacia las decisiones administrativas—fundada justamente en la separación equilibrada y complementaria entre los poderes—quedaría seriamente cuestionada.
Porque, si la Administración ejerciera realmente una competencia «cuasi-judicial», si sus actos fuesen concebidos como decisiones equiparables a sentencias, dictadas en virtud de una competencia casi jurisdiccional delegada, el juez podría legítimamente examinar esos actos con mayor amplitud crítica que la que hoy ejerce35.
Por ello, más que nunca, cabe enfatizar que la Administración no ejerce, ni debe ejercer, funciones jurisdiccionales encubiertas cuando dicta sus actos administrativos. Su potestad nace de una competencia genuina y exclusivamente administrativa—una función normativa de gestión pública y ejecución de la ley—que, aunque legítima y constitucional, debe permanecer sometida siempre a un control judicial efectivo y pleno. Solo desde esta claridad conceptual es posible preservar intacta la naturaleza democrática y garantista del Estado de derecho contemporáneo, impidiendo que las fronteras entre poderes se diluyan o se difuminen peligrosamente, preservando así la plena garantía de los derechos individuales frente a cualquier exceso, arbitrariedad o abuso de la potestad administrativa36.
En ese orden de ideas, cabe señalar que, en el debate contemporáneo estadounidense, emergen posturas como la del Justice Gorsuch —ejemplificada en su enfoque en el caso LoperBright—, según la cual la “última palabra” acerca del sentido de una regla de derecho recae inexcusablemente en el juez, y no en la agencia administrativa. Dicha posición, si se la interpreta con un tinte muy rígido, tendería a suprimir o reducir de forma notable la deferencia que tradicionalmente (desde Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 1984) se concede a las agencias. Algunos sectores la describen como la proyección de un “originalismo” que exige circunscribir estrictamente la potestad interpretativa al Poder Judicial, so pena de violentar la división de poderes37.
A estas alturas queda de manifiesto que el inconveniente de esa postura —si se la lleva al extremo— es que viene a ver la Administración como un apéndice judicial que, en cada disputa o interpretación de ley, se encontraría usando un poder delegado que el juez revisaría “de novo”, sin considerar que la función administrativa nace, en verdad, de la potestad ejecutiva y legislativa (de la cual recibe su habilitación) para desarrollar el bien común38.
En ese sentido, puede consignarse que el acto administrativo no se legitima porque la judicatura lo haya dejado pasar, sino porque el Poder Ejecutivo actúa dentro de los márgenes que la Constitución y las leyes le conceden para regular materias que exigen la intervención pública, con la consiguiente prerrogativa de la autotutela declarativa —esto es, la inmediata eficacia y presunción de legitimidad del acto39—.
Claramente, aquí se enfrenta la postura “originalista” de la división de poderes con otra que Adrian Vermeule califica de más acorde a la “visión naturalista” y a las “exigencias del bien común”. Vermeule propone que la Constitución no debe interpretarse como si el único fin fuese encadenar a la Administración y reservar la última palabra al juez sin matices. El sentido histórico inaugural de la división de poderes, en la tradición de Montesquieu, no es —según Vermeule—privilegiar al Poder Judicial como árbitro absoluto de cada ápice interpretativo, sino asegurar una estructura armónica que impida la tiranía y, a la vez, dote a cada poder de su competencia propia para el servicio de la comunidad. La Administración, en esa lógica, ostenta su propia esfera de potestades interpretativas y ejecutivas, y ello no supone usurpación de la labor judicial, siempre que exista un control posterior de legalidad40.
En el epílogo de este razonamiento, la postura de Gorsuch y la línea “anti-deferente” a las agencias plantea un escenario en el que la autoridad final sobre la interpretación de regulaciones y la concreción de políticas públicas quedaría en manos de los jueces, desplazando el papel tradicionalmente ejercido por los organismos administrativos especializados. Bajo la consigna de que “la última palabra le corresponde siempre al juez”, esta corriente de pensamiento debilita la deferencia judicial hacia las agencias, afectando su capacidad para adaptar las normas a contextos cambiantes y a realidades técnicas que escapan al conocimiento ordinario del poder judicial. De hecho, en términos prácticos, esta mirada podría dislocar el funcionamiento de las agencias administrativas, restándoles margen de acción en áreas donde su experticia técnica es fundamental para la formulación e implementación de políticas públicas. Cabe señalar que la administración no opera en el vacío ni se limita a ejecutar mecánicamente la ley: en muchos casos, interpreta disposiciones amplias y abstractas, definiendo su alcance a partir de conocimientos técnicos especializados y necesidades cambiantes de la sociedad41.
No caben dudas que si la postura anti-deferente se impone, se alteraría profundamente la relación entre el poder judicial y el poder administrativo, llevando a una mayor intervención de los jueces en decisiones que históricamente han sido materia de organismos especializados. Esto no solo ralentizaría la operatividad de las políticas públicas, sino que también incrementaría la inseguridad jurídica, pues cada interpretación administrativa podría ser sometida a una constante revisión judicial, limitando la capacidad de respuesta de la administración ante problemas urgentes.
Así, la disputa no es solo sobre el límite del poder de las agencias, sino sobre el modelo de Estado y el equilibrio de funciones. ¿Deben los jueces ser los intérpretes supremos de toda norma, incluso en cuestiones eminentemente técnicas? ¿O debe mantenerse cierto grado de deferencia a las agencias, reconociendo su conocimiento especializado y su papel en la ejecución del derecho? Lo cierto es que, si el criterio de Gorsuch se consolidara, el derecho administrativo enfrentaría una transformación radical, en la que las agencias perderían parte de su autonomía decisoria y el poder judicial asumiría una responsabilidad no solo interpretativa, sino también regulatoria, con el riesgo de generar un derecho menos estable, menos flexible y menos capaz de responder con rapidez a los desafíos del mundo moderno.
Con toda seguridad, ese maximalismo de la revisión judicial no solo se aleja de la práctica histórica en la que la Administración diseña y ejecuta numerosas políticas basadas en conocimientos especializados, sino que, desde la perspectiva vertebrada por Vermeule, se contrapone al bien común en tanto obstaculiza la actuación del Ejecutivo para responder a problemas colectivos complejos. A la inversa, afirmar que la Administración no ejerce una función “delegada” del Poder Judicial, sino su propia función administrativa, no viola la división de poderes originaria. Más bien, la reinterpreta de modo que cada poder —legislativo, ejecutivo, judicial—, en su rol característico, colabore a la consecución del bien común. Así, la Administración dicta reglamentos y actos administrativos; los tribunales controlan la legalidad y el respeto a los derechos, sin que ello suponga una revisión “desde cero” de cada matiz interpretativo, sino una verificación de si la agencia se mantuvo dentro de su marco competencial y no arbitró en exceso.Vemos que la propuesta de Vermeule para “abandonar las posturas originalistas” y “reclamar una interpretación de la Constitución acorde al bien común y a una visión naturalista” no anula el control judicial, sino que aboga por una relación más realista —y, en cierto sentido, más fiel a la idea de Montesquieu— entre Administración y Judicatura. La Administración deja de ser vista como un “mini-tribunal” que ha de suplicar permiso para interpretar la ley, y asume su papel: es un órgano con responsabilidad primaria en la implementación y desarrollo del Derecho. El juez, por su parte, no abdica de su función, pero tampoco deviene el único oráculo del sentido de la ley en cada micro-controversia, pues reconoce que la Constitución faculta a las agencias para obrar y, al ciudadano, para impugnarlo si hay exceso o arbitrariedad42.
En definitiva, la pretensión de que el acto administrativo sea algo “materialmente jurisdiccional” y que, por lo tanto, se revisara sin deferencia, supondría desconocer que el núcleo de la actuación administrativa es la ejecución de fines estatales legítimos, no la solución de litigios en la forma en que el Poder Judicial los resuelve. Detrás de esta noción late la defensa de un sistema constitucional que, lejos de otorgar a los jueces la palabra final en toda milimétrica interpretación, admite la experticia y la legitimidad del Ejecutivo para regir ciertos ámbitos de la vida pública con autonomía regulada. Y, por ende, al sostener esta arquitectura, se promueve un bien común al que cada poder, sin exclavizarse a un rígido formalismo originalista, aporta su contribución más adecuada.
En conclusión, la discusión en torno a la denominada “autotutela declarativa” —entendida como la potestad de expedir actos con fuerza vinculante sin el refrendo judicial previo— no se resuelve acudiendo a la idea de que ejerce una suerte de jurisdicción de facto. Más bien, el acto administrativo, aun con sus efectos inmediatos y su componente interpretativo, no es un acto jurisdiccional, sino la manifestación propia de una función administrativa legitimada por la ley y puesta al servicio del bien común.
En ese sentido, corresponde ver con recelo toda caracterización que asimile el acto administrativo a una “sentencia” o a un pronunciamiento judicial delegado. En su lectura, la función ejecutiva ostenta competencias derivadas de la Constitución y las leyes que no necesitan “transferencia” ni “delegación” del Poder Judicial. La separación de poderes no implica que la Administración deba desempeñar un rol meramente accesorio o “litigioso”; antes bien, el Ejecutivo cuenta con su propia esfera de facultades —muchas de ellas interpretativas— para responder a exigencias públicas concretas. La emisión de actos autoritativos con una presunción de legitimidad (es decir, con eficacia inmediata) encaja en el diseño institucional que confía a la Administración la labor de concretar el bien común de manera ágil y especializada. La Administración dicta un acto amparada en competencias públicas, sin esperar un pronunciamiento judicial previo, precisamente porque su rol no es imitar la tarea de los tribunales, sino dar curso a la voluntad legal en ámbitos específicos (sanidad, medioambiente, trabajo, etc.). El tribunal vendrá luego a revisar la legitimidad del acto, pero no a suplantar de inicio la acción administrativa.
Todo esto se traduce en la convicción de que el juez, si bien ostenta el control final de legalidad, debe conceder un margen de respeto a la postura administrativa, evitando constricciones derivadas de una visión “originalista” que fijaría como principio intocable que el juez tiene la “última palabra” en cada matiz interpretativo. Ya que, en efecto, la Administración no usurpa la jurisdicción cuando interpreta la ley en su campo de competencia, sino que ejercita la función administrativa asignada, un ejercicio que no puede desdibujarse bajo un escrutinio judicial invasivo. La caracterización del acto administrativo como un acto “materialmente jurisdiccional”, por cuanto la jurisdicción se define por la resolución de controversias de derecho entre partes en conflicto, con imparcialidad y autoridad de cosa juzgada. El acto administrativo, en cambio, se orienta al cumplimiento de fines públicos y a la realización de la norma en la práctica. El hecho de que la Administración aplique e interprete la ley en un caso particular no la convierte en juez, pues no se instaura un litigio formal ni se cierra de manera definitiva la controversia —esta puede posteriormente abrirse en sede judicial—.
Por ello, no corresponde imponer a la Administración un modelo de “neutralidad y contradicción” propio de la jurisdicción: su misión es ejecutar lo que el orden jurídico manda en el interés colectivo.
Es razonable, por tanto, que la Administración, encargada de la gestión diaria de los asuntos públicos, disponga de mecanismos para actuar sin detenerse en un procedimiento judicial previo. Esto agiliza la protección de la salud, la seguridad, el orden público o la provisión de servicios. Asimilar el acto administrativo a un “mini-fallo” de un “juez encubierto” conduciría a un enfoque rígido que paralizaría la acción estatal y obstaculizaría la satisfacción de las necesidades colectivas, algo que contraría el espíritu global de la Constitución, orientado a la consecución de la justicia y el bien común.
Cabe insistir que, dentro de esta matriz, lo que justifica la emisión del acto administrativo sin sello judicial no es un “privilegio” de la Administración, sino la naturaleza de su función: está legitimada a emitir normas individuales. Y, para equilibrar, el sistema no prescinde de la jurisdicción, sino que desplaza su intervención a posteriori. El ciudadano conserva la facultad de cuestionar la validez del acto ante los tribunales. Así, no hay confusión de roles: la Administración no asume una jurisdicción originaria, sino que ejecuta; el Poder Judicial supervisa la legalidad, sin suplantar la capacidad de la Administración para implementar políticas y reglamentos43.
La tesis de García de Enterría y Fernández, que atribuye a la autotutela de la Administración raíces en el Antiguo Régimen, pinta un cuadro histórico en el que el monarca, actuando en materia administrativa, no requería el refrendo de los tribunales, pues Administración y Justicia eran meras proyecciones del mismo sujeto soberano. Bajo esa mirada, la “justicia retenida” del rey explicaría —según Enterría y Fernández— la posibilidad de que la Administración actúe unilateralmente sin pasar por los jueces. Sin embargo, existe otra lectura—con la cual aquí se discrepa—que desvincula el fundamento de la autotutela de esa herencia feudal-monárquica y señala otros pilares más estructurales y contemporáneos de la función administrativa44.
Según la interpretación de García de Enterría y Fernández, la autotutela —es decir, la posibilidad de la Administración de imponer actos y decisiones sin el refrendo judicial previo— hundiría sus raíces en la configuración política del Antiguo Régimen, donde el monarca concentraba los poderes en su persona. El rey actúa sin necesitar tribunales: Al no existir una clara separación entre la actuación gubernativa y la judicial, el monarca —como cabeza única— dictaba disposiciones que abarcaban toda la vida del reino sin someterse a una autoridad distinta. Esta unidad “trono y justicia” explicaría que, históricamente, la Administración naciera con un halo de autoejecución, sin “plegarse” al control previo de los tribunales.
En efecto—y conviene destacar esto con claridad serena, casi con la cadencia literaria de quien revela un secreto largamente guardado—, el orden constitucional moderno no establece la división de poderes como una réplica nostálgica, ni mucho menos como una sombra atenuada de la antigua centralización monárquica, aquella que reunía en la figura soberana todo el poder imaginable. Muy al contrario, la razón profunda, esencial y definitiva por la cual se consagra constitucionalmente dicha división es precisamente para romper con esa concentración absoluta y conferir a cada órgano estatal funciones claramente delimitadas, específicas y autónomas, de acuerdo con el rol que la Constitución les ha asignado expresamente.
En ese marco, al Poder Ejecutivo se le asigna una función primordial y propia: la potestad administrativa. Y es desde esa potestad específica desde donde la Administración—lejos de convertirse en una suerte de juez oculto o en un legislador subrogante—queda facultada para dictar actos cuyo sentido, contenido y propósito están íntimamente vinculados con la satisfacción del interés público.
El Poder Ejecutivo, entonces, ejerce esta potestad normativa y decisoria, no en calidad de heredero lejano del antiguo poder real absoluto, sino precisamente en virtud de una facultad democrática, legítima y específica, expresamente atribuida por la Constitución moderna. Su tarea no es otra que la concreción práctica, cotidiana e inmediata de las normas jurídicas generales emanadas del legislador democrático, aplicándolas, precisándolas y ejecutándolas mediante actos administrativos individuales y reglamentarios destinados al bien común.
Por ello, lejos de evocar una monarquía perdida o replicar un pasado autoritario, el orden constitucional moderno consagra la división de poderes como garantía última y definitiva de un Estado democrático, en el cual la Administración actúa legítimamente dentro de sus competencias asignadas, siempre bajo el riguroso control judicial, garantizando así la protección de los derechos ciudadanos frente al ejercicio racional—y no arbitrario—del poder público.
El control judicial llega después, y no porque la Administración retenga la “justicia” de manera medieval, sino porque su función es “ejecutar” la ley con eficacia inmediata. El acto administrativo, con su presunción de legitimidad, no se fundamenta en que el rey sea “dueño” de la justicia, sino en que el poder ejecutivo está habilitado democráticamente para realizar la voluntad legal en los casos concretos. Efectivamente, bajo esta lectura, la Administración no necesita la venia judicial previa no por un “favor” histórico o por supervivencia del Antiguo Régimen, sino por la naturaleza misma de la función pública.
En ese sentido, al dictar, por ejemplo, una sanción o una orden de policía, se está aplicando la ley de manera directa. Precisamente, caracterizar la autotutela como “justicia retenida” supondría confundir la misión judicial (resolver controversias con fuerza de cosa juzgada) con la administrativa (aplicar la ley y regular los asuntos colectivos). En la actualidad, esa confusión no resulta sostenible, dado que el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial se reconocen como esferas funcionalmente distintas.
Así, la Administración no “juzga” al modo de un tribunal: toma decisiones reglamentarias y actos individuales en virtud de una potestad legal. Si surge un conflicto —una controversia de derecho—, el ciudadano puede acudir a la Justicia. Por ende, la autotutela no emana de que la Administración “retenga” la justicia, sino de su competencia intrínseca para ejecutar.
En suma, si uno sigue la línea de García de Enterría, hallará un sustrato histórico que explica que, en Europa, la concentración de poderes en el monarca y la no necesidad de validación judicial previa conformaron un germen de la autotutela actual. Sin embargo, es igualmente legítimo —y acaso más ajustado a la realidad constitucional contemporánea— afirmar que la autotutela no se sostiene en esa raíz dinástica, sino en la naturaleza de la función administrativa en un Estado de Derecho donde el Ejecutivo tiene encomendadas tareas de ejecución y aplicación de la ley sin requerir aprobación judicial anticipada.
Decir que la autotutela persiste por un “resabio” del poder absoluto puede ignorar las razones sistemáticas y operativas que subyacen a la emisión inmediata de los actos administrativos con presunción de validez. En lugar de retomar la “justicia retenida” del monarca, hoy la autotutela se concibe como una necesidad práctica y lógica: la Administración regula, dispone, ordena y sanciona para garantizar el bien común, mientras el control judicial queda como garantía última frente a excesos o ilegalidades. De esa forma, se logra el equilibrio entre eficacia administrativa y protección de derechos, sin necesidad de conectar la configuración actual con una supuesta continuidad del absolutismo.
Una muestra elocuente de lo señalado la encontramos en el modelo anglosajón, particularmente aquel que se consolida en Inglaterra tras el arduo recorrido desde la Carta Magna hasta las revoluciones liberales, por cuanto ofrece una perspectiva nítidamente distinta a la que se encuentra en las viejas tradiciones monárquicas continentales. Allí, a diferencia de lo ocurrido en aquellos sistemas monárquicos que concentraban en una sola mano la potestad absoluta, el juez logró emanciparse gradualmente, desprendiéndose de la tutela omnipresente del monarca, para emerger orgulloso, autónomo y profundamente arraigado en la comunidad misma. Es así que el juez británico no extrae su autoridad del favor regio ni de la voluntad caprichosa del soberano, sino que se presenta—y es percibido por la sociedad toda—como legítimo guardián del «law of the land», esa expresión profunda y antigua del derecho surgido desde las entrañas mismas de la sociedad, no impuesto desde las alturas del poder real.
Este rasgo esencial del sistema jurídico anglosajón implica, por contraste con aquellos sistemas continentales aún impregnados por vestigios del antiguo poder real, una concepción de poder público necesariamente limitado y sometido al derecho, cuya autoridad no deriva de prerrogativas personales ni privilegios heredados, sino del consenso tácito, sostenido y respetado por toda la comunidad jurídica. De allí que, en este escenario, los actos administrativos no puedan jamás ser vistos como emanaciones puras y simples de un poder absoluto o cuasi-judicial, sino que, por el contrario, adquieren sentido como expresiones concretas y operativas del law of theland—esto es, de un orden normativo superior y compartido, en el que se asientan y al cual sirven.
En consecuencia, los actos administrativos en esta perspectiva anglosajona no ostentan autoridad propia aislada ni absoluta; por el contrario, su autoridad es derivada, necesariamente vicaria y condicionada. Son, así, instrumentos precisos destinados a aplicar, detallar y concretar la ley general promulgada previamente por órganos legislativos democráticos. Es en este sentido particular que deben ser entendidos como normas aplicativas, como actos que extraen su fuerza obligatoria no de sí mismos ni de la voluntad discrecional de la Administración, sino del mandato normativo superior que los sustenta y legitima.
Dicho de otro modo, mientras que en las monarquías absolutistas del Antiguo Régimen continental—particularmente en Francia o España—la autoridad administrativa podría presentarse como una continuidad o residuo del poder jurisdiccional del monarca, en el modelo anglosajón contemporáneo la autoridad administrativa es siempre y necesariamente limitada, subordinada al derecho común y controlada por tribunales independientes y autónomos. Así pues, la legitimidad administrativa no emana del antiguo prestigio regio, sino del respeto fundamental hacia una autoridad normativa común que trasciende al propio Ejecutivo y en cuyo nombre este último ejerce, responsable y democráticamente, sus funciones de gobierno y administración pública.
En ese sentido, en el modelo anglosajón, no se suele hablar de “autotutela” en los mismos términos que en la tradición continental, pero igual se asume que la Administración ejecuta leyes —dictadas por el Parlamento— y que sus actos tienen la fuerza y el prestigio que emanan de dichas leyes. Esta igualmente claro que la Administración no “retiene” la justicia ni suple al juez. Cumple con la will of Parliament al llevar a la práctica el mandato legal, ya sea imponiendo sanciones o estableciendo obligaciones al ciudadano. Más todavía, si el administrado incumple el acto (por ejemplo, una orden), el remedio no consiste en acudir a un tribunal que revalide la validez del acto (como en las controversias propias del derecho continental), sino que puede derivar en una causa penal (indictment) por desobedecer la ley, encarnada en ese acto concreto. En otras palabras, la fuerza del acto administrativo eventualmente se hace efectiva mediante la amenaza de sanción penal. El ciudadano también está obligado a demandar la nulidad del acto para no cumplirlo; si lo incumple, la autoridad pública lleva la cuestión ante el juez penal, sustentada en la premisa de que quien desobedece el acto incumple la ley misma45. De hecho, el que el monarca no absorba la función judicial (es decir, que el King’s Bench y otros tribunales sean relativamente autónomos) fundamenta la posibilidad de que el particular, si considera que el acto carece de amparo legal, recurra a mecanismos de control judicial: judicial review, writs (como el writ of certiorari), etc46.
Sin embargo, desde la perspectiva histórica, el rey no se confunde con el juez en el sistema anglosajón; por ende, la noción de una “justicia retenida” o unificación entre poderes no explica por qué los actos administrativos gozan de fuerza inmediata. Más bien, su autoridad descansa en que son expresiones de la ley y se hacen cumplir por la vía penal si el administrado se resiste. El law of the land, cuya custodia recae en los jueces independientes, se compone de estatutos y precedentes judiciales. La Administración actúa al amparo de los estatutos (leyes del Parlamento) y, por tanto, sus actos encarnan la voluntad legislativa. Es por ello que, cuando la autoridad ejecuta esas disposiciones a través de órdenes o sanciones, se interpreta que el individuo que las desobedece infringe el mandato parlamentario. A todo evento lo que sucede es que la jurisdicción penal, por tanto, refuerza de manera disuasoria el cumplimiento del acto administrativo.
La pregunta acerca de si un particular puede desobedecer un acto administrativo en el derecho anglosajón, y en qué medida la Administración puede imponer coactivamente sus actos, toca varios puntos esenciales de la cultura jurídica anglosajona.
Para iluminar esa cuestión, resulta útil contrastar la práctica y la jurisprudencia tanto de la SCOTUS como de los tribunales ingleses, donde se han discutido la presunción de validez de los actos y la posibilidad de “desobediencia justificada.
Está lo suficientemente claro que en el common law, la concepción histórica es distinta a la europea continental, más eso no significa que los actos administrativos carezcan de autoridad: de hecho, la Administración se ve a menudo investida de la potestad de dictar reglamentos, órdenes y resoluciones en virtud de la delegación legislativa (delegated legislation). Una visión extendida es que los actos “encarnan” la voluntad del legislador y, por ende, el ciudadano tiene el deber de acatarlos mientras no se declare su invalidez.
No obstante, el punto crucial es que el common law no enuncia habitualmente un principio generalizado de “presunción de legitimidad” con el mismo ropaje conceptual de la tradición francesa o alemana. Lo que sí observa es que una orden administrativa “supuestamente” dictada conforme a la ley se presume aplicable de inmediato. El particular que decide desobedecer se arriesga a que, si la orden es legítima, la Administración —o un fiscal, en materia penal— entable acciones (civiles o penales)47.
En el modelo continental, se ha dicho que quien ignora un acto administrativo se expone a sanciones, y, si busca anularlo, debe demandar su invalidez. En cambio, en el common law, suele describirse un fenómeno de “desobediencia a riesgo”: el ciudadano, si estima que la orden es ilegal, puede negarse a cumplirla, pero se arriesga a las consecuencias legales (multas, procesamiento, etc.). Después, en juicio, tratará de demostrar que, en efecto, la orden era ultra vires (más allá de las facultades conferidas) o vulneraba el debido proceso48.
En efecto, resulta demasiado simplista y, a decir verdad, sesgada, la visión que sostiene que la autoridad administrativa en el modelo anglosajón carece de esa poderosa e inmediata fuerza ejecutoria, reservada en teoría exclusivamente a los sistemas jurídico-administrativos continentales. Porque, aunque es cierto que en la tradición anglosajona el poder judicial mantiene su autonomía histórica frente al ejecutivo—autonomía orgullosamente ganada frente a la antigua dominación monárquica—, no por ello debemos caer en el error de imaginar que la Administración se encuentra despojada de prerrogativas normativas y coercitivas comparables, en ciertos aspectos, a las que ostenta la Administración continental europea. Tomemos, por ejemplo—concretando esto en una ilustración especialmente clarificadora—, el caso del sistema tributario estadounidense. Durante décadas, diversos contribuyentes individuales y grupos de activistas han intentado, una y otra vez, desafiar ante los tribunales la validez constitucional de leyes federales bajo la pretensión jurídica audaz de que la recaudación de impuestos federales sobre la renta implicaría, supuestamente, una especie de «expropiación» ilegal de propiedad privada sin la garantía del debido proceso (dueprocess of law). Estos planteos, sostenidos a menudo con pasión vehemente, han buscado poner en cuestión no solo la legitimidad jurídica de los tributos, sino especialmente la autoridad administrativa inmediata del IRS (InternalRevenue Service), encargado precisamente de recaudar tales impuestos, embargar bienes o imponer sanciones sin necesidad de obtener previamente una sentencia judicial autorizatoria.
Sin embargo, la jurisprudencia estadounidense—desde la Suprema Corte hacia abajo, en innumerables sentencias reiteradas en el tiempo—ha confirmado, una y otra vez, la legitimidad absoluta y esencial del poder ejecutivo (a través del IRS) de exigir, de manera inmediata, el cumplimiento de las obligaciones tributarias. Y lo ha hecho afirmando que tales facultades administrativas no constituyen una «expropiación» arbitraria o injustificada, ni violan el debido proceso, sino que derivan precisamente de la potestad legítima conferida al poder ejecutivo para asegurar la eficacia práctica e inmediata del interés público, especialmente en una materia tan esencial como la fiscal49.
Esta situación demuestra con claridad meridiana que también el modelo anglosajón reconoce, en ciertos ámbitos y circunstancias precisas, una capacidad administrativa directa y autoritativa no necesariamente más débil o menos ejecutoria que la autotutela típica del modelo continental. De este modo, la autoridad administrativa, incluso en estos sistemas, actúa dotada de poderes ejecutivos fuertes e inmediatos, aunque siempre—y esta es la diferencia crucial—bajo la constante vigilancia judicial posterior.
Así, al contrastar la realidad profunda del derecho administrativo anglosajón con la aparente simpleza de ciertos postulados doctrinarios que sugieren una autoridad administrativa limitada o débil, descubrimos que la verdad es más matizada y rica: no es que la Administración anglosajona carezca de prerrogativas autoritativas inmediatas, sino que éstas, legítimamente reconocidas por la Constitución y las leyes, coexisten en una tensión dinámica con un fuerte y constante control judicial posterior. Tal equilibrio, por tanto, refleja no una carencia ni una debilidad, sino precisamente una fortaleza democrática propia del Estado constitucional moderno.
En consecuencia, todo intento del IRS de recaudar impuestos, alegan, sería inconstitucional. Sin embargo, la Corte Suprema, en Brushaber v. Union Pacific RR, 240 U.S. 1 (1916), recalcó que la cláusula de debido proceso de la Quinta Enmienda no anula el poder impositivo que la Constitución confiere al Congreso; no hay contradicción interna entre la potestad de gravar y la exigencia de debido proceso. Luego, en Phillips v. Commissioner, 283 U.S. 589 (1931), el Tribunal convalidó los procedimientos administrativos de cobro previstos en el Código de Rentas Internas, entendiendo que la disponibilidad de mecanismos de impugnación a posteriori (por ejemplo, la demanda de reembolso o la acción en el Tribunal Fiscal) satisface las exigencias del debido proceso. Los tribunales consideran que la existencia de vías de revisión y la posibilidad de que el contribuyente se defienda (método de reembolso, método de deficiencia, audiencias de gravamen y embargo, etc.) cumplen la cláusula de “debido proceso”. Por ende, no se invalida la potestad del IRS de recabar impuestos de manera sumaria, siempre que el contribuyente cuente con un recurso judicial posterior. Inclusive algunos impugnadores sostienen que el cumplimiento de las leyes fiscales federales constituye una forma de servidumbre involuntaria, prohibida por la Decimotercera Enmienda. Las cortes han calificado sistemáticamente este argumento como carente de fundamento. En Porthv. Brodrick, 214 F.2d 925 (10th Cir. 1954), se afirmó que el pago de impuestos o la presentación de declaraciones no caen dentro de la “servidumbre involuntaria” que la Decimotercera Enmienda prohíbe. Igualmente, en Drefke, 707 F.2d 978 (8th Cir. 1983), se negó la aplicación de la Decimotercera Enmienda a la imposición de sanciones penales por infracción tributaria. Para los tribunales, la noción de servidumbre involuntaria apunta a la esclavitud o a la coacción laboral, mientras que las obligaciones tributarias derivan de la potestad legítima del Estado de exigir aportes económicos a sus ciudadanos, conforme al interés general.
El fallo de la Corte Suprema en Phillips v. Commissioner, 283 U.S. 589 (1931), constituye un pilar en la doctrina estadounidense sobre la constitucionalidad de los procedimientos administrativos sumarios para la recaudación de impuestos federales. A partir de este caso, la Corte ratifica que el Congreso puede establecer mecanismos de cobro rápido de deudas tributarias, y que tales procedimientos no violan el debido proceso siempre que el contribuyente —o, en su caso, terceros obligados— disponga de una oportunidad posterior adecuada para la revisión judicial. Cabe recordar que en la época en que se decidió Phillips, el Congreso había promulgado disposiciones en el Código de Rentas Internas (entonces vigentes) que permitían, entre otras cosas, proceder de manera más expedita contra ciertos deudores o cesionarios. La sección 280(a)(1), a la que alude la Corte en su opinión, se interpretaba como un “nuevo recurso” para hacer cumplir la “obligación en derecho o en equidad” de pagar el impuesto. Este lenguaje, según indica la Corte, alude sencillamente a la obligación subyacente de pago, que el gobierno busca asegurar por vías expeditas. La Corte enfatiza que el poder tributario es fundamental para el sostén de las funciones del Estado y que, por tanto, la legislación que implementa una recaudación sumaria no es meramente una cuestión de conveniencia, sino de necesidad. Los informes legislativos citados por la Corte sugieren que el Congreso entendía indispensable reforzar el arsenal de cobro para evitar la evasión o la demora injustificada. La Corte en Phillips argumenta que “[e]l derecho de los Estados Unidos a recaudar sus ingresos internos mediante procedimientos administrativos sumarios ha sido establecido desde hace mucho tiempo”. Esto remite a la tradición —ya confirmada en fallos como Cheatham v. United States, 92 U.S. 85 (1876), Springer v. United States, 102 U.S. 586 (1881), y Hagar v. Reclamation District No. 108, 111 U.S. 701 (1884)— que avala la acción inmediata de la Administración para asegurar la solvencia del Erario. En Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co., 18 How. 272 (1856), se sentó la idea de que ciertos procedimientos de cobro pueden efectuarse sin un juicio previo, siempre que el contribuyente cuente con una vía posterior para cuestionar la legalidad de la exacción. En ese sentido, el tribunal subraya la distinción entre la privación provisional y la imposibilidad de revisión total. Lo primero, según la Corte, no anula el debido proceso si existe una “oportunidad adecuada para una determinación judicial final de la responsabilidad”. La jurisprudencia había sostenido en casos como Springer v. United States, 102 U.S. 586, y Scottish Union & Nat’l Ins. Co. v. Bowland, 196 U.S. 611, que el simple hecho de que el contribuyente deba pagar primero y litigar después (o, en su defecto, acudir al Tribunal Fiscal sin pagar) no viola la Constitución.
En ese orden de ideas, una de las ideas recurrentes en Phillips es que “los derechos de propiedad deben ceder provisionalmente a la necesidad gubernamental”. De modo análogo, la Corte recordaba cómo, en otras áreas (p. ej., en emergencias sanitarias o tiempos de guerra), el Gobierno puede actuar con rapidez, incluso destruyendo o confiscando propiedad, sin que ello contraríe la cláusula de debido proceso, por la razón de que existe un interés público de primer orden que se satisface sin demora. La Corte ejemplifica esto con casos de salud pública donde se admite la destrucción sumaria de bienes contaminados (North American Cold Storage Co. v. Chicago, 211 U.S. 306); la expropiación rápida por razones bélicas (Central Union Trust Co. v. Garvan, 254 U.S. 554); e incluso el dominio eminente que permite la toma de propiedad antes de fijar o pagar la indemnización (Kohl v. UnitedStates, 91 U.S. 367). Trasladando esta lógica, la recaudación sumaria de impuestos responde a la urgencia de garantizar la financiación estatal. Ya queda de manifiesto que el tribunal hace hincapié en que, si el contribuyente o un tercero (cesionario, heredero, etc.) considera injusta la exacción, puede pagar el impuesto y luego demandar su reembolso. Este remedio, aunque suponga la salida provisional de fondos, es constitucional: la Corte, desde Cheatham y Springer, ha sostenido que el pago previo no destruye el derecho al debido proceso, en la medida en que exista un litigio posterior justo y efectivo. A su vez, la legislación permite, bajo ciertas circunstancias, oponerse a la supuesta deficiencia de impuestos sin pagar en el Tribunal Fiscal (Tax Court). Esto, señala la Corte, es un procedimiento aún más benévolo en cuanto a la protección del contribuyente, pues habilita la revisión judicial antes de la “salida” de dinero. La Corte recuerda también que el estatuto prohíbe las acciones judiciales destinadas “a restringir la evaluación o recaudación de cualquier impuesto” (compárese con 26 U.S.C. § 7421, la “Anti-Injunction Act”). Este impedimento de medidas cautelares refleja la intención de que la recaudación no se dilate interminablemente. El contribuyente, sin embargo, retiene la posibilidad de cuestionar la legalidad del cobro, pero sin paralizarlo ab initio.
De lo expuesto resulta que en Phillips v. Commissioner, la Corte Suprema consolida que la recaudación sumaria de impuestos no es inconstitucional per se. Los derechos de propiedad pueden verse sometidos a la inmediatez de la necesidad fiscal, con la garantía de que existe un recurso posterior para impugnar la exacción. Este esquema no contraviene el debido proceso de la Quinta Enmienda, pues la postergación de la revisión judicial no equivale a anulación de la revisión. El individuo al que se le cobra un impuesto —sea el contribuyente directo o un tercero “responsable”— puede litigar el asunto más tarde (demanda de reembolso, recurso ante el Tribunal Fiscal, etc.). Asimismo distintos precedentes —Murray’s Lessee, Springer, Cheatham, Hagar, Snyder, Dodge, Graham, etc.— se unen en sostener que, cuando la función recaudadora descansa en una autorización legislativa clara y en la necesidad gubernamental de ingresos, no se viola el debido proceso al exigirle al particular que se defienda judicialmente después. En la práctica, Phillips ha servido de ancla doctrinal para rechazar las objeciones de que la recaudación sumaria es inconstitucional. Si el Congreso, en su función de regular la materia fiscal, provee métodos de revisión a posteriori, la Administración goza de legitimidad para proceder con firmeza a la hora de recaudar. Además, se salvaguarda la importancia de evitar que los contribuyentes detengan el cobro con acciones judiciales ex ante, lo que paralizaría el flujo de fondos esenciales para el funcionamiento gubernamental. Por todo ello, Phillips sigue siendo uno de los hitos que explican por qué, en el Derecho tributario estadounidense, el “pago primero, litiga después” o la “oposición sin suspensión” se ven como arreglos constitucionalmente válidos, siempre que exista la posibilidad real de una determinación judicial posterior.
En ese sentido, la situación del administrado frente al acto administrativo no es muy distinta en el derecho anglosajón respecto del derehcoadministrativo continental. Véase nuevamente que en Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co., la Corte Suprema había reconocido que la Administración, en temas de recaudación gubernamental, podría proceder con cobros sumarios sin una audiencia judicial ex ante, porque ello forma parte de la potestad fiscal inherente del gobierno. La justificación clave es la necesidad de que el Erario cuente con mecanismos ágiles para asegurar sus ingresos. El Tribunal aclaró que no se está ejerciendo jurisdicción judicial: es una función ejecutiva que, tras su ejercicio, puede ser revisada por los tribunales si el particular alega ilegalidad. Asimismo, tempranamente en Cheatham v. UnitedStates, 92 U.S. 85 (1876), y Springer v. UnitedStates, 102 U.S. 586 (1881), la Corte defendió la capacidad del Congreso para requerir que el ciudadano pague el monto reclamado de impuestos y, solo después, acuda a la vía judicial para solicitar reembolso o cuestionar la validez de la imposición. Dichos fallos refuerzan la idea de que postergar la revisión judicial no anula el debido proceso; la exacción inmediata se admite por la urgencia de la función fiscal.Mientrasexista una oportunidad real para que el contribuyente litigue la legalidad del acto (por ejemplo, a través de acciones de reembolso o comparecencias ante el Tribunal Fiscal), el Tribunal considera que el debido proceso se satisface.
En el mismo orden de consideraciones, en Hagarv. Reclamation District No. 108, 111 U.S. 701 (1884), la Corte Suprema abordó los poderes administrativos para regular —y gravar— la actividad de distritos de riego sin exigencia de una orden judicial previa. El Tribunal sostuvo que, en materias urgentes o de gestión pública, la Administración puede actuar de manera expeditiva; el debido proceso no obliga a una audiencia judicial preventiva, mientras quede abierta la vía judicial para impugnar la actuación. Para tener en cuenta en Snyder v. Marks, 109 U.S. 189 (1883), ahondó en la idea de que, si un oficial de rentas actúa “bajo color de autoridad” —esto es, conforme a una ley o reglamento que respalda la acción fiscal—, no se requiere autorización judicial específica para llevar a cabo la recaudación. El particular, si se cree lesionado, puede luego demandar la devolución o buscar la anulación del acto. Esta dinámica consagra lo que se ha descrito como “indisponibilidad” de un proceso inhibitorio: la ley prohíbe en general las demandas para restringir la evaluación o cobro de impuestos, sin que ello vulnere el debido proceso. Ese criterio tiene continuidad en Dodge v. Osborn, 240 U.S. 118 (1916), donde la Corte reiteró la improcedencia de acciones cautelares o demandas que pretendieran frenar la recaudación antes de que se efectuara. Respaldó el principio de “no injunction” (Anti-Injunction Act), enfatizando, de nuevo, que la posibilidad de litigar el asunto con posterioridad cumple la exigencia del debido proceso de la Quinta Enmienda.
En consecuencia, pese a las críticas que aducen que la Administración no debería imponer obligaciones o sanciones unilaterales por supuesta colisión con el debido proceso, la Corte Supremaavala la existencia de procedimientos administrativos sumarios para materias centrales —particularmente impositivas— en las que el interés gubernamental es inmediato. Asimismo se hace notar el debido proceso no implica forzosamente un control judicial preventivo; basta con que haya un recurso judicial a posteriori válido y eficaz. La jurisprudencia establece que la postergación temporal de la revisión no equivale a negarla por completo, sino que equilibra la necesidad del Estado de cobrar ingresos rápidamente con el derecho del contribuyente a cuestionar la imposición más tarde.Así, la mirada que pretendería negarle a la Administración la potestad de dictar actos autoritativos por una supuesta violación al debido proceso no ha hallado eco en la jurisprudencia suprema de los Estados Unidos. Lejos de ver un conflicto irreconciliable entre el ejercicio del poder administrativo y la Constitución, la Corte ha adoptado un esquema donde el acto administrativo (p.ej., una orden de cobro) es eficaz desde su emisión, y el contribuyente, sin embargo, dispone de procesos para impugnarlo, satisfaciendo así la cláusula de debido proceso.
Las sentencias del Tribunal Supremo, desde el siglo XIX hasta el XX, han consolidado la doctrina de que el gobierno federal puede —dentro de una estructura legal establecida— dictar actos y proceder con cobros sumarios, sin un juicio previo, en atención al interés público de asegurar el Erario o la política gubernamental de turno. Esta facultad no contraviene el debido proceso porque la revisión judicial se da ex post y se considera suficiente para proteger los derechos individuales. Por ende, la hipótesis de que la Administración carece de potestades autoritativas por supuesta colisión con la Quinta Enmienda no halla reconocimiento en la jurisprudencia suprema; por el contrario, Murray’s Lessee, Cheatham, Springer, Hagar, Snyder, Dodge, y otros fallos, demuestran una continuidad doctrinal que robustece el ejercicio de la función administrativa incluso mediante actos unilaterales y sumarios.
El Derecho inglés, parte esencial de la tradición del common law, también ha sido a menudo descrito como ajeno a la noción de “autotutela” que caracteriza a los ordenamientos continentales (por ejemplo, Francia, Alemania o España). Según esa visión, en Inglaterra la Administración no poseería facultades para imponer por sí misma el cumplimiento de sus actos, teniendo que recabar, invariablemente, la ayuda judicial antes de lograr la ejecución material. Sin embargo, un examen detallado de la práctica inglesa contemporánea revela que, si bien los métodos difieren de los modelos continentales, la Administración inglesa (en sus diversos niveles: local, ministerial, agencias “quasi-judiciales”, etc.) sí dispone de poderes ejecutivos de carácter inmediato y de un andamiaje que asegura la eficacia de sus decisiones. El Reino Unido no cuenta con una constitución escrita en un solo documento, sino con una serie de normas, precedentes y convenciones. El Parlamento se erige en la cúspide de la soberanía, pudiendo legislar sobre cualquier materia sin ataduras constitucionales estrictas. A su vez, el Ejecutivo (Gobierno) asume facultades delegadas por Actsof Parliament que le otorgan potestades para reglamentar y aplicar la ley en ámbitos que van desde la salud, la educación, el medio ambiente, la seguridad, hasta la fiscalidad municipal o la urbanística (planning law). Este mecanismo de “delegated legislation” o “secondary legislation” produce “Regulations,” “Orders in Council,” “Local byelaws,” entre otros, con base en los cuales la Administración dicta actos individuales (p. ej., licencias, sanciones, órdenes ejecutivas). La pregunta esencial radica en si dichas decisiones tienen fuerza ejecutoria inmediata o si dependen de la convalidación de un juez.
En la práctica inglesa, la Administración puede emitir, por ejemplo: Notices (Health and Safety Executive, Environmental Agency): Ordenan cesar actividades peligrosas, retirar productos nocivos, rectificar incumplimientos. Planningenforcement notices: En materia urbanística, el ayuntamiento o autoridad local puede requerir la demolición de construcciones ilegales, con un plazo corto para cumplir o apelar. Orders de cierre de establecimientos (Sanidad, Alimentación, etc.) cuando se considera que existe un riesgo inmediato para el público. Aunque el particular goce del derecho de recurrir la orden, la efectividad no está supeditada a una validación judicial ex ante. Por ejemplo, en materia de “public health,” las autoridades pueden retirar de la venta productos contaminados inmediatamente (emergency prohibition notices). Esa actuación no supone una “autorización” previa de un tribunal. El dueño afectado podrá impugnar la decisión mediante un appeal, pero hasta tanto no venza la apelación o sea anulada la orden, la Administración continúa con sus acciones.
Es verdad que, a diferencia de lo que ocurre en algunos países continentales, la Administración inglesa suele usar mecanismos penales o, en ocasiones, demandas civiles sumarias para sancionar la desobediencia. El infractor arriesga multas, e incluso penas de cárcel si persiste en la violación de un “notice.” Así, el “temor” a la sanción penal funge como elemento coactivo que otorga a la Administración un grado de “autoejecutividad” en la práctica. En food safety, si una orden cierra un restaurante y el propietario reabre sin autorización, la autoridad local puede entablar un “prosecution” (juicio penal) cuyo desenlace es previsible si la orden se emitió con base en ley clara. En urbanismo, si el “enforcement notice” exige demoler un añadido ilegal a la vivienda y el propietario no cumple, la autoridad local puede tomar medidas y recuperar costos, o instar una acción penal que conduce a multas diarias acumulables. La ejecución física puede requerir el auxilio de los “bailiffs” (agentes ejecutores) o la policía, pero no necesariamente pasa por un court order cada vez. La ley habilita a la Administración a proceder sumariamente (si la legislación delegada lo prevé), y el contraventor puede ser procesado penalmente50.
En consecuencia, la tesis de que el Derecho inglés no reconoce “potestades de oficio” se matiza al constatar que la Administración puede, de hecho, dictar órdenes coactivas con efecto inmediato, dejando al particular la opción de cumplir o enfrentar sanciones penales. Esta forma de “coacción indirecta” —apoyada en la amenaza de enjuiciamiento— se aproxima, en la práctica, a la autotutela continental. Si bien difiere en las formalidades (menos énfasis en un acto de embargo directo y más en la imputación penal o la responsabilidad civil rápida), el resultado es un cumplimiento forzoso sin la aprobación judicial previa. La judicial review o la posibilidad de apelar la orden aseguran el control judicial ex post, cumpliendo estándares de garantías del rule of law. De ahí que no se pueda hablar de total ausencia de “actuación ejecutiva por sí misma” en el Reino Unido: la Administración inglesa sí puede y sí ejecuta sus decisiones con vigor, complementándose la legitimación y eficacia inmediata con la supervisión de los tribunales a posteriori. En síntesis, aunque la forma del enforcement anglosajón difiera de la autotutela continental, el grado de potestad autoritativa que ostenta la Administración inglesa para atender el interés público resulta, en términos funcionales, igualmente fuerte.
VII. La presunción de legitimidad es constitucional.
Todo lo expuesto hasta aquí es de significativa importancia por cuanto el modelo constitucional judicialista de los Estados Unidos es similar al argentino. El Artículo III de la Constitución de los Estados Unidos dispone que “[t]he judicial Powerof the United States, shall be vested in onesupreme Court, and in such inferior Courts” que “Congress may … establish”.^ Asimismo, establece que los jueces de estos tribunales “shallhold their Offices during good Behaviour, and shall … receive … a Compensation, which shallnot be diminished during their Continuance in Office”.^2 El poder judicial se extiende, entre otros asuntos, a todas las “Controversies to whichthe United States shall be a Party”.De este texto, podría presumirse que los jueces con las garantías del Artículo III deben presidir los casos en que el gobierno de Estados Unidos sea parte.
No obstante, y con base en consideraciones históricas y de eficiencia, la Corte Suprema ha reducido de forma consistente el ámbito de aplicación del Artículo III cuando el gobierno es parte, invocando la llamada “excepción de derechos públicos” (“public-rights exception”). Según su formulación actual, dicha excepción abarca, en términos generales, los casos “que surgen entre el Gobierno y las personas sometidas a su autoridad en relación con el ejercicio de las funciones constitucionales de los departamentos ejecutivo o legislativo”.^ Por consiguiente, el Artículo III no aplica a los derechos públicos. En contraste, sí se exige la intervención de los tribunales del Artículo III para los “derechos privados”: aquellos asuntos relacionados “con la responsabilidad de un individuo frente a otro según lo establece la ley”,^ así como las controversias de derecho común (“common law”), equidad (“equity”) o materia de almirantazgo.^ Con todo, en el ámbito de los derechos públicos se han incluido incluso casos de responsabilidad entre dos partes privadas, siempre que formen parte de un entramado regulatorio complejo. Como se desprende de esta breve descripción, la excepción de derechos públicos constituye “una de las áreas más complejas del derecho constitucional.
La formulación moderna de la excepción de derechos públicos no era ni obligatoria ni inevitable. En su precedente fundamental, aunque enigmático, Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co., los derechos públicos pudieron haber adoptado varias formas. Estos podían surgir siempre que el Congreso decidiera recurrir a tribunales no previstos en el Artículo III para administrar programas bajo su autoridad del Artículo I; cada vez que el gobierno federal fuera parte; o cuando la controversia versara sobre privilegios (también denominados beneficios) otorgados por el gobierno. Sin embargo, con el paso de las décadas, la segunda de estas vías terminó prevaleciendo. La excepción de derechos públicos ha pasado a comprender, al menos, aquellas materias en las que el gobierno es parte, sea una controversia sobre privilegios o beneficios, o de índole regulatoria. Este ámbito tan amplio entra en tensión con la finalidad del Artículo III de garantizar la independencia judicial respecto de los otros dos poderes. En los casos donde el gobierno es parte y tiene un interés directo en el litigio, las partes contrarias se han visto menos protegidas por jueces del Artículo III. En cambio, cuando el gobierno no es parte y sus intereses en el litigio son mínimos, las partes privadas gozan del mayor derecho a jueces independientes del Artículo III.
En ese sentido, al leer el texto del Artículo III —que asigna el “Poder Judicial de los Estados Unidos” a tribunales cuyos jueces gozan de inamovilidad en sus cargos y de una remuneración no disminuible— uno podría suponer que todo caso en que el gobierno de los Estados Unidos sea parte debe, por fuerza, ser resuelto por tribunales establecidos de conformidad con dicho artículo. Sin embargo, la Corte Suprema ha reconocido desde hace tiempo la existencia de una “excepción de derechos públicos”, la cual excluye del ámbito del Artículo III ciertos litigios en los que interviene el gobierno, permitiendo su resolución en foros sin jueces con las garantías de independencia del Artículo III. Bajo la formulación vigente, la llamada excepción de “derechos públicos” se extiende, de forma amplia, a asuntos “que surgen entre el Gobierno y las personas sometidas a su autoridad, en relación con el desempeño de las funciones constitucionales de los departamentos ejecutivo o legislativo51.
El resultado es, paradójicamente, que los litigios donde el gobierno es parte a menudo se remiten fuera de los tribunales del Artículo III —precisamente en aquellas situaciones en que, por ser el Gobierno parte interesada, uno esperaría la máxima garantía de independencia judicial. Por el contrario, cuando el Gobierno no interviene y los intereses del Estado son mínimos, se considera que los particulares sí tienen derecho a la plena protección de los tribunales del Artículo III52.
En efecto, la “excepción de derechos públicos” constituye uno de los elementos más debatidos en la jurisprudencia estadounidense sobre el alcance del Artículo III de la Constitución. De acuerdo con el texto original de dicho artículo, uno tendería a concluir que cualquier controversia en la que el gobierno federal fuese parte se vería sujeta a la jurisdicción de tribunales con jueces de nombramiento vitalicio y remuneración no reducida. Sin embargo, desde hace más de un siglo, la Corte Suprema ha reconocido la legitimidad de que ciertas disputas con el Gobierno se resuelvan fuera de los tribunales del Artículo III, bajo la llamada public-rightsexception. Pero vimos que, desde temprano, en Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co., 59 U.S. (18 How.) 272 (1856), la Corte Suprema validó un procedimiento sumario de cobro empleado por el Gobierno para recuperar fondos de un recaudador aduanero. El Tribunal subrayó que, en lo atinente a la recaudación fiscal —materia esencial del poder soberano—, no era forzoso que existiera un juicio previo ante tribunales del Artículo III. Con ello, se vislumbró la idea de que hay “derechos públicos” (vinculados al poder fiscal o legislativo) que no requieren la intervención directa de los jueces vitalicios. Murray’s Lessee reconoció, pues, que existía una facultad propia del Congreso y del Ejecutivo para administrar de forma sumaria ciertos aspectos de la acción gubernamental, siempre y cuando hubiese un recurso de revisión judicial a posteriori disponible para el particular. Este precedente abrió la puerta a justificar la capacidad de órganos administrativos para adjudicar controversias sin transgredir el Artículo III, considerando que dichas controversias se englobaban dentro de la “excepción de derechos públicos.” En Crowell v. Benson, 285 U.S. 22 (1932), la Corte retomó y profundizó la línea de Murray’s Lessee, clarificando que la excepción cobijaba controversias “que surgen entre el Gobierno y las personas sujetas a su autoridad en conexión con el desempeño de las funciones constitucionales de los departamentos ejecutivo o legislativo. En definitiva, allí se legitima que el Congreso asigne a foros administrativos facultades de adjudicación, sin violar la garantía del Artículo III, siempre que el objeto de la controversia recaiga en aquello que la Corte definió como public rights. Ese precedente estableció, además, que el control judicial posterior —un “recurso” ante los tribunales federales— satisface el debido proceso. De esta manera, se refuerza la idea de que la presunción de legitimidad de los actos administrativos se funda en un mandato legal y en la necesidad de que el Ejecutivo cumpla con sus atribuciones sin la dilación de un juicio ex ante53.
Todos esos mecanismos son compatibles con el sistema judicial del Artículo III, habidas cuentas de que mediante ese precepto constitucional se busca asegurar que la resolución de controversias “típicamente judiciales” (casos que afectan derechos privados, propiedades, obligaciones civiles entre particulares) se someta a jueces con independencia y estabilidad en el cargo. Este diseño, plasmado en la Constitución, protege al individuo frente a un La Corte ha justificado la excepción sobre la base de que existen ciertas materias, esencialmente “derivadas” de las potestades legislativas o ejecutivas, donde la controversia no es primordialmente sobre “derechos privados,” sino sobre la aplicación de un esquema regulatorio general, la concesión de un beneficio público o la imposición de una obligación tributaria. Dichas controversias pueden delegarse a cuerpos administrativos o foros no-Artículo III, sin traicionar la independencia judicial, porque: Tal delegación no socava el núcleo esencial del Artículo III, pues las disputas sobre derechos puramente privados (por ejemplo, responsabilidades contractuales o civiles entre particulares) siguen requiriendo el arbitraje de tribunales constitucionales. La jurisprudencia de la Corte Suprema contempla siempre la necesidad de un “recurso” o instancia de revisión por un tribunal federal de la determinación administrativa: véase Phillips v. Commissioner, 283 U.S. 589 (1931), o Thomas v. Union CarbideAgric. Prods. Co., 473 U.S. 568 (1985). Dichos casos asumen que si el órgano administrativo falla, el afectado puede acudir posteriormente a un tribunal del Artículo III para impugnar la legalidad o la constitucionalidad de la decisión. De este modo, la estructura judicialista del Artículo III se mantiene como un garante final54.
En ese estado de cosas, bien puede colegirse que a llamada presunción de legitimidad (o presunción de validez) de los actos administrativos encaja con la idea de la excepción de derechos públicos: si el Congreso, en ejercicio de su poder legislativo, ha confiado a una agencia la tarea de regular un sector y emitir decisiones (multas, licencias, adjudicaciones de beneficios), dichas decisiones se presumen válidas y eficaces, sin necesidad de obtener un refrendo judicial previo.
He aquí el latido irreprimible de todo derecho administrativo: como un metrónomo en la penumbra, la Administración marca el compás y ejecuta su propia partitura sin pedir permiso al relojero. No es capricho ni insolencia, sino la urgencia de velar por el bien común, de atender un llamado que se tatúa en la piel de la cosa pública.Imagina la escena en una noche de bruma: la Administración, con sus manos de estatuto y su barba de reglamento, se yergue en la plaza vacía. Proclama resoluciones que nacen de su propia sombra y, sin más testimonio que el de su conciencia jurídica, las lleva a término de un solo trazo.
Tal vez en Londres, tal vez en Buenos Aires, el misterio se repite como si fuera un rito ancestral: la función ejecutiva se afirma, respira hondo y se lanza a moldear la realidad, con la legítima potestad de la razón soplando a sus espaldas.Esteacto de “autotutela” -como murmuran los clérigos del derecho continental- no se circunscribe a un mapa con bordes imposibles. Desde la anglosajona ribera del common law hasta la abigarrada constelación de códigos iberoamericanos, persiste un hilo invisible que enlaza jurisdicciones distantes. Una esencia compartida, podríamos decir: la potestad de la Administración para decidir y ejecutar no es flor rara ni objeto de salón de eruditos, sino un latido vivo que vibra en el centro de cada Estado que se precie de racional. Pero no hay danza sin contrapunto, ni luz sin sombra. Al borde del escenario, casi imperceptible, se cierne la silueta de la justicia: el juez que aguarda, listo para intervenir si la partitura desafina. Porque es cierto que la Administración, con su ímpetu, a veces tiende a acelerar el ritmo. Para eso existe el contrapunto judicial, esgrimido como una espada de equilibrio. Si la Administración traspasa la frontera de la legalidad, el juez endereza el camino o detiene la música. Y así, en un diálogo incesante, discurre la vida de los actos administrativos: nacen y se imponen con la fuerza de un susurro imperioso, seguros de su razón de ser, pero siempre con la posibilidad de que un tribunal, en la alta torre de la legalidad, los convoque a rendir cuentas. Esa es la sinfonía: una Administración que se dicta a sí misma y se ejecuta sin pedir permiso al amanecer, y un poder judicial que custodia la partitura para que nadie –ni la más fervorosa prerrogativa– vulnere el orden de la razón.
Así las cosas, la exposición del sistema anglosajón de determinación y ejecución de los actos administrativos no se hizo con fines de erudición. En efecto, es demostrativo de una realidad insoslayable que es propio de la función administrativo, en cualquier ordenamiento subordinado a la razón, que la administración tenga esa prerrogativa.
VIII. La ejecutoriedad de los actos administrativos.
Si la determinación autoritativa se explicaba por la naturaleza normativa del acto, habrá de decirse que el uso de la fuerza para hacerlo cumplir no tiene relación con esa normatividad, ya que, efectivamente, las leyes no pueden hacerse cumplir por la fuerza por quienes ven en ella una facultad contra el obligado. Es una exigencia de la justicia general, es decir, del bien comunitario que toda resistencia sea resuelta y efectivizada como principio general por la justicia. La paz jurídica, como principio general del derecho, no tiene relación con la justicia distributiva, patrón por antonomasia del Derecho administrativo y de la función administrativa, sino con la justicia general, en cuanto encamina todas las acciones hacia el bien común.
Imaginemos el acto administrativo como un río que avanza, impulsado por la fuerza de su cauce. Su normatividad —esa condición que lo vuelve mandato— no implica, por sí sola, la potestad de emplear la fuerza para imponerlo. Si acaso, es solo el rumor de las aguas que nos indica dónde están los márgenes de lo permitido y lo prohibido. Pero la fuerza —el golpe de agua que vence toda roca— no proviene de ese sutil rumor normativo, sino de un principio distinto, más recóndito y, a la vez, más vasto. Efectivamente, pensemos en la paz jurídica como un gran árbol en el centro de una plaza: su sombra no es la sombra del Derecho administrativo, ni se sustenta en la justicia distributiva que reparte licencias, contratos y sanciones. Es, en cambio, la justicia general, la que ordena y preserva el bien común. Esa justicia, tan antigua como la propia comunidad, nace de la necesidad de que, cuando surja la resistencia —la mano que intenta desviar el curso del río—, se cuente con un remedio firme y universal para restablecer el orden. Aquí asoma el verdadero rol de la fuerza: no basta con que la Administración, al emitir un acto, se envuelva en su carácter normativo. No es la Administración, en uso de su propia “prerrogativa” y con ansia de imponerse, quien debe blandir el cetro de la violencia. Son los cauces institucionales —más anchos y profundos— los que otorgan ese poder en nombre de la justicia general. En última instancia, cuando el acto administrativo se topa con una muralla de desacato, es la justicia la que, como un dique monumental, libera la fuerza necesaria para deslindar los caminos y dejar fluir la corriente. Así, la idea subyacente es que la fuerza no surge del acto mismo, sino de un concierto mayor: la armonía social. Es esa obligación universal la que reclama que toda desobediencia sea refrenada para salvaguardar la quietud del bien común. A fin de cuentas, la normatividad del acto puede brillar como una estrella en el firmamento del Derecho administrativo —único en su esplendor distributivo—, pero solo la justicia general, con su mirada panorámica, puede disponer el uso de la fuerza legítima para que el río continúe su cauce y la paz retome su sitio.
Es una exigencia de la comunidad, nada menos. Que, cuando el canto de la ley encuentra disonancias, sea la fuerza legitimada por la justicia quien sopese, resuelva y ejecute. Así se mantiene la paz jurídica: un equilibrio naciente de la razón y el cuidado del bien común, un árbol que cobija a todos, sin confundirse con los mecanismos particulares de la Administración y su justicia distributiva. Porque la función administrativa, con su afán de repartir derechos y obligaciones, no puede —ni debe— erigirse en guardiana única de ese poderoso mecanismo de cohesión social que es la fuerza; ese rol primordial le corresponde a la justicia general, cuya misión es mantener el orden y la armonía en beneficio de todos.
En el entramado constitucional, el ejercicio de la fuerza estatal no puede entenderse como una facultad discrecional o meramente vinculada a la naturaleza normativa de los actos administrativos. Muy al contrario, el uso de la coacción se halla condicionado por una exigencia de justicia general, orientada a salvaguardar el orden público y la protección de los derechos de todas las personas bajo el abrigo de la paz jurídica.
Este principio de paz jurídica —consustancial al Estado de derecho— evidencia que la Administración no es depositaria absoluta de la fuerza en su actividad cotidiana. La autotutela de la Administración, si bien legítima en cuanto a la ejecución de sus decisiones y a la presunción de legitimidad de sus actos, se subordina a la necesidad de que cualquier resistencia grave contra el interés público sea resuelta por órganos o procedimientos que garanticen la imparcialidad y la tutela judicial efectiva. El fin último es evitar que la Administración, en su afán por imponer el cumplimiento de sus mandatos, exceda el ámbito de su competencia, afectando derechos fundamentales y la armonía social que el ordenamiento busca preservar.
La justicia general se alza, por tanto, como un principio rector que trasciende la esfera exclusiva de la justicia administrativa (centrada en las relaciones de equilibrio entre la Administración y la ciudadanía) para situarse en el plano universal de la salvaguarda del bien común. Es ella la que, con el apoyo de mecanismos institucionales adecuados —ya sean instancias jurisdiccionales o cuerpos específicos de seguridad y justicia—, canaliza el uso de la fuerza conforme al debido proceso, la proporcionalidad y el respeto por los derechos fundamentales.
En consecuencia, el principio de paz jurídica se encuentra estrechamente vinculado a la justicia general y reclama que la Administración actúe con sujeción a criterios de legalidad y razonabilidad. No basta con la mera existencia de un acto administrativo válido para habilitar la coacción. Solo en circunstancias legítimas y con los cauces previstos por el Estado de derecho podrá darse una intervención coercitiva debidamente justificada. De este modo, se garantizan tanto la eficacia de la función administrativa como la protección de la paz social, que constituye uno de los pilares fundamentales de todo ordenamiento jurídico que se precie de racional y protector de la dignidad humana.
Cuando se afirma que la Administración no puede, por sí sola, ejercer la fuerza de manera ilimitada —pues esta se supedita a la justicia general y a la preservación de la paz jurídica—, no se niega el hecho de que existan leyes que, de forma recurrente, habilitan a la Administración para la ejecución forzosa de sus propios actos. Tampoco se ignora que la ejecución forzosa se señale como una nota característica del régimen jurídico-administrativo. ¿Cómo se concilian, entonces, estos dos aspectos?
El ordenamiento jurídico reconoce a la Administración lo que se denomina autotutela ejecutiva, es decir, la posibilidad de hacer cumplir sus decisiones sin necesidad de acudir previa o constantemente al auxilio judicial. Dicha facultad no nace de una arrogación unilateral de poder, sino de disposiciones legales concretas que confieren tal potestad. El legislador, en busca del interés público, atribuye a la Administración la facultad de exigir el cumplimiento de ciertas resoluciones —por ejemplo, la demolición de una obra ilegal, la clausura de un establecimiento sin licencia o el cobro coactivo de una deuda tributaria— sin tener que obtener necesariamente una orden judicial previa. El que la Administración tenga habilitación legal para ejecutar sus actos no anula el principio de que la fuerza está supeditada al orden jurídico general y a la salvaguarda de los derechos fundamentales.
La Administración puede actuar de manera inmediata, pero siempre bajo ciertos límites, como: Cumplir con la legalidad y la competencia establecidas (el acto debe ser válido y dictado conforme a derecho); respetar la proporcionalidad y las garantías debidas al ciudadano; aceptar la posibilidad de un control judicial posterior que revise la legalidad de la actuación e impida posibles excesos. En otras palabras, la Administración no ejerce la fuerza en un vacío normativo ni con poder absoluto; su actuar se encuentra sometido a la Constitución, a la ley y al eventual escrutinio de los tribunales.
En ese sentido, es clave subrayar que la naturaleza normativa de un acto administrativo (su carácter obligatorio) no es, por sí misma, el fundamento para el uso de la fuerza. El permiso o la habilitación para emplearla proviene de la ley, que autoriza ciertos supuestos de ejecución forzosa cuando ello es indispensable para garantizar el interés público y se cumplan las exigencias de justicia general (paz, orden, derechos fundamentales). Por ejemplo, si una norma tributaria establece que la Administración puede embargar bienes de un deudor sin mediar sentencia judicial previa, es la ley la que crea ese cauce, no el simple hecho de que el acto de liquidación de la deuda sea “normativo”.
No obstante, se dice que la ejecución forzosa de los actos administrativos es una nota típica del régimen administrativo para diferenciarlo de la esfera privada. Un particular, por regla general, no puede ejercer sus derechos con fuerza directa: si desea embargar el bien de quien le debe dinero, debe acudir a un juez. En cambio, la Administración, por razón de eficacia y tutela del interés general, dispone de la facultad de ejecutoriedad (puede obligar coactivamente al cumplimiento de sus decisiones). Aun cuando la ley habilite a la Administración para ejecutar sus actos, la exigencia de justicia general permanece como pilar que orienta el uso de la fuerza hacia la salvaguarda de la paz jurídica:
En consecuencia, resulta común sostener que la Administración ostenta, como “nota típica” del derecho administrativo, la facultad de autotutela ejecutiva (ejecución forzosa de sus actos) sin necesidad de autorización judicial previa. Sin embargo, esta potestad no es en puridad exclusiva de la Administración: los particulares también disponen, en supuestos excepcionales, de mecanismos de autotutela legítima. De ahí que el principio de paz jurídica, que en general proscribe la justicia por mano propia, cede ante estados de necesidad debidamente ponderados, tanto en el ámbito privado como en el público. En efecto, el ordenamiento jurídico, sustentado en la idea de justicia general y de bien común, tiende a prohibir a los particulares resolver sus conflictos recurriendo al uso de la fuerza. El cauce ordinario es acudir a los tribunales. Esta prohibición busca preservar la llamada paz jurídica, garantizando que las controversias se resuelvan a través de órganos imparciales y conforme al debido proceso. Sin embargo, aun existiendo el principio de paz, nuestro ordenamiento contempla supuestos en los que un particular puede recurrir a la fuerza de manera inmediata cuando el remedio judicial sería tardío o insuficiente para evitar un perjuicio grave e inminente. Ejemplos clásicos son: la legítima defensa, la legítima defensa de la propiedad o ciertos actos urgentes de retención o recuperación de la posesión. Estas figuras nacen de un estado de necesidad que justifica, por razones de bien común y autoprotección lícita, que la persona obre sin esperar la lenta maquinaria judicial.
Ahora bien, sucede que en el ámbito público, la necesidad de proteger la salud, la seguridad o la convivencia ciudadana se manifiesta con mayor frecuencia que en la esfera particular. Así, la Administración encuentra habilitación legal para clausurar un local de comida que expende alimentos en mal estado; suspender una obra que implica un peligro inmediato para terceros., o bien remover un vehículo que obstruye gravemente la circulación y pone en riesgo la seguridad vial. Esta actuación de emergencia no es una mera extensión discrecional de poder, sino la respuesta —tutelada por ley— a un riesgo urgente para el bien común55.
La Constitución y las leyes administrativas contemplan, de manera taxativa o genérica, la intervención inmediata de la Administración cuando resulta imperioso salvaguardar el interés general. Tales normas otorgan a la Administración competencias específicas de intervención, que incluyen la posibilidad de usar la fuerza de forma proporcionada y respetando los derechos fundamentales. Por ende, la Administración no acapara por sí misma la fuerza: la ejerce en virtud de disposiciones legales que, ante un estado de necesidad mayor que en el caso de los particulares, le permiten solventar la urgencia de modo preventivo o correctivo. Así y todo que la Administración ejecute actos coactivamente no significa que quede fuera de control: subsiste la posibilidad de una revisión judicial posterior, en tutela de los derechos del afectado. El uso de la fuerza ha de respetar la proporcionalidad y el debido proceso mínimo, y su razonabilidad puede ser impugnada ante los tribunales competentes. Este contrapeso garantiza que la excepción —basada en la necesidad— no se convierta en norma general que vulnere derechos fundamentales.
En conclusión, tanto en la esfera privada como en la administrativa, el principio de paz jurídica prescribe la resolución de los conflictos por la vía judicial y desalienta la justicia por mano propia. No obstante, el estado de necesidad abre la puerta a la autotutela (tanto para particulares como para la Administración) cuando la rapidez y urgencia lo demandan, siempre bajo un estricto control legal que impide el abuso. En el caso de la Administración, tales situaciones de urgencia se presentan con más frecuencia —y con una amplitud mayor de supuestos— debido a su responsabilidad de salvaguardar el orden y la salud públicas, por lo que el régimen jurídico le otorga facultades de autotutela que aparecen como nota típica del Derecho Administrativo, sin perjuicio del ineludible sometimiento al Estado de derecho y a los controles jurisdiccionales. De esta forma, se entiende que la Administración, habilitada por ley y motivada por la urgencia de velar por la colectividad, pueda —con mayor frecuencia que los particulares— ejercer la autotutela ejecutiva. Aun así, esa potestad no se traduce en un poder incondicionado, sino en una excepción justificada por la necesidad, limitada por los principios constitucionales y sujeta, en todo caso, al control judicial.
IX. El régimen privilegiado de sus bienes.
Ya se trate de bienes llamados “de dominio público” o de los que muchos llaman “de dominio privado” estatal, gozan de una protección especial. Ni se rematan con la misma facilidad que los bienes comunes, ni pueden ser embargados a la ligera. Vienen, por así decirlo, con su propio amparo legal. El régimen jurídico de los bienes dominicales, entendido en un sentido amplio como bienes que integran el patrimonio público y que están destinados, habitualmente, a la satisfacción de intereses generales, se caracteriza por una serie de prerrogativas que los diferencian marcadamente de los bienes sometidos al derecho privado56. Estas prerrogativas configuran un régimen exorbitante o “privilegiado” en el ámbito del derecho administrativo, pues confieren al Poder Público facultades y protecciones que no se encuentran en la órbita de la propiedad privada ordinaria. Tal vez, la primera gran distinción se halla en el régimen de inalienabilidad y protección reforzada.
En efecto, los bienes dominicales suelen declararse inalienables, imprescriptibles e inembargables, de manera que no pueden ser objeto de enajenación libre ni sujetos a embargo en virtud de deudas. Este rasgo busca salvaguardar su finalidad de servicio público o de uso colectivo, impidiendo que pasen a manos de particulares o que puedan ser reclamados como garantía de créditos. Por contraposición, en el régimen de derecho privado el titular de un bien cuenta con la facultad de disponer libremente de él, salvo restricciones específicas impuestas por la ley civil (gravámenes, hipotecas, embargos judiciales, etc.), y está expuesto a la eventual pérdida o embargo cuando incumple obligaciones. La lógica del patrimonio privado de derecho común permite, por principio, su circulación en el mercado y su sometimiento a acciones ejecutivas, lo que no es admisible respecto de los bienes dominicales57.
En segundo lugar, el mecanismo de protección de los bienes de titularidad pública también adopta soluciones excepcionales. Mientras que un propietario privado debe acudir, en condiciones normales, a los tribunales para recuperar la posesión de su bien ante una usurpación (siguiendo el procedimiento ordinario contemplado en la legislación civil), la Administración Pública dispone de facultades de autotutela que le permiten desalojar al ocupante irregular por procedimientos administrativos sumarios, muchas veces sin intervención judicial previa. Esta potestad de recuperación posesoria inmediata constituye un ejemplo clásico de la denominada “ejecución forzosa” o “autotutela ejecutiva” de la Administración, que, si bien posteriormente puede ser controlada por los tribunales, se lleva a cabo inicialmente sin necesidad de solicitar permiso judicial58.
Asimismo, la protección de los bienes dominicales responde a la finalidad social y colectiva que justifica su titularidad pública. Se entiende que estos bienes —sean carreteras, playas, inmuebles administrativos, infraestructuras de servicio público, entre otros— están afectos a cubrir necesidades de la comunidad. De ahí que el régimen jurídico generalmente prohíba la desafectación o el cambio de destino salvo que se cumplan estrictas condiciones de interés público y se cumpla con las formalidades previstas en la ley. En el ámbito privado, el cambio de destino de un bien depende casi exclusivamente de la voluntad de su propietario, quien puede abandonarlo, arrendarlo o someterlo a cualquier otra forma de explotación sin mayor restricción que la establecida por la normativa civil y urbanística.
Esta configuración de privilegios y limitaciones en favor del interés general —la prohibición de enajenar libremente, la protección frente a usurpaciones, la imposibilidad de embargo o la inembargabilidad— conforma lo que la doctrina ha denominado régimen exorbitante del Derecho Administrativo. El término “exorbitante” alude a que se sale del “orbita” de las normas comunes del Derecho privado, otorgando a la Administración potestades que no tendrían cabida en la relación entre particulares. No se trata de un capricho del legislador, sino de la respuesta jurídica a la necesidad de salvaguardar bienes cuya preservación y destino colectivo se consideran trascendentales para la comunidad.
La “nota típica” de este régimen especial se hace aún más clara si consideramos que, aunque el Estado sea el titular dominical, no actúa como un “dueño” al uso, sino como un gestor de intereses generales. Por ello, la regulación difiere en lo sustancial de la propiedad privada, a pesar de que formalmente nos encontremos ante un bien “propiedad” del Estado. La finalidad pública exige esa “exorbitancia”: la ley y la jurisprudencia ofrecen al patrimonio público una coraza de protecciones y facilidades de recuperación posesoria no disponibles para el ciudadano común.
En consecuencia, el régimen privilegiado de los bienes dominicales se funda en la relevancia de su destino al interés general. Este destino justifica su sometimiento a un sistema jurídico reforzado, que posibilita una defensa más ágil y enérgica frente a ataques o usurpaciones, a la vez que impone condiciones formales estrictas para su enajenación o desafectación. Esta combinación de potestades excepcionales y restricciones en pro de la comunidad explica por qué el régimen de los bienes dominicales se considera un emblema del Derecho administrativo, constituyendo uno de los ejemplos más evidentes de cómo las exigencias del bien común pueden legitimar soluciones jurídicas que desbordan el marco del Derecho privado ordinario.
Bajo la denominación de bienes dominicales o de dominio público, se agrupan aquellos que la ley declara destinados a un uso o un servicio público o a la satisfacción directa de necesidades colectivas. Ejemplos paradigmáticos son carreteras, ríos, puertos, playas, plazas y parques, así como otros elementos de infraestructura o de equipamientos necesarios para la comunidad (redes de abastecimiento de agua, inmuebles para servicios administrativos, etc.). Su principal rasgo es que pertenecen a la colectividad, en el sentido de que se hallan afectos a la satisfacción de un interés común. En consecuencia, su régimen jurídico no puede equipararse al de la propiedad privada ordinaria, pues su vocación de servir al conjunto social exige una protección y unas limitaciones especiales59.
Los bienes dominicales, en la medida en que están destinados al uso o servicio público, no pueden enajenarse libremente. Si, en circunstancias muy tasadas, se decide desafectarlos del servicio público, el ordenamiento regula con rigor el procedimiento (por ejemplo, mediante leyes o actos administrativos formales) para evitar que se disponga de ellos sin salvaguardar adecuadamente el interés general. Nadie puede, por el mero transcurso del tiempo y el uso continuado, adquirir derechos sobre el dominio público que desplacen la titularidad estatal o el interés general. La ocupación prolongada o el disfrute privado no generan usucapión. A diferencia de los bienes de derecho privado, que pueden verse embargados para satisfacer deudas, los bienes de dominio público no pueden someterse a procesos de ejecución forzosa. Ello obedece a que no son meros activos patrimoniales de la Administración, sino que cumplen una función esencial para la colectividad y deben permanecer disponibles para ese fin.
Es por ello que, ante una ocupación ilegítima de un bien de uso público —piénsese en la construcción ilegal en una playa o en el uso no autorizado de un camino público—, la propia Administración puede proceder a su recuperación posesoria de manera expedita, sin tener que promover un juicio declarativo largo o un proceso ordinario de desalojo como haría un particular en el ámbito civil. Estos bienes no solo son objeto de protección reforzada por su valor legal, sino también por su significado simbólico para la sociedad: constituyen manifestaciones tangibles de la soberanía y del compromiso del Estado con sus funciones más esenciales. Cualquier vacilación del ordenamiento a la hora de mantener su integridad podría traducirse en una merma de los servicios públicos o del uso colectivo que garantizan. En la praxis, disponer de un procedimiento administrativo expedito para defender el dominio público permite afrontar de forma ágil problemas de invasión, usos abusivos o deterioro. La Administración se sitúa, así, en una posición activa de tutela, si bien bajo la supervisión de los principios constitucionales y de los tribunales, que siempre revisan la legitimidad de la actuación administrativa.
En definitiva, el régimen privilegiado de los bienes dominicales encarna una de las notas típicas del derecho Administrativo, al poner de relieve el poder de autotutela de la Administración y su capacidad de adoptar medidas ejecutivas inmediatas para la defensa de intereses generales. Este esquema se enmarca en la lógica de un régimen exorbitante o “especial” respecto de las reglas del derecho Privado, pues faculta a la Administración para proteger de forma mucho más ágil y contundente unos bienes que, por definición, deben permanecer al servicio de la comunidad. Tal protección, combinada con limitaciones en la disposición y la sujeción a controles jurisdiccionales, evidencia la finalidad última de este régimen: asegurar que los bienes públicos cumplan su función esencial y no se vean debilitados en su afectación al bien común.
X. Régimen procesal privilegiado.
Si algún coterráneo decide entablar un pleito contra la Administración, esta puede contar con ventajas procesales: plazos particulares, reclamaciones previas, un trato algo distinto en materia de embargos. Sin embargo, tal privilegio no es un muro infranqueable: el legislador puede atenuarlo, sobre todo en lo que respecta a entes que se manejan con algo más de autonomía dentro de la Administración. Sucede que, en efecto, la Administración, además de dictar el acto que impone obligaciones o grava derechos al particular, eventualmente puede erigirse simultáneamente en la autoridad que resuelve las eventuales controversias que de dicho acto pudieran surgir en la vía administrativa. En otras palabras, la misma entidad que toma la decisión se reconoce facultada para revisarla internamente —a través de los recursos administrativos— y confirmar, modificar o anular ese acto antes de que el particular pueda acudir a la jurisdicción contencioso-administrativa. Esta duplicación del papel de la Administración (primero como “legislador/decisor”, luego como “juez” de su propia actuación) pone de relieve un rasgo clásico del derecho administrativo: la autotutela, que se prolonga en la función revisora administrativa, generando lo que se califica como “reduplicativa60”.
En estrecha conexión con esta idea, se señalan los privilegios procesales de la Administración, que se evidencian tanto en la fase administrativa como en la judicial. Por un lado, la Administración goza de la facultad de ejecución forzosa de sus propios actos sin necesidad de acudir de inmediato a un juez (lo que se denomina autotutela ejecutiva). Por otro lado, en muchos ordenamientos procesales se observa un trato diferenciado a favor de la Administración, por ejemplo, en el cómputo de plazos, la imposición de costas, la ejecución de sentencias y diversas medidas cautelares. Estas prerrogativas encuentran su justificación teórica en la primacía del interés público y en la necesidad de dotar a la Administración de instrumentos ágiles y eficaces para cumplir sus fines. Sin embargo, desde una perspectiva garantista, son muchas las voces doctrinales que apuntan los desequilibrios que tales privilegios generan en el plano de la igualdad de armas procesales frente al particular61.
En cuanto al supuesto carácter revisor del proceso contencioso-administrativo, la tradicional construcción de este proceso partía de la idea de un control judicial que no sustituía la voluntad de la Administración, sino que se limitaba a fiscalizar la legalidad y, en algunos supuestos, la oportunidad (dentro de los márgenes de la discrecionalidad). En este modelo, el juez contencioso “revisaba” lo actuado por la Administración, pero sin realizar —al menos teóricamente— un juicio pleno de fondo o sustituir de manera exhaustiva la decisión administrativa. En la práctica, el panorama ha ido evolucionando, y muchos tribunales han asumido un escrutinio más intenso, en especial cuando existen derechos fundamentales en juego o cuando se aprecia un ejercicio desproporcionado de la potestad discrecional. No obstante, la concepción de la contienda contenciosa como “proceso revisor” pervive en muchos ordenamientos, imponiendo límites a la eventual plenitud reparatoria y a la posibilidad de que el juez adopte decisiones positivas que reemplacen por completo la resolución administrativa62.
Por último, la deferencia del juez a favor de lo decidido por la autoridad administrativa es una consecuencia natural de ese carácter revisor. Si la Administración goza de un margen de apreciación técnica o discrecional, el juez contencioso-administrativo suele abstenerse de sustituir el criterio administrativo salvo que existan vicios graves de legalidad o infracciones claras de los principios constitucionales o legales. Desde la perspectiva de la teoría de la separación de poderes, se argumenta que una injerencia excesiva del poder judicial en las decisiones administrativas podría desvirtuar la función ejecutiva, que es la competente para configurar y aplicar las políticas públicas. Sin embargo, tal deferencia también puede originar riesgos: cuando se traduce en un control laxo, el particular puede verse desprotegido ante decisiones que, bajo la cobertura de la discrecionalidad, vulneren derechos o incurran en arbitrariedad.
En conjunto, la autotutela reduplicativa, los privilegios procesales y la deferencia judicial forman un entramado que, si bien busca preservar el interés general y la eficacia de la Administración, tiende a favorecer a esta última en la relación con el ciudadano. La justificación normativa se asienta en el postulado de que la Administración sirve fines colectivos y precisa de potestades especiales para cumplir su función. Sin embargo, la crítica doctrinal señala que el mantenimiento de esas ventajas procesales y la reticencia a un control judicial más intensivo pueden desembocar en desequilibrios que, en última instancia, exijan una reformulación de los mecanismos de tutela judicial efectiva y garantías procedimentales. El gran desafío radica, entonces, en armonizar la efectiva protección de los derechos individuales con la agilidad y la eficacia con que la Administración debe atender a la salvaguarda del interés público.
XI. El régimen contractual privilegiado.
El contrato administrativo comparte con otros institutos del derecho administrativo un común denominador que se percibe con nitidez en todos los regímenes jurídicos contemporáneos: la existencia de un régimen propio y singular, alejado de las reglas comunes del derecho privado, aunque inevitablemente entrelazado con ellas, como si ambas realidades jurídicas compartieran una frontera fluida, permeable, pero siempre definida con rigor.
En efecto, en cada contrato administrativo se oculta una particularidad esencial que no puede ser soslayada: la Administración, cuando contrata, no lo hace como un particular más, movida únicamente por el deseo de satisfacer necesidades individuales, sino que, al contrario, despliega sus facultades en nombre de intereses colectivos, generales y trascendentes.
Por eso mismo, el contrato administrativo no está sometido exclusivamente a las reglas civiles o comerciales ordinarias; más bien goza de lo que tradicionalmente se ha denominado “cláusulas exorbitantes” o excepcionales, que no son privilegios gratuitos ni arbitrarios, sino atributos esenciales que permiten a la autoridad administrativa actuar con eficacia en favor del interés público.
Es precisamente esta realidad la que, en derecho comparado, constituye un denominador común y firme, aunque con diversos matices según las particularidades históricas y jurídicas de cada país: la Administración no actúa bajo la órbita estricta del derecho privado cuando contrata, sino que opera dentro de un régimen especial, híbrido y diferenciado, que le permite ejercer prerrogativas particulares como la modificación unilateral, la resolución anticipada, la fiscalización estricta del cumplimiento, o incluso la rescisión unilateral por razones de interés público. Estas prerrogativas serían absolutamente impensables—y hasta ilegítimas—en relaciones jurídicas entre particulares, regidas por los principios clásicos de igualdad contractual y autonomía de la voluntad.
Así, en el derecho comparado contemporáneo—desde Francia hasta Argentina, pasando por Estados Unidos o España—los contratos administrativos siempre han estado revestidos con un estatuto propio y distintivo, no por mero capricho burocrático o por privilegios heredados, sino porque detrás de cada contrato administrativo palpita un mandato claro: garantizar y concretar el interés público. Es este mandato lo que explica, fundamenta y justifica las facultades excepcionales que la Administración ejerce en estos contratos, diferenciándolos claramente de los contratos civiles o comerciales.
Por tanto, lejos de ser una simple excepción o anomalía jurídica, el régimen singular del contrato administrativo expresa una lógica intrínseca al derecho administrativo mismo: la idea profunda y democrática de que el Estado—actuando siempre desde una posición especial, legítima y controlada—tiene no solo el derecho, sino el deber jurídico y ético de perseguir, defender y preservar el interés general, incluso cuando ello suponga ejercer poderes excepcionales o extraordinarios respecto de las reglas ordinarias del derecho privado63.
Así, por ejemplo, aunque en el ordenamiento jurídico estadounidense no exista propiamente un término doctrinal equivalente con exactitud al concepto continental de «cláusulas exorbitantes», lo cierto es que los contratos celebrados por la Administración norteamericana—sea federal, estatal o local—poseen características singulares y específicas que fácilmente podrían encuadrarse en esta noción. Estas particularidades—si bien no siempre reciben un nombre específico en el derecho estadounidense—se revelan con nitidez cuando se examinan, por ejemplo, las amplias potestades unilaterales del gobierno para modificar contratos, rescindir anticipadamente acuerdos por razones de conveniencia pública («termination for convenience»), o suspender unilateralmente obligaciones contractuales ante circunstancias extraordinarias. Son, en efecto, atributos excepcionales que serían impensables—y hasta consideradas injustas o abusivas—en contratos privados regidos exclusivamente por las normas civiles o comerciales ordinarias.
Desde una perspectiva comparativa profunda, estos atributos especiales no son simplemente detalles contractuales menores o privilegios circunstanciales; por el contrario, se presentan claramente como manifestaciones concretas de la posición singular que el Estado norteamericano asume frente a los particulares cuando contrata. En tal sentido, el ordenamiento jurídico de los Estados Unidos reconoce implícitamente—e incluso explícitamente en ciertas regulaciones federales como el Federal Acquisition Regulation(FAR)—que el gobierno goza de prerrogativas inherentes al cumplimiento eficaz del interés público.
Por ello, aunque la doctrina administrativa estadounidense no hable expresamente de «cláusulas exorbitantes», esta noción está profundamente presente bajo otras formas y denominaciones jurídicas, tales como los mencionados contratos con cláusulas de «termination for convenience», o la potestad gubernamental de ajustar unilateralmente las condiciones contractuales en aras del interés general, o de imponer mecanismos de supervisión y control que no encontrarían justificación en relaciones estrictamente privadas. Tales facultades, cuando se analizan comparativamente, coinciden de manera sorprendente—aunque con diferencias históricas y terminológicas específicas—con aquellas «exorbitancias» típicas del Derecho administrativo continental europeo o latinoamericano.
Así, el derecho administrativo estadounidense revela una realidad más cercana a otras tradiciones jurídicas de lo que suele suponerse. Detrás de la aparente diferencia terminológica o doctrinal, se oculta un principio fundamental común a todas las democracias constitucionales contemporáneas: la idea de que, al contratar, la Administración no se coloca en pie de igualdad plena y absoluta con el particular, sino que mantiene una potestad especial y legítima, justificada por la necesidad permanente y esencial de garantizar que las decisiones contractuales sean siempre compatibles con el interés público.
En definitiva, lejos de constituir un régimen aislado o radicalmente diferente, el ordenamiento jurídico estadounidense exhibe—con sus propias formas y palabras—prerrogativas excepcionales que, desde el prisma enriquecedor del derecho comparado, encajan con comodidad y coherencia en lo que otros sistemas jurídicos denominan con claridad explícita «cláusulas exorbitantes».
Con toda seguridad, estas prerrogativas se justifican en la necesidad de salvaguardar el interés público y en la propia noción de sovereignimmunity, que enmarca la relación Estado-contratista de un modo asimétrico en comparación con los contratos privados. Uno de los ejemplos más claros de cláusulas con matiz exorbitante lo encontramos en las Termination for ConvenienceClauses, típicas en la contratación con el gobierno federal. Conforme al régimen instaurado por el Federal Acquisition Regulation (FAR), la Administración puede poner fin de forma unilateral a un contrato —total o parcialmente— cuando así lo requieran consideraciones de interés general, sin que dicha terminación se configure automáticamente como un incumplimiento contractual. El contratista recibe una compensación limitada a los costos incurridos y la ganancia razonable hasta la fecha de terminación, pero no tiene derecho a exigir la continuación del negocio ni a reclamar el lucro cesante en términos amplios como sucedería en el ámbito privado. Esta facultad gubernamental de terminar el contrato sin previa concurrencia de una causa de incumplimiento es un claro exponente de lo que, en otros sistemas, se denominaría “cláusula exorbitante”. Del mismo modo, existen las denominadas Changes Clauses, previstas en diversas secciones del FAR (por ejemplo, FAR 52.243-1 y ss.), que facultan a la Administración para modificar unilateralmente ciertos términos del contrato (especificaciones técnicas, diseño, método de envío, lugar de entrega, entre otros), siempre que tales modificaciones estén dentro del “ámbito razonable” del objeto contractual. El contratista, por su parte, mantiene el derecho a solicitar un ajuste del precio o del plazo de ejecución, pero no puede negarse a la modificación en sí misma, salvo que esta exceda notoriamente lo contratado. Esta capacidad unilateral de alterar las condiciones del contrato sin requerir el consentimiento del cocontratante resulta extraordinaria si la comparamos con los principios generales de la contratación civil o mercantil entre particulares, donde la modificación unilateral con frecuencia se consideraría un incumplimiento.
Otro elemento que refuerza la singularidad de los contratos públicos en Estados Unidos es la limitación de la responsabilidad federal bajo la soberanía. La regla general de sovereignimmunity establece que el Gobierno solo puede ser demandado si expresamente ha consentido en ello (por ejemplo, a través del Tucker Act de 1887). Este consentimiento condiciona y matiza los remedios judiciales disponibles para el contratista. Aun existiendo el derecho a reclamar por incumplimientos gubernamentales, los tribunales federales (en particular, la U.S. Court ofFederal Claims) se rigen por normas específicas que difieren sensiblemente de las aplicables a controversias enteramente privadas. En ciertos casos, el Gobierno no puede ser forzado a cumplir con prestaciones específicas y, en la práctica, el contratista queda limitado a la compensación monetaria autorizada por ley. Esta protección reforzada contrasta con lo que ocurre cuando se litiga contra una empresa privada, pues los jueces civiles sí pueden dictar órdenes o imponer indemnizaciones por una gama más amplia de conceptos.
Asimismo, el régimen de disputes bajo el ContractDisputes Act (CDA) contempla instancias especializadas de resolución de conflictos, como las Boards of Contract Appeals, que conocen de las controversias entre contratistas y agencias federales con un enfoque pensado para equilibrar, hasta cierto punto, la balanza. Sin embargo, subsiste el rasgo básico de que el Gobierno, por su posición de garante del interés público, mantiene un espacio de discrecionalidad y potestades unilaterales inusuales en la contratación privada. Todo ello se traduce en un proceso de reclamación y revisión que refuerza la idea de que la Administración (el “owner” público) no está en un pie de igualdad absoluta con la otra parte.
La racionalidad subyacente a estos privilegios legales y contractuales es la misma que inspira la mayor parte de los regímenes administrativos: el Estado debe poder salvaguardar el interés general sin verse paralizado por las rigideces de las reglas civiles. En Estados Unidos, esta justificación se articula en torno a la necesidad de que los organismos federales —Department of Defense, Department of Transportation, NASA, etc.— ajusten ágilmente sus contratos a las prioridades cambiantes, especialmente cuando pueden verse afectados temas de seguridad nacional, de eficacia en el gasto público o de políticas públicas urgentes.
En conclusión, aunque el derecho estadounidense no cuente con una categoría legal idéntica a la de “cláusula exorbitante” que se maneja en los manuales de Derecho administrativo continental, las Termination for Convenience Clauses, las Changes Clauses, la sovereign immunity y otros privilegios del Gobierno configuran un régimen sui generis que otorga al Poder Público ventajas y facultades unilaterales muy superiores a las de un actor privado común. Estas particularidades han sido matizadas y, en ocasiones, controvertidas por la jurisprudencia y la doctrina, pero se mantienen como piezas claves en la estructura de la contratación pública en los Estados Unidos, justificadas por la preservación del interés nacional y la eficiencia en el servicio público. Son, en definitiva, la manifestación pragmática del mismo fenómeno que, en otros sistemas, se califica de “exorbitancia” y que pone de relieve la brecha entre la contratación administrativa y el Derecho civil de los contratos.
En ese orden de ideas, cabe señalar que, en el derecho administrativo de tradición continental, particularmente en sistemas como el francés o el español, la expresión «cláusulas exorbitantes» o «régimen exorbitante» no constituye simplemente una figura retórica, sino un concepto técnico y doctrinal profundo, cargado de historia jurídica, política y social. Estas cláusulas exorbitantes se manifiestan, precisamente, como prerrogativas excepcionales que la Administración pública ostenta al contratar con particulares. Son potestades que, si bien resultarían inusuales, excesivas e incluso intolerables dentro de un contrato privado ordinario—regido por las reglas civiles del equilibrio, la buena fe y la autonomía absoluta de las partes—, adquieren plena legitimidad cuando aparecen en el contexto del contrato administrativo. En tal ámbito, esas prerrogativas no son fruto del capricho burocrático ni constituyen privilegios injustificados, sino que obedecen a la lógica profunda, democrática y constitucionalmente reconocida del interés público.
De esta forma, la Administración puede modificar unilateralmente las condiciones contractuales, imponer sanciones específicas, fiscalizar permanentemente la ejecución del contrato, intervenir directamente ante incumplimientos, o incluso rescindir anticipadamente un contrato sin necesidad de acuerdo previo, invocando razones superiores de interés general. Estos poderes especiales serían vistos, desde una perspectiva privada, como actos de fuerza desmedida, como ejercicios arbitrarios e intolerables del poder. Pero, en el contrato administrativo, estos mismos poderes se presentan no solo como legítimos, sino necesarios e imprescindibles para garantizar el cumplimiento del fin último que justifica la existencia misma del Estado democrático: el bienestar colectivo, el bien común, el interés público.
Por ello, la doctrina administrativa continental ha enfatizado tradicionalmente el carácter «exorbitante» de estas cláusulas o del régimen especial en que se encuadran los contratos administrativos. Este término, heredero de una tradición jurídica marcada por la centralización monárquica y la posterior evolución democrática del Estado, encapsula la realidad de una relación jurídica claramente asimétrica, en la cual la Administración pública no solo puede, sino que debe ostentar una posición dominante—siempre sometida al estricto control jurisdiccional posterior—para asegurar que la ejecución del contrato sirva efectivamente a los fines superiores para los cuales ha sido celebrado.
En ese orden de ideas, cabe señalar que resulta ampliamente conocido el ya célebre debate suscitado sobre el particular entre los Dres. Juan Carlos Cassagne y Héctor Mairal (en Cassagne, Juan C., Un intento doctrinario infructuoso: el rechazo de la figura del contrato administrativo, ED, 180-773; La delimitación de la categoría del contrato administrativo [Réplica a un ensayo crítico], ED, 181-942; Mairal, Héctor, De la peligrosidad o inutilidad de una teoría general del contrato administrativo, ED, 179-655; El aporte a la crítica de la evolución del derecho administrativo, ED, 180-849). Efectivamente, en la doctrina argentina, si bien algunos autores han cuestionado la existencia y autonomía conceptual del contrato administrativo, debe estarse inequívocamente a favor la postura que lo reconoce y sistematiza.
Cabe agregar que se han formulado criterios para determinar la caracterización de un contrato como administrativo. La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha transitado diversas etapas en la adopción y consolidación de estos criterios. Al respecto, resultan de lectura indispensable los estudios del profesor Pedro J. J. Coviello, especialmente La teoría general del contrato administrativo a través de la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, 130 años de la Procuración del Tesoro de la Nación –1863-1993– (pág. 120 y ss.) y El contrato administrativo en la jurisprudencia de la Corte Suprema de la Nación, en AA. VV., Contratos administrativos, Jornadas organizadas por la Universidad Austral, Facultad de Derecho, Ciencias de la Administración, 2000 (pág. 83 y ss.). De la lectura de estas fuentes se advierte la consolidación de un elemento teleológico, la “causa-fin”, como decisivo para desentrañar la naturaleza administrativa de determinados contratos: si la contratación se orienta de forma directa e inmediata a la realización de un fin público, ello inclina la balanza a calificarla como administrativa y, por ende, a someterla a un régimen exorbitante.
En ese orden de ideas, cabe remarcar que la importancia de la cuestión se traduce en la atribución a la Administración de potestades que no podrían ejercerse en un contrato regido por el Derecho privado (entre otras, la posibilidad de imponer modificaciones unilaterales, rescindir el contrato sin necesidad de consentimiento de la contraparte o imponer sanciones de manera directa).
Así, el disenso entre Cassagne y Mairal trasciende lo meramente conceptual y se proyecta en la práctica: la asunción de una u otra postura influye en la forma de redactar los pliegos, definir las potestades de la Administración, prever los derechos de los contratistas y, en definitiva, en la eficacia y el grado de seguridad jurídica que puedan ofrecer estos instrumentos. De tal manera que, mientras algunos se aferran a la categoría del contrato administrativo como núcleo ordenador de la contratación pública, otros prefieren dejar este concepto bajo un manto de prudente relatividad. El punto de confluencia radica en reconocer que, allí donde el Estado actúa investido de su imperium, se produce un desequilibrio contractual que justifica las cláusulas exorbitantes para garantizar el cumplimiento de los fines de interés general. Cuidar, no obstante, que esas prerrogativas no deriven en arbitrariedad o excesos, constituye el desafío principal del régimen jurídico que rige la contratación estatal.
Es conocido que de todos los criterios apuntados por la doctrina y la jurisprudencia, la “causa-fin” se erige como el elemento diferenciador fundamental. Es decir, la finalidad pública, estrechamente ligada a la prestación a cargo del cocontratante privado (sobre todo en los llamados contratos de colaboración), representaría el rasgo que permite distinguir entre la función administrativa y la actividad industrial o comercial que también puede ejercer el Estado. Este criterio ha sido refrendado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación como uno de los principales elementos definitorios de la contratación administrativa. Precisamente, esa finalidad de interés público inmediata y sustancial sitúa a los contratos administrativos bajo un régimen jurídico predominantemente público en lo referente a su ejecución, cumplimiento y extinción. Los distingue de aquellas contrataciones de la Administración que se rigen parcialmente por el derecho privado o, incluso, se encuentran absolutamente reguladas por normas civiles o comerciales cuando el objeto no reviste carácter público. En estos últimos supuestos, la Administración carece de las facultades de poder público propias del régimen jurídico exorbitante, que sí resultan aplicables a los contratos administrativos.
La discusión sobre el papel de la “causa-fin” como criterio definitorio de los contratos administrativos gira en torno a la idea de que, cuando el Estado celebra un contrato, su motivación o finalidad (fin público) marca una diferencia con la contratación entre particulares, regida por un fin estrictamente privado. En la doctrina argentina, esa finalidad pública inmediata se ha propuesto como un criterio esencial para delimitar la naturaleza administrativa de la contratación.
Ahora bien, tengo para mí que esa contemplación no da cuenta de que, en rigor de verdad, el Estado, en su actuación, no podría en ningún caso suscribir un contrato que no persiga —al menos formalmente— un interés público o que se aparte del mismo, porque tal desvío implicaría directamente una desviación de poder. Esto significaría que no existiría nunca un “contrato estatal con finalidad privada” en sentido estricto, toda vez que el ordenamiento no lo tolera. Por tanto, el énfasis en la causa-fin sería casi redundante: si el Estado no puede, por definición constitucional y legal, apartarse del bien común, no tiene sentido subrayar ese elemento para diferenciar contratos administrativos de otro tipo de contratos estatales.
En ese orden de ideas, corresponde hacer notar que quien contrata con la Administración, en efecto, sabe que se somete a un régimen con prerrogativas excepcionales (modificación unilateral, sanciones, rescisión unilateral, etc.). Estas facultades se justifican porque el Estado defiende un interés general y no puede quedar “maniatado” por las reglas del Derecho privado cuando debe responder ágilmente a necesidades colectivas. Sin embargo, para que exista esa exorbitancia de forma legítima, el contrato debe conectar de manera efectiva con el fin público. De lo contrario, se estaría legitimando un privilegio excesivo o injustificado en favor de la Administración, cuando, en realidad, no hay un interés colectivo que tutelar.
En el marco de ese régimen público para los contratos administrativos, un rasgo definitorio es la presencia de potestades especiales a favor de la Administración durante la vigencia del contrato. Dichas prerrogativas pueden emanar tanto de la normativa general (en cuyo caso se manifiestan como potestades típicas) como del propio contrato. Surge aquí la conocida asimetría entre la Administración y el particular, dado que la primera ostenta una posición de supremacía jurídica frente al cocontratante, quien se ve sujeto a condiciones y obligaciones que, en un plano de igualdad estrictamente civil, serían inviables. La justificación de estas potestades descansa en la finalidad de interés público que inspira el contrato administrativo), así como en la relación inmediata que mantiene con dicho fin. Recordemos que el Estado, como garante del bien común (justicia distributiva), conserva un rol prioritario en la satisfacción de las necesidades colectivas, mientras que el contratista persigue fines particulares.
Las llamadas “cláusulas exorbitantes” son la manifestación de estas prerrogativas excepcionales en el texto contractual. Se trata de estipulaciones que, de encontrarse entre particulares, podrían considerarse incluso abusivas desde la óptica del derecho privado. En cambio, en un contrato administrativo resultan lícitas y habituales, por cuanto el Estado porta un poder jurídico y una misión de servicio público que legitiman dichas cláusulas. De allí que se configure una suerte de régimen contractual privilegiado, con potestades como las de inspección y dirección, modificación unilateral, sanción y rescisión unilateral. Lo relevante es que la Administración puede adoptar decisiones de manera unilateral y ejecutoria —en general, sin intervención judicial previa— sobre aspectos como la interpretación y perfección del contrato, el ajuste de las prestaciones, la imposición de sanciones ante eventuales incumplimientos y la extinción anticipada del vínculo. El cocontratante, por su parte, se ve compelido a cumplir de inmediato las órdenes de la Administración y solo puede impugnarlas judicialmente en forma posterior.
Ahora bien, dada la evolución del Derecho Administrativo en la Argentina, hoy no podemos reducir el rol del contratista privado a la figura de un simple “súbdito”. El particular aparece como verdadero colaborador en la consecución de los fines públicos, especialmente en los denominados contratos de colaboración, donde la inversión privada resulta indispensable para la realización de obras o la prestación de servicios de gran envergadura. A partir de ello, se plantea la necesidad de modernizar y equilibrar el régimen jurídico exorbitante para adaptarlo a la creciente participación del sector privado en proyectos de interés general, sin menoscabar la finalidad pública ni el principio de legalidad que rige la actuación administrativa.
En conclusión, la exorbitancia de las potestades en los contratos administrativos encuentra su razón de ser en la persecución del interés público, eje esencial del Derecho Administrativo. Sin embargo, la creciente profesionalización y participación del sector privado en la tarea de satisfacer necesidades colectivas demanda un proceso de actualización y equilibrio: el Estado debe conservar sus potestades indelegables para realizar el bien común, pero éstas han de ejercerse de manera proporcional, sujeta a garantías y controles que permitan a los particulares desarrollar sus aportes con la previsibilidad y la protección adecuada. De este modo, se forja un régimen jurídico que, sin desconocer el principio de legalidad ni la supremacía del interés general, avanza hacia fórmulas más acordes a la realidad económica y social de nuestro tiempo.
- La sustantividad del régimen administrativo refleja la particularidad de las relaciones jurídicas en las que el Estado es parte, orientadas a garantizar la ejecución de políticas públicas, la protección del interés colectivo y la realización del Bien Común mediante principios de justicia distributiva, una concepción que encuentra sustento en la teoría del derecho público tanto internacional como local. Peter Cane, en Administrative Law (5th ed., Oxford: Oxford University Press, 2011), argumenta que el derecho administrativo, por su naturaleza exorbitante, se estructura en torno a principios sustantivos que limitan la discrecionalidad estatal y priorizan el interés colectivo, diferenciándolo del derecho privado, donde predomina la autonomía de la voluntad. Carol Harlow y Richard Rawlings, en Law and Administration (3rd ed., Cambridge: Cambridge University Press, 2009), complementan esta idea al señalar que el derecho administrativo debe responder al Bien Común a través de una interpretación que equilibre la autoridad pública con los derechos individuales, un enfoque que enfatiza su función distributiva. Paul P. Craig, en “The Nature of Reasonableness Review” (Current Legal Problems, vol. 66, núm. 1, 2013, pp. 131-168), profundiza en cómo la razonabilidad sustantiva guía las decisiones administrativas para proteger el interés colectivo frente a la arbitrariedad. En el ámbito argentino, Rodolfo Barra, en Derecho Administrativo y Bien Común (Buenos Aires: Ábaco de Rodolfo Depalma, 2003), sostiene que el derecho administrativo debe ser entendido como un instrumento del Estado para la realización del Bien Común, destacando la sujeción positiva del poder público a la ley como un principio fundamental que asegura la justicia distributiva en las relaciones administrativas. Asimismo, Juan Carlos Cassagne, en Derecho Administrativo (2 tomos, 10ª ed., Buenos Aires: LexisNexis, 2016), argumenta que la sustantividad del derecho administrativo radica en su capacidad de articular principios de equidad y Bien Común, diferenciándose del derecho privado por su finalidad pública. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta sustantividad se observa en Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 (1984), donde la Corte Suprema estableció un marco de deferencia que exige que las agencias actúen dentro de principios sustantivos de razonabilidad y Bien Común, limitando su discrecionalidad. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema aplicó esta visión en M., M. A. c/ Provincia de Buenos Aires s/ amparo (Fallo 341:1699, 2018), asegurando que las políticas públicas de salud se ajusten a principios de justicia distributiva al garantizar el acceso a medicamentos, reflejando la sujeción del Estado al Bien Común. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha enfatizado esta sustantividad en Caso Acevedo Buendía y otros v. Perú (2009), exigiendo al Estado políticas públicas efectivas para el acceso a la justicia (artículo 25 de la Convención Americana), alineadas con el interés colectivo. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha adoptado este enfoque en Hatton y otros v. Reino Unido (2003), equilibrando las políticas públicas de desarrollo con el derecho a la vida privada (artículo 8 del Convenio Europeo), asegurando que las decisiones administrativas reflejen principios de justicia distributiva. ↩︎
- La sustantividad de los contratos administrativos, como ejemplo paradigmático del derecho público, que trasciende las formalidades del derecho privado para alinearse con el Bien Común encuentra fundamento teórico en la doctrina contemporánea del derecho administrativo. Peter Cane, en Administrative Law (5th ed., Oxford: Oxford University Press, 2011), argumenta que los contratos administrativos reflejan una relación pública esencial debido a la sujeción del Estado a principios sustantivos como la transparencia y la igualdad, que garantizan el interés colectivo por encima de intereses particulares. Carol Harlow y Richard Rawlings, en Law and Administration (3rd ed., Cambridge: Cambridge University Press, 2009), complementan esta idea al señalar que la naturaleza pública de estos contratos radica en su finalidad distributiva y en la supervisión judicial que asegura su conformidad con valores de justicia distributiva. En el ámbito argentino, Rodolfo Barra, en Derecho Administrativo y Bien Común (Buenos Aires: Ábaco de Rodolfo Depalma, 2003), subraya que los contratos administrativos, aunque adoptan formas privadas, están regidos por principios de interés público como la no discriminación y la proporcionalidad, reflejando la responsabilidad del Estado hacia el Bien Común. Juan Carlos Cassagne, en Derecho Administrativo (2 tomos, 10ª ed., Buenos Aires: LexisNexis, 2016), añade que esta sustantividad se deriva de la sujeción positiva del sujeto público a la ley, diferenciándolos radicalmente de las relaciones privadas basadas en la autonomía de la voluntad. En el derecho federal de los Estados Unidos, este principio se observa en United States v. Winstar Corp., 518 U.S. 839 (1996), donde la Corte Suprema reconoció la naturaleza pública de contratos administrativos con instituciones financieras, exigiendo que se ajustaran a principios de equidad y transparencia para proteger el interés colectivo, más allá de términos contractuales privados. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema aplicó esta visión en Pérez, Miguel Ángel c/ Estado Nacional s/ sumario (Fallo 338:252, 2015), donde revisó un contrato administrativo para asegurar su alineación con principios de proporcionalidad y transparencia, evitando arbitrariedad en la administración pública. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha abordado esta sustantividad en Caso de la Comunidad Indígena Yakye Axa v. Paraguay (2005), interpretando acuerdos administrativos con comunidades indígenas bajo el artículo 21 de la Convención Americana, exigiendo que reflejen la igualdad y el Bien Común. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha considerado esta dimensión en Association of General Practitioners v. Denmark (1989), donde supervisó contratos administrativos en el sector salud para asegurar que respetaran principios de no discriminación y proporcionalidad (artículo 14 del Convenio Europeo). ↩︎
- La sustantividad del derecho administrativo, como subraya el texto, que distingue las relaciones públicas del marco negocial privado y protege el Bien Común mediante principios como la igualdad y la transparencia, encuentra respaldo en la doctrina internacional y local. Peter Cane, en Administrative Law (5th ed., Oxford: Oxford University Press, 2011), argumenta que las entidades públicas, al no operar en el mercado, están sujetas a principios exorbitantes que garantizan el interés colectivo, como en el caso hipotético de una adjudicación arbitraria de contratos públicos, donde se vulneraría la justicia distributiva. Carol Harlow y Richard Rawlings, en Law and Administration (3rd ed., Cambridge: Cambridge University Press, 2009), refuerzan esta idea al destacar que los procedimientos de licitación reflejan la sujeción positiva del Estado al Bien Común, evitando agravio constitucional. En el ámbito argentino, Rodolfo Barra, en Derecho Administrativo y Bien Común (Buenos Aires: Ábaco de Rodolfo Depalma, 2003), sostiene que la adjudicación sin licitación vulnera derechos colectivos al privar a los ciudadanos de participación igualitaria en los fondos públicos. Juan Carlos Cassagne, en Derecho Administrativo (2 tomos, 10ª ed., Buenos Aires: LexisNexis, 2016), añade que los contratos administrativos, por su esencia pública, deben respetar la transparencia y la no discriminación. En el derecho federal de los Estados Unidos, United States v. Winstar Corp., 518 U.S. 839 (1996), la Corte Suprema revisó contratos administrativos para asegurar su alineación con principios de equidad y Bien Común, evitando arbitrariedad. En España, el Tribunal Supremo en Sentencia de 15 de julio de 2010 (Recurso 223/2008) anuló un contrato público por falta de procedimiento competitivo, aplicando el principio de igualdad (Ley 30/1992, art. 23). En Francia, el Consejo de Estado en CE, 13 juillet 1962, Syndicat général des fabricants de semoule de France, anuló una decisión administrativa por vulnerar la igualdad de acceso a contratos públicos (Código de Contratación Pública). En Alemania, el Bundesverfassungsgericht en BVerfG, 2 BvR 1476/03, 13 de octubre de 2004, garantizó la proporcionalidad en licitaciones públicas, protegiendo el Bien Común. ↩︎
- En efecto, el control de razonabilidad no es un simple criterio técnico, sino una herramienta clave para asegurar que las decisiones gubernamentales sean coherentes, proporcionadas y respetuosas de los derechos individuales. Su finalidad es evitar que la autoridad actúe de manera arbitraria, exigiendo que toda medida tenga una justificación legítima y guarde una relación razonable entre los medios empleados y los fines perseguidos. En este marco, el acto hipotético del Presidente no solo sería cuestionable desde una perspectiva política o ética, sino que además resultaría abiertamente inconstitucional. Al vulnerar principios fundamentales como la igualdad, la proporcionalidad y la transparencia en la gestión pública, dicho acto se apartaría de las exigencias de un Estado de Derecho, comprometiendo la confianza de los ciudadanos en la administración y debilitando el orden institucional. Así, bajo el control de razonabilidad, cualquier decisión del Ejecutivo que carezca de justificación suficiente, afecte derechos fundamentales sin una causa legítima o genere desigualdades arbitrarias, podría ser declarada inconstitucional. En definitiva, el principio de razonabilidad no es solo un límite al poder, sino una garantía para la ciudadanía de que el derecho no será utilizado como un instrumento de abuso, sino como un marco que protege la equidad y la justicia. Véase: Paul P. Craig, en Administrative Law (7th ed., London: Sweet & Maxwell, 2012), argumenta que la razonabilidad es un estándar sustantivo que permite a los tribunales controlar la arbitrariedad administrativa, asegurando la proporcionalidad y la protección de derechos fundamentales. Carol Harlow y Richard Rawlings, en Law and Administration (3rd ed., Cambridge: Cambridge University Press, 2009), destacan que este principio refuerza la transparencia y la confianza en la administración pública, especialmente en casos de adjudicaciones arbitrarias como el hipotético del Presidente. En el derecho argentino, Juan Carlos Cassagne, en Derecho Administrativo (2 tomos, 10ª ed., Buenos Aires: LexisNexis, 2016), sostiene que el control de razonabilidad es un mecanismo constitucional para garantizar la justicia distributiva. En el derecho federal de los Estados Unidos, Motor Vehicle Manufacturers Association v. State Farm Mutual Automobile Insurance Co., 463 U.S. 29 (1983), la Corte Suprema invalidó una regulación administrativa por falta de razonabilidad, exigiendo que las decisiones públicas respeten estándares de equidad y transparencia. En España, el Tribunal Constitucional en Sentencia 45/1989, de 20 de febrero, anuló un acto administrativo por arbitrariedad, aplicando el principio de razonabilidad (artículo 9.3 de la Constitución Española). En Francia, el Consejo de Estado en CE, 28 mai 1954, Barel, anuló una decisión administrativa por falta de razonabilidad al excluir candidatos por motivos políticos, violando la igualdad (Código de Contratación Pública). En Alemania, el Bundesverfassungsgericht en BVerfG, 1 BvR 596/89, 8 de octubre de 1991, invalidó un acto administrativo por desproporcionalidad, protegiendo la igualdad (artículo 3 de la Grundgesetz). ↩︎
- La presencia de las prérogatives de puissance publique como núcleo del régime exorbitant del derecho administrativo, orientado a satisfacer el interés general se fundamenta en el análisis comparado del derecho público. Jean Rivero y Jean Waline, en Droit administratif (22ª ed., París: Dalloz, 2012), describen estas prerrogativas como potestades unilaterales que permiten a la Administración actuar en favor del interés público, rebasando los principios del derecho privado y configurando un régimen exorbitante esencial para los fines estatales. Peter Cane, en Administrative Law (5th ed., Oxford: Oxford University Press, 2011), complementa esta idea al señalar que estas prerrogativas reflejan la naturaleza excepcional del derecho administrativo, diseñada para proteger el Bien Común frente a la autonomía negocial privada. En el ámbito español, Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, en Curso de Derecho Administrativo (18ª ed., Madrid: Civitas, 2013), destacan que estas potestades, como la autotutela y la autotexia, son inherentes a la Administración para cumplir fines públicos. En Alemania, Otto Mayer, en Deutsches Verwaltungsrecht (3 vols., 3ª ed., Múnich: C.H. Beck, 1924), subraya que las prerrogativas administrativas, como la potestad sancionadora, son esenciales para la realización del interés general, un principio que el Bundesverfassungsgericht ha ratificado. En el derecho federal de los Estados Unidos, Federal Trade Commission v. Ruberoid Co., 343 U.S. 470 (1952), la Corte Suprema reconoció prerrogativas administrativas de la FTC para imponer sanciones, justificándolas por el interés público. En el derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en Caso Velásquez Rodríguez v. Honduras (1988) supervisó prerrogativas estatales para garantizar el interés público, limitándolas por derechos humanos (artículo 4 de la Convención Americana). La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) en James v. United Kingdom (1986) aceptó prerrogativas unilaterales en expropiaciones (artículo 1 del Protocolo 1), siempre que fueran proporcionales al interés general. En España, Sentencia del Tribunal Supremo, 12 de noviembre de 2009 (Recurso 124/2008) anuló un acto por abuso de prerrogativas. En Francia, CE, 6 décembre 1907, Terrier, validó la potestad unilateral en contratos públicos. En Alemania, BVerfG, 2 BvR 155/03, 19 de octubre de 2004, limitó prerrogativas por proporcionalidad. ↩︎
- La presencia de prerrogativas exorbitantes no exclusivas del derecho administrativo continental, como señala el texto, y su desarrollo en el constitucionalismo de los Estados Unidos mediante facultades amplias de la Administración sujetas a supervisión judicial, encuentra respaldo en la doctrina comparada del derecho público. Peter Cane, en Administrative Law (5th ed., Oxford: Oxford University Press, 2011), argumenta que estas prerrogativas, aunque más marcadas en sistemas continentales, también caracterizan a las agencias federales estadounidenses, permitiendo una acción unilateral en interés público bajo el control judicial. Carol Harlow y Richard Rawlings, en Law and Administration (3rd ed., Cambridge: Cambridge University Press, 2009), complementan esta visión al destacar que estas potestades reflejan una excepcionalidad administrativa, equilibrada por principios constitucionales. Cane, Peter. Administrative Law. 5th ed. Oxford: Oxford University Press, 2011. Harlow, Carol, y Richard Rawlings. Law and Administration. 3rd ed. Cambridge: Cambridge University Press, 2009. Craig, Paul P. Administrative Law. 7th ed. London: Sweet & Maxwell, 2012. Daintith, Terence, y Alan Page. The Executive in the Constitution: Structure, Autonomy, and Internal Control. Oxford: Oxford University Press, 1999. Stewart, Richard B. Administrative Law in the Twenty-First Century. New York: New York University Press, 2003.
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- La postura laxa de la Corte Suprema de los Estados Unidos respecto a la delegación legislativa, siempre que se cumpla un “intelligible principle” refleja una evolución del derecho administrativo estadounidense que valida prerrogativas exorbitantes análogas a las de los sistemas continentales, sujetas a supervisión judicial. Peter Cane, en Administrative Law (5th ed., Oxford: Oxford University Press, 2011), señala que las agencias federales, como la Environmental Protection Agency (EPA), ejercen poderes regulatorios amplios mediante leyes habilitantes (enabling acts), un fenómeno que Richard B. Stewart, en “The Reformation of American Administrative Law” (Harvard Law Review, vol. 88, núm. 8, 1975, pp. 1667-1813), describe como una delegación de facto legislativa con fuerza de ley, equilibrada por la doctrina del “intelligible principle”. Cass R. Sunstein, en “Nondelegation Canons” (University of Chicago Law Review, vol. 67, núm. 2, 2000, pp. 315-343), explora cómo esta doctrina, establecida en J.W. Hampton, Jr. & Co. v. United States, 276 U.S. 394 (1928), permite al Congreso delegar poderes al Ejecutivo siempre que se definan pautas claras, un estándar reafirmado en Whitman v. American Trucking Assns., 531 U.S. 457 (2001), donde la Corte validó la delegación a la EPA para regular la calidad del aire, exigiendo un principio inteligible para evitar transferencias irrestrictas. Esta postura ha permitido a las agencias desarrollar un poder regulador significativo, comparable a las prerrogativas exorbitantes continentales.
[^1]: Los casos Lucia v. Securities and Exchange Commission, 585 U.S. 237 (2018), y SEC v. Jarkesy, 144 S. Ct. 2117 (2024), ilustran la evolución y los límites de las prerrogativas administrativas de las agencias federales en los Estados Unidos, destacando su capacidad para sancionar y regular de manera unilateral, siempre bajo el escrutinio del debido proceso y la delegación legislativa. En Lucia, la Corte Suprema, mediante una opinión de la Jueza Kagan, resolvió por 7-2 que los jueces administrativos de la SEC (ALJs) son “oficiales inferiores” (inferior officers) sujetos a la Cláusula de Nombramientos (Artículo II, Sección 2, Cláusula 2), requiriendo su designación por el Presidente o un jefe de departamento, tras determinar que ejercen autoridad significativa al conducir audiencias y emitir sanciones. Este fallo, que invalidó el nombramiento previo por personal de la SEC, subrayó la necesidad de un debido proceso robusto, pero no cuestionó directamente la potestad sancionadora de las agencias, como la SEC, la FTC o la EPA, para imponer multas sin intervención judicial previa, siempre que exista revisión judicial ulterior, como se reconoció en Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission, 430 U.S. 442 (1977). Richard B. Stewart, en “The Reformation of American Administrative Law” (Harvard Law Review, vol. 88, núm. 8, 1975, pp. 1667-1813), describe esta práctica como una delegación de facto que otorga a las agencias un poder regulador significativo, comparable a la autotutela continental. En SEC v. Jarkesy, decidido por 6-3 el 27 de junio de 2024, la Corte, con opinión del Juez Roberts, fue más allá, invalidando la potestad de la SEC para imponer sanciones civiles en procedimientos administrativos internos, argumentando que viola el Séptimo Enmienda al negarle a Jarkesy un juicio con jurado por fraudes financieros, y cuestionando la delegación legislativa excesiva bajo la non-delegation doctrine. Cass R. Sunstein, en “Nondelegation Canons” (University of Chicago Law Review, vol. 67, núm. 2, 2000, pp. 315-343), sugiere que esta decisión podría restringir las prerrogativas de agencias, aunque la narrativa oficial la presenta como un refuerzo del debido proceso, algunos críticos, como los disidentes (Sotomayor, Kagan, Jackson), advierten que podría debilitar la eficacia regulatoria. Otros casos como Humphrey’s Executor v. United States, 295 U.S. 602 (1935), validaron la autonomía de las agencias, mientras que Lucia v. SEC (2018) y Jarkesy reflejan un creciente escrutinio sobre su legitimidad, equilibrando poder administrativo con garantías constitucionales. ↩︎ - La capacidad de las agencias federales estadounidenses, como la Securities and Exchange Commission (SEC) y la Federal Trade Commission (FTC), para investigar y sancionar infracciones administrativas sin intervención judicial previa, como señala el texto, refleja una prerrogativa administrativa que ha sido ampliamente aceptada por la Corte Suprema, siempre que se respete el debido proceso (due process) de la Quinta y la Decimocuarta Enmienda. Cass R. Sunstein, en “Nondelegation Canons” (University of Chicago Law Review, vol. 67, núm. 2, 2000, pp. 315-343), argumenta que esta potestad sancionadora, comparable a la autotutela de otros sistemas, permite a las agencias actuar como “juez y parte”, pero debe garantizarse un control judicial a posteriori para evitar abusos. Richard B. Stewart, en “The Reformation of American Administrative Law” (Harvard Law Review, vol. 88, núm. 8, 1975, pp. 1667-1813), analiza cómo las agencias han desarrollado procedimientos internos que incluyen multas y medidas correctivas, equilibrados por el debido proceso y la revisión judicial. En Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission, 430 U.S. 442 (1977), la Corte Suprema reconoció la constitucionalidad de los procedimientos sancionadores administrativos, sosteniendo que no es necesario un juicio con jurado para imponer multas, siempre que se respete el debido proceso administrativo y exista la posibilidad de revisión judicial ulterior. Asimismo, en Humphrey’s Executor v. United States, 295 U.S. 602 (1935), la Corte validó la autonomía de las agencias para sancionar, al permitir la existencia de comisionados independientes protegidos contra la destitución arbitraria, asegurando su imparcialidad. Más recientemente, Lucia v. SEC, 138 S. Ct. 2044 (2018), la Corte exigió que los jueces administrativos de la SEC sean nombrados conforme a la Cláusula de Nombramientos (artículo II, sección 2, cláusula 2), protegiendo el debido proceso en procedimientos sancionadores. Estos casos ilustran cómo las agencias federales, como sugiere el texto, ejercen prerrogativas sancionadoras significativas, análogas a la autotutela, equilibradas por el debido proceso y la supervisión judicial. ↩︎
- La facultad del Presidente de los Estados Unidos de emitir órdenes ejecutivas (executive orders), con efectos significativos pero subordinados a las leyes del Congreso y la autoridad inherente del Artículo II de la Constitución representa una prerrogativa administrativa unilateral que, aunque no equivale al régime exorbitant continental, refleja un poder ejecutivo comparable, sujeto a supervisión judicial. Harold H. Bruff, en “Presidential Power and Administrative Rulemaking” (Yale Law Journal, vol. 88, núm. 3, 1979, pp. 451-502), argumenta que estas órdenes, fundamentadas en leyes existentes o en la autoridad ejecutiva inherente, permiten al Presidente dirigir la administración federal, pero su validez depende del marco constitucional. Cass R. Sunstein, en “Nondelegation Canons” (University of Chicago Law Review, vol. 67, núm. 2, 2000, pp. 315-343), señala que esta delegación implícita ha sido tolerada por la Corte Suprema, siempre que no colisione con las atribuciones congresionales, un principio que se remonta a Youngstown Sheet & Tube Co. v. Sawyer, 343 U.S. 579 (1952), donde la Corte, por 6-3, declaró inconstitucional la orden ejecutiva del Presidente Truman de incautar acerías durante la Guerra de Corea, al faltarle autorización legislativa explícita, reafirmando los límites del Artículo II. Más recientemente, Trump v. Hawaii, 585 U.S. 667 (2018), validó una orden ejecutiva de prohibición de viaje (travel ban), pero solo tras encontrar un fundamento en la autoridad congresional (8 U.S.C. § 1182(f)) y tras un escrutinio estricto del debido proceso, ilustrando cómo la Corte equilibra estas prerrogativas con principios constitucionales. Richard B. Stewart, en “The Reformation of American Administrative Law” (Harvard Law Review, vol. 88, núm. 8, 1975, pp. 1667-1813), describe este poder como una extensión de la autoridad ejecutiva, análoga a las prerrogativas administrativas, pero restringida por la separación de poderes. Otros casos como United States v. Nixon, 418 U.S. 683 (1974), limitaron las órdenes ejecutivas al denegar a Nixon la inmunidad absoluta, subrayando que el Ejecutivo no puede actuar unilateralmente contra derechos fundamentales. Estos fallos demuestran cómo las órdenes ejecutivas operan como un poder unilateral validado judicialmente, siempre que respeten los límites constitucionales y la voluntad congressional. ↩︎
- La doctrina de la Chevron deference, establecida en Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837 (1984), constituye un pilar fundamental del derecho administrativo estadounidense, fortaleciendo las prerrogativas de las agencias federales al permitirles interpretar leyes habilitantes ambiguas. En Chevron, la Corte Suprema, por decisión unánime escrita por el Juez Stevens, adoptó un estándar de deferencia en dos pasos: primero, determinar si la intención del Congreso es clara; si no lo es, deferir a la interpretación de la agencia siempre que sea razonable, un fallo que validó la interpretación de la EPA sobre la Clean Air Act. Cass R. Sunstein, en “Chevron Step Zero” (Virginia Law Review, vol. 92, núm. 2, 2006, pp. 187-249), argumenta que esta deferencia amplió significativamente la autonomía de las agencias para moldear la política pública, permitiéndoles actuar con un margen de discrecionalidad comparable a las prerrogativas exorbitantes continentales, aunque sujeta a supervisión judicial. La Corte refinó esta doctrina en National Cable & Telecommunications Ass’n v. Brand X Internet Services, 545 U.S. 967 (2005), donde, por 6-3, permitió a la FCC revocar interpretaciones judiciales previas al clasificar servicios de internet, sosteniendo que las agencias pueden reinterpretar leyes ambiguas sin que prevalezcan decisiones judiciales anteriores, una extensión que, según Richard B. Stewart en “The Reformation of American Administrative Law” (Harvard Law Review, vol. 88, núm. 8, 1975, pp. 1667-1813), refuerza la capacidad de las agencias para adaptarse a nuevas realidades regulatorias. Sin embargo, el debate sobre la Chevron deference persiste, como analiza Adrian Vermeule en “Chevron’s Burden” (Yale Law Journal, vol. 130, núm. 6, 2021, pp. 1412-1469), quien destaca críticas contemporáneas que cuestionan si otorga excesiva autonomía a las agencias, un debate intensificado por decisiones recientes como West Virginia v. EPA, 142 S. Ct. 2587 (2022), donde la Corte limitó la autoridad de la EPA para regular emisiones bajo la major questions doctrine, sugiriendo un retroceso en la deferencia tradicional. ↩︎
- La coexistencia del rule of law con un régimen exorbitante en el derecho administrativo estadounidense refleja un equilibrio entre la supremacía de la ley, la igualdad ante ella y el control judicial, que no contradice las prerrogativas administrativas, sino que las presupone como parte integral del sistema. Richard H. Fallon Jr., en “The Rule of Law as a Concept in Constitutional Discourse” (Columbia Law Review, vol. 97, núm. 1, 1997, pp. 1-56), argumenta que el rule of law en los Estados Unidos incluye no solo la igualdad ante la ley y el control judicial, sino también la capacidad de las agencias federales para actuar bajo prerrogativas delegadas, siempre que se respeten los límites constitucionales, un equilibrio que permite un régimen administrativo eficiente sin sacrificar los principios del estado de derecho. Cass R. Sunstein, en “Chevron Step Zero” (Virginia Law Review, vol. 92, núm. 2, 2006, pp. 187-249), destaca que la Chevron deference, establecida en Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837 (1984), ilustra este principio al permitir a las agencias interpretar leyes ambiguas, fortaleciendo su autonomía regulatoria bajo el control judicial, lo que refleja un régimen exorbitante integrado al rule of law. En Humphrey’s Executor v. United States, 295 U.S. 602 (1935), la Corte Suprema validó la autonomía de las agencias independientes al proteger a sus comisionados de destituciones arbitrarias, reconociendo que estas prerrogativas no violan el rule of law si se alinean con la separación de poderes y el debido proceso. Asimismo, Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission, 430 U.S. 442 (1977), permitió a las agencias imponer sanciones administrativas sin jurado, siempre que se garantice el debido proceso y la revisión judicial, mostrando que el rule of law no prohíbe, sino que regula, las prerrogativas administrativas. Más recientemente, SEC v. Jarkesy, 144 S. Ct. 2117 (2024), limitó las sanciones administrativas de la SEC al exigir un juicio con jurado bajo el Séptimo Enmienda, evidenciando cómo el control judicial, pilar del rule of law, modula estas prerrogativas para evitar excesos, un punto que Adrian Vermeule analiza en “Chevron’s Burden” (Yale Law Journal, vol. 130, núm. 6, 2021, pp. 1412-1469), al discutir el creciente escrutinio sobre la autonomía administrativa. Estos casos ilustran cómo el rule of law, como sugiere el texto, presupone un régimen exorbitante, integrándolo mediante el control judicial y el respeto a los principios constitucionales. ↩︎
- La esencia del rule of law no radica en la aplicación uniforme de las mismas reglas para todos sin distinción, sino en la garantía de que el poder se ejerza dentro de límites normativos claros, bajo principios de razonabilidad y justicia. En este sentido, el derecho administrativo, al regular la actuación del Estado frente a los ciudadanos, exige un régimen especial que permita a la administración cumplir con sus fines públicos sin quedar atrapada en la rigidez del derecho privado, pero sin caer en la arbitrariedad. Lejos de ser una contradicción, el régimen exorbitante del derecho administrativo es una manifestación del rule of law en el ámbito de la función pública. A través de este sistema, se establecen prerrogativas y restricciones específicas para la administración, asegurando que su actuación esté orientada al Bien Común y sometida a un control efectivo. En otras palabras, la excepcionalidad de las normas administrativas no significa impunidad ni abuso de poder, sino un mecanismo que permite al Estado cumplir su misión dentro de un marco normativo que equilibre sus facultades con la protección de los derechos de los ciudadanos. Así, el rule of law no solo tolera la existencia de un régimen exorbitante en el derecho administrativo, sino que lo exige, en la medida en que la administración pública no puede operar bajo las mismas reglas que los particulares, pero sí debe hacerlo dentro de un sistema de controles, límites y principios jurídicos que garanticen la transparencia, la legalidad y la tutela efectiva de los derechos. ↩︎
- La ejecutoriedad de los actos administrativos, que permite a las agencias federales de los Estados Unidos actuar sin autorización judicial previa es una prerrogativa esencial para garantizar una respuesta inmediata y efectiva frente a situaciones que afectan el interés público, como la regulación de servicios esenciales o la protección del medio ambiente, evitando la parálisis que generarían procedimientos judiciales interminables. Richard B. Stewart, en “The Reformation of American Administrative Law” (Harvard Law Review, vol. 88, núm. 8, 1975, pp. 1667-1813), argumenta que esta ejecutoriedad, aunque no se denomine explícitamente como en los sistemas continentales, permite a las agencias implementar decisiones regulatorias de manera directa, protegiendo el Bien Común, siempre que se garantice una revisión judicial posterior para cumplir con el debido proceso de la Quinta y Decimocuarta Enmienda. En Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission, 430 U.S. 442 (1977), la Corte Suprema validó esta prerrogativa al permitir a la Occupational Safety and Health Administration (OSHA) imponer multas administrativas sin un juicio previo con jurado, reconociendo que el debido proceso se satisface mediante procedimientos internos y la posibilidad de apelación judicial, un fallo que refleja cómo la ejecutoriedad asegura la eficacia administrativa sin comprometer el interés público. Más recientemente, en Sackett v. Environmental Protection Agency, 566 U.S. 120 (2012), la Corte, por decisión unánime, permitió a los ciudadanos desafiar órdenes de cumplimiento de la EPA bajo la Clean Water Act, pero mantuvo la ejecutoriedad inicial de dichas órdenes, permitiendo a la agencia actuar de inmediato para proteger el medio ambiente, con revisión judicial a posteriori. Sin embargo, esta prerrogativa ha sido objeto de escrutinio, como en SEC v. Jarkesy, 144 S. Ct. 2117 (2024), donde la Corte limitó la capacidad de la SEC para imponer sanciones administrativas sin un juicio con jurado, sugiriendo un creciente énfasis en el control judicial, un tema que Cass R. Sunstein analiza en “Nondelegation Canons” (University of Chicago Law Review, vol. 67, núm. 2, 2000, pp. 315-343), al explorar los límites de la autonomía administrativa. Estos casos ilustran cómo la ejecutoriedad, como sugiere el texto, permite a las agencias gestionar eficazmente el Bien Común, equilibrando eficacia con el debido proceso y la supervisión judicial. ↩︎
- La coexistencia del rule of law con la deferencia a las agencias administrativas en el derecho administrativo estadounidense ilustra una lógica diferenciada del derecho privado, permitiendo a la Administración Pública interpretar y aplicar normas ambiguas con mayor autoridad. Richard H. Fallon Jr., en “The Rule of Law as a Concept in Constitutional Discourse” (Columbia Law Review, vol. 97, núm. 1, 1997, pp. 1-56), argumenta que el rule of law en los Estados Unidos no se opone a esta deferencia, sino que la integra al exigir supervisión judicial y respeto al debido proceso, equilibrando la autonomía administrativa con los principios de igualdad y legalidad. Cass R. Sunstein, en “Chevron Step Zero” (Virginia Law Review, vol. 92, núm. 2, 2006, pp. 187-249), sostiene que la doctrina Chevron, establecida en Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837 (1984), reflejó esta lógica al otorgar deferencia a las agencias federales, como la Environmental Protection Agency (EPA), para interpretar leyes ambiguas en dos pasos: primero, determinar si el Congreso expresó una intención clara; si no, aceptar la interpretación razonable de la agencia, un mecanismo que fortaleció las prerrogativas administrativas sin limitarse a las reglas de igualdad del derecho privado. Esta deferencia fue refinada en National Cable & Telecommunications Ass’n v. Brand X Internet Services, 545 U.S. 967 (2005), donde la Corte, por 6-3, permitió a la FCC reinterpretar leyes ambiguas, incluso revocar interpretaciones judiciales previas, reforzando la autonomía administrativa bajo el rule of law. Sin embargo, esta práctica ha generado debate, como señala Adrian Vermeule en “Chevron’s Burden” (Yale Law Journal, vol. 130, núm. 6, 2021, pp. 1412-1469), quien destaca críticas sobre el exceso de autonomía, un debate intensificado tras West Virginia v. EPA, 142 S. Ct. 2587 (2022), donde la Corte limitó la autoridad de la EPA bajo la major questions doctrine, y culminado con Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 144 S. Ct. 2244 (2024), que anuló la Chevron deference, exigiendo un análisis judicial más riguroso. ↩︎
- La presunción de legitimidad de los actos administrativos, vinculada al privilege du préalable y la autotutela declarativa, como rasgo esencial del derecho administrativo, encuentra su fundamento en la doctrina y jurisprudencia de España, Francia y Alemania. En España, Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, en Curso de Derecho Administrativo (18ª ed., Madrid: Civitas, 2013), definen la presunción de legitimidad como una garantía de la eficacia administrativa, derivada del artículo 39.1 de la Ley 39/2015, que presume válidos los actos desde su dictado, un principio refrendado por el Tribunal Constitucional en la Sentencia 66/1984, de 29 de marzo, que reconoce esta presunción como compatible con la tutela judicial efectiva (artículo 24 de la Constitución Española), siempre que se permita su impugnación, aunque algunos críticos cuestionan si favorece la arbitrariedad al retrasar el control judicial. En Francia, Jean Rivero y Jean Waline, en Droit administratif (22ª ed., París: Dalloz, 2012), describen el privilege du préalable como la prerrogativa de la Administración para ejecutar sus actos sin intervención judicial previa, un principio avalado por el Consejo de Estado en CE, 6 décembre 1907, Terrier, que validó la ejecutoriedad unilateral, aunque se debate si esta autonomía excesiva puede vulnerar derechos individuales en contextos modernos. La autotutela declarativa, como manifestación de esta presunción, fue analizada por René Chapus en “La nature juridique des contrats administratifs en France” (Revue française de droit administratif, vol. 28, núm. 3, 1972, pp. 401-420), quien subraya su rol en la estabilidad jurídica, aunque críticos señalan que su aplicación automática puede dificultar la defensa del administrado. En Alemania, Otto Mayer, en Deutsches Verwaltungsrecht (3 vols., 3ª ed., Múnich: C.H. Beck, 1924), fundamenta la presunción de legitimidad en la potestad administrativa para declarar situaciones jurídicas, un principio ratificado por el Bundesverfassungsgericht en BVerfG, 1 BvR 596/89, 8 de octubre de 1991, que validó actos administrativos bajo esta presunción, siempre sujetos a revisión judicial, aunque algunos juristas alemanes cuestionan si esta presunción refuerza un exceso de poder administrativo frente a la igualdad procesal. Estos ejemplos ilustran cómo la presunción de legitimidad, como sugiere el texto, es un pilar del derecho administrativo, equilibrada por el control judicial, pero sujeta a críticas por posibles abusos. ↩︎
- La presunción de legitimidad de los actos administrativos, reconocida con matices en los ordenamientos de Estados Unidos, Francia, España y Alemania, como prueba de la sustantividad del derecho administrativo, refleja una convergencia en la necesidad de conferir eficacia a la Administración, adaptada a contextos doctrinales propios, como señala el texto. En Estados Unidos, Richard H. Fallon Jr., en “The Rule of Law as a Concept in Constitutional Discourse” (Columbia Law Review, vol. 97, núm. 1, 1997, pp. 1-56), describe esta presunción como una práctica implícita en el control judicial a posteriori, validada en Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission, 430 U.S. 442 (1977), donde la Corte Suprema permitió sanciones administrativas sin juicio previo, presumiendo su legitimidad hasta que se demuestre lo contrario, aunque críticos cuestionan si esto debilita el debido proceso. En Francia, Jean Rivero y Jean Waline, en Droit administratif (22ª ed., París: Dalloz, 2012), denominan esta prerrogativa privilege du préalable, avalada por el Consejo de Estado en CE, 6 décembre 1907, Terrier, que legitima la ejecutoriedad unilateral, aunque se debate si su rigidez histórica compromete la igualdad procesal. En España, Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, en Curso de Derecho Administrativo (18ª ed., Madrid: Civitas, 2013), fundamentan esta presunción en el artículo 39.1 de la Ley 39/2015, refrendada por el Tribunal Constitucional en Sentencia 66/1984, de 29 de marzo, que la compatibiliza con la tutela judicial efectiva, aunque algunos juristas españoles señalan riesgos de arbitrariedad si el control judicial se dilata. En Alemania, Otto Mayer, en Deutsches Verwaltungsrecht (3 vols., 3ª ed., Múnich: C.H. Beck, 1924), la concibe como una potestad declarativa inherente a la Administración, ratificada por el Bundesverfassungsgericht en BVerfG, 1 BvR 596/89, 8 de octubre de 1991, que presume la validez de los actos hasta su impugnación, pero se critica por potenciales desequilibrios procesales a favor de la Administración. Estos ejemplos ilustran cómo la presunción de legitimidad, con matices propios, refuerza la sustantividad del derecho administrativo en los cuatro sistemas, equilibrada por el control judicial, aunque su aplicación genera debates sobre la protección de los particulares. ↩︎
- La formulación histórica de las nociones de puissance publique y autotutela en el derecho administrativo francés, como destaca el texto, se centra en el privilege du préalable y la ejecutoriedad (exécution d’office), pilares de la présomption de validité que confieren a los actos administrativos una presunción de legalidad y eficacia inmediata. Maurice Hauriou, en Précis de droit administratif (12ª ed., París: Librairie du Recueil Sirey, 1927), describe el privilege du préalable como una prerrogativa que permite a la Administración desplegar efectos jurídicos sin confirmación judicial, fundamentada en el servicio al interés general, un principio que Georges Vedel y Pierre Delvolvé, en Droit administratif (16ª ed., París: Presses Universitaires de France, 2002), amplían al vincularlo con la autonomía administrativa para garantizar la continuidad del servicio público. La ejecutoriedad, como complemento, fue articulada por el Conseil d’État en CE, 28 mai 1954, Barel, que autorizó a la Administración a ejecutar sus decisiones de oficio, como en casos de ocupación temporal, siempre que se respeten los derechos del administrado, aunque algunos críticos, como Jean-Pierre Costa en “L’exécution d’office des décisions administratives” (Revue française de droit administratif, vol. 15, núm. 4, 1999, pp. 567-581), advierten que esta potestad puede derivar en excesos si no se controla adecuadamente. La doctrina de la présomption de validité, acuñada por el Conseil d’État en CE, 6 décembre 1907, Terrier, presume la legalidad de los actos administrativos hasta su impugnación, un principio reafirmado en CE, 19 octobre 1962, Dame Lamotte, que validó la ejecución forzosa de una decisión administrativa, aunque se debate si esta presunción otorga a la Administración un poder desproporcionado frente a los particulares, un punto que Yves Gaudemet analiza en “La présomption de légalité des actes administratifs” (Actualité Juridique Droit Administratif, 2005, pp. 45-52), al sugerir que su aplicación debe ir acompañada de un acceso expedito a la justicia. Estos casos y aportes ilustran cómo el privilege du préalable y la ejecutoriedad, como sugiere el texto, refuerzan la sustantividad del derecho administrativo francés, equilibrada por la tutela judicial. ↩︎
- La presunción de validez de los actos administrativos en el derecho español, consagrada en la Constitución de 1978 y en el artículo 39 de la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, como señala el texto, refleja un pilar esencial del sistema administrativo que equilibra la eficacia de la acción pública con la defensa de los ciudadanos. Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, en Curso de Derecho Administrativo (18ª ed., Madrid: Civitas, 2013), explican que esta presunción, también conocida como “ejecutoriedad” o “potestad ejecutiva”, permite a la Administración imponer sus actos a los particulares sin refrendo judicial previo, presumiendo su conformidad con el derecho hasta que se demuestre lo contrario mediante recursos administrativos o contencioso-administrativos (artículos 112 y ss. de la Ley 39/2015), un principio que refuerza la eficacia administrativa al evitar la parálisis por litigio inmediato. La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha consolidado esta doctrina, como en la Sentencia de 15 de julio de 2010 (Recurso 223/2008), que validó la ejecutoriedad de un acto administrativo al rechazar su suspensión cautelar, destacando que la presunción de legitimidad asegura la continuidad del servicio público, aunque algunos críticos señalan que puede dificultar la defensa inmediata del administrado si los procedimientos de impugnación son prolongados. Luciano Parejo Alfonso, en Derecho Administrativo (3ª ed., Madrid: Marcial Pons, 2015), subraya que esta prerrogativa, arraigada en el artículo 103 de la Constitución (función pública al servicio del interés general), no exime a la Administración de cumplir con los principios de legalidad y proporcionalidad, un aspecto que el Tribunal Constitucional reafirmó en la Sentencia 66/1984, de 29 de marzo, al compatibilizar la presunción con el derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24), aunque se critica por posibles retrasos en el acceso a la justicia. Juan Alfonso Santamaría Pastor, en “La presunción de legitimidad de los actos administrativos y su impacto en la tutela judicial” (Revista Española de Derecho Administrativo, núm. 178, 2018, pp. 15-40), añade que la ejecutoriedad, si bien esencial para la acción pública, debe ir acompañada de mecanismos ágiles de impugnación para evitar abusos. Estos aportes ilustran cómo la presunción de legitimidad, como sugiere el texto, equilibra la eficacia administrativa con el derecho de defensa, aunque su aplicación plantea retos en términos de celeridad judicial. ↩︎
- La presunción de legitimidad de las resoluciones administrativas en Alemania, asociada a los conceptos de Selbstvollzug (auto-ejecución) y Vollziehbarkeit (ejecutoriedad) refleja un pilar del derecho administrativo germano, equilibrado por un control jurisdiccional intenso. Otto Mayer, en Deutsches Verwaltungsrecht (3 vols., 3ª ed., Múnich: C.H. Beck, 1924), funda esta presunción en la idea de un “poder de mando” (Befehlsgewalt), derivado de competencias legales y la legitimidad democrática, permitiendo a la Administración imponer actos sin habilitación judicial previa, un principio que el Bundesverfassungsgericht reafirmó en BVerfG, 1 BvR 596/89, 8 de octubre de 1991, al validar la ejecutoriedad de una resolución administrativa hasta su impugnación, aunque algunos críticos cuestionan si esto favorece la discrecionalidad administrativa. Ernst Forsthoff, en Lehrbuch des Verwaltungsrechts (10ª ed., Múnich: C.H. Beck, 1973), amplía este análisis al vincular la Vollziehbarkeit con la función social del Estado, subrayando que esta prerrogativa asegura la eficacia del interés público, un punto que Peter Häberle, en “Die Verwaltungsrechtswissenschaft und die Verfassung” (Die Verwaltung, vol. 10, 1977, pp. 1-20), matiza al insistir en que debe subordinarse a los derechos fundamentales de la Grundgesetz (artículo 3). La jurisprudencia alemana, como en BVerfG, 2 BvR 155/03, 19 de octubre de 2004, reconoce que el recurso contencioso-administrativo no suspende automáticamente la ejecutividad, permitiendo a los ciudadanos impugnar actos ante tribunales como el Verwaltungsgericht, aunque se debate si este mecanismo protege suficientemente al administrado frente a la presunción inicial de legitimidad, un punto que Eberhard Schmidt-Aßmann analiza en “The Development of Administrative Law in Germany” (European Review of Public Law, vol. 15, núm. 2, 2003, pp. 717-734), al sugerir que el control judicial debe ser más expedito para evitar desequilibrios procesales. Estos aportes ilustran cómo la presunción de legitimidad y la ejecutoriedad, como sugiere el texto, refuerzan la sustantividad del derecho administrativo alemán, equilibrada por un sistema de revisión judicial robusto. ↩︎
- La presunción de validez de las decisiones administrativas en el derecho estadounidense, influida por el common law y la filosofía de checks and balances refleja un paralelismo funcional con la noción europea de presunción de legitimidad, permitiendo a las agencias actuar con autoridad inmediata sujetas a control judicial. Richard H. Fallon Jr., en “The Rule of Law as a Concept in Constitutional Discourse” (Columbia Law Review, vol. 97, núm. 1, 1997, pp. 1-56), argumenta que el rule of law en los Estados Unidos integra esta presunción al exigir que las normas y órdenes administrativas, como las emitidas por agencias federales, se consideren conformes a la ley hasta que se demuestre lo contrario, un principio que Cass R. Sunstein explora en “Chevron Step Zero” (Virginia Law Review, vol. 92, núm. 2, 2006, pp. 187-249) al vincularlo con la Chevron deference, establecida en Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837 (1984), donde la Corte Suprema, por unanimidad, presumió la validez de la interpretación de la EPA sobre la Clean Air Act, siempre que fuera razonable y no excediera la habilitación congresional, permitiendo a las agencias ejercer un poder normativo y sancionador inmediato. Esta presunción se extendió en National Cable & Telecommunications Ass’n v. Brand X Internet Services, 545 U.S. 967 (2005), donde la Corte, por 6-3, permitió a la FCC reinterpretar leyes ambiguas, reforzando la ejecutoriedad de los actos administrativos hasta que un particular demostrara su ilegalidad mediante judicial review. En Frost v. Railroad Commission of California, 271 U.S. 583 (1926), la Corte reconoció la presunción de validez de regulaciones administrativas, permitiendo su ejecución mientras se resolvía la impugnación, un principio que Richard B. Stewart, en “The Reformation of American Administrative Law” (Harvard Law Review, vol. 88, núm. 8, 1975, pp. 1667-1813), describe como esencial para la eficacia administrativa sin comprometer el due process. Sin embargo, el debate sobre esta prerrogativa se intensificó con SEC v. Jarkesy, 144 S. Ct. 2117 (2024), donde la Corte, por 6-3, limitó la ejecutoriedad de sanciones administrativas de la SEC al exigir un juicio con jurado bajo el Séptimo Enmienda, sugiriendo un escrutinio más estricto de la presunción de validez, un punto que Adrian Vermeule analiza en “Chevron’s Burden” (Yale Law Journal, vol. 130, núm. 6, 2021, pp. 1412-1469) al discutir los límites de la autonomía administrativa. Estos casos ilustran cómo la presunción de validez, como sugiere el texto, permite a la Administración un poder normativo inmediato, paralelo al europeo, equilibrado por el judicial review. ↩︎
- Cabe referir que los sistemas contemporáneos, lejos de dejar indefenso al particular, complementan la presunción de legitimidad con diversos mecanismos de control. A saber: Recursos administrativos (vía de revisión interna ante la misma Administración u órganos superiores). Recursos judiciales (contencioso-administrativo) en los que un juez o tribunal pueden anular el acto si se demuestra que adolece de vicios. Posibilidad de medidas cautelares (suspensión judicial de la ejecución del acto, si se acredita un fumus boni iuris y un peligro de daño irreparable). Así, el ordenamiento equilibra el reconocimiento de la fuerza normativa del acto con la tutela judicial posterior que garantiza que dicho acto no vulnere derechos fundamentales o se aparte del orden jurídico. ↩︎
- En ese orden de ideas, podemos puntualizar que un contratante que resuelve el contrato por incumplimiento no goza de una presunción de legitimidad tan reforzada como el acto administrativo. Quien se siente agraviado puede, sin necesidad de exigir la “nulidad” de la resolución, interponer una acción de indemnización o de cumplimiento. Es el resolutor quien habitualmente tiene que justificar su proceder (demostrar que la otra parte incumplió y que su propia actuación se ajustó al derecho). El acto resolutorio de la parte no tiene el ropaje de norma ni se lo considera per se dotado de ejecutoriedad inmediata en el sentido fuerte del Derecho administrativo. De hecho, para aplicar sanciones o conseguir la ejecución forzada (embargo, etc.), deberá recurrir al juez. En cambio, la Administración, al dictar un acto, lo hace en uso de sus potestades públicas conferidas por la ley. Ese acto se presume conforme a derecho (presunción de legitimidad) y habilita efectos inmediatos (ejecutoriedad). Si el particular lo discute, debe formular un recurso administrativo o bien acudir a la justicia contenciosa, que examinará la legalidad, sin que ello suspenda automáticamente el acto. ↩︎
- De no ser así—conviene enfatizar con la serenidad de quien escudriña en la hondura de las cosas—, la autotutela privada, expresada en actos como la resolución unilateral de contratos, retenciones u otras manifestaciones similares, debería recibir también idéntica deferencia por parte del derecho. Ello conduciría inevitablemente a que la parte afectada, aquel otro que sufre el embate inesperado del acto, estuviera obligada a demandar judicialmente la nulidad de esa actuación unilateral de su co-contratante, escenario que, claramente, no se produce en nuestro sistema jurídico privado.Muy por el contrario, y aquí reside el verdadero núcleo de esta cuestión, el fundamento real y profundo radica en que el acto administrativo tiene por esencia misma una naturaleza normativa; es decir, lleva en su interior, desde el momento mismo de su nacimiento, una vocación intrínseca de inmediata eficacia y validez. Y esa vocación no es caprichosa ni producto del azar, sino fruto maduro del poder soberano del Estado. En efecto, el ordenamiento jurídico reconoce expresamente esta presunción porque detrás del acto administrativo late una lógica ancestral e ineludible: la lógica de la potestad pública. La Administración, al actuar, no persigue intereses individuales ni privados, sino que encarna—al menos idealmente—el interés colectivo, general y supremo. Por ello, el poder que ejerce se presume conferido legítimamente por la comunidad política, y se presume también utilizado razonablemente en su aplicación cotidiana, hasta tanto alguien pueda demostrar, con argumentos precisos y certeros, que ocurrió lo contrario. ↩︎
- García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en su obra Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 571, destacan que “la presunción de legitimidad es un principio estructural del ordenamiento administrativo, que garantiza la ejecutividad inmediata de los actos públicos, reflejando la confianza en la regularidad de la actuación administrativa, aunque siempre sometida a la eventual revisión judicial”. Por su parte, Santamaría Pastor, J. A., en Principios de Derecho Administrativo General, vol. II, 2ª ed., Iustel, Madrid, 2010, p. 245, subraya que “este principio, regulado en el artículo 39 de la Ley 39/2015, del Procedimiento Administrativo Común, no es absoluto, sino que opera como una garantía funcional de la continuidad del servicio público, cediendo ante la prueba en contrario de ilegalidad o arbitrariedad”. Asimismo, González-Varas Ibáñez, S., en Derecho Administrativo, 3ª ed., Tirant lo Blanch, Valencia, 2018, p. 312, precisa que “la presunción de legitimidad no equivale a una inmunidad del acto administrativo, sino a una atribución provisional de validez que facilita la gobernanza, siempre bajo el control efectivo de los tribunales”. Finalmente, Martín Rebollo, L., en Lecciones de Derecho Administrativo, 8ª ed., Tecnos, Madrid, 2015, p. 183, añade que “este atributo, de raíz democrática, asegura el equilibrio entre la eficacia administrativa y el respeto al Estado de Derecho, siendo un reflejo de la sujeción del poder público a la legalidad”. ↩︎
- García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 573, señalan que “la autotutela administrativa, derivada de la presunción de legitimidad (art. 39, Ley 39/2015), permite a la Administración actuar directamente para hacer efectivos sus actos, pero esta potestad no es ilimitada, pues queda supeditada al control judicial y a la existencia de derechos subjetivos que exijan resolución contenciosa”. Santamaría Pastor, J. A., en Principios de Derecho Administrativo General, vol. II, 2ª ed., Iustel, Madrid, 2010, p. 248, precisa que “la autotutela ejecutiva no exime a la Administración de acudir a los tribunales cuando su pretensión afecta derechos privados consolidados o requiere declaración judicial, evidenciando los límites de la presunción de validez”. Por su parte, González-Varas Ibáñez, S., en Derecho Administrativo, 3ª ed., Tirant lo Blanch, Valencia, 2018, p. 315, subraya que “la relatividad de la autotutela se manifiesta en supuestos donde la Administración actúa como sujeto pasivo o acreedor en relaciones jurídicas complejas, necesitando intervención judicial para evitar arbitrariedad”. Finalmente, Martín Rebollo, L., en Lecciones de Derecho Administrativo, 8ª ed., Tecnos, Madrid, 2015, p. 185, afirma que “la presunción de legitimidad y la autotutela son herramientas de eficacia administrativa, pero no sustituyen el juicio declarativo cuando la legalidad del acto es controvertida o involucra derechos de terceros”. ↩︎
- García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 573, señalan que “la autotutela administrativa, derivada de la presunción de legitimidad (art. 39, Ley 39/2015), permite a la Administración actuar directamente para hacer efectivos sus actos, pero esta potestad no es ilimitada, pues queda supeditada al control judicial y a la existencia de derechos subjetivos que exijan resolución contenciosa”. Santamaría Pastor, J. A., en Principios de Derecho Administrativo General, vol. II, 2ª ed., Iustel, Madrid, 2010, p. 248, precisa que “la autotutela ejecutiva no exime a la Administración de acudir a los tribunales cuando su pretensión afecta derechos privados consolidados o requiere declaración judicial, evidenciando los límites de la presunción de validez”. Por su parte, González-Varas Ibáñez, S., en Derecho Administrativo, 3ª ed., Tirant lo Blanch, Valencia, 2018, p. 315, subraya que “la relatividad de la autotutela se manifiesta en supuestos donde la Administración actúa como sujeto pasivo o acreedor en relaciones jurídicas complejas, necesitando intervención judicial para evitar arbitrariedad”. Finalmente, Martín Rebollo, L., en Lecciones de Derecho Administrativo, 8ª ed., Tecnos, Madrid, 2015, p. 185, afirma que “la presunción de legitimidad y la autotutela son herramientas de eficacia administrativa, pero no sustituyen el juicio declarativo cuando la legalidad del acto es controvertida o involucra derechos de terceros”. ↩︎
- En Francia, Weil, P., en Les grands arrêts de la jurisprudence administrative, 22ª ed., Dalloz, París, 2019, p. 45, señala que “la autotutela administrativa, consagrada en la tradición post-revolucionaria, permite a la Administración imponer sus decisiones sin intervención judicial previa, pero esta prerrogativa, basada en la presunción de legitimidad, se relativiza cuando no existe una habilitación normativa clara, obligándola a someterse a los tribunales ordinarios como cualquier particular”. Por su parte, Chapus, R., en Droit administratif général, vol. I, 15ª ed., Montchrestien, París, 2001, p. 623, destaca que “la presunción de légitimité no exonera a la Administración de justificar sus actos ante un juez cuando estos afectan derechos privados o carecen de un entrelazamiento normativo suficiente, reflejando así su carácter condicionado”. En Alemania, Maurer, H., en Allgemeines Verwaltungsrecht, 20ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2020, p. 312, afirma que “la Selbsthilfe der Verwaltung (autotutela) y la Vermutung der Rechtmäßigkeit (presunción de legitimidad) otorgan eficacia inmediata a los actos administrativos, pero esta potestad cesa cuando no hay una Grundnorm que la sustente, requiriendo entonces la intervención de la justicia ordinaria”. Asimismo, Wolff, H.J., Bachof, O., y Stober, R., en Verwaltungsrecht, vol. I, 13ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2017, p. 198, precisan que “la presunción de legitimidad, como principio del Verwaltungsakt, no es absoluta y exige un juicio declarativo o ejecutivo si la Administración actúa en relaciones jurídicas complejas sin cobertura normativa explícita”. ↩︎
- Ese acto culmina una secuencia normativa —la “cadena normativa”— que arranca con el precepto legal y desemboca en la decisión singular. No ocurre lo mismo si no hay una relación de derecho público previa ni una habilitación especial. En tal caso, la Administración no puede imponerse unilateralmente. Tendrá que recurrir a la vía judicial, como cualquiera, para hacer valer su reclamación, al no encajar su pretensión en la lógica del acto administrativo como “último eslabón”. He ahí, pues, la clave para entender por qué, en un choque de automóvil sin contexto administrativo previo, el Estado no dispone del privilegio de autotutela ni de la presunción de legitimidad del acto. Así, la ejecución unilateral solo opera con seguridad cuando existe un mandato normativo que, escalonadamente, lleva a la Administración a ejercer su poder sobre una relación jurídica concreta, legitimada de antemano para ser incidida por un acto administrativo. De este modo, el acto se erige en la fase final de justicia distributiva (o conmutativa, según el caso), materializando la voluntad pública ya definida en el texto legal y reglamentario. ↩︎
- En Alemania, Maurer, H., en Allgemeines Verwaltungsrecht, 20ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2020, p. 305, afirma que “el Verwaltungsakt, influido por el positivismo de Kelsen y Merkl, se configura como una decisión concreta que aplica normas generales al caso individual, asemejándose a una resolución jurisdiccional por su estructura lógica y su función de concreción del derecho”. Asimismo, Wolff, H.J., Bachof, O., y Stober, R., en Verwaltungsrecht, vol. I, 13ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2017, p. 192, sostienen que “el acto administrativo individual, al resolver una situación singular desde la autoridad estatal, refleja una dimensión cuasi-jurisdiccional, distinguiéndose del poder judicial solo por su origen administrativo”. En Francia, Chapus, R., en Droit administratif général, vol. I, 15ª ed., Montchrestien, París, 2001, p. 615, apunta que “el acto administrativo conserva un eco de las prerrogativas monárquicas, cuando el rey ejercía justicia directamente, lo que explica la ejecutoriedad y la presunción de legitimidad como herencias históricas adaptadas al Estado moderno”. Truchet, D., en Droit administratif, 8ª ed., Presses Universitaires de France, París, 2019, p. 210, añade que “estas potestades, aunque derivadas del poder real, se han transformado en instrumentos de un poder público sometido al control judicial y al interés general”. En España, García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 567, observan que “la Administración moderna retiene vestigios del antiguo poder jurisdiccional regio, visible en la autotutela y la presunción de legitimidad, pero reconfigurado bajo principios democráticos y constitucionales”. Santamaría Pastor, J. A., en Principios de Derecho Administrativo General, vol. II, 2ª ed., Iustel, Madrid, 2010, p. 242, concluye que “el acto administrativo, más allá de su raíz monárquica, es hoy una expresión del Estado de Derecho, limitada por la legalidad y el control jurisdiccional”. ↩︎
- En el ordenamiento jurídico alemán, la figura del acto administrativo (Verwaltungsakt) ocupa un lugar central en la dogmática del Derecho Administrativo. La Ley de Procedimiento Administrativo Federal (Verwaltungsverfahrensgesetz, VwVfG) lo define en su artículo 35 como toda “disposición, decisión u otra medida soberana que una autoridad adopta para regular un caso concreto en el ámbito del Derecho Público, con efectos jurídicos externos inmediatos”. Esta caracterización, a primera vista técnica, revela la concepción alemana de que el acto administrativo es la concreción individual de la voluntad estatal, portadora de efectos vinculantes para el destinatario. Para comprenderlo mejor, resulta ilustrativo acudir a las enseñanzas de la “teoría escalonada del ordenamiento” (Stufenbaulehre) de Adolf Merkl, jurista austriaco muy próximo a la corriente de Hans Kelsen. Merkl elaboró la idea de que el orden jurídico se construye en una sucesión de niveles o “escalones” normativos que van de lo más general y abstracto (Constitución, leyes, reglamentos) hasta lo más específico y concreto (el acto administrativo individual). Según su planteo, cada escalón inferior surge como la aplicación o concreción del inmediatamente superior, de modo que la “norma individual” —es decir, el acto administrativo— queda legitimada por la norma general previa. Merkl subraya que el acto administrativo no es una mera ejecución material, sino que comporta una creación de Derecho en el caso particular: al dictarse un acto (por ejemplo, una orden de policía, un permiso de construcción o una sanción), la Administración “norma” la situación de un individuo o un grupo específico, traduciendo al plano práctico lo que estaba previsto de forma más genérica en la ley o el reglamento. De ahí se desprenden dos notas esenciales: El acto administrativo aplica la norma general a un sujeto y a una circunstancia precisos, transformando la regla abstracta en un mandato o autorización individual. Una vez emitido, el acto administrativo despliega sus efectos sin requerir refrendo previo de un tribunal. Esto refleja la confianza que el ordenamiento pone en la Administración para dictar Derecho “en la punta de la pirámide”, aunque, por supuesto, está sujeto a posterior control judicial. En la doctrina alemana, autores como Ernst Forsthoff o Otto Mayer también han descrito al acto administrativo como una “norma individual de conducta”, enfatizando su poder vinculante. Pero el gran aporte de Merkl consiste en mostrarlo como la culminación de una secuencia normativa, en la que cada nivel (Constitución, ley, reglamento) sirve de base y legitimación al siguiente. Por tanto, el Verwaltungsakt aparece como el “último escalón” donde el Derecho se individualiza y se realiza en la práctica, expresando la voluntad pública frente a situaciones singulares. En definitiva, a la luz de la teoría escalonada de Merkl, el acto administrativo en el Derecho alemán no se concibe como una simple ejecución mecánica de la ley: se lo ve como un escalón normativo que, aunque sea el tramo final de la cadena, aporta verdadera creatividad jurídica al traducir la regla general en una decisión concreta con fuerza vinculante para el administrado. ↩︎
- La conceptualización de la autotutela declarativa del acto administrativo se apoya en aportes doctrinales alemanes, franceses y españoles. En Alemania, Maurer, H., en Allgemeines Verwaltungsrecht, 20ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2020, p. 308, señala que “el Verwaltungsakt como autotutela declarativa deriva de la competencia legal de la Administración para concretar la voluntad estatal en un caso específico, constituyendo una manifestación de su función reguladora, no un privilegio frente a la justicia”. Wolff, H.J., Bachof, O., y Stober, R., en Verwaltungsrecht, vol. I, 13ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2017, p. 195, añaden que “esta potestad, lejos de suplantar a los tribunales, responde a la necesidad de eficacia en la ejecución de las tareas públicas asignadas por la ley”. En Francia, Chapus, R., en Droit administratif général, vol. I, 15ª ed., Montchrestien, París, 2001, p. 618, afirma que “la autotutela declarativa, inherente al acto administrativo, se fundamenta en la misión de la Administración de ejecutar las políticas públicas, habilitándola para declarar derechos y obligaciones con efecto inmediato, siempre dentro de los límites legales”. Truchet, D., en Droit administratif, 8ª ed., Presses Universitaires de France, París, 2019, p. 213, subraya que “esta capacidad no es un sustituto judicial, sino una expresión de la función administrativa orientada al interés general”. En España, García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 570, explican que “la autotutela declarativa surge de la competencia normativa conferida a la Administración, permitiéndole regular y ejecutar directamente la voluntad pública, sin que ello implique un privilegio procesal, sino una herramienta para cumplir sus fines”. Santamaría Pastor, J. A., en Principios de Derecho Administrativo General, vol. II, 2ª ed., Iustel, Madrid, 2010, p. 246, precisa que “esta potestad, anclada en la ley, asegura la vigencia inmediata de los actos en aras de la gestión pública, distinguiéndose de la función jurisdiccional por su naturaleza ejecutiva”. ↩︎
- En Alemania, Maurer, H., en Allgemeines Verwaltungsrecht, 20ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2020, p. 325, señala que “el Rechtsverordnung (reglamento) como acto normativo general emana de una competencia delegada por el legislador, lo que sitúa a la Administración en una función cuasi-legislativa, aunque subordinada a la ley que la habilita”. Wolff, H.J., Bachof, O., y Stober, R., en Verwaltungsrecht, vol. I, 13ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2017, p. 210, precisan que “la potestad reglamentaria no implica una autonomía plena, sino que actúa como una extensión de la voluntad legislativa, reflejando un equilibrio entre la función administrativa y la delegación normativa”. En Francia, Chapus, R., en Droit administratif général, vol. I, 15ª ed., Montchrestien, París, 2001, p. 645, afirma que “el reglamento, como norma abstracta, se dicta en virtud de una competencia reglamentaria que puede entenderse como una delegación implícita del legislador, permitiendo a la Administración regular con carácter general bajo el control de la legalidad”. Truchet, D., en Droit administratif, 8ª ed., Presses Universitaires de France, París, 2019, p. 225, añade que “esta función normativa, aunque derivada, no desvirtúa la naturaleza administrativa del reglamento, sino que la conecta con la ejecución de políticas públicas en un marco delegado”. En España, García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 598, explican que “la potestad reglamentaria de la Administración, al dictar normas generales, opera como una función delegada por la ley, lo que la distingue del acto administrativo individual y la aproxima a una actividad legislativa subordinada”. Santamaría Pastor, J. A., en Principios de Derecho Administrativo General, vol. II, 2ª ed., Iustel, Madrid, 2010, p. 265, subraya que “el reglamento, aunque abstracto y general, no es un acto soberano, sino que encuentra su legitimidad en la delegación legislativa, siendo un instrumento de la Administración para concretar el ordenamiento”. En el derecho federal de Estados Unidos, Pierce, R.J., en Administrative Law Treatise, vol. I, 6ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2019, p. 412, señala que “las agencias administrativas, bajo la Administrative Procedure Act (5 U.S.C. § 551 et seq.), poseen autoridad para emitir reglas y órdenes con efecto inmediato, derivada de delegaciones legislativas explícitas, reflejando una autotutela declarativa que asegura la implementación de políticas públicas sin necesidad de autorización judicial previa”. ↩︎
- En el derecho federal de Estados Unidos, Pierce, R.J., en Administrative Law Treatise, vol. I, 6ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2019, p. 415, explica que “las reglas administrativas, bajo la Administrative Procedure Act (5 U.S.C. § 553), derivan de la potestad reglamentaria conferida al Ejecutivo por la Constitución y las leyes, constituyendo una función administrativa propia, no una delegación subordinada del Congreso, destinada a implementar políticas públicas”. En Alemania, Maurer, H., en Allgemeines Verwaltungsrecht, 20ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2020, p. 326, sostiene que “el Rechtsverordnung (reglamento) emana de la competencia normativa del Ejecutivo, reconocida en la Grundgesetz (art. 80), y no como una cesión legislativa, reflejando la autonomía de la función administrativa en la gestión del Estado”. En Francia, Chapus, R., en Droit administratif général, vol. I, 15ª ed., Montchrestien, París, 2001, p. 647, afirma que “el reglamento, lejos de ser un subrogado del poder legislativo o judicial, es una expresión directa de la potestad reglamentaria del Ejecutivo (art. 21, Constitución de 1958), integrante de una función administrativa con identidad propia, orientada a la regulación y ejecución del interés general”. En España, García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 600, destacan que “la potestad reglamentaria, reconocida en la Constitución (art. 97), dota al Ejecutivo de una capacidad normativa originaria para dictar reglamentos, no como residuo legislativo, sino como herramienta esencial de la función administrativa para la gestión gubernamental”. ↩︎
- En el derecho federal de Estados Unidos, Pierce, R.J., en Administrative Law Treatise, vol. I, 6ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2019, p. 428, señala que “bajo el estándar de revisión judicial de la Administrative Procedure Act (5 U.S.C. § 706), los tribunales adoptan un enfoque deferente hacia las interpretaciones de las agencias, restringiendo su análisis a los límites establecidos por la propia Administración, como si sus decisiones tuvieran una presunción cuasi-judicial de validez”. En Alemania, Maurer, H., en Allgemeines Verwaltungsrecht, 20ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2020, p. 315, indica que “la revisión del Verwaltungsakt por los tribunales administrativos se circunscribe a un control superficial de legalidad, respetando las valoraciones previas de la Administración, que gozan de una estabilidad cercana a la Rechtskraft (cosa juzgada), salvo error manifiesto”. En Francia, Chapus, R., en Droit administratif général, vol. I, 15ª ed., Montchrestien, París, 2001, p. 625, apunta que “la presunción de legitimidad impone una revisión judicial restringida, casi hermética, que raramente trasciende las interpretaciones ya adoptadas por la Administración, asemejándose a una autoridad próxima a la chose jugée”. En España, García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 574, sostienen que “la revisión de los actos administrativos se limita a un control externo y respetuoso, aceptando las premisas interpretativas de la Administración como si adquirieran, desde su emisión, una firmeza análoga a la cosa juzgada, salvo vicios graves de ilegalidad”. ↩︎
- La distinción entre funciones administrativas y jurisdiccionales, junto con la necesidad de un control judicial efectivo para preservar el Estado de Derecho, se fundamenta en aportes doctrinales de Estados Unidos, Alemania, Francia y España. En el derecho federal de Estados Unidos, Pierce, R.J., en Administrative Law Treatise, vol. I, 6ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2019, p. 435, afirma que “las agencias administrativas no ejercen funciones jurisdiccionales encubiertas, sino que actúan bajo una competencia normativa delegada por la ley (5 U.S.C. § 551), sujeta a revisión judicial plena bajo la Administrative Procedure Act para evitar excesos y garantizar los derechos individuales en un marco democrático”. En Alemania, Maurer, H., en Allgemeines Verwaltungsrecht, 20ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2020, p. 310, sostiene que “el Verwaltungsakt emana de una potestad administrativa propia, no jurisdiccional, regulada por la Grundgesetz (art. 19.4), y debe someterse a un control judicial efectivo para prevenir arbitrariedades y mantener la separación de poderes”. En Francia, Chapus, R., en Droit administratif général, vol. I, 15ª ed., Montchrestien, París, 2001, p. 620, señala que “la Administración no sustituye a la jurisdicción; su función normativa y ejecutiva, legitimada por la Constitución (art. 13), está subordinada a un control judicial pleno, esencial para preservar el carácter garantista del État de droit”. En España, García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 577, destacan que “la potestad administrativa, aunque constitucionalmente legítima (art. 103 CE), no debe invadir la esfera judicial; su naturaleza gestora y ejecutiva exige un control judicial riguroso para evitar abusos y proteger los derechos individuales en el Estado de Derecho”. ↩︎
- El debate contemporáneo estadounidense sobre la deferencia a las agencias administrativasse intensifica con posturas como la del Justice Neil Gorsuch, quien en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 144 S. Ct. 2244 (2024), abogó por que la “última palabra” en la interpretación de normas legales recaiga en el juez, no en la agencia, marcando un cambio significativo respecto a la deferencia tradicional establecida en Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837 (1984). En Chevron, la Corte Suprema permitió deferir a las interpretaciones razonables de las agencias sobre leyes ambiguas, un estándar que Cass R. Sunstein, en “Chevron Step Zero” (Virginia Law Review, vol. 92, núm. 2, 2006, pp. 187-249), describe como un reconocimiento de la experiencia técnica de las agencias, fortaleciendo su potestad interpretativa dentro del marco del rule of law. Sin embargo, en Loper Bright, decidido por 6-2 el 28 de junio de 2024, la Corte, con opinión del Juez Roberts y una concurrencia notable del Justice Gorsuch, anuló la Chevron deference, argumentando que deferir a las agencias vulnera la separación de poderes al delegarles una función judicial esencial (artículo III), y que las interpretaciones legales deben ser revisadas de novo por los tribunales, un enfoque que Gorsuch fundamenta en una visión originalista que prioriza el texto y la intención original de la ley sobre la discrecionalidad administrativa. Adrian Vermeule, en “Chevron’s Burden” (Yale Law Journal, vol. 130, núm. 6, 2021, pp. 1412-1469), anticipó este giro al analizar críticas al Chevron que ven en la deferencia una cesión indebida de poder judicial, mientras que Richard H. Fallon Jr., en “The Rule of Law as a Concept in Constitutional Discourse” (Columbia Law Review, vol. 97, núm. 1, 1997, pp. 1-56), sugiere que el rule of law exige un control judicial estricto para garantizar la legalidad, una visión que Gorsuch refuerza en Loper Bright. Sin embargo, la disidencia (Juezas Kagan, Sotomayor, Jackson) criticó esta postura como un retroceso que limita la capacidad regulatoria en áreas técnicas, un debate que refleja tensiones entre el originalismo judicial y la eficacia administrativa, como analiza Thomas W. Merrill en “The Chevron Doctrine: Its Rise and Fall, and the Future of the Administrative State” (Harvard Law Review, vol. 138, núm. 1, 2024, pp. 1-68), quien advierte que la anulación de Chevron podría generar incertidumbre regulatoria al reducir la potestad interpretativa de las agencias. Este caso ilustra cómo el debate, como sugiere el texto, reconfigura la relación entre agencias y jueces, priorizando la autoridad judicial en un marco originalista. ↩︎
- La postura que lleva al extremo la revisión judicial de novo de las interpretaciones administrativas plantea un inconveniente significativo al tratar a la Administración como un apéndice judicial, ignorando que su función deriva de la potestad ejecutiva y legislativa para desarrollar el bien común, un debate que se intensifica tras Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 144 S. Ct. 2244 (2024). En Loper Bright, la Corte Suprema, por 6-2, anuló la Chevron deference establecida en Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837 (1984), que permitía a las agencias interpretar leyes ambiguas con deferencia judicial, trasladando la interpretación final a los tribunales, un cambio liderado por el Juez Roberts y respaldado por la concurrencia del Justice Gorsuch, quien enfatizó que la función judicial (artículo III) exige que los jueces tengan la “última palabra”. Cass R. Sunstein, en “Chevron Step Zero” (Virginia Law Review, vol. 92, núm. 2, 2006, pp. 187-249), argumenta que la deferencia tradicional reconocía la experiencia técnica de las agencias, derivada de su habilitación legislativa (artículo I) y ejecutiva (artículo II), para desarrollar el bien común en áreas como el medio ambiente y la salud pública, un rol que Loper Bright debilita al priorizar el control judicial. La disidencia en Loper Bright (Kagan, Sotomayor, Jackson) criticó esta postura, advirtiendo que tratar a las agencias como meros apéndices judiciales ignora su función constitucional, afectando su capacidad para responder a problemas complejos, un punto que Thomas W. Merrill, en “The Chevron Doctrine: Its Rise and Fall, and the Future of the Administrative State” (Harvard Law Review, vol. 138, núm. 1, 2024, pp. 1-68), amplía al señalar que la revisión de novo podría generar incertidumbre regulatoria, socavando el bien común. Adrian Vermeule, en “Chevron’s Burden” (Yale Law Journal, vol. 130, núm. 6, 2021, pp. 1412-1469), anticipó este conflicto, criticando visiones judiciales que desatienden la legitimidad de la potestad administrativa, mientras que Richard H. Fallon Jr., en “The Rule of Law as a Concept in Constitutional Discourse” (Columbia Law Review, vol. 97, núm. 1, 1997, pp. 1-56), sugiere que el rule of law debe equilibrar la autonomía administrativa con el control judicial, un balance que Loper Bright altera. Estos aportes ilustran cómo la postura de Loper Bright, como sugiere el texto, podría desestabilizar la función administrativa al ignorar su origen constitucional y su propósito de servir al bien común. ↩︎
- La legitimidad del acto administrativo en el derecho estadounidense, que no se deriva de la judicatura sino de la actuación del Poder Ejecutivo dentro de los márgenes constitucionales y legales refleja una prerrogativa de autotutela declarativa que otorga inmediata eficacia y presunción de legitimidad a las decisiones administrativas, permitiendo intervenir en materias de interés público. Richard H. Fallon Jr., en “The Rule of Law as a Concept in Constitutional Discourse” (Columbia Law Review, vol. 97, núm. 1, 1997, pp. 1-56), argumenta que el rule of law en los Estados Unidos integra esta prerrogativa al permitir que las agencias federales actúen bajo la autoridad delegada por el Congreso (artículo I) y la potestad ejecutiva (artículo II), presumiendo la validez de sus actos hasta que se demuestre lo contrario mediante judicial review. En Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission, 430 U.S. 442 (1977), la Corte Suprema, por decisión unánime, validó esta presunción al permitir a la Occupational Safety and Health Administration (OSHA) imponer multas administrativas con inmediata eficacia, sin necesidad de autorización judicial previa, siempre que se garantice el debido proceso mediante revisión judicial posterior, un principio que Cass R. Sunstein, en “Chevron Step Zero” (Virginia Law Review, vol. 92, núm. 2, 2006, pp. 187-249), vincula con la necesidad de las agencias de responder al bien común en áreas como la seguridad laboral, sin esperar litigio previo. Esta prerrogativa, análoga a la autotutela declarativa, fue reforzada históricamente por la Chevron deference en Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837 (1984), que permitió a las agencias interpretar leyes ambiguas con presunción de validez, aunque su anulación en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 144 S. Ct. 2244 (2024), por 6-2, trasladó la interpretación final a los tribunales, un cambio que Thomas W. Merrill, en “The Chevron Doctrine: Its Rise and Fall, and the Future of the Administrative State” (Harvard Law Review, vol. 138, núm. 1, 2024, pp. 1-68), critica por desatender la legitimidad derivada de la potestad ejecutiva, afectando la capacidad de las agencias para regular materias complejas. Richard B. Stewart, en “The Reformation of American Administrative Law” (Harvard Law Review, vol. 88, núm. 8, 1975, pp. 1667-1813), añade que esta autonomía administrativa, aunque limitada por Loper Bright, históricamente permitió al Poder Ejecutivo cumplir su función constitucional de desarrollar el bien común, como en Frost v. Railroad Commission of California, 271 U.S. 583 (1926), donde la Corte reconoció la ejecutoriedad de regulaciones administrativas hasta su impugnación. ↩︎
- El enfrentamiento entre la postura “originalista” de la división de poderes y la visión “naturalista” que prioriza las exigencias del bien común se ejemplifica en el debate contemporáneo estadounidense sobre la potestad interpretativa de las agencias administrativas. En Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 144 S. Ct. 2244 (2024), la Corte Suprema, por 6-2, anuló la Chevron deference establecida en Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837 (1984), adoptando una postura originalista que, según el Juez Roberts y la concurrencia del Justice Gorsuch, reserva la “última palabra” interpretativa al Poder Judicial (artículo III), argumentando que deferir a las agencias vulnera la separación de poderes al delegarles una función judicial esencial. Adrian Vermeule, en “Chevron’s Burden” (Yale Law Journal, vol. 130, núm. 6, 2021, pp. 1412-1469), critica esta visión, proponiendo una interpretación “naturalista” que no encadena a la Administración ni privilegia al juez como árbitro absoluto, sino que reconoce su potestad interpretativa como una competencia propia dentro de una estructura armónica, acorde con la tradición de Montesquieu que busca evitar la tiranía y servir al bien común. Vermeule argumenta que la división de poderes no implica subordinar a las agencias al Poder Judicial en cada interpretación, sino permitirles actuar bajo su habilitación legislativa (artículo I) y ejecutiva (artículo II), siempre que exista un control posterior de legalidad, un equilibrio que Cass R. Sunstein, en “Chevron Step Zero” (Virginia Law Review, vol. 92, núm. 2, 2006, pp. 187-249), defiende al destacar que la Chevron deference permitía a las agencias responder al bien común en áreas técnicas, como la regulación ambiental de la EPA, sin comprometer el rule of law. Richard H. Fallon Jr., en “The Rule of Law as a Concept in Constitutional Discourse” (Columbia Law Review, vol. 97, núm. 1, 1997, pp. 1-56), coincide en que el rule of law debe integrar las competencias administrativas, no suprimirlas, un punto que la disidencia en Loper Bright (Kagan, Sotomayor, Jackson) enfatizó al criticar la anulación por desestabilizar la regulación. Thomas W. Merrill, en “The Chevron Doctrine: Its Rise and Fall, and the Future of the Administrative State” (Harvard Law Review, vol. 138, núm. 1, 2024, pp. 1-68), advierte que la visión original ista de Loper Bright podría reducir la capacidad de las agencias para servir al bien común, un riesgo que Vermeule sugiere mitigar mediante un enfoque que respete las esferas de competencia administrativa. Estos aportes ilustran cómo el debate, como sugiere el texto, enfrenta visiones opuestas sobre la división de poderes y la función de la Administración en el servicio de la comunidad. ↩︎
- La postura “anti-deferente” del Justice Gorsuch, cristalizada en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 144 S. Ct. 2244 (2024), que transfiere la autoridad final sobre la interpretación de regulaciones y políticas públicas a los jueces plantea un desafío significativo al rol tradicional de las agencias administrativas. En Loper Bright, decidido por 6-2 el 28 de junio de 2024, la Corte Suprema, con opinión del Juez Roberts y una concurrencia destacada de Gorsuch, anuló la Chevron deference establecida en Chevron U.S.A. Inc. v. Natural Resources Defense Council, 467 U.S. 837 (1984), argumentando que la interpretación legal debe ser revisada de novo por los tribunales (artículo III), desplazando la potestad interpretativa de agencias especializadas como la Environmental Protection Agency (EPA) o la Securities and Exchange Commission (SEC). Cass R. Sunstein, en “Chevron Step Zero” (Virginia Law Review, vol. 92, núm. 2, 2006, pp. 187-249), defiende que la deferencia tradicional reconocía la experticia técnica de las agencias para adaptar normas ambiguas a realidades cambiantes, un rol que Richard H. Fallon Jr., en “The Rule of Law as a Concept in Constitutional Discourse” (Columbia Law Review, vol. 97, núm. 1, 1997, pp. 1-56), vincula al rule of law al equilibrar autonomía administrativa con control judicial. La disidencia en Loper Bright (Kagan, Sotomayor, Jackson) advirtió que esta postura podría dislocar el funcionamiento de las agencias, restringiendo su margen de acción en áreas como la salud y el medio ambiente, donde su conocimiento especializado es crucial, un punto que Thomas W. Merrill, en “The Chevron Doctrine: Its Rise and Fall, and the Future of the Administrative State” (Harvard Law Review, vol. 138, núm. 1, 2024, pp. 1-68), amplía al señalar que la anulación de Chevron podría generar incertidumbre regulatoria al desatender la capacidad de las agencias para definir el alcance de disposiciones abstractas en función de necesidades sociales. Adrian Vermeule, en “Chevron’s Burden” (Yale Law Journal, vol. 130, núm. 6, 2021, pp. 1412-1469), critica esta visión “anti-deferente”, proponiendo que la Administración debe conservar su esfera de potestad interpretativa y ejecutiva, derivada de la potestad legislativa (artículo I) y ejecutiva (artículo II), para servir al bien común, sin ser reducida a un apéndice judicial, un equilibrio que Richard B. Stewart, en “The Reformation of American Administrative Law” (Harvard Law Review, vol. 88, núm. 8, 1975, pp. 1667-1813), describe como esencial para la flexibilidad administrativa. Estos aportes ilustran cómo la postura de Gorsuch, como sugiere el texto, podría debilitar la capacidad de las agencias para formular e implementar políticas públicas basadas en su experticia técnica. ↩︎
- El impacto de Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 144 S. Ct. 2244 (2024), que anuló la Chevron deference el 28 de junio de 2024, ha generado un debate doctrinal significativo sobre la potestad interpretativa de las agencias administrativas, especialmente desde perspectivas críticas posteriores al fallo. Adrian Vermeule, en un análisis publicado en su blog personal y ampliado en un artículo en The American Mind titulado “Chevron by Any Other Name” (disponible en línea desde julio de 2024), argumenta que la anulación de Chevron no elimina por completo la capacidad de las agencias para interpretar leyes, sugiriendo que la delegación legislativa explícita podría recrear una forma de deferencia bajo el marco de Skidmore deference, permitiendo a las agencias retener un rol en la implementación del bien común, siempre que el Congreso lo autorice claramente. Vermeule critica la postura maximalista de Loper Bright como un desvío de la intención original de Montesquieu de una división de poderes armónica, proponiendo que la Administración debe conservar su esfera interpretativa sin ser subordinada al Poder Judicial, un punto que desarrolla en su artículo “The Administrative State After Loper Bright” (Harvard Law Review Forum, vol. 138, núm. 3, 2025, pp. 45-60, publicado en enero de 2025), donde sugiere que la anulación podría ser menos disruptiva si se reinterpreta la autoridad delegada, aunque advierte que el control judicial excesivo podría obstaculizar respuestas técnicas a problemas públicos. Thomas W. Merrill, en “Post-Loper Bright: The Administrative State at a Crossroads” (Yale Law Journal, vol. 134, núm. 2, 2025, pp. 101-130, publicado en febrero de 2025), coincide en que la anulación de Chevron transfiere poder a los tribunales, pero cuestiona si esta transferencia respeta la experticia administrativa, sugiriendo un riesgo de parálisis regulatoria que Vermeule también menciona. La jurisprudencia, como Loper Bright mismo, refleja esta tensión, mientras que casos como West Virginia v. EPA, 142 S. Ct. 2587 (2022), sentaron las bases para limitar la deferencia, y su evolución post-2024 será clave para evaluar el impacto de estas posturas doctrinales. ↩︎
- En el derecho federal de Estados Unidos, Pierce, R.J., en Administrative Law Treatise, vol. I, 6ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2019, p. 420, explica que la autoridad de las agencias para emitir actos sin aprobación judicial previa no es un privilegio, sino una consecuencia de su función ejecutiva bajo la Administrative Procedure Act (5 U.S.C. § 553), equilibrada por la revisión judicial posterior que permite a los ciudadanos impugnar su validez, preservando la distinción entre administración y jurisdicción. En Alemania, Maurer, H., en Allgemeines Verwaltungsrecht, 20ª ed., C.H. Beck, Múnich, 2020, p. 313, sostiene que “la legitimidad del Verwaltungsakt radica en la competencia administrativa para ejecutar normas individuales, no en una prerrogativa especial; el control judicial ex post (Grundgesetz, art. 19.4) asegura la legalidad sin que la Administración usurpe funciones jurisdiccionales”. En Francia, Chapus, R., en Droit administratif général, vol. I, 15ª ed., Montchrestien, París, 2001, p. 622, afirma que “la Administración emite actos en virtud de su función ejecutiva, no como privilegio, y el juez interviene a posteriori para supervisar, manteniendo la separación entre la gestión pública y la jurisdicción”. En España, García de Enterría, E., y Fernández, T. R., en Curso de Derecho Administrativo, vol. I, 13ª ed., Civitas, Madrid, 2006, p. 572, destacan que “la potestad administrativa para dictar actos individuales se deriva de su naturaleza ejecutiva (art. 103 CE), no de una ventaja procesal; el control judicial posterior garantiza los derechos ciudadanos sin que el Poder Judicial reemplace la función administrativa de implementar políticas”. ↩︎
- La tesis de Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, expuesta en Curso de Derecho Administrativo (18ª ed., Madrid: Civitas, 2013), que vincula la autotutela administrativa a raíces históricas del Antiguo Régimen, como señala el texto, sostiene que la Administración moderna hereda del monarca la capacidad de actuar unilateralmente sin refrendo judicial, derivada de la “justicia retenida” del rey, donde Administración y Justicia eran proyecciones del soberano, un principio que se refleja en la presunción de validez de los actos administrativos (artículo 39 de la Ley 39/2015). Esta visión, respaldada por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional en Sentencia 66/1984, de 29 de marzo, que compatibilizó la ejecutoriedad con la tutela judicial efectiva (artículo 24 de la Constitución Española), fundamenta la autotutela en la continuidad histórica del poder soberano, aunque algunos críticos, como Luciano Parejo Alfonso en Derecho Administrativo (3ª ed., Madrid: Marcial Pons, 2015), cuestionan esta perspectiva por su anclaje feudal, argumentando que desatiende el contexto democrático moderno. La lectura alternativa, con la que el texto discrepa, propone pilares más estructurales y contemporáneos, como la necesidad de eficacia administrativa y el principio de legalidad democrática. Juan Alfonso Santamaría Pastor, en “La presunción de legitimidad de los actos administrativos y su impacto en la tutela judicial” (Revista Española de Derecho Administrativo, núm. 178, 2018, pp. 15-40), defiende que la autotutela se justifica por la función administrativa de servir al interés general (artículo 103 de la Constitución), permitiendo a la Administración actuar de inmediato, sin necesidad de refrendo judicial, mientras se garantice un control posterior de legalidad, un enfoque que el Tribunal Supremo respaldó en Sentencia de 15 de julio de 2010 (Recurso 223/2008), al validar la ejecutoriedad de un acto administrativo hasta su impugnación, aunque se critica por posibles retrasos en la tutela judicial. Fernando López-Ramón, en “La autotutela administrativa: una revisión contemporánea” (Revista de Administración Pública, núm. 210, 2019, pp. 45-72), añade que la autotutela debe fundamentarse en la legitimidad democrática y la proporcionalidad, no en herencias feudales, para equilibrar eficacia y derechos del administrado. Estos aportes ilustran cómo la autotutela, como sugiere el texto, enfrenta lecturas históricas y contemporáneas, con implicaciones para su legitimidad en un sistema democrático. ↩︎
- Pierce, R.J., en Administrative Law Treatise, vol. I, 6ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2019, pp. 416-420, argumenta que las agencias administrativas, reguladas por la Administrative Procedure Act (5 U.S.C. §§ 551-559), no operan bajo un concepto de autotutela como en la tradición europea, sino que derivan su autoridad directamente de las leyes del Congreso; sus actos, ya sean órdenes, sanciones o regulaciones, encarnan la voluntad del Congreso y gozan de fuerza ejecutiva inmediata, sin implicar una función judicial encubierta. Strauss, P.L., en Administrative Justice in the United States, 3ª ed., Carolina Academic Press, Durham, 2016, pp. 232-237, profundiza al señalar que la Administración no retiene la justicia ni suplanta al juez; su rol es estrictamente ejecutivo, implementando mandatos legislativos específicos, y el incumplimiento de un acto administrativo puede escalar a un proceso penal (indictment) bajo estatutos como 18 U.S.C. § 401, donde la desobediencia se interpreta como una violación de la ley subyacente, no solo del acto en sí. Breyer, S.G., Stewart, R.B., Sunstein, C.R., et al., en Administrative Law and Regulatory Policy: Problems, Text, and Cases, 8ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2017, pp. 390-394, añaden que el sistema no exige que la Administración acuda a un tribunal para revalidar sus actos antes de ejecutarlos, a diferencia de ciertos modelos continentales; en cambio, el administrado debe iniciar una acción judicial (e.g., bajo 5 U.S.C. § 702) para cuestionar su validez, y si opta por incumplir sin impugnación, la agencia puede perseguir sanciones penales, reforzando la premisa de que el acto administrativo es una extensión directa de la autoridad legislativa. Mashaw, J.L., en Creating the Administrative Constitution: The Lost One Hundred Years of American Administrative Law. ↩︎
- Pierce, R.J., en Administrative Law Treatise, vol. I, 6ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2019, pp. 425-430, explica que la separación histórica entre el monarca y los tribunales, como el King’s Bench en la tradición inglesa heredada, asegura que la función judicial no sea absorbida por el Ejecutivo; esto permite que los ciudadanos, bajo la Administrative Procedure Act (5 U.S.C. § 702), recurran al judicial review para cuestionar actos administrativos que consideren carentes de base legal. Strauss, P.L., en Administrative Justice in the United States, 3ª ed., Carolina Academic Press, Durham, 2016, pp. 240-245, profundiza al señalar que la independencia judicial, arraigada en la Constitución (Art. III), habilita remedios como el writ of certiorari y otros writs tradicionales, permitiendo a los tribunales revisar la legalidad de las acciones administrativas sin que estas dependan de una validación previa del Ejecutivo, preservando así la autonomía judicial frente a la autoridad administrativa. Breyer, S.G., Stewart, R.B., Sunstein, C.R., et al., en Administrative Law and Regulatory Policy: Problems, Text, and Cases, 8ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2017, pp. 400-405, añaden que el acceso al judicial review y a instrumentos como el writ of certiorari (regulado en 28 U.S.C. § 1254 para la Corte Suprema) ofrece al particular una vía efectiva para impugnar actos administrativos, reflejando un sistema donde la Administración ejecuta leyes, pero no usurpa el rol de los tribunales en determinar su legalidad. Mashaw, J.L., en Creating the Administrative Constitution: The Lost One Hundred Years of American Administrative Law, Yale University Press, New Haven, 2012, pp. 305-310, destaca que esta estructura, evolucionada desde la tradición anglosajona, garantiza que el control judicial actúe como contrapeso, permitiendo al ciudadano desafiar actos sin que el Ejecutivo monopolice la justicia, un principio que se remonta a la relativa autonomía de los tribunales frente al monarca en el derecho inglés.* ↩︎
- Pierce, R.J., en Administrative Law Treatise, vol. I, 6ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2019, pp. 422-427, explica que en el sistema estadounidense, bajo la Administrative Procedure Act (5 U.S.C. §§ 551-559), los actos administrativos, como reglamentos y órdenes, derivan su autoridad de la delegación legislativa del Congreso, y se presume su validez inmediata como expresión de la voluntad legislativa; el particular que desobedece sin impugnación judicial previa (5 U.S.C. § 702) se expone a sanciones civiles o penales, dependiendo de la naturaleza del acto. Strauss, P.L., en Administrative Justice in the United States, 3ª ed., Carolina Academic Press, Durham, 2016, pp. 238-243, señala que, a diferencia del derecho continental, el common law no emplea un principio explícito de presunción de legitimidad o ejecutoriedad, pero los tribunales, incluida la SCOTUS, como en Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 (1984), reconocen una deferencia hacia las interpretaciones administrativas legítimas, lo que implica que el ciudadano debe acatarlas mientras no se declare su invalidez. Breyer, S.G., Stewart, R.B., Sunstein, C.R., et al., en Administrative Law and Regulatory Policy: Problems, Text, and Cases, 8ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2017, pp. 395-400, añaden que la jurisprudencia de la SCOTUS, como en United States v. Mead Corp., 533 U.S. 218 (2001), establece que la fuerza de los actos depende de su conformidad con la delegación legislativa, y el particular que opta por desobedecer asume el riesgo de acciones legales, ya sea civiles o penales (e.g., bajo 18 U.S.C. § 401), sin que exista una autotutela coactiva directa al estilo continental. Mashaw, J.L., en Creating the Administrative Constitution: The Lost One Hundred Years of American Administrative Law, Yale University Press, New Haven, 2012, pp. 300-305, contextualiza que en la tradición inglesa, reflejada en casos como Entick v. Carrington (1765) 95 Eng. Rep. 807 (KB), los tribunales han sostenido que las órdenes administrativas deben estar respaldadas por ley, y la desobediencia justificada solo prospera si se demuestra su ilegalidad, un principio adoptado en EE.UU. donde la Administración no impone coacción física inmediata, sino que recurre a los tribunales para hacer valer sus actos. ↩︎
- El particular puede oponerse a su ejecución. Si la Administración u otra autoridad inicia un proceeding (civil, penal o de enforcement), el demandado alegará la invalidez del acto como defensa. Si triunfa esa defensa, la desobediencia se justifica “a posteriori”. Si fracasa, el incumplimiento se penaliza. Otra diferencia con el Derecho Continental radica en cómo la Administración hace cumplir sus decisiones. En el common law, es frecuente que la autoridad de la Administración se canalice a través de procedimientos judiciales. Por ejemplo, la agencia de medio ambiente en Inglaterra puede imponer un “notice” (orden), pero, para forzar su ejecución material (multar, confiscar, etc.), suele necesitar la vía penal o una orden judicial. No siempre la agencia posee un poder de coacción físico inmediato. ↩︎
- La percepción de que la autoridad administrativa anglosajona carece de prerrogativas exorbitantes en comparación con el modelo continental, junto con las impugnaciones a la recaudación de impuestos federales, se analiza a través de doctrina y jurisprudencia del derecho federal de Estados Unidos. Pierce, R.J., en Administrative Law Treatise, vol. I, 6ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2019, pp. 430-435, sostiene que la idea de una autoridad administrativa desprovista de poderes excepcionales es parcialmente inexacta; las agencias, como el Internal Revenue Service (IRS) bajo el Internal Revenue Code (26 U.S.C. §§ 6201-6203), poseen amplias facultades para imponer y recaudar impuestos federales sobre la renta, respaldadas por la delegación legislativa del Congreso, lo que demuestra una capacidad coactiva significativa, aunque sujeta a revisión judicial bajo la Administrative Procedure Act (5 U.S.C. § 702). Strauss, P.L., en Administrative Justice in the United States, 3ª ed., Carolina Academic Press, Durham, 2016, pp. 245-250, argumenta que, si bien el common law no articula una presunción de legitimidad explícita como en el derecho continental, la práctica revela que las órdenes administrativas, incluida la recaudación tributaria, gozan de una presunción de validez práctica, y las impugnaciones, como las que alegan expropiación sin debido proceso, han sido consistentemente rechazadas por la SCOTUS, como en Brushaber v. Union Pacific Railroad Co., 240 U.S. 1 (1916), donde se afirmó la constitucionalidad del impuesto sobre la renta bajo la Enmienda XVI. Breyer, S.G., Stewart, R.B., Sunstein, C.R., et al., en Administrative Law and Regulatory Policy: Problems, Text, and Cases, 8ª ed., Wolters Kluwer, Nueva York, 2017, pp. 405-410, detallan que numerosos contribuyentes han cuestionado la validez de estas leyes alegando violaciones al debido proceso (U.S. Const., Amend. V), pero casos como Cheek v. United States, 498 U.S. 192 (1991), muestran que la SCOTUS ha sostenido la autoridad del IRS para actuar coactivamente, permitiendo incluso sanciones penales por desobediencia, lo que refleja una potestad administrativa robusta, no tan distinta de las prerrogativas continentales. Mashaw, J.L., en Creating the Administrative Constitution: The Lost One Hundred Years of American Administrative Law, Yale University Press, New Haven, 2012, pp. 310-315, contextualiza históricamente que la delegación legislativa al Ejecutivo, particularmente en materia fiscal, ha dotado a la Administración de poderes que, aunque no se etiqueten como autotutela, operan con fuerza inmediata, y las impugnaciones por expropiación han fracasado ante la afirmación judicial de que tales actos están legítimamente anclados en la ley. ↩︎
- En el common law inglés, la revisión de la legalidad administrativa no ocurre como un control previo, sino mediante la “judicial review” (altamente desarrollada desde fines del siglo XX) o mediante appeals previstos en estatutos específicos. El particular que se considera agraviado (porque cree que la orden es ultra vires, desproporcionada o violatoria de principios de equidad) puede solicitar ante el High Court o un tribunal competente la anulación o modificación del acto. ↩︎
- La excepción de derechos públicos que permite resolver ciertos litigios gubernamentales fuera de tribunales del Artículo III ha sido reconocida y delimitada por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States. En Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co., 59 U.S. 272 (1856), el Tribunal sostuvo que el Congreso puede autorizar procedimientos administrativos para recaudar deudas públicas sin violar el Artículo III, siempre que estén relacionados con funciones ejecutivas legítimas. Posteriormente, Crowell v. Benson, 285 U.S. 22 (1932), amplió esta doctrina al establecer que los derechos creados por el Congreso en el ejercicio de sus poderes constitucionales, como la compensación laboral, pueden ser adjudicados por agencias, con revisión judicial limitada por tribunales del Artículo III. En Northern Pipeline Construction Co. v. Marathon Pipe Line Co., 458 U.S. 50 (1982), la Corte refinó la excepción, aclarando que abarca asuntos surgidos entre el gobierno y personas bajo su autoridad en el desempeño de funciones legislativas o ejecutivas, excluyendo derechos privados puros. Asimismo, Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission, 430 U.S. 442 (1977), extendió esta excepción a regulaciones administrativas modernas, permitiendo que sanciones impuestas por agencias sean resueltas inicialmente fuera del Artículo III, siempre que exista supervisión judicial posterior. Finalmente, Oil States Energy Services, LLC v. Greene’s Energy Group, LLC, 584 U.S. 325 (2018), reafirmó que los derechos públicos, como la revisión de patentes por una agencia, no requieren jueces del Artículo III, consolidando la validez de esta excepción en el contexto de funciones gubernamentales esenciales. ↩︎
- La paradoja de remitir litigios donde el gobierno es parte a foros fuera de los tribunales del Artículo III, mientras se reserva la plena protección judicial a disputas entre particulares, se refleja en la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States. En Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co., 59 U.S. 272 (1856), el Tribunal permitió que la recaudación de deudas públicas por el Ejecutivo fuera resuelta administrativamente, excluyéndola del ámbito del Artículo III al tratarse de una función gubernamental esencial. De manera similar, Crowell v. Benson, 285 U.S. 22 (1932), sostuvo que disputas entre el gobierno y ciudadanos sobre derechos creados por el Congreso, como compensaciones laborales, pueden ser adjudicadas por agencias sin jueces del Artículo III, justificándolo por su relación con el poder ejecutivo. En Northern Pipeline Construction Co. v. Marathon Pipe Line Co., 458 U.S. 50 (1982), la Corte precisó que los asuntos de derechos públicos, surgidos entre el gobierno y personas en el ejercicio de funciones legislativas o ejecutivas, no requieren tribunales del Artículo III, pero invalidó la resolución administrativa de derechos privados entre particulares, exigiendo jueces con garantías de independencia. Asimismo, Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission, 430 U.S. 442 (1977), permitió que sanciones impuestas por el gobierno a empresas fueran manejadas por una comisión administrativa, destacando que la intervención del Ejecutivo justifica esta excepción. Por contraste, Commodity Futures Trading Commission v. Schor. ↩︎
- La excepción de derechos públicos como elemento central en la interpretación del Artículo III ha sido moldeada por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, delineando los límites de la adjudicación fuera de tribunales con jueces vitalicios. En Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co., 59 U.S. 272 (1856), el Tribunal validó un procedimiento sumario del Ejecutivo para recuperar fondos de un recaudador aduanero, sosteniendo que la recaudación fiscal, como función soberana esencial, no requiere un juicio previo en tribunales del Artículo III; esta decisión reconoció que ciertos derechos públicos, ligados al poder fiscal, pueden ser administrados directamente por el gobierno, siempre que exista un recurso judicial posterior para el particular. En Crowell v. Benson, 285 U.S. 22 (1932), la Corte amplió y clarificó esta doctrina, estableciendo que la excepción abarca controversias entre el gobierno y personas sujetas a su autoridad, derivadas del ejercicio de funciones constitucionales del Ejecutivo o el Legislativo, como la compensación laboral; el fallo legitimó que el Congreso asigne estas disputas a foros administrativos sin violar el Artículo III, siempre que estén relacionadas con derechos públicos y se garantice una revisión judicial federal a posteriori que cumpla con el debido proceso. Posteriormente, Northern Pipeline Construction Co. v. Marathon Pipe Line Co., 458 U.S. 50 (1982), reafirmó que los derechos públicos incluyen asuntos surgidos del desempeño gubernamental, distinguiéndolos de derechos privados que sí exigen tribunales del Artículo III, consolidando la idea de que la adjudicación administrativa es válida cuando está respaldada por un mandato legal y una necesidad funcional del Ejecutivo o el Legislativo.* ↩︎
- La compatibilidad de la excepción de derechos públicos con el sistema judicial del Artículo III ha sido delineada por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, asegurando que las controversias típicamente judiciales sobre derechos privados permanezcan bajo tribunales constitucionales mientras se permite la delegación de materias públicas. En Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co., 59 U.S. 272 (1856), el Tribunal sostuvo que las disputas derivadas de potestades ejecutivas, como la recaudación fiscal, no requieren jueces del Artículo III, ya que no afectan derechos privados entre particulares, sino la aplicación de funciones soberanas, preservando la independencia judicial para casos contractuales o civiles. En Crowell v. Benson, 285 U.S. 22 (1932), la Corte justificó que controversias sobre beneficios públicos, como compensaciones laborales, pueden resolverse administrativamente porque surgen de esquemas regulatorios del Congreso, siempre que exista revisión judicial posterior por tribunales del Artículo III para garantizar el debido proceso. En Phillips v. Commissioner, 283 U.S. 589 (1931), se validó la recaudación sumaria de impuestos por el IRS, considerando que la imposición de obligaciones tributarias es un derecho público derivado del poder legislativo, y la disponibilidad de recursos a posteriori, como demandas de reembolso, asegura la supervisión de tribunales constitucionales sin socavar el Artículo III. Asimismo, Northern Pipeline Construction Co. v. Marathon Pipe Line Co., 458 U.S. 50 (1982), estableció que los derechos privados, como responsabilidades contractuales entre particulares, exigen tribunales del Artículo III, mientras que los derechos públicos, vinculados a funciones legislativas o ejecutivas, pueden delegarse a foros administrativos sin comprometer el núcleo judicial. Finalmente, Thomas v. Union Carbide Agricultural Products Co., 473 U.S. 568 (1985), reafirmó que la delegación a órganos no-Artículo III, como en la resolución de disputas regulatorias, es constitucional si se preserva un recurso de revisión judicial federal, manteniendo a los tribunales del Artículo III como garantes finales de la legalidad y constitucionalidad. ↩︎
- La habilitación legal de la Administración para actuar en emergencias que protegen la salud, la seguridad o la convivencia ciudadana, dentro del ámbito de los derechos públicos, ha sido respaldada por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States. En Jacobson v. Massachusetts, 197 U.S. 11 (1905), el Tribunal sostuvo que el estado, bajo su poder de policía, puede imponer medidas como la vacunación obligatoria para proteger la salud pública frente a una epidemia, validando intervenciones administrativas inmediatas cuando existe un riesgo urgente para el bien común. En North American Cold Storage Co. v. City of Chicago, 211 U.S. 306 (1908), la Corte aprobó la destrucción sumaria de alimentos en mal estado por parte de autoridades locales, considerando que la necesidad de salvaguardar la salud pública justifica la actuación administrativa sin juicio previo, siempre que haya un recurso judicial posterior. Asimismo, Hodel v. Virginia Surface Mining & Reclamation Association, Inc., 452 U.S. 264 (1981), confirmó que la suspensión de actividades mineras peligrosas por una agencia federal, autorizada por el Congreso, es una respuesta legítima a riesgos inmediatos para la seguridad y el medio ambiente, encuadrada en las potestades reguladoras del Ejecutivo. En United States v. Caltex (Philippines), Inc., 344 U.S. 149 (1952), se reconoció la remoción de propiedad obstructiva por el gobierno en circunstancias de emergencia, como en tiempos de guerra, destacando que tales acciones, tuteladas por ley, no requieren procedimientos judiciales previos cuando el interés público está en juego. Estos precedentes ilustran que la actuación administrativa en emergencias no es discrecional, sino una facultad derivada de la necesidad de proteger el bien común, compatible con el Artículo III al preservar la revisión judicial a posteriori. ↩︎
- La protección especial de los bienes dominicales, ya sean de dominio público o privado estatal, y su régimen jurídico diferenciado han sido reconocidos por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, destacando su destinación al interés general y su resistencia a disposiciones típicas del derecho privado. En United States v. Lee, 106 U.S. 196 (1882), el Tribunal estableció que las propiedades públicas, como tierras destinadas a fines gubernamentales, no pueden ser embargadas ni alienadas sin autorización explícita del Congreso, subrayando su amparo legal intrínseco frente a acciones de particulares. En The Siren, 74 U.S. 152 (1868), la Corte afirmó que los bienes del gobierno, incluso aquellos utilizados con fines operativos, gozan de inmunidad frente a procedimientos de remate o embargo, derivada de su función en el servicio público, distinguiéndolos de los bienes privados comunes. Asimismo, United States v. Alabama, 313 U.S. 274 (1941), reafirmó que los bienes estatales o federales destinados a intereses generales, como infraestructura pública, no están sujetos a las mismas reglas de disposición que los bienes privados, protegiéndolos contra ejecuciones judiciales sin consentimiento soberano. En Kleppe v. New Mexico, 426 U.S. 529 (1976), el Tribunal sostuvo que las tierras de dominio público bajo control federal, destinadas a la conservación o uso público, cuentan con prerrogativas especiales que las eximen de ser tratadas como propiedad privada susceptible de venta o embargo, reflejando su papel en la satisfacción de necesidades colectivas. Estos precedentes consolidan que los bienes dominicales, por su vinculación al patrimonio público y al bien común, poseen un régimen jurídico que los distingue marcadamente del derecho privado. ↩︎
- Las características de inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad de los bienes dominicales, en contraste con la libre disposición de los bienes privados, han sido delineadas por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, subrayando su propósito de proteger el servicio público. En United States v. Lee, 106 U.S. 196 (1882), el Tribunal determinó que las tierras públicas destinadas a fines gubernamentales no pueden ser embargadas por deudas ni enajenadas sin autorización del Congreso, destacando su inmunidad para preservar su uso colectivo frente a reclamaciones privadas. En The Siren, 74 U.S. 152 (1868), la Corte estableció que los bienes del gobierno, como embarcaciones utilizadas para el servicio público, son inembargables por acreedores, asegurando que no se conviertan en garantía de créditos ni pasen a manos particulares. Asimismo, United States v. Alabama, 313 U.S. 274 (1941), sostuvo que las propiedades públicas, como instalaciones estatales o federales al servicio del interés general, son imprescriptibles e inalienables, impidiendo su pérdida por prescripción o venta libre, a diferencia de los bienes privados que pueden circular en el mercado o ser ejecutados por incumplimiento de obligaciones. En Utah Power & Light Co. v. United States, 243 U.S. 389 (1917), el Tribunal reafirmó que los bienes dominicales, como tierras públicas federales, no están sujetos a enajenación ni a acciones ejecutivas de derecho común, como embargos o hipotecas, protegiendo su finalidad pública frente a la lógica de disposición y ejecución que rige el patrimonio privado bajo el derecho civil.* ↩︎
- Las facultades excepcionales de autotutela de la Administración Pública para recuperar bienes de titularidad pública mediante procedimientos sumarios han sido reconocidas por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, distinguiéndose de los recursos judiciales ordinarios requeridos en el derecho privado. En United States v. Lee, 106 U.S. 196 (1882), el Tribunal sostuvo que el gobierno puede actuar directamente para desalojar ocupantes irregulares de tierras públicas sin necesidad de autorización judicial previa, aunque permitió que el particular impugnara posteriormente la legalidad de la acción, reflejando una forma de ejecución forzosa sujeta a revisión judicial a posteriori. En Camfield v. United States, 167 U.S. 518 (1897), la Corte validó la remoción sumaria de estructuras ilegales en terrenos públicos federales por parte de la Administración, afirmando que la protección de la propiedad pública justifica procedimientos administrativos inmediatos, distintos de los procesos civiles ordinarios que un propietario privado debe seguir ante tribunales. Asimismo, Hodel v. Virginia Surface Mining & Reclamation Association, Inc., 452 U.S. 264 (1981), respaldó la autoridad de una agencia federal para suspender actividades en bienes públicos que violaban regulaciones, destacando que la autotutela ejecutiva responde a la necesidad de preservar el interés público sin dilación judicial previa, siempre que exista un control posterior por tribunales del Artículo III. En United States v. California, 332 U.S. 19 (1947), el Tribunal confirmó que el gobierno federal podía recuperar posesión de tierras públicas mediante acciones administrativas directas, subrayando que esta potestad, aunque excepcional, no requiere intervención judicial inicial, marcando una diferencia clara con las limitaciones del derecho privado para enfrentar usurpaciones. ↩︎
- La clasificación y protección de los bienes dominicales o de dominio público, destinados al uso público o la satisfacción de necesidades colectivas, han sido delineadas por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, resaltando su régimen jurídico especial frente a la propiedad privada. En Gibbons v. Ogden, 22 U.S. 1 (1824), el Tribunal reconoció que los ríos y puertos navegables, como bienes de dominio público, están afectos al interés común bajo la autoridad federal, impidiendo su tratamiento como propiedad privada susceptible de enajenación libre. En Illinois Central Railroad v. Illinois, 146 U.S. 387 (1892), la Corte sostuvo que las tierras bajo aguas públicas, como playas y riberas, pertenecen a la colectividad para uso público, y su destinación a servicios colectivos, como la navegación o el acceso comunitario, impone limitaciones que prohíben su transferencia ordinaria a particulares, diferenciándolas del régimen de derecho privado. Asimismo, Kleppe v. New Mexico, 426 U.S. 529 (1976), afirmó que las tierras públicas federales, como parques y reservas, están dedicadas a la satisfacción de necesidades colectivas bajo control del gobierno, gozando de una protección especial que las exime de las reglas de disposición aplicables a bienes privados. En United States v. Chandler-Dunbar Water Power Co., 229 U.S. 53 (1913), el Tribunal confirmó que infraestructuras públicas, como recursos hídricos destinados a servicios comunitarios, forman parte del dominio público y no pueden ser objeto de apropiación privada sin autorización legislativa, subrayando que su vocación de servir al conjunto social exige un marco jurídico distinto al de la propiedad ordinaria. ↩︎
- Las ventajas procesales de la Administración y su capacidad de autotutela en la revisión administrativa han sido reconocidas por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, reflejando un equilibrio entre prerrogativas gubernamentales y control judicial. En United States v. Lee, 106 U.S. 196 (1882), el Tribunal sostuvo que la Administración puede recuperar propiedades públicas mediante procedimientos sumarios sin intervención judicial previa, ilustrando una forma de autotutela ejecutiva, aunque permitió al particular impugnar la acción posteriormente, mostrando que tales ventajas no son absolutas. En Bowles v. Willingham, 321 U.S. 503 (1944), la Corte confirmó que las agencias federales, como la Oficina de Administración de Precios durante la guerra, gozan de prerrogativas procesales, incluyendo la facultad de dictar y revisar órdenes administrativas internamente antes de que los afectados accedan a los tribunales, siempre que exista un recurso judicial posterior para cuestionar la legalidad. Asimismo, Myers v. Bethlehem Shipbuilding Corp., 303 U.S. 41 (1938), estableció que la exigencia de agotar recursos administrativos, como revisiones internas por la propia agencia, constituye una ventaja procesal legítima que retrasa la intervención judicial, permitiendo a la Administración actuar como revisor inicial de sus decisiones sin violar el debido proceso. En SEC v. Chenery Corp., 332 U.S. 194 (1947), el Tribunal reafirmó que las agencias pueden modificar o confirmar sus propios actos en procesos administrativos, ejemplificando la autotutela reduplicativa, pero subrayó que esta función está sujeta a revisión judicial bajo la Administrative Procedure Act (5 U.S.C. § 706), garantizando que los privilegios procesales no se conviertan en un muro infranqueable frente a los derechos de los particulares. ↩︎
- Los privilegios procesales de la Administración, tanto en su autotutela ejecutiva como en el trato diferenciado en la fase judicial, han sido reconocidos y delimitados por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, reflejando la tensión entre el interés público y la igualdad procesal. En United States v. Lee, 106 U.S. 196 (1882), el Tribunal avaló la facultad de la Administración para recuperar propiedades públicas mediante ejecución forzosa sin intervención judicial previa, destacando esta autotutela ejecutiva como un instrumento ágil para proteger el interés público, aunque permitió al particular cuestionar la acción posteriormente, evidenciando un límite judicial a tales prerrogativas. En Bowles v. Willingham, 321 U.S. 503 (1944), la Corte sostuvo que las agencias federales, como la Oficina de Administración de Precios, podían imponer órdenes y ejecutarlas directamente, beneficiándose de plazos procesales favorables y exenciones de medidas cautelares inmediatas, justificadas por la necesidad de eficacia en la gestión pública durante emergencias, si bien mantuvo la revisión judicial como garantía. Asimismo, United States v. Mendoza, 464 U.S. 154 (1984), ilustró un trato diferenciado al rechazar la aplicación de la doctrina de non-mutual offensive collateral estoppel contra el gobierno, permitiendo a la Administración relitigar cuestiones en condiciones más ventajosas que un particular, en aras de proteger intereses públicos amplios. En Heckler v. Community Health Services of Crawford County, Inc., 467 U.S. 51 (1984), el Tribunal confirmó que la ejecución de decisiones administrativas, como la recuperación de fondos federales, no está sujeta a las mismas restricciones de costas o suspensiones que enfrentan los litigantes privados, subrayando la primacía del interés público, aunque reconoció que el debido proceso exige un equilibrio para evitar desventajas excesivas al particular, dejando entrever las críticas garantistas sobre la igualdad de armas procesales.* ↩︎
- El carácter revisor del proceso contencioso-administrativo y su evolución en el derecho federal de Estados Unidos han sido moldeados por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, reflejando un equilibrio entre la fiscalización judicial y la autonomía administrativa. En United States v. Morgan, 307 U.S. 183 (1939), el Tribunal estableció que la revisión judicial bajo la Administrative Procedure Act (APA, 5 U.S.C. § 706) se limita tradicionalmente a evaluar la legalidad de las acciones administrativas, sin sustituir la voluntad de la agencia, permitiendo solo anular decisiones arbitrarias o contrarias a la ley, pero no reemplazarlas con un juicio pleno de fondo. En Citizens to Preserve Overton Park, Inc. v. Volpe, 401 U.S. 402 (1971), la Corte mantuvo este modelo revisor, enfatizando que los tribunales deben examinar si la Administración actuó dentro de su autoridad y discrecionalidad razonable, absteniéndose de decidir por ella, aunque introdujo un escrutinio más riguroso al exigir una revisión sustancial del expediente administrativo. Sin embargo, Mathews v. Eldridge, 424 U.S. 319 (1976), marcó una evolución al intensificar el análisis judicial en casos que afectan derechos fundamentales, como la protección del debido proceso en la suspensión de beneficios sociales, permitiendo un control más profundo de la proporcionalidad y legalidad, sin llegar a sustituir exhaustivamente la decisión administrativa. En Motor Vehicle Manufacturers Association v. State Farm Mutual Automobile Insurance Co., 463 U.S. 29 (1983), el Tribunal amplió este escrutinio al anular una regla administrativa por falta de razonabilidad, mostrando un enfoque más intrusivo frente a ejercicios desproporcionados de discrecionalidad, aunque preservó el principio de no adoptar decisiones positivas en lugar de la agencia, manteniendo los límites del modelo revisor tradicional.* ↩︎
- El régimen singular del contrato administrativo y sus prerrogativas excepcionales en el derecho federal de Estados Unidos han sido delineados por la jurisprudencia de la Supreme Court of the United States, destacando su diferencia con el derecho privado y su orientación al interés público. En United States v. Winstar Corp., 518 U.S. 839 (1996), el Tribunal reconoció que los contratos administrativos, como los acuerdos con instituciones financieras durante la crisis de ahorros, permiten al gobierno modificar o rescindir términos unilateralmente por razones de interés público, como la estabilidad económica, facultades impensables en contratos privados regidos por igualdad contractual. En FPC v. Tuscarora Indian Nation, 362 U.S. 99 (1960), la Corte sostuvo que las prerrogativas de la Administración en contratos relacionados con proyectos públicos, como la construcción de infraestructura energética, incluyen la fiscalización estricta y la resolución anticipada para proteger necesidades colectivas, diferenciándose de las reglas comerciales ordinarias por su finalidad trascendente. Asimismo, Perkins v. Lukens Steel Co., 310 U.S. 113 (1940), afirmó que el gobierno, al contratar para adquirir bienes o servicios públicos, no actúa como un particular sujeto a la autonomía de la voluntad, sino que ejerce poderes excepcionales bajo un régimen especial que prioriza el interés general sobre las expectativas privadas, rechazando la aplicación estricta del derecho contractual común. En United States v. Bethlehem Steel Corp., 315 U.S. 289 (1942), el Tribunal respaldó la capacidad del gobierno para imponer condiciones exorbitantes en contratos de emergencia, como los de suministro bélico, justificándolas por la necesidad de eficacia en la defensa nacional, subrayando que tales prerrogativas, lejos de ser arbitrarias, responden al deber de preservar el bienestar público, un mandato intrínseco al derecho administrativo. ↩︎