Tanta difusión tuvo mi nota anterior acerca de las enseñanzas y aportes del Talmud al derecho constitucional argentino, que siento la irresistible obligación intelectual de expandir estas reflexiones. En este renovado intento, no pretendo simplemente reiterar antiguos argumentos, sino revelar las profundas convergencias que unen la ancestral ley mosaica, la inspiradora palabra de los evangelios, el siempre desafiante y esclarecedor Talmud, y la filosofía jurídica de Tomás de Aquino con las raíces mismas del derecho constitucional moderno.
Nuestra constitución no es una isla. Es un complejo y delicado tejido donde se entrelazan los hilos del tiempo, tradiciones religiosas y doctrinas filosóficas.
1. Introducción: ¿Es suficiente la letra?
Verdaderamente la interpretación textual —entendida como adhesión a la literalidad del texto normativo o revelado— ha sido uno de los enfoques más influyentes y controvertidos en la historia del derecho y la teología. Vale decir que la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) ha sostenido de manera reiterada que el método literal es la primera herramienta a la que debe recurrir un juez al interpretar una norma legal. Esto implica que las palabras de la ley deben ser el punto de partida, y que la claridad del texto normativo obliga a respetar su literalidad, sin apartarse de ella ni de su espíritu, incluso cuando se busca armonizarla con garantías o principios constitucionales. (Fallos: 345:533, entre muchos otros)
Vale decir que, si bien el texto constituye el punto de partida indispensable de toda reflexión jurídica o religiosa, la historia del pensamiento revela una tensión constante entre la letra y el espíritu, entre el mandato normativo y su sentido más profundo. De hecho, la jurisprudencia de la CSJN ha explicado que debe indagarse el verdadero alcance de las normas mediante un examen de sus términos que consulte su racionalidad, no de una manera aislada o literal, sino computando la totalidad de sus preceptos, y atendiendo a la finalidad que se tuvo en miras con su sanción (Fallos: 339:323, entre muchos otros)
Cabe destacar que esta tensión atraviesa toda la tradición judeocristiana: desde la Ley Mosaica, pasando por los Evangelios y el Talmud, hasta culminar en la filosofía escolástica de Tomás de Aquino y en las doctrinas jurisprudenciales de la Corte Suprema de los Estados Unidos.
En ese sentido, este ensayo propone un análisis crítico de la interpretación textual a partir de estos cinco grandes sistemas, explorando cómo el texto no puede considerarse absoluto, sino que debe ser leído a la luz de principios superiores, contextos históricos y fines éticos. Lejos de representar una traición al texto, esta apertura interpretativa constituye su plenitud más honda.
2. La Ley Mosaica: origen divino y tensión hermenéutica
La Ley Mosaica (Torá) ocupa un lugar central en la tradición judía. En apariencia, dada directamente por Dios a Moisés en el Sinaí, la Torá escrita constituye la fuente primera de normatividad, tanto en su dimensión legal (mitzvot) como en su función pedagógica. Pero, a decir verdad, desde los propios libros del Pentateuco emergen indicios de una necesaria interpretación. En ese sentido, en la tradición judía encontramos el principio ético de lifnimmishurat hadin, que exhorta a los hombres a ir más allá de lo que dicta estrictamente la letra de la ley.
Sin duda alguna, este mandato ancestral nos recuerda que la verdadera justicia no se limita a la aplicación mecánica de las normas, sino que demanda la generosidad, la humanidad y el sentido moral profundo que yace en el corazón de quienes ejercen autoridad y ciudadanía. En la misma comprensión, siglos después, la CSJN prescribiría que una aplicación descontextualizada de la ley sería contraria a la esencia del derecho y al rol de los magistrados y de allí la importancia de considerar las consecuencias de las decisiones judiciales, ya que estas constituyen un indicador clave para evaluar la razonabilidad de un fallo. (Fallos: 344:3156).
3. Los Evangelios: del cumplimiento de la ley al espíritu de la ley
Jesús de Nazaret, en los Evangelios, reinterpreta la Ley Mosaica desde una ética del amor. En el Sermón del Monte (Mt 5-7), dice: “No he venido a abolir la ley, sino a darle cumplimiento”, y procede a releer mandatos legales a partir de su intención moral. La famosa expresión “El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2:27) revela que el espíritu debe prevalecer sobre la letra cuando están en juego la dignidad, la misericordia o la vida. En la misma senda ética de este principio, se lee en el Talmud a partir de las enseñanzas dl sabio Rabí Yojanán que Jerusalén fue destruida únicamente porque sus habitantes se atuvieron al juicio de la Torá (es decir, aplicaron la ley estricta) y no actuaron más allá de la letra de la ley.
Lo señalado indica que una adhesión excesivamente literal a la norma, sin considerar la equidad o misericordia, fue moralmente catastrófica para el pueblo de Israel. En otras palabras, la tradición rabínica enseña que incluso cuando la ley positiva da la razón a alguien, es deseable que no se apegue ciegamente a ese derecho si con ello se sacrifica la justicia o la compasión. Así, lifnim mishurat hadin representa la elevación de la ética por encima del mínimo legal.
Por cierto, cabe destacar que esta visión ya esboza una hermenéutica principal que influenciará posteriormente a los padres de la Iglesia y al pensamiento escolástico. Sucede que, en efecto, la idea de que la justicia ideal no siempre queda agotada por el cumplimiento literal de la ley escrita. Ya en la Torá se encuentra el versículo “Harás lo que es bueno y recto ante los ojos de Dios” (Deuteronomio 6:18), sobre el cual comentan los sabios que contiene una exhortación general a ir más allá de las reglas explícitas. Comentaristas clásicos como Rashi y Najmánides (Rambán) señalan que este versículo ordena un nivel de comportamiento “por encima de la letra de la ley”. Es que precisamente “hacer lo bueno y lo justo” sirve como cláusula de cierre para cubrir aquellos casos no contemplados explícitamente, obligando al individuo a conducirse con rectitud y justicia incluso más allá del requisito legal estricto.
Así, en la Halajá, hora’at sha’ah permite a los rabinos adaptar temporalmente ciertas normas para dar prioridad a valores superiores en situaciones excepcionales, como la preservación de la vida (pikuach nefesh) o la paz comunitaria (shalom). Sin duda alguna esto no significa que los rabinos estén creando nuevas normas, sino que están optimizando los principios halájicos, evaluando cuál de ellos debe prevalecer en el caso específico, en función de las necesidades y valores en conflicto.
De manera similar, muchos siglos después, se elucubró que los principios son entendidos como mandatos de optimización, es decir, normas que deben realizarse en la mayor medida posible, dadas las circunstancias fácticas y jurídicas del caso concreto y que la ponderación permitía resolver conflictos entre principios, como la libertad y la igualdad, considerando el peso relativo de cada uno en el contexto particular.
En el ejercicio de la función judicial, los jueces enfrentan una responsabilidad que va más allá de la aplicación técnica y literal de las normas. La afirmación de que “los jueces no pueden prescindir de los resultados de sus decisiones” pone de manifiesto que el derecho no opera en un vacío, sino en un contexto social, político y humano que exige a los jueces un ejercicio prudencial y responsable. Esta máxima, recogida en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, subraya que el poder judicial no es simplemente un intérprete mecánico de las leyes, sino un actor esencial en el equilibrio institucional y en la garantía de justicia sustantiva. En este sentido, los jueces, al tomar sus decisiones, no solo deben evaluar la validez formal de las normas aplicables, sino también considerar las implicancias prácticas y los efectos concretos que esas decisiones tendrán en las partes involucradas, en la comunidad y en el sistema jurídico en su conjunto. En particular, cuando los jueces enfrentan casos complejos, en especial aquellos que implican conflictos entre derechos fundamentales o restricciones significativas a las libertades individuales, la consideración de las consecuencias de sus decisiones se vuelve inevitable. La jurisprudencia de la Corte Suprema argentina ha desarrollado este principio en diversos contextos. En los casos de emergencia económica, por ejemplo, la Corte ha evaluado no solo la validez técnica de las medidas adoptadas, sino también sus repercusiones económicas y sociales. Decisiones como las de los casos “Peralta” o “Bustos” muestran cómo el tribunal, al revisar la constitucionalidad de restricciones a los derechos patrimoniales, ha tenido en cuenta el impacto que la anulación de esas medidas podría tener en la estabilidad económica y en el funcionamiento del Estado. Del mismo modo, en casos relacionados con derechos sociales, como el acceso a la salud o la protección ambiental, la Corte ha equilibrado los derechos individuales con la necesidad de preservar políticas públicas sostenibles, buscando soluciones que minimicen los efectos negativos sobre el interés colectivo.
Así como resulta crucial que los jueces consideren las consecuencias de sus decisiones, también deben hacerlo sin comprometer la seguridad jurídica ni invadir las funciones del poder legislativo. En ese sentido, tanto en el ámbito secular como en el religioso, el juez enfrenta un dilema fundamental: ¿cómo resolver casos difíciles o inéditos sin violar los límites de su autoridad? En ambos sistemas, la respuesta encuentra su cauce en la interpretación prudencial y contextual. Los jueces deben actuar dentro de los límites de la Constitución y las leyes, pero tienen el poder de interpretar los derechos fundamentales y de resolver conflictos entre ellos. En parelelo, los softim no tienen la potestad de alterar la ley divina, pero su interpretación es esencial para aplicarla a situaciones contemporáneas. Por ejemplo, en casos donde la ley parece severa o inadecuada para las circunstancias, los rabinos recurren a principios como Lifnim Mishurat Hadin (“más allá de la letra de la ley”) o Darkei Shalom (“los caminos de la paz”) para encontrar soluciones que sean consistentes con los valores éticos de la Halajá.
Así y todo, cabe señalar para beneplácito de los textualistas, que, en la práctica jurídica judía, lifnim mishurat hadin generalmente no es exigible coercitivamente por tribunales rabínicos (Bet Din) –puesto que si algo está “más allá” de la obligación legal, no puede imponerse como obligación jurídica–, aunque los jueces pueden invitar a las partes a considerar soluciones equitativas. De hecho, el Shulján Aruj aclara que un tribunal no puede imponer un fallo que vaya más allá de la letra de la ley al enfatizar que se trata de un imperativo esencialmente ético y no estrictamente legal.
Con todo y lo anterior, queda manifiesto que la ley debe encarnar un ideal superior, un compromiso con la justicia y el bienestar humano. Es por ello que la verdadera autoridad de la ley no proviene solo de su poder coercitivo, sino de su capacidad para resonar con los principios universales que todos reconocemos, explícita o implícitamente, como justos y correctos. Va de suyo que los preceptos primarios hacer el bien y evitar el mal, encuentran su eco en los valores fundamentales como la preservación de la vida (pikuach nefesh) y la búsqueda de justicia (tzedek). Concretamente, la capacidad de los operadores jurídicos de contextualizar la justicia, introducir interpretaciones que equilibren lo universal con lo particular, no deben ser vislumbradas como decisiones políticas o legislativas sino parte de la continuidad de la idea originaria, una interacción constante entre lo fundante y lo contingente.
En ese orden de ideas, desde los evangelios se procura equilibrar el peshat (sentido literal) y el derash (interpretación ampliada) en su exégesis de la Ley de Moises. Probablemente un buen testimonio de las ideas en desarrollo lo encontramos en el trato jurídico de la esclavitud. Durante siglos la esclavitud fue permitida y su derogación no fue estrictamente un acto interpretativo y no un acto de desobediencia a la autoridad del derecho. Es que, en efecto, aunque permitida en la Ley de Moises, la institución de la esclavitud fue transformada y restringida progresivamente interpretándola como incompatible con los valores éticos de la sociedad contemporánea. Este cambio no contradice la Ley, sino que demuestra cómo la ordenanza debe ajustarse a las realidades morales y sociales sin traicionar su esencia.
Acontece que un principio central de la Halajá es kavod ha-briyot, la dignidad humana, que reconoce este valor como fundamental en la ley judía y permite, en ciertos casos, flexibilizar normas estrictas para protegerlo. Por ejemplo, en las leyes de kashrut, una persona enferma puede adaptar las restricciones alimenticias para evitar sufrimiento, o alguien en duelo puede omitir ciertos rituales si le causan angustia excesiva. A través de la responsa y la casuística, los rabinos interpretan estas normas considerando principios éticos subyacentes, mostrando una jerarquía implícita donde la vida, la dignidad y la paz prevalecen sobre la literalidad estricta.
En esta línea, la enseñanza de Jesús en los Evangelios revela una postura afín contra la literalidad inflexible de la ley mosaica, resonando con esta dimensión ética de la Halajá. En Mateo 12:1-8, cuando los fariseos critican a sus discípulos por arrancar espigas en sábado, Jesús responde: “El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mateo 12:8), priorizando la necesidad humana sobre la norma literal y citando el ejemplo de David (1 Samuel 21:6) para justificar su enfoque. En Marcos 7:1-23, desafía las reglas de pureza ritual al declarar: “No hay nada fuera del hombre que entre en él que lo contamine, sino lo que sale de él” (Marcos 7:15), desplazando el énfasis de la observancia externa a la intención moral. Y en Juan 8:3-11, ante la mujer adúltera que la ley mosaica condenaba a la lapidación (Levítico 20:10), Jesús dice: “El que de ustedes esté sin pecado, que tire la primera piedra” (Juan 8:7), optando por la misericordia sobre la aplicación literal.
Claramente tanto en la Halajá como en las palabras de Jesús, la ley no es un fin en sí misma, sino un medio para proteger valores humanos fundamentales. La Halajá lo logra mediante principios como kavod ha-briyot y darkei shalom, mientras Jesús lo hace reinterpretando la Torá desde el amor y la compasión (Mateo 22:37-40). En ambos casos, la rigidez normativa cede ante una ética que respeta la dignidad, la vida y la convivencia, mostrando un paralelismo entre la tradición rabínica y la enseñanza cristiana. Así, la Halajá se adapta a través de la interpretación rabínica y el minhag, mientras Jesús trasciende la letra de la ley para revelar su espíritu, demostrando que la norma debe servir a la humanidad, no esclavizarla.
4. Tomás de Aquino: ley natural, prudencia y equidad
Ninguna duda cabe que la historia del pensamiento jurídico europeo se teje con los hilos de múltiples tradiciones religiosas, filosóficas y culturales que convergen en el Mediterráneo, un espacio de tensiones y diálogos fecundos. Entre estas influencias, la relación entre el Talmud —el corpus central de la tradición rabínica judía— y la obra teológica de Santo Tomás de Aquino (1225-1274) emerge como un terreno de estudio particularmente revelador. Si bien es cierto que Tomás no menciona explícitamente el Talmud en su monumental Summa Theologiae ni en sus comentarios aristotélicos, su pensamiento jurídico y teológico resuena con ecos de problemáticas que la tradición talmúdica había explorado siglos antes.
En efecto, la influencia del Talmud en Tomás no se produce en un vacío, sino a través de mediadores intelectuales como Moisés Maimónides (1135–1204), el célebre filósofo judío de Córdoba. Efectivamente, en su Guía de los Perplejos (Moreh Nevujim), Maimónides sintetiza la tradición rabínica con el aristotelismo, ofreciendo un puente entre el pensamiento judío y el cristiano medieval. Así, Tomás, quien tuvo acceso a las traducciones latinas de esta obra, incorpora elementos clave de su enfoque, especialmente en lo que respecta a la ley como expresión racional del orden divino.
Así como Maimónides distingue entre mishpatim (preceptos racionales, como la prohibición del robo) y chukim (preceptos revelados, como las leyes dietéticas), argumentando que incluso estos últimos poseen una lógica subyacente accesible a la reflexión humana; en el mismo sentido, en la teoría tomista de la ley natural, desarrollada en Summa Theologiae, I-II, qq. 91-95, Tomás sostiene que la ley eterna se manifiesta en la razón humana como ley natural, accesible a todos, y se complementa con la ley divina revelada. Con toda evidencia, la mediación de Maimónides, profundamente informada por el Talmud, permite a Tomás articular una visión del derecho que trasciende la oposición entre fe y razón, integrándolas en un sistema coherente donde la verdad no es impuesta, sino descubierta mediante la contemplación racional.
Pongamos por caso que, en la Summa Theologiae guarda un paralelismo sorprendente con la pilpul talmúdica, una técnica de análisis que busca desentrañar las implicaciones profundas de un texto legal para adaptarlo a la realidad. Como en el Talmud se resuelve una disputa jurídica teniendo en cuenta no sólo la letra sino también las circunstancias, en la obra de Tomás la justicia requiere que la norma se adecue prudentemente al bien común (S.Th., II-II, q. 47, a. 2).
Puntualmente el Corpus Iuris Canonici, particularmente el Decretum Gratiani, refleja esta influencia al armonizar normas contradictorias mediante el principio de equidad (aequitas), un eco de las prácticas talmúdicas de interpretación contextual. Este enfoque se consolidó en la praxis judicial de la Iglesia medieval, que reconocía la primacía de principios morales sobre la literalidad de las normas, prefigurando debates modernos sobre la flexibilidad del derecho y su adecuación al caso concreto.
Santo Tomás, en su Summa Theologiae, desarrolla la doctrina de la epiqueya, que permite apartarse de la letra cuando su aplicación estricta resultaría injusta. La norma es general, pero la vida es particular. Por ello, el juez debe ser prudente: interpretar la norma a la luz de su fin. En definitiva, para Tomás, como para el Talmud, la justicia no está en la rigidez textual, sino en la racionalidad y la equidad concreta.
En efecto, uno de los puntos de mayor convergencia entre el Talmud y Tomás es la doctrina de la epiqueya (del griego epieikeia, “justicia razonable”). En Summa Theologiae, II-II, q. 120, a. 1, Tomás argumenta que la epiqueya permite al juez apartarse de la letra de la ley cuando su aplicación estricta contradice el bien común o la intención del legislador.
Ninguna duda cabe que este principio no es una excepción arbitraria, sino una forma superior de justicia que equilibra la norma con la misericordia. El Talmud ofrece un precedente claro en el Tratado Yoma 85b, donde se establece que salvar una vida prevalece sobre la observancia del sábado: “Es mejor violar un sábado que perder una vida, para que [la persona] pueda observar muchos sábados más”. Esta flexibilidad normativa encuentra eco en Tomás, quien subraya que las leyes humanas, al ser generales, no pueden prever todas las circunstancias (S.Th., I-II, q. 96, a. 6).
Permitidme hacer notar, a la luz de las ideas expresadas, que el derecho no es un campo fértil para la semiótica”. Efectivamente, si bien se advierte que el derecho se encuentra plenamente atravesado por fenómenos semióticos, toda vez que el derecho es un sistema que opera fundamentalmente a través del lenguaje y de los símbolos, lo cierto que la interpretación jurídica, labor cotidiana de jueces, abogados y doctrinarios, va más allá de descifrar signos lingüísticos (palabras, frases, conceptos). Ciertamente, el riesgo de confundir la interpretación jurídica con una actividad puramente semiótica diluye la importancia del rigor jurídico, la coherencia argumental y la estabilidad normativa. Porque no es que el derecho carezca por completo de espacio para la semiótica, sino que la semiótica debe ser cuidadosamente equilibrada cuando se introduce en el derecho.
En ese orden de ideas, bien puede establecerse que los juristas, más que semiólogos, son intérpretes que deben mantenerse fieles al rigor lógico-jurídico y al marco conceptual establecido por la tradición jurídica, la jurisprudencia y las normas positivas, sin negar por ello la existencia inevitable de una dimensión simbólica, retórica y discursiva en su labor interpretativa.
Por lo tanto, la clave reside en entender a la semiótica no como protagonista absoluta del discurso jurídico, sino como una herramienta complementaria que permite profundizar en los significados subyacentes del lenguaje jurídico, contribuyendo a aclarar, criticar o mejorar la calidad argumentativa del razonamiento jurídico. Con toda verdad, no todo el derecho puede o debe reducirse a semiótica, si bien tampoco puede ignorarse el hecho de que, en el núcleo mismo de la actividad jurídica, está presente siempre una dimensión simbólica que exige al menos algún grado de reflexión semiótica para su correcta comprensión y aplicación.
En ese sentido, nuevamente vemos con el ejemplo traído a colación respecto de la necesidad de que los operadores de la constitución no actúen como semióticos, sino que tengan un profundo sentimiento del sentido de las instituciones jurídicas. Rigurosamente la jurisprudencia descalifica como arbitraria e inconstitucional las decisiones que evidencian “una solución notoriamente injusta del caso” como lo sería cualquier decisión judicial que desconociera la sustancialidad de los derechos humanos (CSJN, Fallos, 270:289; 302:1284; 305:1825; 313:1113; 315:1492; 316:479; en contra: Fallos: 315:1943).
En el contexto del control de constitucionalidad, es fundamental reconocer que este no se limita únicamente a la evaluación de aspectos procedimentales, sino que también implica un control de racionalidad. La garantía del debido proceso no solo se entiende en términos procesales, sino también sustanciales. Efectivamente, el control de racionalidad en el control de constitucionalidad es esencial para proteger los derechos individuales y la justicia en un sistema legal por cuanto permite que las leyes y actos gubernamentales que carecen de una justificación razonable sean anulados, evitando así la violación de derechos fundamentales.
La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha reforzado este criterio al delimitar el control de constitucionalidad sobre lo que es “irracional, inicuo o arbitrario” (CSJN Fallos 340:1480), señalando que los actos normativos o las decisiones judiciales que carezcan de una justificación racional adecuada pueden ser declarados inconstitucionales. Asimismo, se ha reconocido que este control se extiende a verificar la “legalidad, razonabilidad y proporcionalidad” de los actos cuestionados (CSJN Fallos 339:1077). Esto implica que no basta con que una decisión esté formalmente conforme a la ley; debe, además, cumplir con estándares de justicia material y coherencia con los valores subyacentes del ordenamiento jurídico.
En este marco, el principio de racionalidad exigido a los jueces es uno que, según el artículo 54 del Código Iberoamericano de Ética Judicial, debe coincidir con lo que cualquier persona común, dotada de sentido común, podría considerar razonable. Esto introduce un estándar de “racionalidad intersubjetiva”, es decir, una exigencia de que las decisiones judiciales sean comprensibles y aceptables no solo desde un punto de vista técnico, sino también desde una perspectiva accesible para la sociedad en su conjunto. Los jueces no pueden, por tanto, emitir fallos basados únicamente en tecnicismos legales; deben ofrecer argumentos que resuenen con los principios generales de justicia y racionalidad que cualquier persona razonable podría entender.
Por lo tanto, en la interpretación y aplicación de las normas bajo este nuevo marco, los jueces deben ser particularmente cuidadosos de no caer en el mecanicismo, la irracionalidad o la arbitrariedad. De donde se colige que el acto de juzgar exige un ejercicio de razonabilidad, que va más allá de lo puramente técnico y que debe tener en cuenta el contexto, los principios de justicia y equidad, y las implicancias de la decisión en el bienestar colectivo. Así, la exigencia de decisiones debidamente argumentadas, conforme al artículo 3 del CCC, no solo refuerza el principio de justicia, sino que contribuye a una mayor legitimidad y confianza en el sistema judicial
Por esta razón, tanto el Talmud como Tomás de Aquino conceden a la tradición un lugar destacado como fuente de autoridad jurídica, no obsante que la subordinan a la razón como criterio de validez. En el Talmud, en Berajot 19b, se discute cómo la dignidad humana (kavod ha-briyot) puede justificar, en ciertas circunstancias, pasar por alto una prohibición menor de la Torá, como en el caso de evitar la vergüenza pública, lo que sugiere que la razón ética tiene un rol decisivo en excepciones específicas. Tomás de Aquino, en la Summa Theologiae, I-II, q. 97, a. 1, argumenta que las leyes humanas deben alinearse con la ley natural y, cuando las circunstancias cambian, han de ser ajustadas mediante la razón.
En ese estado de comprensión, subyace que ni el Talmud ni Tomás se conforman con una paz superficial basada en la obediencia ciega. Para ambos, la paz auténtica requiere justicia, equidad y reconocimiento de la dignidad humana. El juez, en esta tradición, no es un aplicador mecánico de normas, sino un intérprete activo, un “artesano del orden justo”. Tomás lo expresa claramente: “El juicio pertenece a la prudencia” (S.Th., II-II, q. 47, a. 2), mientras que el Talmud, en Sanedrín 6b, exalta al juez que “hace la paz entre dos personas” como alguien que cumple toda la Torá. La figura del juez como constructor de paz anticipa la noción contemporánea del juez constitucional como garante de los derechos y mediador de los conflictos democráticos.
En esa inteligencia, la justicia auténtica no solo se mide en la correcta aplicación de la norma, sino en la capacidad de responder a la dignidad humana en todas sus dimensiones. Por ello, la verdadera justicia exige algo más que el cumplimiento de la ley: demanda humanidad, misericordia y una apertura a lo trascendente. Así, la Justicia no puede quedar atrapada en la estructura del Derecho Positivo, habida cuenta de que necesita expandirse hacia un horizonte más amplio, donde la equidad, la caridad y la esperanza completen lo que la norma, por sí sola, no puede garantizar. En esta perspectiva, el derecho es un medio valioso, pero la justicia es un ideal que siempre nos desafía a ir más allá de la mera legalidad, hacia una comprensión más profunda del ser humano y su destino.
En sintonía con lo anterior, la célebre afirmación de Santo Tomás de Aquino, “Justicia sin misericordia es crueldad”, tiene una profunda resonancia con los conceptos del Bait Shalom (Casa de Paz) y Tzedek (justicia) en la tradición judía, ofreciendo un punto de encuentro entre las visiones cristiana y judía sobre cómo la justicia y la misericordia deben interactuar para humanizar las relaciones sociales y jurídicas. En el judaísmo, el concepto de Tzedek va más allá de una simple aplicación estricta de la justicia legal. En Deuteronomio 16:20, se ordena: “Tzedek, tzedek tirdof” (“Justicia, justicia perseguirás”), una repetición que los sabios interpretan como una invitación a no solo perseguir la justicia formal, sino también una justicia impregnada de equidad, compasión y sensibilidad al contexto humano, habidas cuentas de que la idea de que la justicia sin elementos de misericordia puede convertirse en una herramienta opresiva y cruel, desprovista de humanidad.
En consonancia, el Bait Shalom, entendido como un lugar de paz y reconciliación, tiene como objetivo crear un equilibrio donde la justicia no sea simplemente punitiva, sino restaurativa y orientada hacia la armonía comunitaria. En este sentido, el Talmud enseña en Gittin 59b que “El mundo subsiste gracias a la paz”, enfatizando que el propósito último de la ley no es solo resolver disputas, sino también mantener la cohesión social. Un ejemplo talmúdico que ilustra esta conexión se encuentra en el concepto de peshara (compromiso o mediación). En Sanedrín 6b, los rabinos debaten si es mejor decidir casos según la estricta justicia o buscar compromisos que incorporen elementos de paz y misericordia. El Talmud concluye que el ideal es una mezcla de ambos: aplicar la justicia, pero temperada con el deseo de reconciliación y entendimiento mutuo, lo que convierte al juez en un “hacedor de paz” (oseh shalom). Esto es análogo a la visión de Santo Tomás, donde la misericordia humaniza y perfecciona la justicia, transformándola en un instrumento para el bien común.
La justicia, como un río terco que busca su cauce, no puede ser solo piedra y decreto, no puede andar con los ojos cerrados al temblor de los hombres. Si el derecho es solo filo, si es solo la mano que golpea sin escuchar, se vuelve un invierno interminable, una sombra seca sobre la tierra sedienta. Tzedek, la justicia, y Bait Shalom, la casa de la paz, no son dos caminos distintos, no son dos nombres que el viento esparce sin sentido. Son la misma raíz, la misma urgencia de ordenar el mundo sin que el alma se quiebre, sin que la ley sea un muro donde se estrella la esperanza. La tradición dice que la justicia no puede ser un rey sin corazón, que su voz debe ser un eco de la dignidad, que su propósito no es solo equilibrar, sino sanar, no solo repartir, sino reconocer. Porque cuando la ley avanza sola, sin el calor del shalom, deja heridas invisibles, perpetúa desigualdades que se hunden como clavos en la piel del tiempo. Un sistema que solo dicta, que no escucha, que no siente, no es más que una maquinaria de agravios, un invierno que promete orden, pero siembra distancias, que pretende resolver y solo multiplica el silencio de los olvidados.
En ese sentido, no basta con el peso de los códigos, no basta con la geometría exacta de los fallos. De hecho, la justicia debe saber del dolor, de la grieta, del hambre de equilibrio que hay en los hombres. Porque si no se entrelaza con la paz, si no abraza la vida que late detrás de cada norma, la justicia no es justicia: es solo un eco de piedra que se pierde en la vastedad del mundo.
Por tanto, tanto el enfoque tomista como las enseñanzas judías subrayan un principio central: la justicia debe ser aplicada con una mirada al contexto humano, al impacto en las relaciones sociales y al objetivo superior de la paz. Así, la justicia sin misericordia no solo es crueldad, sino una oportunidad perdida para construir un mundo más equitativo y compasivo, donde la ley no solo regule, sino que también reconcilie y humanice. Santo Tomás de Aquino acuñó una fórmula que sintetiza esta visión: “Justicia sin misericordia es crueldad”.
En efecto, la caridad, no contradice la justicia, sino que la perfecciona. En el derecho, esto podría manifestarse en decisiones que tengan en cuenta las circunstancias particulares de las partes involucradas, como la moratoria de una deuda para una persona en situación de vulnerabilidad o la graduación de penas considerando factores de humanidad y rehabilitación. Cabe insistir que no se no busca reemplazar la justicia con la caridad, sino integrarlas en un modelo más completo y trascendente de justicia. En rigor de verdad las bienaventuranzas, más que simples promesas éticas, constituyen un horizonte para la justicia divina y humana. Estas proclamas de Jesús en el Evangelio subvierten las expectativas de justicia terrenal al prometer consuelo, reparación y plenitud a los que sufren hambre y sed de justicia.
En este sentido, las bienaventuranzas nos desafían a reimaginar la justicia desde una perspectiva que no se limita a la reparación o el castigo, sino que incluye la sanación y la esperanza. Bajo tales premisas, la visión compartida nos invita a pensar en cómo el sistema jurídico puede alinearse con estos principios al buscar no solo resolver conflictos, sino también transformar las relaciones humanas. De hecho, esa mirada encuentra en el Derecho Natural un puente entre la razón humana y la revelación divina. Sucede que, en efecto, en un mundo marcado por el relativismo ético y el pragmatismo jurídico, la teología del derecho aporta una perspectiva que invita a reconsiderar los fundamentos mismos del derecho y la justicia.
Por todo ello, cabe señalar que la teología del derecho no es solo un ejercicio intelectual, sino una invitación a repensar la justicia como una virtud que trasciende la mera legalidad. Efectivamente, cabe reflexionar sobre lo que es verdaderamente bueno para la dignidad humana implica, ante todo, recuperar una visión teleológica del derecho, una perspectiva que nos permita ver más allá del texto y preguntarnos sobre el propósito y los fines últimos de cada norma. El derecho no es, y nunca ha sido, una isla; su relación con la ética, la política, la economía y la realidad social es inescindible. No cabe ninguna duda de que las visiones formalistas, al ignorar estas conexiones vitales, carecen de la capacidad para abordar los principios jurídicos en toda su profundidad, pues estos principios no son simples fórmulas: son la expresión de valores fundamentales.
En este marco, la tarea judicial no es simplemente técnica, sino sapiencial. El juez no repite la norma: la interpreta, la equilibra, la armoniza con los valores superiores. Así, la paz se transforma en fruto de la justicia, y la justicia en expresión concreta de la prudencia.
La relación entre el textualismo —la adhesión estricta a la letra del texto normativo— y el interpretativismo —la búsqueda del sentido o intención detrás de la norma— constituye un eje central en la filosofía jurídica de ambas tradiciones. En el Talmud, esta tensión se manifiesta en la coexistencia de lecturas literales y contextuales. Por ejemplo, en el Tratado Baba Metzia 59b, se narra la disputa sobre el “horno de Aknai”, donde el rabino Eliezer invoca milagros para defender su interpretación literal de la ley, pero la mayoría, liderada por el rabino Yehoshua, replica: “No está en el cielo” (Deuteronomio 30:12), afirmando que la Torá, una vez dada, debe interpretarse por la comunidad humana según su razón y contexto. Del mismo modo, Tomás reconoce que las normas generales no siempre se ajustan a las particularidades de la vida. En Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 6, afirma que “ninguna ley humana puede abarcar todos los casos singulares”. De ahí que recurra a la epiqueya como instrumento correctivo y al principio de prudencia como guía interpretativa.
Sin duda alguna, ambas tradiciones rechazan tanto el textualismo rígido como el interpretativismo arbitrario. El Talmud lo logra mediante el método dialógico del pilpul, que equilibra el rigor exegético con la flexibilidad práctica; Tomás lo hace a través de la prudentia, que armoniza la fidelidad al texto con la justicia contextual. Esta síntesis prefigura debates modernos, como el enfrentamiento entre el originalismo y el constitucionalismo evolutivo, y enseña que interpretar la ley es, ante todo, un acto ético y responsable.
A decir verdad, el influjo del Talmud en Santo Tomás de Aquino revela una convergencia profunda entre la tradición judía y la cristiana en la comprensión del derecho como un acto de sabiduría, justicia y servicio al bien común. Desde la pluralidad dialógica del Talmud hasta la sistematización racional de Tomás, pasando por la mediación de Maimónides, la epiqueya, la función pedagógica del derecho, el equilibrio entre texto e interpretación, la autoridad de la tradición, el rol de la comunidad, la ética de la sanción, la universalidad cultural y la temporalidad de las normas, ambas tradiciones construyen una visión del derecho que trasciende el formalismo y la coerción.
No cabe duda que este legado no es un artefacto histórico, sino una fuente viva para enfrentar los desafíos del derecho contemporáneo, desde el positivismo reductivo hasta los fundamentalismos normativos. En este cruce entre razón y fe, entre norma y equidad, entre lo eterno y lo contingente, se juega la posibilidad de un derecho verdaderamente humano.
Como afirmó el Papa Benedicto XVI en su discurso al Parlamento Alemán (22 de septiembre de 2011): “La razón iluminada por la fe no contradice a la justicia, sino que la eleva”. A esa elevación aspiran el Talmud y Tomás: un orden jurídico que no se agote en la aplicación de reglas, sino que, con humildad y prudencia, busque la justicia como reflejo de lo divino en lo humano de sabiduría práctica en búsqueda de la justicia.