I. La teología del Derecho
A decir verdad, la teología del derecho es un pasillo con luces intermitentes, un resplandor que titila entre lo que es justo, lo que es norma y ese vértigo final donde el hombre se juega su destino.
En efecto, como un trueno que resuena en la noche, parte de la idea, casi un dogma si se mira de cerca, de que el hombre razona, mide, pesa, distingue con un bisturí de lógica lo que es bueno y lo que no.
Lo cierto es que, en el otro extremo del espejo,también tropieza con su propio límite, ese borde difuso donde la razón se queda corta y la justicia se convierte en un horizonte siempre un poco más allá, inalcanzable como la línea del mar en la tarde.
Así como los astros rigen los mares, así también la plenitud de lo justo no es un asunto que pueda resolverse con silogismos; hay algo más, algo que escapa, como si la justicia no fuera solo norma sino también misterio1.
En ese sentido, el derecho positivo, con toda su maquinaria de códigos y precedentes, avanza con la solemnidad de un reloj antiguo, ajustado al tiempo social pero incapaz de abarcarlo del todo. Como un cauce que no se detiene en su flujo, se afuna en ordenar la convivencia, en dibujar líneas de equilibrio entre lo permitido y lo prohibido, pero en ese cometido deja inevitablemente zonas de sombra, rincones donde la justicia se enreda con lo insuficiente, donde lo legal no necesariamente es lo bueno y lo bueno, a veces, no cabe en la norma.
Tal como lo revela la memoria de los siglos, existe una fisura insalvable entre lo jurídico y lo moral, como si el derecho fuera un mapa detallado que, sin embargo, nunca puede capturar del todo el territorio que pretende gobernar.
No hay duda de que, al igual que las mares, la virtud no se impone, no se decreta: flota en otro plano, ajena a códigos y sanciones, reclamando siempre algo más, algo que el derecho, con toda su arquitectura, nunca termina de alcanzar.
En ese orden de ideas, la teología del derecho no pretende dinamitar la justicia, sino llevarla más allá de su propia aritmética, desbordar sus fronteras sin anularlas. Como una verdad que se resiste a ser sepultada, es una apuesta por la caridad, como aquello que no suplanta la norma, pero la atraviesa, la redime, la vuelve más humana.
Si un reflejo fuera necesario, lo encontraríamos en Santo Tomás en cuanto dice con la claridad de quien ha entendido el fondo del asunto: “la justicia sin misericordia es crueldad”. Ya que, en efecto, si el derecho se limitase a pesar conductas y asignar consecuencias, sin abrir la puerta a la compasión, correría el riesgo de convertirse en una maquinaria fría, infalible en su lógica y, sin embargo, ciega ante lo humano.
A decir verdad, la caridad no es un atajo ni una concesión sentimental: es la posibilidad de que la justicia no se agote en sí misma, de que el hombre, aún dentro del derecho, pueda ir más allá de lo que la ley exige. Se ha dicho ya en incontables ocasiones que es el matiz que convierte la norma en algo más que un límite, que la vuelve un puente, una posibilidad de encuentro en lugar de un muro.
En ese sentido, no es exagerado afirmar que no se trata de anular el derecho positivo, sino de elevarlo, de recordarle que su razón de ser no es solo ordenar el mundo, sino también hacerlo más habitable.
En toda su claridad, la conclusión es inevitable en orden a que la caridad se insinúa allí donde la ley, por sí sola, parecería implacable. En rigor de verdad, no para contradecirla, sino para completarla, para recordarle que el derecho, en su aspiración a la justicia, no puede reducirse a una operación mecánica de normas y consecuencias.
No cabe duda alguna que hay momentos en que la aplicación estricta de la ley, sin más, se convierte en algo más parecido a la crueldad que a la justicia. Nada más gráfico que observar que un juez que, al dictar sentencia, contempla la posibilidad de la misericordia no está negando el derecho, sino llevándolo a su punto más alto, al lugar donde la justicia se encuentra con la humanidad.
En efecto, estas acciones no son concesiones ni excepciones arbitrarias, sino la expresión de una justicia más plena, una que no se conforma con equilibrar la balanza, sino que busca que ese equilibrio tenga sentido, que no sea solo una cuestión de pesos y medidas, sino de humanidad. Es en estos gestos donde el derecho deja de ser solo un conjunto de reglas y se convierte en algo más: en un acto de reconocimiento del otro, en un espacio donde la justicia no es solo corrección, sino también redención.
Justamente, la figura del juez inicuo es una advertencia sobre el riesgo de una justicia desvinculada de su esencia moral, una justicia que cumple con la norma, pero no con su espíritu, que resuelve conflictos sin comprometerse con la verdad.
Para ilustar lo dicho, cabe recordar el Evangelio2, respecto del juez que atiende el reclamo de la viuda no por convicción, sino por conveniencia, porque su insistencia lo molesta. Con toda seguridad, no existe en él un deseo genuino de hacer justicia, sino apenas una estrategia para librarse de un fastidio. Es un juez que actúa, pero no encarna la justicia.
En tela de realidad, un hilo similar se encuentra el Talmud, con su profundidad característica, ofrece una visión que va más allá del cumplimiento formal de la ley. En Shavuot 30a, el ideal del juez se eleva a un plano casi divino: “El juez que juzga con verdad absoluta (emet la’amito) es como si se convirtiera en socio de Dios en la obra de la creación.” No basta con aplicar la ley; hay que hacerlo con rectitud, con un sentido de compromiso profundo, con la intención correcta. La justicia, en esta perspectiva, no es solo un resultado, sino un proceso que involucra la verdad y la integridad moral de quien la imparte.
Precisamente, el contraste entre el juez inicuo y la enseñanza talmúdica es revelador. El primero simboliza la aplicación mecánica de la ley, vaciada de propósito, desprovista de virtud. La tradición rabínica, en cambio, exige que el juez no solo dicte sentencias, sino que lo haga con pureza de intención, con un compromiso que trascienda lo meramente técnico. Porque la justicia sin una intención moral recta puede degenerar en un acto frío, en una mera administración de consecuencias sin alma. Y, al final, una justicia sin alma no es justicia, es solo una sombra de lo que debería ser.
Tal como revela la memoria de los siglos, el Talmud, con su mirada incisiva sobre la naturaleza de la justicia, no se conforma con examinar el resultado de un fallo judicial; va más allá y se sumerge en la intención que lo guía.
En ese orden de ideas, en Ketubot 105b, se plantea una crítica severa a los jueces que buscan beneficios personales o comodidad en lugar de actuar con un compromiso genuino con la justicia. No se trata solo de los jueces que aceptan sobornos de forma explícita, sino de cualquiera cuya decisión esté contaminada por un interés propio, ya sea material, social o incluso emocional. Porque la corrupción del derecho no ocurre únicamente cuando un juez tuerce la norma en favor de alguien, sino también cuando la aplica con un espíritu que no es el de la justicia.
La contundencia de los hechos habla por sí sola y no por casualidad este principio se enlaza perfectamente con la figura del juez inicuo del Evangelio. Aunque su fallo es técnicamente correcto —pues finalmente hace justicia a la viuda—, su decisión no tiene mérito moral porque no está guiada por el compromiso con la verdad, sino por el deseo de evitar molestias.
La contradicción persiste, como un eco de lo irremediable porque este juez también está pervirtiendo la justicia, porque su motivación es egoísta. Ya que, en efecto, no busca restablecer un orden justo en el mundo, sino apenas preservar su propia tranquilidad.
En ese sentido, cabe afirmar que una justicia dictada sin pureza de intención es, en última instancia, una forma de injusticia, pues reduce el derecho a un mecanismo funcional, vacío de contenido ético.
En esa inteligencia del asunto, el Talmud nos recuerda, entonces, que la justicia no es solo cuestión de corrección técnica. Es por ello que no basta con que el fallo sea objetivamente justo; debe nacer de un espíritu de integridad, de una intención recta, toda vez que la justicia no es un acto mecánico, sino una vocación, un compromiso con algo más alto que el propio interés.
Por eso, en la tradición rabínica, el juez que actúa con pureza es comparado con un socio de Dios en la obra de la creación. Porque hacer justicia no es simplemente aplicar la ley, sino sostener el orden moral del mundo.
En consecuencia, la parábola del buen samaritano resulta más que una historia sobre la compasión; antes bien, es un golpe frontal contra las jerarquías sociales, las barreras de identidad y la justicia entendida solo como cumplimiento formal de normas.
Téngase presente que Jesús no elige al sacerdote ni al levita como modelos de virtud, sino al extranjero despreciado, al samaritano, para exponer que la verdadera moralidad no se mide por títulos ni pertenencias, sino por la capacidad de ver en el otro, incluso en el desconocido, un hermano.
Entonces, la enseñanza es clara: el amor al prójimo no es una cuestión teórica ni de mera corrección ritual, sino un acto concreto de humanidad que trasciende reglas y prejuicios.
Asimismo esta lección encuentra un eco profundo en la tradición talmúdica. En Bava Metzia 58b, se nos advierte que “cualquiera que humilla a su prójimo en público es como si lo asesinara”. Efectivamente, el Talmud no habla solo del daño físico, sino del daño moral, de la herida invisible que se inflige cuando se ignora o se desprecia el sufrimiento ajeno. Al fin de cuentas, no basta con no cometer injusticias activas, sino que tambiénhay una responsabilidad en la omisión, en el acto de apartar la mirada cuando el otro nos necesita.
Lo que sigue no hace sino subrayar la premisa anterior, toda vez que el sacerdote y el levita de la parábola no golpearon al hombre herido, pero su indiferencia fue, en cierto modo, otra forma de violencia.
En definitiva, el horizonte nos devuelve a la misma idea en orden a que la ética no se limita a la aplicación fría de normas, sino que requiere una sensibilidad moral que abarque tanto la acción como la omisión. La justicia sin compasión se convierte en una abstracción sin alma, incapaz de responder a lo verdaderamente humano. Por eso, el samaritano, con su gesto, encarna la justicia en su sentido más alto: una justicia que no se agota en códigos y deberes formales, sino que se expresa en la mirada atenta al dolor ajeno, en la voluntad de detenerse y hacer lo que es necesario, aunque nadie lo exija, aunque no haya ninguna norma que lo imponga.
En efecto, el mensaje es tan radical como claro: el sufrimiento del otro es una responsabilidad compartida. Ignorarlo es una injusticia en sí misma. Y esa omisión, aunque no esté tipificada en ningún código, pesa sobre la conciencia moral tanto como el daño directo. En ese sentido, la parábola y la enseñanza talmúdica no solo coinciden, sino que convergen en una misma visión: la verdadera justicia no es solo un asunto de reglas, sino de humanidad3.
Precisamente el aludido mensaje encuentra paralelismos profundos en las enseñanzas del Talmud, por cuanto en Bava Metzia 58b, establece que “Cualquiera que humilla a su prójimo en público es como si lo asesinara”. Así, correctamente dimensionada la cuestión se pone en evidencia la importancia de una sensibilidad moral que va más allá de las acciones visibles, toda vez que el sufrimiento del otro, incluso en su dignidad, es una responsabilidad compartida. De manera tal que ignorar o despreciar ese sufrimiento es visto como una falla ética comparable a la violencia misma.
En efecto, la indiferencia del sacerdote y el levita en la parábola también resuena en las advertencias del Talmud sobre el peligro de ignorar la necesidad ajena. En Levítico 19:16, se nos ordena: “No te quedarás quieto ante la sangre de tu prójimo”. El Talmud interpreta este mandato, en Sanedrín 73a, como una obligación activa de rescatar a cualquier persona en peligro, dejando en claro que el bienestar del otro es una prioridad que no puede ser eludida y se vincula directamente con el acto del samaritano, que responde al llamado moral sin detenerse a calcular los riesgos o costos personales.
En consecuencia, la parábola del buen samaritano no solo es una lección sobre la compasión activa, sino también un golpe certero contra los prejuicios que separan a las personas en categorías de “los nuestros” y “los otros”. Jesús, con su estilo disruptivo, elige precisamente a un samaritano como el modelo de virtud, en un contexto donde los samaritanos y los judíos mantenían una enemistad ancestral. El mensaje es directo: la bondad y la justicia no pertenecen a un grupo en particular; la verdadera ética no reconoce fronteras de religión, etnia o cultura. Se es prójimo no por pertenencia, sino por acción.
Asimismo, este principio se encuentra reflejado en Gittin 61a, donde el Talmud enseña que “se debe ayudar a los pobres y necesitados, incluso si no son de nuestra comunidad, por los caminos de la paz”. Aquí, el derecho rabínico trasciende el ámbito de la ley para situarse en una ética que responde a la dignidad universal del ser humano. La justicia no puede limitarse a quienes comparten nuestra identidad; el sufrimiento ajeno nos interpela, sin importar de dónde provenga. La ayuda al necesitado no es un favor ni una concesión selectiva, sino una exigencia ética que no distingue entre propios y extraños.
Después de todo, el samaritano de la parábola y la enseñanza talmúdica caminan la misma senda: desdibujan las líneas que dividen a las personas en bandos y reafirman que la verdadera moralidad se mide por el compromiso con el otro, sin importar su procedencia. Al cabo, la justicia, cuando es auténtica, no pregunta por el origen del necesitado, ni filtra la compasión según la cercanía cultural o religiosa. Se da porque es lo justo, porque es lo humano.
En este sentido, la historia del buen samaritano y la enseñanza de Gittin 61a nos llevan a una conclusión poderosa: la ética no puede ser tribal, la justicia no puede ser excluyente, la compasión no puede tener fronteras. La dignidad del otro nos compromete a todos, sin excepciones. Si vamos al caso, la humanidad compartida pesa más que cualquier diferencia.
Es así, la actitud del buen samaritano no solo encarna la compasión y la superación de prejuicios, sino que también se alinea con un principio fundamental del pensamiento talmúdico: la primacía de la vida sobre cualquier otra norma.
Bajo esa luz, en Shabat 128b, el Talmud establece el principio de pikuach nefesh, según el cual salvar una vida prevalece sobre prácticamente todas las demás obligaciones religiosas, incluidas las estrictas leyes del Shabat. Pese a que el Shabat es un mandamiento central en el judaísmo, el Talmud deja en claro que la vida humana tiene un valor superior e irrenunciable: cualquier norma que se interponga ante la posibilidad de salvar una vida debe ceder ante esta necesidad suprema.
De esta manera, el buen samaritano, al asistir al hombre herido, encarna este mismo principio: no se detiene a calcular si ayudarlo podría implicar un conflicto con alguna norma social, cultural o religiosa. No se pregunta si está permitido, si es su deber, si podría haber consecuencias. Simplemente actúa porque la urgencia del sufrimiento ajeno es más apremiante que cualquier otra consideración.
Desde una óptica semejante, como en pikuach nefesh, donde las reglas más sagradas quedan en suspenso ante la necesidad de preservar una vida, el samaritano deja de lado cualquier barrera que pudiera separarlo del hombre caído y responde a su llamado silencioso.
Con toda seguridad, esta convergencia entre la enseñanza talmúdica y la parábola de Jesús refuerza un mensaje central en ambas tradiciones: la ética no puede ser una jaula de normas inflexibles, sino un instrumento al servicio del ser humano. La ley existe para sostener la vida, no para sofocarla. Y cualquier principio que olvide esto, cualquier regla que se imponga por encima del bienestar del otro, ha perdido su razón de ser.
En lo fundamental, el Talmud y la parábola del buen samaritano, desde sus respectivas perspectivas, nos enseñan que la verdadera justicia no es una cuestión de legalismos, sino de humanidad, habidas cuentas de que no existeexcusa válida para la indiferencia ante el sufrimiento, toda vez que cuando la vida de otro está en peligro, no hay norma, tradición o costumbre que justifique pasar de largo.
Como se vislumbra, el buen samaritano y el buen juez caminan la misma senda: ambos entienden que la norma, cuando se aplica de manera ciega y sin espíritu, puede convertirse en una barrera para la verdadera justicia. Tómese en cuenta que el samaritano no se detiene a considerar restricciones culturales, religiosas o legales antes de actuar; ve al herido y, sin dudarlo, lo socorre. Del mismo modo, el buen juez no es un mero aplicador mecánico de la ley, sino un garante de la justicia, alguien que sabe que la norma no es un fin en sí misma, sino un medio para alcanzar un orden justo.
En este sentido, el juez que se aferra estrictamente a la letra de la ley, sin considerar las consecuencias humanas y republicanas de su decisión, traiciona su misión, ya que, en efecto, la justicia no es solo un acto de técnica jurídica; es un compromiso con la equidad, con la dignidad humana, con los principios superiores que dan sentido al derecho.
En particular, la república, como estructura política basada en el derecho y la razón, no puede sostenerse sobre fallos que, aunque formalmente correctos, resultan éticamente inaceptables o socialmente destructivos.
Así como el samaritano no se pregunta si ayudar está “permitido” dentro de su contexto social, el buen juez no se escuda en tecnicismos para justificar fallos que perpetúan injusticias. Porque su deber es interpretar la ley a la luz de sus valores fundamentales, asegurándose de que el derecho no se convierta en una trampa que asfixia la justicia, sino en un puente que la permite florecer.
El paralelismo es claro: tanto el buen samaritano como el buen juez entienden que la norma, si se aplica sin humanidad, puede ser más un obstáculo que una solución. Ambos eligen la justicia antes que la comodidad de lo establecido, recordándonos que, en última instancia, el derecho solo tiene sentido cuando está al servicio de la dignidad y el bien común.
En ese estado de cosas, la parábola del buen samaritano y las enseñanzas talmúdicas no son simples narraciones morales ni reflexiones abstractas sobre la justicia. Por el contrario, son llamados urgentes a la acción, a una ética que no se conforma con lo mínimo exigido por la ley, sino que busca algo más profundo: la justicia como un acto vivo, encarnado en la compasión y el compromiso real con el otro.
En efecto, en ambas tradiciones, la justicia y la compasión no son fuerzas opuestas, sino elementos interdependientes que se necesitan mutuamente. La justicia sin compasión puede convertirse en un mecanismo frío, en una aplicación rígida de normas que, lejos de reparar el mundo, lo endurecen. Sin embargo, la compasión sin justicia también es insuficiente, porque sin un marco que garantice equidad y orden, el amor y la empatía pueden quedar reducidos a gestos aislados sin impacto real. En tales condiciones, va de suyo que la auténtica justicia es aquella que no se limita a lo que dicta la ley, sino que se deja guiar por el espíritu de humanidad compartida, por la conciencia de que la dignidad del otro nos compromete a todos.
Desde esa perspectiva, el buen samaritano y la ética talmúdica nos enseñan que la responsabilidad hacia el prójimo no es opcional ni circunstancial. No depende de la identidad del necesitado ni de nuestras obligaciones formales. Es un deber que atraviesa las normas, los prejuicios y las fronteras. Por eso, la verdadera justicia no se mide solo en códigos y sentencias, sino en la capacidad de actuar cuando el otro nos necesita, en la valentía de no pasar de largo cuando el mundo exige que nos detengamos.
Así, estas enseñanzas convergen en una invitación a trascender la simple legalidad para abrazar una ética de responsabilidad universal. No basta con ser justos en un sentido técnico; es necesario ser justos en un sentido humano. No es suficiente cumplir la norma si la norma, aplicada sin alma, deja a alguien caído al borde del camino. La justicia verdadera no se limita a lo permitido o lo prohibido, sino que se guía por lo correcto, por lo necesario, por lo ineludiblemente humano.
II. La esperanza en el Derecho
Se ha dicho ya en incontables ocasiones que la justicia humana, con todo su andamiaje de normas, tribunales y principios, es un esfuerzo noble pero necesariamente incompleto. A todas luces, es un intento de ordenar el mundo, de equilibrar las relaciones sociales, de corregir agravios y distribuir derechos y, sin embargo,nunca alcanza la plenitud de la justicia absoluta. Al fin de cuentas, la historia siempre dicta que el Derecho, por más sofisticado que sea, sigue estando atado a la limitación humana: no puede deshacer el daño, no puede penetrar en la intención última de los corazones, no puede restaurar completamente aquello que ha sido quebrantado. No cabe duda que su función es necesaria, incluso sagrada dentro de la convivencia, pero sus límites son ineludibles.
Es en este punto donde la justicia necesita trascender lo normativo y abrirse a valores más profundos, aquellos que no pueden codificarse en un artículo de ley ni imponerse por sentencia.
Con toda seguridad, la empatía, la solidaridad, la misericordia son los elementos que permiten equilibrar las carencias inherentes al sistema humano. De hecho, si el derecho solo se preocupa por la correcta aplicación de la norma sin mirar a la persona detrás del conflicto, se convierte en un mecanismo frío, eficaz en su estructura, pero incapaz de ofrecer una verdadera reparación.
En ese sentido, la verdadera justicia no solo se rige por lo permitido y lo prohibido, sino por lo que es moralmente necesario.
En esta línea, las Bienaventuranzas nos ofrecen una perspectiva que va más allá de la simple legalidad. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mateo 5:6) no se refiere solo a quienes buscan equidad en este mundo, sino a aquellos que comprenden que la justicia humana es insuficiente y que su verdadera plenitud solo puede alcanzarse en la comunión con Dios. Efectivamente, es un llamado a no conformarse con la justicia terrenal, sino a aspirar a algo mayor, a una justicia que no se agota en la sentencia, sino que se consuma en la redención.
Desde la teología del derecho, esta idea se profundiza aún más: la justicia del mundo es apenas una sombra de la justicia divina. Aquí, la caridad y la misericordia no son concesiones o complementos opcionales del derecho, sino la manifestación de una justicia más alta, aquella que no solo juzga, sino que restaura, que no solo equilibra, sino que sana.
En última instancia, la justicia humana sigue siendo un reflejo incompleto de la justicia perfecta. Pero ese reflejo, aunque limitado, es el camino que nos queda en este mundo. En rigor de verdad, mo para sustituir la justicia divina, sino para intentar, en la medida de lo posible, acercarnos a ella.
Por eso, insisto que la justicia humana resulta un esfuerzo inacabado, un intento de ordenar el mundo con herramientas limitadas, atrapadas en el tiempo, el lenguaje y la falibilidad de quienes las aplican. Es imprescindible para la convivencia, sí, pero su capacidad de reparar el daño, de restaurar plenamente la equidad o de responder a la complejidad moral de cada situación es insuficiente.
En toda su claridad, la conclusión es inevitable en orden a que la vida, con sus matices, desborda las normas, y el derecho, por más sofisticado que sea, nunca puede abarcar del todo la densidad de la experiencia humana.
En rigor, la verdadera justicia no se agota en lo normativo, sino que requiere una mirada más amplia, una que se sostenga en valores universales como la empatía y la solidaridad. La ley puede imponer equilibrio, pero solo la compasión lo humaniza. El derecho puede distribuir responsabilidades, pero solo la misericordia redime. No cabe duda alguna que sin estos elementos, la justicia se reduce a un mecanismo frío, eficaz pero incompleto, incapaz de responder a las necesidades más profundas del ser humano.
En ese sentido, cabe insistir respecto de que las Bienaventuranzas nos recuerdan que la justicia terrenal, aunque indispensable, es siempre incompleta. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados” (Mateo 5:6) no resulta solo un reconocimiento de quienes luchan por un mundo más justo aquí y ahora, sino también un recordatorio de que la justicia última no pertenece a este mundo. Efectivamente nos explica que que la sed de justicia es legítima, pero que solo será plenamente satisfecha en una dimensión superior, en la plenitud de la comunión con Dios.
Desde la perspectiva de la teología del derecho, esta idea cobra aún más sentido. Si la justicia es solo un mecanismo de orden, su función es incompleta; pero si se abre a la trascendencia, se convierte en un camino hacia algo mayor, habidas cuentas de que la justicia no es solo un equilibrio de derechos y deberes, sino una búsqueda de redención. En este marco, la misericordia no es un complemento del derecho, sino la señal de una justicia más alta, una que no solo castiga o repara, sino que sana y transforma.
Así, la justicia humana sigue siendo un reflejo imperfecto de la justicia perfecta y, sin embargo, ese reflejo es lo que tenemos, y nuestra tarea es perfeccionarlo en la medida de lo posible. En ese sentido, no con la ilusión de alcanzar una justicia absoluta en este mundo, sino con la certeza de que toda búsqueda de justicia es, en última instancia, un eco de la justicia divina4.
De hecho, esta perspectiva introduce en el derecho una dimensión de esperanza que va más allá de la mera aplicación de normas y sanciones. En un mundo donde la justicia humana es inevitablemente imperfecta, la teología del derecho ofrece una promesa: la certeza de que el clamor por justicia no cae en el vacío, de que el sufrimiento de los inocentes, las injusticias que escapan a los tribunales y los agravios que quedan impunes no serán el destino final de la historia. La justicia divina, en esta mirada, no es solo una expectativa futura, sino un horizonte que da sentido al derecho en el presente.
A contraluz de esta afirmación, subyace que esta esperanza no es un simple consuelo ni un refugio pasivo ante las limitaciones del Derecho Positivo. No se trata de resignarse a la injusticia bajo la promesa de una futura reparación trascendental. Por el contrario, esta esperanza es un llamado a la acción, un mandato para que, mientras la justicia última no se manifieste plenamente, cada ser humano contribuya a acercarse a ella.
A decir verdad, que la certeza de que la justicia perfecta existe y nos espera no exime de la responsabilidad de buscarla aquí y ahora, con los medios que tengamos, con la ley cuando sea posible y con la misericordia cuando la ley no alcance.
Así, la Teología del Derecho no solo nos habla de un destino, sino también de un deber. En rigor de verdad, si la justicia última es la meta, el camino hacia ella pasa por nuestras acciones cotidianas, por cada fallo dictado con rectitud, por cada acto de compasión que equilibre las deficiencias del sistema legal, por cada decisión tomada no solo con la mente, sino también con el corazón. En ese sentido, actuar con justicia y misericordia en este mundo no es solo una cuestión ética, sino una forma de participación en un plan más grande, un gesto de fe en que nuestras acciones tienen un significado trascendente.
De este modo, la esperanza en la justicia divina no debilita el derecho humano, sino que le da un sentido más profundo. No lo reemplaza, sino que lo impulsa a ser más que un mecanismo de orden: a ser una expresión imperfecta, pero genuina, de un anhelo de justicia que no es solo humano, sino universal. Precisamente en ese anhelo, en esa lucha por hacer lo correcto aun en medio de las limitaciones, es donde el derecho encuentra su verdadera razón de ser.
En tales condiciones, la teología del derecho, lejos de ser un campo exclusivo para quienes profesan una fe religiosa, es una propuesta intelectual que amplía la comprensión del derecho al incorporar una dimensión trascendente. No impone dogmas ni exige adhesión a creencias específicas; más bien, invita a una reflexión profunda sobre los fundamentos de la justicia y su relación con la condición humana. Su objetivo no es sustituir el derecho positivo, sino enriquecerlo con una mirada que vaya más allá de la mera instrumentalización de la norma.
Desde esta perspectiva, incluso los no creyentes pueden encontrar en la teología del derecho una herramienta valiosa para explorar las dimensiones éticas y filosóficas del orden jurídico. Porque, en última instancia, toda concepción de la justicia responde a preguntas que trascienden lo estrictamente normativo: ¿por qué buscamos la justicia? ¿Qué significa realmente reparar un daño? ¿Puede el Derecho, por sí solo, dar sentido a la convivencia humana? Estas preguntas, que han inquietado a filósofos y juristas a lo largo de la historia, encuentran en la teología del derecho una vía para repensar el propósito último del derecho más allá de su función reguladora.
En un mundo donde el Derecho corre el riesgo de reducirse a una herramienta de gestión del poder o un simple mecanismo de control social, la Teología del Derecho ofrece una visión integradora, toda vez que nos recuerda que la justicia no puede desligarse del amor, que el Derecho no debe perder su vínculo con la esperanza, y que la acción humana, cuando se orienta hacia la verdad y el bien, cobra un significado más profundo. Más allá de las creencias individuales, esta perspectiva nos invita a recuperar una visión del derecho que no se limite a resolver conflictos, sino que aspire a construir un orden más justo, más humano, más digno.
En definitiva, la Teología del Derecho no es solo una disciplina para creyentes, sino una propuesta filosófica que interpela a todos aquellos que buscan en el derecho algo más que normas y procedimientos. Es una invitación a pensar el derecho no solo en su estructura, sino en su alma, no solo en sus reglas, sino en su propósito, y a reconocer que la justicia, cuando se concibe en su máxima expresión, no es solo una cuestión técnica, sino una manifestación de la dignidad y la trascendencia de la existencia humana.
III. La Teología del Derecho no desconoce la autoridad del Derecho
Para abrir las puertas de esta reflexión, importa señalar que la Teología del Derecho no se presenta como una alternativa al Derecho Positivo ni como una doctrina que lo reemplace, sino como una brújula que lo orienta hacia una comprensión más profunda de la justicia. No niega la necesidad de normas ni la importancia de los procedimientos legales, pero advierte que el Derecho, cuando se limita a su dimensión técnica, corre el riesgo de convertirse en un sistema vacío, funcional pero carente de propósito trascendente.
En efecto, al reconocer las limitaciones del sistema jurídico humano, la teología del derecho nos recuerda que la justicia no puede reducirse a la legalidad, sino que debe abrirse a valores más altos, aquellos que no pueden ser codificados pero que dan sentido a la norma: la caridad, la misericordia, la esperanza.
Esta perspectiva no es una invitación a la arbitrariedad ni un llamado a subordinar el derecho a principios abstractos sin anclaje en la realidad. Por el contrario, es un esfuerzo por integrar la justicia terrenal con una visión más amplia, en la que el derecho no sea solo un mecanismo de control o resolución de conflictos, sino un camino hacia un orden más justo y humano. La caridad, en este contexto, no es una concesión sentimental, sino un principio que amplía la justicia, permitiéndole alcanzar lugares donde la norma, por sí sola, no llega. La esperanza, a su vez, no es una excusa para la inacción, sino la certeza de que la búsqueda de la justicia no es en vano, de que cada esfuerzo por hacer el bien tiene un eco más allá de lo inmediato.
En última instancia, la mirada propuesta responde a las preguntas más profundas del ser humano sobre su origen, su destino y su lugar en el orden creado.
Es por ello que no se conforma con ofrecer soluciones jurídicas a problemas concretos, sino que invita a pensar el derecho desde una perspectiva más elevada, donde la justicia no es solo un conjunto de reglas, sino una vocación. Solo una justicia iluminada por la teología puede aspirar a responder, de manera plena, a las grandes inquietudes del hombre, porque entiende que el derecho no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar algo mayor: la dignidad, la verdad y, en última instancia, la plenitud del ser humano en comunión con lo trascendente.
En consecuencia, la justicia, concebida en su sentido clásico como dar a cada quien lo suyo, encuentra en el derecho positivo un instrumento necesario para su concreción en la vida social. Sin embargo, este instrumento es, por su propia naturaleza, insuficiente, ya que la justicia no se agota en la aplicación de normas ni en la resolución de disputas conforme a lo establecido en los códigos. Con toda seguridad, cabe señalar que la vida humana, con su complejidad moral, espiritual y existencial, plantea exigencias que trascienden lo normativo, desafíos que no pueden resolverse exclusivamente mediante reglas y sanciones.
En efecto, el Derecho Positivo es una estructura fundamental para la convivencia, pero no es el último horizonte de la justicia. Su carácter general y abstracto impone límites inevitables: la norma no siempre puede capturar la singularidad de cada situación, la equidad requiere de un juicio más allá de la literalidad de la ley, y la reparación de los daños causados rara vez puede ser plena. En este sentido, el derecho es necesario, pero no suficiente.
En esa inteligencia, la justicia auténtica no solo se mide en la correcta aplicación de la norma, sino en la capacidad de responder a la dignidad humana en todas sus dimensiones. Por ello, la teología del derecho nos recuerda que la verdadera justicia no es solo un equilibrio de derechos y obligaciones, sino una vocación que exige algo más que el cumplimiento de la ley: demanda humanidad, misericordia y una apertura a lo trascendente.
Así, la Justicia no puede quedar atrapada en la estructura del Derecho Positivo, habida cuenta de que necesita expandirse hacia un horizonte más amplio, donde la equidad, la caridad y la esperanza completen lo que la norma, por sí sola, no puede garantizar. En esta perspectiva, el derecho es un medio valioso, pero la justicia es un ideal que siempre nos desafía a ir más allá de la mera legalidad, hacia una comprensión más profunda del ser humano y su destino.
En sintonía con lo anterior, la célebre afirmación de Santo Tomás de Aquino, “Justicia sin misericordia es crueldad”, tiene una profunda resonancia con los conceptos del Bait Shalom (Casa de Paz) y Tzedek (justicia) en la tradición judía, ofreciendo un punto de encuentro entre las visiones cristiana y judía sobre cómo la justicia y la misericordia deben interactuar para humanizar las relaciones sociales y jurídicas. En el judaísmo, el concepto de Tzedek va más allá de una simple aplicación estricta de la justicia legal. En Deuteronomio 16:20, se ordena: “Tzedek, tzedek tirdof” (“Justicia, justicia perseguirás”), una repetición que los sabios interpretan como una invitación a no solo perseguir la justicia formal, sino también una justicia impregnada de equidad, compasión y sensibilidad al contexto humano, habidas cuentas de que la idea de que la justicia sin elementos de misericordia puede convertirse en una herramienta opresiva y cruel, desprovista de humanidad.
En consonancia, el Bait Shalom, entendido como un lugar de paz y reconciliación, tiene como objetivo crear un equilibrio donde la justicia no sea simplemente punitiva, sino restaurativa y orientada hacia la armonía comunitaria. En este sentido, el Talmud enseña en Gittin 59b que “El mundo subsiste gracias a la paz”, enfatizando que el propósito último de la ley no es solo resolver disputas, sino también mantener la cohesión social. Un ejemplo talmúdico que ilustra esta conexión se encuentra en el concepto de peshara (compromiso o mediación). En Sanedrín 6b, los rabinos debaten si es mejor decidir casos según la estricta justicia o buscar compromisos que incorporen elementos de paz y misericordia. El Talmud concluye que el ideal es una mezcla de ambos: aplicar la justicia, pero temperada con el deseo de reconciliación y entendimiento mutuo, lo que convierte al juez en un “hacedor de paz” (oseh shalom). Esto es análogo a la visión de Santo Tomás, donde la misericordia humaniza y perfecciona la justicia, transformándola en un instrumento para el bien común.
IV. La complejidad y la aplicación estricta de la ley
La justicia, como un río terco que busca su cauce, no puede ser solo piedra y decreto, no puede andar con los ojos cerrados al temblor de los hombres. Si el derecho es solo filo, si es solo la mano que golpea sin escuchar, se vuelve un invierno interminable, una sombra seca sobre la tierra sedienta. Tzedek, la justicia, y Bait Shalom, la casa de la paz, no son dos caminos distintos, no son dos nombres que el viento esparce sin sentido. Son la misma raíz, la misma urgencia de ordenar el mundo sin que el alma se quiebre, sin que la ley sea un muro donde se estrella la esperanza. La tradición dice que la justicia no puede ser un rey sin corazón, que su voz debe ser un eco de la dignidad, que su propósito no es solo equilibrar, sino sanar, no solo repartir, sino reconocer. Porque cuando la ley avanza sola, sin el calor del shalom, deja heridas invisibles, perpetúa desigualdades que se hunden como clavos en la piel del tiempo. Un sistema que solo dicta, que no escucha, que no siente, no es más que una maquinaria de agravios, un invierno que promete orden, pero siembra distancias, que pretende resolver y solo multiplica el silencio de los olvidados.
En ese sentido, no basta con el peso de los códigos, no basta con la geometría exacta de los fallos. De hecho, la justicia debe saber del dolor, de la grieta, del hambre de equilibrio que hay en los hombres. Porque si no se entrelaza con la paz, si no abraza la vida que late detrás de cada norma, la justicia no es justicia: es solo un eco de piedra que se pierde en la vastedad del mundo.
Por tanto, tanto el enfoque tomista como las enseñanzas judías subrayan un principio central: la justicia debe ser aplicada con una mirada al contexto humano, al impacto en las relaciones sociales y al objetivo superior de la paz. Así, la justicia sin misericordia no solo es crueldad, sino una oportunidad perdida para construir un mundo más equitativo y compasivo, donde la ley no solo regule, sino que también reconcilie y humanice. Santo Tomás de Aquino acuñó una fórmula que sintetiza esta visión: “Justicia sin misericordia es crueldad”.
En efecto, la caridad, como virtud teologal, no contradice la justicia, sino que la perfecciona. En el derecho, esto podría manifestarse en decisiones que tengan en cuenta las circunstancias particulares de las partes involucradas, como la moratoria de una deuda para una persona en situación de vulnerabilidad o la graduación de penas considerando factores de humanidad y rehabilitación. Cabe insistir, en consecuencia, que la teología del derecho no busca reemplazar la justicia con la caridad, sino integrarlas en un modelo más completo y trascendente de justicia. En rigor de verdad las bienaventuranzas, más que simples promesas éticas, constituyen un horizonte para la justicia divina y humana. Estas proclamas de Jesús en el Evangelio subvierten las expectativas de justicia terrenal al prometer consuelo, reparación y plenitud a los que sufren hambre y sed de justicia.
En este sentido, las bienaventuranzas nos desafían a reimaginar la justicia desde una perspectiva que no se limita a la reparación o el castigo, sino que incluye la sanación y la esperanza.
Bajo tales premisas, la visión compartida nos invita a pensar en cómo el sistema jurídico puede alinearse con estos principios al buscar no solo resolver conflictos, sino también transformar las relaciones humanas. De hecho, esa miradaencuentra en el Derecho Natural un puente entre la razón humana y la revelación divina. Sucede que, en efecto, en un mundo marcado por el relativismo ético y el pragmatismo jurídico, la teología del derecho aporta una perspectiva que invita a reconsiderar los fundamentos mismos del derecho y la justicia.
Por todo ello, cabe señalar que la teología del derecho no es solo un ejercicio intelectual, sino una invitación a repensar la justicia como una virtud que trasciende la mera legalidad. Efectivamente, cabe reflexionar sobre lo que es verdaderamente bueno para la dignidad humana implica, ante todo, recuperar una visión teleológica del derecho, una perspectiva que nos permita ver más allá del texto y preguntarnos sobre el propósito y los fines últimos de cada norma. El derecho no es, y nunca ha sido, una isla; su relación con la ética, la política, la economía y la realidad social es inescindible. No cabe ninguna duda de que las visiones formalistas, al ignorar estas conexiones vitales, carecen de la capacidad para abordar los principios jurídicos en toda su profundidad, pues estos principios no son simples fórmulas: son la expresión de valores fundamentales.
V. La supuesta pureza del Derecho
Imaginar el derecho como un cristal puro, inmune al aliento de los hombres, es soñar con un cielo sin viento, con un mar que no conoce mareas. No hay norma sin historia, no hay código que no lleve en su piel la marca de las manos que lo escribieron, de los rostros que lo padecen, de las voces que lo reclaman o lo temen. El derecho no es una torre de marfil, erguida sobre el mármol de la lógica, intacta ante la furia del mundo. Es un río que arrastra tiempos y sombras, que se tiñe con las urgencias de la calle, con el temblor de la injusticia, con la herida abierta de quienes buscan en su cauce una respuesta. Pretender una pureza inmaculada, ajena a la balanza de la vida, es negar su esencia, es condenarlo a ser un cuerpo sin sangre, una palabra que no se pronuncia en la boca de nadie.
Porque la justicia no es un molde rígido, no es un hierro frío que ignora la diferencia entre la caída y la culpa, entre el clamor y la sentencia. Ponderar, valorar, es reconocer que la norma no flota en el vacío, sino que pisa la tierra del conflicto, que su deber no es solo ordenar, sino comprender, no solo castigar, sino reparar. Así, el derecho, si ha de ser algo más que una estructura de símbolos y reglas, no puede encerrarse en la quimera de su pureza. Debe mojarse en la lluvia de la realidad, sentir el pulso de quienes lo necesitan, saber que no basta con existir: debe latir, debe respirar, debe mirar a los ojos a la humanidad que lo invoca.
No cabe ninguna duda que el conocimiento jurídico, en toda su complejidad, exige asumir la realidad de las valoraciones y los dilemas que lo rodean. Si bien algunos sostienen la posibilidad de analizar el derecho en un vacío de asepsia moral y política, la verdad es que el fenómeno jurídico resulta incomprensible sin una perspectiva que abarque los aspectos éticos y sociales de cada decisión. El positivismo, en su obsesión por la pureza y la certeza, es en realidad una defensa del statu quo, una afirmación de lo que es, sin cuestionar lo que debería ser.
Ante esta situación, necesitamos adoptar un enfoque funcionalista que deje de lado los enfoques estructuralistas que se ocupan solo de cómo está legislada una situación, sin explorar los fines que deberían guiar la ley. Esta perspectiva no es un capricho; es una necesidad para quienes entendemos que el derecho no es contemplación pasiva, sino una herramienta para guiar la conducta hacia la justicia y la rectitud.
Decidir en el umbral de la incertidumbre, cuando el derecho se tensa entre el deber y la duda, exige más que la mera aplicación de reglas. La prudencia se convierte en el faro, la deliberación en el camino, y la razón en la brújula que guía cada paso. No hay certezas talladas en piedra, pero sí hay exigencias ineludibles: la decisión justa no es un salto en el vacío, sino el resultado de un proceso en el que cada argumento se prueba, cada opción se sopesa, cada voz es escuchada.
En este horizonte, el derecho no es una voz única ni un monólogo de la norma. Es un proceso dialógico, un tejido construido con palabras y razones, donde la justicia no se impone como un mandato, sino que se construye en el encuentro de perspectivas, en la confrontación de ideas, en la exigencia de justificar cada afirmación. Sin este diálogo, sin la apertura a la argumentación racional, el derecho se marchita en la imposición y se vacía de su verdadero sentido. Así, el derecho no es solo un conjunto de disposiciones, sino un espacio de comunicación, un laboratorio de la razón donde se sostienen afirmaciones y se justifican tanto declaraciones teóricas como decisiones prácticas. Es en este intercambio, en este ejercicio de responsabilidad discursiva, donde el derecho encuentra su legitimidad. Porque no basta con dictar normas: es necesario construir razones, compartir significados, legitimar cada decisión en la transparencia de un diálogo donde nadie puede replegarse en su propio dogma sin ofrecer una justificación válida para los demás.
En efecto, solo bajo estas condiciones, cuando el derecho no se repliega en la rigidez de la norma ni se encierra en el formalismo de la letra muerta, puede aspirar a algo más que la mera regulación de conductas. Puede, entonces, convertirse en un instrumento genuino de justicia, capaz de respirar con la vida misma, de responder a su complejidad sin mutilarla, de sostener el equilibrio sin reducirlo a fórmulas vacías.
Tengo para mí que la justicia no se decreta, no se impone desde un trono de certezas inamovibles. Se construye en el diálogo, en la confrontación de razones, en la deliberación que no busca imponer, sino comprender. El derecho, cuando asume esta vocación, deja de ser una arquitectura inerte y se convierte en un proceso vivo, en una búsqueda constante donde la verdad no es un dogma que se dicta desde arriba, sino un horizonte que se alcanza a través del pensamiento compartido. Aquí, el derecho ya no es solo un conjunto de reglas, sino una conversación incesante entre lo que es y lo que debería ser, entre el presente de la norma y la promesa de la justicia.
Ello es así, toda vez que su legitimidad no proviene de su sola existencia, sino de su capacidad para escuchar, para justificar, para responder con razones que no sean solo imposición, sino encuentro. Evidentemente solo en la transparencia de este proceso, solo en la apertura a la razón del otro, el derecho se salva de convertirse en un mecanismo ciego y alcanza su sentido más alto: el de ser no solo una estructura de poder, sino una expresión de la dignidad humana en su más profunda aspiración a lo justo.
Bajo esta perspectiva, los derechos humanos y la búsqueda de soluciones justas deben guiar cada interpretación. La doctrina correcta es aquella que nos recuerda que cuando la aplicación literal de la ley conduce a una injusticia flagrante que atenta contra la dignidad humana y el bien común, es preferible indagar en soluciones justas más allá de la letra de la ley. La razón es evidente: el legislador humano no puede prever todos los casos futuros ni resolver todas las complejidades de la vida en un texto fijo. La ley, en última instancia, debe estar al servicio de la justicia y no de la rigidez normativa.
Cabe destacar que el conocimiento jurídico no es un códice polvoriento ni un juego frío de normas encadenadas. Es fuego y brújula, un relámpago que ilumina la noche de la incertidumbre, una corriente que empuja a la humanidad hacia la justicia, hacia la rectitud que no se impone, sino que se descubre en el latido mismo del derecho. No basta con entenderlo, hay que sentirlo, hay que dejar que su llamado nos traspase, nos sacuda, nos obligue a mirar más allá de la letra para encontrar el espíritu que la anima.
En ese sentido, no debe olvidarse que el derecho, en su esencia más pura, no es un dictado sin alma. Late, vibra, respira en la historia de quienes lo invocan. No se conforma con regular, con delimitar, con imponer: busca orientar, elevar, tender puentes entre lo que es y lo que debería ser. Dicho de otro modo, no es la prisión del deber, sino la promesa de la justicia. Claramente, no es el eco vacío de la autoridad, sino la voz viva de una humanidad que clama por ser escuchada.
De ahí que, cada norma, cada sentencia, cada acto de deliberación es un eslabón en esta búsqueda incesante. Porque el derecho no es un monólogo, sino un diálogo entre tiempos, entre voces, entre razones que chocan y se encuentran, que se resisten y se abrazan. Toda vez que no se trata de dictar sin más, sino de conducir cada paso con prudencia, con la mirada atenta al otro, con la conciencia de que la justicia no es solo un destino, sino una forma de andar el camino. Y así, el derecho se despliega como un horizonte que nunca se agota, como un ideal que nos exige no solo obedecer, sino comprender; no solo aplicar, sino sentir. Es más que un sistema de reglas: es una brújula encendida, guiando cada decisión hacia la dignidad, hacia el bien, hacia la esperanza de un mundo donde la justicia no sea solo un sueño, sino una realidad construida con razón y con pasión.
Precisamente cabe preguntarse qué es la prudencia en este escenario sino una forma de amor al ser humano. No es solo cautela; es ese pulso firme que acaricia y guía, que nos obliga a detenernos y reflexionar antes de elegir, sabiendo que cada decisión afecta vidas, esperanzas y sueños. En otras palabras, no existe, pues, un único y simple camino hacia la verdad, pero sí un deseo ardiente de acercarnos a ella. Es de suma importancia indicar que únicamente si cumplimos con el deber sagrado del diálogo, las conclusiones podrán considerarse auténticas, fundamentadas. Porque sin diálogo, sin esa entrega de ideas y razones, el derecho se enfría, pierde el alma y se convierte en un eco vacío.
Por eso, mi corazón me lleva a argumentar que el derecho no debe, ¡no puede! encadenarse a un enfoque frío y deductivo. El derecho debe ser una conversación eterna, un río de ideas que fluye y que busca abrazar la realidad con amor y justicia. No es un espectador pasivo, sino un faro, un compañero en la búsqueda del bien. No se trata solo de observar; se trata de dirigir la conducta hacia lo justo, de encender el camino hacia la rectitud. El conocimiento jurídico es una llama viva, que arde no para destruir, sino para iluminar, para guiar, para dar calor en la oscuridad de las decisiones difíciles.
En efecto, el derecho debe servir, debe estar al servicio de la dignidad humana, como el amante que protege y defiende, que, con delicadeza y fuerza, pondera cada opción y elige con valentía la más justa.
De manera destacada, se debe subrayar que no habrá certezas absolutas, pero si hay algo que queda claro es que las decisiones verdaderas, las que realmente honran al derecho, solo nacen del diálogo, de la comprensión, de la humildad de escuchar y de la valentía de decidir con el corazón y la razón en perfecta armonía.
De particular importancia es el hecho de que el derecho no vive solo en las normas; vive en el susurro de cada pregunta, en el murmullo de cada dilema, en el eco de cada respuesta. Es una promesa de justicia, un canto que nunca se apaga, que busca incansable la paz y la equidad. Y si el amor es compromiso, entonces el derecho, en su mejor versión, es la forma más pura de compromiso hacia la humanidad.
Ciertamente, el discurso jurídico, por su propia naturaleza, no es ni puede ser absoluto. No es un monolito inmutable que responda a las preguntas complejas de la vida con respuestas definitivas y únicas. Al contrario, el discurso jurídico es un proceso, una búsqueda continua, una construcción que se enriquece y se fundamenta con cada paso, cada voz y cada perspectiva que se incorpora en su desarrollo. A diferencia de la certeza absoluta de un axioma matemático, el derecho se funda en principios que dialogan con la realidad y con la experiencia humana, con sus valores y sus necesidades.
Verdaderamente, el derecho se edifica sobre la base de normas y principios que son interpretados, cuestionados y ponderados en cada situación concreta. Y esta interpretación no es una muestra de debilidad o incertidumbre; es, en realidad, la prueba de su flexibilidad, de su capacidad para adaptarse y responder de manera sensible y justa a la complejidad de los problemas humanos. La fortaleza del discurso jurídico no reside en una verdad inamovible, sino en su capacidad para justificarse, para ofrecer razones fundamentadas que respondan a la justicia, a la equidad y a la dignidad humana. Esta cualidad de ser fundado, pero no absoluto le permite al discurso jurídico crecer y evolucionar en sintonía con los cambios sociales, éticos y culturales. En este sentido, el derecho es un ejercicio dialógico que incluye a múltiples voces y puntos de vista, lo cual enriquece su capacidad de fundamentación. El diálogo, entendido como el intercambio de razones y justificaciones, no debilita al derecho; lo fortalece, ya que cada conclusión es el resultado de un proceso en el que se han examinado y sopesado todas las alternativas posibles, y donde se ha buscado siempre el camino más justo.
En ese orden de ideas, que el derecho sea fundado, pero no absoluto, implica que sus decisiones no flotan en el vacío, sino que están ancladas en la razón, en la prudencia y en la deliberación. Claramente el derecho no es un salto al abismo ni un juego de imposiciones ciegas, sino un edificio construido con la paciencia de quienes buscan justicia en cada piedra, en cada norma, en cada argumento. Vale la pena señalar que esto no significa que deba encerrarse en sí mismo, porque la verdad, cuando se fosiliza, deja de ser verdad, y la justicia, cuando se vuelve inamovible, corre el riesgo de volverse injusta.
Resulta fundamental indicar que cada conclusión se justifica en base a los principios y valores que sostienen el sistema jurídico, porque el derecho necesita raíces, fundamentos que le den sentido, faros que orienten su camino. En este panorama, es crucial mencionar que afirmar la existencia de principios no significa que haya dogmas, porque el derecho, si quiere ser realmente justo, no puede ser un monolito impenetrable; debe ser un cauce que se adapta al terreno, que se deja interpelar por la vida, que se permite dudar y replantearse. Por ello, el derecho sigue abierto, no clausurado en una perfección ilusoria, sino dispuesto a revisarse, a preguntarse si aún responde a la humanidad que lo invoca. Porque no basta con que una norma haya sido justa en su momento; debe seguir siéndolo en el tiempo, debe dialogar con la sociedad que cambia, con la moral que evoluciona, con la experiencia que enseña.
En definitiva, el derecho no puede ser solo estructura, debe ser también movimiento. No puede limitarse a custodiar reglas, sino que debe mirar hacia adelante, escuchar las voces que lo desafían, permitirse ser cuestionado sin temer a la transformación. Porque el derecho que se cierra en sí mismo se vuelve un museo de normas muertas; en cambio, el derecho que se atreve a cambiar, que se deja tocar por la realidad, es el que sigue siendo, siempre, un instrumento de justicia viva.
En última instancia, la naturaleza del derecho como un discurso fundado, pero no absoluto es lo que le permite ser una fuerza viva y relevante en la sociedad. En su capacidad para justificar sus decisiones, para sostener sus principios y, a la vez, para adaptarse, el derecho se convierte en un sistema que no solo regula, sino que escucha, aprende y se compromete con el bien común. No es absoluto, pero es profundamente legítimo y digno de confianza porque se fundamenta en el compromiso con la justicia y la dignidad humana en cada acto, en cada norma y en cada decisión.
VI. El discurso jurídico
El discurso jurídico no es simplemente un ejercicio técnico ni una disertación académica confinada a los muros de las universidades y los tribunales. Es, antes que todo, un vehículo que transporta justicia, que construye legitimidad y que sostiene el orden sin reducirlo a una estructura vacía de sentido. No es una serie de palabras muertas en un papel, sino la voz de una sociedad que busca equilibrio, que reclama reglas justas, que necesita encontrar en el derecho algo más que fórmulas: una brújula, un horizonte, una respuesta.
Por esta razón, el discurso jurídico no puede permitirse la neutralidad aséptica de quien solo analiza normas sin mirar sus consecuencias, sin preguntarse a quién protegen y a quién olvidan. Su naturaleza le impone ciertos deberes esenciales, ineludibles, que van más allá de la mera interpretación normativa y lo vinculan con una responsabilidad mayor. No basta con conocer la ley; es necesario comprenderla en su contexto humano, en su impacto real, en su relación con la dignidad de quienes la viven y la padecen.
Así, el derecho no solo exige coherencia racional, sino también responsabilidad ética. Porque no se trata solo de argumentar bien, sino de argumentar con verdad, con justicia, con la convicción de que cada palabra en el discurso jurídico tiene un peso que puede cambiar destinos, que puede reparar o agravar, que puede hacer florecer la equidad o perpetuar la desigualdad. Y, por encima de todo, el discurso jurídico debe estar comprometido con el bien común. No puede ser un refugio de tecnicismos ni un juego de prestigios intelectuales; su deber es mirar a la sociedad, entender sus dolores y aspiraciones, y ofrecer respuestas que no solo sean correctas en el papel, sino justas en la vida.
De manera destacada, se debe subrayar que, si el derecho olvida que su propósito es servir, si el discurso jurídico se encierra en sí mismo sin escuchar a quienes claman por justicia, entonces deja de ser una herramienta de orden para convertirse en un muro, en una barrera que separa el poder de quienes más lo necesitan.
De particular importancia es el hecho de que el derecho, en su esencia más profunda, no es solo un conjunto de normas ni un ejercicio de lógica. Es, sobre todo, un compromiso. Un acto de responsabilidad ante la sociedad. No se puede dejar de mencionar que implica un diálogo donde cada palabra importa, donde cada argumento debe estar al servicio de algo más grande que el propio discurso: la justicia como proyecto colectivo, como aspiración viva, como una promesa que solo se cumple cuando el derecho deja de ser un mero sistema y se convierte en una verdadera fuerza de dignidad y esperanza5.
Importa destacar que el primer deber del discurso jurídico es la argumentación razonada, porque el derecho no puede sostenerse en el vacío de la imposición ni en el peso inerte de la autoridad. Un sistema jurídico que aspira a ser legítimo y funcional no puede fundarse en la obediencia ciega ni en el sometimiento a la norma sin cuestionamiento; debe cimentarse en la fuerza de la razón, en la capacidad de justificar cada decisión con argumentos que resistan la luz del análisis y la confrontación crítica.
No debe olvidarse que no basta con que una norma exista; es necesario que su fundamento sea sólido, que su aplicación pueda explicarse, que su sentido pueda defenderse frente a la conciencia de quienes la acatan o la desafían. Porque el derecho no es una colección de mandatos fríos, sino un espacio de diálogo, un territorio donde la justicia no se impone por decreto, sino que se construye en la interacción de razones, en la deliberación que busca no solo lo correcto, sino lo legítimo. Se debe poner de relieve que la persuasión en el derecho no puede basarse en la mera autoridad de quien enuncia la norma. La legitimidad no nace del poder, sino de la argumentación que da sentido a cada regla, de la capacidad de convencer no por imposición, sino por evidencia, por coherencia, por la certeza de que lo que se dicta responde a una lógica justa. Solo así el derecho se convierte en algo más que un sistema de control: se transforma en una estructura viva, capaz de evolucionar, de cuestionarse, de responder con razones en lugar de órdenes.
En este sentido, el discurso jurídico no es un simple formalismo, sino un ejercicio de responsabilidad intelectual y ética. De manera destacada se debe subrayar que quien argumenta en derecho no solo expone una tesis, sino que asume un compromiso: el de construir justicia con palabras, el de hacer del razonamiento una herramienta de equidad, el de garantizar que cada decisión sea algo más que una orden, que sea un reflejo de la razón y de la dignidad humana. Porque un derecho sin argumentación es un derecho sin alma, y un derecho sin alma no es otra cosa que la sombra de la justicia6.
En razón de lo expresado, los juristas, jueces y legisladores deben justificar sus razonamientos con base en principios jurídicos, hechos comprobables y razonamientos consistentes. La argumentación no es solo un medio de validación interna del discurso jurídico, sino también un mecanismo para construir confianza social. Cuando las decisiones jurídicas son bien fundamentadas, las personas no solo cumplen con la ley, sino que también la respetan como un reflejo de equidad y racionalidad. En este sentido, el discurso jurídico no puede limitarse a ser un juego de reglas, sino que debe reflejar un esfuerzo por garantizar que las normas sean aplicadas de manera justa y comprensible.
En consecuencia, el segundo deber es el de la integridad, habida cuenta de que resulta fundamental indicar que este principio requiere que el discurso jurídico sea coherente no solo consigo mismo, sino también con los valores fundamentales que informan un sistema jurídico, como la igualdad, la justicia y la dignidad humana. Sucede que, en efecto, la integridad en el derecho no es un adorno retórico ni un lujo teórico, sino la esencia misma que sostiene su legitimidad. Un sistema jurídico que aspira a ser justo y coherente no puede permitirse fracturas internas, no puede proclamar valores en su fundamento y luego negarlos en su aplicación. No debe olvidarse que el derecho no es solo una estructura de normas, sino un tejido de principios, y si las decisiones jurídicas no se alinean con esos principios esenciales, el orden jurídico se resquebraja desde dentro.
Así, un sistema que enuncia el respeto por los derechos fundamentales no puede, bajo ninguna circunstancia, justificar decisiones que los vulneren. No puede predicar dignidad y, al mismo tiempo, permitir atropellos en su nombre. No puede sostenerse en la idea de justicia y, sin embargo, tolerar que sus propias normas sean utilizadas como herramientas de opresión. Es menester hacer hincapié en que la integridad exige que haya coherencia, que las palabras del derecho no sean promesas vacías, sino compromisos efectivos que se reflejen en cada resolución, en cada sentencia, en cada acto de poder.
Por ello, un juez no puede invocar normas legales para contradecir principios constitucionales básicos. Es crucial mencionar que el derecho no es una pirámide de jerarquías frías, sino una estructura viva en la que los principios fundamentales son el cimiento que sostiene todo lo demás. Con toda seguridad, no se trata solo de aplicar la norma, sino de interpretarla con fidelidad a la justicia, con la conciencia de que ninguna disposición puede ser excusa para socavar aquello que da sentido al sistema jurídico en su conjunto.
En este sentido, la integridad no es un simple requisito técnico, sino una exigencia ética. Es el compromiso de que el derecho no sea un entramado de reglas arbitrarias, sino un espacio donde la coherencia con los valores fundamentales sea la base de cada decisión. Porque cuando el derecho pierde su integridad, pierde también su autoridad moral. Y un derecho sin autoridad moral es apenas una estructura vacía, un mecanismo sin alma, una promesa traicionada.
De ahí que la integridad en el derecho no es un adorno retórico ni un lujo teórico, sino la esencia misma que sostiene su legitimidad. Precisamente un sistema jurídico que aspira a ser justo y coherente no puede permitirse fracturas internas, no puede proclamar valores en su fundamento y luego negarlos en su aplicación. Por lo tanto, el derecho no es solo una estructura de normas, sino un tejido de principios, y si las decisiones jurídicas no se alinean con esos principios esenciales, el orden jurídico se resquebraja desde dentro.
En ese sentido, un sistema que enuncia el respeto por los derechos fundamentales no puede, bajo ninguna circunstancia, justificar decisiones que los vulneren. Debe enfatizarse que no puede predicar dignidad y, al mismo tiempo, permitir atropellos en su nombre.
En efecto, no puede sostenerse en la idea de justicia y, sin embargo, tolerar que sus propias normas sean utilizadas como herramientas de opresión. Brilla con luz propia el hecho de que la integridad exige que haya coherencia, que las palabras del derecho no sean promesas vacías, sino compromisos efectivos que se reflejen en cada resolución, en cada sentencia, en cada acto de poder.
Por ello, se inscribe con tinta indeleble que un juez no puede invocar normas legales para contradecir principios constitucionales básicos. Como testimonio imborrable, debe subrayarse queel derecho no es una pirámide de jerarquías frías, sino una estructura viva en la que los principios fundamentales son el cimiento que sostiene todo lo demás. No se desvanece en el viento la importancia de interpretarla con fidelidad a la justicia, con la conciencia de que ninguna disposición puede ser excusa para socavar aquello que da sentido al sistema jurídico en su conjunto.
En este sentido, la integridad no es un simple requisito técnico, sino una exigencia ética.
A la luz de la razón, brilla el argumento de que el derecho no sea un entramado de reglas arbitrarias, sino un espacio donde la coherencia con los valores fundamentales sea la base de cada decisión. Porque cuando el derecho pierde su integridad, pierde también su autoridad moral. Y un derecho sin autoridad moral es apenas una estructura vacía, un mecanismo sin alma, una promesa traicionada.
En el corazón del derecho palpita la necesidad de enfatizar que las decisiones jurídicas no deben contradecir los principios esenciales que subyacen al orden jurídico. Así, un sistema que enuncia el respeto por los derechos fundamentales no puede justificar decisiones que los vulneren, ni un juez puede invocar normas legales para contradecir principios constitucionales básicos.
Como eco en la eternidad, resuena el hecho de que la integridad no es solo un deber ético, sino también un requisito para la estabilidad y coherencia del sistema jurídico. Se alza indiscutible la realidad de que solo un discurso jurídico íntegro puede resistir las pruebas del tiempo y adaptarse a las necesidades de una sociedad en constante evolución7.
El tercer deber, acaso el más escurridizo y debatido, es la apertura del derecho a la moral y los valores sociales. Como eco en la eternidad, resuena el hecho de que alguna vez se pretendió erigir un derecho autónomo, separado de la contingencia y del tiempo, un sistema que no se contaminara con las pasiones humanas ni con la maleabilidad de los valores.
El peso de la razón obliga a destacar que toda norma es, antes que un mandato, un reflejo de la sociedad que la concibe, un eco de sus aspiraciones, de sus miedos, de su idea de justicia. Es un pilar inquebrantable la afirmación de que la teoría podrá insistir en la separación entre derecho y moral, pero la práctica se obstina en desmentirla, habida cuenta de que el derecho nunca ha sido otra cosa que un espejo en el que cada época se reconoce o se traiciona.
Innegable como la aurora, se alza la certeza de que no es un artificio accidental que los principios morales, los valores culturales y los derechos humanos no sean elementos externos al derecho, sino su misma sustancia, su fundamento primero. Es imposible silenciar que quienes se aferran a la pureza normativa olvidan que la ley es, en última instancia, una conjetura que busca ordenar el caos, un intento de someter la incertidumbre a la forma. No es mera sombra sino luz que ilumina el que ninguna forma es definitiva, y ningún orden es inmune al desgaste del tiempo. Los códigos se redactan y se olvidan, las sentencias se dictan y se revocan, y en ese juego perpetuo el derecho no puede cerrarse sobre sí mismo sin condenarse a la inanidad.
Como un faro en la tormenta, debe resaltarse queaceptar que el derecho dialoga con la moral no implica someterlo a la arbitrariedad de las emociones ni a las veleidades de la costumbre. Implica, más bien, reconocer que las normas no son entidades inmutables, sino organismos vivos que respiran con la historia, que se transforman con el pensamiento y que, en su evolución, reflejan el pulso de la humanidad que las sostiene.
En última instancia, si el derecho prescindiera de la moral, se reduciría a un mecanismo de imposición, a una gramática sin significado, a un juego sin jugadores. Pero mientras se deje interpelar por la justicia, mientras acepte que su misión no es solo regular sino comprender, podrá aspirar no a la verdad absoluta —que es inalcanzable—, sino a ese instante fugaz en el que la ley, la equidad y la dignidad parecen coincidir.
No es mera sombra sino luz que ilumina el que este deber de apertura no significa que el discurso jurídico deba subordinarse a una moral específica, sino que debe ser receptivo a los principios éticos que reflejan el consenso social y las aspiraciones de justicia. En este sentido, el discurso jurídico debe actuar como un puente entre las normas legales y los valores sociales, asegurándose de que las primeras respondan adecuadamente a las demandas legítimas de la comunidad.
Así, como el río que encuentra el mar, llegamos a la certeza de que estos tres deberes del discurso jurídico —argumentación razonada, integridad y apertura hacia la moral— no son principios abstractos, sino requisitos prácticos para el funcionamiento de un sistema jurídico que aspire a ser legítimo, justo y efectivo. Las palabras han hablado y el sentido nos guía a sostener que ignorarlos no solo pone en peligro la estabilidad del orden jurídico, sino que también debilita la confianza social en las instituciones y la ley.
A modo de último trazo en este lienzo argumentativo, debe resaltarse que es fundamental que todos los operadores jurídicos se comprometan con estos deberes como parte de su responsabilidad profesional y ética.
En el horizonte de la razón, solo queda asentir quepuede trazarse un paralelo entre el discurso jurídico y las responsas rabínicas, esos dictámenes que, a lo largo de los siglos, han servido como un puente entre la ley divina y la realidad cambiante de los hombres. Porque ambos, el derecho y la halajá, no son meras estructuras de reglas inamovibles, sino diálogos incesantes con el tiempo, ejercicios de interpretación donde la norma no se limita a dictar, sino que se interroga a sí misma, se adapta, se replantea.
No queda hoja en blanco ni duda en pie: es claro que como en las responsas, el derecho no es un cuerpo de normas fijadas de una vez y para siempre, sino un sistema vivo que necesita ser leído, comprendido, explicado en su contexto. En la estela de estas razones, se graba con firmeza que en la tradición rabínica, cada pregunta exige una respuesta fundada en la Torá, en el Talmud, en la cadena ininterrumpida de comentarios y reflexiones que buscan, en cada caso, hallar la verdad dentro del marco de la ley. No hay respuestas absolutas ni dogmas incuestionables, sino una búsqueda constante, una construcción dialógica en la que cada generación suma su voz a la de las anteriores.
Como el destino que ninguna ruta puede evitar, la lógica nos lleva a afirmar que el derecho opera de manera similar. No se limita a la aplicación mecánica de normas, sino que exige argumentación, interpretación, deliberación. No basta con que una ley exista: debe ser comprendida, justificada, armonizada con los principios superiores del sistema.
A modo de último trazo en este lienzo argumentativo, debe resaltarse que jueces y juristas cumplen un rol análogo al de los rabinos que emiten responsas, pues ambos, con su conocimiento y su prudencia, tienen la tarea de hacer que la ley no sea un objeto rígido, sino un instrumento capaz de responder a la vida sin traicionar su esencia. Se despejan las sombras y emerge con claridad la verdad de que la similitud más profunda entre ambos sistemas radica en su rechazo a la imposición ciega.
En efecto, tanto en el derecho como en la tradición rabínica, la autoridad no se basa en el mero poder, sino en la solidez del razonamiento, en la capacidad de persuadir, de sostener una decisión con argumentos que resistan el escrutinio de la razón y la moral. Es un modelo donde la ley no es una imposición unilateral, sino un diálogo en el que cada voz tiene el derecho de ser escuchada y cada fallo, la obligación de ser explicado.
En última instancia, tanto el derecho como las responsas rabínicas nos recuerdan que la justicia no es una verdad revelada ni un mandato irrevocable, sino un proceso continuo de búsqueda y construcción. No hay normas definitivas, sino principios que guían y decisiones que deben ser repensadas a la luz de la experiencia y la ética. Así, la ley, en su sentido más alto, no es solo un conjunto de reglas, sino un ejercicio de inteligencia y de humanidad, un esfuerzo inacabado por acercarnos, con prudencia y razón, a la justicia que siempre se nos escapa, pero que nunca dejamos de perseguir8. Como el final de un viaje largamente trazado, arribamos a la conclusión de que en ambas se refleja una interacción esencial entre la aplicación de normas, la argumentación racional y la necesidad de resolver conflictos concretos. No queda hoja en blanco ni duda en pie: es claro quecomparten principios fundamentales que los estructuran, aunque operan en contextos distintos: el primero dentro de sistemas legales modernos y el segundo en el marco de la tradición halájica del judaísmo. Como el destino que ninguna ruta puede evitar, la lógica nos lleva a afirmar queestas similitudes ofrecen un terreno fértil para reflexionar sobre la naturaleza universal del razonamiento jurídico y su función en la vida social.
Así como la brújula señala el norte, la razón nos indica que una de las principales similitudes es la dependencia de fuentes normativas preexistentes. Se despejan las sombras y emerge con claridad la verdad de que tanto el discurso jurídico en los sistemas modernos como las responsas rabínicas se fundamenta en textos normativos que deben ser interpretados y aplicados9.
Como el último acorde de una sinfonía, podemos afirmar que otra similitud importante es el rol de la argumentación. Así como la brújula señala el norte, la razón nos indica que tanto en el discurso jurídico moderno como en las responsas, la argumentación no solo busca justificar la decisión tomada, sino también persuadir a las partes involucradas y al público de que esta decisión es razonable, legítima y justa.
En ambos contextos, la argumentación implica un análisis riguroso de las fuentes, la consideración de principios generales y la evaluación de las circunstancias específicas del caso. Esta capacidad de articular argumentos sólidos es esencial para mantener la legitimidad del sistema normativo, ya sea en un tribunal moderno o en el ámbito de la halajá.
Al unísono, el enfoque en la resolución de casos concretos es otra similitud clave. Tanto el discurso jurídico como las responsas tienen como objetivo resolver disputas específicas o responder a preguntas prácticas. Aunque ambos sistemas tienen una dimensión teórica y normativa, su función principal es aplicar las normas abstractas a situaciones concretas, considerando tanto la justicia como la eficacia. Este enfoque casuístico subraya la naturaleza pragmática del razonamiento jurídico y su conexión con la vida real.
Como el eco de un juicio inapelable, resuena la certeza de que la flexibilidad interpretativa es otra característica compartida.
Como el final de un viaje largamente trazado, arribamos a la conclusión de que tanto en el derecho moderno como en la halajá, los operadores jurídicos enfrentan el desafío de aplicar normas antiguas o generales a circunstancias nuevas y específicas. Como la última campanada de la razón, no cabe duda de que en este proceso, jueces y rabinos recurren a herramientas interpretativas para reconciliar el texto normativo con las necesidades actuales.
En ese sentido, para disipar toda sombra de duda, es preciso señalar que, en el derecho moderno, este dinamismo interpretativo se manifiesta en la aplicación de principios de interpretación constitucional y en doctrinas como la ponderación, herramientas que permiten que la norma no se convierta en una prisión de su propia literalidad, sino en un instrumento flexible, capaz de ajustarse a la complejidad de cada caso sin perder su coherencia estructural. Vale decir, con el filo de la exactitud, que el derecho no es solo la ley escrita, sino la forma en que se la interpreta, la manera en que se la armoniza con los principios fundamentales del sistema y con las necesidades de la sociedad que la sostiene. Del mismo modo, en la halajá, esta capacidad de reinterpretación encuentra su expresión en el pilpul, ese método dialéctico que no se contenta con aplicar la norma de manera estática, sino que la descompone, la examina desde múltiples ángulos, la confronta con otros textos y la somete a un escrutinio riguroso hasta extraer de ella nuevas aplicaciones y significados.
Lo que en esencia significa que, despojándolo de adornos, que no se trata de una simple discusión académica, sino de un esfuerzo intelectual y espiritual por hacer que la ley continúe, que no se detenga en el tiempo, sino que dialogue con él.
En este sentido, la comparación entre el derecho moderno y la halajá revela una convergencia esencial: ambos sistemas reconocen que la norma no puede agotarse en su formulación original, sino que debe interactuar con el presente, con la experiencia humana, con la evolución del pensamiento jurídico y moral. Así como el constitucionalismo moderno recurre a la ponderación para equilibrar principios en conflicto y hacer justicia en casos concretos, el pilpul permite que la halajá se mantenga en constante movimiento, en un diálogo inagotable con la tradición y la razón.
Pero hay algo más profundo en esta analogía. Tanto en la interpretación constitucional como en el pilpul, la clave no está en la simple aplicación de normas, sino en el arte de interpretar con sabiduría, de leer más allá del texto, de encontrar en la ley no solo un mandato, sino una invitación al pensamiento crítico y a la búsqueda de la justicia. En ambos casos, el derecho no se limita a imponer, sino que argumenta; no se contenta con dictar, sino que persuade; no se encierra en sí mismo, sino que se abre al diálogo constante con la razón, con la historia y con la humanidad.
Como quien pule el diamante de la verdad, añadamos que ambos sistemas comparten un compromiso con la justicia. Dicho sin velos ni ornamentos, la verdad es que si bien el concepto de justicia puede variar en su definición, tanto el discurso jurídico como las responsas rabínicas buscan garantizar que las decisiones legales sean equitativas y reflejen los valores fundamentales del sistema normativo10.
Vale decir, con el filo de la exactitud, que la estructura del discurso jurídico y de las responsas rabínicas refleja un compromiso con la claridad y la persuasión. Las decisiones suelen comenzar con una exposición del caso y la consulta, seguida de un análisis exhaustivo de las fuentes relevantes, una argumentación que articula las posibles interpretaciones y, finalmente, una conclusión que resuelve la cuestión planteada11.
A través de la fidelidad a las fuentes, la interpretación dinámica y la búsqueda de justicia, estos pronunciamientos no solo resuelven problemas legales, sino que también reafirman la vitalidad y relevancia de la halajá en un mundo en constante cambio. Sucede que, en efecto, el derecho, como creación humana, está en constante interacción con la realidad social, política y cultural. Esta interacción exige un discurso jurídico que no solo sea técnicamente correcto, sino también éticamente comprometido y socialmente relevante. En última instancia, los deberes del discurso jurídico son un reflejo de la responsabilidad de la sociedad para construir un orden justo, donde las normas no sean meros instrumentos de poder, sino herramientas para garantizar la dignidad y el bienestar de todas las personas.
En ese sentido, cumplir con los deberes del discurso jurídico significa, ante todo, asumir una responsabilidad profunda y ética en la construcción de la justicia. términos más nítidos, podríamos decir que no se trata simplemente de imponer normas, sino de establecer un diálogo genuino y abierto, donde cada afirmación, cada interpretación y cada decisión esté respaldada por razones que puedan ser comprendidas y evaluadas por todos.
En consecuencia, si buscamos la transparencia del cristal, entonces corresponde decir que es el compromiso de que el derecho no sea un monólogo autoritario, sino un espacio de deliberación que escuche las voces y respete las perspectivas que componen la realidad humana. Claramente, los deberes del discurso jurídico exigen que el juez, el abogado, el legislador y cualquier otro operador del derecho no actúen desde una posición de poder que aplaste, sino que fundamenten cada conclusión en argumentos que puedan ser discutidos y comprendidos por la sociedad. Lo que en esencia significa que, despojándolo de adornos es que cumplir con estos deberes significa también aceptar la posibilidad de revisión, de replanteo, de apertura a la crítica constructiva. Es entender que la legitimidad del derecho no proviene de su rigidez, sino de su capacidad para justificar cada decisión y cada norma en el marco de un diálogo que valora la racionalidad y la equidad.
Desde esta perspectiva, cumplir con los deberes del discurso es garantizar que el derecho no sea una herramienta de opresión ni una estructura fría e impositiva. Al contrario, es asegurar que el derecho se erija como un sistema vivo, que respeta la dignidad humana y se fundamenta en el respeto mutuo y en la capacidad de respuesta.
Dicho en otras palabras, como el agua que aclara el cauce, solo en este proceso de justificación constante, de intercambio de razones, el derecho puede afirmar su legitimidad y aspirar a ser verdaderamente justo. Es en todo sentido relevante mencionar que defender esta tesitura es defender la idea de un derecho democrático, donde la justicia no es impuesta desde arriba sino construida con la participación de todos, guiada por el compromiso ético de fundamentar cada paso, cada decisión y cada interpretación. El cumplimiento de los deberes del discurso jurídico, por tanto, es lo que convierte al derecho en un espacio donde la razón, la justicia y el respeto por la dignidad humana no son solo ideales, sino realidades alcanzables y tangibles.
Por supuesto, saber que se ha actuado cumpliendo con los deberes del discurso, y no con mano arbitraria, es un compromiso tan profundo como el de quien busca la verdad en su forma más pura. Ciertamente es un acto de transparencia y honestidad, un camino donde la razón y la justicia van de la mano, visibles y luminosas, para que el corazón del derecho se revele, sin sombras, a todos los que buscan comprenderlo. Primero, una decisión tomada con verdadera devoción a los deberes del discurso se muestra con una justificación clara y sincera, donde cada palabra, cada razón, late con sentido. Esta es la esencia de la transparencia: ofrecer al mundo una decisión explicada con detalle, que permita a cualquiera entender los motivos y los valores que guiaron cada paso del proceso. Es abrir el alma de la decisión, es mostrar que nada ha sido escondido ni disfrazado. Y en esa claridad, debe haber una coherencia que sostenga y envuelva cada palabra.
Como la luz que desvela el alba, conviene precisar que la decisión debe resonar en armonía con el ordenamiento, con la jurisprudencia, con la historia misma de un sistema que vive y respira a través de los años. Es el eco de la razón y de la coherencia que nos asegura que cada decisión no es una isla, sino una nota que resuena en una melodía mucho más grande, mucho más profunda. Pero más que una melodía unilateral, el derecho es un coro, un diálogo en el que se escuchan todas las voces. Cada parte, cada perspectiva debe ser recibida con respeto y respondida con cuidado.
Es innegable, como el sol al amanecer, que cumplir con los deberes del discurso es no solo abrir la mente, sino también el corazón, para escuchar lo que cada voz tiene que decir. Es ser justos en el sentido más humano y generoso, dándoles a las partes la certeza de que han sido escuchadas, y de que cada argumento ha sido considerado y respondido con dignidad.
Acaso qué otra conclusión podría extraerse sino que cuando los principios chocan y los valores se tensionan, el juez, con una sensibilidad casi sagrada, debe encontrar ese equilibrio que responde a las demandas del caso y, a la vez, al compromiso con la justicia. Sopesar, evaluar, dar razones para que cada parte vea que el derecho no es una fuerza ciega, sino una mano sabia y justa que pondera cada aspecto de la vida humana.
Así y todo, cumplir con los deberes del discurso es aceptar, sin orgullo, que toda decisión puede ser revisada. Que el derecho, en su humildad, no cierra sus puertas al cuestionamiento y a la mejora, sino que, como un noble guerrero, permanece firme pero abierto a la crítica, porque sabe que de esa manera se fortalece y legitima. La transparencia, la revisión y la crítica son la promesa de que el derecho no se esconde; al contrario, se muestra con valentía, dispuesto siempre a escuchar.
Es por ello imposible negar que, al final, cuando todas estas piezas se unen, cuando cada elemento ha sido cumplido con sinceridad y amor al bien común, surge el derecho en su propósito más elevado: no como un mandato, sino como un compromiso con la dignidad humana y con los sueños de justicia que habitan en el corazón de la sociedad, habida cuenta de que cada decisión, tomada con los deberes del discurso, no es solo una resolución; es una promesa viva de que el derecho respeta, honra y protege la vida y la humanidad.
Indudablemente, como la estrella que brilla en la noche, podemos afirmar que determinar si una actuación jurídica ha cumplido con los deberes del discurso y se ha distanciado de la arbitrariedad implica observar ciertos elementos esenciales que estructuran la fundamentación de toda decisión jurídica. Estos elementos, lejos de ser accesorios, constituyen un marco normativo de racionalidad y justificación que orienta la práctica judicial hacia la legitimidad y la transparencia. Es así, el discurso jurídico, ese laberinto trazado por hombres para abarcar la infinita complejidad de sus días, no puede ser sino un acto de justicia, una búsqueda del orden en medio del caos. Sus deberes no son simples normas técnicas, sino exigencias de la razón y el corazón, pues en cada decisión se juega no solo la aplicación de una regla, sino la esperanza de un mundo más digno. Quien decida desde el derecho tiene en sus manos no solo leyes, sino destinos; no solo principios, sino las fibras más delicadas de la convivencia humana.
En consecuencia, debe el jurista, como el poeta o el orfebre, justificar cada palabra, cada giro de su pensamiento, con la precisión y la claridad que exige el respeto por el otro. Debe tejer con hilos de coherencia la trama de su razonamiento, asegurándose de que ni una sola de sus decisiones quede aislada del vasto sistema que nos sostiene. En cada argumento escuchado, en cada voz ponderada, el jurista responde a la milenaria necesidad de ser escuchados, de que nuestros gritos o susurros no se pierdan en el vacío. Y en la difícil balanza de principios y valores, cuando se enfrentan libertad y orden, justicia y seguridad, es el discurso jurídico el que, con palabras de hierro y de luz, debe encontrar el equilibrio que nos acerque, aunque sea un poco, a esa utopía de lo justo. Claramente porque no basta con decidir; debe hacerlo con humildad, con la certeza de que toda resolución puede y debe ser revisada, pues hasta las más grandes mentes son propensas a errar. Esa apertura, esa capacidad para ser corregido, es quizá el más humano de los deberes ya que. el derecho no es la fría aplicación de la norma, sino la música del bien común que resuena en cada decisión. Quien lo ejerce, sea juez, abogado o legislador, debe saber que no trabaja en solitario: cada palabra suya dialoga con la tradición, con el presente y con las generaciones que vendrán.
En ese sentido, cabe consignar que nuestra jurisprudencia descalifica como arbitraria e inconstitucional “una solución notoriamente injusta del caso”. Recordemos que, en la teoría pura, todo el funcionamiento de la norma termina en su aplicación. Se trata, entonces, de plantear corrección sustitutiva de la solución de la ley por una solución equitativa que evite dar al caso una solución notoriamente injusta, ya que la ley es un punto de partida incierto hasta que no se aplica por el juez.
En ese diálogo se revela la grandeza del discurso jurídico: no como un instrumento de poder, sino como una herramienta para que cada hombre, en su finitud y fragilidad, pueda habitar un mundo más justo. Y si el derecho fracasa en ese intento, entonces habrá perdido su razón de ser. En el discurso jurídico, como en las páginas de los libros que tanto amamos, está el eco de todas las voces que buscan sentido. En su justa ejecución, está la promesa de que, aunque imperfectos, podemos aspirar a construir un cosmos en medio de nuestras ruinas.
En línea con ese temperamento, la interpretación de la ley debe ser integrada con su espíritu, sus fines y en armonía con el sistema jurídico y los principios fundamentales del derecho. Si la interpretación basada exclusivamente en la literalidad de un texto lleva a resultados no armoniosos con los principios axiológicos, o a conclusiones incongruentes con las circunstancias del caso, o a consecuencias disvaliosas, la interpretación debe ser revisada.
Por ello, la jurisprudencia de la CSJN tiene dicho que la misión judicial no se agota con la remisión a la letra de la ley, dado que los jueces, en cuanto servidores del derecho y para la realización de la justicia, no pueden prescindir en modo alguno de la ratio legis y del espíritu de la norma, por considerar que la admisión de soluciones notoriamente disvaliosas no resulta compatible con el fin común tanto de la tarea legislativa, como de la judicial (CSJN Fallos: 249:37 y sus citas).
Desde una perspectiva más general, debe considerarse que la hermenéutica de la ley debe integrarse a su espíritu, a sus fines, al conjunto armónico del ordenamiento jurídico, y a los principios generales del derecho en el grado y jerarquía en que estos son valorados por el todo normativo, cuando la inteligencia de un precepto, basada exclusivamente en la literalidad de uno de sus textos, conduce a resultados concretos que no armonicen con los principios axiológicos enunciados precedentemente, o arribe a conclusiones reñidas con las circunstancias singulares del caso, o desemboque en consecuencias concretas notoriamente disvaliosas. Por unos momentos, imaginemos una justicia donde cada decisión brilla con la claridad y la estructura necesarias para que los ciudadanos confíen plenamente en su imparcialidad. Esta propuesta de adoptar procedimientos controlables para acotar la discrecionalidad judicial responde a un anhelo esencial: que cada fallo esté respaldado por un razonamiento transparente, estructurado y revisable. Así, cada componente de estos procedimientos controlables se convierte en un eslabón de esa cadena que sostiene la confianza en el sistema de justicia. El primer paso hacia esta justicia clara y coherente exige que cada decisión siga una lógica argumentativa precisa y abierta al escrutinio. El juez debe recorrer su razonamiento de manera explícita, desde la identificación de las normas aplicables y los principios interpretativos hasta la conclusión. Una motivación exhaustiva no es solo un requisito técnico, sino una garantía de justicia y transparencia. Exponer detalladamente las razones permite que la sociedad y los tribunales superiores valoren la coherencia del fallo, asegurando que cada sentencia no sea producto de impresiones personales, sino de un razonamiento profundo y verificable. Cuando un fallo es claro y bien fundamentado, se convierte en un faro para otros operadores del derecho y fortalece el respeto por el sistema jurídico.
En ese orden de ideas, cabe resaltar que la coherencia en las decisiones judiciales es mucho más que una formalidad; es la columna vertebral de una justicia confiable, una manera de evitar la “lotería judicial.” Por eso mismo, establecer pautas interpretativas y precedentes que guíen a los jueces en casos similares asegura que cada resolución no sea un acto aislado, sino una manifestación de un sistema justo y predecible. A resultas de lo expresado, un control efectivo de consistencia implica que los jueces justifiquen cualquier desviación de normas o precedentes y que lo hagan de forma racional, sin dar espacio a la arbitrariedad. Así, cada fallo se convierte en una expresión de justicia, donde el razonamiento sólido resplandece y sostiene el espíritu de equidad.
En ese marco de comprensión debe hacerse notar que los principios jurídicos son la esencia de la justicia, pero requieren una aplicación moderada y fundamentada. Los jueces deben mostrar cómo cada principio se conecta íntimamente con los hechos y la normativa del caso. Cuando se invoca el principio de proporcionalidad, por ejemplo, se asegura que cada decisión sea equilibrada y no imponga cargas desproporcionadas. De ahí que este principio se descompone en tres criterios: la idoneidad para alcanzar el fin buscado, la necesidad de que la medida sea la menos restrictiva posible, y la proporcionalidad en sentido estricto, donde los beneficios justifican cualquier restricción. En virtud de ello, estos criterios no son solo herramientas argumentativas, sino que reflejan un compromiso con una justicia genuina, que nunca impone más de lo que es debido. Cada uno de estos procedimientos y prácticas es más que un elemento técnico; son pilares de una justicia transparente, predecible y equitativa. Adoptarlos es reconocer que la discrecionalidad judicial no es un poder absoluto, sino un compromiso inquebrantable con la coherencia, la transparencia y la protección de los derechos.
En conclusión, el juez no es un simple aplicador del orden preestablecido. Es, en realidad, un operador que determina el derecho a través de una labor retórica y dialógica, que implica una interacción constante con los principios y valores que fundamentan el sistema. Y así, cada proceso jurídico revela su esencia: una actividad dialógica, un espacio en el que se construye el derecho, no solo como norma, sino como fuerza viva que honra la dignidad humana y responde a las demandas de un orden justo.
- Sobre los Fundamentos de la Teología del Derecho Tomás de Aquino. Summa Theologiae. Edición bilingüe, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001. Desarrolla la relación entre la ley divina, la ley natural y la ley humana, subrayando la insuficiencia de la razón humana sin la guía de la trascendencia. Maritain, Jacques. Cristianismo y democracia. Madrid: Rialp, 1995. Analiza cómo el derecho y la justicia deben integrarse con la dimensión trascendente de la persona para alcanzar el bien común. Pieper, Josef. El concepto tomista de ley. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1980. Examina cómo Tomás de Aquino fundamenta la ley en la razón, orientándola hacia un orden superior de justicia. Maritain, Jacques. Los derechos del hombre y la ley natural. Madrid: Encuentro, 1999. Relaciona los derechos humanos con principios universales derivados de una comprensión teológica de la dignidad humana. De Lubac, Henri. Meditación sobre la Iglesia. Madrid: Encuentro, 1985. Reflexiona sobre la conexión entre la justicia en el derecho y el destino último del ser humano según la tradición cristiana. Aplicación Contemporánea de la Teología del Derecho Ferrajoli, Luigi. Derechos y garantías: La ley del más débil. Madrid: Trotta, 2004. Discute cómo los derechos fundamentales reflejan principios universales que trascienden el derecho positivo. Bidart Campos, Germán J. Los derechos humanos y la enseñanza social de la Iglesia. Buenos Aires: Ediar, 1997. Relaciona los principios del derecho natural y la enseñanza social cristiana con los derechos humanos. MacIntyre, Alasdair. Animales racionales dependientes: Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. Barcelona: Paidós, 2001. Examina cómo las virtudes, incluida la justicia, están vinculadas al destino último del ser humano. Santos, Luis A. El discernimiento en los evangelios. Estella: Verbo Divino, 2015. Explora cómo el discernimiento, central en la teología del derecho, guía las decisiones hacia el bien supremo. ↩︎
- El ejemplo del juez inicuo en el Evangelio de Lucas (18:1-8) es una ilustración poderosa de la diferencia entre el mero ejercicio del poder y la auténtica justicia. Este juez, indiferente a la moral y a la compasión, atiende el reclamo de la viuda no por un sentido de deber o de equidad, sino porque su insistencia le resulta molesta. Su motivación no es la búsqueda de la verdad o la rectitud, sino la conveniencia personal, lo que lo convierte en un ejemplo de cómo la autoridad puede desvirtuarse cuando se ejerce sin principios. ↩︎
- Estudios Bíblicos y Exegéticos: Brown, Raymond E. El Evangelio según Lucas: Introducción, traducción y comentario. Madrid: Cristiandad, 1992. Un análisis detallado del contexto histórico y teológico de la parábola, subrayando su mensaje revolucionario sobre la compasión. Harrington, Daniel J. El Evangelio según Lucas: Introducción y comentario. Estella: Verbo Divino, 2008. Explora cómo la parábola redefine las relaciones humanas y las obligaciones éticas en el marco del amor al prójimo. Jeremias, Joachim. Las parábolas de Jesús. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1980. Analiza el significado simbólico del samaritano como figura de la misericordia activa, desafiando normas religiosas y sociales. Bovon, François. El Evangelio según Lucas. Madrid: Ediciones Sígueme, 2015. Examina el contexto narrativo y las implicaciones éticas de la parábola en el Evangelio de Lucas. Fitzmyer, Joseph A. El Evangelio según San Lucas. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1986. Discute el significado teológico de la parábola como una expresión práctica del amor cristiano. ↩︎
- Tanto es así que en Shabat 128b, el Talmud aborda el dilema de salvar vidas en Shabat. En efecto, aunque normalmente está prohibido trabajar en Shabat, se permite e incluso se exige actuar para salvar una vida, porque “el principio de pikuach nefesh (preservación de la vida) prevalece sobre la ley”. Esto refleja el espíritu del buen samaritano, que actúa con compasión y humanidad por encima de cualquier norma social o religiosa que pudiera impedirle involucrarse. ↩︎
- Sobre el discurso jurídico: Foucault, Michel. Vigilar y Castigar: Nacimiento de la Prisión. Siglo XXI Editores, 1975.Foucault explora cómo el discurso jurídico es una herramienta de poder que moldea y controla las sociedades modernas, analizando la evolución de las instituciones legales. Garzón Valdés, Ernesto. El discurso jurídico. Editorial Trotta, 2000. Garzón Valdés ofrece una visión detallada sobre cómo el discurso jurídico construye realidades sociales y cómo el lenguaje legal influye en la percepción del derecho. Gargarella, Roberto. El Estado de Derecho: Teoría y práctica. Anthropos, 1999. Gargarella analiza las estructuras argumentativas del discurso jurídico y su impacto en la legitimación de las instituciones estatales y la justicia. Habermas, Jürgen. Teoría de la acción comunicativa. Fondo de Cultura Económica, 1989. Habermas presenta una teoría sobre cómo el discurso racional en el ámbito jurídico puede contribuir a la legitimidad democrática y a la construcción de consensos sociales. Bourdieu, Pierre. El sentido práctico. Taurus, 1980. Bourdieu examina cómo el discurso jurídico se inserta en campos sociales más amplios, influyendo y siendo influido por prácticas y estructuras sociales. Luhmann, Niklas. Derecho y sociedad: El derecho como sistema social. Fondo de Cultura Económica, 1989. Luhmann propone una teoría sistémica del derecho, donde el discurso jurídico se entiende como una comunicación especializada dentro de un sistema social complejo. Ferrajoli, Luigi. Derecho y razón: Teoría del garantismo. Ediciones de la Flor, 1995. Ferrajoli desarrolla una teoría del derecho basada en la racionalidad y la justicia, analizando cómo el discurso jurídico puede garantizar los derechos fundamentales. Austin, John L. How to Do Things with Words. Clarendon Press, 1962. Aunque centrado en la teoría de los actos de habla, Austin influye en el entendimiento del lenguaje jurídico como una práctica performativa que crea realidades legales. Santos, Boaventura de Sousa. Epistemologías del Sur. Paidós, 2014. Santos ofrece una crítica a las epistemologías occidentales tradicionales, proponiendo una visión inclusiva que reconoce la diversidad de discursos jurídicos globales. Dworkin, Ronald. La teoría del derecho. Fondo de Cultura Económica, 1986.Dworkin presenta una teoría interpretativa del derecho, enfatizando la importancia del discurso jurídico en la interpretación y aplicación de principios morales y legales. ↩︎
- Dworkin, Ronald. Law’s Empire. Harvard University Press, 1986. Dworkin enfatiza la importancia de una interpretación del derecho basada en principios y argumentos razonados, en lugar de depender únicamente de reglas establecidas. Habermas, Jürgen. Between Facts and Norms: Contributions to a Discourse Theory of Law and Democracy. MIT Press, 1996. Habermas sostiene que la legitimidad de las normas jurídicas se basa en un consenso alcanzado a través de un discurso racional y argumentativo, más que en la autoridad formal de quienes las promulgan. Schauer, Frederick. Thinking Like a Lawyer: A New Introduction to Legal Reasoning. Harvard University Press, 2011. Schauer analiza cómo la fuerza argumentativa y la coherencia lógica son esenciales para la persuasión efectiva en el discurso jurídico, destacando que las decisiones legales deben estar fundamentadas en razonamientos sólidos. ↩︎
- Dworkin, Ronald. Law’s Empire. Harvard University Press, 1986. Dworkin sostiene que el derecho debe ser interpretado de manera coherente con principios morales y éticos fundamentales, subrayando la importancia de la integridad en la interpretación jurídica. Habermas, Jürgen. Between Facts and Norms: Contributions to a Discourse Theory of Law and Democracy. MIT Press, 1996. Habermas discute cómo el discurso jurídico debe alinearse con valores fundamentales como la justicia y la dignidad humana, garantizando la legitimidad del sistema legal. Fuller, Lon L. The Morality of Law. Yale University Press, 1969. Fuller introduce el concepto de la “moral interna del derecho”, argumentando que las leyes deben ser coherentes y no contradecir principios esenciales para mantener su integridad. Rawls, John. A Theory of Justice. Harvard University Press, 1971. Rawls establece que un sistema jurídico justo no puede legitimar decisiones que vulneren los derechos fundamentales, manteniendo la coherencia con principios de justicia. Nussbaum, Martha C. Frontiers of Justice: Disability, Nationality, Species Membership. Harvard University Press, 2006. Nussbaum discute cómo la integridad en el discurso jurídico es esencial para adaptar el derecho a las necesidades cambiantes de la sociedad, asegurando su relevancia y justicia. Tamanaha, Brian Z. A General Jurisprudence of Law and Society. Oxford University Press, 2004. Tamanaha explora la relación entre el derecho y la sociedad, destacando cómo la integridad del discurso jurídico contribuye a la legitimidad y funcionalidad del sistema legal. Searle, John R. Speech Acts: An Essay in the Philosophy of Language. Cambridge University Press, 1969. Aunque centrado en la teoría del lenguaje, Searle influye en el entendimiento del discurso jurídico como una práctica performativa que requiere integridad y coherencia. Ferrajoli, Luigi. Derecho y razón: Teoría del garantismo. Ediciones de la Flor, 1995. Ferrajoli desarrolla una teoría del derecho basada en la racionalidad y la justicia, analizando cómo el discurso jurídico puede garantizar los derechos fundamentales. García, Ángel. El Discurso Jurídico y su Función en la Sociedad Actual. Editorial Universitaria, 2018. García examina la función del discurso jurídico en la sociedad contemporánea, destacando la necesidad de integridad y coherencia para mantener la legitimidad del sistema legal. ↩︎
- El primer elemento en la justificación de las responsas rabínicas es la fidelidad a las fuentes tradicionales. Los rabinos, al emitir una respuesta legal, deben fundamentarla en los textos sagrados y las autoridades jurídicas de la tradición judía, como la Torá, la Mishná, el Talmud, y los comentarios posteriores de sabios como Maimónides, Yosef Caro y el Rama. Esta fidelidad no es meramente formal; es un acto de respeto por el carácter divino y atemporal de la halajá. La argumentación rabínica incluye el análisis minucioso de precedentes y principios jurídicos, lo que garantiza que la respuesta sea coherente con el sistema normativo general de la halajá. El segundo componente es la adaptación a los contextos contemporáneos. Las responsas rabínicas responden a preguntas que surgen de circunstancias específicas, muchas veces nuevas o inéditas en la tradición. Este desafío requiere que los rabinos actúen como intérpretes dinámicos de la halajá, aplicando principios tradicionales a situaciones modernas. Por ejemplo, cuestiones relacionadas con la tecnología, la bioética o los sistemas económicos globales exigen respuestas halájicas que respeten las fuentes tradicionales, pero que también consideren las realidades prácticas y éticas de la comunidad judía contemporánea. La metodología utilizada para esta adaptación es el pilpul (análisis dialéctico), que permite a los rabinos argumentar a partir de diferentes fuentes, pesando precedentes y elaborando principios que guíen las decisiones. Esta flexibilidad demuestra cómo la halajá es un sistema vivo que interactúa con las necesidades cambiantes de la comunidad, sin perder su anclaje en la tradición.
El tercer componente es la búsqueda de justicia y equilibrio. En la tradición judía, la halajá no se limita a ser un sistema normativo técnico, sino que se preocupa profundamente por la dimensión ética y moral de las decisiones legales. En las responsas, los rabinos deben considerar no solo la estricta aplicación de las normas, sino también las consecuencias humanas y sociales de sus decisiones. Este principio se deriva del concepto de tzedek (justicia), que enfatiza la responsabilidad de garantizar la equidad y proteger la dignidad de las personas afectadas por las decisiones halájicas. ↩︎ - En el derecho contemporáneo, estos textos incluyen constituciones, leyes, reglamentos y precedentes judiciales. En la halajá, las fuentes abarcan la Torá, el Talmud y la rica tradición de comentarios rabínicos. En ambos casos, el operador jurídico (sea juez, legislador o rabino) actúa como intérprete de estas fuentes, extrayendo principios aplicables a los casos concretos. ↩︎
- Por ejemplo, en casos que involucran cuestiones de divorcio (guitín), herencias o disputas económicas, las responsas rabínicas buscan equilibrar las necesidades de las partes involucradas, respetando tanto la letra como el espíritu de la ley. Este enfoque refuerza la legitimidad del discurso jurídico en la halajá, al conectar la aplicación de la norma con los valores éticos y espirituales del judaísmo. ↩︎
- Ferraioli, Luigi. Derecho y razón: Teoría del garantismo. Ediciones de la Flor, 1995. Ferraioli desarrolla una teoría del derecho basada en la racionalidad y la justicia, explorando cómo el discurso jurídico puede garantizar los derechos fundamentales. ↩︎