Introducción.
El derecho a la protesta suele plantear una cuestión fascinante en el constitucionalismo: ¿es un derecho autónomo o una derivación de otros derechos fundamentales? Más aún, su análisis nos ofrece una excelente excusa para considerar la teoría de los derechos no enumerados en la Constitución.
Es de sobra conocido que pocas constituciones reconocen el derecho a la protesta de manera expresa. En el caso de la Constitución de Estados Unidos, la Primera Enmienda protege la libertad de expresión, de reunión y de petición al gobierno, elementos que en conjunto sustentan el derecho a la protesta sin mencionarlo explícitamente. En Argentina, el artículo 14 de la Constitución reconoce el derecho de reunión y petición, pero tampoco menciona la protesta como un derecho autónomo1.
En tales condiciones, surge un problema clásico del constitucionalismo: ¿los derechos existen solo si están expresamente reconocidos en el texto constitucional, o pueden derivarse de principios más amplios?
II. Los derechos no enumerados y la teoría constitucional.
Es innegable que la doctrina de los derechos no enumerados es una de las cuestiones más intrigantes del derecho constitucional. En el caso estadounidense, la Novena Enmienda establece que la enumeración de ciertos derechos en la Constitución no debe interpretarse como la negación de otros derechos retenidos por el pueblo. Esta cláusula ha sido citada en diversos casos para fundamentar la existencia de derechos implícitos, como la privacidad (Griswold v. Connecticut, 1965) o la autonomía personal (Roe v. Wade, 1973, aunque posteriormente revisado en Dobbs v. Jackson, 2022)2.
Al mismo tiempo, en Argentina, el artículo 33 de la Constitución consagra una idea similar al reconocer que los derechos enumerados no implican la negación de otros inherentes a la soberanía del pueblo y la forma republicana de gobierno.
III. La tensión entre activismo judicial y deferencia democrática.
La cuestión sobre los límites geográficos de los derechos y si estos deben fundamentarse en tradiciones históricas o adaptarse a las condiciones sociales cambiantes plantea una discusión crucial en el ámbito jurídico y político. No caben dudas que este debate se sitúa en el centro de la tensión entre jueces activistas, quienes adoptan una interpretación expansiva de la Constitución, y jueces deferentes, que privilegian una interpretación más contenida y respetuosa de los precedentes históricos y del proceso democrático3.
En efecto, para los jueces activistas, el papel del poder judicial es fundamental en la protección de derechos fundamentales, incluso si estos derechos no están explícitamente enunciados en la Constitución o carecen de una tradición histórica profunda. Desde esta perspectiva, el activismo judicial no es simplemente una expansión de la interpretación constitucional, sino una respuesta a las exigencias y realidades de la sociedad moderna.
En ese sentido, un claro ejemplo de este enfoque es el fallo sobre el matrimonio igualitario en Obergefell v. Hodges4, donde la SCOTUS reconoció que el derecho al matrimonio incluye a las parejas del mismo sexo. En este caso, el tribunal adoptó una postura judicialista, afirmando que los derechos protegidos por la Constitución deben evolucionar en consonancia con los valores contemporáneos de libertad y dignidad humana5.
A diferencia de los minimalistas, que consideran que los derechos constitucionales deben estar “profundamente arraigados en la historia y las tradiciones de la nación”, los jueces activistas creen que la Constitución es un documento vivo, capaz de adaptarse a los cambios en la percepción de justicia y derechos en la sociedad. De este modo, el activismo judicial se convierte en un mecanismo para actualizar las protecciones constitucionales y garantizar que estas reflejen los valores y necesidades actuales de la sociedad6.
Así como un viejo magistrado que mide cada palabra antes de pronunciar sentencia, el minimalismo judicial avanza con cautela, evitando desbordes y aferrándose a la tradición como un náufrago a su tabla. Prefiere la moderación, el respeto por el parlamento y la certeza de que la democracia se cuece a fuego lento, sin atajos ni sobresaltos. Pero en el extremo opuesto, el activismo judicial se alza con el ímpetu de un joven rebelde que no teme desafiar las normas escritas. Es un juez que se atreve a leer entre líneas, a descubrir derechos donde nadie los vio antes, a rescatar del olvido libertades que ni siquiera figuran en los libros polvorientos de la historia. Para los prudentes, este arrojo es peligroso; para sus defensores, es la esencia misma de la justicia.
Así, entre la serenidad de unos y el arrojo de otros, el derecho se balancea sobre una cuerda tensa, oscilando entre la prudencia y la audacia, entre la tradición y el porvenir.
IV. La expansión de derechos fundada en el derecho natural.
Lo más curioso de todo es que estos nuevos derechos fundamentales no surgen como una invención caprichosa, sino como la viva expresión de algo que ya estaba allí, afincado en la naturaleza misma de las cosas, esperando ser reconocido. No aparecen de la nada ni son concesiones generosas de los gobiernos, sino que brotan de las entrañas de la dignidad humana, como un río subterráneo que, tarde o temprano, encuentra su cauce. Porque, en el fondo, la raíz de estos derechos no se busca en pergaminos polvorientos ni en códigos escritos con tinta solemne, sino en la convicción profunda de lo que merece cada ser humano. Son hijos de interpretaciones expansivas, de miradas que no se conforman con lo establecido, de juristas que entienden que la justicia no es un concepto inmóvil, sino una criatura viva que se adapta, se expande, respira.
Así, visto desde esta óptica, el derecho al matrimonio no es una concesión del legislador ni una norma escrita en piedra. Es una realidad preexistente, tan natural como el amor mismo, que no necesita la aprobación de nadie para existir. Ya estaba allí antes de que las leyes intentaran definirlo, como lo señaló la Corte Suprema de Estados Unidos en el fallo Obergefell v. Hodges7, donde la mayoría sostuvo que el matrimonio igualitario no era solo una opción política, sino un derecho fundamental, inseparable de la libertad individual y de la dignidad humana.
En todos estos casos donde se aprecia una expansión de los derechos fundamentales se vislumbra una actuación en contra del derecho positivo. Lógicamente la situación depara una ardua discusión, habidas cuentas de que el matrimonio igualitario y otros casos que dividen a la sociedad americana no son decididos en los cuerpos legislativos sino en los tribunales. Es, sin duda, una cuestión profundamente inquietante. La Corte, en su papel de guardiana de la Constitución, camina una línea fina entre la interpretación jurídica y la usurpación de funciones legislativas cuando sus decisiones reconfiguran el tejido mismo de los derechos fundamentales en una sociedad. Sucede que, en efecto, la expansión de derechos desde la judicatura puede parecer una afrenta al principio republicano de soberanía popular.
En ese sentido, entre otros casos, la decisión de Obergefell v. Hodges, en cuanto reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo como un derecho fundamental, expone una paradoja al tratar de fundamentar este derecho en la doctrina del derecho natural8. Lo cierto es que si bien la decisión se basa en principios como la dignidad y la libertad individual —valores centrales en el derecho natural—, la paradoja surge porque la noción de matrimonio en la tradición del derecho natural históricamente ha estado relacionada con la unión de un hombre y una mujer, fundamentada en la procreación y la complementariedad de los sexos9.
Desde luego, al fundamentar el matrimonio entre personas del mismo sexo en principios del derecho natural como la dignidad y la libertad, se plantea una paradoja en la que el reconocimiento de esta forma de matrimonio entra en conflicto con la estructura de la teoría clásica del derecho natural. Naturalmente este conflicto surge porque según la tradición del derecho natural, el matrimonio incluye la procreación como una finalidad natural. Va de suyo que las parejas del mismo sexo, por su naturaleza, no pueden procrear de manera directa. De hecho, esto plantea la cuestión de si es posible considerar el matrimonio entre personas del mismo sexo como una institución equivalente al matrimonio heterosexual dentro del marco del derecho natural, ya que la capacidad procreativa ha sido históricamente central para esta definición.
En efecto, no cabe duda de que la complementariedad biológica y psicológica entre hombre y mujer es otro de los principios del derecho natural clásico10.
Es preciso resaltar que esta complementariedad no es entendida únicamente en términos de afecto, sino como una combinación de roles y características que, según esta visión, contribuyen de manera integral al desarrollo familiar y social. Así que sostener un derecho natural al matrimonio igualitario implica reinterpretar o dejar de lado este principio de complementariedad.
En tales condiciones, el fallo de Obergefell, al centrarse en la dignidad, la autonomía y el afecto como bases del matrimonio, redefine el matrimonio como una unión principalmente afectiva. Por consiguiente, algunos teóricos contemporáneos han intentado resolver esta paradoja redefiniendo el derecho natural en términos más amplios y menos ligados a la procreación y la complementariedad sexual.
En ese sentido, si bien presentes en la teoría del derecho natural, los principios de dignidad y autonomía son reinterpretados para incluir derechos que reflejen las realidades y necesidades contemporáneas. Claramente, este giro en la teoría del derecho natural no solo desafía los fundamentos tradicionales que lo han vinculado estrechamente con la biología y la procreación, sino que también lo enriquece al abrirle paso a una comprensión más dinámica y plural. Es que, en efecto, al reinterpretar la dignidad y la autonomía como principios cardinales del derecho natural, se construye una plataforma conceptual capaz de dialogar con las aspiraciones y complejidades del siglo XXI. Es así, la noción de matrimonio igualitario dentro de este marco no sería un acto de ruptura con el derecho natural, sino una evolución de su significado en consonancia con una ética de la inclusión11.
En tales condiciones, el bienestar emocional, el compromiso mutuo y la construcción de una vida en común emergen como valores centrales, que trascienden los límites de una visión reductiva basada exclusivamente en la procreación. Así las cosas, con toda seguridad, el matrimonio deja de ser un instrumento orientado a un fin biológico específico y se convierte en una institución que celebra la plenitud humana en todas sus formas12.
En tales circunstancias, la pregunta surge con la inevitabilidad de un río que busca su cauce: ¿hasta dónde puede el derecho natural estirarse sin romperse? ¿Cuáles son sus límites cuando se trata de redefinir instituciones que, por siglos, han sido esculpidas en la piedra de la tradición?
Este dilema no es menor, porque en su raíz palpita una tensión profunda, un forcejeo silencioso entre dos fuerzas que tiran en direcciones opuestas. Por un lado, el derecho natural se proclama como un conjunto de principios universales, inmutables, ajenos a los vaivenes del tiempo y las modas pasajeras. Por otro, la historia nos recuerda que ningún concepto, por firme que parezca, escapa del todo a las circunstancias de la época que lo moldea. Y así, entre la certeza de lo eterno y la huella de lo temporal, el derecho natural camina tratando de conciliar su vocación de permanencia con la necesidad de adaptación13. Porque, al final, ¿qué es la universalidad sino un horizonte que siempre parece alejarse a medida que la humanidad avanza? ¿Y qué es la tradición sino un relato que, con cada generación, se reescribe con nuevas palabras?14.
En ese sentido, es pertinente señalar que distinguir entre lo que es natural y lo que no lo es nunca ha sido tarea sencilla. Como un viajero que trata de leer un mapa bajo la luz cambiante del amanecer, el derecho natural avanza con la convicción de ser un reflejo de la razón humana y del bien común, pero no sin enfrentar desafíos en el camino.Porque si algo pretende el derecho natural es ofrecer certezas, marcar un sendero firme en medio de la incertidumbre. Y, sin embargo, ahí está su dilema: justificar por qué algunos valores se sostienen inmutables, como rocas que resisten el paso del tiempo, mientras que otros son capaces de transformarse sin perder su esencia.
Con toda verdad, la cuestión de la complementariedad sexual y la procreación, por ejemplo, ha sido tradicionalmente considerada parte del orden natural, un principio tan evidente que parecía no requerir explicación. No obstante,la historia ha demostrado que pocas cosas son tan inamovibles como parecen. Efectivamente, lo que una generación da por sentado, la siguiente lo somete a escrutinio; lo que antes se creía grabado en piedra, el tiempo lo reescribe con nuevas palabras15.
En tales condiciones no cabe duda alguna que estamos en presencia de una cuestión espinosa. El proceso de discernir lo “natural” de lo que no lo es, lejos de ser un ejercicio objetivo, se convierte en una arena donde convergen filosofía, ciencia, cultura y moralidad.
Desde ya, aunque el derecho natural se presenta como una verdad universal basada en la razón y el bien común, la experiencia histórica demuestra que su interpretación ha variado con el tiempo, reflejando los valores predominantes de cada era.
¿Es posible que aquello que consideramos “natural” no sea un reflejo inmutable del orden universal, sino una construcción mediada por las necesidades y creencias de cada sociedad? ¿Y si lo natural no fuera más que un truco de la memoria, un relato bien contado que se repite tanto que termina pareciendo cierto? Porque uno crece con la idea de que lo natural es lo que siempre ha sido, lo que no necesita explicarse, lo que está ahí como el sol o el miedo a la muerte. Pero después viene la duda, esa cosquilla en la nuca que te dice que quizá lo que llamamos natural no es más que una de esas trampas en las que caemos de tanto mirarnos el ombligo. Habría que meditarlo: si lo natural fuera tan universal, tan eterno, ¿cómo puede ser que cada siglo lo entienda distinto? Lo que en un tiempo fue ley de hierro, más tarde se vuelve mito, y lo que parecía imposible se vuelve costumbre con la misma facilidad con la que un niño aprende a caminar. Y sin embargo, seguimos hablando de lo natural como si fuera un axioma, como si no estuviera lleno de grietas por donde se filtran las creencias, las necesidades, las costumbres que cambian como cambia el viento en una ciudad desconocida. Tal vez lo natural sea, en realidad, una construcción como cualquier otra, un edificio que se levanta con los materiales de la época, con los ladrillos de la conveniencia y el cemento de la costumbre. Y si es así, si de verdad es así, ¿quién nos dice que mañana no vamos a despertar con otro concepto de lo natural, tan firme y tan frágil como el que hoy creemos inmutable?
V. Lo natural: dinámica de lo impensado.
En ese orden de ideas, la cuestión no es tanto si hay o no un orden natural, sino qué tan rígido es ese orden, cuánto aguanta antes de empezar a doblarse como una varilla demasiado tensa, hasta qué punto lo que llamamos natural no es, en realidad, un diálogo eterno entre lo que ya estaba y lo que vamos inventando sobre la marcha. Porque, en definitiva, si algo distingue a la naturaleza humana, es esa manía de construir significados, de tomar lo que se supone inmutable y darle un giro, de jugar con las palabras hasta que el viejo diccionario se convierte en otra cosa. Ya que, en efecto, si somos capaces de redefinir instituciones, de adaptar conceptos, de mirar lo mismo de siempre con ojos distintos, ¿cómo podría lo natural quedarse quieto, anclado en un solo significado, como un barco varado en la arena?
En esa comprensión, probablemente la clave de todo el asunto no esté en oponer lo dado a lo interpretado, sino en comprender que lo natural es justamente ese juego de tensiones, un vaivén entre lo que heredamos y lo que nos atrevemos a transformar. Efectivamente, no un código cerrado, sino un texto en constante reescritura, un manuscrito con las páginas siempre abiertas, donde cada generación subraya frases nuevas y tacha con lápiz lo que antes parecía definitivo.
En ese orden de ideas, la revisión de estas categorías no niega necesariamente la existencia de un orden natural, pero sí sugiere que este puede ser más dinámico de lo que se asumía. Si la naturaleza humana incluye la capacidad de construir significados, redefinir instituciones y adaptar conceptos a nuevas realidades, entonces lo “natural” podría ser entendido no como un conjunto fijo de normas, sino como una interacción constante entre lo dado y lo interpretado16.
Todo esto en su conjunto nos devuelve a un punto crucial: ¿cómo justificar qué valores son inmutables y cuáles son reinterpretables? Tenemos que convenir que la respuesta no puede depender solo de una tradición filosófica o religiosa, sino de un diálogo que integre múltiples perspectivas. Si el derecho natural busca reflejar el bien común, su validez debe medirse por su capacidad para responder a las necesidades reales de las personas en cada contexto histórico, sin abandonar su núcleo de justicia, dignidad y razón. Solo así puede trascender las limitaciones de una visión estática y convertirse en un verdadero puente entre lo eterno y lo contingente17.
¿Cómo saber qué valores deben permanecer inalterables y cuáles necesitan transformarse? ¿Dónde trazar la línea entre lo eterno y lo mutable, entre lo que se defiende con los dientes y lo que se suelta para que tome su propio rumbo? Habrá quien diga que la tradición tiene la última palabra, que lo que ha sobrevivido al tiempo debe ser respetado sin titubeos. Otros responderán que la historia no es más que una acumulación de certezas que en algún momento dejaron de serlo. Lo cierto es que no podemos confiar solo en una escuela filosófica, en una doctrina religiosa o en la obstinación de quienes creen que el pasado es un libro cerrado. Si el derecho natural quiere ser algo más que una pieza de museo, tiene que abrirse a un diálogo donde quepan todas las voces, donde las preguntas pesen tanto como las respuestas. Porque si su propósito es reflejar el bien común, su legitimidad no puede medirse solo por su antigüedad, sino por su capacidad de responder a lo que realmente necesita la gente, aquí y ahora. Pero ojo, que adaptarse no significa perder el alma: hay un núcleo que no puede sacrificarse sin que todo se venga abajo, esa combinación de justicia, dignidad y razón que da sentido a la norma más allá de los siglos y las modas. Y es ahí donde el derecho natural se vuelve un puente, un equilibrio difícil entre lo que trasciende el tiempo y lo que cambia con él. Si se aferra demasiado a la rigidez, se convierte en una estatua que nadie consulta. Si se deshace en pura adaptación, pierde su esencia. La clave está en ese punto medio, en esa fina línea donde lo eterno y lo contingente se dan la mano sin anularse, donde el derecho no es ni una cárcel ni un castillo en el aire, sino un sendero que sigue adelante, aunque nunca sepamos exactamente a dónde nos llevará.
VI. Entre lo eterno y lo construido: la jerarquía de los derechos.
Como vimos, desde la perspectiva del derecho natural, existen ciertos derechos fundamentales que son anteriores y superiores al derecho positivo, derivados de la naturaleza humana y de principios inherentes a la dignidad y libertad. En efecto, desde la óptica del derecho natural, hay ciertos derechos que no necesitan de un legislador que los escriba ni de un tribunal que los ratifique, porque existen antes y por encima de cualquier norma impuesta por los hombres. Son como esos ríos subterráneos que corren sin que nadie los vea, pero que de vez en cuando emergen a la superficie con la fuerza de lo inevitable. Estos derechos no dependen de un código, de una constitución ni de un decreto solemne. Nacen de la propia condición humana, de esa mezcla de razón y anhelo que nos hace reclamar lo que creemos justo incluso cuando nadie nos lo concede. Su raíz está en la dignidad y en la libertad, dos palabras que a fuerza de repetirse parecen gastadas, pero que en el fondo encierran el sentido mismo de lo que significa ser humano.
En ese sentido, el derecho positivo puede ignorarlos, puede demorarse en reconocerlos, incluso puede intentar sofocarlos con la burocracia del poder. Sin embargo, como toda verdad persistente, encuentran la forma de abrirse paso, de hacerse oír en las calles, en los libros, en las sentencias que algún día terminan dándoles razón, habida cuenta de que si algo nos ha enseñado la historia es que los derechos fundamentales no esperan a que los llamen: simplemente están, a la espera de que alguien tenga el coraje de reivindicarlos.
En este sentido, el derecho natural afirma que ciertos derechos básicos deben ser respetados y protegidos, independientemente de si están formalmente sancionados o codificados en el derecho positivo.
En efecto, sostener que algunos derechos existen de manera preexistente al derecho positivo no implica automáticamente que todos los derechos proclamados en el discurso moderno sean naturales. Claro está que es perfectamente razonable, dentro de esta perspectiva, diferenciar entre aquellos derechos que son verdaderamente inherentes a la condición humana (como la vida y la libertad) y aquellos que surgen de contextos sociales y culturales específicos18.
En ese sentido, reconocer que algunos derechos son preexistentes al derecho positivo no significa otorgarles un carácter absoluto a todos los derechos reivindicados en el discurso contemporáneo. Sin duda alguna, la clave radica en la distinción entre los derechos que se derivan de la naturaleza humana, universal y atemporal, y aquellos que emergen de construcciones culturales y contingencias históricas.
En esta línea, derechos como la vida y la libertad encuentran su fundamento en el núcleo esencial de la existencia humana y la razón. Lo cierto es que son inherentes, porque no dependen de un contexto particular ni de acuerdos sociales para ser reconocidos como necesarios para la realización plena del ser humano. En contraste, otros derechos, aunque profundamente significativos en términos de dignidad y autonomía, podrían ser interpretados como una respuesta a transformaciones culturales y necesidades sociales específicas de nuestro tiempo19.
Tomemos por caso la institución matrimonial. Claramente el matrimonio, como institución, no ha sido históricamente entendido como un derecho natural en sí mismo, sino más bien como una construcción social que ha adquirido diferentes formas y significados a lo largo de las eras. De esta manera, cuestionar si el matrimonio igualitario es un derecho natural no implica negarlo como una legítima aspiración de justicia en el contexto contemporáneo. Más bien, invita a reflexionar si su fundamento radica en una naturaleza humana universal o en un consenso social emergente.
Cabe enfatizar que esto no resta valor a su importancia, pero sí advierte sobre el riesgo de asumir que todo derecho reconocido en un momento histórico es automáticamente natural. Por el contrario, subraya la necesidad de un diálogo honesto que permita discernir entre los derechos fundamentales inherentes y aquellos que, aunque valiosos, surgen de la evolución cultural. Por supuesto que tal distinción no pretende deslegitimar las demandas de igualdad y dignidad, sino situarlas en un marco teórico más sólido que reconozca su carácter contingente sin por ello menospreciar su relevancia ética y política20.
En ese orden de ideas, si aceptamos que el matrimonio es una institución jurídica y no una institución de derecho natural, entonces la existencia de un derecho al matrimonio igualitario tampoco puede ser deducida directamente del derecho natural. Aun cuando la Corte Suprema, en Obergefell v. Hodges, reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo como un derecho fundamental en función de la dignidad y la libertad personal, esto no significa que dicho derecho exista de manera inherente en el ámbito del derecho natural. En lugar de ello, el derecho al matrimonio (en cualquier forma) es una extensión de las normas sociales que el derecho positivo ha sancionado y regulado, adaptándose a los valores culturales y las demandas de la época21. En esta interpretación, el matrimonio igualitario sería un derecho adquirido, producto de un desarrollo cultural y jurídico, y no un derecho natural que debe ser respetado universalmente. Particularmente, la dignidad y la libertad, aunque valores fundamentales, no necesariamente se traducen en un derecho natural al matrimonio entre personas del mismo sexo, sino en una expectativa de igualdad y respeto en el marco del derecho positivo.
En última instancia, el matrimonio igualitario puede ser defendido como un derecho en el marco del derecho positivo, en función de los valores de igualdad y dignidad de la persona. Sin embargo, esta defensa no necesariamente lo convierte en un derecho natural, lo que resalta las limitaciones del derecho natural al intentar justificar derechos derivados de instituciones históricas y culturales.
En definitiva, no existe cabida a la reivindicación de derechos naturales si están meramente sustentados en aspiraciones individuales. Sí, efectivamente, afirmamos que el derecho natural se ancla en una consideración preexistente del bien individual y del bien común, cabe enfatizar que esa declamación solamente adquiere valor si su conocimiento puede ser establecido mediante pautas objetivas.
En este panorama, es importante recordar que la objetividad no significa la imposición de un discurso único ni la exclusión de perspectivas divergentes. Más bien, la verdadera objetividad radica en la capacidad de reconocer la pluralidad como un componente esencial del bien común, entendiendo que la convivencia no se construye a partir de verdades absolutas impuestas, sino desde el diálogo entre distintas visiones del mundo.
Un ejemplo claro de esto se encuentra en la libertad de culto22. No podría sostenerse, con fundamento en la justicia, que solo una religión deba ser protegida por el derecho, ya que no todos los dogmas pueden presentarse como verdades objetivas y naturales en términos universales. La historia ha demostrado que la diversidad de creencias no es una amenaza para la cohesión social, sino un reflejo de la riqueza humana y de la necesidad de construir un marco de derechos que respete la individualidad sin renunciar a la convivencia armónica.
La pluralidad no es, por tanto, una concesión o un mal menor, sino una condición necesaria para que el derecho refleje genuinamente el bien común. Intentar reducir la realidad a un único marco interpretativo, ya sea filosófico, religioso o ideológico, significaría desconocer la complejidad de la existencia humana23. Ya que, en efecto, es en esa complejidad donde el derecho encuentra su desafío más grande: equilibrar principios universales con la diversidad de experiencias, sin caer en dogmatismos ni en relativismos que vacíen de contenido la idea misma de justicia.
VII. El cognoscitivismo objetivo y la justificación racional de los derechos.
En relación a las cuestiones analizadas, resulta reveladora la postura de Maimónides en Hiljot Melajim 10:9, en cuanto establece un equilibrio importante entre el compromiso con los principios exclusivos del judaísmo y el reconocimiento de un marco ético universal aplicable a todas las naciones. Al afirmar que los no judíos tienen derecho a seguir sus propios sistemas de creencias y leyes, siempre que sean consistentes con los principios básicos de justicia y moralidad, Rambam destaca la visión judía de la coexistencia dentro de un marco ético compartido24.
Como se mencionará en otros trabajos, el cognoscitivismo objetivo es la postura filosófica según la cual los enunciados éticos y los valores pueden ser verdaderos o falsos, y que ciertos principios éticos pueden conocerse de forma racional, al igual que otros hechos objetivos sobre el mundo. Según esta teoría, existen criterios racionales y universales que pueden ayudar a determinar cuáles derechos son inherentes a la dignidad humana, independientemente de interpretaciones personales o culturales. Con toda seguridad, en este marco de comprensión, los derechos naturales no son simplemente constructos de consenso social o de preferencias subjetivas; antes bien, son principios que pueden ser descubiertos y justificados racionalmente a tal punto que son tan fundamentales para la realización de la naturaleza humana que deben ser considerados universales e inalienables.
En esos términos, los derechos naturales no pueden ser reducidos a simples preferencias sociales ni a acuerdos circunstanciales entre individuos o comunidades. Son universales e inalienables precisamente porque son esenciales para la realización plena de la dignidad humana. En otras palabras, su valor no radica en el hecho de que sean reconocidos por un sistema jurídico o por la cultura de un pueblo en un momento determinado, sino en que su fundamento trasciende la subjetividad y puede ser identificado mediante la razón.
Por esto, en última instancia, el cognoscitivismo objetivo ofrece una base filosófica para defender que los derechos fundamentales no son concesiones de la ley positiva ni productos de la evolución social, sino manifestaciones necesarias de la justicia y la dignidad inherente al ser humano.
En ese orden de ideas, el activismo judicial enfrenta el desafío de justificar nuevos derechos basados en la dignidad humana sin caer en un relativismo que permita justificar cualquier derecho como inherente. Según se ha señalado, la falta de un criterio claro y objetivo sobre lo que constituye un derecho inherente a la dignidad humana puede llevar a una expansión descontrolada de derechos, donde el activismo judicial se convierte en una forma de imposición de valores subjetivos de los jueces, en lugar de un mecanismo de protección de derechos universales. Vale decir que esta crítica es particularmente pertinente en casos en el cual la extensión de derechos se fundamenta en la dignidad y la autonomía, pero sin criterios objetivos suficientes para determinar si esta extensión es universalmente aplicable o responde más bien a cambios culturales específicos25.
En consecuencia, la tarea del juez activista sería, entonces, discernir si un derecho propuesto se deriva racionalmente de principios universales o si depende más de valores cambiantes. Claramente, una sentencia requiere una fundamentación racional sólida y no solo un apoyo en la subjetividad o en las normas sociales dominantes, habida cuenta de que no todos los derechos pueden ser ampliados indiscriminadamente en nombre de la dignidad humana sin una justificación racional sólida. Cuanto menos, los jueces deben basarse en principios éticos racionales y en una comprensión objetiva de la naturaleza humana para decidir si un derecho es verdaderamente inherente a la dignidad humana o si, por el contrario, es una extensión culturalmente específica.
VIII. El cognoscitivismo ético y la metáfora de la caverna.
En este sentido, resulta especialmente revelador el vínculo entre la teoría del cognoscitivismo ético y la famosa metáfora de la caverna de Platón. En La República, el filósofo griego describe a los individuos como prisioneros que, desde su nacimiento, han estado encadenados dentro de una cueva, viendo solo sombras proyectadas en la pared, sin conocer la verdadera naturaleza de las cosas. Para ellos, esa realidad difusa y distorsionada es lo único que existe, hasta que uno de ellos logra liberarse y salir al mundo exterior, donde descubre la luz del sol y contempla la realidad en su plenitud.
De manera análoga, el cognoscitivismo ético sostiene que los valores morales y los principios éticos no son meras construcciones subjetivas ni invenciones arbitrarias de cada sociedad, sino verdades objetivas que pueden ser descubiertas a través de la razón. Siguiendo la metáfora platónica, muchas veces los seres humanos están atrapados en una visión limitada de la ética, moldeada por la cultura, los prejuicios o la costumbre, como si solo vieran sombras en la caverna. Sin embargo, mediante el uso de la razón y la reflexión filosófica, es posible trascender esas limitaciones y alcanzar una comprensión objetiva del bien, la justicia y los derechos fundamentales.
Sin duda alguna, este paralelismo sugiere que el conocimiento moral no es un simple acuerdo colectivo ni una cuestión de percepción individual, sino un proceso de iluminación progresiva, en el que el intelecto humano tiene la capacidad de distinguir entre lo aparente y lo verdadero.
En efecto, los derechos naturales no dependen de convenciones sociales, sino que pueden ser descubiertos como verdades inmutables, fundamentales para la dignidad humana y la estructura misma de la justicia.
Así como el prisionero liberado en la alegoría de la caverna ve el mundo tal como es y no como una proyección ilusoria, el cognoscitivismo ético postula que el ser humano, mediante la razón, puede identificar principios morales que son objetivos, universales y racionalmente justificables, sin depender de las sombras cambiantes del consenso social o la ideología del momento.
Por ello, cuando uno de ellos escapa de la caverna y ve la luz del sol, descubre que las sombras eran meras apariencias de objetos reales, alcanzando finalmente una visión objetiva de la verdad y de la naturaleza de las cosas.
Sin lugar a dudas, la salida de la caverna representa el proceso de iluminación racional, en el cual el individuo se libera de la ignorancia y los engaños para alcanzar el conocimiento verdadero. Claramente, aplicando esta metáfora al ámbito ético y a la noción de bienes básicos, podemos entender los bienes fundamentales —como la vida, la libertad y la justicia— como aquellas verdades objetivas que existen fuera de la caverna de la ignorancia y que el ser humano puede conocer mediante el uso de la razón.
A todas luces, los bienes básicos no son constructos subjetivos o relativos, sino realidades objetivas que, como el prisionero liberado de la caverna, podemos llegar a conocer racionalmente al salir de nuestras limitaciones y prejuicios iniciales. Es obvio que, si aplicamos esta perspectiva, los bienes fundamentales pueden ser conocidos de la misma manera que el prisionero descubre la realidad fuera de la caverna: a través de la búsqueda racional y el rechazo de sombras y opiniones engañosas (relativismo moral y subjetivismo). Verdaderamente podemos determinar qué bienes son verdaderamente fundamentales no por mera percepción o consenso, sino porque nuestra capacidad racional nos permite identificar lo que es esencial para la realización plena de la naturaleza humana26.
En ese orden de ideas, salir de la caverna implica pasar de una visión distorsionada y limitada de la moralidad a una comprensión racional y objetiva de lo que es realmente valioso o bueno. De la misma manera, el cognoscitivismo ético nos anima a buscar una ética basada en bienes intrínsecos que son valiosos en sí mismos, independientemente de las apariencias, costumbres o preferencias culturales. En términos sencillos, este proceso sugiere que existen ciertos bienes básicos o derechos que, una vez alcanzada esta “luz de la razón”, podemos reconocer como esenciales para el ser humano, tales como la justicia, la dignidad y la libertad. Claramente, la salida de la caverna simboliza la capacidad de ver estos bienes como realidades objetivas, al igual que el prisionero liberado ve los objetos y el sol en lugar de sus sombras. Sin duda alguna, el bien y la verdad son accesibles al ser humano de forma objetiva, y mediante la razón podemos comprender que estos bienes fundamentales no dependen de percepciones individuales, sino de su propio valor inherente.
Desde esta perspectiva, tanto el cognoscitivismo ético como la metáfora de la caverna sugieren que el activismo ético y jurídico —la expansión de derechos y la búsqueda de justicia— debe estar basado en un conocimiento racional de los bienes básicos. En lugar de ampliar derechos de manera subjetiva o arbitraria, el activismo debería dirigirse hacia la protección y promoción de bienes que podemos conocer como verdaderamente necesarios para la dignidad y la libertad humana.
En consecuencia, cabe destacar que la metáfora de la caverna de Platón y el cognoscitivismo ético convergen en su creencia en la posibilidad de alcanzar una comprensión objetiva y racional de los bienes fundamentales o derechos naturales. Vale la pena señalar que ambas teorías rechazan el relativismo y sugieren que ciertos valores —los bienes básicos como la vida, la libertad y la justicia— son realidades objetivas y no meras sombras en la pared de la caverna de la cultura o la opinión. Así, el cognoscitivismo ético, inspirado por la metáfora de la caverna, proporciona un marco para pensar en los derechos y bienes fundamentales de manera racional, guiando al activismo ético y jurídico hacia la protección de aquellos derechos que son verdaderamente esenciales para el florecimiento humano.
En paralelo, es preciso resaltar que el velo de la ignorancia, propuesto por el filósofo John Rawls en su teoría de la justicia, es un concepto diseñado para imaginar cómo se establecerían los principios de justicia en una sociedad si los individuos no tuvieran conocimiento alguno de sus circunstancias personales específicas, como su posición social, talentos, religión, género o preferencias. De tal forma, este ejercicio mental coloca a los individuos en una posición de ignorancia sobre su lugar en la sociedad para que, al no saber quiénes serán o qué ventajas o desventajas poseerán, formulen principios de justicia de manera totalmente imparcial y objetiva. De ahí que, al situarse en esta posición de desconocimiento, los individuos serían motivados a crear un sistema que asegure justicia y equidad para todos, ya que cualquiera podría terminar en cualquier posición dentro de esa sociedad27.
Por lo tanto, el objetivo principal del velo de la ignorancia es permitir una formulación de justicia imparcial. Así que, cuando los individuos se ven obligados a formular principios sin considerar sus propios intereses o ventajas personales, surge una visión de la justicia que no está condicionada por preferencias individuales o posiciones de poder. De manera que las decisiones éticas y los derechos establecidos en esta situación serían necesariamente universales y equilibrados, ya que los individuos, al no saber cuál será su lugar en la estructura social, tendrán que contemplar las necesidades y el bienestar de todos los potenciales miembros de la sociedad.En consecuencia, en esta posición hipotética, cualquier principio de justicia aceptado será uno que todos estarían dispuestos a aceptar incondicionalmente, independientemente de sus circunstancias. Entonces, la justicia, según esta perspectiva, no es una serie de normas creadas para favorecer a unos pocos, sino un conjunto de principios éticos y legales que aseguran igualdad y respeto universal. Así, los derechos fundamentales se configuran como aquellos que garantizarían seguridad, equidad y dignidad para todos los individuos, sea cual sea su posición en la sociedad.
Al igual que el velo de la ignorancia, la metáfora de la caverna de Platón explora la idea de acceder a la verdad y a los principios universales mediante la eliminación de las percepciones sesgadas y limitadas. En la caverna, los prisioneros viven en un estado de ignorancia, creyendo que las sombras proyectadas en la pared representan la realidad. Dicho de otra forma, al salir de la caverna, el prisionero descubre el mundo real, una verdad objetiva que existe más allá de las limitaciones y distorsiones impuestas por su encierro. La justicia y la verdad, según Platón, existen independientemente de nuestras percepciones subjetivas; se trata de realidades que podemos conocer al liberarnos de nuestras ideas preconcebidas y de las ilusiones de nuestros sentidos.
El velo de la ignorancia, en un sentido similar, invita a los individuos a despojarse de sus circunstancias personales (su “caverna” particular) para llegar a una comprensión objetiva de los principios de justicia que son verdaderamente universales. En ambos casos, la idea es liberarse de prejuicios, preferencias y particularidades que puedan distorsionar la percepción de la justicia y la verdad. La justicia, al igual que las ideas de Platón fuera de la caverna, es vista como una estructura universal que no depende de los intereses personales.
En el marco del velo de la ignorancia, los derechos fundamentales son aquellos que cualquier individuo desearía asegurarse en una sociedad justa, sin saber qué posición ocuparía en esa sociedad. Estos derechos serían, por lo tanto, aquellos mínimos indispensables que asegurarían dignidad y equidad para todos, desde el más desfavorecido hasta el más privilegiado. Claramente, al diseñar estos derechos, los individuos elegirían principios que garanticen una distribución equitativa de oportunidades, recursos y libertades, ya que todos querrían asegurar una vida digna y justa para sí mismos y para los demás.
Sin duda alguna el velo de la ignorancia ofrece una forma racional y objetiva de concebir la justicia como equidad, mediante la formulación de derechos y principios que todos aceptarían sin considerar sus posiciones específicas en la sociedad. Claro está que, al igual que la metáfora de la caverna de Platón, el velo de la ignorancia nos invita a alejarnos de nuestras percepciones personales y limitaciones para alcanzar una comprensión objetiva y universal de la justicia.
De todo eso se deduce que la idea del velo de la ignorancia de John Rawls, y el cognoscitivismo ético objetivo se conectan en su aspiración compartida de establecer principios éticos y legales universales que trasciendan los intereses personales y que aseguren justicia e imparcialidad en una sociedad. En pocas palabras, aunque cada uno aborda este objetivo desde perspectivas diferentes, lo cierto es que los tres conceptos buscan una forma racional, moderada y objetiva de concebir los derechos y principios de justicia.
- El derecho a la protesta, aunque no reconocido de manera explícita como un derecho autónomo en la mayoría de las constituciones modernas, se construye a partir de la interrelación de derechos fundamentales como la libertad de expresión, reunión y petición. En el caso de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, la Corte Suprema ha interpretado estos derechos como un sustento implícito para la protesta pacífica, destacando su vínculo con la libertad de expresión en casos como Cox v. Louisiana (379 U.S. 536, 1965), donde se enfatizó que las manifestaciones públicas son una forma legítima de disenso político, siempre que no transgredan el orden público de manera desproporcionada. ↩︎
- La doctrina de los derechos no enumerados, consagrada en la Novena Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, constituye un pilar para la identificación de garantías implícitas no expresamente listadas en el texto constitucional. Esta disposición, que establece que la enumeración de ciertos derechos no implica la negación de otros retenidos por el pueblo, ha sido invocada por la Corte Suprema para reconocer derechos fundamentales como el de la privacidad en Griswold v. Connecticut (381 U.S. 479, 1965), donde se invalidó una ley que prohibía el uso de anticonceptivos, argumentando que emanaba de ‘zonas de penumbra’ derivadas de otras enmiendas. Asimismo, en Roe v. Wade (410 U.S. 113, 1973), la Corte extendió esta lógica para proteger la autonomía personal en decisiones reproductivas, decisión que fue posteriormente revertida por Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization (597 U.S. 215, 2022), reorientando el análisis hacia un criterio histórico y limitando el alcance de los derechos implícitos. Desde la doctrina, autores como Laurence Tribe han defendido que la Novena Enmienda actúa como un ‘resguardo dinámico’ para derechos no explícitos, promoviendo una interpretación expansiva de las libertades individuales (American Constitutional Law, 1988), mientras que críticos como Robert Bork han argumentado que su vaguedad la convierte en una herramienta judicial de difícil aplicación práctica (The Tempting of America, 1990). Este debate subraya la tensión entre textualismo y evolución interpretativa en el derecho constitucional. ↩︎
- Respecto a los límites geográficos de los derechos y su vínculo con las tradiciones históricas o los cambios en las condiciones sociales, Cass R. Sunstein, en Designing Democracy: What Constitutions Do (Oxford University Press, Oxford, 2001, pp. 53-60), examina cómo las constituciones y los derechos que estas consagran no se entienden de forma aislada, sino que su interpretación depende de los contextos históricos, geográficos y sociales en los que se aplican, lo que sugiere que su significado puede transformarse según evolucionen las circunstancias políticas y sociales. Sobre la pugna entre una lectura amplia y otra más restringida de la Constitución en los ámbitos jurídico y político, Alexander M. Bickel, en The Least Dangerous Branch: The Supreme Court at the Bar of Politics (Yale University Press, New Haven, 1962, pp. 16-22), explora cómo la Corte Suprema de Estados Unidos oscila entre el activismo, que intenta ajustar la Constitución a las necesidades actuales de justicia, y la deferencia, que opta por la moderación, el apego a la tradición constitucional y el respeto por las decisiones legislativas democráticas. En cuanto a la distinción entre jueces activistas y jueces deferentes o autocontenidos, Richard A. Posner, en How Judges Think (Harvard University Press, Cambridge, 2008, pp. 275-280), describe diversos enfoques judiciales, destacando el activismo judicial, que impulsa la modernización de la interpretación constitucional, y la autocontención (judicial restraint), que prioriza la adhesión a las tradiciones y los precedentes. Para la controversia sobre si los derechos deben adaptarse a las condiciones sociales cambiantes o mantenerse fieles a las tradiciones históricas, David A. Strauss, en The Living Constitution (Oxford University Press, Oxford, 2010, pp. 1-10), propone una constitución “viva” donde la práctica y la historia tienen mayor peso que el texto original, mientras que Antonin Scalia, en A Matter of Interpretation (Princeton University Press, Princeton, 1997, pp. 38-45), aboga por el originalismo, que se ancla en el significado histórico del texto constitucional. Finalmente, sobre el balance entre respetar la democracia y garantizar la protección de derechos fundamentales más allá de las preferencias pasajeras, John Hart Ely, en Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review (Harvard University Press, Cambridge, 1980, pp. 73-85), defiende una posición intermedia, argumentando que la revisión judicial debe preservar tanto la integridad del proceso democrático como los derechos esenciales, sin que los jueces asuman un rol de legisladores morales desconectados de la realidad social. ↩︎
- “El fallo Obergefell v. Hodges (576 U.S. 644, 2015), decidido por la Corte Suprema de Estados Unidos el 26 de junio de 2015, constituye un hito en la interpretación evolutiva de los derechos constitucionales. Escrito por el juez Anthony Kennedy, el tribunal sostuvo, por una mayoría de 5-4, que la Cláusula del Debido Proceso y la Cláusula de Igual Protección de la Decimocuarta Enmienda garantizan el derecho de las parejas del mismo sexo a contraer matrimonio, afirmando que ‘el derecho al matrimonio es fundamental’ y que su alcance debe reflejar ‘la comprensión contemporánea de la libertad’ (576 U.S. 644, 672). Esta decisión ejemplifica un enfoque judicial activista, alineado con la idea de una constitución viva, donde los derechos se reinterpretaron en función de los valores modernos de dignidad e igualdad, más allá de su significado histórico original. Doctrinalmente, esta postura resuena con David A. Strauss (The Living Constitution, Oxford University Press, 2010, pp. 1-10), quien defiende que la práctica social y las expectativas actuales moldean los derechos constitucionales, aunque fue criticada por disidentes como el juez Antonin Scalia, quien argumentó que tal interpretación se alejaba del texto y la tradición, vulnerando el originalismo (576 U.S. 644, 711-712, disenso). ↩︎
- Desde la perspectiva activista que subraya el papel esencial del Poder Judicial en la defensa de derechos fundamentales no expresados explícitamente en el texto constitucional, Ronald Dworkin, en Law’s Empire (Harvard University Press, Cambridge, 1986, pp. 400-405), propone que la interpretación constitucional debe ofrecer la respuesta moral más adecuada a los retos de la actualidad, lo que implica aceptar derechos no detallados en el texto original pero acordes con los principios de justicia y dignidad. En cuanto al activismo judicial como respuesta a las necesidades de la sociedad contemporánea y a la evolución de la interpretación constitucional, Cass R. Sunstein, en The Partial Constitution (Harvard University Press, Cambridge, 1993, pp. 45-50), argumenta que los cambios sociales y culturales requieren que los jueces adapten la lectura de la Constitución a las demandas presentes, evitando que se convierta en un freno para reconocer nuevos derechos esenciales. Un caso representativo es Obergefell v. Hodges (576 U.S. 644, 2015), donde la Corte Suprema de Estados Unidos estableció que las garantías de libertad e igualdad de la Constitución incluyen el derecho de las parejas del mismo sexo a casarse, a pesar de la falta de una tradición histórica explícita; Laurence H. Tribe, en “‘Equal Dignity’: Speaking Its Name” (Harvard Law Review, vol. 129, 2015, pp. 16-21), considera esta decisión como un avance en la comprensión constitucional de la dignidad humana. Para la noción de que la Constitución debe interpretarse en sintonía con los valores actuales de libertad y dignidad, el juez Anthony M. Kennedy, en su opinión mayoritaria en Obergefell v. Hodges (576 U.S. 644, 2015, pp. 657-659), sostiene que los principios constitucionales no se agotan en su redacción inicial, sino que deben aplicarse considerando la experiencia, la percepción social y la ampliación de la libertad y la dignidad humanas. Finalmente, sobre la idea de que los derechos protegidos por la Constitución se transforman junto con los cambios sociales y éticos, David A. Strauss, en The Living Constitution (Oxford University Press, Oxford, 2010, pp. 3-10), defiende que la Constitución es una entidad viva cuyo significado se desarrolla a través de la práctica judicial, ajustándose a los valores y realidades emergentes. ↩︎
- En cuanto a la definición y enfoque de los minimalistas en la interpretación constitucional, Antonin Scalia, en A Matter of Interpretation: Federal Courts and the Law (Princeton University Press, Princeton, 1997, pp. 38-45), expone los fundamentos del originalismo, promoviendo una lectura estrictamente textual y restringida de la Constitución, fundamentada en la intención de sus redactores y las tradiciones jurídicas establecidas. Por su parte, respecto a la postura de los jueces activistas que conciben la Constitución como un documento vivo, Ronald Dworkin, en Law’s Empire (Harvard University Press, Cambridge, 1986, pp. 400-405), aboga por una interpretación constructivista que integre principios morales y el contexto social contemporáneo para lograr una justicia equitativa. Sobre la idea de la Constitución como un texto adaptable a las transformaciones sociales, David A. Strauss, en The Living Constitution (Oxford University Press, Oxford, 2010, pp. 3-10), sostiene que su interpretación debe ser dinámica, ajustándose a los cambios culturales y sociales para mantener su relevancia y eficacia en la protección de derechos fundamentales. Finalmente, en relación con el activismo judicial como un medio para renovar las garantías constitucionales, Cass R. Sunstein, en The Partial Constitution (Harvard University Press, Cambridge, 1993, pp. 45-50), analiza cómo este enfoque permite actualizar la interpretación de la Constitución, alineando los derechos reconocidos con las demandas y valores actuales de la sociedad. ↩︎
- El reconocimiento del matrimonio igualitario en Obergefell v. Hodges (576 U.S. 644, 663-670, 2015) como un derecho fundamental refleja esta visión expansiva de la dignidad y la libertad. Véase Ronald Dworkin, Law’s Empire (Harvard University Press, 1986, pp. 400-405), donde se aboga por una interpretación moral que incluya derechos inherentes a la justicia, y David A. Strauss, The Living Constitution (Oxford University Press, 2010, pp. 3-10), quien destaca la adaptación de los derechos a las transformaciones sociales. ↩︎
- Así como un río que cambia de cauce con el tiempo, la justicia a veces avanza por senderos inesperados, desdibujando fronteras que antes parecían inamovibles. La decisión de la Corte Suprema en Obergefell v. Hodges, al reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo como un derecho fundamental, es un reflejo de este movimiento. Pero, como toda transformación profunda, trae consigo una paradoja: la de intentar anclar su justificación en la doctrina del derecho natural, una tradición que, por siglos, había narrado otra historia. Porque es cierto que el fallo se sostiene en valores como la dignidad y la libertad individual, los mismos principios que laten en el corazón del derecho natural. Pero aquí radica la ironía: en su versión clásica, esa misma doctrina había concebido el matrimonio como la unión de un hombre y una mujer, con la procreación y la complementariedad de los sexos como sus pilares inquebrantables. En los libros antiguos, en las voces de los juristas de otro tiempo, el matrimonio no era un derecho sujeto a evolución, sino un orden casi sagrado, tan evidente que no admitía discusión. Y sin embargo, las palabras de los jueces en Obergefell parecían susurrar otra verdad: que la justicia no es una estatua de mármol, sino un ser vivo, un árbol cuyas raíces pueden hundirse en la historia, pero cuyas ramas se alargan hacia el porvenir. Así, lo que antes parecía una contradicción insalvable comenzó a transformarse en un nuevo capítulo del mismo relato. Porque tal vez el derecho natural no es solo un eco del pasado, sino también una brújula que señala el camino de la dignidad en su forma más pura: aquella que no excluye a nadie. ↩︎
- En efecto, el derecho natural, en su versión clásica concibe el matrimonio como una unión inherente entre hombre y mujer, en parte debido a su potencial reproductivo y su papel en la crianza de la descendencia. Según esta concepción, el matrimonio tiene un fin “natural” y teleológico: la procreación y la formación de un núcleo familiar que garantice la continuidad de la sociedad y el cuidado de las generaciones futuras. Vale la pena señalar que esta visión se fundamenta en una idea de complementariedad de los sexos que se considera inherente a la naturaleza humana, y que no depende de los cambios en la sociedad o la cultura. ↩︎
- En cuanto a la crítica de que los conceptos de sexualidad y procreación como “naturales” podrían ser construcciones sociales, Judith Butler, en Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity (Routledge, 1990, pp. 45-50), pone en duda las categorías rígidas de género y sexualidad, afirmando que son performativas y resultado de procesos sociales, lo que cuestiona la idea de una complementariedad sexual inherentemente “natural”. Sobre la noción de que lo considerado “natural” está influido por contextos culturales y sociales, Michel Foucault, en The History of Sexuality, Volume I: An Introduction (Pantheon Books, New York, 1978, pp. 85-90), sostiene que las percepciones de sexualidad son históricamente variables y emergen de discursos de poder, desafiando la existencia de una esencia fija. En relación con la interpretación de la ley basada en principios éticos universales que evolucionan con la sociedad, Martha C. Nussbaum, en Women and Human Development: The Capabilities Approach (Cambridge University Press, 2000, pp. 150-160), defiende que los principios de justicia y dignidad deben ajustarse a las demandas cambiantes de las sociedades, reflejando una visión dinámica de los derechos humanos.
Respecto a la tensión entre la universalidad del derecho natural y el pluralismo cultural, Will Kymlicka, en Multicultural Citizenship: A Liberal Theory of Minority Rights (Clarendon Press, Oxford, 1995, pp. 200-210), analiza cómo la diversidad cultural desafía las pretensiones universalistas del derecho natural, sugiriendo que las instituciones jurídicas deben integrar esta pluralidad sin abandonar fundamentos éticos esenciales. En cuanto a la capacidad del derecho para reinterpretar principios éticos en contextos modernos, Joseph Raz, en The Authority of Law: Essays on Law and Morality (Oxford University Press, 1979, pp. 180-190), argumenta que la interpretación jurídica debe considerar los valores morales subyacentes y adaptarlos a las realidades contemporáneas, permitiendo una evolución ética. Finalmente, desde una crítica feminista al derecho natural, Catharine A. MacKinnon, en Toward a Feminist Theory of the State (Harvard University Press, 1989, pp. 75-85), señala cómo este ha sostenido estructuras de desigualdad, abogando por una relectura de los principios jurídicos desde la justicia social y la equidad. ↩︎ - Los principios de dignidad y autonomía han habitado desde siempre en los cimientos del derecho natural, como pilares inamovibles que sostienen la arquitectura de la justicia. Sin embargo, con el paso del tiempo, esos mismos principios han sido tocados por el viento de nuevas interpretaciones, inclinándose suavemente, sin quebrarse, para dar cobijo a derechos que emergen de las realidades y aspiraciones de la era contemporánea. Este giro en la teoría del derecho natural no es solo una osadía intelectual; es un desafío a las raíces mismas de una tradición que durante siglos se ha entrelazado con la biología y la procreación. Pero lejos de desgarrar su esencia, esta transformación la enriquece, le otorga una respiración más amplia, una mirada más generosa. Es, en cierta forma, como si el derecho natural se descubriera a sí mismo en la complejidad del mundo moderno, aprendiendo a dialogar con una ética que ya no excluye, sino que abraza la diversidad de la existencia humana. ↩︎
- Esta reinterpretación no solo responde a las transformaciones sociales, sino que también dialoga con el principio fundante del derecho natural: el bien humano. Si la dignidad es inherente a cada persona y la autonomía es el motor de su realización, ¿por qué limitar el reconocimiento de aquellos vínculos que potencian estas cualidades? Los teóricos contemporáneos que abrazan esta visión no niegan el legado del derecho natural, sino que lo proyectan hacia un horizonte más amplio, donde la igualdad y la dignidad no son conceptos abstractos, sino realidades concretas que moldean vidas y sociedades. ↩︎
- Esta transformación del derecho natural se alinea con Ronald Dworkin, Law’s Empire (Harvard University Press, 1986, pp. 400-405), quien ve los principios de dignidad como base para derechos implícitos; David A. Strauss, The Living Constitution (Oxford University Press, 2010, pp. 3-10), quien aboga por una justicia adaptable a los cambios sociales; y Laurence H. Tribe, “‘Equal Dignity’: Speaking Its Name,” Harvard Law Review, vol. 129 (2015), pp. 16-21, donde se interpreta la dignidad como un valor expansivo en la modernidad.” ↩︎
- En cuanto a los límites del derecho natural en la redefinición de instituciones y el equilibrio entre su flexibilidad y autoridad, John Finnis, en Natural Law and Natural Rights (2.ª ed., Oxford University Press, Oxford, 2011, pp. 200-210), examina cómo este establece principios universales que guían las estructuras institucionales, al tiempo que admite adaptaciones contextuales acordes con realidades históricas y culturales, mostrando así su capacidad de ajuste sin sacrificar su autoridad moral. Sobre la tensión entre la universalidad aspiracional del derecho natural y las interpretaciones condicionadas por la historia y la cultura, Jacques Maritain, en La ley natural o ley no escrita (Rialp, Madrid, 1970, pp. 90-95), explora cómo este busca fundamentos éticos comunes, pero se enfrenta a dificultades al aplicarse en contextos diversos que reflejan variaciones culturales e históricas, generando conflictos en su puesta en práctica. En relación con la flexibilidad del derecho natural ante influencias históricas y culturales, Ronald Dworkin, en Law’s Empire (Harvard University Press, Cambridge, 1986, pp. 300-310), sostiene que sus principios deben interpretarse respetando la coherencia del sistema jurídico y las particularidades culturales, favoreciendo una evolución que preserve su integridad moral. Por otro lado, respecto a la autoridad del derecho natural en la formación de instituciones jurídicas y políticas, Aristóteles, en Ética Nicomáquea (Libro I, 1094a-1094b, trad. Valentín García Yebra, Gredos, Madrid, 2004, pp. 9-12), afirma que las estructuras políticas deben orientarse hacia el bien común y la justicia, conceptos fundamentales que otorgan al derecho natural su legitimidad moral en las instituciones. Sobre la influencia histórica y cultural en la interpretación y aplicación institucional del derecho natural, H. L. A. Hart, en The Concept of Law (3.ª ed., Oxford University Press, Oxford, 2012, pp. 250-260), argumenta que sus interpretaciones están moldeadas por contextos específicos, lo que restringe su pretensión de definir instituciones de forma universal y absoluta. Finalmente, en cuanto a la integración de principios éticos universales en la interpretación constitucional y su adaptación a contextos cambiantes, Manuel Atienza, en Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica (4.ª ed., Ariel, Barcelona, 2007, pp. 220-225), defiende que la interpretación constitucional debe armonizar los principios éticos universales con las demandas sociales y culturales del presente, evitando caer en enfoques arbitrarios. ↩︎
- En relación con los desafíos de determinar qué se considera natural según el derecho natural y la exigencia de justificar la inmutabilidad de ciertos valores, Javier Fernández Sebastián, en Derecho natural y derecho positivo (Editorial Ariel, Buenos Aires, 1995, pp. 110-115), examina las dificultades para establecer qué valores son permanentes y cómo estos deben defenderse racionalmente frente a las transformaciones sociales y culturales. Sobre la cuestión de la complementariedad sexual y la procreación vistas como “naturales” dentro de la tradición del derecho natural, John Finnis, en Natural Law and Natural Rights (2.ª ed., Oxford University Press, Oxford, 2011, pp. 138-145), analiza cómo este ha considerado históricamente la procreación y las relaciones humanas como bienes básicos inherentes a la naturaleza, defendiendo su carácter fundamental. Respecto a la necesidad de que el derecho natural explique la inmutabilidad de ciertos valores, Diego Pérez Guilhou, en Fundamentos del derecho natural (Fondo de Cultura Económica, México, 1992, pp. 80-85), sostiene que debe ofrecer una fundamentación racional y ética que sustente su carácter universal y su relevancia perdurable. En cuanto a la posibilidad de reinterpretar valores dentro del derecho natural, Ronald Dworkin, en Law’s Empire (Harvard University Press, Cambridge, 1986, pp. 400-405), plantea que los principios jurídicos pueden evolucionar éticamente para adaptarse a contextos modernos sin perder su coherencia moral. Finalmente, desde una perspectiva filosófica sobre la interacción entre la razón humana y el derecho natural para definir lo natural, David A. Strauss, en The Living Constitution (Oxford University Press, Oxford, 2010, pp. 3-10), destaca cómo la razón y la práctica social guían la identificación de valores naturales, permitiendo que el derecho natural se ajuste a las realidades contemporáneas. ↩︎
- Respecto a la idea de un orden natural dinámico que se entrelaza con la interpretación humana, Charles Taylor, en Sources of the Self: The Making of the Modern Identity (Harvard University Press, Cambridge, 1989, pp. 150-160), analiza cómo la identidad y los significados culturales se construyen y reconfiguran constantemente, indicando que los principios percibidos como “naturales” también se transforman mediante su interacción con contextos históricos y culturales en evolución. Sobre la capacidad humana para generar significados y redefinir instituciones dentro del ámbito del derecho natural, Alasdair MacIntyre, en After Virtue: A Study in Moral Theory (University of Notre Dame Press, Notre Dame, 1981, pp. 200-210), sostiene que las tradiciones morales y jurídicas son moldeadas y reinterpretadas por las comunidades, resaltando la adaptabilidad del derecho natural a nuevas circunstancias sin sacrificar su núcleo ético. En cuanto a la adecuación de conceptos naturales a las realidades sociales y culturales emergentes, Martha C. Nussbaum, en Creating Capabilities: The Human Development Approach (Belknap Press, Harvard University Press, Cambridge, 2011, pp. 90-100), propone el enfoque de las capacidades, que aboga por ajustar los conceptos de justicia y dignidad a contextos actuales, reflejando una perspectiva evolutiva del derecho natural. En relación con la interacción entre principios establecidos y su interpretación en contextos cambiantes, Joseph Raz, en The Authority of Law: Essays on Law and Morality (Oxford University Press, Oxford, 1979, pp. 150-160), explora cómo la interpretación jurídica debe balancear la autoridad de las normas con su adaptación a nuevas condiciones sociales y morales para preservar su pertinencia. Sobre la reinterpretación de conceptos éticos fundamentales en el derecho natural, Michael J. Sandel, en Justice: What’s the Right Thing to Do? (Farrar, Straus and Giroux, New York, 2009, pp. 220-230), examina cómo las nociones de justicia y equidad se reconfiguran frente a transformaciones sociales, sugiriendo que el derecho natural debe ser visto como un marco flexible que responde a demandas éticas emergentes. En cuanto a la evolución de las instituciones jurídicas en respuesta a las dinámicas sociales, Brian Z. Tamanaha, en Understanding Jurisprudence: An Introduction to Legal Theory (Thomson Wadsworth, Belmont, CA, 2006, pp. 180-190), estudia cómo estas instituciones se transforman para adaptarse a los cambios sociales, subrayando la importancia de una interpretación que concilie principios básicos con realidades contemporáneas. Finalmente, sobre la interacción entre el derecho natural y el pluralismo cultural en la redefinición de instituciones, Will Kymlicka, en Multicultural Citizenship: A Liberal Theory of Minority Rights (Clarendon Press, Oxford, 1995, pp. 220-230), aborda cómo el derecho natural puede dialogar con la diversidad cultural, permitiendo reinterpretar principios universales en contextos variados sin perder su coherencia ética. ↩︎
- En cuanto a la necesidad de incorporar diversas perspectivas filosóficas y religiosas en la interpretación del derecho natural, Charles Taylor, en Sources of the Self: The Making of the Modern Identity (Harvard University Press, Cambridge, 1989, pp. 250-260), destaca la relevancia de un diálogo entre múltiples tradiciones culturales y filosóficas para forjar una visión pluralista y coherente del bien común, subrayando que ninguna tradición por sí sola puede captar plenamente las complejidades humanas actuales. Sobre la evaluación de la validez del derecho natural según su capacidad para atender las necesidades reales de las personas en cada momento histórico, Lon L. Fuller, en The Morality of Law (Yale University Press, New Haven, 1969, pp. 184-194), sostiene que la legitimidad del derecho depende de su adaptabilidad a las condiciones sociales y morales cambiantes, sin apartarse de principios éticos esenciales que respondan a las demandas humanas. Respecto a la premisa de que el derecho natural debe mantener su esencia de justicia, dignidad y razón mientras se ajusta a nuevas realidades, Jürgen Habermas, en The Theory of Communicative Action, Vol. 2 (Beacon Press, Boston, 1987, pp. 400-410), propone que los principios éticos universales deben orientar su interpretación, permitiendo su flexibilidad en contextos específicos sin perder su base racional y moral.
En relación con la capacidad del derecho natural para servir como vínculo entre lo eterno y lo contingente mediante una interpretación dinámica, Roberto Unger, en Law in Modern Society (Free Press, New York, 1983, pp. 150-160), examina cómo el derecho puede combinar valores atemporales con innovaciones sociales y políticas, propiciando una lectura que equilibre estabilidad y adaptabilidad frente a los cambios sociales. Sobre la importancia de un enfoque pluralista en la interpretación del derecho natural que abarque diversas tradiciones éticas, Will Kymlicka, en Multicultural Citizenship: A Liberal Theory of Minority Rights (Clarendon Press, Oxford, 1995, pp. 200-210), aboga por integrar múltiples perspectivas culturales en el análisis jurídico, argumentando que esto enriquece la aplicación de los principios de justicia y dignidad. En cuanto a la integración de la razón y la moral universal en la interpretación constitucional como pilares del bien común, Michael J. Sandel, en Justice: What’s the Right Thing to Do? (Farrar, Straus and Giroux, New York, 2009, pp. 260-308), explora cómo los principios éticos universales deben guiar las decisiones constitucionales para fomentar el bienestar colectivo y respetar la dignidad individual. Finalmente, sobre la interacción entre principios éticos universales y su adaptación a contextos históricos y culturales cambiantes, Joseph Raz, en The Authority of Law: Essays on Law and Morality (Oxford University Press, Oxford, 1979, pp. 180-190), analiza cómo la autoridad del derecho natural se sostiene al incorporar valores morales universales mientras se ajusta a las particularidades de distintos entornos sociales y culturales. ↩︎ - En relación con la noción de que ciertos derechos fundamentales preceden y superan al derecho positivo, derivándose de la naturaleza humana y de principios intrínsecos a la dignidad y la libertad, John Locke, en Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (trad. Juan José de Rivera, Alianza Editorial, Madrid, 1984, pp. 120-130), sostiene que derechos naturales como la vida, la libertad y la propiedad existen con independencia de las leyes humanas, y que el gobierno tiene el deber de salvaguardarlos. Respecto a la consideración de la dignidad y la autonomía como principios esenciales que desafían nociones tradicionales de naturalidad, Catharine A. MacKinnon, en Hacia una teoría feminista del Estado (Cátedra, Madrid, 1995, pp. 60-65), argumenta que estos conceptos han evolucionado en el ámbito jurídico moderno, cuestionando la idea de una complementariedad sexual “natural” y promoviendo una visión más inclusiva de la justicia y la dignidad humana. Sobre la necesidad de justificar la inmutabilidad de ciertos valores en el derecho natural, Diego Pérez Guilhou, en Fundamentos del Derecho Natural (Fondo de Cultura Económica, México, 1992, pp. 80-85), plantea que este debe sustentar la permanencia de algunos valores mediante una fundamentación racional y ética que avale su universalidad y vigencia.
En cuanto a la crítica a la perspectiva del derecho natural en temas de sexualidad y procreación, Judith Butler, en El género en disputa (Editorial Paidós, Buenos Aires, 2001, pp. 90-95), desafía las categorías tradicionales de género y sexualidad al considerarlas construcciones sociales, poniendo en duda las nociones clásicas del derecho natural sobre la complementariedad sexual. Finalmente, sobre la interacción entre el derecho natural y el pluralismo cultural, Will Kymlicka, en Ciudadanía Multicultural: Una Teoría Liberal de los Derechos de las Minorías (Clarendon Press, Oxford, 1995, pp. 220-225), analiza cómo la diversidad cultural interpela la universalidad del derecho natural, sugiriendo que las instituciones jurídicas deben armonizar principios universales con el respeto a las diferencias culturales. ↩︎ - En cuanto a la comprensión histórica del matrimonio como una construcción social con diversas formas y significados, Carole Pateman, en The Sexual Contract (Stanford University Press, Stanford, 1988, pp. 45-50), examina cómo el matrimonio ha sido históricamente una institución moldeada por la sociedad, que refleja y refuerza dinámicas de poder, evidenciando su transformación y variedad a lo largo del tiempo. Sobre la legitimidad de aspiraciones de justicia actuales, como el matrimonio igualitario, sin necesidad de clasificarlas como derechos naturales, Ronald Dworkin, en Justice for Hedgehogs (Harvard University Press, Cambridge, 2011, pp. 300-305), sostiene que estas aspiraciones deben valorarse según principios éticos y sociales contemporáneos, justificando derechos que promuevan la dignidad y la igualdad en el presente. Respecto a la diferencia entre derechos inherentes a la condición humana y aquellos surgidos de contextos sociales y culturales particulares, Susan Moller Okin, en Justice, Gender, and the Family (Basic Books, New York, 1989, pp. 150-155), separa los derechos fundamentales ligados a la igualdad de género de aquellos que dependen de estructuras familiares y sociales específicas, enfatizando la importancia de contextualizarlos según las realidades culturales.
En relación con la reflexión sobre si lo “natural” es una construcción influida por necesidades y creencias sociales, Judith Butler, en El género en disputa (Editorial Paidós, Buenos Aires, 2001, pp. 100-110), cuestiona las categorías rígidas de género y sexualidad al considerarlas performativas y socialmente construidas, desafiando la idea de una complementariedad sexual “natural”. Sobre la relevancia de un diálogo interdisciplinario en la interpretación del derecho natural que incorpore múltiples perspectivas, Tom Ginsburg, en “Cultural Pluralism and Judicial Neutrality” (Harvard Law Review, vol. 100, n.º 7, 1987, pp. 1757-1782), defiende un enfoque interpretativo que integre la diversidad cultural y moral, fomentando un diálogo inclusivo que fortalezca los principios de justicia. En cuanto a la capacidad del derecho natural para adaptarse a contextos cambiantes sin perder su núcleo ético, Martha C. Nussbaum, en Creating Capabilities: The Human Development Approach (Cambridge University Press, Cambridge, 2011, pp. 220-225), plantea que sus principios deben ajustarse a las necesidades humanas actuales, preservando su compromiso con la dignidad y la justicia. Respecto a la interacción entre principios éticos universales y su adaptación a realidades sociales específicas en la interpretación constitucional, Joseph Raz, en The Authority of Law: Essays on Law and Morality (Oxford University Press, Oxford, 1979, pp. 180-190), analiza cómo la autoridad del derecho natural se sostiene al combinar valores morales universales con una interpretación flexible y contextualizada. Finalmente, sobre la crítica a la perspectiva del derecho natural en temas de sexualidad y procreación, Catharine A. MacKinnon, en Hacia una teoría feminista del Estado (Cátedra, Madrid, 1995, pp. 60-65), señala cómo este ha perpetuado desigualdades en torno a la sexualidad, abogando por una relectura más inclusiva basada en la justicia social y la equidad. ↩︎ - Al respecto, cabe hacer notar que el matrimonio, en todas sus formas (incluso el matrimonio heterosexual), no es propiamente un derecho natural, sino una institución jurídica creada y regulada por las sociedades a lo largo del tiempo. A diferencia de los derechos naturales que surgen de la naturaleza humana misma, el matrimonio es una construcción cultural e histórica que ha adoptado distintas formas y significados en diferentes épocas y contextos. Esta perspectiva plantea que el matrimonio —sea heterosexual o igualitario— es más una convención social adaptada a las necesidades y valores de cada sociedad que un derecho inherente. Desde esta visión, el matrimonio no tendría una base en el derecho natural, ya que no cumple con los criterios de universalidad e inmutabilidad que caracterizan a los derechos naturales. En otras palabras, mientras que el derecho a la vida o la libertad pueden considerarse inherentes a todos los seres humanos sin importar el contexto cultural, el matrimonio depende de normativas y convenciones específicas, lo que hace que sea fundamentalmente una institución de derecho positivo, no de derecho natural. ↩︎
- En relación con la afirmación de que, si el matrimonio se entiende como una institución jurídica y no como un derecho natural, el derecho al matrimonio igualitario no puede derivarse directamente del derecho natural, Jack M. Balkin, en Living Originalism (Harvard University Press, Cambridge, 2011, pp. 180-185), sostiene que Obergefell v. Hodges fundamenta el matrimonio igualitario en la dignidad y la libertad, interpretadas como derechos fundamentales modernos, no necesariamente como derechos naturales tradicionales. Respecto a la idea de que el derecho al matrimonio proviene de normas sociales respaldadas por el derecho positivo y se adapta a valores y demandas culturales de cada época, David E. Johnson, en The Gender Knot: Unraveling Our Patriarchal Legacy (Temple University Press, Philadelphia, 2005, pp. 300-305), plantea que instituciones como el matrimonio son construcciones sociales que se transforman conforme a los cambios culturales y las exigencias del momento.
En cuanto a la distinción entre derechos inherentes a la condición humana y aquellos que surgen de contextos sociales y culturales específicos, Brian Z. Tamanaha, en A General Jurisprudence of Law and Society (Oxford University Press, Oxford, 2001, pp. 220-225), analiza cómo algunos derechos se consideran universales mientras que otros emergen de desarrollos históricos y contextuales, subrayando la relevancia de esta separación en la teoría jurídica actual. En relación con la reflexión sobre si lo “natural” es una construcción influida por necesidades y creencias sociales, Peter L. Berger, en Invitation to Sociology: A Humanistic Perspective (W. W. Norton & Company, New York, 1963, pp. 50-55), argumenta que las nociones de lo “natural” están moldeadas por contextos culturales y sociales, sugiriendo que no son esencias fijas, sino productos de interacciones humanas. Finalmente, sobre la crítica a la idea de que los derechos proclamados en un momento histórico son automáticamente naturales, Ernst Cassirer, en An Essay on Man: An Introduction to a Philosophy of Human Culture. ↩︎ - En cuanto a la fundamentación de la libertad de culto basada en la dignidad inherente de cada persona, John Locke, en Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (traducción de Juan José de Rivera, Alianza Editorial, Madrid, 1984, pp. 108-115), aboga por la tolerancia religiosa como una expresión de la dignidad y la libertad individual, defendiendo que toda persona posee el derecho natural de practicar la religión que elija sin intervención estatal. Sobre la incompatibilidad del bien común con la exclusión o discriminación basada en dogmas particulares, Charles Taylor, en Multiculturalism and “The Politics of Recognition” (Princeton University Press, Princeton, 1994, pp. 25-50), sostiene que reconocer diversas identidades culturales y religiosas es fundamental para la cohesión social y el bienestar colectivo, destacando que la exclusión por creencias específicas debilita estos fines. Respecto a la pluralidad de creencias como reflejo de la riqueza de la experiencia humana, Amartya Sen, en Development as Freedom (Oxford University Press, Oxford, 1999, pp. 160-175), argumenta que la libertad de practicar y expresar diferentes creencias religiosas es esencial para el desarrollo humano y el bienestar general, valorando la diversidad como un componente intrínseco de las sociedades democráticas.
En relación con la flexibilidad del derecho natural para integrar la diversidad sin sacrificar principios fundamentales, Jürgen Habermas, en The Theory of Communicative Action, Vol. 2 (Beacon Press, Boston, 1987, pp. 400-410), plantea que este debe adaptarse a contextos sociales y culturales cambiantes mediante el diálogo y la deliberación, asegurando que la pluralidad se incorpore respetuosamente sin comprometer los valores universales de justicia y dignidad. Sobre la conexión entre la libertad religiosa y el respeto por la pluralidad de creencias en el marco del bien común, Michael J. Sandel, en Justice: What’s the Right Thing to Do? (Farrar, Straus and Giroux, New York, 2009, pp. 260-308), examina cómo la libertad religiosa debe equilibrarse con otros valores sociales para fomentar una convivencia justa, subrayando que proteger diversas creencias contribuye al bien colectivo. En cuanto a la interpretación de la libertad de culto como parte de un marco normativo trascendental, Martha C. Nussbaum, en Frontiers of Justice: Disability, Nationality, Species Membership (Harvard University Press, Cambridge, 2006, pp. 180-190), defiende que la justicia exige incluir diversas perspectivas y creencias, considerando la libertad religiosa como un pilar para respetar la dignidad humana y promover una sociedad equitativa. Finalmente, sobre la importancia de un enfoque inclusivo en la protección de la libertad religiosa dentro del derecho natural, Lon L. Fuller, en The Morality of Law. ↩︎ - En lo que respecta a la precisión de que la objetividad no implica la imposición de un discurso homogéneo o rígido, Isaiah Berlin, en El fuste torcido de la humanidad (Península, Barcelona, 1992, pp. 150-160), promueve el pluralismo de valores, afirmando que la coexistencia de diversas perspectivas no solo es inescapable, sino también indispensable para construir una sociedad equilibrada y justa. Acerca de la concepción de que la pluralidad resulta fundamental para la realización del bien común, John Rawls, en Teoría de la Justicia (Fondo de Cultura Económica, México, 1999, pp. 200-210), sostiene que una sociedad diversa requiere principios de justicia que permitan la convivencia respetuosa de diferentes visiones del bien, impulsando así el bienestar general. En cuanto a la premisa de que en una sociedad diversa el bien común no puede sustentarse en la uniformidad, sino en la coexistencia armónica de múltiples enfoques, Amartya Sen, en Desarrollo y Libertad (Editorial Planeta, Buenos Aires, 1999, pp. 220-230), defiende que el desarrollo humano y el bienestar colectivo dependen de la diversidad de perspectivas, considerando esta pluralidad como un cimiento esencial para una convivencia equitativa.
Sobre la exigencia de que el derecho natural sea lo bastante adaptable para abarcar la diversidad sin abandonar principios esenciales como la justicia, la igualdad y la dignidad, Martha C. Nussbaum, en Las Fronteras de la Justicia: El Enfoque de las Capacidades (Paidós, Buenos Aires, 2006, pp. 300-310), argumenta que el enfoque de las capacidades ofrece una interpretación del derecho natural que aprecia la diversidad cultural mientras preserva un compromiso con valores universales de justicia y dignidad. En relación con la interacción entre la pluralidad y los principios universales en la formación del bien común, Jürgen Habermas, en Teoría de la Acción Comunicativa, Vol. 2 (Taurus, Madrid, 1987, pp. 400-410), sugiere que los principios éticos universales deben dirigir la interpretación del derecho, ajustándose a contextos particulares sin perder su fundamento racional y moral. Por último, respecto a la incorporación de la razón y la moral universal en la interpretación constitucional como bases del bien común, Michael J. Sandel, en Justicia: ¿Qué es lo correcto por hacer? (Farrar, Straus and Giroux, New York, 2009, pp. 260-308), analiza cómo los principios éticos universales deben orientar las decisiones constitucionales para favorecer el bienestar colectivo y garantizar el respeto a la dignidad individual. ↩︎ - Esto tiene varias implicancias significativas. En primer lugar, muestra que el judaísmo no es una religión expansionista en el sentido de exigir que otros pueblos adopten su sistema legal o teológico. En cambio, se basa en la idea de que existe una ética universal, reflejada en las Siete Leyes de los Hijos de Noé, que proporciona un estándar mínimo para una sociedad justa. Este enfoque permite a las naciones mantener su autonomía cultural y religiosa, siempre que no infrinjan estos principios universales.
En segundo lugar, el hecho de que Maimónides haga esta distinción entre sistemas éticos y prácticas perjudiciales implica una capacidad para evaluar las creencias externas desde una perspectiva judía, pero sin necesariamente condenarlas en su totalidad. Por ejemplo, en el caso de religiones monoteístas como el cristianismo o el islam, la tradición halájica posterior, influida en parte por comentarios como los de Rabí Menajem Meiri, tiende a considerarlas compatibles con los principios noájidas, ya que promueven la moralidad y el monoteísmo en sus respectivas formas. Finalmente, esta postura también subraya el compromiso del judaísmo con la idea de un bien común universal, donde todas las naciones tienen un papel en la promoción de una humanidad justa y ética. El respeto por los sistemas legales y creencias de otros pueblos, dentro de los límites de la moralidad y la justicia, no es solo una concesión pragmática, sino una expresión de la creencia en un propósito divino que abarca a toda la humanidad.
Sin embargo, Rambam no da un cheque en blanco a todas las prácticas externas. Aquellas que fomentan la idolatría, la inmoralidad flagrante o la injusticia son rechazadas desde la perspectiva halájica, ya que contravienen los principios básicos de los mandamientos noájidas. Este balance entre el respeto y el juicio ético permite al judaísmo interactuar con otras culturas sin comprometer sus valores fundamentales, manteniendo una postura inclusiva pero también crítica frente a las creencias y prácticas externas. ↩︎ - En lo que respecta a la crítica al activismo judicial y la imposición de valores subjetivos por parte de los jueces, Richard A. Posner, en Law, Pragmatism, and Democracy (Harvard University Press, Cambridge, 2003, pp. 150-160), sostiene que el activismo judicial puede alejar al derecho de su carácter técnico y objetivo, inclinándolo hacia la aplicación de preferencias personales de los magistrados, lo que pone en riesgo la neutralidad y la consistencia del sistema jurídico. Sobre la carencia de criterios claros y objetivos para identificar derechos inherentes a la dignidad humana, Joseph Raz, en The Authority of Law: Essays on Law and Morality (Oxford University Press, Oxford, 1979, pp. 200-210), analiza cómo la falta de una fundamentación precisa y objetiva puede derivar en interpretaciones arbitrarias y en una proliferación desmedida de derechos, afectando la estabilidad del orden legal. En relación con el peligro de una expansión incontrolada de derechos y el relativismo moral, Neil MacCormick, en Rhetoric and the Rule of Law (Oxford University Press, Oxford, 2005, pp. 250-260), advierte que una interpretación del derecho desprovista de principios éticos firmes puede generar una jurisprudencia fragmentada y erosionar la confianza pública en el sistema legal.
Respecto a la crítica a la fundamentación de derechos en la dignidad y la autonomía sin parámetros objetivos, David Estlund, en Democratic Authority: A Philosophical Framework (Princeton University Press, Princeton, 2008, pp. 220-230), argumenta que la ausencia de criterios claros en la justificación de estos derechos puede conducir a un relativismo que debilita la universalidad y coherencia de los derechos fundamentales. En cuanto a la dificultad de establecer si la extensión de derechos responde a una naturaleza humana universal o a transformaciones culturales específicas, Michael J. Sandel, en Justice: What’s the Right Thing to Do? (Farrar, Straus and Giroux, New York, 2009, pp. 180-190), examina cómo las interpretaciones de los derechos pueden estar influenciadas por contextos morales y culturales cambiantes, complicando la distinción entre derechos universales y contextuales. Sobre la necesidad de un diálogo interdisciplinario que incorpore múltiples perspectivas en la interpretación del derecho natural, Thomas Scanlon, en What We Owe to Each Other (Belknap Press, Cambridge, 1998, pp. 100-110), subraya la relevancia de un enfoque pluralista y dialogante en la ética y el derecho para lograr una comprensión más justa y completa de los derechos humanos.
En relación con la diferencia entre derechos inherentes y aquellos derivados de contextos sociales y culturales específicos, Will Kymlicka, en Multicultural Citizenship: A Liberal Theory of Minority Rights (Clarendon Press, Oxford, 1995, pp. 200-210), explora cómo ciertos derechos emergen de necesidades y contextos culturales particulares, distinguiéndolos de los derechos naturales basados en la dignidad y la igualdad intrínsecas a todos los individuos. Finalmente, sobre la capacidad del derecho natural para preservar principios fundamentales mientras se adapta a la diversidad cultural, Martha C. Nussbaum, en Creating Capabilities: The Human Development Approach (Cambridge University Press, Cambridge, 2011, pp. 220-225), defiende que el derecho natural debe ser lo bastante flexible para integrar la diversidad social y cultural, manteniendo un compromiso firme con principios universales de justicia, igualdad y dignidad humana. ↩︎ - En relación con la noción de que los bienes básicos son realidades objetivas y no construcciones subjetivas o relativas, Immanuel Kant, en Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (Ediciones Akal, Buenos Aires, 2005, pp. 30-35), sostiene que existen imperativos categóricos universales y objetivos, anclando la moral en la razón pura para identificar bienes éticos fundamentales independientes de las percepciones individuales. Sobre la metáfora del prisionero liberado de la caverna como una analogía de la búsqueda racional de la realidad, Platón, en La República, Libro VII (Alianza Editorial, Madrid, 1990, pp. 300-310), utiliza la alegoría de la caverna para ilustrar el proceso de alcanzar la verdad mediante la razón, superando las apariencias engañosas a través de un esfuerzo intelectual. En cuanto a la capacidad racional humana para reconocer bienes esenciales para la plena realización de la naturaleza humana, Michael Walzer, en Esferas de Justicia (Fondo de Cultura Económica, México, 2000, pp. 100-110), argumenta que la justicia debe distinguir y equilibrar bienes fundamentales en diferentes esferas sociales, empleando la razón para determinar su importancia en contextos variados.
Respecto al rechazo del relativismo moral y el subjetivismo en la identificación de bienes fundamentales, Jürgen Habermas, en Teoría de la Acción Comunicativa, Vol. 1 (Taurus, Madrid, 1987, pp. 220-230), defiende que la racionalidad comunicativa facilita un acuerdo sobre principios éticos universales, descartando el relativismo y estableciendo una base objetiva para la moral y la justicia social. Sobre la afirmación de que los principios éticos universales son necesarios para identificar objetivamente bienes fundamentales, Immanuel Kant, en Crítica de la Razón Práctica (Alianza Editorial, Madrid, 1990, pp. 180-190), explica que la razón práctica y los imperativos categóricos proveen principios universales que permiten reconocer bienes esenciales para la dignidad y la libertad humanas. En cuanto a la idea de que la percepción y el consenso no bastan para determinar los bienes fundamentales, Aristóteles, en Ética a Nicómaco, Libro I (Gredos, Madrid, 1992, pp. 95-100), sostiene que los bienes éticos no se derivan de opiniones subjetivas o acuerdos sociales, sino que se fundamentan en la naturaleza y el propósito humano, discernibles mediante la razón. Finalmente, sobre la capacidad racional para identificar lo esencial para la realización plena de la naturaleza humana, Martha C. Nussbaum, en Frontiers of Justice: Disability, Nationality, Species Membership (Harvard University Press, Cambridge, 2006, pp. 180-190), argumenta que el razonamiento humano es clave para determinar los bienes fundamentales que fomentan el desarrollo y la dignidad en diversos contextos sociales. ↩︎ - En relación con la introducción y explicación del concepto del velo de la ignorancia en la teoría de la justicia de Rawls, John Rawls, en A Theory of Justice (Harvard University Press, Cambridge, 1971, pp. 75-100), presenta el velo de la ignorancia como un mecanismo deliberativo que garantiza imparcialidad al establecer principios de justicia, eliminando el conocimiento de las condiciones personales de los individuos para evitar sesgos. Sobre la interpretación detallada del velo de la ignorancia y su función en la creación de principios justos, Samuel Freeman, en Rawls (Routledge, 2007, pp. 45-50), ofrece un análisis profundo de este concepto, resaltando cómo promueve una perspectiva racional y objetiva de la justicia al liberarla de prejuicios individuales y contextuales. En cuanto a la crítica al enfoque de Rawls y las posibles limitaciones del velo de la ignorancia en la defensa de la libertad individual, Robert Nozick, en Anarchy, State, and Utopia (Basic Books, New York, 1974, pp. 150-160), cuestiona este método al argumentar que puede derivar en un estado redistributivo excesivo que restringe la libertad personal y vulnera los derechos de propiedad.
Respecto al análisis de la racionalidad y la eficacia del velo de la ignorancia para fomentar principios de justicia imparciales, Richard J. Arneson, en “Rawls versus Utilitarianism in the Light of Political Liberalism,” en The Cambridge Companion to Rawls, editado por Samuel Freeman (Cambridge University Press, 2003, pp. 240-250), examina cómo este recurso facilita la formulación de principios justos y objetivos, reforzando la legitimidad del sistema de justicia propuesto por Rawls. En relación con la aplicación del velo de la ignorancia en la teoría republicana de la libertad y su relevancia para un gobierno equitativo, Philip Pettit, en Republicanism: A Theory of Freedom and Government (Oxford University Press, 1997, pp. 50-60), explora cómo este concepto contribuye a diseñar un sistema de gobierno que priorice la justicia y la equidad, evitando el predominio de intereses particulares. Sobre la reflexión acerca de cómo el velo de la ignorancia impulsa una visión objetiva y equitativa de la justicia en contextos sociales diversos, Ronald Dworkin, en Justice for Hedgehogs (Harvard University Press, Cambridge, 2011, pp. 300-305), sugiere que los principios derivados de este método pueden actuar como fundamentos éticos universales, orientando la interpretación judicial hacia decisiones más justas y adaptadas a la diversidad social sin perder objetividad. Finalmente, en cuanto al impacto del velo de la ignorancia en la formulación de políticas públicas y su capacidad para garantizar imparcialidad en la justicia, John Rawls, en Political Liberalism (Harvard University Press, Cambridge, 1993, pp. 120-130), amplía su teoría inicial destacando cómo este enfoque puede moldear políticas públicas equitativas, asegurando justicia para todos los miembros de la sociedad independientemente de sus circunstancias personales. ↩︎