Planteo.
El objetivo de esta breve columna de opinión es examinar los principios halájicos relevantes sobre el discurso y el honor. El objetivo es extraer enseñanzas de la tradición judía que puedan enriquecer la discusión actual sobre cómo balancear la libre expresión con la protección del honor y la intimidad.
En estos tiempos turbulentos y veloces, cuando las palabras vuelan tan rápidamente como pájaros asustados y las reputaciones se deshacen con la facilidad de un castillo de arena alcanzado por la marea, vale la pena detenerse, tomar aire profundo y reflexionar sobre una antigua sabiduría que viene de lejos, de tiempos más serenos: el lashón hará, esa regla milenaria, envuelta en las capas de historia y misterio que sólo el Talmud sabe tejer, que condena la “lengua maligna”, el acto de hablar negativamente sobre otro aun cuando lo dicho sea completamente verdadero.
Vivimos la época de los linchamientos virtuales, las denuncias instantáneas y los escraches que se multiplican con la rapidez de un incendio en el bosque seco de las redes sociales. En este escenario moderno y vertiginoso, la antigua norma del lashón hará palpita con una vigencia inquietante. ¿Puede la verdad ser una espada que lastima más que la mentira? ¿Habrá acaso un deber moral en guardar silencio cuando nuestra voz solo trae heridas? ¿Dónde acaba la legítima crítica y comienza el espectáculo cruel?
Estas preguntas encuentran un rostro contemporáneo en figuras como la periodista Viviana Canosa, mujer audaz y desafiante, cuya voz retumba con ecos de polémica y coraje. Sus intervenciones, afiladas como cuchillos recién bruñidos, desdibujan constantemente la frontera entre la búsqueda de la verdad, el juicio ético y el castigo mediático. Como en las páginas de una novela en la que cada palabra cuenta, la figura de Canosa nos invita a mirar de cerca cómo la lengua, poderosa y peligrosa a la vez, puede ser instrumento de justicia o de destrucción.
II. Equilibrio entre la libertad de expresión y el derecho al honor.
El equilibrio entre la libertad de expresión y el derecho al honor (dignidad, intimidad y reputación) es un tema central tanto en el debate jurídico contemporáneo como en las tradiciones éticas. La vexata quaestio dónde puede llegar la libertad de expresar ideas sin lesionar la honra ajena ha sido abordada por las constituciones modernas , pero también por sistemas normativos antiguos. En la halajá (ley judía), encontramos enseñanzas milenarias que buscan prevenir el daño causado por las palabras. Conceptos como lashón hará (לשון הרע, “lengua mala”) o la prohibición de avergonzar al prójimo en público reflejan la importancia de proteger la reputación y la dignidad personal.
En esa comprensión de las cosas, cabe señalar que la ley judía otorga un valor fundamental a la dignidad de las personas y establece límites éticos claros al habla para evitar dañar el honor ajeno. A diferencia de la noción moderna de “libertad de expresión” como un derecho individual, la halajá concibe la palabra ante todo como una responsabilidad. Varias normativas rabínicas y talmúdicas delinean qué tipos de discurso son moralmente inadmisibles, incluso si el contenido fuese verídico, cuando implican menoscabar la reputación de alguien.
III. Lashón hará: la “mala lengua” y la prohibición de la maledicencia.
Uno de los pilares de la ética del habla en la halajá es la prohibición del lashón hará, término que literalmente significa “lengua mala” y que alude a la maledicencia o difamación. Bajo esa perspectiva se la define como cualquier declaración negativa o perjudicial sobre otra persona, incluso si es completamente verdadera, cuando su divulgación puede causarle daño físico, financiero o emocional, o menoscabar su reputación ante los demás. En otras palabras, no todo lo que es verdad debe ser dicho, habida cuenta de que difundir información deshonrosa acerca de alguien constituye lashón hará aunque el hecho relatado sea cierto. Una fuente halájica lo expresa claramente: “Lashón hará: cuando alguien relata información derogatoria sobre otra persona. Aun cuando el relato sea completamente cierto, se considera lashón hará” . Por ejemplo, decir “Pepe es un hipócrita, no dice lo que piensa” sería un caso clásico de lashón hará según la definición tradicional .
La tradición diferencia este concepto de otros relacionados. Hotzáat shem rá o motzí shem rá se refiere a difundir calumnias falsas –información denigratoria y falsa sobre alguien–, lo cual se considera aún más grave.En cambio, rejilut (rechilús) alude al chisme o chismorreo, es decir, contarle a una persona lo que otra dijo de ella a sus espaldas, generando enemistad . Todos estos actos están prohibidos en la ley judía clásica por el potencial de causar daño moral y discordia social.
La Torá bíblica ya advierte: “No andes chismeando entre tu pueblo” (Levítico 19:16), versículo citado como base del mandamiento contra el lashón hará . Asimismo, se ordena “No injuriarás a tu prójimo” y se recuerda el caso de Miriam, la hermana de Moisés, quien fue castigada con lepra por hablar negativamente de su hermano. Estas fuentes fundantes muestran que la protección del honor del otro es un mandato ético de origen divino en la halajá.
Precisamente, los sabios talmúdicos y medievales desarrollaron ampliamente estos preceptos. Maimónides define que cualquier cosa que, al hacerse pública, podría causar daño o angustia a alguien entra en la categoría de lashón hará . Incluso comentar aspectos no ostensiblemente vergonzosos pero que, sacados a la luz, bajan la estima social de una persona, es considerado una forma de maledicencia. Por ejemplo, especular sobre si alguien es poco inteligente, poco agraciado o tacaño puede ser lashón hará, pues son apreciaciones subjetivas que mancillan la reputación y suelen ser fácilmente creídas por otros.
Es muy importante la intención, a poco que si el propósito del comentario no es corregir un mal o prevenir un daño, sino solo ventilar un defecto ajeno, cae bajo la prohibición .
Así las cosas, debe hacerse notar con especial énfasis que la halajá no considera al hecho de ser veraz como justificación suficiente para difundir un dicho dañino. Esto contrasta con el derecho secular, donde típicamente la verdad de la afirmación es una defensa absoluta contra las acusaciones de difamación. En la ética judía, hablar negativamente de otro sin necesidad está mal incluso si no se miente. Como resume el Talmud: “Lashón hará mata a tres: al que lo dice, al que lo escucha y al de quien se habla”, enfatizando el efecto pernicioso en todos los involucrados . Por su parte, el Jafetz Jaim (Rabí Israel Meir Kagan, s. XIX-XX), en su obra clásica sobre la ética del habla, enumera numerosas transgresiones que puede involucrar el lashón hará: entre seis prohibiciones bíblicas negativas y al menos dos preceptos positivos que se dejan de cumplir . El solo hecho de pronunciar palabras denigrantes activa un conjunto de faltas morales en la cosmovisión halájica.
IV. La norma que incomoda: cuando decir la verdad está prohibido.
La Halajá —el cuerpo normativo del judaísmo— condena expresamente el lashón hará. No se trata aquí de la calumnia (decir lo falso), sino de algo más inquietante: la verdad dicha con intención de dañar. La tradición enseña que quien habla mal de otro, aunque lo dicho sea cierto, comete una falta que daña a tres: a quien habla, a quien escucha y al aludido. La palabra no es neutra. Tiene cuerpo, tiene filo, tiene consecuencias.
Sin embargo, y he aquí lo más interesante desde el punto de vista jurídico, esta prohibición no es absoluta. En rigor de verdad existen excepciones que habilitan hablar cuando hay una utilidad ética discursiva (toélet), como cuando se procura proteger a un tercero, prevenir un daño o corregir una injusticia. Esta cláusula de escape convierte al lashón hará en una regla derrotable: válida en general, pero susceptible de ceder ante razones más poderosas en ciertos contextos.
La lógica que subyace es familiar al derecho constitucional moderno: no hay derechos absolutos, y toda norma, incluso las que tutelan bienes elevados como el honor o la privacidad, puede ceder frente a otros principios cuando se impone un juicio prudencial de proporcionalidad. En este sentido, el derecho talmúdico y el neoconstitucionalismo convergen, en la media que ambos conocen que la justicia está en los matices.
V. Canosa, el decir público y la tentación de destruir.
¿Qué ocurre entonces con el discurso público de Canosa, hecho de denuncias, revelaciones y confrontaciones? ¿Es un ejercicio legítimo de libertad de expresión o una forma institucionalizada de lashón hará?
La respuesta exige una ponderación seria. Si una periodista denuncia hechos de corrupción comprobables, protege a personas vulnerables o impulsa debates silenciados, no solo está legitimada, sino obligada a hablar. Sin embargo, si el contenido se convierte en vehículo de escarnio, se propaga sin verificación, o se alimenta del rating antes que del interés público, entonces incluso la verdad puede degradarse en espectáculo. El problema no es solo lo que se dice, sino cómo, por qué y con qué consecuencias. No toda denuncia es justicia; no toda exposición es luz. Cuando el lenguaje se convierte en martillo, es difícil distinguir entre reparación y venganza.
VI. Casos rabínicos: cuando callar es cómplice y hablar es justo.
La tradición judía no ignora la complejidad de estas tensiones. De hecho, ofrece ejemplos esclarecedores:
– Un comerciante que engaña a sus clientes puede ser denunciado, pero solo si se verificó la falta y la intención es preventiva, no vengativa.
– Un maestro abusivo puede ser expuesto si la advertencia protege a otros alumnos.
– Una joven a punto de comprometerse con un hombre violento debe ser advertida, incluso si eso implica revelar un pasado oscuro.
– Un inocente falsamente acusado debe ser defendido públicamente, aunque eso implique hablar mal de quien mintió.
Estos casos revelan una ética de la palabra que no es absolutista ni permisiva. La regla se mantiene, pero puede ser derrotada cuando lo exige la justicia sustancial. No se trata de relativismo, sino de sabiduría. No de debilidad normativa, sino de fortaleza prudencial.
VII. El Talmud y la ponderación: un razonamiento milenario.
Lo que el derecho contemporáneo llama “ponderación” —esa técnica que compara principios en conflicto para resolver casos difíciles— tiene su antecedente en el Talmud. La literatura rabínica está llena de disputas entre sabios que se enfrentan, no para destruirse, sino para buscar la verdad con rigor y respeto. Se permite la crítica dura, pero solo si es “en nombre del Cielo” (leshem shamayim), es decir, por motivaciones puras.
Este ethos —dialogal, argumentativo, exigente— nos ofrece una clave para pensar el periodismo y el discurso público de hoy, en la medida que no basta con invocar la libertad de expresión, sino que hace falta justificarla en cada caso, con transparencia en la intención, proporcionalidad en la forma y conciencia en las consecuencias.
Epílogo: el derecho a hablar no es el deber de decir.
En definitiva, la tradición del lashón hará nos confronta con un desafío moderno y permanente: usar la palabra como herramienta de verdad sin convertirla en instrumento de destrucción. Canosa, como símbolo de un periodismo que navega entre la denuncia y el espectáculo, nos obliga a pensar dónde están los límites de lo decible, y bajo qué condiciones éticas una verdad dicha puede ser también una forma de justicia.
El Talmud lo dijo hace siglos, con sabiduría inquebrantable: la lengua mata a tres. Pero también puede sanar, iluminar y reparar. Hablar no es un derecho sin límites; es una responsabilidad con raíces, con reglas y con alma. En tiempos de ruido, esa verdad —como toda palabra justa— merece ser dicha.
En estos tiempos agitados, cuando las palabras se arrojan al viento con la ligereza de un suspiro digital y las reputaciones son tan vulnerables como mariposas atrapadas en una tormenta, conviene detenerse un momento y escuchar los ecos lejanos de una sabiduría antigua. “Toelet talmud lashon hara” es una frase que acarrea siglos de reflexión judía sobre la ética de la palabra, un recordatorio de que el lenguaje, esa herramienta poderosa y delicada, puede construir o destruir, sanar o herir.
“Lashon hará”, literalmente “lengua maligna”, evoca imágenes de palabras que, aunque verdaderas, pueden ser tan dañinas como un veneno oculto en vino dulce. Sin embargo, en la tradición talmúdica existe una excepción fascinante y vital: “toelet”, es decir, la palabra dicha con un propósito constructivo, aquella que brota desde la necesidad ética de evitar un daño mayor, como el pastor que advierte del lobo escondido entre ovejas.
En las páginas antiguas del Talmud, Rabí Israel Meir Kagan, conocido cariñosamente como el Chafetz Chaim, tomó estas enseñanzas y, con la paciencia y minuciosidad de un orfebre, las convirtió en reglas claras y precisas. Estableció condiciones esenciales para que la lengua, aunque afilada, pueda ser justa y necesaria. Condiciones que exigen verificar meticulosamente la verdad, hablar siempre con una intención limpia y compasiva, y haber agotado cualquier otra vía antes de soltar palabras que puedan cortar como cuchillos. Según las delicadas reglas del Chafetz Chaim, está permitido y a veces es obligatorio hablar, siempre que la intención sea pura y el daño potencial sea claramente evitado.
La complejidad de esta doctrina se asemeja a un tapiz donde cada hilo representa una tensión ética y emocional, un delicado equilibrio entre lo que se debe decir y lo que es mejor callar. Es, en esencia, una danza constante entre la justicia y la misericordia, entre la protección del inocente y la prevención del daño innecesario.
Al final, “toelet talmud lashon hara” no es solo un concepto legal o religioso, sino una profunda lección sobre nuestra humanidad compartida, una invitación a usar nuestras palabras con sabiduría y amor, conscientes siempre de su poder inmenso para curar heridas o para abrirlas aún más.