En el tratado Taanit 5b del Talmud se comenta una poderosa enseñanza sobre la permanencia espiritual. «Rabí Yojanán dijo: ‘Nuestro patriarca Jacob nunca murió’. Preguntaron: ‘¿Cómo puede ser esto? ¿Acaso no lo enterraron y lloraron por él?’. Respondió: ‘Sus descendientes viven; por lo tanto, él también vive’.
Indudablemente el mensaje que transmiten los sabios talmúdicos no se limita a la simple existencia de descendientes físicos, sino que apunta a la continuidad de un legado espiritual, ético y moral.
Bajo esa mirada, la verdadera inmortalidad no depende exclusivamente de la procreación biológica, sino fundamentalmente de que el mensaje se preserve en las generaciones futuras. Efectivamente, la descendencia física, por sí sola, no garantiza la supervivencia significativa de un camino, sino que resulta menester que la descendencia sea portadora consciente y activa de ese legado.
Esa es justamente la razón por la que evocamos especialmente la tragedia del Holocausto. No por simple obsesión histórica, no por alimentar heridas abiertas, ni por una fijación enfermiza con el pasado, sino por responsabilidad. Ya lo explica el Martin Fierro advirtiéndonos sobre la fragilidad de la justicia y la facilidad con que el ser humano reincide en sus errores:
«El hombre debe ser libre
Y librarse de la violencia,
La barbarie y la imprudencia
Son males que deben cesar,
Pues si los dejan pasar
Se agrandan con la paciencia.»
En efecto, la historia, cuando se deja en el olvido, no repite exactamente lo ocurrido; lo vuelve a hacer, pero con otras apariencias, con nuevas máscaras y nuevas justificaciones. El odio, la intolerancia y la violencia siguen presentes en el mundo; cambian de forma, pero no desaparecen.
Téngase presente que la Shoá no ocurrió en otro mundo. En rigor de verdad tuvo cabida entre gente tan ordinaria como nosotros, que amaba a sus hijos, que cuidaba sus jardines, que iba al teatro los viernes. Pasó entre vecinos. Entre leyes. Entre silencios. Y justamente si hablamos de ella todavía —no por obsesión, sino por responsabilidad— es porque sabemos que la historia, cuando no se cuida, no se repite: se disfraza.
Y con toda verdad, hoy, en otro idioma, con otros gestos, esa lógica vuelve a caminar entre nosotros. Probablemente más elegante, más clínica, más aséptica. Acaso, por ejemplo, no nos dicen que casi no nacen ya niños con síndrome de Down. Un mundo que, al parecer, no tiene lugar para los que no aparentan perfección. No los matan. Los evitan. Lo hacen con cortes suaves. Con decisiones informadas. Con palabras como “prevención”, “elección”, “autonomía”. Pero detrás de cada una de esas palabras hay un niño que no llegó a nacer. No por enfermedad. No por dolor. Antes bien, por una idea de normalidad que excluye todo lo que no se acomoda.
Con toda certeza, el relativismo ha hecho su trabajo. El escepticismo ha domesticado toda certeza. Ya no se cree en el bien ni en el mal. Solo en contextos. En perspectivas.
Solo en elecciones personales que no deben ser juzgadas, aunque silencien a quienes no pueden elegir.
Más todavía, hay jueces que, paradójicamente, sostienen que la justicia no es su asunto, aunque lleven el nombre mismo de justicia grabado en su título. Se ven como árbitros, técnicos, simples operadores de reglas. Algunos —con ternura mal entendida— comparan decidir sobre la vida de un niño o la libertad de una persona con la aplicación de la regla del off side. Y lo más inquietante es que son, a menudo, nuestros mejores los que caen en esa trampa.
Como magistralmente lo expusiera Hannah Arendt cuando se piensa en la banalidad del mal, no puede evitarse la figura Adolf Eichmann en aquel juicio histórico, donde se presentaba como un hombre anodino, de gafas gruesas y modales educados, no era la encarnación de un demonio feroz, sino apenas un burócrata pequeño, obediente, con el alma encadenada a formularios, procedimientos y órdenes fríamente ejecutadas. En sus actos, el mal se revelaba espantosamente trivial, una simple rutina administrativa. Hannah Arendt lo observó con claridad: Las acciones eran monstruosas, pero el actor —al menos el muy eficaz que estaba ahora en juicio— era completamente ordinario, común, ni demoníaco ni monstruoso.
Para el Rebe de Lubavitch, la causa profunda del ascenso del nazismo y su aceptación popular reside en la falibilidad de la moral humana cuando carece de anclaje divino. Él solía señalar el ejemplo paradigmático de Alemania: antes de la Segunda Guerra Mundial, el pueblo alemán representaba la cúspide de la cultura, el avance científico y la filosofía moral en Europa, y “precisamente ese mismo grupo humano perpetró las más perversas atrocidades conocidas en la historia de la humanidad”
Sucede que, frente al desfiladero de la historia, donde tantas veces el individuo perdió pie y rodó hacia lo inconcebible, la tesis de una ética universal se convierte en cuerda firme, en la única posibilidad de seguir avanzando sin caer en la trampa de lo relativo, del todo vale, de la moral según el viento y el día. De Kant queda resonando la idea precisa de que cada hombre es fin y nunca medio, una formulación de geometría impecable que no permite escapatoria ni excusa.
Hay algo hermoso y terrible en este imperativo categórico, una suerte de orden que, aunque formulada desde la razón, posee la fuerza arrolladora de una música que obliga al oyente a tomar partido. El ser humano no es objeto negociable ni mercancía intercambiable, es una dignidad sin precio, sin equivalencia, pura presencia.
Pero la biología también cuenta esta historia. El respeto, la empatía, el estremecimiento ante el dolor ajeno no son inventos tardíos ni imposiciones culturales, sino que vienen inscritos en nosotros desde tiempos en que el hombre aún peleaba contra las fieras y dependía radicalmente del otro para sobrevivir. La psicología evolutiva sugiere que la cooperación, esa extraña danza de solidaridad, tiene raíces profundas, necesarias, tan antiguas como nuestra especie misma.
Menajem Mendel Schneerson, el Rebe de Lubavitch, lo observo mejor que ningún otro: la desconexión con lo absoluto, con lo inviolable del valor humano, abre caminos insospechados al horror. Para él, la ética necesita anclarse en algo más sólido que la mera ilustración humana; necesita una conciencia que funcione como contrapeso absoluto ante la tentación de reducir al otro a objeto, medio o amenaza.
Por eso, en última instancia, la afirmación del valor intrínseco del bien humano se alza desde tres plataformas que se complementan como voces en un coro armonioso y complejo: desde lo ontológico, porque cada persona es reflejo de algo trascendente; desde lo racional, porque cada uno debe ser fin en sí mismo, desde lo biológico, porque cada quien lleva inscrita la necesidad del otro en la piel misma de su especie. Esta triple conjunción no es solo un discurso optimista, sino una urgencia, una advertencia, una esperanza posible.
De manera tal que, ante el nihilismo y el totalitarismo que siempre vuelven disfrazados de nuevos argumentos, la dignidad no es negociación, ni moda pasajera, ni concesión circunstancial. Negarla, violentarla, como lo han hecho las páginas más oscuras de nuestra historia, no es simplemente una injusticia; es traicionar aquello que nos constituye profundamente humanos.
