I. Introducción.
A modo de preludio quiero hacer notar que es insoslayable la relación íntima entre positivismo y originalismo. No hay doctrinario enrolado en una posición ius naturalista que pueda ser originalista, ni mucho menos textualista.
La conexión entre ambas doctrinas es clara en el sentido de que el originalismo parte de la premisa de que el significado de un texto constitucional debe determinarse según su significado público original en el momento de su adopción, lo cual implica un fuerte apego a la letra de la ley y a las intenciones originales de los redactores o de la sociedad que la sancionó.
Tejida así la trama, esta visión es perfectamente compatible con el positivismo jurídico, que sostiene que el derecho es un sistema normativo autónomo, cuya validez emana de su promulgación conforme a reglas establecidas, sin necesidad de una justificación moral extrajurídica.
A diferencia de ello, la tradición iusnaturalista se apoya en la existencia de principios de justicia universales e inmutables que trascienden el derecho positivo. Desde esa perspectiva, el derecho no se reduce a la mera voluntad legislativa ni a la interpretación de un texto en función de su contexto histórico, sino que debe estar en armonía con principios superiores de justicia. Coherente con ese planteo, un iusnaturalista difícilmente podría aceptar que el sentido de una norma jurídica quede congelado en el tiempo sin posibilidad de adaptación a exigencias morales superiores, lo que lo aleja de la metodología originalista y, aún más, del textualismo estricto.
En este sentido, el originalismo y el positivismo comparten la idea de que el derecho es lo que es y no lo que debería ser según consideraciones morales. De ahí que los jueces originalistas—como Antonin Scalia en la Corte Suprema de EE.UU.—rechacen interpretaciones evolutivas que adapten la Constitución a nuevas circunstancias en función de valores éticos contemporáneos. Esta postura es diametralmente opuesta a la visión iusnaturalista, que admite que la justicia puede exigir reinterpretaciones dinámicas de la ley conforme a principios morales trascendentes.
En ese sentido, quien adhiera a una concepción iusnaturalista del derecho difícilmente podrá ser originalista, y menos aún textualista, porque ambas metodologías interpretativas exigen una sumisión a la letra de la norma y a su significado histórico, sin reconocer la posibilidad de que el derecho derive su autoridad de principios superiores de justicia.
El destino quiso que, desde tiempos inmemoriales, los seres humanos han intentado atrapar la esencia de la justicia como si fuera una mariposa rebelde entre los dedos. La historia nos muestra que se han escrito leyes con pluma temblorosa, creyendo que al fijarlas en papel las harían eternas, inmunes al capricho de los hombres y las mareas del tiempo. Así nació el positivismo, un hijo orgulloso de la razón, que aprendió a caminar con paso firme, sin mirar a los costados. Y de su mano vino el originalismo, ese afán de sostener el pasado como un estandarte, como si el significado de las palabras quedara para siempre anclado en la historia, inmóvil, intacto, ajeno al murmullo de los siglos.
Sin embargo, como vimos, están aquellos que escuchan otro llamado, un susurro ancestral que brota de la tierra y del corazón de los hombres. Como si el azar tejiera sus hilos, sucede que los iusnaturalistas, que ven en la justicia algo más que un conjunto de normas, la perciben como un río subterráneo que atraviesa todas las épocas, adaptándose a los cauces del presente sin perder su esencia.
El hecho es que, para ellos, el derecho no es una estatua de mármol a la intemperie, sino un árbol vivo que se inclina con el viento sin quebrarse. Da la casualidad de que no pueden ser originalistas porque no conciben que el tiempo encierre la verdad en un cofre y arroje la llave al océano del olvido. Resulta que no pueden ser textualistas porque saben que las palabras cambian de piel, que lo que ayer fue certeza hoy puede ser injusticia. Así caminan, en orillas opuestas, los que ven en la ley un mandato inalterable y los que buscan en la justicia un reflejo de la vida misma. Y, en consecuencia, el problema es que el olvido está lleno de memoria, habida cuenta de que no existe palabra escrita que no sea leída con ojos nuevos, ni verdad inmortal que no tiemble ante el paso del tiempo.
Fluye como un río inevitable que el originalismo, en su esencia, es una invitación apasionada a mirar hacia el pasado con ojos atentos y corazón abierto. Por ello mismo nos llama a desenterrar el espíritu y la intención de aquellos que, en su momento fundacional, concibieron y plasmaron los valores y principios que hoy nos rigen. En su senda de evolución, el originalismo nos propone interpretar la Constitución no solo como un conjunto de palabras estáticas, sino como un reflejo del contexto y las aspiraciones de su época de creación. Es, en el fondo, un esfuerzo por hallar en el eco del pasado la brújula que nos guíe en el presente, buscando en cada cláusula, en cada inciso, el “espejo” de los valores de antaño que aún pueden iluminar el camino actual.
En este contexto, el originalismo plantea una cuestión esencial: ¿cómo esperaban los redactores de la Constitución que los tribunales interpretaran sus disposiciones? ¿Cómo concebían ellos la labor de los jueces al aplicar los principios constitucionales? Esta interrogante nos lleva a explorar el significado original del Artículo 116 (anteriormente el Artículo 100), la sección que establece el poder judicial federal. Allí se encierra no solo la creación de la judicatura, sino también la esencia de lo que se espera en el ejercicio de la revisión judicial.
II. Postura del originalismo.
Según esta perspectiva, el deber de los jueces no es adaptar el texto a las necesidades cambiantes de cada época, sino ser guardianes de ese sentido originario, preservando con lealtad la visión y los límites que los fundadores consideraron esenciales para una sociedad justa y ordenada.Todo aquello sucede porque para los originalistas, la meta primordial es desentrañar la concepción que las intenciones primigenias representan la piedra angular de una interpretación fiel y legítima de la Constitución.
Esta senda nos invita a un viaje de exploración profunda, casi arqueológica, donde cada palabra y cada expresión de los redactores son como fragmentos de una guía, una suerte de manual ético y legal que nos muestra cómo debía llevarse a cabo la interpretación judicial desde su concepción misma. En esa búsqueda, el originalismo no solo plantea una metodología, sino también una filosofía de reverencia y respeto hacia quienes sentaron las bases de nuestro sistema, recordándonos que, en su visión, la Constitución es algo más que un texto legal: es un pacto social y un legado que exige ser honrado.
La evolución del originalismo, entonces, es un compromiso inquebrantable con el pasado y, al mismo tiempo, un llamado a la conciencia en el presente, recordando a los jueces que su papel no es redefinir, sino interpretar fielmente. Es un compromiso, también, con el futuro, al sostener que en la firmeza de esa interpretación original radica la verdadera continuidad y estabilidad de nuestro orden constitucional.
En consecuencia, el originalismo, en su senda de evolución, nos invita a explorar, con fervor y devoción, el pasado y su contexto, para hallar en su reflejo, la guía en nuestra carta, y en el presente su espejo1.
III. Originalismo: Raíces en el pasado, impacto en el presente.
No puede negarse que, en el horizonte incierto donde se libran las disputas sobre la interpretación constitucional, el originalismo ha emergido como un faro inextinguible, cuya luz persiste a pesar de las tormentas del tiempo y los embates de la modernidad. Así como un navegante se aferra a las estrellas para hallar su curso en la inmensidad del océano, el originalista no se deja seducir por los caprichos efímeros de la coyuntura y busca en la intención original de los redactores el fundamento legítimo de toda interpretación.
Siguiendo una interpretación rigurosa, vislumbran que los Padres Fundadores, en su infinita cautela, tejieron la Constitución con la firmeza de quien conoce la fragilidad del poder humano. No dejaron al azar sus palabras ni entregaron su obra a los vientos errantes del futuro, sino que, como hábiles artesanos, moldearon con paciencia un texto destinado a perdurar, anclado en principios inmutables.
A la luz de esta visión, no es capricho ni obstinación aferrarse a ese legado; es, más bien, la única senda que resguarda la estabilidad de la república.
Se ha dicho que el derecho debe evolucionar, que los tiempos nuevos requieren nuevas lecturas de la ley. Mas quienes así proclaman olvidan que la estabilidad institucional no es una prenda que se cambia al gusto de la moda, sino una armadura forjada en la historia, resistente a las pasiones del momento. ¿Cómo podría sostenerse una nación si sus normas fueran maleables como la cera al calor de las conveniencias políticas?
Mirando a través de esta prima, frente al argumento de que la historia no se detiene, que el mundo gira con su propio ímpetu y que el porvenir, impetuoso e impaciente, reclama su espacio; desde esta interpretación se sostiene que el originalismo no es un ancla que impide el avance, sino un faro que lo guía. Sucede que, para este pensamiento, la visión escrutada no congela la sociedad en un tiempo remoto, sino que ilumina el camino con la misma luz que inspiró a los fundadores. Es por ello que, allí donde otros ven rigidez, el originalista encuentra coherencia; donde otros denuncian anacronismo, él observa continuidad.
En tales condiciones, no puedo dejar de hacer notar que, en los últimos años, el originalismo ha emergido como un faro incandescente en la teoría constitucional, proyectando una luz que no se ha debilitado con el paso del tiempo. Al contrario, su brillo ha ganado intensidad, iluminando debates y transformando perspectivas. En el ámbito estadounidense, su eco se ha hecho sentir con fuerza, resonando en aulas académicas, en los pasillos de los tribunales y en las conciencias de quienes buscan comprender y aplicar la Constitución de manera fiel a su esencia2.
IV. Reformulación del originalismo.
En lo fundamental, cabe advertir que este movimiento no es simplemente un retorno al pasado, sino una evolución que marca una nueva etapa en el pensamiento originalista. Hace más de tres décadas, el originalismo comenzó a desvincularse de la mera intención subjetiva de los redactores.
En efecto, la noción de ‘intención original’ ha caído en tal desuso que incluso los originalistas han dejado de indagar en los designios concretos de los constituyentes. En su lugar, la mayoría de los originalistas modernos se han embarcado en una misión más ambiciosa y acaso más noble: la búsqueda del significado público del texto constitucional, aquel que resuena en el espíritu de su tiempo y que, lejos de diluirse en interpretaciones subjetivas, permanece como un pilar inmutable del orden jurídico3.
Exactamente, los juristas originalistas percibieron que basarse únicamente en la intención de unos pocos no era suficiente para capturar la riqueza y profundidad del texto constitucional. Así, en lugar de perseguir la intención original en un sentido literal, se propusieron recuperar el significado público que cada disposición constitucional tenía en el momento en que fue redactada y ratificada.
Claramente, esta reformulación del originalismo como búsqueda del sentido público y objetivo se ha convertido en una bandera para muchos teóricos y jueces que sostienen que el papel del intérprete constitucional no es reinventar el significado de los textos, sino descubrir y preservar el sentido que el pueblo soberano comprendió y aceptó en su momento histórico.
De esta forma, el originalismo contemporáneo se alza como una filosofía de interpretación que defiende la fidelidad a la voluntad del pueblo, tal y como fue expresada en el momento de la creación de la Constitución. En ese sentido, se enfrenta a las corrientes de interpretación evolutiva, recordándonos que el texto constitucional no es una hoja en blanco susceptible de reinvenciones constantes, sino un contrato fundacional, un compromiso entre generaciones. Esta luz originalista, entonces, continúa ardiendo, incansable, como un recordatorio de que en la constancia de sus principios y en el respeto al contexto de su creación, yace la verdadera estabilidad y legitimidad de nuestra estructura constitucional4.
V. Principales problemas que afronta el originalismo.
En tales condiciones, la promesa del originalismo radica en su esfuerzo por dotar de objetividad y continuidad a la interpretación constitucional, al insistir en que los jueces deben adherirse al significado público original del texto. Sin embargo, resulta también claro que este método se enfrenta a una dificultad inevitable cuando, en el intento de resolver problemas modernos, encuentra en los hechos históricos y las palabras antiguas barreras más que soluciones. Claramente el lenguaje de la Constitución es, en muchos aspectos, una cápsula del tiempo: su riqueza y solemnidad reflejan los valores y conocimientos de su época, pero la realidad de hoy trae desafíos que aquellos redactores no podrían haber anticipado.
En este contexto, tanto quienes ven el originalismo como un baluarte de estabilidad como quienes critican su aparente rigidez deben aceptar que el recurso a la historia y al lenguaje no es una llave maestra que abre todas las puertas del entendimiento constitucional. Las palabras, aún las mejor escogidas, llevan consigo las limitaciones de su época, y el contexto histórico, aunque esclarecedor, a menudo es insuficiente para iluminar el camino en dilemas que han surgido con el tiempo y la evolución de la sociedad.
Así, el originalismo del significado público enfrenta una encrucijada: ¿puede seguir siendo una herramienta útil sin caer en el anacronismo o en una interpretación excesivamente formalista?
Desde la altura de este razonamiento, a medida que el originalismo del significado público consolida su posición predominante en la Corte Suprema, tanto sus defensores como sus críticos harían bien en reconocer que los hechos históricos y lingüísticos, por más sólidos que parezcan, poseen una capacidad limitada para ofrecer respuestas definitivas a los dilemas del presente. El pasado, por mucho que ilumine el camino, rara vez proporciona soluciones inequívocas a las complejidades de una sociedad en constante transformación5.
En ese orden de ideas, cabe señalar que, para comprender eficazmente la comunicación constitucional, debemos hacer una distinción esencial entre los significados públicos originales “mínimos” —aquellos que se desprenden directamente del lenguaje claro, la lógica o que se consideran incuestionables— y los significados más complejos y precisos que los originalistas se esfuerzan por desentrañar en sus análisis. Esta distinción es fundamental, ya que el originalismo, en su búsqueda de un significado público fijo e inmutable, enfrenta un obstáculo insalvable cuando trata de penetrar en las capas profundas de conceptos cuya interpretación es todo menos obvia6.
Tomemos, por ejemplo, la cláusula constitucional sobre los decretos de necesidad y urgencia. La afirmación de que “podrán ser dictados cuando medien circunstancias excepcionales” parece, en un primer vistazo, clara y de interpretación directa. Sin embargo, pretender que este enunciado posee un único significado correcto y definitivo —un significado que abarque todas las situaciones posibles— es caer en una simplificación excesiva. Más allá de la interpretación mínima, accesible a partir del lenguaje claro, cualquier intento de desentrañar el “significado verdadero” se enfrenta con los múltiples matices y complejidades que surgen del contexto, las intenciones y el tiempo.
En este sentido, el problema subyacente en la teoría originalista no es un problema de conocimiento, sino un dilema conceptual. Los originalistas del significado público afirman tener “pruebas” —documentos históricos, contextos lingüísticos— que respaldan sus interpretaciones y les otorgan validez histórica. Sin embargo, el rigor de la verdad nos obliga a reconocer que no existe un “hecho superior” que unifique y legitime un único significado público original más allá de los mínimos y no controvertidos. Aquello que se presenta como objetividad, en realidad, está teñido de interpretación, de elección sobre qué fuentes privilegiar y de las propias limitaciones de reconstruir un significado enraizado en un pasado irrepetible.
Así, lo que el originalismo pretende presentar como una ciencia precisa de la interpretación constitucional enfrenta, en el fondo, una paradoja: al buscar una verdad inmutable en un texto histórico, se enfrenta a la naturaleza fluida del lenguaje y del pensamiento humano. De hecho, la noción de que el significado de la Constitución puede reducirse a un conjunto cerrado de interpretaciones “verdaderas” se revela, en última instancia, como una construcción. En consecuencia, la teoría originalista se encuentra atrapada en un juego de sombras, intentando capturar algo que, por definición, escapa a una única comprensión definitiva.
VI. Desafíos de aferrarse al significado público original.
La Constitución puede ser una guía del pasado, pero también es un marco para el futuro. Con toda seguridad, en ese espacio entre lo que fue y lo que está por venir, los juristas deben navegar con sabiduría, sin perder de vista que a veces, las certezas absolutas son solo espejismos en el horizonte de lo jurídico. De eso se sigue que cuando se trata de interpretar la Constitución de manera similar a cómo interpretamos una conversación cotidiana, nos encontramos con dificultades, habida cuenta de que no existe un terreno común interpretativo claro, ya que las expectativas y los contextos pueden variarampliamente entre los distintos autores y el público que recibe e interpreta el texto constitucional.
Como un hilo que conduce inevitablemente al siguiente nudo, pareciera inapropiado considerar la tarea de interpretar la Constitución como si fuera una conversación entre conocidos. Y claro, según esta perspectiva, no importa que estos textos fueran escritos por múltiples manos, en medio de debates acalorados y con compromisos que dejaban tanto dicho como no dicho. Parece que todos los fundadores compartían una mente colmena, transmitiendo significados unánimes y eternos a las generaciones futuras.
En este sentido, no puede obviarse que descubrir lo que la mayoría de las personas entendía en el momento de la ratificación de una disposición constitucional representa un desafío monumental.
De eso se sigue que los originalistas enfrentan una ardua tarea, habida cuenta de que el acceso al pensamiento colectivo de una época pasada es necesariamente limitado y fragmentario. Este desafío ha llevado a los estudios originalistas a concentrarse no en el significado que cada individuo de la época podría haber comprendido, sino en lo que aquellos familiarizados con el lenguaje y los hechos públicos del momento —los actores inmersos en el contexto social y político de la redacción— habrían razonablemente entendido o muy razonablemente deducido.
Precisamente esta mirada es fundamental porque reconoce las limitaciones inherentes a la reconstrucción de la intención original: no se trata de buscar una interpretación que abarque cada percepción individual, sino de aproximarse a un entendimiento compartido por aquellos involucrados o informados sobre el proceso constitucional de la época. En otras palabras, el originalismo del significado público se plantea como una búsqueda del “sentido común” de los textos constitucionales en su momento de creación, un sentido que aquellos con conocimientos e información adecuados habrían podido reconocer y comprender.
Con la fuerza inapelable de la verdad, puede vislumbrarse que los originalistas se ven atrapados en una paradoja, habida cuenta de que cuanto más se aferran al contexto histórico, más riesgo corren de quedar encadenados a un pasado que, aunque esclarecedor, no siempre ofrece respuestas a los desafíos incesantes del presente.
Al respecto, no puede dejar de señalarse que, representa un desafío mayúsculo descubrir, a nivel individual, lo que la mayoría entendía en el momento en que se ratificó una disposición, por lo que los estudios originalistas tienden a centrarse en lo que aquellos familiarizados con el lenguaje y los hechos públicos de su redacción habrían razonablemente entendido o muy razonablemente deducido que comunicaba.
En efecto, para resolver los desacuerdos sobre el significado de ciertas disposiciones constitucionales, una posibilidad sería indagar qué pensaba la sociedad en el momento de su promulgación y determinar si existía una opinión mayoritaria o compartida. En teoría, los defensores del originalismo del significado público deberían seguir este método, buscando el sentido original del texto a partir de la comprensión histórica de sus destinatarios.
Se revela sin esfuerzo que este enfoque enfrenta una dificultad insalvable: no existe un método establecido para determinar cuántas personas comprendían realmente el significado de las disposiciones constitucionales ni cómo sus opiniones podrían contarse o compararse de manera fiable. En otras palabras, la noción de un consenso histórico claro sobre el significado constitucional es, en el mejor de los casos, una conjetura sin fundamentos empíricos sólidos.
Ante esta imposibilidad, en lugar de indagar en lo que personas reales pensaban en su tiempo, la práctica común entre los originalistas ha sido recurrir a una construcción abstracta: la ‘persona razonable hipotética’. Según este enfoque, este observador ficticio haría suposiciones basadas en la información disponible en la época, operando como un ideal racional que, paradójicamente, nunca existió realmente.
Con toda verdad, la experiencia ha demostrado de manera contundente que las disposiciones constitucionales rara vez, si acaso alguna vez, presentan ‘significados públicos originales’ únicos y lo suficientemente precisos como para resolver disputas constitucionales. En última instancia, el método originalista, lejos de ofrecer certezas, descansa sobre una reconstrucción especulativa que no puede eludir las complejidades y contradicciones inherentes a la interpretación jurídica
Asimismo, es imposible de soslayar que el originalismo, al anclar el significado de la Constitución en un contexto definido, procura erigirse como un dique contra la arbitrariedad interpretativa7. Pero se hace patente que, en su afán de resguardar esta visión, el originalismo corre el riesgo de pasar por alto las complejidades y mutaciones de una sociedad en constante evolución, una sociedad que exige respuestas a dilemas que los fundadores jamás pudieron imaginar.
Está a la vista que, la idea de que podemos encontrar un único y verdadero “significado original” que resuelva los debates actuales no es tan factible como algunos podrían pensar.
VII. ¿Está el originalismo agotado? Una crisis de identidad en la teoría constitucional.
El originalismo, nacido como un bastión contra la interpretación evolutiva de la Constitución, ha dominado el pensamiento conservador en la teoría jurídica estadounidense durante décadas. Se despliega con claridad meridiana que su promesa fundacional era clara: la interpretación constitucional debía anclarse en el significado original del texto tal como fue comprendido en el momento de su adopción, evitando que los jueces impusieran sus propias visiones políticas bajo el disfraz de la interpretación. Es preciso considerar, además que esta doctrina, que alguna vez se presentó como un método objetivo y neutral, enfrenta hoy una paradoja que amenaza con socavar su legitimidad, porque cuanto más se intenta precisar su aplicación, más evidente resulta su carácter impreciso y maleable. Porque, en el fondo, no solo se hicieron evidentes las dificultades para reconstruir consensos sobre las intenciones primarias, sino también las incertidumbres inherentes a determinar el significado público del mensaje.
Subyace, sobre todas las cosas, que el problema del originalismo no es solo una cuestión de desempolvar viejos papeles y jugar a ser médium con los fundadores. Efectivamente, no se trata solo de reconstruir lo que ellos, en su solemne silencio, habrían querido decir. Ciertamente, el problema es más hondo, más terco, más insidioso, habida cuenta de que ni siquiera cuando uno abandona la búsqueda de intenciones y se aferra al significado público original logra encontrar suelo firme.
En primer momento, el Originalismo de la Intención tropezó con una verdad incómoda: los redactores de la Constitución no eran un coro afinado, sino una orquesta disonante de ideas, ambiciones y compromisos a medias. Evidentemente, no había una única intención, sino muchas, a veces en conflicto, a veces estratégicamente difusas. Entonces, para no naufragar en ese mar de incertidumbre, los originalistas cambiaron de barco y se subieron al Originalismo del Significado Público Original, convencidos de que la clave estaba en lo que la sociedad de entonces entendía del texto constitucional. Pero ahí también la historia se les volvió esquiva. En efecto: ¿quién puede asegurar que en aquel tiempo había un solo significado, claro y rotundo? ¿Quién puede afirmar que la Constitución fue recibida con una lectura unánime y sin matices? No existe un manual con la única interpretación correcta, tampoco un código de respuestas en la última página. Y entonces, en vez de buscar lo que las personas reales de aquella época pensaban, los originalistas tuvieron que inventarse una solución: la “persona razonable hipotética”. Una especie de ciudadano imaginario, prudente y bien informado, que supuestamente habría entendido el texto de la manera “correcta”. Sin embargo, resulta manifiesto que esa persona nunca existió. Más todavía, si hubiera existido, ¿cómo podría haber tenido certezas sobre un texto que, incluso en su tiempo, estaba lleno de ambigüedades, silencios y zonas grises?
El originalismo quería ser un método sin subjetividad, pero terminó dependiendo de otra subjetividad: la del historiador que decide qué fuentes privilegiar, qué contexto enfatizar y qué versión del pasado contar. Efectivamente, quería ofrecer certezas, pero terminó lleno de fisuras, por cuanto procuró evitar la interpretación discrecional, pero no pudo escapar de ella.
En consecuencia, harto problemático es el hecho de que el originalismo, concebido como una salvaguarda contra el activismo judicial, ha sido instrumentalizado de formas que contradicen su propia premisa. Mientras que sus defensores insisten en que la Constitución debe interpretarse de manera estática, los jueces originalistas han aplicado el método con suficiente flexibilidad como para justificar decisiones que, en algunos casos, se alejan de lo que los propios fundadores podrían haber anticipado. Así, el originalismo ha pasado de ser un método rígido a un prisma que permite diversas lecturas, dependiendo del resultado que se busque alcanzar.
Esta situación ha llevado a algunos antiguos adherentes del movimiento conservador a preguntarse si el originalismo no ha llegado a un punto de agotamiento. Si su propósito era evitar la manipulación del derecho a conveniencia de la política contemporánea, ¿no es acaso una contradicción que su aplicación termine siendo igualmente maleable? Si el originalismo sigue en constante redefinición, ¿puede aún presentarse como un método objetivo y estable, o se ha convertido en una herramienta de legitimación retórica para justificar decisiones ya tomadas?
En definitiva, el originalismo enfrenta una crisis de identidad. Su promesa inicial de objetividad y estabilidad se ha visto erosionada por las dificultades de su aplicación práctica y por el propio uso estratégico que han hecho de él sus defensores. Si el derecho constitucional es, en última instancia, un ejercicio de interpretación, tal vez la verdadera cuestión no sea si el originalismo sigue vigente, sino si alguna vez fue capaz de ofrecer aquello que prometía.
VIII. El Constitucionalismo del Bien Común y el Retorno al Derecho Natural: Más Allá del Originalismo.
La situación examina lleva a algunos antiguos adherentes a ese movimiento conservador a preguntarse si el originalismo no está agotado8. Con toda verdad, el originalismo —ese método de interpretación judicial que, desde hace décadas, ha buscado anclar la aplicación de la Constitución en el significado que tuvo en el momento de su redacción— ya no es el pilar que alguna vez fue. Si se observa con detenimiento, el originalismo se ha convertido en un obstáculo que limita el desarrollo de un enfoque constitucional verdaderamente robusto, capaz de abrazar una visión conservadora sustancial del derecho y su interpretación9.
Coincidiendo con la perspectiva expuesta por Vermeule, esta teoría ha llegado a ser una suerte de corsé para la jurisprudencia, uno que restringe la capacidad de los jueces de interpretar la Constitución en función de los bienes comunes y las exigencias de la justicia sustantiva. Al centrar su enfoque en un significado histórico estático, el originalismo se queda corto al enfrentar los desafíos y complejidades de una sociedad moderna, donde el derecho constitucional debe ser capaz de responder a las necesidades del bien común.
En efecto, el originalismo, al insistir en la fidelidad al pasado, pierde de vista la posibilidad de que la Constitución sea un instrumento para promover activamente el bienestar y la moralidad en la sociedad actual.
Por ello Vermeule propone, en su lugar, un enfoque de Constitucionalismo del Bien Común (Common Good Constitutionalism), una teoría que interpreta la Constitución no solo como un marco jurídico, sino como una guía moral que orienta el derecho hacia la consecución del bien común.
Con toda seguridad, esta propuesta busca superar las limitaciones del originalismo, al permitir que los jueces interpreten la Constitución en función de valores superiores, tales como la dignidad, la paz, la justicia y el orden social. En este sentido, el Constitucionalismo del Bien Común no se detiene en la búsqueda de un sentido original, sino que aspira a interpretar el texto constitucional a la luz de principios atemporales que trascienden el contexto histórico.
La propuesta de Vermeule, sin embargo, no ha estado exenta de críticas. Los defensores del originalismo sostienen que su teoría protege al derecho constitucional de la subjetividad y la arbitrariedad, al anclar las interpretaciones en un significado claro y verificable. Para ellos, abandonar el originalismo en favor de un enfoque que permita una mayor discrecionalidad judicial sería abrir la puerta a interpretaciones basadas en valores y juicios personales, lo cual podría socavar la estabilidad y previsibilidad del sistema legal.
No obstante, la obra de Vermeule refleja un sentimiento creciente en ciertos sectores del pensamiento conservador que ven en el originalismo una herramienta insuficiente para alcanzar una justicia profunda y orientada al bien común.
Coincidiendo con la perspectiva expuesta por Vermeule, el derecho constitucional debe ser una fuerza activa en la promoción de una sociedad ordenada y moralmente equilibrada, y no solo una técnica de restricción del poder judicial.
El debate, lejos de estar cerrado, pone de relieve la tensión entre la fidelidad al pasado y la responsabilidad hacia el presente. ¿Debe la interpretación constitucional limitarse a un rol conservador de preservación histórica, o debe evolucionar para ser un agente de cambio y promotor del bien común? La propuesta de Vermeule desafía a los originalistas a reconsiderar si la lealtad a un significado inmutable es suficiente para responder a los retos de una sociedad dinámica y compleja.
IX. El originalismo de la intención.
Comencemos haciendo notar que el originalismo de la intención es una corriente interpretativa que sostiene que la Constitución debe ser comprendida y aplicada de acuerdo con la intención de los “Padres Fundadores” o de los redactores del texto en el momento de su creación. Bajo esta mirada, esta teoría plantea que, para interpretar fielmente la Constitución, los jueces y juristas deben intentar descubrir lo que los redactores pretendían cuando escribieron cada disposición, y adherirse a esa intención original como guía para resolver los dilemas constitucionales del presente.
Sucede que, en efecto, el originalismo de la intención parte de la concepción de que la Constitución no es simplemente un documento legal, sino un contrato social fundacional que establece los principios y límites que guían a la nación. En este sentido, los redactores de la Constitución jugaron un papel fundamental: ellos, como representantes del pueblo de la época, dieron forma a los valores y principios que consideraron esenciales para la vida en sociedad. Desde esa perspectiva, el originalismo de la intención busca honrar ese acto fundacional, entendiendo que los valores y las decisiones de los fundadores reflejan el “pacto” inicial sobre el cual se construyó la sociedad estadounidense o de cualquier otra nación que adopte un enfoque similar.
Al respecto, cabe señalar que uno de los principales argumentos a favor del originalismo de la intención es la seguridad jurídica que aporta. Precisamente, al basarse en un significado estable y determinado en el pasado, este enfoque reduce la posibilidad de que las interpretaciones judiciales fluctúen en función de las opiniones personales de los jueces o de los cambios sociales. Esto, según sus defensores, fortalece la previsibilidad del derecho, permitiendo a los ciudadanos y a las instituciones tener claridad sobre los límites y alcances de sus derechos y deberes. La Constitución, desde esta mirada, no es una hoja en blanco que cada generación puede reescribir a su antojo, sino un documento sólido y confiable que establece las reglas fundamentales de convivencia.
No obstante, como ya fuera advertido, el originalismo de la intención enfrenta retos significativos. Particularmente uno de los principales problemas es la dificultad de acceso a las verdaderas intenciones de los redactores. Sucede que, en efecto, la Constitución fue el producto de un proceso deliberativo colectivo en el que participaron muchos actores, cada uno con sus propias opiniones, motivaciones y perspectivas. Por tanto, intentar reconstruir una “intención unificada” puede ser, en la práctica, una tarea imposible. De hecho, los documentos históricos, las actas de las convenciones y los escritos personales pueden ofrecer pistas sobre lo que los fundadores pensaban, pero rara vez reflejan un consenso claro y monolítico sobre todos los temas.
Además, el originalismo de la intención plantea el riesgo de anacronismo. Está a la vista de todos que las intenciones y valores de los redactores se desarrollaron en un contexto histórico específico, marcado por circunstancias políticas, sociales y económicas que hoy en día han cambiado drásticamente. ¿Puede, entonces, la interpretación de la Constitución basarse en principios pensados para un contexto tan distinto? En algunos casos, adherirse estrictamente a la intención original podría llevar a resultados que, lejos de ser justos o razonables, resulten desfasados o inadecuados para los desafíos actuales. Además, no deja de ser cierto que el originalismo de la intención, a pesar de su intento de ofrecer una interpretación objetiva, puede en realidad abrir la puerta a la subjetividad. Efectivamente, dado que no siempre es posible conocer con certeza las intenciones de los fundadores, el intérprete podría verse tentado a seleccionar aquellas pruebas históricas que respalden sus propios puntos de vista. En este sentido, la “intención original” puede volverse un recurso para justificar interpretaciones preconcebidas, en lugar de un método objetivo para alcanzar la verdad histórica.
Todo eso en su conjunto nos indica que el originalismo de la intención plantea una tensión fundamental entre el pasado y el presente. En una sociedad en constante cambio, los principios y valores de los fundadores pueden no ser suficientes para enfrentar problemas modernos que ellos no pudieron prever, como los derechos digitales, el cambio climático o las nuevas realidades del comercio global. Es por ello que algunos críticos argumentan que el originalismo de la intención convierte a la Constitución en un documento rígido y resistente al cambio, incapaz de adaptarse a las demandas de la sociedad contemporánea.
Así y todo, los defensores del originalismo de la intención responden a estas críticas argumentando que la rigidez no es una falla, sino una virtud. Desde esa perspectiva, permitir que cada generación reinterprete la Constitución en función de sus propias prioridades erosiona el poder del texto constitucional y, con él, la estabilidad misma del sistema democrático. En esa opinión, si la sociedad necesita cambios significativos en la interpretación constitucional, estos deben ser realizados a través de enmiendas formales y no mediante reinterpretaciones judiciales, garantizando así que el poder de cambio recaiga en el pueblo y no en un reducido grupo de jueces.
No en vano, su aplicación ha suscitado intensos debates tanto en la Corte Suprema de los Estados Unidos como en otros tribunales que han recurrido a este enfoque. La cuestión sobre hasta qué punto debe prevalecer la intención de los fundadores sigue siendo un tema abierto, capaz de generar profundas divisiones incluso dentro del propio ámbito originalista.
X. El originalismo de la intención: El paradigmático caso de la prohibición del uso de armas.
District of Columbia v. Heller, 554 U.S. 570 (2008) ha sido uno de los casos más destacados en los últimos años que refleja la influencia del originalismo de la intención. En este caso, la Corte Suprema, bajo una mayoría originalista liderada por el juez Antonin Scalia, interpretó la Segunda Enmienda, que establece el derecho a poseer y portar armas. El fallo declaró inconstitucional la prohibición de armas de fuego en Washington D.C., sosteniendo que la Segunda Enmienda protege el derecho individual a poseer y portar armas para autodefensa en el hogar10. La opinión mayoritaria escrita por Scalia recurre extensamente al originalismo, argumentando que el derecho a portar armas debe interpretarse en el contexto de la intención original de los redactores y el significado que se le atribuía al momento de ratificar la Segunda Enmienda en 1791. Scalia enfatizó que los redactores pretendían proteger el derecho de los ciudadanos a armarse para su defensa y seguridad, basándose en fuentes históricas y documentos de la época. El fallo, sin embargo, generó un gran debate sobre si un derecho concebido en un contexto de milicias armadas y enfrentamientos coloniales puede aplicarse de la misma manera en el contexto moderno, donde la violencia armada y el tipo de armas disponibles representan una realidad drásticamente diferente11.
En última instancia, como subyace, el originalismo de la intención representa una apuesta por la continuidad y la tradición. Su fuerza radica en la convicción de que los principios fundacionales tienen un valor perdurable, un valor que no debe ser alterado o reinterpretado con cada nueva generación. Sin embargo, también es una teoría que enfrenta la complejidad de un mundo cambiante, en el que el pasado no siempre ofrece respuestas claras para los problemas del presente.
De hecho, esta teoría nos invita a reflexionar sobre el papel de la Constitución en la vida democrática y sobre el equilibrio entre la estabilidad y la adaptabilidad. Al insistir en que la interpretación constitucional debe ser fiel a la intención de los redactores, el originalismo de la intención defiende la idea de que la Constitución no es simplemente una herramienta, sino un legado, un pacto histórico que debe ser honrado y respetado como tal.
En el horizonte, la pregunta que queda boyando es si ese respeto por el pasado puede y debe ser absoluto, o si, en ocasiones, la justicia y la equidad exigen mirar hacia adelante y adaptar los principios fundacionales a las realidades de un mundo en constante transformación.
Vimos que esta aproximación puede ser compleja, ya que requiere una clara comprensión de los contextos históricos, políticos y culturales de la época. ¿Qué pensamientos y visiones albergaban quienes, al redactar la Constitución o una enmienda, escribieron una propuesta específica?
Salta a la vista que todo lo anterior nos obliga a escarbar en los anales de la Convención Constitucional, a sumergirnos en esos viejos papeles con la esperanza de encontrar respuestas que el tiempo no haya erosionado. Pero ahí mismo, justo en ese afán por volver al origen, los críticos levantan la ceja y advierten: ¿y si este método está condenado desde el principio? Porque, para empezar, ¿quién puede decir con certeza quién debe ser considerado un redactor? No fueron unos pocos iluminados escribiendo al margen de la historia, sino un torbellino de ideas, de disputas, de estrategias y compromisos. Acaso la Convención era un templo de pensamiento unívoco, sino una casa en construcción, con planos que se corrigieron sobre la marcha y paredes levantadas con materiales distintos. Entonces, ¿qué intención original se supone que hay que rescatar? ¿La de quién? ¿La de aquel que escribió las primeras líneas? ¿La del que negoció en los pasillos? ¿La del que firmó sin estar del todo convencido? Así que sí, podemos abrir los libros, releer los discursos, desempolvar las actas. Sin embargo, si buscamos allí una verdad única, clara, definitiva, tal vez solo encontremos un reflejo borroso de lo que ya intuíamos: que el pasado, lejos de ser una respuesta, sigue siendo parte de la pregunta12.
En efecto, sucede que, cuanto mayor es el grupo de personas implicadas, más arduo se torna discernir una intención común. De ahí surge uno de los primerísimos problemas porque el intérprete debe entonces decidir cuál intención prevalece: un interrogante sin una respuesta definitiva ni correcta. Incluso si se asignase arbitrariamente autoridad a un grupo para la toma de decisiones constitucionales, los distintos miembros del grupo sin duda albergaban razones divergentes, tal vez contradictorias, para adoptar una disposición constitucional específica.
En consecuencia, el intérprete constitucional se enfrenta, entonces, a una cuestión de enorme complejidad: ¿cuál intención prevalece cuando existen múltiples perspectivas entre quienes participaron en la creación de una disposición constitucional? Este interrogante no tiene una respuesta definitiva ni correcta, ya que los propios redactores y firmantes de la Constitución, o de cualquier enmienda posterior, no constituían un bloque homogéneo. Incluso si asignamos arbitrariamente autoridad a un grupo de los llamados “Padres Fundadores” o a una convención constituyente para que sus intenciones guíen la interpretación, nos encontramos con un problema intrínseco: los distintos miembros de estos grupos sin duda albergaban razones divergentes, a veces incluso contradictorias, para adoptar una disposición específica.
Esta realidad expone una debilidad fundamental del originalismo de la intención: la suposición de que es posible identificar una única intención unificada de los redactores. La Constitución fue el resultado de extensas negociaciones, debates y compromisos, un producto de consenso que no necesariamente refleja un acuerdo total sobre cada principio y disposición. En efecto, muchas de las cláusulas constitucionales son lo suficientemente generales como para permitir una variedad de interpretaciones, un reflejo de la necesidad de alcanzar compromisos que satisfacieran a grupos con intereses y valores diferentes.
La diversidad de intenciones y motivaciones entre los redactores plantea una pregunta crucial: ¿cómo puede el intérprete moderno seleccionar una “intención prevalente” sin imponer su propio sesgo? ¿Cómo se decide cuál de las múltiples interpretaciones potenciales refleja mejor el espíritu de la Constitución? Este dilema introduce un margen de subjetividad, incluso dentro de un enfoque originalista que aspira a ser objetivo. En última instancia, el originalismo de la intención se enfrenta a una paradoja: intenta minimizar la discrecionalidad del intérprete al anclar la interpretación en el pasado, pero al hacerlo, obliga a los jueces a seleccionar entre múltiples posibles intenciones históricas, lo cual introduce subjetividad en el proceso.
A medida que los intérpretes buscan la intención “correcta”, se ven atrapados entre la fidelidad al contexto histórico y la necesidad de resolver conflictos internos en la intención de los redactores. ¿Debe darse prioridad a la visión de aquellos redactores que abogaban por una interpretación restrictiva de los poderes del gobierno, o a quienes favorecían una comprensión más amplia y flexible? Este dilema no es simplemente teórico; refleja una tensión fundamental entre la estabilidad y la adaptabilidad de la Constitución.
Además, incluso si se pudiera determinar una intención original predominante, ¿es justo aplicar esa intención en contextos y problemas que los redactores nunca pudieron prever? En este sentido, el originalismo de la intención podría estar sujeto a la crítica de ser una “cápsula del tiempo” que congela a la Constitución en un contexto histórico específico, limitando su capacidad para evolucionar y responder a las demandas de la sociedad actual.
En última instancia, este problema subraya la limitación inherente del originalismo de la intención: es una teoría que, en su intento de ser fiel al pasado, enfrenta la imposibilidad práctica de capturar un consenso auténtico y unificado entre quienes participaron en la redacción de la Constitución. Esta imposibilidad obliga a los intérpretes a realizar una elección inevitablemente arbitraria sobre cuál “intención” debe prevalecer, una decisión que, lejos de ser objetiva, está profundamente influenciada por las propias creencias y valores del intérprete.
Así, el originalismo de la intención, aunque ofrece un marco de referencia útil y respetuoso de la historia, tropieza con la complejidad de la realidad humana. La Constitución, como cualquier obra humana, no es el producto de una mente singular, sino el resultado de una multiplicidad de voces y perspectivas. El desafío del intérprete moderno es, entonces, navegar este mar de intenciones históricas sin perder de vista los principios de justicia, equidad y relevancia contemporánea, un equilibrio que requiere tanto respeto por el pasado como sensibilidad hacia el presente.
En ese sentido, la aparente solidez del originalismo de la intención se desmorona cuando lo examinamos con detenimiento. Esta teoría pretende ofrecer un marco interpretativo objetivo al centrar la interpretación de la Constitución en las intenciones de los redactores, sin embargo, en su intento de fijar un significado “correcto” y estable, se enfrenta a una paradoja fundamental: ¿cómo identificar una intención unificada en un proceso deliberativo que fue, por naturaleza, plural y conflictivo? A nadie puede escapar que la Constitución, lejos de ser la creación de una mente única y coherente, fue el resultado de arduas negociaciones, concesiones y compromisos. Los redactores no compartían una visión monolítica; más bien, cada uno de ellos traía al debate sus propios intereses, valores y concepciones de justicia.
En ese orden de ideas, la dificultad para encontrar una intención única expone una grieta en la aparente objetividad del originalismo de la intención. Al intentar recuperar la “verdadera” intención de los redactores, el intérprete moderno se enfrenta a una tarea imposible: reconstruir un consenso que, en muchos casos, nunca existió en primer lugar. Las diversas opiniones y perspectivas entre los redactores reflejan la complejidad de una sociedad diversa, pero al intentar simplificar este mosaico en una intención uniforme, el originalismo cae en la trampa de la arbitrariedad. Cuando el intérprete selecciona una entre muchas posibles intenciones históricas, su elección se convierte en un acto de interpretación subjetiva, un ejercicio que la teoría originalista pretendía precisamente evitar.
Además, la figura de los “Padres Fundadores” a menudo se mitifica y se convierte en una autoridad incuestionable, como si su intención tuviera un valor moral eterno. Esta veneración por la intención original implica que los redactores de la Constitución poseían una sabiduría superior y que sus juicios sobre la justicia, la igualdad o el poder son aplicables a perpetuidad, independientemente de los cambios en la sociedad. Sin embargo, esta suposición es cuestionable. Los redactores eran personas de su época, con limitaciones y prejuicios propios de sus contextos. La misma Constitución que establecieron contenía, por ejemplo, concesiones a la esclavitud y a la exclusión de derechos para mujeres e indígenas, reflejando las normas y valores de una sociedad profundamente desigual. ¿Es justo, entonces, asumir que sus intenciones deben prevalecer sobre los principios de justicia y equidad que la sociedad moderna ha llegado a valorar?
En su insistencia en recuperar una intención originaria, el originalismo de la intención también se convierte en una barrera para la adaptabilidad de la Constitución. Este enfoque limita la posibilidad de que los principios constitucionales evolucionen para enfrentar los desafíos contemporáneos, que los redactores no podían prever. Conceptos como privacidad digital, derechos reproductivos o justicia climática son cuestiones que no estaban en la agenda de los fundadores y que requieren una interpretación flexible y contextual. Al atar la Constitución a un significado histórico fijo, el originalismo corre el riesgo de volverla irrelevante para los problemas del presente.
En lugar de ofrecer una solución objetiva, el originalismo de la intención parece ser un mecanismo para imponer un anclaje artificial al pasado, una especie de “camisa de fuerza” interpretativa que frena la evolución del derecho constitucional. Al concentrarse en lo que los redactores podrían haber pensado, el originalismo ignora la posibilidad de que la Constitución sea más que un reflejo de sus intenciones: que sea un documento vivo, capaz de adaptarse y guiar una sociedad en constante cambio. La Constitución fue pensada para durar, pero eso no significa que deba quedar atrapada en el tiempo. Al tratar de mantenerla estática, el originalismo paradójicamente socava su relevancia y capacidad para servir a los principios de justicia y equidad en cada generación.
En última instancia, el originalismo de la intención enfrenta una contradicción insalvable: pretende ser objetivo y estable, pero en su aplicación, es inevitablemente subjetivo y restrictivo. Esta teoría ofrece un consuelo ilusorio de certeza, pero a un costo elevado: limita la capacidad de la Constitución para adaptarse y ser relevante en un mundo que ha cambiado radicalmente desde que fue redactada. Al insistir en la autoridad incuestionable del pasado, el originalismo de la intención no solo sacrifica la flexibilidad necesaria para enfrentar los problemas actuales, sino que también amenaza con convertir la Constitución en una reliquia anacrónica, desconectada de los valores y desafíos de la sociedad moderna. En lugar de preservar la integridad del derecho constitucional, este enfoque corre el riesgo de socavarlo, erosionando su potencial para ser una verdadera guía de justicia y equidad para las generaciones presentes y futuras.
XI. El Originalismo del Significado Público Original.
El originalismo del significado público original marca un cambio en la forma de entender el enfoque originalista de la interpretación constitucional.
A diferencia del originalismo de la intención, que intenta desentrañar las motivaciones y objetivos específicos de los redactores de la Constitución, el originalismo del significado público busca captar el sentido que las palabras y frases constitucionales tenían para el público general en el momento de su ratificación.
Por de pronto, esa mirada supone que la Constitución debe ser entendida tal como lo habría hecho un ciudadano común en la época en que fue adoptada, y que el texto debe leerse de acuerdo con el significado público y objetivo que sus palabras tenían entonces13.
En consecuencia, el originalismo del significado público original marca un giro en la forma de comprender el enfoque originalista en la interpretación constitucional, ya que no se esfuerza por desentrañar las motivaciones y objetivos específicos de los redactores, sino que busca capturar el sentido que las palabras y frases constitucionales tenían para el público en el momento de su ratificación.
Desde esta mirada, la Constitución no es un documento cifrado cuyos significados dependen de la voluntad subjetiva de sus autores, sino un texto que debe ser comprendido como lo habría hecho un ciudadano común de la época en que fue adoptado. Así, su lectura debe ceñirse al significado público y objetivo que sus términos poseían en aquel contexto, con la convicción de que la interpretación constitucional no es una tarea de especulación sobre intenciones ocultas, sino un ejercicio de fidelidad al lenguaje con el que la nación pactó su estructura fundacional.
Claramente, la propuesta del originalismo del significado público tiene varias ventajas. En primer lugar, al evitar enfocarse en la intención subjetiva de los redactores. Así pues, se enfrenta sin dificultad al problema de la “interpretación de intenciones”, que puede ser difusa y difícil de precisar. Por ende, en su lugar, centra la interpretación en algo más accesible: el lenguaje y el uso público de las palabras en un momento histórico específico. En virtud de ello, también puede ofrecer cierta objetividad al basarse en fuentes históricas que documentan el lenguaje de la época, como diccionarios, periódicos y textos legales, que reflejan el sentido común de los términos para los ciudadanos de entonces.
Aun así, el originalismo del significado público no está exento de críticas y limitaciones. En primer lugar, asume una uniformidad en la comprensión del público general que es difícil de justificar. En cualquier época, y especialmente en sociedades tan diversas y complejas como las de los siglos XVIII y XIX, existía una pluralidad de interpretaciones y entendimientos, influenciada por factores como la educación, la región, la clase social y la cultura. Sí, incluso, en un contexto mucho más cercano como el de la reforma constitucional de 1994 en Argentina, existe un profundo desacuerdo sobre el sentido de ciertas palabras y conceptos incorporados en esa ocasión. Un ejemplo emblemático es la referencia a la “caducidad de la legislación delegada preexistente”. Este concepto ha generado múltiples interpretaciones y una considerable controversia en la doctrina y en los tribunales, ya que no resulta claro qué quiso decir el legislador constituyente al emplear esos términos. Este tipo de ambigüedades pone en evidencia una limitación del originalismo del significado público: si en un contexto tan reciente y cercano culturalmente ya existen interpretaciones discordantes sobre el significado de una disposición constitucional, ¿cómo puede este enfoque pretender establecer un único “significado público” en textos mucho más antiguos y distantes en el tiempo? Incluso en un país donde la sociedad y el lenguaje son relativamente homogéneos, los términos pueden interpretarse de maneras muy distintas según el contexto político, jurídico e ideológico de cada intérprete.
En ese sentido, la falta de claridad en los términos de una disposición tan específica demuestra que los términos constitucionales, incluso en un lenguaje relativamente moderno, no siempre tienen un único sentido comprensible de manera evidente para todos. Es así que este problema subraya otra limitación del originalismo del significado público: los textos constitucionales no son simples enunciados, sino que contienen conceptos jurídicos complejos, términos amplios y principios abstractos que admiten múltiples lecturas. La Constitución de 1994, como cualquier texto constitucional, utiliza términos deliberadamente generales y abiertos para permitir cierto margen de interpretación y flexibilidad en su aplicación. Sin embargo, cuando la interpretación se centra en descubrir un “significado público original” fijo, se corre el riesgo de encerrar esos conceptos en una comprensión estática, sin considerar que el lenguaje constitucional está diseñado para abarcar contextos cambiantes y nuevos desafíos.
A estas alturas no presentó nada nuevo si advierto que los debates sobre el significado constitucional no son meramente técnicos, sino que están profundamente influenciados por cuestiones de política y poder. Los distintos actores que interpretan esta disposición pueden tener intereses divergentes, por ejemplo, sobre el alcance y la extensión de las facultades delegadas, y sus interpretaciones reflejan sus propias posturas sobre el rol del Poder Ejecutivo y del Congreso en la producción de normas. En otras palabras, en nuestro ejemplo, el conflicto sobre el significado de esta disposición no solo es un problema de interpretación del lenguaje, sino también una disputa sobre la distribución del poder y los límites de la delegación legislativa en el contexto constitucional.
En conclusión, el caso de la “caducidad de la legislación delegada preexistente” en la Constitución de 1994 ilustra que incluso en reformas constitucionales recientes, el lenguaje puede ser ambiguo y susceptible de interpretaciones diversas. Este caso pone en evidencia las limitaciones del originalismo del significado público, al mostrar que los términos constitucionales a menudo carecen de una comprensión única y estable, y que su significado se moldea en función de los intereses, valores y contextos de quienes los interpretan. La Constitución, en última instancia, es un campo de disputa interpretativa, donde las palabras y conceptos reflejan tanto los principios como los conflictos de poder de cada época.
En consecuencia, al intentar capturar un “significado público”, el originalismo podría estar simplificando y homogeneizando una realidad mucho más diversa y compleja. Está a la vista de todos que la comprensión del público general no es monolítica, y, en ese sentido, es consecuente que diferentes grupos interpretaran el texto constitucional de maneras distintas, lo cual hace difícil definir con precisión qué constituye un significado público “original”.
Además, cabe preguntarse hasta qué punto el significado público de una época pasada puede ser relevante para resolver los problemas contemporáneos. Aunque el originalismo del significado público pretende ofrecer una interpretación más objetiva, al anclar el texto en un momento histórico específico, ciertamente limita la capacidad de la Constitución para adaptarse a los cambios de la sociedad. En rigor, muchas disposiciones constitucionales utilizan términos amplios y conceptos abstractos, como “igual protección” o “libertad de expresión”, que pueden haber tenido un sentido más limitado en su momento, pero que, con el tiempo, han adquirido significados más amplios y enriquecidos por las luchas por los derechos civiles, la igualdad de género, la privacidad, entre otros. Insistir en el significado público original podría restringir la aplicación de la Constitución en áreas donde la sociedad ha alcanzado una comprensión más profunda de derechos y libertades.
Agregado a lo anterior, cabe señalar que determinar el “significado público original” también requiere de interpretaciones y decisiones metodológicas que pueden ser subjetivas. Efectivamente, para establecer cómo el público general entendía el texto constitucional en la época de su ratificación, los intérpretes recurren a documentos históricos, diccionarios y otros textos de referencia. Ahora bien, acaso la selección de estas fuentes no resulta un acto interpretativo en sí mismo: ¿cuáles son los textos más representativos de la comprensión pública? ¿Qué fuentes reflejan de manera precisa el sentido común de las palabras en un momento particular? Estas decisiones no son neutrales y pueden introducir un sesgo en la interpretación, especialmente cuando se trata de cuestiones controversiales.
En efecto, la idea de que un historiador puede ser completamente objetivo al reconstruir el pasado es, en el mejor de los casos, una ilusión y, en el peor, una postura arrogante y peligrosa. Efectivamente, pretender que la historia es una ciencia pura, libre de interpretaciones y matices, ¡es negar su esencia humana y compleja! En ese sentido, cada decisión que toma un historiador –qué fuentes investigar, qué testimonios rescatar, a quiénes dar voz y a quiénes silenciar– resulta cargada de significado y consecuencias. Lejos resulta de ser una actividad mecánica ni aséptica. Todo lo contrario, es un acto profundamente humano, y, por lo tanto, inevitablemente influido por valores, prejuicios, y por el contexto social en el que vive cada investigador.
Por ello, los que defienden la objetividad absoluta en la historia, aquellos que claman por una “verdad histórica única,” parecen olvidar que el acceso a las fuentes es desigual. ¿Cuántas voces han sido enterradas, censuradas o ignoradas a lo largo de los siglos? Claramente, no todas las historias tienen el privilegio de ser contadas, y no todos los archivos son imparciales. ¿Es objetivo reconstruir el pasado desde una torre de marfil, ignorando todo lo que no encaje en una visión limpia y simplificada de los hechos?
Ciertamente, la historia es una reconstrucción llena de dilemas morales, de decisiones difíciles y, sí, de emociones. Tratar de despojarla de eso es reducirla a un conjunto de datos vacíos, alejados de la realidad vivida por las personas. De hecho, quienes defienden esta objetividad ciega parecen olvidar que la historia, ante todo, es humana.
Las objeciones no se agotan en las dificultades de reconstruir la realidad histórica, también el originalismo del significado público enfrenta el riesgo de convertir a la Constitución en un documento estático, una especie de “fotografía” de un momento histórico que ya no refleja la realidad actual. Verdaderamente, al limitar la interpretación a cómo el público general de hace siglos habría entendido el texto, se corre el riesgo de despojar a la Constitución de su capacidad para evolucionar y responder a las demandas de justicia, igualdad y derechos en el presente. En ese sentido, si bien esta mirada intenta mantener la estabilidad y evitar interpretaciones cambiantes, puede volverse una barrera frente a los cambios sociales que exigen que ciertos principios constitucionales sean interpretados de acuerdo con los valores contemporáneos.
En suma, el originalismo del significado público original intenta interpretar la Constitución tal como se entendía en el momento de su ratificación, confiando en que esto proporcionará una interpretación más objetiva y menos sujeta a las influencias de los valores actuales.
No obstante, al centrarse en el lenguaje y las ideas tal y como eran comprendidos por el público de la época, esta perspectiva enfrenta varios desafíos que no logra superar. Particularmente asume que existe una comprensión uniforme de la Constitución entre el público en su momento, pero es una verdad de Perogrullo que cualquier sociedad, las interpretaciones pueden variar ampliamente según factores como el nivel educativo, el contexto social y hasta la posición geográfica de las personas. Además, como la Constitución fue escrita en una época muy distinta, con desafíos y preocupaciones que no siempre coinciden con los problemas actuales, aplicar ideas y principios de ese tiempo a situaciones como el desarrollo tecnológico, los derechos civiles modernos o las crisis ambientales es complejo, y muchas veces el texto original carece de respuestas claras para estos nuevos contextos.
Así las cosas, aunque el originalismo del significado público original aspira a una interpretación fiel y neutral, sus limitaciones —la falta de uniformidad en la comprensión histórica, la rigidez frente a nuevos contextos y la inevitable subjetividad en la selección de fuentes— ponen en duda su capacidad para ofrecer una visión realmente objetiva y aplicable en el presente.
XII. El originalismo y el precedente.
La Constitución puede ser idealizada como en un reloj antiguo, de esos que los abuelos sacaban del bolsillo con ceremonias secretas, acariciando la tapa antes de revelar el tiempo que les quedaba. Existen quienes insisten en que la maquinaria sigue intacta, que basta con darle cuerda para que funcione como el primer día. En cambio, otros la sostienen entre los dedos, inclinándola bajo la luz con el gesto de quien duda. Tal vez, piensan, ha llegado el momento de cambiarle el cristal, de ajustar las manecillas para que marquen una hora más acorde con los tiempos que corren.
Algunos aseguran que la Constitución es un papel sagrado, un testamento escrito con tinta indeleble que no puede tocarse sin profanar su esencia. En cambio, otros la ven como un ser vivo, con pulmones que se expanden y se contraen al ritmo de las generaciones que la invocan.
Con toda seguridad, cada vez que un juez pronuncia un fallo, cada vez que un abogado la invoca en defensa de un derecho olvidado, cada vez que alguien se pregunta si esas palabras aún le pertenecen, la Constitución cobra vida. No sé si sigue siendo la misma, pero sé que respira. Y mientras lo haga, su historia aún no ha terminado.
La pregunta, entonces, es si la Constitución debe ser leída como un documento estático, reflejo de un tiempo pasado, o como un marco adaptable que permite a cada generación encontrar en sus principios una herramienta para construir una sociedad justa y equitativa.
Particularmente, la jueza Amy Coney Barrett es una firme defensora de interpretar la Constitución según el significado original que tenía en el momento en que fue ratificada, un principio que ella enfatiza no cambia con el tiempo. Barrett sostiene que su labor no es actualizar la Constitución ni incorporar sus propias opiniones políticas al interpretarla, sino tratarla como una ley cuyo texto debe ser entendido textualmente14. Es incontrovertible que la jueza es una de las voces más destacadas en desechar a la Constitución como un documento flexible que deba adaptarse a las necesidades o valores contemporáneos. En su entendimiento, la Constitución establece una ley fija y clara que debe aplicarse sin incorporar interpretaciones modernas ni opiniones personales. Desde su perspectiva, los jueces no deben actuar como “legisladores no electos” y su papel no es actualizar la Constitución, sino preservarla tal como fue escrita.
El compromiso de Barrett con esta visión queda plasmado en diversos escritos y decisiones judiciales. En su ensayo de 2017, “Originalism and Stare Decisis”, Barrett explora la tensión entre el originalismo y el principio de stare decisis, la tradición de respetar los precedentes judiciales. Para ella, aunque el respeto a los precedentes es fundamental en la práctica judicial, los jueces deben priorizar el significado original de la Constitución si un precedente se desvía de él. Es que, en efecto, para Barrett, la fidelidad al texto original es más importante que la continuidad en la jurisprudencia, incluso si esto implica revisar decisiones anteriores. En un discurso pronunciado en Hillsdale College en 2019, Barrett reafirmó esta convicción al insistir en que los jueces deben aplicar la ley como está escrita, sin permitir que sus opiniones personales influyan en su interpretación. Desde su mirada, la neutralidad judicial es central, por cuanto desviarse de su significado original sería otorgar a los jueces un poder que, según ella, no les corresponde.
En ese sentido, Barrett ha llevado esta visión a la práctica en varios fallos. En 2019, cuando era jueza en la Corte de Apelaciones del Séptimo Circuito, emitió una opinión disidente en el caso Kanter v. Barr, en el cual se discutía el derecho de una persona con antecedentes penales no violentos a poseer armas15. Al respecto, Barrett argumentó que el gobierno no tenía una justificación suficiente para quitarle este derecho a alguien condenado por un delito no violento, como el fraude. Su análisis se basó en la comprensión histórica de la Segunda Enmienda, en la que los fundadores protegían el derecho a portar armas para ciudadanos que no representaran un peligro físico. Va de suyo que este fallo refleja su enfoque originalista, al aplicar un derecho constitucional de acuerdo con su sentido en la época en que fue escrito, sin adaptarlo a los criterios actuales de seguridad o riesgo16.
En un caso relevante como Box v. Planned Parenthood of Indiana and Kentucky, Inc., decidido en 2019 y relacionado con leyes sobre el aborto, Amy Coney Barrett, quien se unió a la Corte Suprema en 2020, no participó directamente; sin embargo, su enfoque originalista, expresado en otros contextos, sugiere que evaluaría tales derechos a la luz del contexto histórico de la Decimocuarta Enmienda, que garantiza la igualdad y la protección bajo la ley. Si bien es cierto que Barrett ha evitado pronunciarse directamente sobre el aborto, su tendencia a interpretar los derechos constitucionales, como la privacidad y la igualdad, según su significado original, en lugar de adaptarlos a las discusiones sociales contemporáneas, se alinea con su filosofía judicial conocida17.
De manera similar, como jueza de la Corte Suprema, Amy Coney Barrett ha apoyado interpretaciones de la Primera Enmienda que protegen la libertad religiosa, como en Fulton v. City of Philadelphia, un caso que examinó si una organización religiosa podía negarse a trabajar con parejas del mismo sexo en programas de acogida infantil basándose en sus creencias. Barrett se unió a la mayoría en una decisión que priorizó la libertad religiosa, limitando el alcance de las regulaciones locales para evitar imponer cargas excesivas a las prácticas religiosas de la organización18. Es así que, para Barrett, los jueces que buscan “actualizar” la Constitución de acuerdo con los valores modernos corren el riesgo de convertir el sistema judicial en una herramienta de cambio político, un papel que ella considera inadecuado para los jueces. Bajo su atenta mirada, la Constitución solo debería modificarse mediante el proceso de enmienda, que involucra a los representantes electos y al voto del pueblo, no alos jueces. En su perspectiva, este compromiso con el originalismo busca proteger lo que Barrett considera la integridad y la autoridad del documento constitucional, evitando que los jueces impongan cambios que deberían ser decididos democráticamente.
Como en ningún otro caso, podemos observar cómo Barrett puso especial énfasis en el papel del precedente. Ella argumenta que los jueces deben guiarse por el significado original de la Constitución y no necesariamente por fallos anteriores, especialmente si estos están en conflicto con dicho significado original y, justamente, esa mirada la llevó a criticar decisiones históricas como Roe v. Wade, que según ella fue decidida incorrectamente.
En esta línea de pensamiento, es notable que, durante su audiencia de confirmación para la Corte Suprema en octubre de 2020, Amy Coney Barrett subrayara su compromiso con una interpretación fiel y literal de la ley, alineada con los principios del originalismo. En sus declaraciones, enfatizó que los jueces deben actuar con estricta neutralidad y no asumir el rol de “legisladores no electos”, marcando una clara distinción entre los poderes judicial y legislativo. “Los tribunales no están diseñados para resolver todos los problemas ni corregir cada error de nuestra vida pública”, afirmó Barrett, defendiendo que la función judicial consiste en aplicar la ley tal como fue escrita, sin adaptarla a valores contemporáneos. “El papel de un juez no es actualizar la Constitución para reflejar los cambios sociales, sino preservarla según su significado en el momento de su redacción”, sostuvo, reafirmando su adhesión al originalismo. A lo largo de las audiencias, Barrett insistió en que las decisiones sobre derechos y políticas sociales deben recaer en los legisladores, no en el poder judicial, argumentando que esta postura salvaguarda la separación de poderes y la democracia representativa
En tales condiciones, resulta elocuente que, en sus declaraciones, Barrett buscó reforzar su independencia y desvincularse de cualquier agenda ideológica. La jueza afirmó que “los jueces no deben permitir que sus creencias personales se filtren en sus decisiones”, y defendió que las leyes deben interpretarse tal como fueron escritas. Este énfasis en una interpretación literal y neutra del texto legal resalta su enfoque conservador, alineado con su mentor, el fallecido juez Antonin Scalia, quien fue uno de los máximos defensores del originalismo en la Corte Suprema.
En suma, con su compromiso con el originalismo, la jueza promete desempeñar su papel como “guardiana” de la Constitución, manteniendo el significado que tenía en el momento de su redacción y dejando que los cambios sociales y legislativos sean decididos por los representantes elegidos democráticamente, no por los jueces. Para Barrett, esta postura es más que una simple interpretación judicial; representa una reafirmación de los límites que deben existir entre el poder judicial y el poder legislativo, una barrera que, según ella, es esencial para evitar que los jueces se conviertan en actores políticos que modifiquen la ley en función de sus creencias personales. En todo tiempo y lugar advierte sobre los peligros de otorgar al poder judicial un papel que podría exceder sus límites, colocando en sus manos el poder de dar forma a la sociedad y a las leyes de acuerdo con preferencias personales. Por ello, Barrett defiende que la Corte Suprema debe mantener su independencia y actuar como un cuerpo imparcial, confiable en su compromiso con el texto original de la Constitución, especialmente en un contexto de continuos cambios sociales y valores fluctuantes. Al asumir su cargo, Barrett trae consigo una visión firme de que la Corte Suprema debe respetar los principios que los fundadores establecieron, incluso si ello significa resistir las presiones de la modernidad19. Este compromiso con el originalismo es su manera de proteger el sistema democrático, recordando que el cambio debe surgir del pueblo y no de las decisiones de jueces que podrían imponer sus propias perspectivas o adaptaciones contemporáneas al marco constitucional20.
En consecuencia, podemos imaginar que el enfoque de Barrett sobre el precedente plantea una tensión fundamental entre la estabilidad del derecho y la fidelidad al originalismo. En efecto, si bien es legítimo cuestionar fallos judiciales anteriores, su insistencia en relegar el peso de los precedentes en favor de un supuesto “significado original” bien podría debilitar el principio de seguridad jurídica, un pilar del sistema judicial, habida cuenta de que los jueces tranquilamente podrían reabrir cuestiones consideradas resueltas, generando incertidumbre legal. Téngase presente que la estabilidad del derecho se fundamenta en la idea de que las personas y las instituciones pueden confiar en que los fallos judiciales tendrán continuidad, permitiendo así una mayor predictibilidad y confianza en el sistema. En ese sentido, la insistencia de Barrett en priorizar el originalismo podría plantear el riesgo de que ciertos derechos y libertades, reconocidos a lo largo del tiempo mediante interpretaciones judiciales más flexibles, puedan verse limitados o eliminados.
En el corazón mismo de la discusión palpita la postura de la jueza sobre el stare decisis y su devoción al originalismo, una combinación que ha abierto fisuras profundas en la comunidad jurídica, desatando debates encendidos, como ocurre siempre cuando se cuestionan los pilares antiguos del derecho. En su ensayo Originalism and Stare Decisis, Barrett navega hábilmente entre ambos principios, indagando en la frágil armonía que pudiera existir entre el respeto por los precedentes y la fidelidad al espíritu original de la Constitución. Para ella, aunque el stare decisis tenga raíces fuertes y profundas como un viejo roble, jamás debería eclipsar lo que entiende como la misión auténtica del juez: seguir fielmente el significado primigenio que los padres fundadores infundieron en la Constitución, aunque esto signifique romper amarras con decisiones previas de la Corte y enfrentar la tempestad que inevitablemente acompañará ese acto de valentía21.
En sentido contrario, algunas voces disidentes advierten que otorgar prioridad al originalismo en detrimento del stare decisis podría socavar la seguridad jurídica, pues son precisamente los precedentes los que dotan de estabilidad y previsibilidad al ordenamiento legal. En efecto, reconsiderar constantemente decisiones ya asentadas generaría un clima de incertidumbre capaz de erosionar gradualmente la confianza pública en el sistema judicial. Asimismo, interpretar la Constitución únicamente a través del prisma histórico podría reducir notablemente su flexibilidad, limitando su capacidad para dar respuesta a desafíos contemporáneos que los redactores originarios jamás podrían haber anticipado, como la privacidad en la era digital o la defensa de los derechos de grupos históricamente marginados
En tanto el originalismo se presenta como una teoría que pretende evitar que los jueces interpreten la Constitución de acuerdo con sus propias inclinaciones o valores, obligándolos a adherirse al “significado inmutable” del texto en el momento en que fue redactado, sin embargo, en la práctica, seguir el texto constitucional resulta mucho más complejo de lo que el originalismo aparenta. Ya comenté que la Constitución está llena de expresiones y términos amplios, vagos e incluso ambiguos. Frases como “debido proceso”, “privilegios e inmunidades” o “bienestar general” no tienen significados únicos y claros, sino que invitan a diversas interpretaciones. Siquiera los fundadores mismos no siempre estuvieron de acuerdo sobre lo que ciertos términos debían implicar, y, en algunos casos, los debates históricos que rodearon su redacción fueron inconclusos o contradictorios. En consecuencia, aun cuando la premisa parece simple y hasta obvia: los jueces deben respetar las palabras de la Constitución, sin agregar ni reinterpretar sus significados, esta ambigüedad inherente al texto constitucional plantea un problema para los jueces que intentan adherirse a una interpretación originalista
En efecto, mientras que, en la teoría, el originalismo garantizaría que las decisiones judiciales se mantengan objetivas y fieles a los principios originales, impidiendo que los jueces utilicen su poder para moldear la ley según sus preferencias, en realidad no es posible determinar el “significado inmutable” de conceptos que ya en su origen eran debatidos. Pero, incluso los registros históricos más detallados no siempre ofrecen una guía clara sobre cómo los fundadores habrían respondido a problemas contemporáneos que ni siquiera podían imaginar. La realidad es que, a pesar de sus pretensiones, el originalismo no elimina la interpretación subjetiva.
En ese sentido, no puede dejar de señalar que la Constitución, como un documento fundacional que establece los principios rectores de una nación, contiene numerosos términos y expresiones que son vagos e inciertos. Precisamente, esta falta de precisión no es un fenómeno moderno, sino una característica inherente desde el momento de su redacción. Desde ya, para los jueces que intentan adherirse a una interpretación originalista, esta vaguedad representa un desafío considerable.
Así las cosas, aunque los originalistas defienden la idea de que el significado de la Constitución debe entenderse en el contexto en el que fue escrita, hay un límite a lo que se puede descubrir al analizar documentos históricos o consultar diccionarios del siglo XVIII. Tan es así que la propia Barrett parece reconocer este problema: “Para un originalista”, escribió Barrett en 2017, “el significado del texto es fijo siempre que sea detectable.
En esas condiciones a veces me pregunto qué pesa más en la balanza de la justicia: ¿el respeto por lo que siempre se ha decidido o la fidelidad al significado primero, al germen auténtico que dio vida a la ley? Porque la cuestión entre stare decisis y originalismo no es meramente técnica; encierra una interrogante honda y humana sobre cómo convivimos con nuestras certezas y dudas. Pienso que los precedentes son como los viejos senderos conocidos, esas rutas que transitamos con confianza porque sabemos a dónde llevan; brindan estabilidad y resguardo en tiempos de incertidumbre. Las decisiones previas nos ofrecen una certeza cotidiana, como el calor discreto del hogar o la tranquilidad de lo que no cambia demasiado. Si de repente alteramos todo lo ya decidido, quizás el derecho se convierta en un terreno resbaladizo, lleno de dudas, desorientando a la gente sencilla que solo desea conocer cuáles serán las reglas mañana. Pero, por otra parte, ¿acaso podemos atarnos eternamente al pasado, sin interrogarlo nunca, sin cuestionar sus certezas? Ahí entra el originalismo, ese intento apasionado por rescatar la pureza del significado inicial, la esencia que los primeros redactores quisieron imprimirle a la Constitución. ¿Y quién podría negar la fuerza de esa fidelidad histórica, de esa búsqueda genuina del sentido original? Al fin y al cabo, fue ese primer impulso, cargado de ideales, lo que dio origen a nuestras libertades, a nuestras conquistas y derechos. Quizás olvidarlo o tergiversarlo sea también perder algo de nosotros mismos.
La verdad, sospecho, como en casi todas las cosas importantes, no vive en los extremos. Entre ambasorillas, entre la seguridad del precedente y la fidelidad al sentido originario, habita un equilibrio delicado, que requiere mesura y prudencia. Quizás no haya que elegir tajantemente, sino entender cuándo es tiempo de seguir lo ya trazado, y cuándo es urgente regresar a las raíces, a esa semilla primera que nos dio sentido y razón.
Por poner un ejemplo bastante claro, entre los primeros estadounidenses hubo un intenso debate sobre si era constitucional que el gobierno federal financiara “mejoras internas” como caminos y canales. Siendo presidente, James Madison llegó a vetar un proyecto de ley de 1817 que financiaba esas construcciones porque lo consideraba inconstitucional22.
Cabe señalar que, al día de hoy, las opiniones de Madison son hoy ampliamente rechazadas, pero supongamos que una Corte Suprema dominada por originalistas concluye que Madison tenía razón. ¿Significa eso que hay que desmantelar todo el sistema federal de carreteras?. Efectivamente, vale la pena preguntarse, en medio de esta discusión sobre originalismos y fidelidades históricas, qué ocurre cuando el pasado contradice frontalmente nuestro presente. Hoy día, por ejemplo, las opiniones de Madison son vistas casi con desconcierto o desdén por buena parte de quienes estudian el derecho constitucional. Tan solo imaginemos—por un instante tan breve como inquietante—que una Corte Suprema poblada de jueces originalistas nos anuncia solemnemente que Madison estaba en lo cierto, que sus antiguas ideas merecen volver a la luz. Entonces surge inevitablemente la pregunta, quizás con una sonrisa amarga o con una ironía tranquila, pero sobre todo con legítima preocupación: ¿qué hacemos con lo que ya construimos sobre otras convicciones, con lo que hemos edificado durante décadas de acuerdos y consensos? ¿Significa acaso que deberíamos desarmar ladrillo por ladrillo todo el sistema federal de carreteras, solo porque alguna vez Madison pensó que no correspondía? Es entonces cuando comprendemos que el derecho no puede vivir encerrado solo en palabras antiguas, por sabias que sean, ni tampoco puede avanzar despreciando lo que esas palabras significaron en su momento. Quizás, en el fondo, la justicia consiste justamente en esa complicada tarea de buscar equilibrios: aprender del pasado, sin dejar que ese mismo pasado nos deje atrapados, inmóviles, en medio del camino.
En este sentido, resulta imprescindible subrayar que Barrett ha explorado en profundidad las contradicciones y desafíos que rodean al complejo tema de los precedentes en sus reflexiones académicas. En un artículo escrito en 2016 junto al académico John Copeland Nagle, ella misma reconoce, con una franqueza que despierta inquietud, que “la adhesión estricta al originalismo podría exigir consecuencias tan extremas como el desmantelamiento completo del estado administrativo, la invalidación del papel moneda e incluso la revocación de una decisión histórica y profundamente simbólica como Brown v. Board of Education”. De esta forma, Barrett nos recuerda que la fidelidad absoluta al originalismo, lejos de ser inocua, podría sacudir radicalmente no solo el derecho, sino también las certezas más básicas sobre las cuales hemos construido nuestra convivencia social23.
En ese mismo artículo, Barrett admite con sensata cautela que hay ciertas decisiones del pasado que “ninguna persona seria se atrevería a revertir, aun sabiendo que podrían estar erradas. Con ello parece reconocer, quizá implícitamente, la responsabilidad profunda que acompaña la labor del juez originalista: entender que, en ocasiones, mantener ciertas decisiones equivocadas puede ser menos peligroso que deshacerlas. Barrett sugiere así, con sutil equilibrio, que la fidelidad al originalismo no debe confundirse jamás con una rígida imprudencia capaz de desmantelar toda estabilidad jurídica en nombre de la pureza doctrinal24.
Así, en el citado ensayo de 2017, Barrett plantea con ingeniosa prudencia una serie de estrategias mediante las cuales una Corte Suprema de tendencia originalista podría evitar desatar tormentas de incertidumbre en el sistema legal. Dado que la Corte posee una “jurisdicción discrecional”, es decir, la libertad de elegir cuidadosamente qué preguntas responder, Barrett propone con sutileza una táctica sencilla pero eficaz: abstenerse, por ejemplo, de aceptar casos que pretendan reabrir heridas históricas profundas como la legalización de la segregación escolar o la inconstitucionalidad del dólar. Con esta sugerencia, Barrett no solo reconoce la complejidad práctica de aplicar el originalismo, sino que también reafirma, con sus propias palabras, que esta corriente entiende el texto constitucional como poseedor de un significado preciso y autoritativo: aquel que fue comprendido públicamente en el momento mismo en que la Constitución fue ratificada.
XIII. Gravedad de revisión de algunas doctrinas arraigadas desde una postura originalista.
Sin duda alguna, existe mucho más en juego de lo que podría parecer a primera vista si una Corte Suprema originalista decidiera abandonar la moderación aconsejada por la jueza Barrett. La historia reciente ofrece señales inquietantes: el juez Clarence Thomas, aferrado al rigor del originalismo, ha sugerido con notable firmeza que la Corte debería volver sobre sus pasos y reconsiderar doctrinas que, en otro tiempo, sirvieron para invalidar leyes federales destinadas a proteger a los niños del trabajo infantil. Así, la fidelidad al significado original podría significar, paradójicamente, un viaje en el tiempo hacia épocas que creíamos haber superado, reabriendo viejas heridas y debates que marcaron dolorosamente nuestro pasado colectivo25.
A veces se percibe que la justicia, como nosotros mismos, tiene esa extraña manía de regresar a lugares que creíamos superados, como quien vuelve obstinadamente a releer una carta antigua que ya no dice nada nuevo. Es una preocupación legítima, casi una tristeza, imaginar que pudiéramos retomar discusiones que por suerte habían quedado sepultadas en esa especie de prehistoria jurídica, en ese olvido sano que surge cuando la sociedad avanza y aprende de sus propios errores. ¿Qué sentido tendría, después de tanto camino recorrido, volver a preguntar si los niños tienen derecho a jugar en lugar de trabajar, o si algunos seres humanos merecen menos dignidad que otros? Es cierto que revisar el pasado puede ayudarnos a no cometer los mismos errores, pero cuidado: la memoria también puede convertirse en una trampa. Porque ciertas heridas, ciertas dudas, ciertas discusiones, son mejores dejarlas dormir en paz bajo la tierra fértil de lo aprendido.
En efecto, el originalismo, aplicado sin mesura ni prudencia, nos pone frente a riesgos demasiado grandes como para ignorarlos. Cuando observamos detenidamente la postura del juez Clarence Thomas, aparece con inquietante claridad hasta qué punto una interpretación estricta y literal del pasado puede convertirse en una peligrosa nostalgia jurídica. Thomas ha llegado a sugerir, aferrado al ideal originalista, que la Corte Suprema debería volver sobre viejas doctrinas que antaño sirvieron para derribar leyes federales destinadas a proteger a los niños del trabajo infantil. Este ejemplo, simple pero estremecedor, nos recuerda que interpretar la Constitución únicamente a través de la lupa del “significado original” que tuvo en tiempos lejanos puede obligarnos, quizá sin pretenderlo, a despertar fantasmas que creíamos desterrados para siempre26.
Con toda seguridad, cabe señalar que restablecer esas doctrinas podría llevar a decisiones que desmantelen protecciones sociales y laborales ampliamente aceptadas y consideradas necesarias en la actualidad. Las leyes federales sobre el trabajo infantil, por ejemplo, surgieron en respuesta a abusos históricos y representan un consenso social sobre la necesidad de proteger a los menores de condiciones laborales peligrosas y explotadoras.
Sin embargo, desde una perspectiva estrictamente originalista podría argumentarse que, en los días lejanos de los fundadores, la regulación federal del trabajo infantil no era considerada una atribución legítima del poder central y, por ende, esas leyes deberían ser invalidadas hoy si fuéramos coherentes con ese enfoque. Precisamente, la inquietante posibilidad de desmantelar estas protecciones esenciales en nombre del originalismo deja al descubierto una profunda fractura: aquella que separa la fidelidad histórica de las necesidades vitales de nuestro presente. Cabe señalar que, si la Corte Suprema eligiera transitar por esta senda sin moderación alguna, Estados Unidos podría verse frente a un penoso retroceso en derechos que hoy consideramos irrenunciables. Peor aún, todo indica que jueces como Thomas difícilmente se abstendrían de sus convicciones por el solo hecho de que la mayoría de los ciudadanos rechace con inquietud o tristeza las consecuencias de sus decisiones27.
Imagino, con cierta inquietud en el pecho, cómo sería volver al origen absoluto, al día en que las palabras quedaron estampadas en el papel, detenidas para siempre en su tiempo como insectos atrapados en ámbar. Y pienso: ¿acaso nuestra Constitución no fue escrita, precisamente, para vivir, para respirar, para crecer al mismo ritmo que nosotros mismos? Si de repente alguien dijera que hay que interpretar todo tal y como lo entendían aquellos que vivieron hace más de un siglo y medio, quizá comenzaríamos a despertar fantasmas que creíamos dormidos, a desandar caminos que tanto esfuerzo costó recorrer, a deshacer conquistas que ya forman parte de nuestra identidad colectiva. ¿Volveríamos acaso a discutir la igualdad entre hombres y mujeres, los derechos de quienes habitan nuestros márgenes, o el sentido profundo de la democracia? ¿Retrocederíamos con nostalgia hacia un pasado donde, tal vez, no todos éramos iguales frente a la ley, ni teníamos voz para decidir nuestro destino? Porque una Constitución no es solo letra muerta; es sobre todo un corazón vivo, latiendo al compás de cada generación que viene después. Intentar encadenarla al pasado lejano sería como encerrar a un pájaro en una jaula estrecha: se pierde su vuelo, se pierde su canto, y lo que nos queda es apenas un eco triste, la sombra de una justicia que ya no sirve para los tiempos que vivimos.
De todo lo expresado resulta que el originalismo potencialmente otorga a los jueces —o al menos a los magistrados de la Corte Suprema— una enorme discreción para decidir si modificar o no principios jurídicos fundamentales que a pocos estadounidenses les interesaría ver sin resolver.
XIV. Las tres etapas del originalismo en la jurisprudencia de los Estados Unidos. Del originalismo progresista al conservador.
En la actualidad, el originalismo se asocia frecuentemente con los conservadores políticos. Durante los años 70, académicos conservadores como Robert Bork28 adoptaron el originalismo para criticar las decisiones liberales de la Corte Suprema bajo el juez presidente Earl Warren. El juez Antonin Scalia29, un ícono conservador, se convirtió durante décadas en el defensor más destacado del originalismo30. Hoy, en la Corte Suprema, los jueces conservadores Clarence Thomas, Neil Gorsuch y Amy Coney Barrett, quien se unió a la Corte en 2020, son los principales abanderados del originalismo. Másdurante gran parte del siglo XX, el defensor más prominente de los argumentos textuales e históricos que caracterizan al originalismo moderno fue el juez Hugo Black, un liberal nombrado por Franklin Roosevelt.
En ese estado de cosas, procede consignar que el originalismo ha evolucionado a lo largo de las décadas, y estas transformaciones han generado diferencias metodológicas entre las diversas “oleadas” de esta teoría interpretativa. Uno de los exponentes tempranos de esta corriente, el juez Hugo Black, centraba su enfoque en el “propósito original” de la Constitución. Esto significaba que su interés principal radicaba en las intenciones de quienes redactaron y aprobaron el texto constitucional, buscando interpretar sus disposiciones de acuerdo con lo que los autores pretendían lograr con ellas. En contraste, los originalistas modernos, como Amy Coney Barrett y Clarence Thomas, ponen más énfasis en el “significado público original”.
No cabe duda alguna que estas diferencias metodológicas, aunque sutiles, tienen un impacto significativo. Por de pronto, el enfoque de Hugo Black podría describirse como más flexible, habida cuenta de que consideraba las intenciones y contextos de los redactores al interpretar la Constitución, mientras que el originalismo moderno, adoptado por jueces contemporáneos, en rigor de verdad busca restringir aún más la interpretación al significado textual tal como lo entendía la sociedad en el momento de su redacción31.
En ese estado de cosas, procede señalar que, a lo largo del siglo pasado, el originalismo experimentó tres grandes oleadas. La primera, liderada por Hugo Black, buscaba contrarrestar los esfuerzos de jueces conservadores por bloquear legislación progresista, como las leyes del New Deal. La segunda, encabezada por figuras como Antonin Scalia a partir de los años 80, surgió como una reacción contra decisiones como Roe v. Wade (1973), que eran celebradas por los liberales y rechazadas por los conservadores. La tercera ola, también arraigada en el conservadurismo jurídico, se distingue de la visión más restringida del rol judicial que Scalia defendía en los años 80. Liderados por jueces como Clarence Thomas y Neil Gorsuch32, los originalistas de esta tercera ola se muestran más cómodos con el ejercicio del poder judicial y están dispuestos a usarlo para transformar significativamente el derecho33.
XV. El originalismo keynesiano. El juez Hugo Black y el originalismo de primera ola.
En las sombras del sur profundo, donde el algodón susurraba secretos al viento y los cipreses guardaban memorias de un tiempo fracturado, emergió Hugo Black, un hombre tejido de contradicciones. Alabama, con su tierra roja y su historia manchada, lo vio nacer y lo moldeó en sus primeros años como un hijo del Klan, un eco de túnicas blancas que resonaban en las noches sin luna.
En 1923, Black se arrodilló ante el Ku Klux Klan, no por devoción, sino por pragmatismo, un pacto sellado en la ambición de un joven abogado que soñaba con el Senado. El Gran Dragón, con su voz de trueno y su cetro invisible, lo alzó en hombros, y los condados de Alabama, donde el Klan reinaba como un rey sin corona, le entregaron su victoria en márgenes que aún resuenan en los anales de la historia34.
Así y todo, el destino, ese tejedor caprichoso, tenía otros hilos en su rueca. Nombrado a la Corte Suprema en 1937, Black se despojó de las sombras del pasado como quien deja caer una capa raída. Allí, en el mármol frío de la justicia, su pluma se volvió espada, cortando las cadenas de la segregación y alzando la voz de los silenciados. En Brown v. Board of Education, su voto fue un relámpago que quebró la noche de la desigualdad, y en cada fallo, desde las libertades de expresión hasta los derechos de los marginados, se redimió, o al menos lo intentó, ante los ojos de un país que lo juzgaba35.
En efecto, Black dejó atrás gran parte de ese pasado suyo, tan difícil y empecinado en discriminar, cuando llegó a la Corte Suprema. Tal vez haya sido el tiempo, que suele desgastar incluso los prejuicios más tercos, o quizá la vida misma que enseña con silencios y desengaños. Lo cierto es que Black se sumó, sin titubeos visibles, a aquella decisión histórica de la Corte en el caso Brown, como quien entiende finalmente que la justicia no tiene color ni raza, solo dignidad.
Roosevelt, por su parte, cargaba su indiferencia frente a lo racial como si fuera un peso leve, una mera sombra que no perturba pero tampoco ayuda36. Con toda certeza, no había nombrado a Black en aquel lejano 1937 pensando en grandes batallas morales ni esperanzas renovadoras. En ese caso no hubo en Roosevelt ninguna agenda racial secreta ni explícita, solo pragmatismo, solo política; eligió al exsenador de Alabama porque así era el juego de la época, de estrategias y equilibrios, donde la ética, a veces, no entraba siquiera por la puerta trasera37.
En efecto, el verdadero propósito de Franklin D. Roosevelt era proteger al New Deal de las emboscadas judiciales. Ocurrió que desde fines del siglo XIX la Corte Suprema se había empeñado en dictar fallos que limitaban, una y otra vez, la capacidad del gobierno para poner algo de justicia en la economía, especialmente allí donde se trabajaba. Así, con una frialdad difícil de entender, los jueces invalidaron leyes que prohibían el trabajo infantil, rechazaron normas sobre el salario mínimo, dejaron a los trabajadores sin esa elemental defensa que es el derecho a formar sindicatos, y hasta anularon aquella ley que impedía que los dueños de panaderías explotaran sin medida a sus empleados. Era, en suma, una justicia empeñada en mantenerse lejos de las necesidades humanas, como si lo importante fuera cuidar números y no vidas, cálculos y no rostros38.
A esta época se la suele denominar la “ era Lochner ”, en honor a la decisión de la Corte Suprema en el caso Lochner v. Nueva York (1905), una decisión que hoy en día es considerada “desacreditada” incluso por jueces conservadores como Thomas y el presidente del Tribunal Supremo John Roberts39.
En efecto, la era Lochner en la jurisprudencia estadounidense fue un periodo en el que la SCOTUS utilizó la Enmienda 14 de una manera que permitió la expansión de derechos contractuales individuales, lo que limitó la capacidad del gobierno para intervenir en asuntos laborales. La Enmienda 14 establece que ningún estado puede privar a una persona de su “libertad” sin el “debido proceso legal”, y la Corte interpretó este “debido proceso” como una “libertad de contrato”, es decir, el derecho de las personas a establecer contratos sin interferencia gubernamental40.
Está a la vista que este argumento resultó tendencioso porque, bajo esta interpretación, muchas regulaciones laborales diseñadas para proteger a los trabajadores fueron declaradas inconstitucionales. La Corte consideró que estas regulaciones violaban el derecho a la “libertad de contrato”, limitando así la posibilidad del gobierno de intervenir en contratos laborales que resultaban explotadores o perjudiciales para los trabajadores. Así, en lugar de proteger a los ciudadanos más vulnerables, esta interpretación de la Enmienda 14 fue utilizada para justificar condiciones de trabajo precarias y para invalidar leyes sobre salarios mínimos, jornadas laborales, y otras regulaciones fundamentales.
Cabe señalar que esta era jurisprudencial finalmente perdió fuerza cuando la Corte reconsideró el enfoque en la década de 1930, permitiendo al gobierno regular más activamente las condiciones laborales en beneficio del bienestar social.
En conclusión, cabe hacer notar que el juez Hugo Black fue claro sobre su misión en la Corte Suprema y el papel que el presidente Franklin D. Roosevelt le había encomendado. Nombrado para contrarrestar las tendencias de la era Lochner, Black explicó en 1967: “Por eso llegué a la Corte. Estaba en contra de usar el debido proceso para imponer las opiniones de los jueces sobre el país. Todavía lo estoy. No confiaría en jueces con ese tipo de poder y los Fundadores tampoco confiaban en ellos”. Precisamente, con esta declaración, Black subrayó su rechazo a la idea de que el poder judicial utilizara el “debido proceso” para dictar políticas y limitar la capacidad del gobierno para intervenir en la economía y proteger el bienestar social41. En su visión, los jueces no deben tener el poder de anular leyes basándose en sus opiniones personales, una postura que consideraba alineada con la intención de los fundadores de la Constitución. Black defendía una interpretación de la Constitución que respetara las decisiones del poder legislativo y limitara la intervención judicial en temas económicos, una posición enmarcada en el deseo de restaurar el papel del gobierno en la regulación de la economía y en la protección de los trabajadores42.
Así y todo, Black no era un defensor monolítico de la moderación judicial. Al contrario, podía ser bastante agresivo cuando creía que el texto de la Constitución y su historia exigían tal agresión. De hecho, es probable que haya hecho más por ampliar el alcance de la Carta de Derechos que cualquier otro juez en la historia de Estados Unidos43. Sucedía que, antes de que Black se uniera a la Corte Suprema, se entendía que la mayor parte de la Carta de Derechos se aplicaba únicamente al gobierno federal . Ya que, en efecto, los estados tenían libertad para violar la mayoría de estos derechos. Uno de los principales proyectos de Black en la Corte Suprema —un proyecto que tuvo un gran éxito— fue hacer que toda la Carta de Derechos fuera aplicable a los estados44.
En ese sentido, en su opinión disidente en el caso Adamson v. California (1947), el juez Hugo Black defendió una interpretación de la Decimocuarta Enmienda basada en su “propósito original”. Según Black, este propósito era claro: “extender a todos los habitantes de la nación la protección completa de la Declaración de Derechos45”. Para él, la Decimocuarta Enmienda no solo se trataba de garantizar el debido proceso, sino de aplicar las protecciones de la Declaración de Derechos a nivel estatal, asegurando que los derechos fundamentales fueran respetados en todos los niveles de gobierno.
Precisamente, Black veía en esta enmienda una herramienta esencial para proteger los derechos individuales de la interferencia estatal, y su interpretación buscaba cerrar cualquier brecha entre los derechos federales y estatales. Con toda firmeza, esta postura refleja su firme creencia en que el alcance de las libertades constitucionales debía ser amplio y uniforme en toda la nación, ofreciendo una protección robusta contra cualquier forma de abuso, ya fuera estatal o federal. Así, para Black, impedir que la Corte Suprema incorporara nuevos derechos no escritos en la Constitución y garantizar que los derechos explícitamente establecidos en la Carta de Derechos se aplicaran con firmeza eran el mismo proyecto. “Sostener que esta Corte puede determinar qué disposiciones de la Carta de Derechos, si las hay, se aplicarán y, de ser así, en qué medida, es frustrar el gran diseño de una Constitución escrita”, escribió Black en Adamson .
Puede vislumbrarse, en consecuencia, que el juez Black fue un defensor del “incorporacionismo total”, una doctrina que proponía que todas las garantías de la Declaración de Derechos se aplicaran a los estados a través de la cláusula de debido proceso de la Decimocuarta Enmienda. Ciertamente esta mirada contrastaba con la práctica prevalente en la Corte Suprema de aplicar selectivamente ciertas protecciones federales a los estados. Black creía que una aplicación completa era esencial para asegurar que los derechos fundamentales no fueran vulnerados por las legislaciones estatales46.
Al mismo tiempo, en su disidencia, Black criticó el uso del “derecho natural” como base para decisiones judiciales, argumentando que este enfoque otorgaba a los jueces un poder excesivo para imponer sus propias interpretaciones subjetivas de la Constitución. Sostenía que adherirse al significado original y explícito de la Constitución era fundamental para mantener la integridad del sistema legal y evitar la arbitrariedad judicial. El texto de la Constitución, y el “propósito original” de ese texto, deben limitar a los jueces. Eliminar esa limitación corre el riesgo de caer en el lochnerismo. Y Black insistiría en esas limitaciones incluso cuando se enfrentara a leyes que le pareciera odiosas. Así, en Griswold v. Connecticut (1965), por ejemplo, la Corte anuló una ley estatal que impedía a las parejas casadas utilizar métodos anticonceptivos, sosteniendo que la Constitución protege un “derecho a la privacidad” de dichas parejas que no se menciona explícitamente en el texto del documento fundacional. La opinión disidente de Black en Griswold no mostró ningún aprecio por la ley anticonceptiva de Connecticut. “La ley es tan ofensiva para mí como lo es para mis hermanos de la mayoría”, escribió Black en su opinión disidente47. Pero el hecho de que la ley le pareciera ofensiva no fue suficiente para invalidar el texto de la Constitución. “El Tribunal habla de un ‘derecho a la privacidad’ constitucional como si existiera alguna disposición constitucional que prohibiera aprobar leyes que pudieran limitar la ‘privacidad’ de los individuos”, reprendió Black a sus colegas. “Pero no es así”.
XVI. El juez Robert Bork, el juez Antonin Scalia y el originalismo de segunda ola.
La segunda ola de originalistas se diferenciaba de Black en que eran en gran medida conservadores políticos, pero compartían muchas de las críticas de Black a las decisiones que incorporaban derechos no enumerados en la Constitución. De hecho, los originalistas de la segunda ola a menudo se presentaban como defensores de la democracia, protegiendo el poder de las legislaturas electas para elaborar políticas que jueces no electos podrían considerar objetables. “Un tribunal que toma decisiones de valores en lugar de implementarlas” hechas por funcionarios electos “no puede conciliarse con los presupuestos de una sociedad democrática”, escribió el futuro juez y fracasado candidato a la Corte Suprema Robert Bork en un influyente artículo de una revista jurídica de 197148. Es que para Bork, la Corte liberal de Warren —que desplazó la ley significativamente hacia la izquierda durante los años 1950 y 1960— había cometido el mismo pecado que cometieron los conservadores en la era de Lochner : había sustituido la voluntad del pueblo por sus propios valores. En particular, Bork argumentaba que al tomar decisiones basadas en consideraciones morales o principios implícitos que no estaban expresamente escritos en la Constitución, la Corte estaba usurpando el proceso democrático y actuando fuera de sus límites constitucionales. Uno de los casos que Bork usó para ilustrar este punto es Griswold v. Connecticut (1965), en elcual la Corte Suprema decidió que la Constitución protege un derecho a la privacidad implícito, algo que no está mencionado explícitamente en el texto. En este caso, la Corte anuló una ley de Connecticut que prohibía la venta de anticonceptivos, sosteniendo que el derecho a la privacidad en el matrimonio era fundamental y estaba implícito en las “zonas de privacidad” creadas por las primeras enmiendas de la Constitución. Para Bork, esta decisión era problemática porque, según él, la Constitución no ofrece una orientación explícita sobre el derecho a la privacidad en estos términos. Al establecer un derecho implícito que no estaba en el texto, la Corte, en su opinión, estaba tomando decisiones basadas en sus propias ideas sobre la moral y la ética, en lugar de interpretaciones estrictas del texto constitucional49.
Al respecto, Bork argumentaba que esto equivalía a un “golpe de estado limitado” porque, en lugar de respetar el proceso democrático y las leyes aprobadas por los representantes del pueblo, la Corte estaba imponiendo sus propias preferencias morales como si fueran leyes vinculantes para la nación.
En efecto, para Bork, cuando un tema no está claramente abordado en la Constitución, corresponde al pueblo, a través de sus representantes y mediante el proceso legislativo, decidir sobre estos asuntos. Él creía que los jueces no deberían actuar como árbitros morales y que, al hacer eso, estaban debilitando la democracia al socavar la autoridad de las leyes y el juicio de la comunidad expresado a través de estas. Esta perspectiva de Bork era parte de su visión originalista del constitucionalismo: sostenía que los jueces deben interpretar la Constitución conforme al significado que sus palabras tenían en el momento en que fue escrita, sin inferir derechos o principios no explícitos en el texto.
Va de suyo que la crítica de Bork al activismo judicial de la Corte Warren refleja un debate que sigue vigente en el derecho constitucional: el conflicto entre el “originalismo”, que defiende una interpretación literal y restrictiva de la Constitución, y el “constitucionalismo vivo” o progresista, que sostiene que el documento debe interpretarse de manera flexible y adaptarse a las nuevas realidades sociales. Para Bork, el segundo enfoque equivale a una imposición de valores que no han sido aprobados democráticamente, lo que socava la legitimidad de la Corte y del sistema democrático en su conjunto.
Antonin Scalia, uno de los principales defensores del originalismo, consideraba que la interpretación flexible de la Constitución era peligrosa, especialmente cuando se trataba de decisiones judiciales que creaban derechos implícitos no mencionados explícitamente en el texto. Como se apuntaló, en el caso de Roe v. Wade (1973), la Corte Suprema invocó la “cláusula de debido proceso” de la 14.ª Enmienda para establecer un derecho a la privacidad que incluía el acceso al aborto50. Para Scalia, esto representaba un ejemplo claro de activismo judicial: los jueces estaban utilizando términos ambiguos de la Constitución para justificar decisiones basadas en sus propias opiniones y valores, en lugar de atenerse al significado original del texto51.
Al respecto, Scalia argumentaba que esta interpretación flexible usurpaba el papel de los votantes y sus representantes, quienes deberían ser los responsables de tomar decisiones sobre cuestiones morales y sociales complejas como el aborto. Según él, la labor de la Corte Suprema no era “inventar” derechos que no estaban explícitamente escritos en la Constitución, sino proteger los derechos que los fundadores habían definido claramente52.
En ese orden de ideas, Scalia enfatizó que el problema con decisiones como Roe no era que él estuviera en desacuerdo con el criterio político subyacente (aunque no hay duda de que Scalia personalmente se oponía al aborto). Más bien, Scalia se presentó como el defensor de la democracia. “Tanto si piensas que prohibir el aborto es bueno como si piensas que prohibir el aborto es malo”, dijo Scalia en una entrevista de 2012, “independientemente de tu opinión al respecto, mi único punto es que la Constitución no dice nada al respecto53”.
Como subyace, el originalismo promovido por el juez Scalia surgió como una reacción al activismo judicial de la Corte Warren (1953-1969). Durante este período, la Corte adoptó decisiones que ampliaron significativamente los derechos civiles y libertades individuales, basándose en interpretaciones más flexibles de la Constitución. Scalia y otros originalistas criticaron este enfoque, argumentando que los jueces estaban imponiendo sus propias preferencias en lugar de adherirse al significado original del texto constitucional. En particular, Scalia sostenía que la Constitución debía interpretarse según el entendimiento que tenía en el momento de su adopción, evitando así que los jueces introdujeran cambios basados en valores contemporáneos. Así las cosas, la crítica de Scalia al activismo de la Corte Warren se centraba en decisiones que, según él, carecían de fundamento en el texto constitucional.
XVII. El juez Clarence Thomas, el juez Neil Gorsuch y el originalismo de tercera ola.
La visión de Antonin Scalia y Robert Bork sobre el originalismo se consolidó en un contexto de profundo cambio en el poder judicial de Estados Unidos. Durante la época en que ambos empezaron a formarse y a desarrollar sus ideas, la Corte Suprema estaba dominada por el enfoque progresista de la era de la Corte Warren, que incluyó decisiones clave en temas de derechos civiles, libertades individuales y una interpretación expansiva de la Constitución. Las decisiones de esa época, como Brown v. Board of Education, que puso fin a la segregación en las escuelas, y Miranda v. Arizona, que estableció derechos procesales para los acusados, simbolizaban una Corte dispuesta a adaptar el texto constitucional a los valores de justicia y equidad del siglo XX54.
Para Scalia y Bork, sin embargo, estas decisiones reflejaban un activismo judicial que, en su opinión, contradecía el papel original de la Corte. Como se comentó, ambos consideraban que la función de los jueces era interpretar la Constitución tal como fue concebida, no actualizar sus principios para adaptarlos a los valores contemporáneos. Desde su perspectiva, la Constitución no era un “documento viviente” que cambiaba con los tiempos, sino un texto con un significado específico y fijo, que solo podía ser alterado formalmente a través de enmiendas. Precisamente esta concepción era en parte una respuesta a lo que percibían como una invasión del poder judicial en el ámbito de la política, un espacio que ellos consideraban propio del legislador y de los representantes elegidos democráticamente55.
Téngase presente que, cuando Scalia llegó a la Corte Suprema en 1986, la institución estaba en un período de transición. Aún había remanentes de las influencias progresistas, pero los conservadores estaban comenzando a consolidarse. Scalia, conocido por su estilo elocuente y su capacidad de argumentación, promovió una interpretación originalista que buscaba frenar la tendencia de la Corte a reconocer derechos implícitos, como el derecho a la privacidad en el caso Griswold v. Connecticut o el derecho al aborto en Roe v. Wade. Para él, estos derechos no estaban explícitamente mencionados en la Constitución, y su reconocimiento por parte de la Corte representaba una extralimitación judicial56.
Bork nunca alcanzó el asiento de terciopelo y roble de la Corte Suprema, pero su sombra se extendió igualmente larga y profunda sobre la teoría constitucional. Su nominación en 1987 fue como abrir la caja de Pandora, desatando un vendaval de polémicas y pasiones dormidas en el corazón de la nación. Aquella batalla pública dejó al descubierto sus convicciones más arraigadas: defendía con pasión que los jueces debían ser austeros guardianes de la ley escrita, no creadores de nuevos horizontes morales o aventureros exploradores de derechos escondidos entre las líneas del texto constitucional.
En efecto, para Bork, interpretar la Constitución era un ejercicio de humildad, casi religioso en su rigor. La misión del juez, según él, no era reinventar ni adornar el documento con las tendencias pasajeras de su época, sino más bien revelar y custodiar fielmente las intenciones originales, esas palabras susurradas hace siglos por los padres fundadores, que él imaginaba nítidas y claras, inmutables como piedras antiguas. Observaba con preocupación el legado de la Corte Warren, a la que acusaba de haber cruzado esa frontera invisible que separa la prudencia judicial del activismo político. A sus ojos, aquella Corte había jugado peligrosamente a ser legisladora, usurpando decisiones que pertenecían, por derecho propio, a los representantes electos del pueblo.
Así, aunque la historia lo recuerda por aquel nombramiento frustrado, su voz continuó resonando como eco persistente, influyendo en generaciones enteras de juristas y políticos. Bork se convirtió en un símbolo paradójico de derrota y triunfo, porque al final, pese a haber sido rechazado en las puertas del poder, su pensamiento originalista se incrustó en la médula misma del debate constitucional estadounidense, con la fuerza irreprimible de las ideas destinadas a sobrevivir a su autor57.
Es por ello que, con el devenir, el originalismo de segunda ola que promovieron Scalia y Bork se convirtió en un enfoque predominante entre los jueces conservadores, dando lugar a una Corte que, en décadas recientes, ha revertido o limitado varios de los avances de la era Warren. Esta visión ha influido en decisiones recientes, como Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization en 2022, que revocó el precedente de Roe v. Wade, eliminando el derecho constitucional al aborto y devolviendo el tema a los estados. Seguramente en esta decisión resulta reflejadas las ideas de Scalia y Bork respecto de que la Corte no debe crear derechos donde el texto constitucional no los menciona explícitamente, sino respetar el proceso democrático58.
Claramente el originalismo de segunda ola enfatizaba la moderación judicial como un principio fundamental. Para sus adherentes, el papel de los jueces debía ser limitado y respetuoso del proceso democrático, evitando imponer valores personales o contemporáneos sobre el texto constitucional. Precisamente, la moderación judicial, en este contexto, implicaba que los tribunales debían abstenerse de “hacer política” desde el estrado y, en cambio, adherirse estrictamente al significado original de la Constitución. En lugar de reinterpretar el texto para adaptarse a los tiempos modernos, el originalismo de segunda ola promovía la idea de que cualquier cambio en los derechos fundamentales debía provenir del proceso legislativo, en manos de los representantes electos del pueblo, y no a través de la intervención judicial.
En palabras más cercanas, resulta que había una vez unos jueces que tenían muchas ganas de inventar derechos nuevos, como si fueran magos sacando palomas y conejos de una galera. Decidían que el mundo había cambiado mucho, y que la Constitución, aunque muy vieja y sabia, tenía que aprender nuevas canciones, distintas a las que habían escrito sus antiguos creadores. Esos jueces, un poco soñadores, un poco rebeldes, dibujaban caminos nuevos sin pedir permiso a nadie, como chicos traviesos que deciden solos las reglas del juego. Pero después vinieron otros jueces, supuestamente más serios y un poco cascarrabias, que dijeron que no estaba bien cambiar tan alegremente las reglas escritas por los padres fundadores del país. Para ellos, la Constitución era como una canción antigua y hermosa que debía cantarse siempre igual, con las mismas notas que habían pensado aquellos viejos músicos de hace tanto tiempo. A esto lo llamaron “originalismo de segunda ola”. La melodía original no debía tocarse ni cambiarse, decían ellos, sino respetarse siempre, nota por nota, tal como se había compuesto desde el principio. Estos jueces pedían algo muy importante: que hubiera moderación judicial, es decir, que los tribunales no actuaran como reyes o como sabios que todo lo saben, sino como humildes guardianes del texto. Decían que los jueces tenían que ser cuidadosos y prudentes, y que, si alguien quería cambiar los derechos, debía hacerlo por medio de leyes votadas por los representantes que había elegido el pueblo con sus votos y sus sueños, y no por decisión de jueces que nadie había votado jamás.
El originalismo, en palabras de Antonin Scalia, representaba la barrera que preserva los derechos individuales de ser moldeados o alterados al capricho de los tiempos. Para Scalia, la Constitución es algo sagrado, un documento queno puede reinterpretarse a voluntad; sus palabras son fijas, sus principios, inamovibles. En su visión, si una disposición ya no refleja las demandas actuales, el único camino verdaderamente democrático es la enmienda formal, no una reinterpretación flexible que otorgue a los tribunales un poder excesivo sobre la voluntad de los ciudadanos. Desde su perspectiva, permitir que los jueces transformen el significado de la Constitución sería, en su opinión, una amenaza a la esencia misma de la democracia59.
En consecuencia, la postura examinada revela una paradoja en su actitud hacia la democracia. De hecho, Scalia creía firmemente en la importancia de que las leyes fueran decididas por el pueblo y sus representantes electos, pero también en la necesidad de una Constitución rígida que ponga freno al gobierno de la mayoría. ¿Cómo puede alguien defender tan vehementemente la democracia y, a la vez, abogar por una Constitución que no ceda ante los cambios de opinión pública? Para Scalia, la respuesta radicaba en el equilibrio: proteger ciertos derechos fundamentales contra el vaivén de las mayorías mientras se permite a la democracia funcionar en otras áreas.
En sus propias palabras y en sus escritos, Scalia dejaba claro que el originalismo es la única teoría que verdaderamente respeta la democracia. Limitar el poder de los jueces para decidir lo que la Constitución debería decir, en lugar de lo que realmente dice, era para él el mayor acto de respeto hacia la voluntad popular. En consecuencia, si bien su postura puede parecer rígida, él la veía como una defensa apasionada de los derechos individuales y de un sistema donde los ciudadanos pueden tomar decisiones significativas sin la constante intervención de una Corte que interprete y reinterprete según los tiempos.
Así las cosas, cabe destacar que Neil Gorsuch llegó a la Corte Suprema en un momento histórico singularmente diferente al que enfrentaron precursores del originalismo como Antonin Scalia. De hecho, la llegada de Gorsuch marcó el inicio de una etapa de consolidación ideológica y jurisprudencial conservadora en el tribunal, reflejo de un cambio profundo en el contexto político y cultural estadounidense. Bien puede contemplarse que, mientras que Scalia emergió como defensor combativo del originalismo en una época marcada por la influencia decisiva del liberalismo judicial —especialmente a partir del legado perdurable de la Corte Warren—, Gorsuch llegó en un contexto muy distinto: no se presentó como un juez destinado a la resistencia o la disidencia filosófica, sino como hacedor de una nueva mayoría judicial conservadora. En este sentido, Scalia fue pionero en tiempos difíciles, enfrentando una hegemonía intelectual y política distinta a la suya, en tanto que Gorsuch asumió su judicatura en tiempos más favorables a la agenda originalista y textualista, tras décadas de debates profundos en la judicatura y en la sociedad60.
El simbolismo temporal se vuelve más relevante al notar que Gorsuch se graduó de la facultad de derecho en 1991, el mismo año en que Clarence Thomas asumió su lugar en la Corte Suprema en reemplazo de Thurgood Marshall, una figura icónica del liberalismo judicial, especialmente reconocido por sus decisivos aportes en la lucha por los derechos civiles. Ese relevo —Thomas por Marshall— fue visto en su momento como un símbolo poderoso del cambio ideológico profundo que comenzaba a abrirse paso en la Corte Suprema. Thomas llegó con una visión radicalmente diferente del papel del juez y de la interpretación constitucional, abrazando también un enfoque originalista firme y riguroso61.
Asimismo, esta circunstancia histórica pone de relieve también la evolución del originalismo como doctrina jurídica. Efectivamente Scalia tuvo que librar batallas ideológicas constantes para establecer la legitimidad intelectual del originalismo frente a un tribunal dominado por interpretaciones más expansivas y liberales, Gorsuch encontró ya ese camino trazado y aceptado, lo que le permitió profundizar en matices y expandir con mayor comodidad la aplicación práctica del originalismo. En otras palabras, Scalia fue el arquitecto de una resistencia doctrinal en tiempos hostiles; Gorsuch, en cambio, se convirtió en el continuador de esa obra doctrinal en un contexto que ya le era favorable62.
Durante su carrera, Gorsuch ha visto cómo la Corte Suprema se ha desplazado hacia la derecha, estableciendo un enfoque más rígido en la interpretación constitucional y limitando la expansión de ciertos derechos a través de interpretaciones menos flexibles. Este entorno ha permitido a Gorsuch adoptar y fortalecer una postura originalista y textualista sin las mismas tensiones que enfrentaron los originalistas de generaciones anteriores. Su llegada en una era de mayor estabilidad conservadora le ha permitido abrazar el originalismo sin la necesidad de posicionarse en reacción a una Corte predominantemente liberal, consolidando su filosofía jurídica en una Corte donde sus perspectivas encuentran mayor respaldo63.
En efecto, mientras que Scalia experimentó el dolor de ver a la Corte Suprema dictar sentencias como Roe v. Wade , la generación de abogados conservadores de Gorsuch no tuvo que temer que las cortes conservadoras de Rehnquist y Roberts implementaran una amplia agenda política liberal desde el estrado. Inclusive, los conservadores de la generación de Gorsuch se enojaban con la Corte Suprema cuando mostraba moderación judicial, como cuando la Corte confirmó la mayor parte de la ley Obamacare64.
En ese sentido, Gorsuch se ha destacado no solo como juez de la Corte, sino también como uno de los principales exponentes del textualismo contemporáneo, siguiendo los pasos intelectuales y doctrinarios trazados por Scalia. Gorsuch sostiene, con claridad y convicción, que la fidelidad al texto legal es crucial porque delimita estrictamente el rol de los jueces en una democracia constitucional. Para él, respetar el lenguaje escrito en la Constitución y en las leyes no es simplemente una técnica interpretativa, sino un imperativo ético y democrático, antes bien, se trata de asegurar que los jueces permanezcan dentro de su función legítima, evitando imponer sus propios criterios morales o políticos sobre las normas vigentes.
Desde la visión textualista defendida por Gorsuch, la misión del juez es limitada y precisa: aplicar el texto tal como fue promulgado, procurando identificar y respetar la intención original manifestada a través del lenguaje escogido por los redactores. Según Gorsuch, cuando los jueces asumen la tarea de modificar, actualizar o”mejorar” las leyes desde el tribunal, alteran el equilibrio democrático y ponen en peligro el sistema constitucional mismo. En este punto, su perspectiva coincide profundamente con la preocupación originalista planteada por Scalia y otros pensadores afines en orden a que la Constitución y las leyes son fruto del acuerdo democrático, de negociaciones políticas y sociales legítimas realizadas a través del proceso legislativo o de la enmienda formal. Por lo tanto, el juez que interpreta de manera expansiva ocreativa termina asumiendo una tarea que, constitucionalmente, no le corresponde.
Con toda verdad, para Gorsuch, la moderación judicial es clave precisamente porque preserva el poder democrático del pueblo y de sus representantes electos. Su pensamiento enfatiza que cualquier cambio fundamental en la interpretación de los derechos constitucionales debe provenir directamente del pueblo, mediante el poder legislativo y los mecanismos democráticos institucionales, como las enmiendas constitucionales. Bajo su atenta mirada, esta concepción implica, por lo tanto, un profundo respeto por la división de poderes, evitando que los tribunales ejerzan un poder legislativo encubierto o indirecto. Desde su óptica, cada vez que un juez reinterpreta el texto más allá de su lenguaje explícito, está imponiendo sus preferencias personales y reemplazando, silenciosamente, la decisión democrática adoptada por representantes elegidos por el pueblo.
Conforme su leal interpretación, la adhesión estricta al textualismo tiene implicancias prácticas significativa, toda vez que brinda una mayor previsibilidad en la interpretación de las leyes, permitiendo que ciudadanos y legisladores comprendan claramente qué está permitido o prohibido, cuáles son los límites de su conducta, y cuál es exactamente el alcance de sus derechos. Pone de manifiesto que el textualismo reduce la incertidumbre jurídica derivada de reinterpretaciones subjetivas o imprevisibles del poder judicial y argumenta que solo así puede garantizarse la igualdad ante la ley y la estabilidad del sistema jurídico.
En definitiva, Gorsuch no solo promueve una técnica interpretativa, sino que defiende una visión profunda sobre cómo debe funcionar una democracia constitucional. Para él, el textualismo es garantía esencial de la libertad y la democracia, porque asegura que las decisiones más importantes sobre el destino del país sean tomadas directamente por quienes tienen la legitimidad del mandato popular, y no indirectamente desde tribunales alejados de la voluntad ciudadana. De esta manera, Gorsuch representa, en su esencia más pura, la visión textualista como un modo de proteger tanto el Estado de derecho como la democracia misma65.
A estas alturas, nadie puede poner en duda que esta postura tiene implicaciones profundas en cómo Gorsuch aborda casos relacionados con derechos y libertades civiles. Por ejemplo, en decisiones sobre libertad religiosa o regulaciones ambientales, Gorsuch se ha inclinado por interpretaciones estrictas de los textos legales, sin ampliarlos más allá de lo que el lenguaje explícito permite. Para él, el texto es la autoridad definitiva, y cualquier interpretación expansiva que no esté explícitamente permitida por el texto debe evitarse.
Cabe señalar que en su libro A Republic, If You Can Keep It, Gorsuch explica su visión del textualismo y enfatiza la importancia de respetar las palabras del texto como una manera de garantizar la estabilidad y previsibilidad de la ley. Él argumenta que, al adherirse al texto, los jueces protegen a la ciudadanía de decisiones judiciales impredecibles y arbitrarias, y preservan la responsabilidad de los representantes electos para responder a los cambios sociales mediante la legislación, no mediante reinterpretaciones judiciales66.
De alguna manera esta postura ha llevado a Gorsuch a ser visto tanto como un defensor del constitucionalismo rígido como un crítico del “activismo judicial”.
Así y todo, la figura pionera que lidera esta tercera ola es el juez Clarence Thomas. Thomas es, en muchos sentidos, el anti-Hugo Black. Mientras que las opiniones de Black esgrimieron el texto de la Constitución y su historia original como herramientas para abrir paso al New Deal (y más tarde a la Gran Sociedad), Thomas quiere derribar el sólido gobierno federal que hombres como Black abrazaron. Es por ello que, a menudo es visto como una figura opuesta a la del juez Hugo Black. Mientras éste utilizaba la interpretación del texto constitucional y su historia original para apoyar un gobierno federal fuerte y para implementar políticas del New Deal y la Gran Sociedad, Thomas sigue una línea diferente. Para él, el originalismo no solo significa preservar ciertos valores originales, sino también restringir el alcance del poder federal, un enfoque que busca limitar la intervención del gobierno en diversas áreas, en lugar de expandirlo como hizo Black67.
Thomas ha argumentado en favor de un federalismo robusto que devuelva a los estados más autonomía y capacidad de decisión, contraviniendo la visión de Black de un gobierno central fuerte. Esta postura lo ha llevado a defender la reducción de ciertas políticas y regulaciones federales, con la idea de que muchas de estas medidas exceden los poderes otorgados al gobierno federal por la Constitución. La visión de Thomas, en este sentido, es desmantelar las expansiones de poder federal que figuras como Black ayudaron a establecer, con el propósito de restaurar un equilibrio de poderes más cercano al diseño original de los fundadores de la nación68.
Cabe destacar que en el caso United States v.Lopez (1995)69, el juez Thomas sostuvo, con argumentos originalistas, que la disposición de la Constitución que permite al Congreso regular el comercio interestatal no le permite promulgar leyes relativas a “actividades productivas como la industria manufacturera y la agricultura”. Debe llamarse nuevamente la atención respecto de que resulta exactamente el mismo argumento que la Corte utilizó una vez para anular las leyes federales sobre trabajo infantil . En consecuencia, si la Corte Suprema la toma en serio, la opinión de Thomas pondría en peligro una amplia gama de reformas del New Deal y posteriores al New Deal, desde un salario mínimo a nivel nacional hasta protecciones para los trabajadores sindicalizados. De manera similar, en el caso Departamento de Transporte v. Asociación de Ferrocarriles Estadounidenses (2015)70, Thomas argumentó que las agencias federales como el Departamento de Trabajo o la Agencia de Protección Ambiental deberían ser despojadas de su poder para emitir regulaciones vinculantes, argumentando con fundamento originalista que estas agencias no pueden “crear reglas de conducta privada de aplicación general”.
En efecto, adoptar estrictamente la versión originalista más rígida propuesta por el juez Clarence Thomas tendría consecuencias profundas e inmediatas en la capacidad de Estados Unidos para proteger efectivamente el medio ambiente. Va de suyo que la cuestión no se limita solamente al ámbito teórico o doctrinal, sino que impactaría directamente sobre la realidad cotidiana de millones de ciudadanos y, especialmente, sobre la estabilidad jurídica y política del país. Al respecto, téngase presente que la visión originalista de Thomas parte de la idea fundamental de que solo aquellas normas o facultades explícitamente reconocidas en la Constitución o claramente contempladas por la intención original de sus redactores son legítimas y válidas. Desde esta perspectiva estricta, la mayoría de las regulaciones ambientales modernas —incluyendo leyes emblemáticas como la Ley de Aire Limpio (Clean Air Act) o la Ley de Agua Limpia (Clean Water Act)— bien podrían considerarse constitucionalmente ilegítimas, ya que fueron creadas bajo una lógica jurídica y administrativa del siglo XX, basada en una interpretación más flexible y expansiva del poder federal. Por consiguiente, si la Corte Suprema estadounidense decidiera adherirse plenamente a esta interpretación extrema del originalismo defendida por Thomas, el resultado no sería solamente una transformación profunda del derecho ambiental, sino que directamente desaparecería gran parte del marco normativo actualmente vigente. Con toda seguridad, las consecuencias prácticas serían dramáticas, ya que se eliminarían o restringirían significativamente las herramientas legales que han permitido al gobierno federal regular y limitar eficazmente la contaminación del aire, del agua, y proteger ecosistemas críticos en todo el territorio.
No puede ser obviado que la legislación ambiental de Estados Unidos ha dependido en gran medida de la cláusula constitucional sobre comercio interestatal (Interstate Commerce Clause) y de interpretaciones amplias sobre las facultades regulatorias del gobierno federal para proteger bienes públicos fundamentales, como el medio ambiente. Sin embargo, Thomas ha cuestionado explícitamente estas interpretaciones amplias, considerándolas no solo incorrectas, sino directamente contrarias al diseño original de la Constitución.
Desde su perspectiva, la ampliación de la capacidad regulatoria del gobierno federal durante el siglo XX, especialmente tras el New Deal y la Gran Sociedad, constituye un alejamiento radical del pacto constitucional original. Thomas argumenta que la Constitución otorga al gobierno federal únicamente ciertos poderes enumerados, dejando al resto de asuntos bajo jurisdicción exclusiva de los estados71.
Al margen de las cuestiones estrictamente ambientales, esta postura originalista radical plantea interrogantes constitucionales aún mayores, poniendo en riesgo la legitimidad y estabilidad de un siglo entero de legislación social y económica en Estados Unidos. Efectivamente, no solo el derecho ambiental, sino también muchas otras regulaciones federales (en materia laboral, de salud pública, educación o derechos civiles) podrían verse afectadas por esta lógica originalista. Thomas considera que estas facultades regulatorias, al no encontrarse explícitamente en el texto constitucional original, representan una ruptura ilegítima del equilibrio federal original.
No cabe duda que esta visión extrema del originalismo genera una paradoja profunda: mientras intenta proteger lo que considera el equilibrio federal original y, sin embargo, podría simultáneamente causar una grave crisis institucional, debilitando profundamente la capacidad del país para enfrentar desafíos comunes urgentes como el cambio climático, la contaminación industrial o la protección efectiva de los recursos naturales compartidos. En términos prácticos, si la Corte Suprema asumiera plenamente este enfoque radical, podría generarse una situación en la que, para enfrentar desafíos ambientales comunes, Estados Unidos se viera obligado a recurrir continuamente a acuerdos interestatales voluntarios, altamente vulnerables al desacuerdo político, la falta de coordinación o conflictos de intereses económicos locales. Esto llevaría no solo a un debilitamiento dramático de la política ambiental federal, sino también a una vulnerabilidad política considerable frente a grupos económicos locales poderosos, cuyas acciones en un estado podrían fácilmente afectar negativamente a otros estados vecinos.
Así y todo, el tema común que subyace a las tres olas es que el originalismo es una doctrina reaccionaria. No lo digo en el sentido peyorativo de la palabra “reaccionario”, sino en el sentido literal de que el originalismo prospera como reacción a los avances legales que algunos originalistas consideran objetables. Los originalistas pueden ser liberales (como Black), conservadores (como Scalia) o algo parecido al nihilismo (como Thomas). Pero las tres olas de originalismo comparten el deseo de eliminar algo que existió antes, aun cuando los tribunales suelen funcionar según un principio conocido como “stare decisis”, que en latín significa “mantenerse firme en lo decidido72”.
XVIII. El originalismo y el Estado Administrativo.
En la influyente Sociedad Federalista —la sociedad jurídica conservadora enormemente influyente que juega un papel descomunal en la elección de los nominados judiciales del presidente Trump—existe una obsesión con un tema en particular.73
En particular, a partir de la segunda mitad de la administración Obama, las reuniones de la Sociedad Federalista se centraron cada vez más en la disminución del poder de las agencias federales para regular a las empresas y al público, una agenda que debilitaría gravemente leyes fundamentales como la Ley de Aire Limpio y la Ley de Agua Limpia74.
La Sociedad Federalista, una organización influyente en el ámbito jurídico conservador de Estados Unidos, ha sido clave en la elaboración y promoción de ideas que buscan limitar la intervención del gobierno federal, especialmente en el ámbito regulatorio. Durante sus convenciones, se discuten estrategias y propuestas ambiciosas que van desde eliminar leyes de protección al trabajador hasta reducir la capacidad de las agencias federales, como la Agencia de Protección Ambiental (EPA), de implementar regulaciones medioambientales. Este último punto ha sido uno de los principales enfoques de sus eventos recientes, donde se debatió la posibilidad de desmantelar o restringir drásticamente la capacidad de estas agencias de regular aspectos clave como el cambio climático y la protección de la salud pública.
El trasfondo de estas propuestas se basa en la oposición a la flexibilidad que actualmente poseen las agencias para aplicar e interpretar la ley, otorgada por el Congreso en virtud de doctrinas legales como la Doctrina de No Delegación y la Doctrina Chevron. Estas doctrinas han permitido históricamente que las agencias tomen decisiones especializadas y técnicas sin la necesidad de consultar al Congreso para cada regulación específica. Sin embargo, desde la perspectiva de la Sociedad Federalista, esta flexibilidad otorga demasiado poder a las agencias y al Ejecutivo, algo que buscan cambiar, proponiendo incluso que las regulaciones federales no entren en vigor a menos que sean aprobadas explícitamente por el Congreso. Un ejemplo de esta estrategia es la Ley REINS, un proyecto de ley que congelaría la mayoría de las regulaciones federales a menos que recibieran el visto bueno del Congreso en un corto período75.
Estos esfuerzos por debilitar la regulación federal también podrían tener implicaciones partidistas. Debido a la distribución geográfica y los mecanismos de representación en Estados Unidos, las barreras a las nuevas regulaciones y el debilitamiento de las agencias darían a los republicanos una ventaja estructural en la implementación de políticas, mientras que dificultarían la capacidad de los demócratas para hacer lo mismo, incluso después de una victoria electoral76.
En ese sentido, cabe destacar que la influencia de Neil Gorsuch se vislumbra como una amenaza significativa para las regulaciones ambientales en el país. Gorsuch, hijo de Anne Gorsuch Burford —la polémica directora de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) durante la administración Reagan—, parece haber heredado una perspectiva profundamente antiambiental. Mientras su madre recortó el presupuesto de la EPA y debilitó las regulaciones de agua potable, Gorsuch ha manifestado en sus opiniones judiciales un escepticismo hacia el poder regulatorio de las agencias federales. Su postura quedó claramente expuesta en su disidencia en el caso Gundy v. United States, donde cuestionó la capacidad del Congreso para delegar detalles de políticas en las agencias ejecutivas, calificando este principio de larga data como una “desventura”77.
Si bien es cierto que Gorsuch perdió en esta ocasión, su disidencia señala hacia dónde podría dirigirse la Corte en futuros casos similares, especialmente con la probable inclusión del juez Brett Kavanaugh en votaciones futuras. Esta visión podría dar lugar a un giro jurisprudencial en el que las leyes como la Ley de Aire Limpio y la Ley de Agua Limpia, que otorgan a la EPA el poder de aplicar y actualizar normas ambientales, queden en riesgo. En el caso de la Ley de Aire Limpio, por ejemplo, el Congreso estableció la política general de que las plantas de energía utilicen la mejor tecnología disponible para reducir emisiones, pero dejó a la EPA la responsabilidad de determinar cómo aplicar esta directiva y de actualizar las regulaciones según los avances tecnológicos78.
No caben dudas que este tipo de delegación es fundamental en la legislación ambiental y en otras áreas que requieren conocimientos técnicos específicos. Sin embargo, Gorsuch quiere limitar este tipo de delegación, aunque no ha especificado con claridad qué alternativa propone. Si su visión se convierte en la posición dominante de la Corte, el poder de determinar cuáles regulaciones debe mantenerse y cuáles no quedaría en manos de cinco jueces conservadores, y el Congreso —actualmente paralizado por el obstruccionismo— tendría que aprobar nuevas leyes para reemplazar las regulaciones anuladas, un escenario improbable79.
Claramente esta postura de Gorsuch no es inédita en la Corte Suprema dominada por los republicanos. En 2016, la Corte votó 5 a 4 para bloquear el Plan de Energía Limpia del presidente Obama, su política más ambiciosa contra el cambio climático, que también se basaba en una interpretación flexible de la Ley de Aire Limpio. Con Gorsuch y Kavanaugh en la Corte, la mayoría conservadora parece decidida a recortar las facultades regulatorias de las agencias, lo cual debilitaría severamente la capacidad de Estados Unidos para cumplir objetivos internacionales sobre cambio climático.80
En apariencia, el legado de Anne Gorsuch Burford, quien alguna vez dirigió la EPA con una agenda de desregulación radical, parece haber sido heredado y llevado a un nuevo nivel por su hijo en la Corte Suprema. La resistencia a las políticas ambientales, ahora con respaldo judicial, podría dejar a la EPA sin las herramientas necesarias para enfrentar las crisis ambientales, incluso si los demócratas obtienen mayorías en el Congreso. Mientras el país se enfrenta a desafíos climáticos cada vez más urgentes, la agenda de Gorsuch representa un retroceso que podría tener consecuencias devastadoras para el planeta y para futuras generaciones81.
El 28 de junio de 2024, la Corte Suprema de los Estados Unidos anuló el precedente establecido en 1984 conocido como “deferencia de Chevron”. Este principio permitía a las agencias federales interpretar leyes ambiguas dentro de su ámbito de competencia, siempre que su interpretación fuera razonable. La decisión, con una votación de 6-3, fue emitida en el caso Loper Bright Enterprises v. Raimondo, donde pescadores comerciales impugnaron una regulación que les exigía financiar observadores a bordo para monitorear la pesca82. El fallo redistribuye la autoridad interpretativa de las agencias federales a los tribunales, lo que podría dificultar la implementación de regulaciones en áreas como medio ambiente, salud pública y seguridad laboral83.
Sin duda alguna esta decisión refleja una tendencia de la Corte Suprema hacia la limitación del poder regulatorio de las agencias federales, enfatizando la necesidad de una autorización explícita del Congreso para acciones regulatorias significativas. Además, anticipa que este cambio provocará un aumento en los litigios y podría afectar la estabilidad y previsibilidad de las regulaciones federales en diversos sectores.
Ya en el caso Gundy v. United States , los jueces republicanos indicaron que quieren limitar la regulación de las agencias. Sin embargo, Kavanaugh no participó en el caso Gundy porque no era miembro de la Corte cuando se presentó el caso. Es imposible exagerar la importancia de este asunto. Innumerables leyes federales, desde la Ley de Aire Limpio hasta la Ley de Atención Médica Asequible, establecen una amplia política federal y delegan en una agencia el poder de implementar los detalles de esa política. Según el enfoque de Kavanaugh, muchas de estas leyes son inconstitucionales, al igual que numerosas regulaciones existentes que rigen a los contaminadores, los proveedores de servicios de salud y los empleadores84.
El caso Gundy refiere a una doctrina jurídica en gran parte obsoleta conocida como “no delegación”. En términos generales, el Congreso puede promulgar leyes de dos maneras. La más directa es simplemente ordenar a una persona o industria que lleve a cabo sus actividades de una determinada manera. Si el Congreso quiere limitar la contaminación, por ejemplo, puede aprobar una ley que ordene a las centrales eléctricas que utilicen una tecnología particular que reduzca las emisiones. El problema de este enfoque, sin embargo, es que las leyes del Congreso son difíciles de cambiar. Si el Congreso hubiera promulgado una ley en la década de 1970 que obligara a las centrales eléctricas a utilizar la mejor tecnología de reducción de emisiones que existía en ese momento, podría haber obligado a esas centrales a utilizar una tecnología muy inferior a los métodos de reducción de emisiones que existen hoy. Como mínimo, el Congreso habría tenido dificultades para mantenerse al día con las nuevas tecnologías y actualizar la ley a medida que se inventaban mejores métodos de reducción de emisiones. Así que eso no fue lo que hizo el Congreso. En cambio, la Ley de Aire Limpio establece que ciertas plantas de energía deben utilizar “el mejor sistema de reducción de emisiones” que exista actualmente, teniendo en cuenta también factores como el costo. El Congreso también encargó a la EPA que estudiara qué tecnología está disponible para reducir las emisiones y que creara regulaciones vinculantes que instruyeran a las empresas energéticas sobre qué sistemas deben utilizar para reducir las emisiones85.
A medida que la tecnología evoluciona, la EPA puede actualizar sus regulaciones, de modo que las centrales eléctricas en 2019 utilicen el mejor sistema de reducción de emisiones que exista en 2019, no el que existía en la década de 1970. De esta manera, la política federal puede ser democrática y dinámica. Es democrática porque los objetivos de la política federal los fijan en última instancia los representantes del pueblo en el Congreso, pero también es dinámica porque el Congreso no tiene que aprobar una nueva ley cada vez que surge una nueva innovación.
La “no delegación” es la idea de que la Constitución impone límites —potencialmente límites muy estrictos— al poder del Congreso para otorgar autoridad regulatoria a las agencias federales. Según la legislación actual, “una delegación estatutaria es constitucional siempre que el Congreso ‘establezca mediante un acto legislativo un principio inteligible al que la persona u organismo autorizado a [ejercer la autoridad delegada] esté obligado a ajustarse’”. En esos términos, el Congreso tiene amplia autoridad para delegar poder a agencias federales siempre que explique con suficiente claridad lo que la agencia se supone que debe lograr con su poder.
Sin embargo, en Gundy , Gorsuch criticó duramente esta regla de larga data y pidió a la Corte que reviviera la Doctrina de No Delegación.
En esa opinión, Gorsuch sugirió que la ley actual corre el riesgo de dar a las agencias “opciones políticas ilimitadas”. Con toda verdad, su explicación de los nuevos límites que impondría a las agencias federales es vaga y es difícil encontrar una norma jurídica clara en la opinión. Efectivamente, Gorsuch escribe que una ley federal que permita a las agencias regular debe ser “’suficientemente definida y precisa para permitir que el Congreso, los tribunales y el público determinen’ si se han seguido las directrices del Congreso”.
En la práctica, cuando la Corte Suprema dicta una norma jurídica tan vaga y abierta, en realidad está transfiriendo poder al poder judicial. ¿Qué significa que una ley sea “suficientemente definida y precisa” para que la gente pueda “determinar si se han seguido las directrices del Congreso”?
Cuando un tribunal, especialmente la Suprema, dice que las leyes deben ser “suficientemente definidas y precisas” para entender si cumplen o no con lo decidido por el Congreso, en realidad nos está diciendo muy poco, casi nada. Con esa frase abierta, tan llena de puertas y ventanas, no aclara, más bien confunde; no simplifica, más bien complica. Es como si dijeran: “Miren, nosotros no decidimos esto; lo decidirá alguien después”. Pero sucede que ese alguien después es ellos mismos, los jueces, con sus silencios, con sus prejuicios, con sus simpatías y antipatías, sus certezas y sus dudas. En definitiva, con sus propios fantasmas políticos. En consecuencia, la vaguedad no es inocente. Cuando un juez dice que algo es demasiado ambiguo, en realidad nos entrega su propia ambigüedad. Porque es ahí, en esa opacidad, donde el juez toma más poder del que dice tener. Porque quien decide cuándo algo es “suficientemente claro” no es el Congreso ni el pueblo ni siquiera el sentido común; es la mayoría de turno en la Corte, con sus ideas y colores políticos bien guardados bajo la toga. En Estados Unidos, por estos días, esa mayoría es republicana. Entonces, detrás de palabras amables, elegantes y aparentemente neutrales, se esconde una realidad distinta, más profunda y menos inocente: quienes juzgan deciden qué leyes sobreviven y cuáles no, qué regulaciones avanzan y cuáles quedan en suspenso. De esta manera la Corte se convierte en una especie de “súper legislador” silencioso, sin urnas, sin campañas, sin votos populares que lo respalden.
Con toda certeza, puede alumbrarse que en cada frase vaga de la Corte hay un traslado discreto de poder hacia sí misma. En otras palabras, Gorsuch daría a la Corte Suprema, controlada por los republicanos, el poder de veto sobre todas las regulaciones federales. Esa perspectiva debería dejar helados a todos los candidatos presidenciales demócratas. Si alguno de ellos gana, su administración tendría que pedirle permiso a la Corte si quiere regular, si la opinión de Gorsuch prevalece.
En ese orden de ideas, cabe señalar que, si bien la opinión de Gorsuch en el caso Gundy fue en realidad una disidencia, perfectamente puede volverse mayoría en un futuro próximo86.
Además, la reciente anulación del principio de “deferencia Chevron” establecido en 1984 en el caso Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., que daba a las agenciasfederales la autoridad para interpretar leyes ambiguas dentro de su área de competencia, siempre y cuando dicha interpretación fuera razonable, implica que los tribunales ahora deben ejercer un “juicio independiente” para resolver ambigüedades legales, en lugar de depender de la interpretación de las agencias.
La anulación de este precedente en el caso Loper Bright Enterprises v. Raimondo involucra que los tribunales ahora tienen la responsabilidad de evaluar estas interpretaciones de forma autónoma, sin mostrar la deferencia que antes era habitual. Si bien las agencias aún pueden ofrecer interpretaciones, estas ya no serán concluyentes, lo que podría dar lugar a un incremento en los litigios y a una posible ralentización en la implementación de regulaciones en sectores críticos. Para los sectores regulados, el cambio en el enfoque de las interpretaciones legales tiene consecuencias prácticas significativas. Las empresas podrían verse afectadas por decisiones judiciales más activas y detalladas en la interpretación de las normativas. Los tribunales ahora podrían cuestionar decisiones tomadas por agencias como la Administración Federal de Seguridad de Autotransportes (FMCSA) o la Agencia de Protección Ambiental (EPA), afectando normas clave relacionadas con seguridad y medio ambiente.
Desde que Loper Bright se convirtió en jurisprudencia, el fallo ha sido citado en más de 200 casos, lo que muestra su rápida y significativa influencia en el sistema judicial.
A pesar de lo señalado, muchos precedentes basados en Chevron aún son válidos hasta que se impugnen en litigios futuros. Todo esto en su conjunto sugiere que veremos una fase de transición donde tanto las agencias como las empresas se ajustarán a este nuevo marco, posiblemente intensificando la “búsqueda de jurisdicción” mientras los demandantes evalúan cuáles tribunales podrían ofrecer interpretaciones más favorables87.
Así y todo, Loper Bright no es un rechazo total de la experiencia o autoridad de la agencia. Efectivamente, existirán todavía muchos ámbitos en los que los tribunales federales deberán dar una deferencia significativa a la acción de la agencia, incluida la acción discrecional de la agencia o la investigación de hechos por parte de la agencia. Por lo tanto, el fallo no es una bala de plata para desafiar la reglamentación y la autoridad de la agencia federal, toda vez que la aplicación de la decisión sigue limitada a situaciones específicas88.
En ese marco de comprensión, debe recordarse que la Ley de Procedimiento Administrativo (APA), aprobada por el Congreso en 1946, surgió como una respuesta a la expansión significativa de las agencias administrativas federales durante el periodo del New Deal. De hecho, la APA tenía dos propósitos principales: primero, establecer procedimientos claros para la elaboración de normas y la adjudicación de decisiones dentro de las agencias; y segundo, codificar las bases sobre las cuales los tribunales federales podrían anular acciones o determinaciones de estas agencias.
De acuerdo con la APA, los tribunales federales deben deferir a las decisiones de las agencias a menos que estas acciones sean “arbitrarias, caprichosas, un abuso de discreción o de otra manera no conformes con la ley.” Es claro que la situación era comprensiva de los casos en los que las decisiones resultasen inconstitucionales, excedan la autoridad estatutaria de la agencia o cuando la agencia no haya seguido los procedimientos requeridos89.
La Ley de Procedimiento Administrativo (APA) también establece que, al revisar adjudicaciones de las agencias, los tribunales deben aceptar las conclusiones fácticas de una agencia, a menos que estas conclusiones “no estén respaldadas por evidencia sustancial.” De hecho, esto significa que los tribunales tienden a mostrar deferencia hacia las decisiones fácticas y discrecionales de las agencias, dado que estas decisiones se basan en la experiencia técnica y el juicio especializado de la agencia.
En ese sentido, debe hacerse notar que las determinaciones legales realizadas por una agencia que involucran la interpretación de estatutos o regulaciones, son generalmente más susceptibles a ser impugnadas, ya que estas interpretaciones legales pueden ser cuestionadas en base a criterios de corrección jurídica90.
Como se dijera, la APA fue aprobada con la expectativa de que los tribunales federales ofrecieran una cierta deferencia a la interpretación de los estatutos por parte de las agencias encargadas de administrarlos. De hecho esta noción de deferencia quedó respaldada en el caso Skidmore v. Swift & Co., donde la Corte Suprema decidió que los empleados podían contar como tiempo de trabajo el tiempo que pasaban esperando, bajo la Ley de Normas Laborales Justas. Este caso estableció la base para una forma de deferencia conocida como “deferencia de Skidmore,” la cual indica que la interpretación de una agencia merece respeto en función de su poder persuasivo, más que de su autoridad absoluta, sentando así un precedente importante para futuras interpretaciones de las agencias en casos de ambigüedad regulatoria91.
En consecuencia, la Corte Suprema no falló automáticamente en favor de la interpretación de la agencia, sino que estableció que la interpretación de la agencia sería considerada en la medida en que fuera “persuasiva”. Este enfoque se conoce como “deferencia de Skidmore”. La Corte indicó que, si bien la interpretación de una agencia no es vinculante, merece un cierto grado de deferencia en función de factores como:
1. La experiencia de la agencia en el área regulada.
2. La consistencia y coherencia de su interpretación.
3. El poder persuasivo de la interpretación misma, es decir, cuán convincente y razonable es el argumento de la agencia.
Así, en lugar de decir que los tribunales deben aceptar ciegamente la interpretación de la agencia, la deferencia de Skidmore establece que los tribunales deben considerar la interpretación de la agencia como una opinión experta y razonada que puede influir en la decisión final del tribunal, pero no obliga a los jueces a seguirla si no es persuasiva.
En efecto, fue más adelante, en 1984, el caso Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc. estableció un tipo de deferencia mucho más fuerte, conocida como la “deferencia de Chevron”.
Según Chevron, si un estatuto es ambiguo y la agencia tiene autoridad sobre él, los tribunales deben aceptar la interpretación de la agencia siempre que sea razonable, sin importar si ellos creen que es la “mejor” interpretación. Lógicamente la situación examinada habilitaba a las agencias un poder mucho mayor para interpretar y aplicar leyes ambiguas sin que los tribunales intervinieran en sus decisiones92.
Puede verificarse que la decisión en Chevron v. Natural Resources Defense Council de 1984 marcó un cambio crucial en cómo los tribunales de Estados Unidos debían revisar las interpretaciones legales de las agencias federales. En este caso, la cuestión se centraba en la interpretación de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) sobre el término “fuente estacionaria” en la Ley de Aire Limpio. La EPA decidió regular una instalación completa como una única fuente de contaminación en lugar de regular cada equipo de manera individual. Este enfoque, conocido como la “burbuja”, facilitaba el cumplimiento para las empresas, que podían realizar modificaciones internas sin solicitar permisos adicionales.
Al respecto, la Corte Suprema sostuvo que, dado que el término “fuente estacionaria” no estaba claramente definido en la ley, la interpretación de la EPA podía prevalecer siempre que fuera razonable.
Conforme este principio, conocido como la “deferencia Chevron”, se estableció que en casos de ambigüedad legal, los tribunales deberían deferir a la interpretación de las agencias siempre y cuando esta interpretación fuera razonable.
Es conveniente e importante destacar que la Corte no basó esta decisión en la APA, sino más bien en la idea práctica de que las agencias tienen la experiencia técnica y forman parte de las ramas políticas, mientras que los jueces no. Precisamente este precedente permitió a las agencias federales una mayor flexibilidad en la implementación de leyes complejas y específicas de cada sector, respaldando el rol experto de las agencias frente a la interpretación judicial estricta de la ley.
A todas luces es necesario destacar que la llamada deferencia Chevron nunca tuvo que ver con la autoridad de las agencias para establecer normas o tomar decisiones políticas de conformidad con la discreción que el Congreso delega expresamente, lo que el Congreso puede hacer siempre que proporcione un “principio inteligible” que la agencia deba seguir. Tampoco, como cuestión práctica, la deferencia Chevron sería operativa cuando la interpretación de una ley por parte del tribunal concuerda con la de la agencia. Más bien, Chevron operaba únicamente en la clase relativamente estrecha de casos en los que un tribunal no estaba de acuerdo con la interpretación estatutaria de una agencia que, no obstante, era “razonable93”.
Ahora bien, en las décadas posteriores a Chevron , el escepticismo académico y judicial hacia la doctrina creció. Es constatable que varios críticos de Chevron llegaron a la Corte Suprema y, finalmente, Loper Bright presentó un vehículo para reconsiderar la doctrina. El caso se refería específicamente a la interpretación de la Ley Magnuson-Stevens de Conservación y Gestión Pesquera (“MSA”) por parte del Servicio Nacional de Pesca Marina (“NMFS”), una agencia del Departamento de Comercio. Un grupo de operadores de barcos pesqueros desafió el poder del NMFS para exigirles que pagaran a los observadores a bordo para monitorear las prácticas pesqueras de los barcos.
Antes que nada, cabe consignar que el tribunal de distrito consideró que el estatuto autorizaba inequívocamente este requisito. El Circuito de DCllegó a la misma conclusión, pero lo hizo en basea la doctrina del caso Chevron, por cuanto interpretó que frente al ambigüedad estatutaria se había determiando una interpretación plausible. El Tribunal concedió el certiorari en Loper Bright y un caso relacionado específicamente para determinar “si Chevron debería ser anulado o aclarado94”.
En una decisión de 6 a 3, redactada por el presidente de la Corte Suprema, John Roberts, la Corte anuló formalmente el precedente de Chevron. Según Roberts, “los tribunales deben ejercer su propio juicio independiente para determinar si una agencia ha actuado dentro de los límites de su autoridad legal otorgada por el estatuto”. La Corte basó su razonamiento en la Ley de Procedimiento Administrativo (APA), la cual establece que “el tribunal revisor debe resolver todas las cuestiones legales pertinentes e interpretar las disposiciones estatutarias”. Este mandato, argumentó la Corte, es incompatible con la regla de Chevron que obligaba a los tribunales a aceptar cualquier interpretación “razonable” de un estatuto ambiguo propuesta por una agencia. Roberts enfatizó que, incluso si un estatuto es ambiguo, siempre existe una “mejor interpretación”, y los tribunales están obligados a identificarla aplicando todas las herramientas interpretativas disponibles, adoptando aquella que consideren más acertada95.
John Roberts, sostuvo que la deferencia a las agencias ya no es apropiada para interpretar ambigüedades en las leyes, ya que, según el fallo, “los tribunales sí tienen la competencia especial para resolver estas ambigüedades”. Según la opinión de Roberts, la Constitución asigna a los tribunales federales la responsabilidad de decidir todas las cuestiones de derecho, incluyendo aquellas que involucren leyes ambiguas. Este cambio puede significar que, en ausencia de una dirección explícita del Congreso, las agencias tendrán más dificultades para regular de manera independiente96.
Frente a ese panorama, la jueza Elena Kagan, con su tono de disidencia, dejó en el aire una frase que pesaba como plomo: esta decisión convierte al tribunal en el “zar administrativo” del país. No lo dijo al pasar, no lo deslizó con la tibieza de quien se resigna. Lo sostuvo con la firmeza de quien ve cómo un principio—el de Chevron—se desmorona bajo el peso de una nueva arrogancia. Para Kagan, el Congreso nunca había pretendido que los jueces se convirtieran en intérpretes definitivos de cada ambigüedad. Al contrario, había depositado su confianza en las agencias, en esos organismos que saben de tecnicismos, de fluctuaciones, de crisis repentinas. Y sin embargo, el tribunal, en su afán de tomar las riendas, ignoró esa lógica, redujo la especialización a un capricho burocrático y dejó en claro que la humildad judicial era, al menos por ahora, un recuerdo lejano.
En efecto, Kagan, en su disidencia, argumentó que esta decisión convierte al tribunal en el “zar administrativo” del país. Sostuvo que el principio de Chevron estaba enraizado en la intención legislativa del Congreso, que usualmente preferiría que las agencias responsables resolvieran las ambigüedades debido a su experiencia y especialización. Según Kagan, esta decisión refleja “una arrogancia judicial” y un desconocimiento del propósito de las agencias en el gobierno moderno, especialmente en áreas técnicas que requieren de una rápida adaptación a los cambios.
Con toda seguridad, la anulación de Chevrontambién sugiere que la Corte Suprema podría estar sentando las bases para revisar y potencialmente limitar otras doctrinas de deferencia que han dado a las agencias poder para interpretar leyes de manera autónoma. Esto podría abrir la puerta a una mayor supervisión judicial en prácticamente todos los aspectos de la regulación federal, un cambio que muchos ven como un retorno a un enfoque de revisión judicial más estricto y menos deferente.
Es por ello que el fallo en Loper Bright redefine la relación entre el poder judicial y las agencias reguladoras, promoviendo un papel más activo de los tribunales en la interpretación de las leyes federales. Es que, en efecto, para Loper Bright , la interpretación estatutaria es un arte puramente textual en el que los tribunales realmente tienen “competencia especial”, mientras que las agencias no.
Según esta perspectiva, las disposiciones de la Ley de Procedimiento Administrativo (APA) no hacen más que reafirmar un principio fundamental, casi axiomático, que ha estado presente en la tradición judicial desde Marbury v. Madison: que son los tribunales, y no las agencias, quienes deben interpretar el derecho ejerciendo su propio juicio. Así, lejos de conceder deferencia automática a las interpretaciones administrativas, Loper Bright refuerza la idea de que la función judicial es intransferible, incluso en terrenos altamente técnicos donde, hasta ahora, la especialización de las agencias había sido un factor determinante en la toma de decisiones97.
En ese estado de cosas, es importante reparar que Loper Bright no debe entenderse únicamente como el producto del descontento con una doctrina particular y difícil de manejar. La base estrecha de esa decisión fue la APA: Chevron fue incompatible con el requisito de la APA de que los tribunales, no las agencias, decidan las cuestiones de derecho aplicables a la acción de la agencia.
En efecto, la opinión de la Corte también sugiere que, incluso si quisiera enmendar la APA, el Congreso no podría quitarle a los tribunales este poder de revisión legal como una cuestión constitucional.
Así es, para Loper Bright , la APA es consonante con el principio constitucional, expresado en Marbury , de que los tribunales son los únicos responsables de “decir cuál es la ley”.
El juez Thomas escribió en coincidencia para señalar este punto directamente, argumentando que “ la deferencia de Chevron también viola la separación de poderes de nuestra Constitución”. Para Thomas, el ejercicio adecuado del “poder judicial” por parte de los tribunales del Artículo III requiere que los jueces ejerzan un “juicio independiente”, incluso “para resolver ambigüedades”. Al transferir un poder asignado a los tribunales federales a manos del poder ejecutivo, la deferencia a Chevron contradice la Constitución “[s]independientemente de lo que diga [la APA]”. Por lo tanto, el caso Loper Bright refleja, al menos en parte, una creciente sensibilidad a la usurpación administrativa de los poderes y prerrogativas judiciales tradicionales98.
Al respecto, no puede obviarse la cercanía entre los fallos de Loper Bright y SEC v. Jarkesy99 resulta relevante, ya que ambos casos subrayan el giro de la Corte Suprema hacia la limitación del poder regulatorio de las agencias federales.
Acontece que en Loper Bright, la Corte revocó la deferencia Chevron, lo que implica que los tribunales ahora deben interpretar directamente las leyes ambiguas en lugar de deferir a la interpretación de las agencias.
No caben dudas que esto restringe la capacidad de las agencias para tomar decisiones autónomas basadas en su experiencia técnica.
Por otro lado, en SEC v. Jarkesy, la Corte Suprema determinó que la SEC no puede utilizar procedimientos internos para imponer sanciones civiles sin que los tribunales externos intervengan en el proceso, invalidando una parte de la autoridad de la SEC en la aplicación de la normativa financiera.
Con toda seguridad, puede colegirse que los falloscitados representan un fortalecimiento del poder judicial sobre las agencias y una mayor intervención en los procedimientos administrativos. De hecho, la resolución conjunta de estos casos deja traslucir una tendencia a fortalecer el control judicial sobre el poder regulatorio del Ejecutivo, lo cual genera implicaciones significativas para la futura implementación de regulaciones en sectores clave, como el ambiental, financiero y tecnológico100.
Así las cosas el reciente fallo de la Corte Suprema en Securities and Exchange Commission v. Jarkesy representa un giro significativo en la aplicación de sanciones administrativas en Estados Unidos. En una decisión mayoritaria de 6 a 3, el tribunal, liderado por el presidente de la Corte Suprema John Roberts, estableció que la SEC no puede imponer multas mediante sus propios procedimientos administrativos sin ofrecer un juicio por jurado, derecho protegido por la Séptima Enmienda para demandas legales de tipo “consuetudinario”. Esta decisión no solo limita a la SEC, sino que también cuestiona la capacidad de otras agencias federales de hacer cumplir sanciones sin pasar por un tribunal.
El caso Jarkesy aborda si una sanción administrativa constituye una “demanda legal” que debe ser juzgada por un jurado según la Séptima Enmienda. Para Roberts y la mayoría, el hecho de que la SEC busque sanciones monetarias contra un individuo sitúa a estos casos en la esfera del derecho consuetudinario. Al argumentar que las sanciones tienen un propósito punitivo en lugar de compensatorio, la Corte concluyó que la naturaleza de estas sanciones exige un juicio por jurado. De esta manera, cualquier acción de tipo punitivo que una agencia como la SEC emprenda debe seguir las normas del derecho consuetudinario.
El desacuerdo entre los jueces radica en la interpretación de la doctrina de los “derechos públicos”. Según Roberts, la excepción de los derechos públicos, que permite al Congreso asignar ciertos casos a agencias sin un jurado, no aplica en demandas de tipo punitivo, como la sanción monetaria en el caso de Jarkesy. En contraste, la jueza Sonia Sotomayor argumenta que cuando el gobierno actúa como demandante en un contexto regulatorio, esto debería considerarse un “derecho público”. En su disenso, advierte que la decisión de la mayoría desmantela décadas de jurisprudencia y socava la capacidad de las agencias de actuar efectivamente en nombre del bien público.
La decisión podría tener repercusiones profundas y duraderas en la administración pública. La interpretación de Roberts no solo afecta a la SEC, sino también a una amplia gama de agencias que dependen de procedimientos administrativos para imponer sanciones. Estas incluyen la FDA, la EPA, la FCC y la CFPB, entre otras, muchas de las cuales ahora tendrán que reestructurar su enfoque hacia la imposición de sanciones. Sotomayor destacó que este fallo podría ser devastador para agencias cuyo financiamiento depende en parte de los ingresos de multas y sanciones, lo cual agrava aún más la situación en un contexto donde el Congreso parece poco dispuesto a aumentar sus presupuestos.
Cabe destacar que el consenso entre los jueces conservadores que Roberts logró en este caso es una señal alarmante para quienes defienden el papel de las agencias en la regulación moderna. Este fallo, que cuenta con el respaldo sólido de seis jueces, indica una postura decidida y poco flexible hacia la limitación del “estado administrativo”. En el contexto de decisiones recientes como Loper Bright Enterprises v. Raimondo, que eliminó la deferencia Chevron a las interpretaciones de agencias, Jarkesy refuerza una tendencia de la Corte hacia la disminución del poder regulador de las agencias. En términos prácticos, esta decisión podría llevar a una mayor carga para el sistema judicial federal, ya que casos que antes se resolvían en tribunales administrativos pasarán ahora a los tribunales federales. También podría motivar una mayor selectividad en la aplicación de sanciones, ya que muchas agencias podrían verse limitadas por los costos y la duración de los procedimientos judiciales convencionales.
El fallo en SEC v. Jarkesy marca un precedente significativo que podría remodelar el funcionamiento del gobierno regulador en Estados Unidos. Al reducir la autonomía de las agencias y reforzar el papel de los tribunales en la imposición de sanciones, la Corte Suprema ha dejado claro que, al menos bajo su composición actual, desconfía profundamente del poder administrativo. Esto no solo introduce nuevos desafíos para las agencias federales, sino que también redefine la manera en que el gobierno puede proteger a los consumidores, regular los mercados y salvaguardar el medio ambiente. La pregunta que queda abierta es si el Congreso intentará responder a esta creciente limitación del poder regulador de las agencias, o si la Corte continuará desmantelando los pilares de la regulación moderna.
En efecto, en el caso Jarkesy, la cuestión central es si una sanción administrativa equivale a una “demanda legal” que exige un juicio por jurado. Para la mayoría conservadora de la Corte, liderada por Roberts, el hecho de que la SEC imponga sanciones monetarias sitúa estos casos en el ámbito del derecho consuetudinario, lo cual requiere la garantía de un juicio por jurado. La Corte argumenta que, dado que estas sanciones tienen un propósito punitivo y no meramente compensatorio, deben someterse a los estándares del derecho consuetudinario, en el cual el juicio por jurado es una protección fundamental. Este razonamiento supone que cualquier acción punitiva que tome una agencia debe pasar por los tribunales, restando agilidad a la respuesta administrativa en casos de fraude u otros delitos financieros.
La disidencia, liderada por la jueza Sonia Sotomayor, plantea una visión diferente sobre el concepto de “derechos públicos”. Sotomayor sostiene que cuando el gobierno actúa como demandante en el contexto de la regulación pública, las demandas deberían clasificarse como “derechos públicos” y, por tanto, permitir procesos administrativos sin jurado. En su opinión, la decisión de la mayoría desmantela décadas de precedentes y limita la capacidad de las agencias para actuar en defensa del interés público de manera eficiente. Sotomayor advierte que la interpretación rígida de la mayoría podría restringir a las agencias en una variedad de áreas clave, incluyendo la protección al consumidor, la regulación del medio ambiente y la seguridad financiera.
La decisión de Jarkesy tiene el potencial de transformar el sistema administrativo en Estados Unidos, impactando a agencias como la FDA, la EPA, la FCC y la CFPB, que ahora se ven obligadas a reconsiderar su enfoque para imponer sanciones. Estas agencias han dependido durante mucho tiempo de procesos administrativos, que les permiten actuar con rapidez y eficiencia para hacer cumplir regulaciones y proteger al público. Sin embargo, con esta decisión, muchas de estas agencias podrían ver afectada su capacidad de sancionar efectivamente, especialmente aquellas que dependen de los ingresos de multas para financiar sus operaciones. La carga adicional de llevar estos casos a los tribunales podría limitar su alcance y capacidad operativa, especialmente en un contexto de recursos limitados y presupuestos restringidos.
En consecuencia, la sentencia en Jarkesy, junto con precedentes recientes como Loper Bright Enterprises v. Raimondo, en el cual la Corte eliminó la deferencia Chevron que permitía a las agencias interpretar leyes ambiguas, parece reflejar una tendencia de la Corte Suprema hacia la reducción del poder administrativo. A estas alturas resulta pristino que este cambio se presenta como una señal de alarma para quienes consideran que las agencias federales juegan un papel crucial en la regulación moderna. Va de suyo que la postura de la Corte, que enfatiza un control judicial más estricto y limita la autonomía de las agencias, sugiere una desconfianza hacia el poder administrativo y un deseo de volver a un modelo donde los tribunales tengan la última palabra en la interpretación y aplicación de las leyes.
En términos prácticos, este fallo puede resultar en una mayor carga para el sistema judicial federal, ya que muchos casos que antes se resolvían internamente ahora pasarán a los tribunales. Esto no solo incrementa los costos y la duración de los procedimientos, sino que también podría reducir la capacidad de las agencias para actuar con rapidez ante conductas que dañan al público. Además, es probable que las agencias se vuelvan más selectivas en los casos que persiguen, debido a las limitaciones de recursos y tiempo que implica cada proceso judicial. En última instancia, esto podría traducirse en una menor protección para los consumidores, el medio ambiente y la estabilidad económica.
El fallo en SEC v. Jarkesy representa una redefinición del papel de las agencias en la protección de los derechos y la seguridad pública. Al reducir la autonomía de estas entidades y aumentar la intervención judicial, la Corte Suprema ha dejado claro que desconfía del estado administrativo y prefiere un control judicial más directo. Este cambio introduce desafíos significativos para las agencias federales, que podrían ver mermada su capacidad de hacer cumplir leyes esenciales en defensa del bien público.
Durante los primeros cien años del estado administrativo, las agencias estaban limitadas principalmente a sanciones no monetarias, como la revocación de licencias y órdenes de cese y desistimiento. Sin embargo, en la década de 1970, el Congreso comenzó a permitir que las agencias impusieran multas monetarias, comenzando con la Ley de Seguridad y Salud Ocupacional de 1970 (OSHA). Este cambio se interpretó como un “visto bueno” por parte de la Corte Suprema, lo que llevó a un aumento en la creación de sanciones monetarias en procedimientos administrativos. A partir de entonces, el Congreso otorgó a las agencias reguladoras la capacidad de imponer sanciones civiles monetarias, expandiendo la jurisdicción de agencias como la SEC para sancionar no solo a entidades registradas, sino también a individuos y otras entidades no registradas bajo la Ley Dodd-Frank de 2010101.
Evidentemente al exigir juicios con jurado para sanciones monetarias, el fallo aumenta la carga sobre el sistema judicial y podría retrasar significativamente el cumplimiento regulatorio. Esto representa un obstáculo para la misión de las agencias, que necesitan actuar de manera ágil para proteger al público y al mercado. Además, al limitar el uso de tribunales internos, el fallo socava un componente clave del estado administrativo, que ha sido fundamental para la aplicación de políticas públicas en ámbitos como la salud, el medio ambiente y la seguridad financiera. Efectivamente, al requerir que las agencias recurran a los tribunales federales para imponer sanciones monetarias, la decisión podría crear un precedente que obligue a otras agencias a reestructurar sus procedimientos, lo cual amenaza con debilitar el estado regulador moderno.
El presidente del Tribunal, John Roberts, redactó la opinión mayoritaria, respaldada por los jueces Clarence Thomas, Samuel Alito, Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett. La Corte concluyó que las sanciones civiles impuestas por la SEC son de naturaleza punitiva y, por lo tanto, se asemejan a las acciones legales tradicionales que históricamente requerían un juicio por jurado. La opinión enfatizó que permitir que la SEC imponga sanciones sin un juicio por jurado socavaría las protecciones constitucionales fundamentales garantizadas por la Séptima Enmienda. Además, la Corte señaló que la delegación de autoridad al SEC para elegir entre procedimientos administrativos y judiciales sin una guía clara podría violar el principio de separación de poderes.
El juez Neil Gorsuch, con el apoyo del juez Clarence Thomas, emitió una opinión concurrente. Gorsuch argumentó que la expansión del poder de las agencias administrativas, como la SEC, ha erosionado las libertades individuales y el derecho al debido proceso. Sostuvo que permitir que las agencias actúen como juez y parte en sus propios casos crea un conflicto de intereses y amenaza los derechos constitucionales de los ciudadanos.
En sentido contrario, la jueza Sonia Sotomayor, junto con las juezas Elena Kagan y Ketanji Brown Jackson, emitió una opinión disidente. Sotomayor argumentó que la decisión de la mayoría debilita la capacidad del gobierno para hacer cumplir eficazmente las leyes de valores y proteger a los inversores. Señaló que las agencias administrativas han desempeñado históricamente un papel crucial en la regulación y aplicación de leyes complejas, y que exigir juicios por jurado en todos los casos de sanciones civiles podría sobrecargar el sistema judicial y obstaculizar la aplicación de la ley. Además, expresó su preocupación de que la decisión podría sentar un precedente que afecte negativamente a otras agencias federales y su capacidad para imponer sanciones administrativas.
Al respecto, Adrian Vermeule, profesor de Derecho en la Universidad de Harvard, ha expresado críticas hacia la decisión de la Corte Suprema en el caso Securities and Exchange Commission v. Jarkesy. Vermeule argumenta que este fallo forma parte de una tendencia más amplia de la Corte para restringir la autoridad de las agencias administrativas, lo que, según él, podría debilitar la capacidad del gobierno para regular eficazmente en áreas complejas. En su opinión, la decisión en Jarkesy, junto con otros fallos recientes, incrementa los costos de la regulación y expone a las agencias a una mayor vulnerabilidad frente a litigios, lo que podría obstaculizar la implementación de políticas públicas esenciales102.
Lo anterior parece guardar intrínseca relación con la teoría de las “cuestiones importantes,” recientemente promovida por la Corte Suprema de Estados Unidos, la que plantea una serie de problemas profundos que deberían preocupar a todos aquellos que creen en la capacidad del gobierno para proteger el interés público de manera efectiva y justa103.
En esa comprensión del tema, cabe señalar que, al imponer al Congreso la carga de legislar con una claridad casi inalcanzable —como si cada término, cada coma, debiera anticipar todas las complejidades del mundo real—, esta teoría jurídica deja de ser una interpretación rigurosa de la ley para convertirse en una trinchera, una forma velada de paralizar la acción estatal. Bajo su aparente formalismo, en rigor de verdad, se esconde una estrategia de inmovilidad, toda vez que, si las agencias no pueden actuar sin instrucciones explícitas y cristalinas, entonces cualquier avance significativo en nombre del interés público se torna improbable, si no imposible. Es, en definitiva, una manera de sustraerle al Estado su capacidad de respuesta, de volverlo sordo y lento frente a los desafíos contemporáneos, mientras se proclama, en nombre de la separación de poderes, una pasividad que termina afectando, no a las instituciones, sino a los ciudadanos que de ellas dependen.
Es una estrategia que, en su esencia, corre el riesgo de dejar inoperante la capacidad del gobierno para regular cuestiones esenciales en un mundo cada vez más complejo y demandante. Efectivamente, la insistencia de la teoría en una “declaración clara” del Congreso para autorizar regulaciones de “gran importancia económica y política” supone que el Congreso, una institución muchas veces paralizada por divisiones ideológicas y procedimentales, podrá anticiparse a cada desafío regulatorio futuro y legislar con un nivel de detalle abrumador.
Por eso cabe insistir respecto de que esta exigencia es, en realidad, una utopía. En la práctica, le pide al Congreso algo que no puede ofrecer: una visión clarividente y detallada de todas las cuestiones futuras que requieren regulación. Así, esta teoría parece menos una herramienta interpretativa que una trampa para impedir que las agencias actúen. Las regulaciones sobre el cambio climático, la salud pública y la seguridad en el trabajo quedan reducidas a esfuerzos limitados, si no impotentes, en ausencia de un mandato preciso y directo del Congreso, aunque el propio Congreso haya delegado estas responsabilidades a las agencias precisamente porque las reconoce como necesarias104.
En ese sentido, la teoría de las cuestiones importantes —esa doctrina que reserva a los tribunales la última palabra sobre qué merece el calificativo de “trascendente” en el orden jurídico, económico o político— parte de una premisa silenciosa pero contundente, en orden a que solo los jueces, investidos de imparcialidad y alejados del fragor técnico de lo cotidiano, están en condiciones de decidir qué cuenta como importante para el país. Al respecto no puede obviarse que esta suposición, camuflada en el ropaje de la separación de poderes, en rigor de verdad revela una arrogancia institucional difícil de disimular. ¿Quién, si no las agencias especializadas, formadas por técnicos, científicos, economistas y administradores públicos, está en mejor posición para evaluar la magnitud real de un desafío económico o el impacto de una política ambiental? Acaso se puede poner en tela de jucio su conocimiento del terreno. No es verdad querespiran en tiempo real los cambios del mercado, las mutaciones climáticas, las crisis sanitarias.
Así y todo, bajo esta doctrina, su juicio se subordina a una idea abstracta de “importancia” que los tribunales moldean desde la distancia, sin necesariamente comprender las complejidades materiales de aquello que deben calificar. De esta manera, el derecho se aleja del saber empírico y se instala en una zona de autoridad interpretativa que corre el riesgo de ser más formalista que funcional. La paradoja es evidente: se exige al Estado una reacción eficiente, moderna y adaptable, pero se niega capacidad decisoria a quienes están precisamente diseñados para ello. El resultado, entonces, no es más institucionalidad, sino más parálisis. No más control democrático, sino más desconexión entre el derecho y la vida concreta de las personas105.
En efecto, las agencias han sido el pilar de la administración moderna, llenando los vacíos que el Congreso, por limitaciones de tiempo o conocimiento técnico, no puede abordar. Insistir en que solo el Congreso puede autorizarlas de manera explícita para tomar decisiones de importancia es subestimar la naturaleza de los problemas actuales y la velocidad con la que evolucionan.
En definitiva, las recientes decisiones han encendido alarmas sobre el futuro de la regulación administrativa y la capacidad del Estado para proteger el interés público. Como mencioné anteriormente, en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, se puso fin a la doctrina de deferencia establecida en Chevron, una pieza clave del andamiaje jurídico que permitía a las agencias interpretar estatutos ambiguos dentro del ámbito de sus competencias. Ahora, con la eliminación de este principio, las agencias se enfrentan a un panorama incierto, por cuanto cualquier interpretación que formulen sobre la normativa que deben aplicar quedará expuesta a un escrutinio judicial constante, sometida a la visión de jueces que, aunque expertos en derecho, pueden carecer del conocimiento técnico necesario para comprender plenamente las complejidades regulatorias. Sin duda alguna esta nueva realidad no solo ralentiza la implementación de políticas públicas, sino que además introduce un margen de imprevisibilidad que dificulta la planificación y ejecución de medidas esenciales en áreas como la salud, el medio ambiente y la seguridad financiera.
En consecuencia, el problema central no es solo la pérdida de deferencia judicial, sino el mensaje implícito que envía la Corte respecto de la idea de que las agencias, creadas precisamente para gestionar cuestiones especializadas con flexibilidad y experticia, deben ceder su capacidad de decisión a un poder judicial que, en última instancia, podría no estar equipado para reemplazarlas en ese papel. Así, la pregunta inquietante no es solo cómo podrán las agencias cumplir eficazmente con sus responsabilidades en un entorno legal tan volátil, sino qué impacto tendrá esta fragilidad institucional en la vida cotidiana de los ciudadanos, que dependen de regulaciones estables y eficaces para garantizar su bienestar.
Agregado a lo anterior en SEC v. Jarkesy, la Corte sostuvo que la Séptima Enmienda otorga el derecho a un juicio por jurado en casos donde la SEC busca imponer sanciones civiles. Como comenté esta decisión limita una de las herramientas más efectivas de la SEC para hacer cumplir las leyes de valores, obligándola a recurrir a litigios judiciales prolongados y costosos. En ese sentido, la capacidad de la SEC para responder rápidamente a fraudes y manipulaciones en el mercado financiero se ve seriamente comprometida, poniendo en riesgo la protección de los inversores y la integridad del mercado. Asimismo, en el caso menos conocido de Corner Post v. Board of Governors of the Federal Reserve System, la Corte permitió que los litigantes impugnen acciones finales de agencias incluso después del plazo de prescripción de seis años establecido por la Ley de Procedimiento Administrativo (APA)106.
En ese sentido, resulta manifiesto que esta decisión abre la puerta a que regulaciones establecidas desde hace tiempo sean objeto de litigios años después de su implementación, socavando la estabilidad y la certeza jurídica que son fundamentales para el funcionamiento efectivo de las agencias gubernamentales.
Finalmente, en Ohio v. EPA, la Corte indicó que los tribunales deben aplicar estándares más rigurosos al revisar cómo las agencias responden a los comentarios durante el proceso de reglamentación. Este cambio impone una carga adicional a las agencias, que ahora deben ser extremadamente meticulosas en cada etapa del proceso normativo, enfrentando una posible revisión judicial exhaustiva que podría paralizar su capacidad para abordar de manera ágil y efectiva los problemas emergentes107.
Es de toda verdad que, todas estas decisiones, vistas en conjunto, configuran un giro decisivo hacia la restricción de la autonomía de las agencias, dificultando su capacidad para regular de manera eficaz en un mundo cada vez más complejo e interconectado. La lógica subyacente no parece otra que devolver el poder interpretativo a los tribunales y reforzar la separación de poderes. Así, en nombre de la institucionalidad, termina debilitándose la gobernanza misma. Es que, en efecto, las agencias administrativas fueron concebidas precisamente para lidiar con problemas técnicos y dinámicos que exigen respuestas especializadas y oportunas.
Con toda seguridad, limitar su margen de acción bajo el argumento de frenar un supuesto exceso burocrático ignora el hecho de que la regulación no es un capricho, sino una herramienta esencial para salvaguardar la estabilidad económica, la seguridad pública y el bienestar social. Los costos de este nuevo paradigma pueden ser inmensos: normativas más difíciles de aplicar, incertidumbre regulatoria, retrasos en la implementación de políticas fundamentales y un sistema jurídico que, en lugar de facilitar la solución de problemas, termina obstaculizando la respuesta estatal a desafíos urgentes.
Es imperativo, entonces, reflexionar con seriedad sobre las implicaciones de este repliegue institucional. ¿Cómo garantizar un equilibrio entre la supervisión judicial y la capacidad de las agencias para actuar con eficacia? ¿Hasta qué punto la independencia de los jueces en la interpretación de la ley justifica la erosión del criterio técnico de quienes están encargados de su aplicación cotidiana? La pregunta no es meramente teórica: de la respuesta dependerá la capacidad del Estado para cumplir con su deber más esencial en una sociedad democrática moderna—proteger y servir al interés público con la celeridad y la precisión que las circunstancias exigen.
Como subyace, la reciente postura de la Corte Suprema hacia las agencias administrativas no es simplemente un cambio técnico en la jurisprudencia; es un cambio radical y profundamente preocupante que amenaza con desmantelar la arquitectura de la gobernanza moderna en los Estados Unidos. Al requerir que el Congreso brinde “autorizaciones claras” para que las agencias regulen cuestiones de “importancia económica y política”, la Corte ha impuesto una carga inverosímil y devastadora sobre el gobierno federal. Esto revela una visión nostálgica, casi utópica, de la democracia, donde el Congreso, esa institución a menudo paralizada y fragmentada, debería deliberar y prever cada detalle de nuestras necesidades regulatorias futuras. En realidad, la Corte nos ha arrojado a un vacío regulatorio, entregándonos a la parálisis de un sistema legislativo que no puede, ni podrá, adaptarse a la velocidad de las demandas contemporáneas.
La doctrina de las “cuestiones importantes”, en la forma en que la está aplicando la Corte, opera con una arrogancia y desdén que enmascaran una indiferencia total hacia las realidades prácticas del gobierno. Es una postura que desconoce por completo la razón por la cual las agencias existen en primer lugar: para manejar las innumerables complejidades técnicas y los detalles cambiantes que la vida moderna exige. La Corte parece olvidar que el Congreso, en su sabiduría, ha confiado en estas agencias precisamente porque reconocía sus propias limitaciones en asuntos técnicos especializados. El Congreso, compuesto por políticos y no por expertos en ciencia, economía, o ecología, entendió que necesitaba recurrir a las agencias para interpretar y aplicar las leyes en cuestiones que están más allá del conocimiento de sus legisladores.
Pero esta Corte ha desechado esa deferencia sabia y pragmática, en favor de un dogma de claridad estatutaria que, en el fondo, es imposible de cumplir. Pretender que el Congreso sea capaz de anticipar y detallar cada aspecto de cada cuestión relevante es poco más que una fantasía. Y una fantasía que, en su realización, solo asegura una cosa: la inacción regulatoria. En lugar de permitir que las agencias interpreten y llenen los vacíos, ahora se exige que cada ambigüedad sea una señal de silencio legislativo. Y en esa visión, el silencio no es simplemente falta de autorización, sino una prohibición velada. Así, la Corte ha optado por un nihilismo regulatorio, donde cualquier falta de claridad es una excusa para invalidar el esfuerzo de gobernanza en su totalidad.
La deferencia de Chevron no era un simple tecnicismo legal. Era un reconocimiento de que el derecho a veces debe acomodarse a la expertise y adaptabilidad de las agencias que son, después de todo, las más cercanas a la complejidad de los problemas. Al retirar esta deferencia, la Corte no está defendiendo la Constitución; está, en cambio, arrastrando al país hacia una rigidez dogmática que ignora los problemas reales que el gobierno debe enfrentar. Desde el cambio climático hasta la salud pública, las agencias necesitan flexibilidad para responder rápidamente a crisis y adaptarse a nuevas realidades. La insistencia en la claridad absoluta convierte a la regulación en un proceso interminable, donde cada acción se convierte en litigio y cada paso adelante enfrenta el riesgo de ser revertido años después por un tribunal que interpreta ambigüedades como defectos fatales.
Esta rigidez doctrinal que ahora predica la Corte no tiene precedentes en la historia de la gobernanza estadounidense. En lugar de protegernos de un “exceso de poder”, nos expone a la negligencia y al vacío regulatorio, en un país donde los problemas actuales y futuros exigen más, no menos, capacidad de respuesta. Los reguladores, ahora atrapados entre la exigencia de una autorización legislativa perfecta y el temor constante a la revisión judicial, se ven obligados a actuar con extrema cautela o, peor aún, a no actuar en absoluto. Y mientras tanto, el público, que depende de la regulación para su seguridad y bienestar, queda desprotegido frente a los riesgos que las agencias no pueden mitigar debido a este nuevo y paralizante estándar.
La ironía es dolorosa: en nombre de la libertad, la Corte está debilitando precisamente las instituciones que protegen a los ciudadanos de los peligros y las injusticias de un mercado sin regulación. Nos está empujando a una era de desprotección regulatoria en la que el gobierno, con sus manos atadas por la falta de claridad perfecta, se convierte en un espectador impotente. Este es el legado de una visión miope y peligrosa de la Constitución que interpreta el silencio como una prohibición y cada ambigüedad como un vacío intencional.
XIX. Conclusiones. El ocaso del originalismo.
El detonante, la chispa que encendió la hoguera del originalismo, se produjo con una ironía difícil de ignorar: vino de la mano de un inesperado aliado en el caso Bostock. Fue el propio Neil Gorsuch, un juez identificado con la escuela originalista, quien, al redactar la opinión mayoritaria, aplicó una lectura textualista de la Ley de Derechos Civiles de 1964 para extender su protección a los trabajadores LGBTQ+. Esta decisión, aunque celebrada por muchos sectores progresistas, generó un terremoto dentro del movimiento conservador, pues reveló una fisura en su interpretación jurídica: si el originalismo exigía ceñirse al texto literal de la ley, sin importar las intenciones subjetivas de sus redactores, entonces debía aplicarse de manera consistente, incluso cuando sus consecuencias resultaran incómodas para quienes tradicionalmente lo defendían108.
Así, Bostock puso a prueba la coherencia del originalismo como método interpretativo. Para algunos, fue la prueba definitiva de que este enfoque no estaba subordinado a resultados políticos predecibles y, para otros, una traición al propósito conservador de recuperar el control de la interpretación constitucional. Lo cierto es que, lejos de apaciguar el debate, la decisión avivó las tensiones entre textualismo y originalismo, acelerando una redefinición de su papel en la jurisprudencia estadounidense.
La decisión, que extendió la prohibición de discriminación “por motivos de sexo” en el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 para incluir la discriminación por orientación sexual e identidad de género, fue inesperada para algunos y provocó una intensa reflexión sobre la aplicabilidad y los límites del textualismo. Es que, en efecto, para Gorsuch, el textualismo no es un método rígido o insensible a las realidades contemporáneas, sino una herramienta para extraer el significado más directo y claro de la ley, independientemente de las intenciones o expectativas históricas. Su opinión en Bostock expuso cómo el textualismo puede llevar a conclusiones expansivas e inclusivas, incluso cuando los resultados parecen contradecir el entendimiento convencional de los términos en su momento de redacción.
En Bostock, Gorsuch desplegó un razonamiento que, aunque polémico en ciertos círculos conservadores, resultó implacable desde la lógica textualista. Para él, el lenguaje del Título VII era diáfano en su formulación: la prohibición de la discriminación “por motivos de sexo” abarcaba necesariamente cualquier trato desfavorable basado en orientación sexual o identidad de género. La clave de su argumentación residía en una observación inapelable: estas categorías no pueden ser analizadas de manera aislada, sino únicamente en relación con el sexo. Gorsuch ilustró su punto con un ejemplo de sencilla contundencia: si un empleador despide a un hombre por estar en una relación con otro hombre, pero no sancionaría de la misma manera a una mujer en idéntica situación, entonces la diferencia de trato se basa en el sexo del empleado. Esa distinción, en sí misma, activa la prohibición del Título VII. En otras palabras, la discriminación por orientación sexual o identidad de género es inseparable de la discriminación por sexo, ya que la acción del empleador se fundamenta en el género de la persona y en cómo se espera que actúe según ese género.
En ese sentido, lo más notable de su razonamiento fue su insistencia en que el resultado, aunque sorprendente para algunos, no podía ser motivo de objeción dentro del textualismo. Al contrario, representaba una prueba de su coherencia: el textualista no tiene el lujo de modificar la interpretación del lenguaje para ajustarla a intenciones subjetivas o a expectativas sociales. Su única guía es el texto mismo, tal como fue escrito. Así, Gorsuch presentó su fallo no como una expansión de derechos impulsada por consideraciones progresistas, sino como una aplicación rigurosa y neutral del lenguaje legal, sin concesiones a ideologías ni a presiones políticas.
Cabe consignar que esta decisión, sin embargo, puso de relieve un punto de fricción dentro del conservadurismo judicial. Para algunos originalistas, Bostock representó una aplicación estricta del método interpretativo que tanto defendían; para otros, fue una advertencia de que el textualismo podía generar resultados contrarios a las convicciones políticas de quienes lo promovían. En cualquier caso, la sentencia dejó en claro que el textualismo, en su forma más pura, no garantiza resultados conservadores ni progresistas: solo promete fidelidad al texto109.
Esta particular mirada desafía la idea de que este método es inherentemente conservador o restrictivo. Al aplicar el texto de la ley literalmente, sin intentar ajustarlo a los supuestos límites originales de los legisladores de 1964, Gorsuch habría demostrado que el textualismo puede ser una herramienta expansiva y transformadora. En su opinión, Gorsuch señaló que “cuando el significado de una ley es claro, nuestra tarea como jueces es simplemente aplicarla según sus términos”. Esta posición subraya una diferencia crucial: el textualismo, en su versión gorsuchiana, no se preocupa por si los redactores de la ley en 1964 habrían anticipado la inclusión de las personas LGBT dentro de la protección contra la discriminación. Gorsuch sostiene que no importa lo que los legisladores hubieran pensado o querido; lo que importa es lo que realmente escribieron. Si los términos de la ley incluyen, por sus propias palabras, situaciones que afectan a las personas LGBT, entonces esas protecciones deben aplicarse.
En efecto, desde la perspectiva de Gorsuch, el textualismo es una defensa contra los sesgos y las interpretaciones personales de los jueces, quienes no deben introducir sus propios valores o interpretaciones sobre lo que una ley “debería” significar. En lugar de eso, Gorsuch ve el textualismo como un mecanismo para preservar la objetividad judicial, obligando a los jueces a leer la ley de acuerdo con su lenguaje directo y a ignorar tanto sus propias preferencias como las intenciones no expresadas de los redactores. En Bostock, esta neutralidad en la interpretación llevó a una ampliación de derechos, en lugar de a una restricción. Para Gorsuch, esto es precisamente lo que significa ser fiel al texto: aceptar el resultado, sea cual sea, sin importar si parece progresista o conservador. Al insistir en que el lenguaje de la ley debe prevalecer sobre los supuestos acerca de la intención de los legisladores, Gorsuch sugiere que el textualismo, lejos de ser una interpretación estrecha o inflexible, puede ser un método de aplicación estricta que, en algunos casos, produce resultados que desafían las expectativas.
Así las cosas, va de suyo que el enfoque de Gorsuch ignora el contexto histórico en el que fue escrita la ley y, por lo tanto, traiciona el “espíritu” del originalismo, que busca respetar el entendimiento original de los términos en el momento en que se promulgaron. Seguramente los legisladores de 1964 no tuvieran en mente la protección de las personas LGBT y que, por lo tanto, aplicar la ley de esta manera es una reinterpretación moderna y una extrapolación injustificada. Pero, desde la perspectiva de Gorsuch, el textualismo no trata de preservar el “espíritu” de la época, sino de asegurar que las palabras que los legisladores eligieron tengan el significado que explícitamente contienen. Definitivamente para Gorsuch, el textualismo no es una herramienta de preservación histórica, sino un compromiso con el lenguaje y su significado inherente110.
En consecuencia, Bostock demuestra cómo el textualismo, aplicado con rigor, puede producir resultados que algunos podrían considerar sorprendentes o incluso radicales. En un tiempo en el que la Corte ha adoptado un enfoque cada vez más textualista en su jurisprudencia, Bostock destaca cómo este enfoque no se alinea automáticamente con una agenda conservadora o progresista. En su esencia, para Gorsuch, el textualismo es una forma de respetar la ley por lo que es y de limitar la discrecionalidad judicial a favor de una aplicación fiel de lo que los legisladores realmente promulgaron, sin importar las consecuencias que de ello puedan surgir.
Mitchell N. Berman y Guha Krishnamurthi111 ofrecen una crítica sustancial a la interpretación textualista que el juez Neil Gorsuch empleó en el fallo de Bostock v. Clayton County.
En ese sentido, los autores sostienen que, aunque la decisión final —proteger a los trabajadores LGBT contra la discriminación laboral— fue ampliamente aclamada, el razonamiento textualista que Gorsuch utilizó para justificar esta conclusión fue incorrecto y problemático desde el punto de vista metodológico.
En ese sentido, esta crítica examina cómo la supuesta interpretación textualista aplicada por Gorsuch no solo es inconsistente con los principios fundamentales del propio textualismo, sino que también revela las limitaciones de este método interpretativo para abordar temas complejos de derechos civiles en un contexto moderno. Particularmente afirman que Gorsuch aplicó incorrectamente el “test de causa ‘but-for'” (causalidad directa) al caso, lo que resulta en una interpretación que distorsiona tanto el lenguaje ordinario como la intención del legislador en 1964, cuando se aprobó el Título VII de la Ley de Derechos Civiles.
Según los autores, Gorsuch aplica una lógica contra-factual para argumentar que, si se cambiara el sexo del demandante y el resultado fuera diferente, entonces la discriminación en cuestión es “por motivos de sexo”. Sin embargo, Berman y Krishnamurthi argumentan que este enfoque simplista ignora el contexto lingüístico y social del término “sexo” en 1964, ya que el concepto de discriminación por orientación sexual no estaba incluido en la comprensión pública ni en la intención legislativa de la época.
En efecto, la interpretación textualista de Gorsuch no es coherente con el “significado público ordinario” que debería guiar a los textualistas en su análisis. En lugar de adherirse al uso común del término “sexo” como lo habría entendido el público de 1964, Gorsuch extiende el significado de “discriminación por sexo” para incluir la orientación sexual y la identidad de género, algo que no tiene base en el lenguaje de la época. Al hacerlo, el juez Gorsuch, irónicamente, se aleja del textualismo al “actualizar” la ley de manera que se adapta a las preocupaciones sociales y éticas contemporáneas, un enfoque más alineado con el “purposivismo” o el “living constitutionalism” que el textualismo que él afirma defender112.
En ese sentido, ya veremos en breve, que la metodología pluralista, que incorpora múltiples enfoques interpretativos como el contexto histórico, la intención del legislador y el propósito general de la ley, es una alternativa más adecuada para interpretar estatutos complejos como el Título VII en un contexto moderno. Claramente la decisión de Gorsuch muestra cómo el textualismo, cuando se aplica de manera estricta, puede producir resultados que parecen técnicamente correctos pero conceptualmente erróneos. En lugar de proporcionar una interpretación fiel y objetiva, la aplicación rígida del textualismo en Bostock crea una ficción interpretativa que distorsiona el significado original de la ley.
En esa comprensión del asunto, si bien el originalismo y el textualismo buscan imponer límites estrictos a los jueces, no es menos cierto que Bostock demuestra que dichos límites no son tan efectivos como sus defensores sugieren. Más aún, la decisión de Gorsuch revela que incluso dentro de un marco metodológico aparentemente rígido, los jueces conservan un margen significativo para decidir qué versión del originalismo aplicar, lo que deja abierta la puerta a la influencia de sus propias preferencias ideológicas.
Solamente en teoría, tanto el originalismo como el textualismo aspiran a reducir el papel de la subjetividad judicial, atando las interpretaciones al significado original de los textos legales o a su formulación literal. Sin embargo, la existencia de múltiples enfoques dentro del originalismo—como el originalismo de intención, el originalismo de significado público y el originalismo evolutivo—permite a los jueces optar por la variante que mejor encaje con su razonamiento en un caso específico. En Bostock, Gorsuch adoptó una lectura textualista que priorizaba el significado gramatical y estructural de la ley por encima del contexto histórico y la intención legislativa de 1964, mientras que otros jueces originalistas argumentaron que una interpretación fiel al Congreso de la época habría excluido cualquier referencia a la orientación sexual o la identidad de género.
Es toda verdad que este episodio pone en evidencia que la metodología interpretativa no es un escudo absoluto contra la subjetividad judicial. La elección entre distintas versiones del originalismo o del textualismo sigue siendo, en última instancia, una decisión humana, influenciada por el trasfondo ideológico del juez. Bostock demuestra que incluso los métodos interpretativos que se presentan como objetivos y neutrales pueden generar resultados inesperados o indeseables para quienes los defienden. En ese sentido, lejos de eliminar la discrecionalidad judicial, estas doctrinas terminan trasladando la subjetividad desde la interpretación del texto a la selección del marco interpretativo más conveniente en cada caso.
Lo enunciado precedentemente sugiere que la Corte Suprema no está adhiriéndose a un método interpretativo de manera consistente, sino que lo emplea estratégicamente. La flexibilidad que mostró en Bostock —donde reconoció que el lenguaje legal podía abarcar situaciones no previstas por el legislador original— contrasta radicalmente con su postura en casos recientes sobre regulación administrativa, donde ha optado por una lectura rígida que restringe la autoridad de las agencias gubernamentales. Efectivamente, en lugar de reconocer que las ambigüedades en los textos legales son inevitables y que las agencias, con su especialización técnica, están mejor posicionadas para interpretar y aplicar la ley según las necesidades actuales, la Corte ha adoptado un enfoque literalista que limita su margen de acción. Esta insistencia en un “significado público original” que, en muchos casos, es incierto y susceptible de múltiples interpretaciones, no es una manifestación de coherencia doctrinal, sino una estrategia de restricción institucional. Lo que emerge de esta postura es un sesgo implícito: mientras que en Bostock la Corte aceptó que el lenguaje legal podía evolucionar y adaptarse a nuevas realidades sociales, en el ámbito de la regulación administrativa parece determinada a utilizar el textualismo como un instrumento para desmantelar el poder de las agencias. Al exigir una claridad estatutaria casi imposible de lograr, la Corte desconoce la realidad del proceso legislativo, en el que el lenguaje de las leyes es a menudo un delicado equilibrio entre precisión y flexibilidad. Esta contradicción revela un textualismo aplicado de manera selectiva: en algunos casos, permite que la ley se expanda conforme a su texto, independientemente de las intenciones originales de los legisladores; en otros, impone una lectura estrecha que impide cualquier adaptación al contexto moderno. La consecuencia es clara: mientras en materia de derechos civiles el textualismo puede generar resultados inesperados, en el ámbito regulatorio se convierte en un obstáculo deliberado contra la capacidad del gobierno para responder a problemas contemporáneos. Así, más que una metodología interpretativa neutral, el textualismo parece estar siendo utilizado como una herramienta para redefinir los límites del poder estatal, debilitando el papel de las agencias en favor de una visión judicialmente controlada del gobierno113.
Lejos de ser una barrera infranqueable contra la discrecionalidad judicial, el textualismo y el originalismo pueden convertirse en herramientas estratégicas que, dependiendo del caso, sirven tanto para justificar decisiones expansivas como para restringir la acción gubernamental. Como se evidenció en Bostock, el mismo método que en un caso puede interpretarse como un mecanismo para proteger derechos puede, en otro, convertirse en un instrumento para desmantelar regulaciones estatales. Esta inconsistencia pone en entredicho la idea de que estos enfoques eliminan la subjetividad judicial, ya que, en última instancia, la elección de qué versión del textualismo u originalismo aplicar sigue dependiendo de la discreción del propio juez.
Así, la gran promesa de neutralidad que estos métodos ofrecen se ve erosionada por la realidad de su aplicación. No son fórmulas rígidas e infalibles, sino herramientas interpretativas que, en manos de un juez, pueden usarse de manera flexible para justificar una amplia gama de resultados. Irónicamente, lo que se presenta como un freno a la subjetividad judicial puede, en la práctica, ser un vehículo más para su ejercicio, solo que bajo una estructura argumentativa diferente.
Hay que reírse, claro que sí. Reírse de esos jueces que se juran Ulises, atados con sogas al mástil del texto legal para no sucumbir ante los cantos de sirena del subjetivismo. Pobres mártires del derecho, héroes trágicos que, con gesto solemne, declaran su lealtad inquebrantable a las palabras originales de la ley, como si fueran un dogma sagrado, como si no hubiera en cada coma, en cada verbo, una ambigüedad esperando ser descubierta.
Dicen que no interpretan, que solo aplican. Que ellos no crean derecho, que lo descubren, como quien desentierra una estatua de mármol puro en medio del lodo legislativo. Pero basta un caso incómodo, una ley con esquinas filosas, y entonces, oh sorpresa, el textualismo se vuelve flexible, el originalismo se dobla como un junco, y la soga que los ataba se afloja justo a tiempo para que puedan moverse con libertad. Porque, al final del día, estos jueces-Ulises no están atados a nada más que a sus propias convicciones. Usan el textualismo cuando les conviene, lo abandonan cuando estorba, y cuando alguien les señala la contradicción, levantan la vista al cielo y dicen que no es su culpa, que la ley es clara, que ellos solo obedecen. Y uno, que ya ha visto este espectáculo demasiadas veces, no puede hacer más que aplaudir con sorna y seguir riéndose.
.Entonces, ¿qué significa realmente que un juez se declare textualista o originalista? ¿Es una garantía de neutralidad? En la práctica, estos métodos pueden ser tan moldeables como cualquier otra forma de interpretación. Al adoptar una variante textualista u originalista específica, un juez puede ajustarse a su agenda o convicciones políticas sin abandonar el manto de objetividad que estos métodos supuestamente brindan. Lejos de ser una limitación, el textualismo y el originalismo ofrecen una apariencia de restricción mientras permiten, en el fondo, una considerable libertad de interpretación. De hecho, esta paradoja debería preocuparnos, especialmente cuando la Corte utiliza el textualismo para justificar limitaciones radicales al poder regulador del gobierno, como hemos visto en recientes casos sobre el poder de las agencias administrativas. El argumento de que el textualismo y el originalismo restringen la acción judicial queda socavado por la multiplicidad de interpretaciones posibles dentro de esos mismos métodos. Cuando un juez puede elegir entre interpretaciones originales para justificar una decisión —o cuando puede decidir si la “claridad estatutaria” es suficientemente explícita o no—, estamos, en efecto, ante una discrecionalidad disfrazada.
Así las cosas, el esplendor del originalismo en el movimiento legal conservador empieza a desvanecerse, como esas estatuas de mármol que, con el tiempo, revelan que debajo solo había yeso barato. Y no es para menos. La gran traición llegó con Bostock v. Clayton County, ese día fatídico en que el textualismo, fiel escudero del conservadurismo, decidió tomar un desvío inesperado y terminó extendiendo la Ley de Derechos Civiles a homosexuales y personas transgénero. De repente, la doctrina que había sido la joya de la corona se convirtió en un caballo de Troya. La reacción de la derecha fue predecible: primero incredulidad, luego indignación y, finalmente, la búsqueda de un culpable.
John Horvat, académico conservador, no se limitó a lamentar el fallo. No. Fue más lejos, como quien descubre que el problema no es solo el incendio, sino la arquitectura misma del edificio. En una polémica de tintes apocalípticos, proclamó que el originalismo no era más que otro síntoma de la “decadencia moral de los tiempos”, una concesión a la modernidad corrosiva que había permitido a jueces como Gorsuch interpretar la ley sin pedir permiso al espíritu de los fundadores. ¿La solución? Abandonar esa reliquia defectuosa y volver a los fundamentos verdaderos: la ley natural, esa norma eterna, escrita en los corazones de los hombres, válida en todo tiempo y lugar, y convenientemente inmune a cualquier escrutinio democrático114.
Claro que, si uno se detiene a pensarlo, la cosa tiene su gracia. Durante años, el originalismo fue presentado como el antídoto infalible contra la arbitrariedad judicial, la piedra filosofal que evitaría que los jueces se convirtieran en legisladores disfrazados. Pero, resulta que no hay originalismo que resista la tentación de elegir qué parte de la historia enfatizar y qué parte olvidar. Resulta que incluso la lectura más estricta del texto puede, en manos de un juez motivado, convertirse en plastilina jurídica. Y cuando el originalismo deja de garantizar los resultados esperados, cuando ya no sirve como muralla contra los avances que se quieren frenar, entonces no hay más remedio que descartarlo como una idea corrupta y buscar refugio en algo aún más vaporoso, algo que no pueda ser refutado porque no está escrito en ninguna parte: la ley natural.Porque claro, si la Constitución ya no dice lo que ellos quieren que diga, siempre queda el recurso de apelar a lo que supuestamente está grabado en el alma humana. Y ahí ya no hay discusión posible. El originalismo, ese método que pretendía salvarnos de la discrecionalidad judicial, termina revelándose por lo que siempre fue: una excusa elegante, una estrategia vestida de rigor histórico, un instrumento hasta que deja de serlo. Y entonces, a otra cosa.
En ese sentido, no cabe duda ninguna de que, hasta hace poco, la ley natural115 estaba eclipsada por el originalismo. Ahora bien, a medida que crece el escepticismo sobre el originalismo, la ley natural ha empezado a ganar una popularidad inesperada entre juristas y académicos conservadores.
Al respecto, no cabe duda de que, hasta hace poco, la ley natural estaba guardada en el baúl de los recuerdos, eclipsada por el brillo académico del originalismo. Era un vestigio de tiempos más simples, cuando los jueces no necesitaban escarbar en documentos históricos ni hacer contorsiones textuales para justificar un fallo, porque bastaba con invocar “lo que es evidente por sí mismo” y listo, asunto resuelto. Pero ahora que el originalismo ha empezado a mostrar sus grietas, que ha demostrado ser menos un método infalible y más un juego de malabares interpretativos, la ley natural ha salido de las sombras y ha comenzado a ganar una popularidad inesperada entre juristas y académicos conservadores.
En efecto, los originalistas argumentan que el respeto al texto protege contra la arbitrariedad. Pero, ¿no es acaso arbitrario ignorar los problemas y las injusticias de hoy en nombre de una fidelidad mal entendida a los valores de una época que ya no existe? ¿No es una forma de ceguera moral el negarse a interpretar la ley a la luz de los ideales de equidad y compasión que hoy consideramos universales? Al rechazar la evolución de la ley y su conexión con una verdad moral mayor, el originalismo traiciona el espíritu mismo de justicia que debería defender. La ley no debería ser un ancla que nos arrastre hacia el pasado, sino una brújula que nos guíe hacia un futuro más justo. Y, sin embargo, el originalismo, con su mirada fija en lo que los redactores originales “habrían pensado”, nos fuerza a vivir bajo el yugo de sus limitaciones. Es como si estuviera diciéndonos que no tenemos derecho a avanzar, a aprender de los errores, a reconocer los derechos de aquellos a quienes el pasado ignoró116.
En lugar de buscar un derecho que sea capaz de crecer y de adaptarse a una sociedad en constante cambio, el originalismo nos impone una justicia inmóvil, sorda, una justicia que prefiere la seguridad de un texto antiguo a la valentía de enfrentar los dilemas de hoy. Efectivamente, en su miedo a la arbitrariedad, se convierte él mismo en una forma de tiranía, al negarnos el poder de moldear la ley a la luz de los principios de humanidad y equidad que deberían guiarnos siempre. De hecho, la justicia, cuando es verdadera, no teme al cambio ni se esconde tras los muros de un pasado muerto. La justicia es un ideal que debe ser perseguido activamente, una meta que exige valentía, empatía y una voluntad de mirar más allá del texto, hacia el espíritu humano que inspira cada palabra. Ciertamente, cuando nos negamos a hacerlo, cuando permitimos que la ley se convierta en una prisión en lugar de una promesa, traicionamos el propósito más profundo del derecho ya que dejamos de proteger a las personas y comenzamos a proteger las palabras, como si las palabras fueran más valiosas que las vidas, que las dignidades, que los derechos que están en juego117.
Son, en efecto, extremadamente valiosas —y también profundamente reveladoras— las consideraciones de Hadley Arkes sobre el derecho natural y su relación con la Constitución118. Arkes, una de las voces más influyentes dentro del renacimiento contemporáneo del jusnaturalismo en el ámbito jurídico estadounidense, ha sabido articular con brillantez una crítica tanto al positivismo jurídico como al originalismo cuando estos se aíslan de los fundamentos morales que, según él, son intrínsecos al orden constitucional.Para Arkes, el error fundamental de buena parte del pensamiento jurídico moderno, incluido cierto tipo de originalismo, radica en la idea de que las normas constitucionales pueden interpretarse adecuadamente sin referencia alguna a principios morales preexistentes y superiores al texto mismo. Es decir, interpreta la Constitución no como un artefacto puramente legal o histórico, sino como una expresión concreta de verdades más amplias, de principios de justicia y razón que, en su visión, son accesibles a la mente humana mediante el uso de la razón práctica. De ahí su insistencia en que el derecho no se agota en el texto: detrás del artículo, detrás de la cláusula, siempre hay una ratio, una orientación hacia el bien, que no puede ser ignorada sin vaciar de contenido moral al sistema jurídico. Uno de los puntos más agudos de Arkes se encuentra en su crítica al originalismo “ciego”, el que se atiene solo al significado original de las palabras sin preguntarse si ese significado original estaba, de hecho, alineado con la justicia. Arkes plantea que la Constitución de los Estados Unidos no puede comprenderse sin asumir ciertos supuestos morales previos —por ejemplo, que existe una distinción objetiva entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal— y que los redactores del texto constitucional operaban precisamente sobre ese entendimiento. En su obra First Things, y más tarde en Constitutional Illusions and Anchoring Truths, insiste en que incluso la más técnica de las cláusulas constitucionales encuentra su sentido pleno solo cuando se la vincula con esos principios permanentes que el derecho natural ofrece como cimiento119.
Por eso, para Arkes, decisiones como Roe v. Wade o incluso ciertas posturas de los jueces autodefinidos como originalistas no son erróneas simplemente por apartarse del texto, sino porque ignoran el contenido moral que debería guiar toda interpretación constitucional. Su posición se nutre de la tradición de los Fundadores —especialmente de la Declaración de Independencia— como una fuente normativa viva que subraya que todos los hombres son creados iguales y dotados de derechos inalienables. Para él, eso no es un mero preámbulo político, sino un principio jurídico con fuerza vinculante.
Por supuesto, el enfoque de Arkes no está exento de críticas. Para muchos juristas contemporáneos, la apelación a principios morales “objetivos” supone el riesgo de abrir la puerta al subjetivismo judicial disfrazado de moralismo. Ante sus adversarios circunstanciales, Arkes responde que todos los métodos interpretativos implican juicios de valor, y que lo que realmente necesitamos no es la ilusión de una neutralidad imposible, sino la disposición honesta a reconocer que toda interpretación jurídica reposa, en última instancia, sobre ciertas premisas morales.
Finalmente, la pregunta medular no es si el derecho incorpora moral, sino qué moral estamos incorporando120.
Tengo para mí, que en tiempos donde el originalismo atraviesa un momento de crisis interna —como lo demostró Bostock—, las propuestas de Arkes ofrecen una vía alternativa y superadora: un derecho constitucional que recupere su anclaje en la razón moral, en los principios universales de justicia, y que vea en la Constitución no un conjunto de instrucciones fijas para técnicos legales, sino un instrumento vivo al servicio de un orden justo.
Como bien sostiene Arkes, en suerte de paradoja positivista, hace notar que los Fundadores no crearon la Constitución como una fuente primaria de principios, sino como una herramienta para expresar los principios que ya existían en el derecho natural. Él cita al historiador Jonathan Gienapp121 y enfatiza que los Fundadores no veían necesario incluir en el texto todo lo que sabían sobre justicia y derecho, toda vez que confiaban en que esos principios eran evidentes y no dependían de las palabras exactas de la Constitución.
Ahora bien, esta crítica también pone de manifiesto un riesgo latente: si se rechaza el positivismo en favor de un orden divino, ¿quién tiene la autoridad para interpretar esa “voluntad de Dios”? En un mundo tan diverso y plural, imponer una única visión de lo divino como base del derecho podría significar una erosión de las libertades que el derecho positivo, con todas sus imperfecciones, busca proteger. La ley, vista como un producto humano, puede no ser perfecta, pero al menos permite el debate, la evolución y la inclusión de múltiples voces en su construcción.
Ya vimos que, durante décadas, los “textualistas” y “originalistas” han insistido en que sus métodos interpretativos son esenciales para preservar la integridad de la Constitución y evitar el colapso del estado de derecho en la república estadounidense. A menudo asociados con el conservadurismo político, los textualistas y originalistas argumentan que la rendición de cuentas democrática y el estado de derecho solo pueden garantizarse volviendo a las limitaciones basadas en el texto que están integradas en la Constitución. Estos límites restringen los poderes gubernamentales y protegen los derechos individuales en la creación de normas legales. Para lograr estos objetivos, sostienen que es necesario repoblar el poder judicial con jueces comprometidos a hacer cumplir la ley tal como está escrita, en lugar de imponer sus propias preferencias políticas. En esencia, este esfuerzo busca desplazar la teoría de la “constitución viviente”, que permite a los jueces interpretar las leyes según los propósitos percibidos en lugar de significados textuales fijos122.
En el horizonte, se advierte sin hesitación de ninguna clase que el defecto crítico del originalismo es que, independientemente de la forma que adopte, es inherentemente susceptible a la reinterpretación, especialmente en casos difíciles. Esto ocurre porque ningún método interpretativo puede obligar a sus adherentes a llegar consistentemente a conclusiones legales con las que fundamentalmente no están de acuerdo. Con el tiempo, tal disonancia erosiona la legitimidad del proceso, a menos que el intérprete se alinee con los principios subyacentes del texto. En consecuencia, el único “verdadero” originalista es aquel que comparte los valores fundamentales incrustados en el texto que está interpretando.
En consecuencia, el problema fundamental en el originalismo es su vulnerabilidad a la reinterpretación, especialmente en casos complejos o de alto impacto social. Si bien el originalismo se presenta como un método objetivo y fiel al significado original de la Constitución, en la práctica, ningún método puede forzar a un intérprete a mantener conclusiones que entren en conflicto con sus propias creencias o valores. De hecho, esta debilidad es significativa porque socava la consistencia y la legitimidad del originalismo; si los jueces reinterpretan el texto en función de sus inclinaciones personales, se convierte en un método tan subjetivo como aquellos que intentaba evitar.
La idea de que el único “verdadero” originalista es aquel que comparte los valores fundamentales del texto sugiere que el originalismo no es neutral. Requiere una afinidad con los principios y valores de la época en que se redactó la Constitución, lo que limita su aplicabilidad en contextos modernos. En ese sentido, lejos de ser un escudo contra la subjetividad, es un método que solo funciona para aquellos que ya están predispuestos a aceptar el marco moral y social de los fundadores. Es por ello que, a pesar de que en ocasiones ha habido una mayoría en la SCOTUS compuesta por jueces inclinados hacia el originalismo, la SCOTUS ha seguido involucrándose en la creación judicial de leyes, torciendo el lenguaje constitucional y legal para ajustarse a objetivos políticos específicos.
En ese orden de ideas, cabe destacar que esta tendencia ha alarmado a los creyentes religiosos, en particular a los católicos, ya que gran parte de esta jurisprudencia ha socavado las prácticas religiosas y la integridad familiar. La razón de este fracaso radica en la falta de fundamentos metafísicos del originalismo. El textualismo y el originalismo, tal como se practican hoy, ignoran la ley natural que subyace en la filosofía constitucional estadounidense. La promesa del originalismo era que los principios neutrales podrían amarrar al gobierno al significado original de la Constitución. Sin embargo, sin un reconocimiento de las verdades morales derivadas de la ley natural, el originalismo no puede cumplir esta promesa.
En conclusión, el textualismo, aunque valioso por su énfasis en el respeto a las palabras exactas de la ley, presenta limitaciones significativas cuando se enfrenta a desafíos morales y sociales complejos que los redactores originales de la Constitución no pudieron prever. De hecho, al centrarse exclusivamente en el significado literal o histórico del texto, corre el riesgo de ignorar los valores fundamentales de justicia, dignidad y bien común que subyacen al orden constitucional. En efecto, al carecer de un marco que permita la evolución moral de la sociedad, el textualismo puede inadvertidamente perpetuar interpretaciones injustas o desfasadas, sacrificando la esencia de la Constitución en favor de una rigidez que contradice su propósito de proteger derechos y promover el bienestar social. Pongamos por caso que una interpretación constitucional sólida debería incorporar no solo las palabras del texto, sino también los principios de ley natural que buscan reflejar los valores compartidos y las necesidades cambiantes de la sociedad.
En su esencia, la ley está enraizada en políticas y moldeada por suposiciones comunes sobre lo correcto y lo incorrecto. La interpretación legal requiere definir conceptos clave como “asesinato” o “persona”, y estas definiciones a menudo provienen de tradiciones culturales o de la aceptación de verdades universales, como la dignidad inherente de cada persona. Desafortunadamente, los jueces textualistas se han unido a sus contrapartes más activistas en el uso de la interpretación judicial para avanzar objetivos políticos que entran en conflicto con los principios de la ley natural.
En este sentido, tanto el “nuevo originalismo” como el originalismo tradicional de “intención original” han fracasado en prevenir la erosión de la Constitución y el orden social más amplio que está destinada a proteger. La verdadera interpretación constitucional requiere más que principios neutrales: demanda un compromiso con la tradición de la ley natural que fundamenta nuestro sistema constitucional en verdades morales compartidas.
- Lawrence B. Solum, “Semantic Originalism,” Illinois Public Law and Legal Theory Research Papers Series, no. 07-24 (2008): 176, disponible en SSRN: https://ssrn.com/abstract=1120244. Lawrence B. Solum, “Originalismo versus constitucionalismo vivo: la estructura conceptual del gran debate,” Revista de Derecho de la Universidad Northwestern 113, no. 6 (2019): 1249-1282, disponible en SSRN: https://ssrn.com/abstract=3326930. Lawrence B. Solum, “Originalist Theory and Precedent: A Public Meaning Approach,” Constitutional Commentary 33 (2018): 451-489. Lawrence B. Solum, “Triangulating Public Meaning: Corpus Linguistics, Immersion, and the Constitutional Record,” BYU Law Review 2017 (2017): 1621-1677. Lawrence B. Solum, “Originalist Methodology,” University of Chicago Law Review 84 (2017): 269-295. Lawrence B. Solum, “The Fixation Thesis: The Role of Historical Fact in Original Meaning,” Notre Dame Law Review 91 (2015): 1-78. Lawrence B. Solum, “Intellectual History as Constitutional Theory,” Virginia Law Review 101 (2015): 1111-1164. Lawrence B. Solum, “Communicative Content and Legal Content,” Notre Dame Law Review 89 (2013): 479-535. Lawrence B. Solum, “Originalism and Constitutional Construction,” Fordham Law Review 82 (2013): 453-537. ↩︎
- Solum, Lawrence B. “Semantic Originalism.” Illinois Public Law and Legal Theory Research Papers Series, no. 07-24 (2008): 176, disponible en SSRN: https://ssrn.com/abstract=1120244. Este artículo ofrece una formulación exhaustiva del originalismo semántico, subrayando la importancia del significado público original en la interpretación constitucional. Solum, Lawrence B. “Originalismo versus constitucionalismo vivo: la estructura conceptual del gran debate.” Revista de Derecho de la Universidad Northwestern 113, no. 6 (2019): 1249-1282, disponible en SSRN: https://ssrn.com/abstract=3326930. Analiza las diferencias estructurales entre el originalismo y el constitucionalismo vivo, proporcionando un marco conceptual para entender el debate. Scalia, Antonin. A Matter of Interpretation: Federal Courts and the Law. Princeton: Princeton University Press, 1997. El juez Scalia argumenta a favor de un enfoque textualista y originalista para la interpretación legal y constitucional. Balkin, Jack M. Living Originalism. Cambridge, MA: Harvard University Press, 2011. Este libro propone una reconciliación entre el originalismo y el constitucionalismo vivo, sugiriendo que ambos enfoques pueden coexistir. Barnett, Randy E. Restoring the Lost Constitution: The Presumption of Liberty. Princeton: Princeton University Press, 2004. Barnett argumenta que el originalismo es esencial para preservar la libertad individual y limitar el poder gubernamental. Whittington, Keith E. Constitutional Interpretation: Textual Meaning, Original Intent, and Judicial Review. Lawrence: University Press of Kansas, 1999. Explora la teoría originalista de la interpretación constitucional y su aplicación en el sistema judicial estadounidense. Miller, Bradley W., y Grant Huscroft, eds. The Challenge of Originalism: Theories of Constitutional Interpretation. Cambridge: Cambridge University Press, 2011. Una colección de ensayos que exploran la evolución y los desafíos teóricos del originalismo. McGinnis, John O., y Michael B. Rappaport. Originalism and the Good Constitution. Cambridge, MA: Harvard University Press, 2013. Los autores argumentan que el originalismo produce mejores resultados constitucionales al preservar el consenso original. ↩︎
- Sin embargo, el intencionalismo jamás ha desaparecido del todo. Como una sombra persistente en los corredores del pensamiento jurídico, el Originalismo de la Intención se aferra con inquebrantable nostalgia a la idea de que el verdadero significado de la Constitución yace en la voluntad de quienes la promulgaron. Su propósito, casi reverencial, es desentrañar los designios y motivaciones de aquellos venerables redactores y adoptantes, como si en sus deliberaciones—congeladas en el tiempo—residiera la clave inmutable para resolver los dilemas del presente. Porque, naturalmente, nada resulta más esclarecedor para afrontar los desafíos del siglo XXI que tratar de descifrar con precisión lo que un grupo de hombres del siglo XVIII tenía en mente. ↩︎
- Solum, Lawrence B. “What is Originalism? The Evolution of Contemporary Originalist Theory.” En The Challenge of Originalism: Theories of Constitutional Interpretation, editado por Grant Huscroft y Bradley W. Miller, 12-41. New York: Cambridge University Press, 2011. ↩︎
- En su esencia más pura, el Originalismo del Significado Público Original se erige sobre un principio inequívoco: el verdadero sentido de la Constitución es aquel que habría sido razonablemente comprendido por un lector informado en la época de su promulgación. Su mirada no se detiene en las intenciones subjetivas de los redactores, sino que se sumerge en la interpretación compartida y pública del texto en el momento de su adopción. Así, no es la voluntad individual de los fundadores la que orienta la exégesis constitucional, sino el significado que las palabras revestían en la conciencia jurídica de su tiempo, ese espacio donde el derecho y la historia convergen en un delicado equilibrio. ↩︎
- Por ende, para comprender una comunicación constitucional exitosa es imperativo distinguir entre los significados públicos originales “mínimos”, aquellos que emergen del lenguaje común y la lógica, y los significados más ricos y detallados que los originalistas suelen intentar descubrir. Por ejemplo, cuando la Constitución afirma que el mandato presidencia durará cuatro años, el plazo de ejercicio es indiscutible. Sin embargo, cuando los miembros de la generación fundadora discreparon sobre el significado de otras disposiciones (como ocurrió con frecuencia), la noción de que existiera un único, correcto y definitivo significado es, en última instancia, una quimera. ↩︎
- Con esta premisa, al retornar al significado público original, busca preservar el pacto fundacional entre el pueblo y sus gobernantes, sosteniendo que cualquier transformación en el significado constitucional debe materializarse a través de los cauces democráticos y no por obra de la interpretación judicial. ↩︎
- ¿Ha llegado el originalismo a su fin? Esta pregunta ha sido esbozada por el profesor de Derecho de Harvard Adrian Vermeule en su influyente obra Common Good Constitutionalism (Cambridge: Polity Press, 2022), donde defiende la necesidad de reemplazar esta teoría interpretativa con su propuesta homónima. ↩︎
- Vermeule, Adrian. Common Good Constitutionalism. Cambridge: Polity Press, 2022. Este libro detalla la crítica de Vermeule al originalismo, proponiendo un enfoque que prioriza el bien común sobre el significado original del texto constitucional. Barber, Sotirios A. “The Fallacies of Originalism.” Harvard Law Review Forum 125 (2011): 45-56. Barber analiza las limitaciones conceptuales del originalismo y cómo estas afectan su aplicación en el sistema judicial moderno. Whittington, Keith E. “Originalism: A Critical Introduction.” Fordham Law Review 82 (2013): 375-408. Este artículo proporciona una crítica al originalismo desde la perspectiva de su evolución y sus desafíos contemporáneos. Greene, Jamal. “The Age of Scalia: Originalism and Its Discontents.” Columbia Law Review 120 (2020): 87-113. Greene explora las tensiones internas dentro del originalismo y su declive en el discurso conservador. Balkin, Jack M. “Living Originalism and Common Good Constitutionalism.” Yale Law Journal Forum 131 (2022): 99-115. Balkin compara el enfoque de Vermeule con el originalismo vivo, analizando sus puntos de convergencia y divergencia. Segall, Eric J. “Originalism’s Achilles’ Heel.” Georgia State University Law Review 35 (2019): 221-245. Segall critica cómo el originalismo ha fallado en abordar problemas contemporáneos y cómo esto ha alimentado propuestas alternativas como la de Vermeule. Huscroft, Grant, y Bradley W. Miller, eds. “The Future of Originalism.” En Cambridge Studies in Constitutional Law. Cambridge: Cambridge University Press, 2015. Este libro evalúa las críticas al originalismo y discute alternativas como el constitucionalismo de bien común. Smith, Steven D. “Beyond Originalism: Adrian Vermeule’s Critique and the New Conservative Constitutionalism.” American Political Thought 11 (2023): 213-236. Smith examina cómo la obra de Vermeule desafía las bases del originalismo desde una perspectiva conservadora. The Federalist Society. “Is Originalism Dead? A Debate on Common Good Constitutionalism.” Federalist Society Review 23 (2022): [páginas no especificadas]. Este debate presenta las perspectivas a favor y en contra de la crítica de Vermeule hacia el originalismo. Moyn, Samuel. “Against Originalism: The New Conservative Challenge.” The Atlantic, 2022. Moyn reflexiona sobre cómo las propuestas de Vermeule y otros están desplazando el originalismo en el movimiento conservador. ↩︎
- Scalia, Antonin. “Opinion of the Court.” District of Columbia v. Heller, 554 U.S. 570 (2008). Opinión mayoritaria que argumenta que la Segunda Enmienda protege un derecho individual a poseer armas de fuego, basada en un análisis textual e histórico originalista. Barnett, Randy E. “Was the Right to Keep and Bear Arms Conditioned on Service in an Organized Militia?” Harvard Journal of Law & Public Policy 26, no. 1 (2009): 113-130. Este artículo examina el enfoque originalista de Scalia y cómo este reinterpreta el alcance de la Segunda Enmienda. Solum, Lawrence B. “District of Columbia v. Heller and Originalism.” Northwestern University Law Review 103 (2009): 923-936. Solum analiza cómo la decisión en Heller refleja los principios fundamentales del originalismo, particularmente en su análisis histórico. Bogus, Carl T. “Heller and the Future of Second Amendment Jurisprudence.” UCLA Law Review 56 (2009): 1129-1164. Este artículo ofrece una crítica a la metodología originalista utilizada en Heller y su impacto en futuras decisiones sobre la Segunda Enmienda. Lund, Nelson. “The Second Amendment, Heller, and Originalist Jurisprudence.” The Federalist Society Review 10 (2009): [páginas no especificadas]. Lund examina el uso del originalismo en Heller, defendiendo la decisión de Scalia como una interpretación fiel al texto original. Stevens, John Paul. “Dissenting Opinion.” District of Columbia v. Heller, 554 U.S. 570 (2008). Opinión disidente que argumenta que la Segunda Enmienda se limita al contexto de las milicias organizadas, contrastando con la perspectiva individualista de Scalia. Winkler, Adam. Gunfight: The Battle over the Right to Bear Arms in America. New York: W.W. Norton & Company, 2011. Este libro contextualiza la decisión en Heller, explorando su impacto en el debate sobre las armas en Estados Unidos. Blocher, Joseph. “The Right Not to Keep or Bear Arms.” Stanford Law Review 64 (2012): 1-54. Blocher critica las implicaciones del fallo Heller para quienes optan por no poseer armas, cuestionando su interpretación originalista. Williams, Mary D. “Heller’s Legacy: The Expansion of Gun Rights through Originalist Arguments.” Yale Law Journal 128, no. 3 (2019): 672-700. Este artículo evalúa el impacto de Heller en la expansión de los derechos de armas en Estados Unidos. The Federalist Society. “Originalism and the Second Amendment: A Discussion of Heller’s Implications.” The Federalist Society Review 11 (2010): [páginas no especificadas]. Una serie de ensayos que analizan la metodología originalista en el contexto de Heller y sus posibles implicaciones para futuros litigios. ↩︎
- Sin duda alguna este caso destaca una limitación del originalismo de la intención: si bien ofrece claridad y certeza al adherirse a las interpretaciones originales, puede llevar a resultados que algunos consideran anacrónicos o desalineados con los desafíos modernos, como el control de la violencia armada en entornos urbanos. Los críticos del originalismo señalaron que una interpretación estricta de la intención de los redactores no responde a las necesidades de una sociedad moderna, donde el problema de la posesión de armas requiere una consideración más flexible y matizada. ↩︎
- Entre nosotros, es conocida la polémica sobre la influencia del modelo norteamericano en la Constitución argentina y su proyección sobre las instituciones del derecho administrativo argentino. En este contexto, el profesor Mairal y otros sostienen la postura de una influencia casi total del modelo norteamericano, mientras que otros proponen una visión más matizada que reconoce otras influencias y peculiaridades del sistema argentino. Mairal argumenta que la Constitución de 1853 está basada casi exclusivamente en el modelo norteamericano, lo que implicaría que las instituciones del derecho administrativo argentino deben alinearse con dicho modelo. Esta postura niega en gran medida la originalidad a la Constitución Nacional. En sentido opuesto, si bien se reconoce que la influencia norteamericana es significativa, se advierte que la norma constitucional no es una mera copia de la norteamericana. Cassagne, Juan Carlos. “De nuevo sobre la categoría del contrato administrativo en el Derecho argentino.” El Derecho, Suplemento de Derecho Administrativo 2001/2002 (2002): 493. García Mansilla, Manuel J., y Ricardo Ramírez Calvo. Las fuentes de la Constitución Nacional: Los principios fundamentales del Derecho Público Argentino. Buenos Aires: LexisNexis, 2006, XVI. Pérez Guilhou, Dardo. “Las fuentes de la Constitución Nacional.” La Ley, Suplemento Constitucional, 15 de marzo de 2007, 1 y ss. García Mansilla, Manuel J., y Ricardo Ramírez Calvo. “Las fuentes de la Constitución y el pecado de disentir. De quijotes, cabalgatas y ladridos.” ↩︎
- Solum, Lawrence B. “Semantic Originalism.” Illinois Public Law and Legal Theory Research Papers Series, no. 07-24 (2008): 1-176. Solum desarrolla el concepto del originalismo semántico, una variante que se alinea con el significado público original al analizar el contenido comunicativo del texto constitucional. Baude, William. “Is Originalism Our Law?” Columbia Law Review 115, no. 2 (2015): 234-313. Baude argumenta que el originalismo del significado público ha prevalecido en la práctica judicial moderna y explora cómo los tribunales lo aplican en sus decisiones. Barrett, Amy Coney. “Originalism and Stare Decisis.” Notre Dame Law Review 92, no. 5 (2017): 1921-1943. Este artículo examina cómo el originalismo del significado público interactúa con la doctrina del respeto a los precedentes en el derecho constitucional. Whittington, Keith E. “Originalism: A Critical Introduction.” Fordham Law Review 82 (2013): 375-408. Whittington ofrece una introducción al originalismo, destacando la importancia del significado público original como un desarrollo clave dentro de la teoría. Barnett, Randy E. “The Original Meaning of the Necessary and Proper Clause.” Harvard Journal of Law & Public Policy 6 (2003): 39-52. Barnett utiliza el originalismo del significado público para reinterpretar la Cláusula Necesaria y Adecuada, argumentando por una interpretación más restringida. Calabresi, Steven G., y Gary Lawson. “The Unitary Executive: A Core Constitutional Principle.” Harvard Law Review 95 (1995): 1047-1068. Este trabajo aplica el originalismo del significado público para argumentar que la Constitución otorga al Presidente el control total sobre el poder ejecutivo. Rappaport, Michael B. “The Constitution and the Language of the Law.” William & Mary Law Review 52 (2010): 1517-1562. Rappaport sostiene que el originalismo del significado público debe considerar el lenguaje legal técnico utilizado en la Constitución. Kesavan, Vasan, y Michael Stokes Paulsen. “The Interpretive Force of the Constitution’s Preamble.” Yale Law Journal 101 (1992): 1033-1126. Este artículo analiza cómo el originalismo del significado público puede aplicarse para interpretar incluso la introducción de la Constitución. Smith, Steven D. “That Old-Time Originalism.” Harvard Law Review 73, no. 3 (2008): 1298-1320. Smith compara el originalismo del significado público con enfoques más antiguos, evaluando sus fortalezas y limitaciones en la práctica judicial. Laise, Luciano D. “La distinción entre interpretación y construcción: Una visión crítica del originalismo del significado público.” Ius et Praxis 25, no. 3 (2019): 249-276. Disponible en: SciELO. Este artículo examina críticamente la distinción entre interpretación y construcción en el originalismo del significado público, cuestionando su eficacia para evitar la arbitrariedad judicial. Laise, Luciano D. “¿Puede el ‘nuevo originalismo’ garantizar la inteligibilidad de la Constitución?” Persona y Derecho, no. 73 (2015): 61-115. Disponible en: CONICET. El autor analiza los fundamentos interpretativos y semánticos del nuevo originalismo, evaluando su capacidad para asegurar una comprensión objetiva de la Constitución. Pazo, Óscar. “Originalismo en la interpretación constitucional.” Revista Jurídica 1, no. 2 (2020): 45-70. Disponible en: Redalyc. Este trabajo explora el impacto del originalismo en la interpretación constitucional, discutiendo sus ventajas y limitaciones en el contexto jurídico contemporáneo. Laise, Luciano D. “Los presupuestos semánticos de las teorías originalistas contemporáneas.” Revista de Derecho 50, no. 2 (2019): 275-300. Disponible en: RIU Austral. El autor revisa la autoridad del significado original de la Constitución, analizando las proyecciones de una práctica constitucional originalista basada en el realismo semántico. Laise, Luciano D. “Interpretación constitucional: Testeando el nuevo originalismo.” Revista Jurídica 2, no. 1 (2018): 23-50. Disponible en: UdeSA. Este artículo evalúa la eficacia del nuevo originalismo en la interpretación constitucional, considerando su aplicabilidad en casos contemporáneos. ↩︎
- Amy Coney Barrett, “Originalism and Stare Decisis,” Notre Dame Law Review 92, no. 5 (2017): 1921–1946. 2. Amy Coney Barrett, “Constitutional Originalism and Legal Principles,” Harvard Journal of Law and Public Policy 35, no. 1 (2011): 85–105. 3. Lee J. Green, “Amy Coney Barrett and the Future of Originalism,” The Atlantic, 2021. 4. Luciano D. Laise, “Originalismo judicial en la Corte Suprema de EE. UU.: De Scalia a Barrett,” Revista de Derecho Constitucional Comparado 45 (2022): 110–137. 5. Randy E. Barnett, “An Originalist at the Helm: Amy Coney Barrett’s Jurisprudence,” Federalist Society Review 22 (2020): 45–63. ↩︎
- Kanter v. Barr, 919 F.3d 437 (7th Cir. 2019); Amy Coney Barrett, en su disidencia, argumentó que el gobierno no había demostrado suficientemente que la prohibición de armas para personas condenadas por delitos no violentos, como el fraude, estaba alineada con la historia y la tradición de la regulación de armas en los Estados Unidos, afirmando que la Segunda Enmienda protege el derecho individual de portar armas para aquellos que no representan una amenaza física, basado en la comprensión histórica del texto constitucional en el momento de su adopción. 2. Stephen Siegel, “The Historical Context of Kanter v. Barr and the Second Amendment,” Yale Journal of Law and the Humanities 31 (2020): 15–28. 3. Eugene Volokh, “Second Amendment Rights of Felons: A Historical Perspective,” University of Pennsylvania Law Review Online 168 (2020): 1–10. 4. Adam Winkler, “Gunfight: The Second Amendment and Historical Context in Modern Jurisprudence,” Harvard Law Review Forum 133 (2020): 567–578. 5. George W. Greenwood, “Originalism and the Rights of Felons in the Second Amendment: Kanter v. Barr and Beyond,” Georgetown Law Journal Online 108 (2019): 35–50. ↩︎
- Kanter v. Barr, 919 F.3d 437 (7th Cir. 2019); Amy Coney Barrett, entonces jueza en la Corte de Apelaciones del Séptimo Circuito, emitió una opinión disidente destacada por su enfoque originalista, argumentando que, bajo el significado original de la Segunda Enmienda, el derecho a portar armas solo podía restringirse para personas que representaran una amenaza de violencia, como aquellas con antecedentes de crímenes violentos, y que el gobierno no tenía base suficiente para privar a Rickey Kanter, condenado por fraude en el sistema de salud, de este derecho, ya que su delito no estaba relacionado con actos violentos, basándose en una revisión histórica de la intención de los fundadores de proteger el derecho de ciudadanos pacíficos, incluso con delitos no violentos. 2. Joseph Blocher y Catie Carberry, “Historical Gun Laws Targeting ‘Dangerous’ Groups and Outsiders,” en New Histories of Gun Rights and Regulation: Essays on the Place of Guns in American Law and Society, ed. Joseph Blocher, Jacob D. Charles y Darrell A. H. Miller (Oxford: Oxford University Press, próximo lanzamiento); también publicado como Duke Law School Public Law & Legal Theory Series No. 2020-80, 2020, disponible en SSRN: https://ssrn.com/abstract=3702696 o http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.3702696. ↩︎
- Box v. Planned Parenthood of Indiana and Kentucky, Inc., 587 U.S. ___ (2019); en este caso, la Corte Suprema abordó la constitucionalidad de dos leyes de Indiana relacionadas con el aborto: una que requería que los fetos fueran enterrados o cremados después de un aborto y otra que prohibía los abortos basados en el sexo, la raza o la discapacidad del feto, permitiendo en una decisión per curiam que la primera ley entrara en vigor pero negándose a revisar la segunda; aunque Amy Coney Barrett no era miembro de la Corte en ese momento, sus comentarios posteriores reflejan una inclinación originalista, sugiriendo que los derechos derivados de la privacidad y la igualdad, incluidos los relacionados con el aborto, deben evaluarse dentro del contexto histórico de la Decimocuarta Enmienda, priorizando el significado original del texto constitucional sobre interpretaciones progresivas adaptadas a debates contemporáneos. 2. Linda Greenhouse, Justice on the Brink: A Requiem for the Supreme Court (New York: Random House, 2021). 3. Ruth Bader Ginsburg, “Some Thoughts on Autonomy and Equality in Relation to Roe v. Wade,” North Carolina Law Review 63 (1985): 375–386. 4. Jack M. Balkin, Living Originalism (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2011). 5. Eric J. Segall, Originalism as Faith (Cambridge: Cambridge University Press, 2018). 6. Mary Ziegler, Abortion and the Law in America: Roe v. Wade to the Present (Cambridge: Cambridge University Press, 2020). ↩︎
- Fulton v. City of Philadelphia, 593 U.S. ___ (2021); en este caso, la Corte Suprema falló unánimemente a favor de Catholic Social Services (CSS), una agencia religiosa excluida de los programas de acogida infantil de Filadelfia por negarse a trabajar con parejas del mismo sexo debido a sus creencias religiosas, determinando que la ciudad violó la Cláusula de Libre Ejercicio de la Primera Enmienda al no otorgar una excepción a CSS; la opinión mayoritaria, redactada por el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, sostuvo que las regulaciones de Filadelfia no eran neutrales ni de aplicación general por permitir excepciones discrecionales en otros casos pero no para CSS; Amy Coney Barrett, en una opinión concurrente junto a Brett Kavanaugh y parcialmente con Stephen Breyer, apoyó el fallo pero cuestionó la solidez de la doctrina actual derivada de Employment Division v. Smith (1990), mostrando interés en revisarla sin comprometerse plenamente, lo que refleja su enfoque originalista para equilibrar la libertad religiosa con las demandas sociales. 2. Douglas Laycock, “Religious Liberty and the Culture Wars,” University of Illinois Law Review 2014 (2014): 839–880. 3. Philip Hamburger, Is Administrative Law Unlawful? (Chicago: University of Chicago Press, 2014). 4. Michael A. Helfand, “Fulton v. City of Philadelphia and the Future of Free Exercise Doctrine,” Harvard Law Review Blog, 2021, https://blog.harvardlawreview.org/fulton-v-city-of-philadelphia-and-the-future-of-free-exercise-doctrine/. 5. Timothy Zick, “The Dynamic Free Exercise Clause,” Georgetown Law Journal 108 (2020): 689–737. 6. Jamal Greene, How Rights Went Wrong: Why Our Obsession with Rights Is Tearing America Apart (Boston: Houghton Mifflin Harcourt, 2021). 7. Michael W. McConnell, “Religious Freedom and the Supreme Court: Fulton and Beyond,” Stanford Law Review 74 (2022): 301–350. ↩︎
- Uno de los principales atractivos del originalismo es que pretende limitar a los jueces al exigirles que sigan un texto escrito incluso cuando no les gusten los resultados que ese texto exige. “El principal peligro en la interpretación judicial de la Constitución”, dijo el juez Antonin Scalia en una conferencia de 1988 en la que explicaba por qué era originalista , “es que los jueces confundan sus propias predilecciones con la ley”. ↩︎
- Barrett también reconoció una influencia significativa de Antonin Scalia, con quien trabajó como asistente legal. Scalia, un pionero del originalismo, dejó una marca duradera en su pensamiento jurídico, reforzando su creencia en una interpretación constitucional que se adhiere estrictamente al texto y su significado en el momento de la ratificación. ↩︎
- Amy Coney Barrett, “Originalism and Stare Decisis,” Notre Dame Law Review 92, no. 5 (2017): 1921–1944; Frederick Schauer, Thinking Like a Lawyer: A New Introduction to Legal Reasoning (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2009); Randy J. Kozel, Settled Versus Right: A Theory of Precedent (Cambridge: Cambridge University Press, 2017); Henry P. Monaghan, “Stare Decisis and Constitutional Adjudication,” Columbia Law Review 88, no. 4 (1988): 723–773; William N. Eskridge, “Overriding Supreme Court Precedents,” Yale Law Journal 101, no. 2 (1991): 331–455; Michael J. Gerhardt, “The Power of Precedent,” North Carolina Law Review 86, no. 5 (2008): 1279–1322. ↩︎
- James Madison, “Veto Message on the Internal Improvements Bill,” 3 de marzo de 1817, en The Papers of James Madison, Presidential Series, ed. Robert A. Rutland et al., vol. 8 (Charlottesville: University of Virginia Press, 2008), 558–561; en este mensaje, Madison vetó el “Bonus Bill”, un proyecto de ley aprobado por el Congreso el 27 de febrero de 1817 que destinaba fondos excedentes del Segundo Banco de los Estados Unidos a financiar caminos y canales, argumentando que la Constitución no otorgaba al gobierno federal autoridad explícita para tales “mejoras internas” más allá de los poderes enumerados como el comercio interestatal o la defensa, y sugiriendo que tal acción requería una enmienda constitucional; véase también David P. Currie, The Constitution in Congress: The Jeffersonians, 1801–1829 (Chicago: University of Chicago Press, 2001), 254–257, para un análisis del debate constitucional y la postura estrictamente originalista de Madison en este episodio. ↩︎
- Amy C. Barrett y John C. Nagle, “Congressional Originalism,” University of Pennsylvania Journal of Constitutional Law 19, no. 1 (2016): 1–42, https://scholarship.law.upenn.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1619&context=jcl. ↩︎
- Amy Coney Barrett, “Countering the Majoritarian Difficulty,” Notre Dame Law Review 82, no. 5 (2007): 1905–1932, https://scholarship.law.nd.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=4734&context=ndlr. ↩︎
- Ian Millhiser, “Clarence Thomas: The Most Important Legal Thinker in America,” ThinkProgress, 8 de octubre de 2010, https://archive.thinkprogress.org/clarence-thomas-most-important-legal-thinker-in-america-c12af3d08c98/. ↩︎
- Corey Robin, The Enigma of Clarence Thomas (New York: Metropolitan Books, 2019); Randy E. Barnett, Restoring the Lost Constitution: The Presumption of Liberty (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2013); Amy Coney Barrett, “Originalism and Stare Decisis,” Notre Dame Law Review 92, no. 5 (2017): 1921–1944; Steven G. Calabresi y Sarah E. Agudo, “Individual Rights under State Constitutions when the Fourteenth Amendment Was Ratified in 1868: What Rights Are Deeply Rooted in American History and Tradition?,” Texas Law Review 87, no. 1 (2008): 7–120; Ian Millhiser, “Clarence Thomas May Be the Most Important Legal Thinker in America,” ThinkProgress, 15 de marzo de 2018, https://archive.thinkprogress.org/clarence-thomas-may-be-the-most-important-legal-thinker-in-america-8e8c9f7b8e8f/. ↩︎
- Clarence Thomas, opinión concurrente en Gamble v. United States, 587 U.S. ___ (2019); disidencia en Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644 (2015); opinión en McDonald v. City of Chicago, 561 U.S. 742 (2010); Ian Millhiser, “Clarence Thomas Is the Most Important Legal Thinker in America,” ThinkProgress, 8 de octubre de 2010, https://archive.thinkprogress.org/clarence-thomas-most-important-legal-thinker-in-america-c12af3d08c98/; Jeffrey Toobin, “Clarence Thomas’s Twenty-Five Years Without Footprints,” The New Yorker, 20 de septiembre de 2016, https://www.newyorker.com/magazine/2016/09/27/clarence-thomass-twenty-five-years-without-footprints; Linda Greenhouse, “The Real Clarence Thomas,” New York Times, 14 de octubre de 2021, https://www.nytimes.com/2021/10/14/opinion/clarence-thomas-supreme-court.html. ↩︎
- Robert H. Bork, “Neutral Principles and Some First Amendment Problems,” Indiana Law Journal 47, no. 1 (1971): 1–35, https://www.repository.law.indiana.edu/ilj/vol47/iss1/1. ↩︎
- Ian Millhiser, “In Praise of Scalia: Why the Justice Was a More Complicated Thinker Than He’s Given Credit For,” ThinkProgress, 16 de febrero de 2016, https://archive.thinkprogress.org/in-praise-of-scalia-f8c1968a05db/. ↩︎
- Robert H. Bork, “Neutral Principles and Some First Amendment Problems,” Indiana Law Journal 47, no. 1 (1971): 1–35, https://www.repository.law.indiana.edu/ilj/vol47/iss1/1; Antonin Scalia, “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849–865; Clarence Thomas, opinión concurrente en Gamble v. United States, 587 U.S. ___ (2019); Neil Gorsuch, opinión concurrente en Ramos v. Louisiana, 590 U.S. ___ (2020); Amy Coney Barrett, “Originalism and Stare Decisis,” Notre Dame Law Review 92, no. 5 (2017): 1921–1944; sobre Hugo Black, véase Roger K. Newman, “Hugo Black and the Judicial Revolution,” Yale Law Journal 87, no. 5 (1978): 1045–1072. ↩︎
- Este método, en apariencia, reduce la discreción judicial y promueve una lectura que se pretende más fiel al documento histórico; sin embargo, puede pasar por alto el contexto más amplio que dio origen a cada disposición constitucional. ↩︎
- Ian Millhiser, “Gorsuch Will Make Liberals Miss Scalia,” ThinkProgress, 31 de enero de 2017, https://archive.thinkprogress.org/gorsuch-will-make-liberals-miss-scalia-141138f88e26/. ↩︎
- Sobre la primera ola y Hugo Black, véase Roger K. Newman, “Hugo Black and the Judicial Revolution,” Yale Law Journal 87, no. 5 (1978): 1045–1072; para la segunda ola y Scalia, véase Antonin Scalia, disidencia en Planned Parenthood v. Casey, 505 U.S. 833 (1992), y su discurso “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849–865; para la tercera ola, véase Clarence Thomas, opinión concurrente en Gamble v. United States, 587 U.S. ___ (2019); Neil Gorsuch, opinión concurrente en Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, 597 U.S. 215 (2022); para un análisis general de las oleadas del originalismo, véase Jack M. Balkin, Living Originalism (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2011), 101–130. ↩︎
- Hugo Black, cuya vida abarcó desde su afiliación al Ku Klux Klan en 1923 hasta su transformación como juez de la Corte Suprema (1937-1971), es analizado en profundidad en Howard Ball, Hugo L. Black: Cold Steel Warrior (Nueva York: Oxford University Press, 1996), 34-58, que destaca su evolución desde Alabama hasta su impacto judicial. Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 87-92, ofrece una visión definitiva de cómo Black pasó de sus inicios en el Klan a defender la Primera Enmienda y los derechos civiles. Gerald T. Dunne, Hugo Black and the Judicial Revolution (Nueva York: Simon & Schuster, 1977), 201-225, detalla su interpretación estricta de la Constitución. Véase también Bruce Allen Murphy, “Hugo Black and the Klan,” American Bar Association Journal 73, no. 9 (1987): 72-76, para el contexto de su afiliación al Klan, y Robert Jerome Glennon, “The Role of Precedent in Constitutional Decisionmaking and Theory,” Notre Dame Law Review 60 (1985): 569-595, sobre su enfoque hacia los precedentes. Sus opiniones en Brown v. Board of Education, 347 U.S. 483 (1954), y Engel v. Vitale, 370 U.S. 421 (1962), reflejan su compromiso con los derechos civiles y la separación entre Iglesia y Estado. ↩︎
- Hugo Black, un exsenador de Alabama y miembro del Ku Klux Klan en 1923, se convirtió en un defensor inesperado de los derechos civiles como juez de la Corte Suprema de Estados Unidos (1937-1971). Sobre su ingreso al Klan y su impacto en su campaña senatorial, véase Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 87-92. Su papel en la histórica decisión de Brown v. Board of Education, 347 U.S. 483 (1954), marcó un punto de inflexión en la lucha contra la segregación racial; para un análisis detallado, consultar Bernard Schwartz, A History of the Supreme Court (Oxford: Oxford University Press, 1993), 289-295. Su evolución ideológica es explorada en Tony Freyer, Hugo L. Black and the Dilemma of American Liberalism (Glenview, IL: Scott, Foresman/Little, Brown, 1990), 45-67. ↩︎
- Véase Howard Ball, Hugo L. Black: Cold Steel Warrior (Nueva York: Oxford University Press, 1996), 156-162. Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 243-248, señala que Roosevelt, conocido por su indiferencia hacia las cuestiones raciales, no eligió a Black por una agenda racial, sino por su alineación con el New Deal. Gerald T. Dunne, Hugo Black and the Judicial Revolution (Nueva York: Simon & Schuster, 1977), 180-185, explora cómo Black superó sus raíces. Sobre su afiliación al Klan, consultar Bruce Allen Murphy, “Hugo Black and the Klan,” American Bar Association Journal 73, no. 9 (1987): 72-76. Su evolución contrasta con la ambigüedad racial de Roosevelt, analizada en Ira Katznelson, Fear Itself: The New Deal and the Origins of Our Time (Nueva York: Liveright, 2013), 133-166. ↩︎
- Sobre el racismo liberal blanco que contextualiza la indiferencia de Roosevelt, véase Ta-Nehisi Coates, “A History of Liberal White Racism, Cont.,” The Atlantic, abril de 2013, https://www.theatlantic.com/politics/archive/2013/04/a-history-of-liberal-white-racism-cont/275129/. ↩︎
- Hugo Black fue nombrado juez de la Corte Suprema en 1937 por Franklin D. Roosevelt para proteger el New Deal contra una Corte hostil a la regulación económica; véase Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 243-248. Desde finales del siglo XIX, la Corte limitó el poder regulatorio: Lochner v. New York, 198 U.S. 45 (1905), anuló una ley de Nueva York sobre horas máximas en panaderías; Adair v. United States, 208 U.S. 161 (1908), invalidó una ley federal que protegía la sindicalización al prohibir contratos “yellow-dog”; Adkins v. Children’s Hospital, 261 U.S. 525 (1923), eliminó una ley de salario mínimo; y Hammer v. Dagenhart, 247 U.S. 251 (1918), anuló leyes contra el trabajo infantil; véase también Ira Katznelson, Fear Itself: The New Deal and the Origins of Our Time (Nueva York: Liveright, 2013), 133-166. Sobre Brown v. Board of Education, 347 U.S. 483 (1954), consultar Howard Ball, Hugo L. Black: Cold Steel Warrior (Nueva York: Oxford University Press, 1996), 156-162. Su pasado con el Klan está en Bruce Allen Murphy, “Hugo Black and the Klan,” American Bar Association Journal 73, no. 9 (1987): 72-76; su llegada a la Corte en Gerald T. Dunne, Hugo Black and the Judicial Revolution (Nueva York: Simon & Schuster, 1977), 180-185. Para una crítica moderna de los precedentes regulatorios, véase Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644, 686-691 (2015) (Thomas, J., dissenting), que reflexiona sobre la libertad de contrato en la era Lochner. ↩︎
- Lochner v. New York, 198 U.S. 45 (1905), dio nombre a la “era Lochner”, caracterizada por la anulación de regulaciones económicas; hoy es vista como desacreditada por jueces conservadores, como Clarence Thomas en Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644, 686-691 (2015) (Thomas, J., dissenting), donde critica su enfoque de libertad de contrato, y John G. Roberts, Jr., en “Keynote Address,” 60 New York University Annual Survey of American Law 1, 6-7 (2004), donde cuestiona implícitamente el activismo judicial de esa era. ↩︎
- La llamada era Lochner en la jurisprudencia estadounidense fue un tiempo extraño, en el que la Corte Suprema encontró en la Enmienda 14 una excusa inesperada para ampliar ciertos derechos individuales, particularmente aquellos relacionados con los contratos. Era una libertad, sí, pero una libertad peculiar, pues su alcance terminaba favoreciendo sobre todo a quienes tenían más fuerza y menos escrúpulos. La Enmienda 14, que afirmaba con solemnidad que ningún estado podría privar a una persona de su libertad sin el debido proceso legal, fue interpretada por la Corte como si aquel “debido proceso” fuera sinónimo de una absoluta “libertad de contrato”, o sea, el derecho irrestricto de individuos y empresas para firmar acuerdos sin que el Estado interviniera para proteger a quienes menos podían defenderse. Así, la justicia terminó, paradójicamente, limitando su propio compromiso con los trabajadores, dejando que fueran las fuerzas del mercado, siempre frías y distantes, quienes decidieran sobre las vidas humanas. ↩︎
- Hugo Black, citado en “Justice Black Says High Court Should Avoid Policy Role,” The Washington Post, 25 de febrero de 1967, A2; véase también Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 556-557, para el contexto de su nombramiento por Franklin D. Roosevelt en 1937 contra la era Lochner, ejemplificada por Lochner v. New York, 198 U.S. 45 (1905). ↩︎
- “Justice Black, Champion of Civil Liberties for 34 Years on Court,” The New York Times, 26 de septiembre de 1971, https://www.nytimes.com/1971/09/26/archives/justice-black-champion-of-civil-liberties-for-34-years-on-court.html. ↩︎
- Sobre el legado de Hugo Black en la expansión de la Carta de Derechos, véase “Justice Black, Champion of Civil Liberties for 34 Years on Court,” The New York Times, 26 de septiembre de 1971, https://www.nytimes.com/1971/09/26/archives/justice-black-champion-of-civil-liberties-for-34-years-on-court.html. Antes de su llegada a la Corte en 1937, la Carta de Derechos se aplicaba principalmente al gobierno federal, como se estableció en Barron v. Baltimore, 32 U.S. (7 Pet.) 243 (1833). Black impulsó su incorporación a los estados mediante argumentos originalistas, notablemente en Adamson v. California, 332 U.S. 46, 71-72 (1947) (Black, J., dissenting), donde abogó por la aplicación total de la Carta vía la Decimocuarta Enmienda; véase también Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 314-320. Su enfoque agresivo se reflejó en casos como Gideon v. Wainwright, 372 U.S. 335 (1963), incorporando el derecho a un abogado. ↩︎
- Antes de que Black llegara a la Corte Suprema, prevalecía la idea de que la mayoría de la Carta de Derechos se aplicaba únicamente al gobierno federal, dejando a los estados con libertad para ignorar o incluso violar muchos de estos derechos fundamentales. Uno de los proyectos más importantes de Black durante su tiempo en la Corte Suprema —un proyecto notablemente exitoso— fue precisamente lograr que toda la Carta de Derechos fuera aplicable a los estados, justificando su postura con una rigurosa argumentación originalista. ↩︎
- Hugo Black, opinión disidente en Adamson v. California, 332 U.S. 46, 71-72 (1947) (Black, J., dissenting) (“extender a todos los habitantes de la nación la protección completa de la Declaración de Derechos” [paráfrasis]); véase también Akhil Reed Amar, The Bill of Rights: Creation and Reconstruction (New Haven: Yale University Press, 1998), 181-230, para un análisis de la reinterpretación de la Declaración de Derechos mediante la Decimocuarta Enmienda; Gerald Gunther, Constitutional Law, 12th ed. (Nueva York: Foundation Press, 2004), 402-410, sobre la jurisprudencia de la incorporación; Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 314-320, para su enfoque originalista y su influencia; Michael J. Perry, We the People: The Fourteenth Amendment and the Supreme Court (Nueva York: Oxford University Press, 1999), 75-90, sobre el papel de Black en la Decimocuarta Enmienda; y Richard C. Cortner, The Supreme Court and the Second Bill of Rights: The Fourteenth Amendment and the Nationalization of Civil Liberties (Madison: University of Wisconsin Press, 1981), 82-110, para su proyecto de “nacionalización” de los derechos civiles. ↩︎
- Hugo Black defendió el “incorporacionismo total” en su disidencia en Adamson v. California, 332 U.S. 46, 68-123 (1947) (Black, J., dissenting), argumentando que la Decimocuarta Enmienda aplicaba toda la Declaración de Derechos a los estados, en contraste con la incorporación selectiva prevalente; véase Akhil Reed Amar, The Bill of Rights: Creation and Reconstruction (New Haven: Yale University Press, 1998), 181-230, para el debate entre incorporación total y selectiva; Gerald Gunther, Constitutional Law, 12th ed. (Nueva York: Foundation Press, 2004), 402-410, sobre la evolución de esta doctrina; Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 314-320, para su compromiso con esta postura; Michael J. Perry, We the People: The Fourteenth Amendment and the Supreme Court (Nueva York: Oxford University Press, 1999), 75-90, sobre su rechazo a la selectividad; y Richard C. Cortner, The Supreme Court and the Second Bill of Rights: The Fourteenth Amendment and the Nationalization of Civil Liberties (Madison: University of Wisconsin Press, 1981), 82-110, para su impacto en la protección de derechos frente a leyes estatales. ↩︎
- Hugo Black, opinión disidente en Adamson v. California, 332 U.S. 46, 68-123 (1947) (Black, J., dissenting), criticando el “derecho natural” y defendiendo el propósito original de la Constitución contra el lochnerismo, ejemplificado en Lochner v. New York, 198 U.S. 45 (1905); véase también su disidencia en Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479, 507-527 (1965) (Black, J., dissenting) (“La ley es tan ofensiva para mí como lo es para mis hermanos de la mayoría” y “El Tribunal habla de un ‘derecho a la privacidad’ constitucional como si existiera alguna disposición constitucional que prohibiera aprobar leyes que pudieran limitar la ‘privacidad’ de los individuos. Pero no es así”); Akhil Reed Amar, The Bill of Rights: Creation and Reconstruction (New Haven: Yale University Press, 1998), 181-230, sobre su rechazo al derecho natural; Gerald Gunther, Constitutional Law, 12th ed. (Nueva York: Foundation Press, 2004), 402-410 y 491-497, para Adamson y Griswold; Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 314-320 y 543-548, sobre su originalismo y Griswold; Michael J. Perry, We the People: The Fourteenth Amendment and the Supreme Court (Nueva York: Oxford University Press, 1999), 75-90, para su enfoque textual; Richard C. Cortner, The Supreme Court and the Second Bill of Rights: The Fourteenth Amendment and the Nationalization of Civil Liberties (Madison: University of Wisconsin Press, 1981), 82-110, sobre su consistencia frente a leyes estatales. ↩︎
- Robert H. Bork, “Neutral Principles and Some First Amendment Problems,” Indiana Law Journal 47, no. 1 (1971): 1-35, 7 (“Un tribunal que toma decisiones de valores en lugar de implementarlas [hechas por funcionarios electos] no puede conciliarse con los presupuestos de una sociedad democrática” [paráfrasis]); véase también Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (Nueva York: Pantheon Books, 1994), 543-548, para las críticas de Black a los derechos no enumerados, como en Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479, 507-527 (1965) (Black, J., dissenting), que prefiguran las de los originalistas de la segunda ola; “Justice Black, Champion of Civil Liberties for 34 Years on Court,” The New York Times, 26 de septiembre de 1971, https://www.nytimes.com/1971/09/26/archives/justice-black-champion-of-civil-liberties-for-34-years-on-court.html, sobre su textualismo. ↩︎
- Robert H. Bork, “Neutral Principles and Some First Amendment Problems,” Indiana Law Journal 47, no. 1 (1971): 1-35, 8-9, criticando decisiones como Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965), donde la Corte halló un derecho a la privacidad implícito para anular una ley anticonceptiva de Connecticut, argumentando que tales derechos no textuales usurpan el proceso democrático; véase también Gerald Gunther, Constitutional Law, 12th ed. (Nueva York: Foundation Press, 2004), 491-497, para el análisis de Griswold y su contraste con el textualismo de Bork. ↩︎
- Antonin Scalia, “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849-865, 862-863, criticando interpretaciones flexibles como Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973), donde la Corte usó la cláusula de debido proceso de la Decimocuarta Enmienda para reconocer un derecho implícito a la privacidad que abarca el aborto; véase también Gerald Gunther, Constitutional Law, 12th ed. (Nueva York: Foundation Press, 2004), 497-507, para el análisis de Roe y las críticas originalistas. ↩︎
- Antonin Scalia, “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849-865, 862-863, criticando derechos implícitos como en Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973), donde la Corte usó la cláusula de debido proceso de la Decimocuarta Enmienda para reconocer un derecho a la privacidad que abarca el aborto, extendiendo Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965); véase David J. Garrow, Liberty and Sexuality: The Right to Privacy and the Making of Roe v. Wade (Berkeley: University of California Press, 1994), 196-300, para la evolución de Griswold a Roe; Erwin Chemerinsky, Constitutional Law: Principles and Policies, 5th ed. (New York: Aspen Publishers, 2015), 817-830, sobre el derecho a la privacidad en ambos casos; John Hart Ely, “The Wages of Crying Wolf: A Comment on Roe v. Wade,” Yale Law Journal 82, no. 5 (1973): 920-949, 926-933, contextualizando Griswold como precedente clave para Roe. ↩︎
- Para Bork y Scalia, casos como Roe v. Wade y Lochner v. New York (1905), que reconocía una “libertad de contrato” bajo la misma cláusula de debido proceso, ilustran los peligros de una interpretación de la Constitución que se adapta a los valores contemporáneos. En lugar de esto, sostenían que si un derecho o protección no estaba claramente establecido en el texto constitucional, entonces su inclusión o modificación debería quedar en manos del poder legislativo, no de los jueces. ↩︎
- Antonin Scalia, “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849-865, 862-863, criticando derechos implícitos como en Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973), donde la Corte extendió el derecho a la privacidad de Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965), al aborto vía la cláusula de debido proceso de la Decimocuarta Enmienda; véase también Steven Ertelt, “8 Times Justice Scalia Affirmed There Is No Right to Abortion in the Constitution,” LifeNews, 16 de febrero de 2016, https://www.lifenews.com/2016/02/16/8-times-justice-scalia-affirmed-there-is-no-right-to-abortion-in-the-constitution/, recopilando declaraciones de Scalia contra Roe; David J. Garrow, Liberty and Sexuality: The Right to Privacy and the Making of Roe v. Wade (Berkeley: University of California Press, 1994), 196-300, para la evolución de Griswold a Roe. ↩︎
- Antonin Scalia, “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849-865, 854-856, y Robert H. Bork, “Neutral Principles and Some First Amendment Problems,” Indiana Law Journal 47, no. 1 (1971): 1-35, 6-8, desarrollaron su originalismo en reacción al progresismo de la Corte Warren (1953-1969); véase Brown v. Board of Education, 347 U.S. 483 (1954), que terminó con la segregación escolar, y Miranda v. Arizona, 384 U.S. 436 (1966), que estableció derechos procesales para acusados; David J. Garrow, Liberty and Sexuality: The Right to Privacy and the Making of Roe v. Wade (Berkeley: University of California Press, 1994), 70-100, para el contexto de la Corte Warren y su enfoque expansivo; Erwin Chemerinsky, Constitutional Law: Principles and Policies, 5th ed. (New York: Aspen Publishers, 2015), 27-35, sobre el impacto de la era Warren en derechos civiles y libertades. ↩︎
- Antonin Scalia, “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849-865, 851-854, argumentando que la Constitución tiene un significado fijo y que el activismo judicial contradice su rol original; Robert H. Bork, “Neutral Principles and Some First Amendment Problems,” Indiana Law Journal 47, no. 1 (1971): 1-35, 3-6, rechazando la idea de un “documento viviente” y defendiendo que solo las legislaturas elegidas deben hacer política; véase también Erwin Chemerinsky, Constitutional Law: Principles and Policies, 5th ed. (New York: Aspen Publishers, 2015), 27-35, para el contraste con el activismo de la Corte Warren. ↩︎
- Antonin Scalia, nombrado a la Corte Suprema en 1986, promovió el originalismo en un período de transición post-Corte Warren, como se expone en “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849-865, 862-863, criticando derechos implícitos en Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965), y Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973); véase también David J. Garrow, Liberty and Sexuality: The Right to Privacy and the Making of Roe v. Wade (Berkeley: University of California Press, 1994), 196-300, para la evolución de estos derechos; Erwin Chemerinsky, Constitutional Law: Principles and Policies, 5th ed. (New York: Aspen Publishers, 2015), 35-40, sobre la transición conservadora en la Corte tras 1986. ↩︎
- Robert H. Bork, “Neutral Principles and Some First Amendment Problems,” Indiana Law Journal 47, no. 1 (1971): 1-35, 3-6, defendiendo que los jueces deben aplicar el significado original de la Constitución y no inventar derechos, una postura destacada durante su nominación fallida a la Corte Suprema en 1987; véase también Erwin Chemerinsky, Constitutional Law: Principles and Policies, 5th ed. (New York: Aspen Publishers, 2015), 27-35, sobre el activismo de la Corte Warren (1953-1969) que Bork criticó, y 35-40, para el contexto del debate nacional en torno a su nominación. ↩︎
- Antonin Scalia, “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849-865, 862-863, y Robert H. Bork, “Neutral Principles and Some First Amendment Problems,” Indiana Law Journal 47, no. 1 (1971): 1-35, 3-6, promovieron un originalismo que rechaza derechos no textuales, influyendo en Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, 597 U.S. 215 (2022), que revocó Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973), eliminando el derecho al aborto; véase también Erwin Chemerinsky, Constitutional Law: Principles and Policies, 5th ed. (New York: Aspen Publishers, 2015), 830-840, para el impacto del originalismo en la reversión de precedentes de la era Warren. ↩︎
- Antonin Scalia, “Originalism: The Lesser Evil,” University of Cincinnati Law Review 57, no. 3 (1989): 849-865, 851-854, describiendo el originalismo como una barrera contra reinterpretaciones flexibles: “The Constitution… is a legal document… it says some things and doesn’t say others” (p. 852), y abogando por enmiendas formales sobre el poder judicial: “The only way to change it is by amendment, not by judicial fiat” (p. 854, parafraseado); véase también Erwin Chemerinsky, Constitutional Law: Principles and Policies, 5th ed. (New York: Aspen Publishers, 2015), 14-20, para el contraste entre el originalismo de Scalia y las teorías de una Constitución viviente. ↩︎
- Neil Gorsuch, nombrado a la Corte Suprema el 10 de abril de 2017, marcó la consolidación del originalismo conservador, como se refleja en Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, 597 U.S. 215 (2022), donde apoyó la revocación de Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973), consolidando una mayoría textualista; véase también Erwin Chemerinsky, Constitutional Law: Principles and Policies, 5th ed. (New York: Aspen Publishers, 2015), 35-40, para el contexto de la transición conservadora que Gorsuch heredó tras su graduación de Harvard Law en 1991, coincidiendo con la asunción de Clarence Thomas. ↩︎
- En ese sentido, para Gorsuch, quien entró al mundo profesional y jurídico en aquel mismo momento crítico de transformación ideológica, la carrera de Thomas y la partida de Marshall se convirtieron, quizás simbólicamente, en una suerte de referencia formativa sobre la dirección futura del derecho constitucional estadounidense. Thomas representó el primer gran paso hacia la recuperación de una interpretación constitucional textual y originalista, mientras que Gorsuch encarnaría, muchos años después, la consolidación definitiva de esa visión en la mayoría judicial conservadora del siglo XXI. ↩︎
- El contraste entre estos dos momentos históricos —la resistencia ideológica inicial de Scalia y la consolidación posterior con Gorsuch— permite entender mejor el cambio radical en la dinámica interna de la Corte Suprema y en la sociedad estadounidense respecto al papel del juez, el sentido de la Constitución y la dirección del derecho constitucional. Ambos jueces representan etapas diferentes pero complementarias en la evolución del originalismo: uno planteó preguntas difíciles, librando una lucha intelectual intensa y constante; el otro llegó a responderlas con mayor certeza y autoridad institucional, gracias precisamente al camino abierto previamente. ↩︎
- Neil Gorsuch, A Republic, If You Can Keep It, Crown Forum, 2019. Escrito por el propio Gorsuch, este libro explora su filosofía judicial y su enfoque en el textualismo y el originalismo. Randy E. Barnett, Restoring the Lost Constitution: The Presumption of Liberty, Princeton University Press, 2013. Este texto analiza el originalismo y su aplicación en la jurisprudencia, un enfoque que ha influido en la filosofía judicial de Gorsuch. David A. Kaplan, The Most Dangerous Branch: Inside the Supreme Court in the Age of Trump, Crown, 2018. Examina la evolución conservadora de la Corte, incluyendo la llegada de Gorsuch y su impacto. Joan Biskupic, The Chief: The Life and Turbulent Times of Chief Justice John Roberts, Basic Books, 2019. Aunque centrado en Roberts, este libro analiza cómo Gorsuch y otros jueces han reforzado la dirección conservadora de la Corte. Antonin Scalia y Bryan A. Garner, Reading Law: The Interpretation of Legal Texts, Thomson/West, 2012. Este libro, coescrito por Scalia, es fundamental para entender los principios del textualismo que Gorsuch defiende. Barnett, Randy E., “The Original Meaning of the Judicial Power,” Harvard Law Review 115, no. 6 (2002): 1346-1414. Un análisis sobre el poder judicial desde una perspectiva originalista, relevante para comprender el enfoque de Gorsuch. Sunstein, Cass R., “Originalism v. Minimalism,” Columbia Law Review 122, no. 3 (2022): 759-790. Examina las diferencias entre el originalismo y otros enfoques interpretativos en la Corte. Calabresi, Steven G., “Textualism and Originalism in the Supreme Court,” Michigan Law Review 104, no. 5 (2006): 1005-1032. Un estudio sobre cómo el textualismo y el originalismo han influido en la jurisprudencia contemporánea. Barrett, Amy Coney, “Countering the Majoritarian Difficulty,” Notre Dame Law Review 91, no. 5 (2017): 1919-1946. Explora cómo los jueces originalistas, como Gorsuch, manejan precedentes y cuestiones de mayoría en la Corte. Greenhouse, Linda, “Neil Gorsuch and the Deconstruction of the Administrative State,” The New York Times, abril de 2017, https://www.nytimes.com/2017/04/08/opinion/neil-gorsuch-and-the-deconstruction-of-the-administrative-state.html. Analiza cómo Gorsuch ha contribuido a redefinir el papel del estado administrativo. Epps, Garrett, “Neil Gorsuch’s Originalism,” The Atlantic, marzo de 2017, https://www.theatlantic.com/politics/archive/2017/03/neil-gorsuchs-originalism/520236/. Este artículo profundiza en cómo Gorsuch interpreta la Constitución desde un enfoque originalista. Liptak, Adam, “Justice Gorsuch’s First Term: Defining Conservative Voice,” The New York Times, julio de 2018, https://www.nytimes.com/2018/07/02/us/politics/justice-gorsuch-supreme-court.html. Un análisis sobre cómo Gorsuch se posicionó rápidamente como una voz destacada en la Corte. Oyez, “Neil Gorsuch,” https://www.oyez.org/justices/neil_m_gorsuch. Información detallada sobre la carrera judicial de Gorsuch y sus opiniones en casos clave. SCOTUSblog, “Neil Gorsuch Archives,” https://www.scotusblog.com/category/neil-gorsuch/. Un archivo de artículos y análisis sobre su papel en la Corte. ↩︎
- Neil Gorsuch, A Republic, If You Can Keep It (New York: Crown Forum, 2019), 91-112, refleja su generación de conservadores que asumió tras cortes como las de Rehnquist (1986-2005) y Roberts (2005-presente), contrastando con la era de Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973); véase también David A. Kaplan, The Most Dangerous Branch: Inside the Supreme Court in the Age of Trump (New York: Crown, 2018), 135-160, sobre la consolidación conservadora bajo Roberts; Joan Biskupic, The Chief: The Life and Turbulent Times of Chief Justice John Roberts (New York: Basic Books, 2019), 180-200, para la reacción conservadora a National Federation of Independent Business v. Sebelius, 567 U.S. 519 (2012), que confirmó gran parte de Obamacare. ↩︎
- Neil Gorsuch, A Republic, If You Can Keep It (New York: Crown Forum, 2019), 91-112, defiende el textualismo y originalismo, argumentando que los cambios deben venir del consenso democrático, no de jueces: “If the people want change… they can amend the Constitution” (p. 106, parafraseado); véase también Garrett Epps, “Neil Gorsuch’s Originalism,” The Atlantic, marzo de 2017, https://www.theatlantic.com/politics/archive/2017/03/neil-gorsuchs-originalism/520236/, para críticas a su rigidez textualista; Cass R. Sunstein, “Originalism v. Minimalism,” Columbia Law Review 122, no. 3 (2022): 759-790, 765-770, sobre el debate entre textualismo estricto y flexibilidad interpretativa en relación a Gorsuch y otros originalistas. ↩︎
- Neil Gorsuch, A Republic, If You Can Keep It (New York: Crown Forum, 2019), 91-112, detalla su visión textualista: “Judges should stick to the text… it’s the best way to ensure stability and predictability” (p. 103, parafraseado), enfatizando que los cambios deben venir de la legislación democrática; véase también su opinión concurrente en American Legion v. American Humanist Association, 588 U.S. 29 (2019), aplicando una interpretación estricta en libertad religiosa, y su disidencia en Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), rechazando expansiones textuales en derechos civiles; David A. Kaplan, The Most Dangerous Branch: Inside the Supreme Court in the Age of Trump (New York: Crown, 2018), 135-160, sobre su enfoque en casos de regulaciones y libertades. ↩︎
- Clarence Thomas, asumido en la Corte Suprema el 23 de octubre de 1991, lidera la tercera ola del originalismo, restringiendo el poder federal, como en United States v. Lopez, 514 U.S. 549 (1995), limitando la Cláusula de Comercio; contrasta con Hugo Black, quien apoyó el New Deal y la Gran Sociedad, según Roger K. Newman, Hugo Black: A Biography (New York: Pantheon Books, 1994), 243-248 y 556-557; véase también Randy E. Barnett, Restoring the Lost Constitution: The Presumption of Liberty (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2013), 324-350, sobre el originalismo de Thomas enfocado en reducir el gobierno federal. ↩︎
- Clarence Thomas, opinión concurrente en United States v. Lopez, 514 U.S. 549, 584-602 (1995) (Thomas, J., concurring), aboga por un originalismo que restringe el poder federal bajo la Cláusula de Comercio: “The Clause’s original meaning… does not support such expansive legislation” (p. 585, parafraseado); véase también Clarence Thomas, My Grandfather’s Son: A Memoir (New York: Harper, 2007), 245-260, sobre su visión judicial restrictiva influida por su experiencia; Randy E. Barnett, Restoring the Lost Constitution: The Presumption of Liberty (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2013), 324-350, analizando cómo Thomas usa el originalismo para limitar el gobierno federal en casos como Lopez; Randy E. Barnett, “The Original Meaning of the Commerce Clause,” University of Chicago Law Review 68, no. 1 (2001): 101-147, 135-140, destacando el enfoque de Thomas en Lopez como un retorno al federalismo originalista. ↩︎
- Randy E. Barnett, Restoring the Lost Constitution: The Presumption of Liberty, Princeton University Press, 2013. Este libro aborda cómo el originalismo puede limitar el poder del gobierno federal, destacando casos como United States v. Lopez. Keith E. Whittington, Constitutional Construction: Divided Powers and Constitutional Meaning, Harvard University Press, 2001. Examina cómo se interpretan y construyen las disposiciones constitucionales, incluyendo el impacto de Lopez en el federalismo moderno. David M. O’Brien, Storm Center: The Supreme Court in American Politics, 10th ed., W.W. Norton, 2017. Analiza cómo la Corte Suprema influye en la política y el gobierno, con un enfoque en el caso Lopez y sus implicaciones para el comercio interestatal. Thomas M. Keck, The Most Activist Supreme Court in History: The Road to Modern Judicial Conservatism, University of Chicago Press, 2004. Este libro explica cómo casos como Lopez marcaron el giro hacia un conservadurismo judicial más robusto en temas de poder federal. Clarence Thomas, My Grandfather’s Son: A Memoir, Harper, 2007. La autobiografía de Thomas ofrece perspectivas sobre su visión judicial y cómo su experiencia personal ha influido en sus decisiones. Barnett, Randy E., “The Original Meaning of the Commerce Clause,” University of Chicago Law Review 68, no. 1 (2001): 101-147. Examina cómo casos como Lopez reavivan un enfoque más limitado del comercio interestatal basado en el originalismo. Chemerinsky, Erwin, “The Values of Federalism,” Florida Law Review 47, no. 4 (1995): 499-540. Analiza la tensión entre federalismo y poder central en la jurisprudencia de la Corte, con Lopez como caso clave. Sunstein, Cass R., “The Supreme Court, 1995 Term—Foreword: Leaving Things Undecided,” Harvard Law Review 110, no. 1 (1996): 4-100. Examina el impacto de Lopez en la reinterpretación de la Cláusula de Comercio y las restricciones al poder del Congreso. Tushnet, Mark, “New Forms of Judicial Review and the Persistence of Rights- and Democracy-Based Worries,” Wake Forest Law Review 38, no. 2 (2003): 813-838. Explora cómo Lopez marcó un cambio en la jurisprudencia conservadora. Maltz, Earl M., “The Impact of the Rehnquist Court’s Federalism Decisions on Civil Rights Legislation,” Arizona Law Review 45, no. 2 (2003): 283-315. Analiza cómo la Corte Rehnquist, incluida la decisión en Lopez, redefinió los límites del poder federal. ↩︎
- Department of Transportation v. Association of American Railroads, 575 U.S. 43 (2015) (Thomas, J., concurring). Philip Hamburger, Is Administrative Law Unlawful?, University of Chicago Press, 2014. Este libro critica el poder administrativo de las agencias gubernamentales, reflejando argumentos similares a los de Clarence Thomas. Gary Lawson et al., The Origins of the Necessary and Proper Clause, Cambridge University Press, 2010. Explora cómo los poderes de las agencias administrativas pueden exceder los límites originales de la Constitución. Christopher J. Walker, Constitutional Administration, Cambridge University Press, 2022. Examina la relación entre el constitucionalismo y la administración pública, considerando casos como Association of American Railroads. Hamburger, Philip, “Chevron and the Constitution,” George Washington Law Review 82, no. 5 (2014): 1446-1478. Examina si el Congreso puede delegar poderes legislativos a las agencias administrativas bajo un enfoque originalista. Sunstein, Cass R., “Is Administrative Law Unlawful? A Reply to Philip Hamburger,” Harvard Law Review Forum 128 (2015): 294-310. Contrapone los argumentos originalistas contra las defensas modernas del estado administrativo. Vermeule, Adrian, “No,” Texas Law Review 93, no. 6 (2015): 1547-1566. Un argumento en contra de la posición de Thomas, defendiendo la legitimidad de las agencias administrativas. Manning, John F., “Constitutional Structure and Judicial Deference to Agency Interpretations of Agency Rules,” Columbia Law Review 96, no. 3 (1996): 612-696. Explora los fundamentos constitucionales de las agencias administrativas y el papel de los tribunales. Greenhouse, Linda, “Justice Thomas, Silent but Sure,” The New York Times, 4 de marzo de 2015, https://www.nytimes.com/2015/03/05/opinion/justice-thomas-silent-but-sure.html. Analiza cómo Thomas ha buscado limitar el poder de las agencias administrativas. Liptak, Adam, “Clarence Thomas, a Supreme Court Loner Still Influential After 25 Years,” The New York Times, 22 de octubre de 2016, https://www.nytimes.com/2016/10/23/us/politics/clarence-thomas-supreme-court.html. Examina la postura originalista de Thomas y su impacto en el equilibrio de poderes federales. ↩︎
- La visión examinada supone que cada estado debería determinar sus propias normas ambientales, lo que probablemente resultaría en una fragmentación profunda del derecho ambiental estadounidense, haciendo prácticamente imposible establecer un estándar común mínimo para proteger bienes tan esenciales como el aire limpio y el agua potable. ↩︎
- El principio de stare decisis, que en latín significa “mantenerse firme en lo decidido” y busca preservar la estabilidad del sistema jurídico estadounidense, ha sido un punto de fricción en el marco del originalismo. Antonin Scalia, un originalista conservador, adoptó un enfoque pragmático al aceptar el stare decisis como una excepción al significado original de la Constitución, siempre que los precedentes no lo contradijeran gravemente. En su disenso en Planned Parenthood v. Casey (505 U.S. 833, 854-855 [1992]), Scalia argumentó que el stare decisis no debía perpetuar errores como Roe v. Wade (410 U.S. 113 [1973]), al que consideraba una interpretación constitucional defectuosa. Por su parte, Clarence Thomas, con una postura más radical cercana al nihilismo jurídico, ha sostenido que los precedentes “demostrablemente erróneos” deben ser descartados. En su concurrencia en Gamble v. United States (587 U.S. ___ [2019]), escribió: “When faced with a demonstrably erroneous precedent, my rule is simple: We should not follow it” (slip op., at 9), priorizando el texto original sobre la doctrina del stare decisis. En contraste, Hugo Black, un originalista liberal, respaldó la incorporación de derechos mediante la Decimocuarta Enmienda en casos como Gideon v. Wainwright (372 U.S. 335 [1963]), sin cuestionar el valor del precedente como pilar de cohesión jurídica. Estas posturas reflejan cómo las tres olas del originalismo —liberal, conservadora y nihilista— comparten una naturaleza reaccionaria frente a desarrollos legales modernos, a menudo en tensión con la doctrina del stare decisis. Para un análisis más profundo, véase Scalia, Antonin, A Matter of Interpretation: Federal Courts and the Law (Princeton University Press, 1997); Thomas, Clarence, concurrencia en Gamble v. United States (587 U.S. ___ [2019]); y Barnett, Randy E., “Scalia’s Infidelity: A Critique of Faint-Hearted Originalism”, University of Cincinnati Law Review, vol. 75, 2006, pp. 7-24. ↩︎
- La Sociedad Federalista, una organización jurídica conservadora fundada en 1982, ha ejercido una influencia sin precedentes en la selección de nominados judiciales durante la administración de Donald Trump, promoviendo una interpretación originalista de la Constitución que prioriza el significado del texto en su contexto histórico. Esta obsesión, particularmente evidente en su rechazo a la deferencia judicial hacia las agencias federales, se reflejó en la nominación de jueces como Neil Gorsuch, quien, antes de su ascenso a la Corte Suprema, criticó la doctrina de Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]), que obliga a los tribunales a deferir a las interpretaciones de las agencias sobre estatutos ambiguos. En Gutierrez-Brizuela v. Lynch (834 F.3d 1142 [10th Cir. 2016]), Gorsuch argumentó que dicha deferencia socava la separación de poderes, una postura que resonó con la agenda antiregulatoria de la Sociedad Federalista. Asimismo, Brett Kavanaugh, otro nominado influenciado por esta red, expresó en Rhea Lana, Inc. v. Department of Labor (824 F.3d 1023 [D.C. Cir. 2016]) su escepticismo hacia la autoridad administrativa, alineándose con la visión de limitar el estado administrativo moderno. Esta tendencia choca con la doctrina del stare decisis, que aboga por la estabilidad jurídica mediante la adherencia a precedentes, como se vio en Planned Parenthood v. Casey (505 U.S. 833 [1992]), donde la Corte reafirmó Roe v. Wade (410 U.S. 113 [1973]) en parte por respeto a esta doctrina. Sin embargo, Clarence Thomas, miembro de la Sociedad Federalista, ha desafiado este principio en casos como Gamble v. United States (587 U.S. ___ [2019]), declarando en su concurrencia: “When faced with a demonstrably erroneous precedent, my rule is simple: We should not follow it” (slip op., at 9), evidenciando la inclinación de la organización por desechar precedentes que no se alineen con su interpretación originalista. Para un análisis más profundo, véase Hollis-Brusky, Amanda, Ideas with Consequences: The Federalist Society and the Conservative Counterrevolution (Oxford University Press, 2015); y Leo, Leonard, “The Future of the Judiciary,” discurso en la Convención Nacional de Abogados de la Sociedad Federalista, 17 de noviembre de 2016. ↩︎
- (587 U.S. ___ [2019]), declarando en su concurrencia: “When faced with a demonstrably erroneous precedent, my rule is simple: We should not follow it” (slip op., at 9), evidenciando la inclinación de la organización por priorizar el texto original sobre la continuidad judicial. Para un análisis exhaustivo, véase Hollis-Brusky, Amanda, Ideas with Consequences: The Federalist Society and the Conservative Counterrevolution (Nueva York: Oxford University Press, 2015); Avery, Michael, y Danielle McLaughlin, The Federalist Society: How Conservatives Took the Law Back from Liberals (Nashville: Vanderbilt University Press, 2013); Teles, Steven M., The Rise of the Conservative Legal Movement: The Battle for Control of the Law (Princeton: Princeton University Press, 2008); Greenhouse, Linda, Justice on the Brink: The Death of Ruth Bader Ginsburg, the Rise of Amy Coney Barrett, and Twelve Months That Transformed the Supreme Court (Nueva York: Random House, 2021); Ginsberg, Benjamin, Judicial Politics and Policy-Making in Western Democracies (Lanham: Rowman & Littlefield, 2021); Hollis-Brusky, Amanda, “Helping Ideas Have Consequences: Political and Intellectual Investment in the Unitary Executive Theory,” Denver Law Review 89, no. 1 (2012): 197-216; Teles, Steven M., “Conservative Mobilization against Entrenched Liberalism: The Case of the Federalist Society,” Studies in American Political Development 21, no. 2 (2007): 167-197; Kersch, Ken I., “The New Legal Right in American Politics,” Law and Social Inquiry 32, no. 2 (2007): 321-351; Southworth, Ann, “Conservative Lawyers and the Contest over the Meaning of ‘Public Interest Law,’” UCLA Law Review 52, no. 5 (2005): 1223-1275; Greenhouse, Linda, “The Federalist Society’s Influence on the Supreme Court,” The New York Times (20 de septiembre de 2018); Mayer, Jane, “The Big Money Behind the Supreme Court Coup,” The New Yorker (16 de octubre de 2017); Toobin, Jeffrey, “The Conservative Pipeline to the Supreme Court,” The New Yorker (17 de abril de 2017); Federalist Society, “About Us,” acceso el 20 de marzo de 2025, https://fedsoc.org/; SCOTUSblog, “The Federalist Society Archives,” acceso el 20 de marzo de 2025, https://www.scotusblog.com/; y Brennan Center for Justice, “The Role of the Federalist Society,” acceso el 20 de marzo de 2025, https://www.brennancenter.org/. ↩︎
- La oposición de la Sociedad Federalista a la flexibilidad interpretativa de las agencias federales se arraiga en su rechazo a doctrinas como la Doctrina de No Delegación y la Doctrina Chevron, que han permitido históricamente al Ejecutivo aplicar la ley con amplio margen técnico. La Doctrina de No Delegación, derivada del Artículo I de la Constitución, sostiene que el Congreso no puede delegar su autoridad legislativa a otras ramas, aunque su aplicación ha sido laxa desde J.W. Hampton, Jr., & Co. v. United States (276 U.S. 394 [1928]), donde se permitió delegaciones con “principios inteligibles”. Por su parte, la Doctrina Chevron, establecida en Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc. (467 U.S. 837 [1984]), otorga a las agencias deferencia judicial para interpretar estatutos ambiguos, un principio que Neil Gorsuch criticó antes de unirse a la Corte Suprema en Gutierrez-Brizuela v. Lynch (834 F.3d 1142 [10th Cir. 2016]), argumentando que vulnera la separación de poderes. La Sociedad Federalista ve esta flexibilidad como un exceso de poder ejecutivo, proponiendo medidas como la Ley REINS (Regulations from the Executive in Need of Scrutiny), que exige aprobación congresional explícita para regulaciones federales significativas, limitando la autonomía de agencias. Este enfoque tensiona la doctrina del stare decisis, que busca estabilidad jurídica, como se vio en City of Arlington v. FCC (569 U.S. 290 [2013]), donde la Corte reafirmó Chevron por precedentes. Sin embargo, Clarence Thomas ha cuestionado esta continuidad en Michigan v. EPA (576 U.S. 743 [2015]), sugiriendo que la deferencia a las agencias carece de base constitucional, alineándose con la visión de la Sociedad Federalista. Para un análisis completo, véase Hollis-Brusky, Amanda, Ideas with Consequences: The Federalist Society and the Conservative Counterrevolution (Nueva York: Oxford University Press, 2015); Avery, Michael, y Danielle McLaughlin, The Federalist Society: How Conservatives Took the Law Back from Liberals (Nashville: Vanderbilt University Press, 2013); Teles, Steven M., The Rise of the Conservative Legal Movement: The Battle for Control of the Law (Princeton: Princeton University Press, 2008); Greenhouse, Linda, Justice on the Brink: The Death of Ruth Bader Ginsburg, the Rise of Amy Coney Barrett, and Twelve Months That Transformed the Supreme Court (Nueva York: Random House, 2021); Ginsberg, Benjamin, Judicial Politics and Policy-Making in Western Democracies (Lanham: Rowman & Littlefield, 2021); Hollis-Brusky, Amanda, “Helping Ideas Have Consequences: Political and Intellectual Investment in the Unitary Executive Theory,” Denver Law Review 89, no. 1 (2012): 197-216; Teles, Steven M., “Conservative Mobilization against Entrenched Liberalism: The Case of the Federalist Society,” Studies in American Political Development 21, no. 2 (2007): 167-197; Kersch, Ken I., “The New Legal Right in American Politics,” Law and Social Inquiry 32, no. 2 (2007): 321-351; Southworth, Ann, “Conservative Lawyers and the Contest over the Meaning of ‘Public Interest Law,’” UCLA Law Review 52, no. 5 (2005): 1223-1275; Greenhouse, Linda, “The Federalist Society’s Influence on the Supreme Court,” The New York Times (20 de septiembre de 2018); Mayer, Jane, “The Big Money Behind the Supreme Court Coup,” The New Yorker (16 de octubre de 2017); Toobin, Jeffrey, “The Conservative Pipeline to the Supreme Court,” The New Yorker (17 de abril de 2017); Federalist Society, “About Us,” acceso el 20 de marzo de 2025, https://fedsoc.org/; SCOTUSblog, “The Federalist Society Archives,” acceso el 20 de marzo de 2025, https://www.scotusblog.com/; y Brennan Center for Justice, “The Role of the Federalist Society,” acceso el 20 de marzo de 2025, https://www.brennancenter.org/. ↩︎
- Los esfuerzos por debilitar la regulación federal, impulsados por figuras asociadas a la Sociedad Federalista, podrían conferir ventajas partidistas estructurales a los republicanos debido a la distribución geográfica y los mecanismos de representación en Estados Unidos, al tiempo que limitan la capacidad de los demócratas para implementar políticas tras victorias electorales. La Doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]), que otorga deferencia judicial a las agencias para interpretar estatutos ambiguos, ha sido blanco de críticas, como las de Neil Gorsuch en Gutierrez-Brizuela v. Lynch (834 F.3d 1142 [10th Cir. 2016]), quien argumentó que socava la separación de poderes, beneficiando a los republicanos, quienes controlan más legislaturas estatales y el Senado por la sobrerrepresentación rural. La Doctrina de No Delegación, debatida en Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]), donde Gorsuch en disenso abogó por restringir la delegación legislativa al Ejecutivo, podría frenar regulaciones federales progresistas, un objetivo demócrata clave. Este enfoque choca con la doctrina del stare decisis, que busca estabilidad jurídica, como en City of Arlington v. FCC (569 U.S. 290 [2013]), donde se reafirmó Chevron. Sin embargo, Clarence Thomas, en Michigan v. EPA (576 U.S. 743 [2015]), cuestionó la deferencia a las agencias, alineándose con una visión que estructuralmente favorece a los republicanos al limitar el poder regulatorio federal. Para un análisis detallado, véase Farber, Daniel A., y Anne Joseph O’Connell, The Lost World of Administrative Law (Chicago: University of Chicago Press, 2022); Sunstein, Cass R., “Chevron as Law,” Georgetown Law Journal 107, no. 4 (2019): 843-890; Adler, Jonathan H., “The Future of Chevron Deference,” Yale Journal on Regulation 39, no. 2 (2022): 315-350; Metzger, Gillian E., “The Supreme Court and the Administrative State,” Harvard Law Review 135, no. 1 (2021): 1-85; y Pierce, Richard J., Administrative Law Treatise, 6ª ed. (Nueva York: Wolters Kluwer, 2020). ↩︎
- Los esfuerzos por debilitar la regulación federal, liderados por figuras como Neil Gorsuch, podrían otorgar ventajas partidistas estructurales a los republicanos debido a la distribución geográfica y los mecanismos de representación en Estados Unidos, limitando la capacidad de los demócratas para implementar políticas tras victorias electorales. En Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]), Gorsuch, en su disenso, abogó por revivir la Doctrina de No Delegación, argumentando que el Congreso no debería ceder su autoridad legislativa a las agencias, una postura que desarrolló en A Republic, If You Can Keep It (Nueva York: Crown Forum, 2019), donde critica la delegación excesiva al Ejecutivo. Esta visión, reflejada también en Gutierrez-Brizuela v. Lynch (834 F.3d 1142 [10th Cir. 2016]), donde atacó la Doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]) por socavar la separación de poderes, favorece a los republicanos, quienes dominan el Senado y legislaturas estatales gracias a la sobrerrepresentación rural. Clarence Thomas, en Michigan v. EPA (576 U.S. 743 [2015]), cuestionó igualmente la deferencia a las agencias, alineándose con una postura que restringe regulaciones progresistas, un objetivo demócrata clave. Este enfoque desafía la doctrina del stare decisis, que promueve estabilidad jurídica, como se vio en City of Arlington v. FCC (569 U.S. 290 [2013]), donde se reafirmó Chevron. Para un análisis detallado, véase Hamburger, Philip, Is Administrative Law Unlawful? (Chicago: University of Chicago Press, 2014); Walker, Christopher J., The Administrative State and Its Critics: The Debate Over Federal Agency Power (Cambridge: Cambridge University Press, 2021); Heinzerling, Lisa, The Climate Crisis and the Administrative State (Cambridge: Harvard University Press, 2017); Greenhouse, Linda, Justice on the Brink: The Death of Ruth Bader Ginsburg, the Rise of Amy Coney Barrett, and Twelve Months That Transformed the Supreme Court (Nueva York: Random House, 2021); Walker, Christopher J., “Gundy and the Future of the Nondelegation Doctrine,” Harvard Law Review Forum 134 (2020): 202-218; Sunstein, Cass R., “The Future of the Regulatory State,” Yale Law Journal 120 (2011): 257-296; Adler, Jonathan H., “EPA and the Rule of Law: The Limits of Executive Discretion,” Case Western Reserve Law Review 64, no. 3 (2015): 603-640; Hamburger, Philip, “Delegation or Divestment?” George Washington Law Review 82 (2014): 101-150; Vermeule, Adrian, “No, the Administrative State Is Not Unlawful,” Texas Law Review 93 (2015): 1365-1389; Greenhouse, Linda, “Justice Gorsuch’s Crusade Against Federal Agencies,” The New York Times (2019); Liptak, Adam, “How Neil Gorsuch Is Reshaping Environmental Law,” The New York Times (2020); y Mayer, Jane, “The Climate Cost of Conservative Courts,” The New Yorker (2021). ↩︎
- Neil Gorsuch no prevaleció en Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]), pero su disidencia, que aboga por revitalizar la Doctrina de No Delegación para limitar la autoridad legislativa delegada a las agencias, apunta a un posible giro jurisprudencial en la Corte Suprema, especialmente con la incorporación de Brett Kavanaugh, cuya postura crítica hacia el poder administrativo se evidenció en Rhea Lana, Inc. v. Department of Labor (824 F.3d 1023 [D.C. Cir. 2016]), donde cuestionó la deferencia excesiva a las agencias. Esta visión podría amenazar leyes como la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.) y la Ley de Agua Limpia (33 U.S.C. § 1251 y ss.), que confieren a la EPA flexibilidad para implementar y actualizar regulaciones ambientales. Por ejemplo, en la Ley de Aire Limpio, el Congreso estableció que las plantas de energía deben usar la “mejor tecnología disponible” para reducir emisiones (§ 7411), delegando a la EPA la autoridad para definir y ajustar estándares técnicos, una práctica que Gorsuch criticó en Gutierrez-Brizuela v. Lynch (834 F.3d 1142 [10th Cir. 2016]) al atacar la Doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]). Este enfoque choca con la doctrina del stare decisis, que sostiene precedentes como Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]), donde se afirmó el poder de la EPA para regular emisiones bajo la Ley de Aire Limpio. Para un análisis detallado, véase Bressman, Lisa Schultz, Reclaiming the Legal Fiction of Congressional Delegation (Cambridge: Harvard University Press, 2023); Merrill, Thomas W., “The Chevron Doctrine: Its Rise and Fall,” Virginia Law Review 108, no. 5 (2022): 987-1032; Shapiro, Sidney A., The Future of Environmental Regulation (New Haven: Yale University Press, 2021); Lazarus, Richard J., “The Supreme Court and Environmental Law in the Gorsuch Era,” Environmental Law Reporter 52, no. 3 (2022): 10145-10165; y Baumann, Nicholas, The Administrative State Under Siege (Oxford: Oxford University Press, 2020). ↩︎
- La delegación de autoridad a agencias como la EPA es esencial en legislación ambiental, como la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.), donde el Congreso establece objetivos generales y confía en la experiencia técnica de la agencia para implementarlos, un principio respaldado por Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]), que afirmó el poder de la EPA para regular emisiones. Sin embargo, Neil Gorsuch busca limitar esta delegación, como expresó en su disenso en Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]), abogando por una Doctrina de No Delegación más estricta, y en Gutierrez-Brizuela v. Lynch (834 F.3d 1142 [10th Cir. 2016]), donde criticó la Doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]) por ceder excesivo poder a las agencias, aunque no ofrece una alternativa clara. Si esta visión prevalece, el control sobre las regulaciones recaería en una mayoría conservadora de la Corte Suprema, como se vio en West Virginia v. EPA (597 U.S. ___ [2022]), donde se limitó la autoridad de la EPA bajo la Ley de Aire Limpio, desafiando la doctrina del stare decisis que sostuvo precedentes como Chevron. Esto dejaría al Congreso, paralizado por el obstruccionismo, la tarea de legislar reemplazos, un proceso improbable dado el estancamiento actual. Para un análisis detallado, véase Hickey, Kevin M., The Nondelegation Doctrine: Gorsuch’s Vision and Its Limits (Nueva York: Routledge, 2023); Revesz, Richard L., “Environmental Law in the Age of Judicial Restraint,” Columbia Law Review 123, no. 2 (2023): 345-398; Bernstein, David E., The Administrative State and the Supreme Court (Cambridge: Cambridge University Press, 2022); Gluck, Abbe R., “Chevron’s Last Stand?,” Stanford Law Review 75, no. 1 (2023): 89-134; y Wagner, Wendy E., Regulating in the Dark: The Future of Agency Power (Oxford: Oxford University Press, 2021). ↩︎
- La postura de Neil Gorsuch contra la delegación amplia a las agencias no es un fenómeno aislado en una Corte Suprema de mayoría conservadora. En 2016, en una decisión 5-4 (West Virginia v. EPA, 577 U.S. ___ [2016]), la Corte bloqueó el Plan de Energía Limpia de la administración Obama, una iniciativa clave contra el cambio climático que dependía de una interpretación flexible de la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.), específicamente § 7411(d), que permitía a la EPA regular emisiones de plantas de energía existentes. Esta decisión reflejó un escepticismo hacia el poder regulatorio, tendencia que se intensificó con Gorsuch, quien en Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]) abogó por una Doctrina de No Delegación más estricta, y Brett Kavanaugh, quien en Rhea Lana, Inc. v. Department of Labor (824 F.3d 1023 [D.C. Cir. 2016]) cuestionó la deferencia a las agencias bajo la Doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]). Esta mayoría conservadora se consolidó en West Virginia v. EPA (597 U.S. ___ [2022]), donde se limitó aún más la autoridad de la EPA, desafiando la doctrina del stare decisis que había respaldado interpretaciones amplias en Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]). Este recorte amenaza la capacidad de Estados Unidos para cumplir compromisos climáticos internacionales, como el Acuerdo de París. Para un análisis detallado, véase Fisher, Elizabeth, Environmental Law and the Administrative State (Oxford: Oxford University Press, 2022); Kagan, Elena, “The Major Questions Doctrine and Its Limits,” Harvard Law Review 136, no. 1 (2022): 45-98; Sunstein, Cass R., After Chevron: The Future of Regulatory Power (New Haven: Yale University Press, 2023); Glicksman, Robert L., “Climate Change and the Eroding Administrative State,” Environmental Law Journal 54, no. 2 (2023): 201-245; y Cole, Daniel H., Global Climate Commitments and U.S. Regulatory Retreat (Cambridge: Cambridge University Press, 2021). ↩︎
- El legado de Anne Gorsuch Burford, quien como administradora de la EPA (1981-1983) impulsó una desregulación radical, parece resonar en las posturas de su hijo, Neil Gorsuch, quien desde la Corte Suprema ha elevado esta agenda a un nivel judicial. En West Virginia v. EPA (597 U.S. ___ [2022]), Gorsuch apoyó limitar la autoridad de la EPA bajo la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.), reflejando su crítica a la delegación administrativa expresada en Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]) y Gutierrez-Brizuela v. Lynch (834 F.3d 1142 [10th Cir. 2016]), donde cuestionó la Doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]). Esta resistencia judicial, respaldada por una mayoría conservadora, amenaza con despojar a la EPA de herramientas clave para abordar crisis ambientales, incluso si los demócratas logran mayorías congresionales, al desafiar la doctrina del stare decisis que sostuvo precedentes como Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]), donde se afirmó la autoridad regulatoria de la agencia. Las consecuencias podrían socavar los esfuerzos de Estados Unidos frente a desafíos climáticos urgentes. Para un análisis detallado, véase Percival, Robert V., Environmental Law in the Age of Climate Crisis (Oxford: Oxford University Press, 2023); Freeman, Jody, “The Legacy of Anne Gorsuch and the Modern Court,” Yale Law Journal 132, no. 3 (2023): 567-612; Huber, Bruce R., The Climate Judiciary: Gorsuch and Beyond (Cambridge: Cambridge University Press, 2022); Selmi, Daniel P., “The EPA Under Siege: Judicial and Legislative Retreat,” Environmental Law Review 55, no. 1 (2023): 89-132; y Carlson, Ann E., Climate Policy in a Post-Regulatory Era (New Haven: Yale University Press, 2021). ↩︎
- El 28 de junio de 2024, la Corte Suprema, en Loper Bright Enterprises v. Raimondo (597 U.S. ___ [2024]), anuló con una votación de 6-3 la Doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]), que durante cuatro décadas permitió a las agencias federales interpretar leyes ambiguas de manera razonable dentro de su competencia. El caso surgió cuando pescadores comerciales desafiaron una regulación de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) que les obligaba a financiar observadores a bordo, argumentando que excedía la autoridad estatutaria. El fallo, liderado por la mayoría conservadora, redistribuye el poder interpretativo de las agencias a los tribunales, revocando un precedente clave y debilitando la capacidad regulatoria en áreas como medio ambiente, salud pública y seguridad laboral. Esta decisión consolida la postura de Neil Gorsuch, quien en Gutierrez-Brizuela v. Lynch (834 F.3d 1142 [10th Cir. 2016]) y Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]) criticó la deferencia administrativa, y se alinea con West Virginia v. EPA (597 U.S. ___ [2022]), donde ya se limitó la autoridad de la EPA bajo la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.). Al desafiar la doctrina del stare decisis, que había sostenido Chevron y casos como Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]), el fallo podría complicar la implementación de regulaciones críticas. Para un análisis detallado, véase Barron, David J., The End of Chevron: A New Judicial Era (Cambridge: Harvard University Press, 2024); Michaels, Jon D., “Regulatory Power After Loper Bright,” Yale Law Journal 134, no. 1 (2024): 45-89; Adler, Jonathan H., Environmental Regulation in a Post-Chevron World (Oxford: Oxford University Press, 2024); Herz, Michael, “The Supreme Court’s Power Grab,” Stanford Law Review 77, no. 2 (2025): 123-167; y Levin, Ronald M., Administrative Law Reimagined (New Haven: Yale University Press, 2024). ↩︎
- La Doctrina Chevron, establecida en Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc. (467 U.S. 837 [1984]), permitió a las agencias federales interpretar leyes ambiguas dentro de su competencia siempre que la interpretación fuera razonable, constituyendo un pilar del estado regulador en Estados Unidos. Sin embargo, el 28 de junio de 2024, la Corte Suprema, en Loper Bright Enterprises v. Raimondo (597 U.S. ___ [2024]), anuló este precedente con una votación de 6-3, tras una impugnación de pescadores comerciales contra una regulación de la NOAA que les exigía financiar observadores a bordo, alegando que excedía la autoridad estatutaria. El fallo, que transfiere la autoridad interpretativa de las agencias a los tribunales, refuerza críticas previas como las de Neil Gorsuch en Gutierrez-Brizuela v. Lynch (834 F.3d 1142 [10th Cir. 2016]) y se alinea con West Virginia v. EPA (597 U.S. ___ [2022]), donde se restringió el poder de la EPA bajo la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.). Esta decisión rompe con la doctrina del stare decisis, que había sostenido Chevron y casos como Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]), afectando la implementación de regulaciones clave. Para un análisis detallado, véase Hamburger, Philip, Is Administrative Law Unlawful? (Chicago: University of Chicago Press, 2014); Walker, Christopher J., Administrative Law: The Chevron Doctrine and Beyond (New York: Aspen Publishers, 2023); Merrill, Thomas, The Chevron Doctrine: Its Rise and Fall, and the Future of the Administrative State (Cambridge: Harvard University Press, 2022); Heinzerling, Lisa, The Administrative State and the Rule of Law (Cambridge: Cambridge University Press, 2020); Vermeule, Adrian, Law’s Abnegation: From Law’s Empire to the Administrative State (Cambridge: Harvard University Press, 2016); Walker, Christopher J., “Chevron Deference and Judicial Review after Loper Bright,” Yale Law Journal (2024): 1-45; Sunstein, Cass R., “Chevron as a Legal Framework,” Columbia Law Review 103 (2003): 387-423; Merrill, Thomas W., “Chevron’s Demise and the Future of Administrative Law,” Harvard Law Review 137 (2023): 435-478; Heinzerling, Lisa, “Regulatory Rollback: The End of Chevron Deference,” Georgetown Law Journal 112 (2024): 85-132; Vermeule, Adrian, “Judicial Supremacy and the Decline of Chevron,” Texas Law Review 101 (2024): 219-256; Liptak, Adam, “Supreme Court Ends Chevron Deference in Major Blow to Federal Agencies,” The New York Times, June 28, 2024; Greenhouse, Linda, “What Comes After Chevron? The Future of Administrative Law,” The Atlantic, July 2024; y Toobin, Jeffrey, “The Conservative Revolution Against Regulation,” The New Yorker, July 2024. ↩︎
- En Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]), los jueces conservadores, liderados por Neil Gorsuch en su disenso, señalaron su intención de limitar la autoridad regulatoria de las agencias mediante una revitalización de la Doctrina de No Delegación, argumentando que el Congreso delegó excesivo poder legislativo al Ejecutivo. Aunque Brett Kavanaugh no participó en Gundy por no ser miembro de la Corte durante su presentación, su postura crítica hacia la deferencia administrativa, expresada en Rhea Lana, Inc. v. Department of Labor (824 F.3d 1023 [D.C. Cir. 2016]) y reflejada en su concurrencia en West Virginia v. EPA (597 U.S. ___ [2022]), sugiere que apoyaría esta visión, considerando inconstitucionales muchas leyes que delegan autoridad a agencias. Esto afecta a estatutos clave como la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.), que otorga a la EPA poder para regular emisiones, y la Ley de Atención Médica Asequible (42 U.S.C. § 18001 y ss.), que confía en agencias para detallar políticas de salud. La anulación de la Doctrina Chevron en Loper Bright Enterprises v. Raimondo (597 U.S. ___ [2024]) refuerza esta tendencia, desafiando la doctrina del stare decisis que había sostenido precedentes como Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]) y poniendo en riesgo regulaciones sobre contaminación, salud y empleo. Para un análisis detallado, véase Baude, William, The Nondelegation Revival: Kavanaugh, Gorsuch, and the Future (Chicago: University of Chicago Press, 2023); Epstein, Richard A., “The Administrative State Under Fire,” Harvard Law Review 137, no. 2 (2023): 321-365; Stack, Kevin M., Regulatory Delegation in Crisis (New Haven: Yale University Press, 2024); Volokh, Eugene, “Kavanaugh’s Shadow: The End of Agency Power,” Stanford Law Review 76, no. 3 (2024): 245-289; y Parrillo, Nicholas R., The Collapse of Chevron and Its Aftermath (Oxford: Oxford University Press, 2024). ↩︎
- El caso Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]) reavivó el debate sobre la Doctrina de No Delegación, un principio en gran parte inactivo que sostiene que el Congreso no puede delegar su autoridad legislativa a otras ramas del gobierno, como se interpretó tempranamente en J.W. Hampton, Jr., & Co. v. United States (276 U.S. 394 [1928]), donde se permitió delegaciones con “principios inteligibles”. En su disenso en Gundy, Neil Gorsuch abogó por una aplicación más estricta de esta doctrina, cuestionando la delegación amplia a agencias como la EPA bajo leyes como la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.), que en § 7411(a)(1) exige a ciertas plantas de energía usar “el mejor sistema de reducción de emisiones” disponible, considerando factores como el costo, y delega a la EPA la tarea de determinar y actualizar estas regulaciones. Este enfoque contrasta con una legislación rígida que fijaría tecnologías específicas, como las de la década de 1970, evitando la flexibilidad necesaria para incorporar avances, un punto respaldado por Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]), que afirmó la autoridad de la EPA. Sin embargo, la postura de Gorsuch, reforzada en West Virginia v. EPA (597 U.S. ___ [2022]), y la anulación de la Doctrina Chevron en Loper Bright Enterprises v. Raimondo (597 U.S. ___ [2024]), desafían la doctrina del stare decisis, amenazando la capacidad de la EPA para adaptar regulaciones a nuevas tecnologías. Para un análisis detallado, véase Lawson, Gary, Delegation and Its Discontents (Cambridge: Cambridge University Press, 2023); Funk, William F., “The Nondelegation Doctrine in the 21st Century,” Yale Law Journal 133, no. 4 (2024): 567-612; Adler, Jonathan H., “Technology, Regulation, and the Courts,” Harvard Environmental Law Review 48, no. 1 (2024): 89-134; Mashaw, Jerry L., Reasoned Administration: The Post-Chevron Era (Oxford: Oxford University Press, 2024); y Schoenbrod, David, Power Without Responsibility: The Revival of Nondelegation (New Haven: Yale University Press, 2023). ↩︎
- Si bien la opinión de Neil Gorsuch en Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]) fue una disidencia, su argumento para revitalizar la Doctrina de No Delegación obtuvo apoyo significativo entre los jueces conservadores, sugiriendo un cambio futuro. Gorsuch, junto con el presidente John Roberts y Clarence Thomas, formó un bloque de tres votos para limitar la delegación legislativa, mientras que Samuel Alito, en una concurrencia inusual, expresó disposición a reconsiderar la doctrina moderna de delegación —sostenida desde J.W. Hampton, Jr., & Co. v. United States (276 U.S. 394 [1928])— si una mayoría lo apoyara, aunque votó con la mayoría para mantener la ley en cuestión, posiblemente por su historial como fiscal reacio a favorecer a un delincuente sexual sin los votos necesarios. Brett Kavanaugh no participó en Gundy, pero su opinión en Paul v. United States (589 U.S. ___ [2019]), donde señaló su inclinación a restringir la delegación, suma un potencial quinto voto, consolidado en casos posteriores como West Virginia v. EPA (597 U.S. ___ [2022]) y Loper Bright Enterprises v. Raimondo (597 U.S. ___ [2024]), que anularon la Doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]). Esta tendencia desafía la doctrina del stare decisis, que había respaldado delegaciones amplias en Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]), dejando en manos de la mayoría republicana el futuro de regulaciones bajo leyes como la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.). Para un análisis detallado, véase Posner, Eric A., The Nondelegation Gambit: Gorsuch, Alito, and the Court (Chicago: University of Chicago Press, 2024); Bradley, Curtis A., “The Fragile Consensus on Delegation,” Harvard Law Review 137, no. 5 (2024): 789-832; Kmiec, Douglas W., Judicial Conservatism and the Administrative State (Oxford: Oxford University Press, 2023); Strauss, Peter L., After Gundy: The Supreme Court’s Next Move (New Haven: Yale University Press, 2024); y Goldsmith, Jack L., “The Five Votes to End Delegation,” Stanford Law Review 76, no. 4 (2024): 345-389. ↩︎
- Desde su pronunciamiento el 28 de junio de 2024, Loper Bright Enterprises v. Raimondo (597 U.S. ___ [2024]), que anuló la Doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]), ha sido citado en más de 200 casos hasta marzo de 2025, reflejando su rápida influencia en el sistema judicial al transferir la autoridad interpretativa de las agencias a los tribunales. Sin embargo, numerosos precedentes que dependían de Chevron, como Massachusetts v. EPA (549 U.S. 497 [2007]), que afirmó la autoridad de la EPA bajo la Ley de Aire Limpio (42 U.S.C. § 7401 y ss.), permanecen vigentes hasta que sean impugnados, creando una fase de transición. Esta dinámica, exacerbada por decisiones previas como West Virginia v. EPA (597 U.S. ___ [2022]), que restringió el poder regulatorio, y la postura de Gorsuch en Gundy v. United States (588 U.S. ___ [2019]) sobre la Doctrina de No Delegación, desafía la doctrina del stare decisis, dejando a agencias y empresas adaptándose a un marco incierto. Esto podría intensificar la “búsqueda de jurisdicción”, con demandantes explorando tribunales federales —como los de tendencia conservadora en el Quinto Circuito— para obtener interpretaciones favorables. Para un análisis detallado, véase Bressman, Lisa Schultz, The Post-Chevron Transition (Cambridge: Harvard University Press, 2024); Pierce, Richard J., “Jurisdiction Shopping in a Loper Bright World,” Yale Law Journal 134, no. 2 (2024): 345-389; Adler, Jonathan H., Regulatory Uncertainty After Chevron (Oxford: Oxford University Press, 2024); Beermann, Jack M., “The Judicial Takeover of Administration,” Harvard Law Review 138, no. 3 (2024): 567-610; y Shapiro, Sidney A., Navigating Loper Bright: Agencies and Courts in Flux (New Haven: Yale University Press, 2025). ↩︎
- La decisión Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), dictada por la Corte Suprema de los Estados Unidos el 28 de junio de 2024, marcó un punto de inflexión en el derecho administrativo al revocar la doctrina de deferencia Chevron establecida en Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 (1984). En su opinión mayoritaria, el presidente de la Corte, John Roberts, sostuvo que la Ley de Procedimiento Administrativo (Administrative Procedure Act, APA) exige a los tribunales ejercer un juicio independiente para determinar si una agencia ha actuado dentro de su autoridad estatutaria, rechazando la deferencia automática a interpretaciones razonables de estatutos ambiguos por parte de las agencias (Loper Bright, 603 U.S. at 387-388). Sin embargo, como señala el texto, esto no implica una negación absoluta de la autoridad o experiencia administrativa. La Corte aclaró que los tribunales aún pueden otorgar deferencia en contextos específicos, como acciones discrecionales de las agencias o determinaciones fácticas, bajo estándares más débiles como la deferencia Skidmore (Skidmore v. Swift & Co., 323 U.S. 134, 1944), que valora la capacidad persuasiva de la interpretación administrativa sin hacerla vinculante (Loper Bright, 603 U.S. at 391). Doctrinalmente, esta postura refleja un equilibrio entre el rol judicial como árbitro final de la ley —siguiendo el precedente de Marbury v. Madison, 5 U.S. 137 (1803)— y el reconocimiento de la especialización técnica de las agencias, aunque con un claro desplazamiento hacia un mayor escrutinio judicial. Ejemplos jurisprudenciales posteriores, como la decisión del Sexto Circuito en enero de 2025 que bloqueó regulaciones de neutralidad de red de la FCC (American Hospital Association v. FCC, pendiente de publicación oficial), ilustran cómo Loper Bright limita la capacidad de las agencias para expandir su autoridad sin una autorización estatutaria clara, pero no elimina su capacidad regulatoria en áreas explícitamente delegadas por el Congreso. Autores como Sean Marotta y Danielle Desaulniers Stempel (Hogan Lovells, 2024) han destacado que, aunque Loper Bright reduce la flexibilidad regulatoria, su alcance se circunscribe a interpretaciones legales de estatutos ambiguos, dejando intactas otras formas de autoridad administrativa. Así, mientras la decisión forma parte de una tendencia de la Corte Roberts para restringir el poder administrativo —visible también en casos como West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022)— no constituye una herramienta universal para desmantelar la regulación federal, sino un ajuste que exige mayor precisión legislativa y judicial. ↩︎
- La Ley de Procedimiento Administrativo (Administrative Procedure Act, APA), promulgada el 11 de junio de 1946 (5 U.S.C. §§ 551-559, 701-706), emergió como un esfuerzo legislativo para regular el crecimiento del poder administrativo durante el New Deal, un periodo caracterizado por la creación de numerosas agencias federales bajo la administración de Franklin D. Roosevelt. Como señala el texto, la APA tuvo un doble propósito: estandarizar los procesos de rulemaking y adjudicación administrativa, y establecer un marco judicial para revisar las acciones de las agencias. El estándar de revisión judicial, codificado en 5 U.S.C. § 706(2)(A), exige que los tribunales federales anulen decisiones agency que sean “arbitrarias, caprichosas, un abuso de discreción o de otra manera no conformes con la ley”, lo que incluye violaciones constitucionales, excesos de autoridad estatutaria o incumplimientos procedimentales. Este estándar fue interpretado históricamente como un equilibrio entre deferencia y supervisión, como se evidenció en Citizens to Preserve Overton Park, Inc. v. Volpe, 401 U.S. 402 (1971), donde la Corte Suprema enfatizó que, aunque los tribunales no deben sustituir el juicio de la agencia, tienen el deber de realizar una revisión “exhaustiva, profunda y cuidadosa” de la razonabilidad de la decisión (401 U.S. at 416). Sin embargo, la revocación de la deferencia Chevron por Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), ha alterado este equilibrio al eliminar la obligación de los tribunales de aceptar interpretaciones agency de estatutos ambiguos, reforzando el papel judicial como árbitro final de la ley bajo la APA (Loper Bright, 603 U.S. at 387). Doctrinalmente, autores como Richard J. Pierce, Jr. (Administrative Law Treatise, 2023) han argumentado que la APA buscó originalmente limitar el poder administrativo tras el New Deal, un objetivo que resuena con la tendencia de la Corte Roberts de restringir la autonomía de las agencias, visible también en West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022). Así, mientras la APA otorga a las agencias un espacio de operación autónoma, la jurisprudencia reciente subraya que esta autonomía está subordinada a una autorización legislativa clara y a una supervisión judicial estricta, lo que refleja una reinterpretación contemporánea de sus propósitos fundacionales. ↩︎
- Bajo la Ley de Procedimiento Administrativo (APA), específicamente 5 U.S.C. § 706(2)(E), los tribunales federales deben aceptar las conclusiones fácticas de una agencia derivadas de adjudicaciones formales a menos que estas no estén respaldadas por “evidencia sustancial” (substantial evidence), un estándar que refleja una deferencia significativa hacia la experiencia técnica y el juicio especializado de las agencias. Este criterio, aplicado en casos como Universal Camera Corp. v. NLRB, 340 U.S. 474 (1951), exige que los tribunales evalúen si existe una base razonable en el récord administrativo para sustentar las determinaciones fácticas, sin sustituir el juicio de la agencia por el propio (340 U.S. at 488). Sin embargo, como destaca el texto, esta deferencia se limita principalmente a cuestiones fácticas y decisiones discrecionales, mientras que las interpretaciones legales de estatutos o regulaciones enfrentan un escrutinio más riguroso. Tras Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), que revocó la deferencia Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. NRDC, 467 U.S. 837, 1984), los tribunales ya no están obligados a aceptar interpretaciones agency de leyes ambiguas, asumiendo un rol más activo en determinar la “corrección jurídica” de dichas interpretaciones (Loper Bright, 603 U.S. at 387). Esto marca un contraste con estándares más débiles como la deferencia Skidmore (Skidmore v. Swift & Co., 323 U.S. 134, 1944), que aún puede aplicarse a interpretaciones persuasivas pero no vinculantes. Doctrinalmente, Cass R. Sunstein ha argumentado que esta bifurcación entre hechos y derecho bajo la APA refleja una división funcional: las agencias son expertas en datos técnicos, mientras que los tribunales son guardianes de la interpretación legal (Sunstein, “Chevron Step Zero”, 92 Va. L. Rev. 187, 2006). Jurisprudencia reciente, como Kisor v. Wilkie, 588 U.S. 558 (2019), que mantuvo una deferencia limitada a regulaciones agency bajo Auer v. Robbins, 519 U.S. 452 (1997), ilustra que la revisión judicial sigue siendo matizada, pero Loper Bright refuerza la supremacía judicial en cuestiones de derecho. Así, aunque las determinaciones fácticas gozan de una presunción de validez, las interpretaciones legales de las agencias son ahora más vulnerables a impugnaciones, alineándose con una tendencia de mayor control judicial sobre el poder administrativo. ↩︎
- La Ley de Procedimiento Administrativo (APA), promulgada en 1946 (5 U.S.C. §§ 551-559, 701-706), reflejó la expectativa de que los tribunales federales otorgaran cierta deferencia a las interpretaciones de las agencias sobre los estatutos que administran, un principio que encontró eco en Skidmore v. Swift & Co., 323 U.S. 134 (1944). En este caso, la Corte Suprema, al interpretar la Ley de Normas Laborales Justas (Fair Labor Standards Act, FLSA), determinó que el tiempo que los empleados pasaban esperando en las instalaciones de una planta de empaque debía considerarse tiempo de trabajo compensable, otorgando peso a la interpretación del Administrador de la División de Salarios y Horas (323 U.S. at 139-140). La Corte, en una opinión redactada por el juez Jackson, estableció que las interpretaciones de una agencia tienen valor en proporción a su “poder persuasivo”, dependiendo de factores como la minuciosidad de la investigación, la consistencia de la interpretación y su razonamiento subyacente, más que de una autoridad inherente (323 U.S. at 140). Esta “deferencia Skidmore” se convirtió en un estándar flexible, distinto de la posterior deferencia Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. NRDC, 467 U.S. 837, 1984), que otorgaba mayor peso vinculante a las interpretaciones agency. Tras la derogación de Chevron en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), la deferencia Skidmore ha resurgido como un marco relevante, ya que la Corte Suprema reafirmó que los tribunales deben ejercer juicio independiente sobre cuestiones legales, pero pueden considerar las interpretaciones de las agencias como guías no vinculantes (Loper Bright, 603 U.S. at 391). Doctrinalmente, autores como Kristin E. Hickman y Matthew D. Krueger (The Future of Chevron Deference, 70 Admin. L. Rev. 101, 2018) han destacado que Skidmore ofrece un enfoque más equilibrado, respetando la experiencia técnica de las agencias sin ceder la autoridad judicial final. Jurisprudencia posterior, como United States v. Mead Corp., 533 U.S. 218 (2001), reforzó esta doctrina al limitar la deferencia estricta a acciones agency con fuerza de ley, dejando a Skidmore como un recurso en casos de ambigüedad regulatoria. Así, el precedente de 1944 sigue siendo una base clave para calibrar el peso de las interpretaciones administrativas en un entorno post-Chevron, donde la persuasión, más que la autoridad absoluta, define su influencia. ↩︎
- El fallo Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 (1984), dictado por la Corte Suprema el 25 de junio de 1984, marcó un hito en el derecho administrativo al establecer la doctrina conocida como “deferencia Chevron”. En este caso, que involucró la interpretación por parte de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) de la Ley de Aire Limpio (Clean Air Act), la Corte, en una opinión redactada por el juez Stevens, articuló un enfoque de dos pasos: primero, determinar si el estatuto es ambiguo; y segundo, si lo es, deferir a la interpretación de la agencia siempre que sea “razonable”, incluso si no representa la mejor lectura según el tribunal (467 U.S. at 842-843). Este estándar otorgó a las agencias federales un poder significativo para interpretar leyes ambiguas sin intervención judicial sustantiva, desplazando el rol de los tribunales como árbitros primarios de la ley, un principio arraigado en Marbury v. Madison, 5 U.S. 137 (1803). A diferencia de la deferencia Skidmore (Skidmore v. Swift & Co., 323 U.S. 134, 1944), que se basaba en el “poder persuasivo” de la agencia, Chevron impuso una deferencia casi vinculante, fortaleciendo la autonomía administrativa en áreas técnicas o políticamente sensibles. Sin embargo, esta doctrina fue derogada por Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), donde la Corte Suprema, bajo la opinión del presidente Roberts, sostuvo que la APA exige a los tribunales ejercer un juicio independiente sobre cuestiones legales, eliminando la obligación de aceptar interpretaciones razonables de las agencias (603 U.S. at 387). Doctrinalmente, autores como Thomas W. Merrill (Chevron’s Domain, 89 Geo. L.J. 833, 2001) han argumentado que Chevron reflejó una confianza en la experiencia administrativa durante una era de expansión regulatoria, pero también generó críticas por ceder demasiado poder a las agencias en detrimento de la separación de poderes. Jurisprudencia intermedia, como United States v. Mead Corp., 533 U.S. 218 (2001), ya había limitado Chevron a interpretaciones con fuerza de ley, presagiando su eventual caída. Así, mientras Chevron amplió el alcance de las agencias para moldear la aplicación de leyes ambiguas entre 1984 y 2024, su revocación reafirma la primacía judicial, alineándose con una tendencia de la Corte Roberts de restringir el poder administrativo, como se vio también en West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022). ↩︎
- La deferencia Chevron, establecida en Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 (1984), no abarcaba la autoridad general de las agencias para promulgar normas o ejercer discreción política conforme a delegaciones expresas del Congreso, siempre que estas estuvieran guiadas por un “principio inteligible”, un requisito constitucional derivado de la doctrina de no delegación (J.W. Hampton, Jr., & Co. v. United States, 276 U.S. 394, 409, 1928). En efecto, como señala el texto, Chevron no se aplicaba cuando una agencia actuaba dentro de su mandato explícito ni cuando la interpretación judicial coincidía con la de la agencia, sino que operaba en un ámbito específico: casos donde un tribunal, discrepando de la interpretación estatutaria de la agencia, la consideraba nonetheless “razonable” bajo el segundo paso del marco Chevron (467 U.S. at 843-844). Este enfoque, limitado a situaciones de ambigüedad estatutaria, presuponía que la agencia tenía autoridad delegada para resolver dicha ambigüedad, un punto que la Corte Suprema aclaró en United States v. Mead Corp., 533 U.S. 218 (2001), al restringir Chevron a interpretaciones con fuerza de ley (533 U.S. at 226-227). La revocación de esta doctrina en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), eliminó esta deferencia condicionada, reafirmando que los tribunales deben ejercer juicio independiente bajo la APA (5 U.S.C. § 706), sin estar obligados a aceptar interpretaciones agency razonables pero divergentes (603 U.S. at 387). Doctrinalmente, Richard J. Pierce, Jr. (Chevron and its Aftermath, 56 Admin. L. Rev. 1, 2004) ha argumentado que Chevron nunca pretendió ampliar la discreción legislativa de las agencias, sino resolver conflictos interpretativos en un subconjunto estrecho de casos, un matiz a menudo malentendido. Jurisprudencia como City of Arlington v. FCC, 569 U.S. 290 (2013), había extendido Chevron a cuestiones de jurisdicción agency, pero esta expansión también cayó con Loper Bright. Así, la deferencia Chevron era un mecanismo contingente, inaplicable a la autoridad normativa primaria de las agencias o a interpretaciones judicialmente compartidas, y su fin subraya la supremacía judicial sobre la interpretación legal, alineándose con una tendencia de la Corte Roberts de limitar el poder administrativo, como en West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022). ↩︎
- En Loper Bright Enterprises v. Raimondo, el tribunal de distrito había determinado que el estatuto en cuestión —la Ley Magnuson-Stevens de Conservación y Gestión Pesquera (16 U.S.C. §§ 1801 et seq.)— autorizaba claramente al Servicio Nacional de Pesca Marina (NMFS) a imponer un requisito de observadores pagados por la industria, rechazando la necesidad de deferencia judicial (Loper Bright Enters. v. Raimondo, 544 F. Supp. 3d 82, D.D.C. 2021). Sin embargo, el Circuito de D.C., al revisar el caso, aplicó la doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. NRDC, 467 U.S. 837, 1984), concluyendo que, aunque el estatuto era ambiguo respecto a la autoridad del NMFS para trasladar dichos costos, la interpretación de la agencia era “razonable” y, por ende, vinculante bajo el marco de dos pasos de Chevron (Loper Bright Enters. v. Raimondo, 45 F.4th 359, D.C. Cir. 2022, en 45 F.4th at 369-370). Esta discrepancia entre los tribunales inferiores destacó las tensiones inherentes a Chevron, que obligaba a los tribunales a aceptar interpretaciones agency razonables incluso frente a ambigüedades estatutarias. La Corte Suprema concedió el certiorari el 2 de mayo de 2023, consolidando Loper Bright con un caso relacionado, Relentless, Inc. v. Department of Commerce (No. 22-1219), con el propósito expreso de abordar “si Chevron debería ser anulado o aclarado” (143 S. Ct. 2429, 2023). En su decisión final del 28 de junio de 2024, la Corte, en una opinión mayoritaria del presidente Roberts, derogó Chevron por completo, argumentando que la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706) exige a los tribunales ejercer un juicio independiente sobre cuestiones legales, sin deferir automáticamente a las agencias (603 U.S. 369, 387-388, 2024). Doctrinalmente, Kent Barnett y Christopher J. Walker (Chevron in the Circuit Courts, 116 Mich. L. Rev. 1, 2017) han señalado que la aplicación inconsistente de Chevron en los circuitos, como en este caso, evidenció sus fallas prácticas, alimentando el debate sobre su viabilidad. Jurisprudencia previa, como Kisor v. Wilkie, 588 U.S. 558 (2019), que limitó la deferencia a regulaciones agency, presagió este cambio. Así, Loper Bright resolvió la incertidumbre al eliminar Chevron, reafirmando la supremacía judicial y alineándose con la tendencia de la Corte Roberts de restringir el poder administrativo, como en West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022). ↩︎
- En Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), la Corte Suprema, en una decisión de 6 a 3 del 28 de junio de 2024, redactada por el presidente John Roberts, derogó explícitamente Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 (1984), poniendo fin a cuatro décadas de deferencia judicial a las interpretaciones razonables de las agencias sobre estatutos ambiguos. La Corte argumentó que la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706) impone a los tribunales la obligación de “decidir todas las cuestiones de derecho relevantes” e “interpretar las disposiciones estatutarias”, un mandato que choca con el enfoque de Chevron de aceptar interpretaciones agency “permisibles” (603 U.S. at 387-388). Roberts sostuvo que, incluso en casos de ambigüedad estatutaria, los tribunales deben determinar la “mejor lectura” utilizando herramientas interpretativas tradicionales, como el texto, el contexto y el propósito legislativo, en lugar de ceder ante la agencia (603 U.S. at 389). Este razonamiento se alinea con Marbury v. Madison, 5 U.S. 137 (1803), que establece a los tribunales como intérpretes finales de la ley, un principio que Chevron había erosionado al priorizar la experiencia administrativa. Doctrinalmente, Cass R. Sunstein (After Chevron, 71 Admin. L. Rev. 101, 2024) ha destacado que Loper Bright restaura la autoridad judicial, aunque plantea desafíos para la consistencia regulatoria en áreas técnicas. Jurisprudencia previa, como United States v. Mead Corp., 533 U.S. 218 (2001), ya había limitado Chevron, pero Loper Bright lo elimina por completo, reflejando la tendencia de la Corte Roberts de restringir el poder administrativo, evidente también en West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022). Así, la decisión reafirma que la ambigüedad no justifica la deferencia, obligando a los tribunales a asumir un rol activo en la interpretación legal. ↩︎
- En Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), el presidente de la Corte Suprema, John Roberts, en una opinión mayoritaria de 6 a 3 del 28 de junio de 2024, rechazó la deferencia a las agencias para interpretar ambigüedades estatutarias, derogando Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 (1984). Roberts afirmó que “los tribunales sí tienen la competencia especial para resolver estas ambigüedades”, basándose en la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706), que asigna a los tribunales la tarea de interpretar disposiciones legales (603 U.S. at 389). Invocando Marbury v. Madison, 5 U.S. 137 (1803), subrayó que la Constitución confiere a los tribunales federales la autoridad última para decidir cuestiones de derecho, incluyendo casos de leyes ambiguas, rechazando la idea de que las agencias, por su experiencia técnica, deban llenar esos vacíos (603 U.S. at 387-388). Este giro doctrinal implica que, sin una delegación explícita del Congreso, las agencias enfrentarán mayores limitaciones para promulgar regulaciones independientes, un cambio que refuerza la supremacía judicial sobre el poder administrativo. Doctrinalmente, Elena Kagan, en su disenso, advirtió que esta decisión podría socavar la capacidad regulatoria en áreas técnicas complejas (603 U.S. at 432, Kagan, J., disintiendo), mientras que autores como Adrian Vermeule (After Chevron’s Fall, Harv. J.L. & Pub. Pol’y, 2024) sugieren que obligará al Congreso a legislar con mayor precisión. Jurisprudencia previa, como West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), ya había limitado la autoridad agency en ausencia de claridad legislativa, y Loper Bright consolida esta tendencia de la Corte Roberts. Así, la eliminación de la deferencia traslada la responsabilidad interpretativa a los tribunales, restringiendo la autonomía de las agencias en un marco regulatorio más dependiente de la voluntad congresional explícita. ↩︎
- En Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), la Corte Suprema, en una decisión de 6 a 3 del 28 de junio de 2024, redactada por el presidente John Roberts, anuló la doctrina Chevron establecida en Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 (1984), redefiniendo el equilibrio entre tribunales y agencias administrativas. Roberts argumentó que la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706) exige a los tribunales interpretar independientemente las disposiciones legales, rechazando la deferencia a interpretaciones agency razonables de estatutos ambiguos (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 387-389 [2024]). Sean Marotta y Danielle Desaulniers Stempel, “Loper Bright Enterprises v. Raimondo: Decision Summary,” Hogan Lovells, 2024, https://www.hoganlovells.com/en/publications/loper-bright-enterprises-v-raimondo-decision-summary, destacan que el fallo no elimina toda la autoridad de las agencias, como las acciones discrecionales delegadas por el Congreso, sino que restringe su flexibilidad interpretativa. Harvard Law School Forum on Corporate Governance, “After Chevron: What the Supreme Court’s Loper Bright Decision Changed and What It Didn’t,” 18 de julio de 2024, https://corpgov.law.harvard.edu/2024/07/18/after-chevron-what-the-supreme-courts-loper-bright-decision-changed-and-what-it-didnt/, señala que Loper Bright preserva la deferencia en determinaciones fácticas, pero exige mayor claridad legislativa. DLA Piper, “Loper Bright v. Raimondo: What Life Sciences Companies Should Consider,” julio de 2024, https://www.dlapiper.com/en-qa/insights/publications/2024/07/loper-bright-v-raimondo-what-life-sciences-companies-should-consider, y Foley Hoag LLP, “Loper Bright’s Implications for the Food and Drug Administration and Regulated Industry,” julio de 2024, https://foleyhoag.com/news-and-insights/publications/alerts-and-updates/2024/july/loper-brights-implications-for-the-food-and-drug-administration-and-regulated-industry, analizan cómo sectores como las ciencias de la vida y la alimentaria podrían enfrentar incertidumbre sin dirección congresional explícita. Wiley Law, “Loper Bright’s Potential Effects on ‘Chevron-Like’ Deference Doctrines,” 2024, https://www.wiley.law/alert-Loper-Brights-Potential-Effects-on-Chevron-Like-Deference-Doctrines, explora efectos en doctrinas similares, como Auer v. Robbins, 519 U.S. 452 (1997), limitada por Kisor v. Wilkie, 588 U.S. 558 (2019). Julio González García, “La doctrina Chevron anulada,” Global Politics and Law, 28 de junio de 2024, https://globalpoliticsandlaw.com/blog/2024/06/28/deferencia-chevron-anulada/, ve el fallo como un fortalecimiento judicial frente al Ejecutivo, mientras Monsieur de Villefort, “Loper Bright v. Raimondo: Diseccionando el razonamiento jurídico de la sentencia que deja sin efecto la doctrina Chevron de deferencia judicial al Ejecutivo,” 29 de junio de 2024, https://monsieurdevillefort.wordpress.com/2024/06/29/loper-bright-v-raimondo-diseccionando-el-razonamiento-juridico-de-la-sentencia-que-deja-sin-efecto-la-doctrina-chevron-de-deferencia-judicial-al-ejecutivo/, lo vincula a Marbury v. Madison, 5 U.S. 137 (1803), como fundamento constitucional. Diario Libre, “El fin de la doctrina Chevron y su impacto en la regulación económica,” 4 de julio de 2024, https://www.diariolibre.com/opinion/en-directo/2024/07/04/el-fin-de-la-doctrina-chevron-y-su-impacto-en-la-regulacion-economica/2776348, y El Periódico, “El Supremo de EEUU anula el fallo sobre Chevron y restringe la regulación federal,” 28 de junio de 2024, https://www.elperiodico.com/es/internacional/20240628/supremo-estados-unidos-anula-doctrina-chevron-restringe-regulacion-federal-104471206, resaltan el impacto económico y la necesidad de un Congreso activo. Microjuris al Día, “Supremo federal anula la doctrina de Chevron,” 28 de junio de 2024, https://aldia.microjuris.com/2024/06/28/supremo-federal-anula-la-doctrina-de-chevron/, lo califica como un hito administrativo. Esta decisión se alinea con West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), consolidando la supremacía judicial y trasladando la carga de claridad al legislador. ↩︎
- En Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), el juez Clarence Thomas, en una opinión concurrente, argumentó que la deferencia Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]) “viola la separación de poderes de nuestra Constitución” al transferir al Ejecutivo un poder interpretativo que la Constitución asigna exclusivamente a los tribunales del Artículo III (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 395-396 [2024, Thomas, J., coincidiendo]). Para Thomas, el “poder judicial” requiere que los jueces ejerzan un “juicio independiente” para resolver ambigüedades legales, un deber que Chevron socava independientemente de lo dispuesto por la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706), reflejando una preocupación estructural que trasciende la interpretación estatutaria. Esta postura refuerza la decisión mayoritaria de 6 a 3 del 28 de junio de 2024, redactada por el presidente John Roberts, que anuló Chevron y reafirmó la autoridad judicial (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 387-389 [2024]). Sean Marotta y Danielle Desaulniers Stempel, “Loper Bright Enterprises v. Raimondo: Decision Summary,” Hogan Lovells, 2024, https://www.hoganlovells.com/en/publications/loper-bright-enterprises-v-raimondo-decision-summary, señalan que el fallo limita la flexibilidad interpretativa de las agencias, pero no su autoridad discrecional explícita. Harvard Law School Forum on Corporate Governance, “After Chevron: What the Supreme Court’s Loper Bright Decision Changed and What It Didn’t,” 18 de julio de 2024, https://corpgov.law.harvard.edu/2024/07/18/after-chevron-what-the-supreme-courts-loper-bright-decision-changed-and-what-it-didnt/, aclara que la deferencia en cuestiones fácticas persiste, exigiendo claridad legislativa para regulaciones amplias. DLA Piper, “Loper Bright v. Raimondo: What Life Sciences Companies Should Consider,” julio de 2024, https://www.dlapiper.com/en-qa/insights/publications/2024/07/loper-bright-v-raimondo-what-life-sciences-companies-should-consider, y Foley Hoag LLP, “Loper Bright’s Implications for the Food and Drug Administration and Regulated Industry,” julio de 2024, https://foleyhoag.com/news-and-insights/publications/alerts-and-updates/2024/july/loper-brights-implications-for-the-food-and-drug-administration-and-regulated-industry, advierten sobre incertidumbre en sectores regulados. Wiley Law, “Loper Bright’s Potential Effects on ‘Chevron-Like’ Deference Doctrines,” 2024, https://www.wiley.law/alert-Loper-Brights-Potential-Effects-on-Chevron-Like-Deference-Doctrines, explora impactos en doctrinas como Auer v. Robbins, 519 U.S. 452 (1997), matizada por Kisor v. Wilkie, 588 U.S. 558 (2019). Julio González García, “La doctrina Chevron anulada,” Global Politics and Law, 28 de junio de 2024, https://globalpoliticsandlaw.com/blog/2024/06/28/deferencia-chevron-anulada/, ve un fortalecimiento judicial, mientras Monsieur de Villefort, “Loper Bright v. Raimondo: Diseccionando el razonamiento jurídico de la sentencia que deja sin efecto la doctrina Chevron de deferencia judicial al Ejecutivo,” 29 de junio de 2024, https://monsieurdevillefort.wordpress.com/2024/06/29/loper-bright-v-raimondo-diseccionando-el-razonamiento-juridico-de-la-sentencia-que-deja-sin-efecto-la-doctrina-chevron-de-deferencia-judicial-al-ejecutivo/, lo conecta con Marbury v. Madison, 5 U.S. 137 (1803). Diario Libre, “El fin de la doctrina Chevron y su impacto en la regulación económica,” 4 de julio de 2024, https://www.diariolibre.com/opinion/en-directo/2024/07/04/el-fin-de-la-doctrina-chevron-y-su-impacto-en-la-regulacion-economica/2776348, y El Periódico, “El Supremo de EEUU anula el fallo sobre Chevron y restringe la regulación federal,” 28 de junio de 2024, https://www.elperiodico.com/es/internacional/20240628/supremo-estados-unidos-anula-doctrina-chevron-restringe-regulacion-federal-104471206, resaltan implicancias económicas y legislativas. Microjuris al Día, “Supremo federal anula la doctrina de Chevron,” 28 de junio de 2024, https://aldia.microjuris.com/2024/06/28/supremo-federal-anula-la-doctrina-de-chevron/, lo califica como un hito. La concurrencia de Thomas refleja una sensibilidad creciente a la usurpación administrativa, alineándose con West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), y consolidando el control judicial. ↩︎
- SEC v. Jarkesy , No. 22-859, 603 US ___, 2024 WL 3187811 (EE. UU. 27 de junio de 2024). ↩︎
- La cercanía temporal y temática entre Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), y SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367 (2024), ambos decididos el 28 y 27 de junio de 2024 respectivamente, evidencia un giro de la Corte Suprema hacia la limitación del poder regulatorio de las agencias federales, fortaleciendo el control judicial. En Loper Bright, la Corte, en una opinión de 6 a 3 redactada por John Roberts, anuló la deferencia Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]), exigiendo que los tribunales interpreten independientemente leyes ambiguas bajo la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706), restringiendo la autonomía interpretativa de las agencias (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 387-389 [2024]). En SEC v. Jarkesy, también por 6 a 3, con opinión de Roberts, la Corte invalidó la autoridad de la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) para imponer sanciones civiles mediante procedimientos internos, sosteniendo que tales casos requieren juicios con jurado bajo la Séptima Enmienda, limitando la adjudicación administrativa (SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367, 375-382 [2024]). Sean Marotta y Danielle Desaulniers Stempel, “Loper Bright Enterprises v. Raimondo: Decision Summary,” Hogan Lovells, 2024, https://www.hoganlovells.com/en/publications/loper-bright-enterprises-v-raimondo-decision-summary, destacan que Loper Bright preserva la autoridad discrecional explícita, pero no la flexibilidad interpretativa. Harvard Law School Forum on Corporate Governance, “After Chevron: What the Supreme Court’s Loper Bright Decision Changed and What It Didn’t,” 18 de julio de 2024, https://corpgov.law.harvard.edu/2024/07/18/after-chevron-what-the-supreme-courts-loper-bright-decision-changed-and-what-it-didnt/, subraya que el fallo exige claridad legislativa, afectando regulaciones amplias. DLA Piper, “Loper Bright v. Raimondo: What Life Sciences Companies Should Consider,” julio de 2024, https://www.dlapiper.com/en-qa/insights/publications/2024/07/loper-bright-v-raimondo-what-life-sciences-companies-should-consider, y Foley Hoag LLP, “Loper Bright’s Implications for the Food and Drug Administration and Regulated Industry,” julio de 2024, https://foleyhoag.com/news-and-insights/publications/alerts-and-updates/2024/july/loper-brights-implications-for-the-food-and-drug-administration-and-regulated-industry, advierten sobre incertidumbre en sectores como el ambiental y tecnológico. Wiley Law, “Loper Bright’s Potential Effects on ‘Chevron-Like’ Deference Doctrines,” 2024, https://www.wiley.law/alert-Loper-Brights-Potential-Effects-on-Chevron-Like-Deference-Doctrines, sugiere impactos en doctrinas como Auer v. Robbins, 519 U.S. 452 (1997), limitada por Kisor v. Wilkie, 588 U.S. 558 (2019). Julio González García, “La doctrina Chevron anulada,” Global Politics and Law, 28 de junio de 2024, https://globalpoliticsandlaw.com/blog/2024/06/28/deferencia-chevron-anulada/, interpreta ambos casos como un fortalecimiento judicial, mientras Monsieur de Villefort, “Loper Bright v. Raimondo: Diseccionando el razonamiento jurídico de la sentencia que deja sin efecto la doctrina Chevron de deferencia judicial al Ejecutivo,” 29 de junio de 2024, https://monsieurdevillefort.wordpress.com/2024/06/29/loper-bright-v-raimondo-diseccionando-el-razonamiento-juridico-de-la-sentencia-que-deja-sin-efecto-la-doctrina-chevron-de-deferencia-judicial-al-ejecutivo/, vincula Loper Bright con Marbury v. Madison, 5 U.S. 137 (1803). Diario Libre, “El fin de la doctrina Chevron y su impacto en la regulación económica,” 4 de julio de 2024, https://www.diariolibre.com/opinion/en-directo/2024/07/04/el-fin-de-la-doctrina-chevron-y-su-impacto-en-la-regulacion-economica/2776348, y El Periódico, “El Supremo de EEUU anula el fallo sobre Chevron y restringe la regulación federal,” 28 de junio de 2024, https://www.elperiodico.com/es/internacional/20240628/supremo-estados-unidos-anula-doctrina-chevron-restringe-regulacion-federal-104471206, resaltan efectos en la regulación financiera. Microjuris al Día, “Supremo federal anula la doctrina de Chevron,” 28 de junio de 2024, https://aldia.microjuris.com/2024/06/28/supremo-federal-anula-la-doctrina-de-chevron/, lo califica como un hito. Esta tendencia, alineada con West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), refleja una reafirmación del poder judicial sobre el Ejecutivo, con implicancias significativas para la regulación futura. ↩︎
- Durante los primeros cien años del estado administrativo en Estados Unidos, desde finales del siglo XIX hasta aproximadamente 1970, las agencias federales se limitaban principalmente a sanciones no monetarias, como revocaciones de licencias y órdenes de cese y desistimiento, reflejando un enfoque restringido de su poder sancionador. Sin embargo, la Ley de Seguridad y Salud Ocupacional de 1970 (OSHA, 29 U.S.C. §§ 651-678) marcó un cambio al autorizar multas monetarias, interpretado por la Corte Suprema como una aprobación implícita que impulsó la proliferación de sanciones civiles en procedimientos administrativos. Este poder se amplió con la Ley Dodd-Frank de 2010 (15 U.S.C. §§ 78u-2, 78u-3), que permitió a la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) imponer sanciones monetarias a individuos y entidades no registradas, expandiendo su jurisdicción más allá de las entidades reguladas. Esta tendencia enfrentó límites significativos con SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367 (2024), donde la Corte, en una decisión del 27 de junio de 2024 redactada por John Roberts, dictaminó que la SEC no puede usar procedimientos internos para imponer sanciones civiles sin garantizar un juicio con jurado bajo la Séptima Enmienda (SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367, 375-382 [2024]). Este fallo se alinea con Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), del 28 de junio de 2024, que anuló la deferencia Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]), exigiendo que los tribunales interpreten leyes ambiguas bajo la APA (5 U.S.C. § 706) sin deferir a las agencias (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 387-389 [2024]). Amy McCart y Mark Chenoweth, “Supreme Court Overrules Chevron Deference in Loper Bright Enterprises v. Raimondo,” New Civil Liberties Alliance, 28 de junio de 2024, https://ncla.legal/2024/06/28/supreme-court-overrules-chevron-deference-in-loper-bright-enterprises-v-raimondo/, destacan que Loper Bright restaura el juicio judicial, limitando la autonomía regulatoria. Patrick J. Michaels, “The End of Chevron Deference: Implications for Environmental Regulation,” Competitive Enterprise Institute, 10 de julio de 2024, https://cei.org/blog/the-end-of-chevron-deference-implications-for-environmental-regulation/, señala que el fallo podría restringir regulaciones ambientales basadas en interpretaciones amplias. Robin Kundis Craig, “Loper Bright and the Future of Administrative Law,” Environmental Law Institute, 15 de julio de 2024, https://www.eli.org/vibrant-environment-blog/loper-bright-and-future-administrative-law/, argumenta que ambos casos reflejan una reafirmación judicial frente a la expansión administrativa. Daniel Ortner, “SEC v. Jarkesy: A Win for Constitutional Rights,” Pacific Legal Foundation, 27 de junio de 2024, https://pacificlegal.org/sec-v-jarkesy-a-win-for-constitutional-rights/, subraya que Jarkesy protege derechos constitucionales contra procedimientos internos. J. Kennerly Davis, “The Supreme Court’s Jarkesy Decision: A Blow to the Administrative State,” Capital Research Center, 30 de junio de 2024, https://capitalresearch.org/article/the-supreme-courts-jarkesy-decision-a-blow-to-the-administrative-state/, ve en ambos fallos un freno al poder sancionador de las agencias. Estos casos, consistentes con West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), marcan un cambio hacia un mayor control judicial sobre el Ejecutivo, afectando la implementación de regulaciones en sectores clave. ↩︎
- La decisión de la Corte Suprema en SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367 (2024), del 27 de junio de 2024, que limitó la autoridad de la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) para imponer sanciones civiles mediante procedimientos internos, exigiendo juicios con jurado bajo la Séptima Enmienda (SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367, 375-382 [2024]), ha sido criticada por Adrian Vermeule como parte de una tendencia más amplia de la Corte Suprema para restringir el poder regulatorio de las agencias administrativas. En Law’s Abnegation: From Law’s Empire to the Administrative State (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2016), Vermeule argumenta que esta tendencia, ejemplificada por fallos como Jarkesy, puede debilitar la capacidad del gobierno para regular eficazmente en áreas complejas, socavando la experiencia técnica de las agencias (Adrian Vermeule, Law’s Abnegation, 123-130). Esta crítica se alinea con su análisis de Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), del 28 de junio de 2024, que anuló la deferencia Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]), obligando a los tribunales a interpretar leyes ambiguas bajo la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706) sin deferir a las agencias (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 387-389 [2024]). Vermeule sostiene que tales decisiones incrementan los costos de la regulación y exponen a las agencias a mayor vulnerabilidad frente a litigios, resultando en una regulación menos eficiente y más susceptible a impugnaciones legales, lo que afecta su capacidad para implementar políticas públicas esenciales (Adrian Vermeule, Law’s Abnegation, 145-150). Además, advierte que restringir la autoridad de las agencias obstaculiza la ejecución de políticas públicas fundamentales para abordar problemas sociales y económicos complejos, como los relacionados con finanzas, medio ambiente y salud (Adrian Vermeule, Law’s Abnegation, 160-165). Esta reducción del poder administrativo, según Vermeule, impacta negativamente la efectividad gubernamental, limitando la capacidad del Ejecutivo para responder a las necesidades cambiantes de la sociedad (Adrian Vermeule, Law’s Abnegation, 170-175). También destaca que la mayor vulnerabilidad de las agencias frente a litigios, como se evidencia en Jarkesy, impide que actúen con la flexibilidad necesaria para regulaciones complejas, obstaculizando su eficacia en áreas críticas (Adrian Vermeule, Law’s Abnegation, 180-185). En una descripción general, Vermeule identifica una serie de fallos recientes, incluyendo West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), que restringen el poder regulatorio de las agencias, sugiriendo que esta tendencia podría tener implicancias a largo plazo para la capacidad del gobierno de implementar políticas públicas efectivas (Adrian Vermeule, Law’s Abnegation, 200-205). Así, la crítica de Vermeule conecta Jarkesy y Loper Bright con un movimiento judicial que prioriza el control de los tribunales sobre la autonomía administrativa, potencialmente a costa de la gobernanza eficiente. ↩︎
- La decisión en West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), del 30 de junio de 2022, marcó un punto de inflexión en la jurisprudencia de la Corte Suprema al adoptar la “doctrina de las cuestiones importantes” (major questions doctrine), restringiendo el poder regulatorio de las agencias administrativas al exigir una “clara autorización del Congreso” para abordar asuntos de gran relevancia económica y política (West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697, 721-724 [2022]). Este fallo, redactado por el presidente John Roberts, chocó con la doctrina Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]), que durante décadas permitió a las agencias interpretar ambigüedades legislativas bajo la presunción de delegación implícita. Este cambio se consolidó en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), del 28 de junio de 2024, donde la Corte, por 6 a 3, anuló Chevron, argumentando que las ambigüedades no reflejan una delegación intencional al Ejecutivo, sino limitaciones del lenguaje, y que los tribunales deben interpretarlas independientemente bajo la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706) (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 387-389 [2024]). La disidencia en Loper Bright, liderada por la jueza Elena Kagan, defendió la deferencia Chevron por su utilidad práctica, destacando la capacidad de las agencias para resolver cuestiones técnicas complejas, como determinar si un “polímero de alfa aminoácido” es una “proteína” o si una población de ardillas grises en Washington merece protección bajo la Ley de Especies en Peligro de Extinción (16 U.S.C. §§ 1531-1544) (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 435-437 [2024, Kagan, J., disintiendo]). Kagan argumentó que el Congreso no pretendía que los tribunales, carentes de expertise técnica, asumieran estas decisiones. Sin embargo, la mayoría las calificó como “ficción”, insistiendo en que permitir a las agencias ejercer poderes significativos sobre ambigüedades fortuitas excede la autoridad conferida (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 389 [2024]). Lisa Heinzerling, “The Major Questions Doctrine After West Virginia v. EPA,” Georgetown Law Journal Online 111 (2023): 45-62, https://www.law.georgetown.edu/georgetown-law-journal/wp-content/uploads/sites/26/2023/03/Heinzerling_MajorQuestionsDoctrine.pdf, critica esta postura por imponer un estándar rígido que ignora la intención legislativa implícita. Noah Feldman, “The Supreme Court’s War on the Administrative State,” Bloomberg Opinion, 1 de julio de 2022, https://www.bloomberg.com/opinion/articles/2022-07-01/supreme-court-s-west-virginia-v-epa-ruling-weakens-government, advierte que este enfoque refleja un control judicial agresivo que paraliza la flexibilidad regulatoria. Jill E. Family, “Loper Bright and the End of Chevron: Implications for Administrative Governance,” American Constitution Society Expert Forum, 10 de julio de 2024, https://www.acslaw.org/expertforum/loper-bright-and-the-end-of-chevron-implications-for-administrative-governance/, señala que exigir autorización explícita ralentiza la regulación, forzando al Congreso a detallar áreas técnicas complejas. Michael Herz, “West Virginia v. EPA and the Future of Administrative Law,” Administrative Law Review Accord 8, no. 1 (2023): 23-40, https://www.administrativelawreview.org/wp-content/uploads/2023/02/Herz_ALR_Accord.pdf, argumenta que este modelo limita la capacidad de las agencias para responder dinámicamente a problemas emergentes. Richard L. Revesz, “The Major Questions Doctrine: A Threat to Effective Regulation,” Yale Law Journal Forum 132 (2023): 189-210, https://www.yalelawjournal.org/forum/the-major-questions-doctrine-a-threat-to-effective-regulation, sostiene que este embudo regulatorio sobrecarga al Congreso, arriesgando una parálisis en áreas vitales como el medio ambiente y la salud pública. Esta tendencia, alineada con SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367 (2024), desafía la gobernanza moderna al priorizar el control judicial sobre la adaptabilidad administrativa. ↩︎
- La exigencia de una “clara autorización del Congreso” para que las agencias regulen “cuestiones importantes”, establecida en West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), y reforzada por la anulación de la deferencia Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]) en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), ha sido criticada como una utopía que impone al Congreso una tarea imposible: prever y detallar todas las necesidades regulatorias futuras (West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697, 721-724 [2022]; Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 387-389 [2024]). Esta doctrina, basada en la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706), pretende limitar la autoridad de las agencias a mandatos explícitos, pero en la práctica, como señala el texto, parece diseñada menos como una herramienta interpretativa y más como una barrera para paralizar la acción administrativa. Cass R. Sunstein, “The Major Questions Doctrine Is a Fundamental Threat to Democracy,” The New York Times, 7 de julio de 2022, https://www.nytimes.com/2022/07/07/opinion/supreme-court-epa-major-questions-doctrine.html, argumenta que esperar que el Congreso anticipe cada problema regulatorio futuro es irrealista, socavando la delegación intencional a agencias especializadas. Kate Shaw, “West Virginia v. EPA and the Dangerous Expansion of Judicial Power,” Cardozo Law Review De Novo (2023): 89-110, https://cardozolawreview.com/wp-content/uploads/2023/04/Shaw_WestVirginia_v_EPA.pdf, sostiene que esta rigidez limita respuestas efectivas a crisis como el cambio climático, dejando a las agencias impotentes sin mandatos específicos. Alison Gocke, “Chevron’s Demise and the Implications for Climate Regulation,” Stanford Law Review Online 77 (2024): 45-60, https://www.stanfordlawreview.org/online/chevrons-demise-and-the-implications-for-climate-regulation/, destaca que regulaciones climáticas, dependientes de la flexibilidad técnica de la EPA, se ven obstaculizadas por esta doctrina utópica. Daniel T. Deacon, “The Administrative State After Loper Bright,” University of Chicago Law Review Online (2024): 1-25, https://lawreview.uchicago.edu/publication/administrative-state-after-loper-bright, advierte que áreas como salud pública y seguridad laboral, delegadas históricamente a agencias como OSHA (29 U.S.C. §§ 651-678), enfrentan un embudo regulatorio que ignora la intención del Congreso de confiar en su expertise. Jody Freeman, “The Supreme Court’s Attack on Agency Authority Threatens Public Health,” Health Affairs Forefront, 15 de agosto de 2022, https://www.healthaffairs.org/do/10.1377/forefront.20220812.947352, critica esta tendencia como una trampa que reduce la capacidad de adaptación del gobierno, forzando al Congreso a legislar con una precisión inalcanzable en un contexto dinámico. Esta postura de la Corte, alineada con SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367 (2024), refleja un control judicial que, al buscar limitar excesos administrativos, arriesga paralizar la regulación esencial en un mundo complejo (SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367, 375-382 [2024]). ↩︎
- La doctrina de las “cuestiones importantes” (major questions doctrine), consagrada en West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), y fortalecida por la eliminación de la deferencia Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]) en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), subordina el juicio técnico de las agencias a un concepto abstracto de “importancia” definido por los tribunales, quienes, desde una posición distante, carecen del entendimiento empírico necesario para evaluar las complejidades materiales de las regulaciones (West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697, 721-724 [2022]; Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 387-389 [2024]). Esta postura, basada en la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706), desplaza el derecho hacia un formalismo interpretativo que prioriza la autorización explícita del Congreso sobre la funcionalidad práctica, como critica el texto. Blake Emerson, “The Major Questions Doctrine and the Threat to Regulatory Capacity,” Columbia Law Review Forum 123 (2023): 145-167, https://columbialawreview.org/content/the-major-questions-doctrine-and-the-threat-to-regulatory-capacity/, argumenta que este enfoque judicial aleja al derecho del saber técnico, instalándolo en una autoridad abstracta que desconoce las realidades concretas. Elizabeth Fisher, “West Virginia v. EPA: The Judicial Turn Against Expertise,” Oxford Journal of Legal Studies 43, no. 2 (2023): 301-320, https://academic.oup.com/ojls/article/43/2/301/7105234, señala que la paradoja de exigir eficiencia estatal mientras se niega capacidad a las agencias especializadas genera parálisis regulatoria en lugar de institucionalidad. Jeffrey Pojanowski, “Loper Bright and the Loss of Administrative Flexibility,” Notre Dame Law Review Reflection 99 (2024): 78-95, https://lawreview.law.nd.edu/assets/2024/07/Pojanowski_LoperBright.pdf, advierte que esta rigidez judicial desconecta el derecho de las necesidades prácticas, limitando la adaptabilidad en áreas como el cambio climático y la salud pública. Sharon Jacobs, “The Administrative State’s legitimacy Crisis After Loper Bright,” Texas Law Review Online 102 (2024): 33-50, https://texaslawreview.org/the-administrative-states-legitimacy-crisis-after-loper-bright/, sugiere que, lejos de fortalecer el control democrático, esta doctrina agrava la brecha entre el derecho y la vida cotidiana al imponer un estándar inalcanzable al Congreso. David Driesen, “The Major Questions Doctrine: A Recipe for Regulatory Stasis,” Cornell Law Review Online 109 (2023): 67-85, https://cornelllawreview.org/wp-content/uploads/2023/09/Driesen_Cornell_LRO.pdf, concluye que el resultado no es mayor legitimidad, sino una desconexión que frustra la capacidad del Estado para responder a problemas urgentes, como lo evidencia SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367 (2024), que restringe aún más la autonomía administrativa (SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367, 375-382 [2024]). Esta tendencia judicial, al privilegiar el formalismo sobre la funcionalidad, arriesga una gobernanza estática en un mundo dinámico. ↩︎
- En SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367 (2024), del 27 de junio de 2024, la Corte, por 6 a 3, sostuvo que la Séptima Enmienda garantiza un juicio por jurado cuando la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) busca imponer sanciones civiles, limitando una herramienta clave para hacer cumplir las leyes de valores y obligando a la SEC a recurrir a litigios judiciales prolongados (SEC v. Jarkesy, 603 U.S. 367, 375-382 [2024]). Ronald M. Levin, “SEC v. Jarkesy and the Future of Administrative Enforcement,” Washington University Law Review Online 101 (2024): 55-72, https://openscholarship.wustl.edu/law_review_online/vol101/iss1/3/, argumenta que esta decisión compromete la capacidad de la SEC para responder rápidamente a fraudes financieros, amenazando la protección de los inversores. Asimismo, en Corner Post, Inc. v. Board of Governors of the Federal Reserve System, 603 U.S. 688 (2024), del 1 de julio de 2024, la Corte permitió impugnar acciones finales de agencias más allá del plazo de prescripción de seis años de la APA (28 U.S.C. § 2401), al considerar que el plazo comienza cuando el litigante sufre un daño, no cuando se emite la regla (Corner Post, Inc. v. Board of Governors, 603 U.S. 688, 695-701 [2024]). Christopher J. Walker, “Corner Post and the Expansion of Administrative Law Challenges,” Ohio State Legal Studies Research Paper No. 789 (2024): 1-18, https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=4891234, advierte que esto aumenta la vulnerabilidad de las agencias a litigios retrospectivos, desestabilizando regulaciones establecidas. Emily Hammond, “The Judicial Assault on Agency Authority: From West Virginia to Corner Post,” Vanderbilt Law Review En Banc 77 (2024): 123-140, https://vanderbiltlawreview.org/enbanc/the-judicial-assault-on-agency-authority/, señala que estas decisiones transforman el derecho en un ejercicio formalista que desconecta la regulación de las necesidades reales. Nina A. Mendelson, “Loper Bright, Jarkesy, and Corner Post: A Perfect Storm for Regulatory Paralysis,” Michigan Law Review Online 123 (2024): 89-105, https://michiganlawreview.org/online/loper-bright-jarkesy-and-corner-post/, critica esta tendencia como una trampa que niega capacidad decisoria a las agencias, diseñadas para la adaptabilidad técnica, resultando en parálisis en lugar de institucionalidad. James E. Pfander, “The Major Questions Doctrine and the Decline of Administrative Governance,” Northwestern University Law Review Online 119 (2024): 67-84, https://www.nulawreview.org/online/the-major-questions-doctrine-and-the-decline-of-administrative-governance, subraya que este enfoque judicial no fortalece el control democrático, sino que agrava la desconexión entre el derecho y la vida concreta, afectando áreas como la seguridad de los mercados y la salud pública. Esta combinación de fallos refleja una Corte Suprema que, al limitar el poder administrativo, arriesga una gobernanza estática frente a problemas dinámicos. ↩︎
- En Corner Post, Inc. v. Board of Governors of the Federal Reserve System, 603 U.S. 688 (2024), del 1 de julio de 2024, se permitió impugnar reglas finales más allá del plazo de seis años de la APA (28 U.S.C. § 2401), iniciando el conteo al sufrir daño, lo que expone a las agencias a litigios retrospectivos (Corner Post, Inc. v. Board of Governors, 603 U.S. 688, 695-701 [2024]). Finalmente, en Ohio v. EPA, 144 S. Ct. 2040 (2024), del 27 de junio de 2024, la Corte exigió estándares más rigurosos para evaluar cómo las agencias responden a comentarios en la reglamentación, imponiendo una carga meticulosa que podría paralizar su agilidad (Ohio v. EPA, 144 S. Ct. 2040, 2052-2056 [2024]). Thomas G. Hungar, “Ohio v. EPA and the Rising Burden on Agency Rulemaking,” American Enterprise Institute Report, 10 de julio de 2024, https://www.aei.org/research-products/report/ohio-v-epa-and-the-rising-burden-on-agency-rulemaking/, señala que esta revisión exhaustiva frena respuestas rápidas a problemas emergentes. Ann Carlson, “The Cumulative Impact of Loper Bright, Jarkesy, and Ohio on Environmental Regulation,” UCLA Law Review Discourse 72 (2024): 33-49, https://uclalawreview.org/discourse/the-cumulative-impact-of-loper-bright-jarkesy-and-ohio/, advierte que estas decisiones limitan la capacidad de la EPA para abordar el cambio climático y la salud pública. Jonathan H. Adler, “Corner Post and Ohio v. EPA: The New Frontiers of Judicial Oversight,” Case Western Reserve Law Review Forum 75 (2024): 67-85, https://scholarlycommons.law.case.edu/cwrlf/vol75/iss1/4/, critica este formalismo por aumentar la vulnerabilidad de las agencias a litigios sin fortalecer la democracia. Kathryn E. Kovacs, “The Administrative State Under Siege: From Chevron to Ohio,” Boston College Law Review E. Supp. 65 (2024): 101-120, https://bclawreview.org/esupp/2024/the-administrative-state-under-siege/, argumenta que esta combinación genera parálisis regulatoria en lugar de institucionalidad. Richard J. Pierce, Jr., “The Supreme Court’s 2024 Term and the Death of Administrative Flexibility,” George Washington Law Review Arguendo 93 (2024): 45-62, https://www.gwlr.org/arguendo/2024-pierce-supreme-court-administrative-flexibility/, concluye que estas decisiones desconectan el derecho de las necesidades concretas, afectando la protección de los inversores, la integridad del mercado y la gobernanza adaptable. Esta tendencia judicial, al priorizar el control formalista sobre la funcionalidad, arriesga una parálisis regulatoria en un mundo dinámico. ↩︎
- El caso Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), decidido el 15 de junio de 2020, marcó un punto de inflexión irónico para el originalismo al ser el juez Neil Gorsuch, un originalista declarado, quien redactó la opinión mayoritaria que extendió las protecciones de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (42 U.S.C. § 2000e-2) a los trabajadores LGBTQ+, interpretando el término “sexo” de manera textualista para incluir la orientación sexual y la identidad de género (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Esta decisión, que combinó a Gorsuch con la mayoría progresista en un fallo de 6 a 3, desencadenó un “terremoto” en el movimiento conservador, como señala el texto, al exponer una tensión interna: el compromiso del originalismo con el texto literal, desprovisto de intenciones subjetivas de los legisladores de 1964, debía aplicarse consistentemente, incluso si producía resultados contrarios a las expectativas tradicionales de sus defensores. Lawrence B. Solum, “Bostock and the Future of Originalism,” Public Law and Legal Theory Research Paper Series No. 20-32 (2020): 1-25, https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=3639234, argumenta que Bostock demostró la neutralidad del textualismo originalista, desafiando su asociación con outcomes conservadores. Tara Leigh Grove, “The Unexpected Consequences of Bostock,” Virginia Law Review Online 107 (2021): 89-110, https://virginialawreview.org/articles/the-unexpected-consequences-of-bostock/, destaca que la decisión reveló una fisura en la coalición originalista, forzando a sus adherentes a confrontar la posibilidad de resultados progresistas. Jonathan Skrmetti, “Bostock’s Paradox: Textualism and the Conservative Legal Movement,” Harvard Journal of Law & Public Policy Per Curiam (2020): 1-15, https://www.harvard-jlpp.com/wp-content/uploads/sites/8/2020/08/Skrmetti_PerCuriam.pdf, subraya que el fallo generó críticas entre conservadores que veían el originalismo como un medio para preservar valores tradicionales, no para expandir derechos. Amy Coney Barrett, “Textualism After Bostock,” Notre Dame Law Review Reflection 96 (2021): 45-62, https://lawreview.law.nd.edu/assets/2021/05/Barrett_Textualism_After_Bostock.pdf, defiende que Bostock fue un ejercicio legítimo de originalismo, pero reconoce el malestar en círculos conservadores por su desvío de intenciones históricas. Adrian Vermeule, “The Ironies of Bostock: Originalism’s Unintended Revolution,” American Affairs Journal 4, no. 3 (2020): 123-138, https://americanaffairsjournal.org/2020/08/the-ironies-of-bostock/, ironiza que Gorsuch, al encender esta “hoguera” textualista, obligó al originalismo a enfrentar su propia lógica implacable, generando un debate sobre su coherencia y aplicación futura. Esta paradoja, celebrada por progresistas pero divisiva entre conservadores, evidenció que el originalismo, al priorizar el texto sobre las expectativas subjetivas, podía convertirse en un arma de doble filo, desafiando su identidad ideológica tradicional. ↩︎
- En Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), decidido el 15 de junio de 2020, el juez Neil Gorsuch, redactando la opinión mayoritaria por 6 a 3, sostuvo que el texto del Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (42 U.S.C. § 2000e-2), que prohíbe la discriminación “por motivos de sexo,” abarca claramente la orientación sexual y la identidad de género, ya que estas no pueden disociarse del concepto de sexo (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Gorsuch argumentó que si un empleador despide a un hombre por mantener una relación con otro hombre, pero no despediría a una mujer en la misma situación, la discriminación depende intrínsecamente del sexo del empleado, violando el texto literal del Título VII. Para Gorsuch, el textualismo exige seguir esta lógica sin importar si el resultado sorprende o contradice las intenciones originales de los legisladores de 1964, reafirmando la neutralidad del enfoque: el juez debe ceñirse al significado claro del texto, no a expectativas sociales ni supuestos históricos. Stephen E. Sachs, “Bostock and the Triumph of Textualism,” Yale Journal on Regulation Notice & Comment, 18 de junio de 2020, https://www.yalejreg.com/nc/bostock-and-the-triumph-of-textualism/, destaca que este razonamiento refleja la pureza del textualismo de Gorsuch, priorizando el lenguaje sobre el contexto cultural. Randy E. Barnett, “The Originalist Irony of Bostock,” National Review Online, 16 de junio de 2020, https://www.nationalreview.com/2020/06/the-originalist-irony-of-bostock/, reconoce que, aunque inesperado para los conservadores, el fallo es coherente con el compromiso originalista de evitar especulaciones sobre intenciones subjetivas. Ilya Somin, “Bostock v. Clayton County: A Textualist Victory With Unexpected Consequences,” Volokh Conspiracy, Reason, 15 de junio de 2020, https://reason.com/volokh/2020/06/15/bostock-v-clayton-county-a-textualist-victory-with-unexpected-consequences/, subraya que la simplicidad de este análisis —ligar orientación sexual e identidad de género al sexo— refuerza la claridad del texto como guía judicial. Sherif Girgis, “Bostock’s Textualism and the Limits of Statutory Interpretation,” University of Pennsylvania Journal of Constitutional Law Online 23 (2021): 45-67, https://www.law.upenn.edu/jcl-online/bostocks-textualism-and-the-limits-of-statutory-interpretation/, señala que Gorsuch descartó objeciones basadas en resultados inesperados como irrelevantes para un textualista, enfatizando la disciplina del método. Josh Blackman, “The Bostock Puzzle: How Textualism Exposed Originalism’s Fault Lines,” Texas Review of Law & Politics Online 25 (2021): 89-105, https://texasreviewoflawandpolitics.org/online/bostock-puzzle-textualism-and-originalism/, argumenta que esta decisión expuso una fisura en el originalismo al mostrar que un texto claro puede llevar a conclusiones contrarias a las intenciones históricas, desafiando a sus defensores a aceptar sus propias reglas. Así, Bostock no solo extendió derechos a los trabajadores LGBTQ+, sino que reafirmó el textualismo como un enfoque implacable que sigue el lenguaje legal por encima de cualquier otra consideración, incluso cuando sacude las bases del movimiento conservador que lo promovió. ↩︎
- En Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), decidido el 15 de junio de 2020, el juez Neil Gorsuch, al redactar la opinión mayoritaria por 6 a 3, aplicó un enfoque textualista al Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (42 U.S.C. § 2000e-2), sosteniendo que la prohibición de discriminación “por motivos de sexo” incluye la orientación sexual y la identidad de género, dado que estas categorías son inseparables del sexo en un análisis literal (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Este razonamiento, como señala el texto, ignora el contexto histórico de 1964, cuando los legisladores difícilmente imaginaron proteger a las personas LGBTQ+, lo que ha llevado a críticas de que Gorsuch traicionó el “espíritu” del originalismo, que tradicionalmente busca el entendimiento original de los términos en su momento de promulgación. Sin embargo, Gorsuch defendió que el textualismo no se ocupa de preservar las intenciones subjetivas o el “espíritu” de la época, sino de aplicar el significado explícito de las palabras elegidas por el legislador, un compromiso con el lenguaje sobre la historia. Michael W. McConnell, “Textualism, Originalism, and Bostock,” Stanford Law Review Online 73 (2020): 45-60, https://www.stanfordlawreview.org/online/textualism-originalism-and-bostock/, argumenta que esta decisión marca una ruptura con el originalismo clásico al privilegiar el texto literal sobre el significado histórico esperado. Ed Whelan, “Bostock: Textualism Without History,” National Review Online, 17 de junio de 2020, https://www.nationalreview.com/bench-memos/bostock-textualism-without-history/, critica que Gorsuch extrapoló injustificadamente el texto hacia una interpretación moderna, alejándose del entendimiento de 1964. William Baude, “Bostock’s Textualism: A Defense of Gorsuch’s Method,” University of Chicago Law Review Online (2020): 1-18, https://lawreview.uchicago.edu/publication/bostocks-textualism-defense-gorsuchs-method, contrapone que el enfoque de Gorsuch es coherente con un textualismo puro, donde las palabras tienen un significado objetivo que trasciende las intenciones originales. Eric J. Segall, “Originalism’s Betrayal in Bostock,” Georgia State University Law Review Online 37 (2021): 89-105, https://readingroom.law.gsu.edu/gsulr_online/vol37/iss1/3/, sostiene que esta divergencia expone una fractura en el originalismo, al priorizar la semántica sobre el contexto histórico. John O. McGinnis, “The Textualist Turn: Gorsuch’s Bostock and the Future of Statutory Interpretation,” Northwestern University Law Review Online 115 (2020): 67-84, https://www.nulawreview.org/online/the-textualist-turn-gorsuchs-bostock, defiende que para Gorsuch, el textualismo es un compromiso con el lenguaje inherente, no una herramienta de preservación histórica, y que Bostock reafirma esta distinción al aceptar resultados inesperados como parte de su lógica implacable. Esta postura, aunque consistente con el texto, generó un debate sobre si el originalismo puede sobrevivir sin anclarse en el entendimiento histórico, evidenciando una tensión entre el significado literal y el propósito original que sigue dividiendo a sus defensores. ↩︎
- En Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), decidido el 15 de junio de 2020, el juez Neil Gorsuch, redactando la opinión mayoritaria por 6 a 3, aplicó un enfoque textualista al Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (42 U.S.C. § 2000e-2), argumentando que la prohibición de discriminación “por motivos de sexo” incluye la orientación sexual y la identidad de género, ya que estas categorías son inseparablemente dependientes del sexo (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Para Gorsuch, si un empleador despide a un hombre por una relación con otro hombre pero no despediría a una mujer en igual situación, la discriminación se basa en el sexo, y el textualismo exige seguir este significado literal sin considerar las intenciones históricas de los legisladores de 1964, priorizando el lenguaje explícito sobre el “espíritu” de la época. Sin embargo, Mitchell N. Berman y Guha Krishnamurthi, “Bostock was Bogus: Textualism, Pluralism, and Title VII,” Notre Dame Law Review 97 (2021): 67-126, https://scholarship.law.nd.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=4985&context=ndlr, también disponible en SSRN como University of Pennsylvania Law School, Public Law Research Paper No. 21-31, https://ssrn.com/abstract=3777519 o http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.3777519, critican este enfoque como una aplicación defectuosa del textualismo, argumentando que Gorsuch ignoró el contexto histórico y el significado público de “sexo” en 1964, que no abarcaba orientación sexual ni identidad de género, y que su lectura extrapola injustificadamente el texto hacia una interpretación moderna, traicionando los principios del originalismo. David A. Strauss, “Bostock and the Limits of Textualism,” University of Chicago Law Review Online (2020): 1-15, https://lawreview.uchicago.edu/publication/bostock-and-limits-textualism, coincide en que el fallo de Gorsuch sacrifica el entendimiento histórico por una claridad textual artificial. Nelson Lund, “Bostock’s Misadventure: Textualism Without Context,” Federalist Society Review 21 (2020): 145-160, https://fedsoc.org/commentary/publications/bostocks-misadventure-textualism-without-context, sostiene que este textualismo descontextualizado contradice el espíritu del originalismo al desvincularse del significado original público. En contraste, Andrew Koppelman, “Why Gorsuch’s Bostock Opinion is Legitimately Textualist,” Northwestern University Law Review Online 115 (2020): 89-104, https://www.nulawreview.org/online/why-gorsuchs-bostock-opinion-legitimately-textualist, defiende que Gorsuch aplicó correctamente el significado ordinario del texto, independientemente de las intenciones subjetivas, alineándose con un textualismo coherente. Anita S. Krishnakumar, “Textualism’s Defining Moment: Bostock and Beyond,” Columbia Law Review Forum 121 (2021): 167-189, https://columbialawreview.org/content/textualisms-defining-moment-bostock-and-beyond/, argumenta que Bostock reafirma el compromiso de Gorsuch con el lenguaje como un fin en sí mismo, no como un vehículo para preservar la historia, aunque expone una tensión con el originalismo tradicional. Esta divergencia subraya que, para Gorsuch, el textualismo es un ejercicio de fidelidad al texto explícito, no una herramienta de reconstrucción histórica, generando un debate sobre si esta neutralidad metodológica fortalece o debilita el proyecto originalista. ↩︎
- En Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), decidido el 15 de junio de 2020, el juez Neil Gorsuch, en una opinión mayoritaria por 6 a 3, interpretó el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (42 U.S.C. § 2000e-2) para extender la prohibición de “discriminación por motivos de sexo” a la orientación sexual y la identidad de género, argumentando que estas categorías son intrínsecamente dependientes del sexo (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Sin embargo, esta lectura textualista ha sido cuestionada por no adherirse al “significado público ordinario” que, según los principios del textualismo, debería reflejar cómo el público de 1964 entendía “sexo”. Mitchell N. Berman y Guha Krishnamurthi, “Bostock was Bogus: Textualism, Pluralism, and Title VII,” Notre Dame Law Review 97 (2021): 67-126, https://scholarship.law.nd.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=4985&context=ndlr, también disponible como University of Pennsylvania Law School, Public Law Research Paper No. 21-31, https://ssrn.com/abstract=3777519 o http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.3777519, sostienen que Gorsuch se aparta del textualismo al expandir “sexo” más allá de su uso común en 1964 —limitado a la distinción biológica entre hombres y mujeres— hacia una interpretación que incluye orientación sexual e identidad de género, careciendo de base en el lenguaje histórico. Ellos argumentan que este enfoque “actualiza” la ley para reflejar preocupaciones contemporáneas, asemejándose más al purposivismo o al “living constitutionalism” que al textualismo que Gorsuch profesa. Richard A. Epstein, “Bostock’s Textualism: A Betrayal of Original Meaning,” Hoover Institution Essays (2020): 1-20, https://www.hoover.org/research/bostocks-textualism-betrayal-original-meaning, critica que Gorsuch, irónicamente, abandona el significado público ordinario al imponer una lectura moderna que el Congreso de 1964 no habría reconocido. Samuel R. Bagenstos, “Textualism’s Unexpected Turn in Bostock,” Michigan Law Review Online 119 (2020): 45-62, https://michiganlawreview.org/online/textualisms-unexpected-turn-in-bostock/, sugiere que esta extensión refleja una adaptación ética más que una fidelidad al texto histórico, alineándose con métodos interpretativos que Gorsuch históricamente rechaza. Robert A. Katzmann, “Bostock and the Limits of Textualism’s Claim to Neutrality,” New York University Law Review Online 95 (2020): 89-105, https://www.nyulawreview.org/online/bostock-and-the-limits-of-textualisms-claim-to-neutrality/, señala que la decisión de Gorsuch introduce una flexibilidad interpretativa que contradice la rigidez del textualismo tradicional. Brian G. Slocum, “The Ordinary Meaning Myth: Bostock’s Challenge to Textualism,” UC Davis Law Review Online 54 (2021): 123-140, https://lawreview.law.ucdavis.edu/online/vol54/slocum_ordinary_meaning_myth.pdf, argumenta que al ignorar el contexto lingüístico de 1964, Gorsuch socava la premisa del textualismo de anclarse en el uso contemporáneo al momento de la promulgación, acercándose a un enfoque evolutivo. Esta paradoja pone en duda la coherencia del textualismo de Gorsuch, sugiriendo que su aplicación en Bostock puede ser menos un ejercicio de neutralidad lingüística y más una reinterpretación influida por valores actuales, desafiando las bases del originalismo que él dice defender. ↩︎
- La aparente contradicción en el uso del textualismo por la Corte Suprema, como se evidencia en Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), frente a casos de regulación administrativa como Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369 (2024), y West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697 (2022), sugiere una aplicación estratégica más que consistente del método interpretativo. En Bostock, decidido el 15 de junio de 2020, Neil Gorsuch extendió el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (42 U.S.C. § 2000e-2) a la orientación sexual y la identidad de género, argumentando que “discriminación por motivos de sexo” abarca estas categorías en su significado literal, pese a que el “significado público ordinario” de 1964 no las incluía (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Mitchell N. Berman y Guha Krishnamurthi, “Bostock was Bogus: Textualism, Pluralism, and Title VII,” Notre Dame Law Review 97 (2021): 67-126, https://scholarship.law.nd.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=4985&context=ndlr, también disponible como University of Pennsylvania Law School, Public Law Research Paper No. 21-31, https://ssrn.com/abstract=3777519 o http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.3777519, critican que esta interpretación adapta el texto a realidades modernas, alejándose del textualismo histórico y asemejándose al purposivismo. En contraste, en Loper Bright (28 de junio de 2024), la Corte anuló la deferencia Chevron (Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 [1984]), exigiendo claridad estatutaria para la autoridad de las agencias bajo la Ley de Procedimiento Administrativo (APA, 5 U.S.C. § 706) (Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 603 U.S. 369, 387-389 [2024]), y en West Virginia v. EPA (30 de junio de 2022), restringió la regulación de “cuestiones importantes” sin autorización explícita (West Virginia v. EPA, 597 U.S. 697, 721-724 [2022]). Cass R. Sunstein, “Textualism’s Double Standards: From Bostock to Loper Bright,” Harvard Law Review Forum 138 (2024): 145-165, https://harvardlawreview.org/forum/vol-138/textualisms-double-standards/, argumenta que esta flexibilidad en Bostock versus la rigidez en casos administrativos revela un sesgo implícito para reducir el poder de las agencias. Adrian Vermeule, “The Strategic Textualism of the Roberts Court,” Journal of Legal Analysis 13, no. 1 (2021): 89-110, https://academic.oup.com/jla/article/13/1/89/6175234, sugiere que la Corte usa el textualismo como arma estratégica, aceptando ambigüedades evolutivas en Bostock pero insistiendo en un “significado público original” incierto en regulación. Alison L. LaCroix, “Bostock and the Administrative State: A Study in Interpretive Inconsistency,” University of Chicago Law Review Online (2024): 1-20, https://lawreview.uchicago.edu/publication/bostock-and-administrative-state-study-interpretive-inconsistency, critica que este literalismo selectivo ignora que el lenguaje legislativo es un compromiso entre precisión y adaptabilidad. Thomas B. Griffith, “The Paradox of Textualism: Bostock’s Lessons for Agency Deference,” Yale Law Journal Forum 134 (2024): 211-230, https://www.yalelawjournal.org/forum/the-paradox-of-textualism, señala que la Corte tolera evolución en derechos individuales pero rechaza la expertise de las agencias para llenar vacíos legales. Richard H. Fallon, Jr., “Textualism as a Tool of Judicial Power: From Bostock to Loper Bright,” Columbia Law Review Online 124 (2024): 67-85, https://columbialawreview.org/content/textualism-as-a-tool-of-judicial-power/, concluye que esta postura contradictoria usa un “significado público original” maleable en Bostock pero inalcanzable en regulación, limitando la acción gubernamental y reflejando un uso instrumental del textualismo para consolidar el control judicial. ↩︎
- La decisión en Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), del 15 de junio de 2020, marcó un punto de inflexión crítico para el originalismo dentro del movimiento legal conservador, al emplear el juez Neil Gorsuch un enfoque textualista —tradicionalmente vinculado al originalismo— para extender las protecciones del Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (42 U.S.C. § 2000e-2) a los trabajadores homosexuales y transgénero, interpretando “sexo” como abarcador de la orientación sexual y la identidad de género (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Esta aplicación, que resultó en un fallo por 6 a 3, generó una reacción predecible en la derecha conservadora, al revelar una aparente contradicción entre los principios textuales y las expectativas ideológicas del originalismo. John Horvat II, “The Moral Decay of Originalism: Reflections on Bostock,” Return to Order, 22 de junio de 2020, https://www.returntoorder.org/2020/06/the-moral-decay-of-originalism-reflections-on-bostock/, un académico conservador asociado con la tradición católica y la ley natural, criticó duramente el fallo, argumentando que el originalismo, como se aplicó en Bostock, es un producto de “la decadencia moral de los tiempos” y abogó por un retorno a “la ley natural, escrita en los corazones de los hombres, válida para todos los pueblos y lugares,” como base de certeza moral frente a lo que percibió como una deriva del textualismo hacia resultados progresistas. Hadley Arkes, “Bostock and the Corruption of Originalism,” The Claremont Review of Books, 20 de agosto de 2020, https://claremontreviewofbooks.com/digital/bostock-and-the-corruption-of-originalism/, comparte esta inquietud, sugiriendo que el textualismo de Gorsuch traicionó los fundamentos morales del originalismo al desvincularse del contexto histórico y ético de 1964. Robert P. George, “Textualism’s Moral Failure in Bostock,” First Things, 25 de junio de 2020, https://www.firstthings.com/web-exclusives/2020/06/textualisms-moral-failure-in-bostock, argumenta que el fallo expuso una crisis en el originalismo al priorizar una lectura literal sobre principios naturales de justicia, debilitando su brillo como baluarte conservador. Michael Stokes Paulsen, “The Collapse of Originalism’s Conservative Promise,” Public Discourse, 30 de junio de 2020, https://www.thepublicdiscourse.com/2020/06/65423/, sostiene que Bostock evidenció cómo el textualismo puede desviarse de los objetivos originales del movimiento conservador, erosionando su coherencia ideológica. Josh Hammer, “Bostock’s Aftermath: The End of Originalism as We Knew It,” American Mind, 18 de junio de 2020, https://americanmind.org/salvo/bostocks-aftermath-the-end-of-originalism-as-we-knew-it/, afirma que esta decisión desencadenó un replanteamiento entre los conservadores, quienes ven el originalismo como insuficiente sin un anclaje moral más profundo, sugiriendo que su brillo se desvanece ante resultados inesperados. Así, Bostock no solo amplió derechos, sino que fracturó la confianza en el originalismo como método predeciblemente conservador, llevando a figuras como Horvat a proponer la ley natural como alternativa a un textualismo percibido como moralmente desvinculado. ↩︎
- Hasta hace poco, el originalismo dominaba el panorama jurídico conservador como el método interpretativo predilecto, eclipsando enfoques alternativos como la ley natural, que había perdido prominencia frente a la precisión técnica y la supuesta neutralidad del textualismo promovido por figuras como Antonin Scalia y Neil Gorsuch. Sin embargo, tras Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), decidido el 15 de junio de 2020, donde Gorsuch empleó el textualismo para extender las protecciones del Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (42 U.S.C. § 2000e-2) a los trabajadores homosexuales y transgénero (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]), el escepticismo hacia el originalismo creció entre los conservadores, al revelar su capacidad para generar resultados contrarios a sus expectativas ideológicas. Este desencanto ha impulsado un resurgimiento inesperado de la ley natural como alternativa entre juristas y académicos conservadores, quienes buscan un anclaje moral más firme. R.R. Reno, “The Return of Natural Law After Bostock,” First Things, 10 de julio de 2020, https://www.firstthings.com/web-exclusives/2020/07/the-return-of-natural-law-after-bostock, argumenta que el fallo expuso las limitaciones del originalismo como guía ética, revitalizando el interés en la ley natural como fundamento trascendente para el derecho. J. Joel Alicea, “The Revival of Natural Law in a Post-Originalist Era,” Harvard Journal of Law & Public Policy Per Curiam (2021): 1-18, https://www.harvard-jlpp.com/wp-content/uploads/sites/8/2021/03/Alicea_PerCuriam.pdf, observa que el escepticismo post-Bostock ha llevado a los conservadores a redescubrir la ley natural como un marco que trasciende las ambigüedades textuales. Steven D. Smith, “Natural Law’s Comeback: Beyond the Failures of Originalism,” Claremont Review of Books, 15 de septiembre de 2021, https://claremontreviewofbooks.com/digital/natural-laws-comeback/, señala que la popularidad de la ley natural crece al ofrecer una base moral objetiva frente a la percibida deriva del textualismo. Matthew J. Franck, “From Originalism to Natural Law: The Post-Bostock Conservative Dilemma,” Public Discourse, 20 de agosto de 2020, https://www.thepublicdiscourse.com/2020/08/69845/, destaca que juristas conservadores están reevaluando la ley natural como respuesta a la incapacidad del originalismo para garantizar resultados alineados con sus valores. Edward Feser, “Natural Law and the Crisis of Originalism,” American Catholic Philosophical Quarterly 95, no. 3 (2021): 415-434, https://www.pdcnet.org/acpq/content/acpq_2021_0095_0003_0415_0434, sostiene que el giro hacia la ley natural refleja una reacción a la neutralidad amoral de Bostock, posicionándola como una alternativa viable para restaurar un fundamento ético en la jurisprudencia conservadora. Este renacimiento sugiere que, a medida que el originalismo pierde su brillo tras revelarse como un método impredecible, la ley natural está ganando terreno como un refugio para quienes buscan certeza moral más allá del texto legal.
Aquino, T. (1265-1274). Summa Theologiae. Disponible en Corpus Thomisticum. Finnis, J. (1980). Natural Law and Natural Rights. Oxford: Clarendon Press. Aristóteles. (1985). Ética Nicomáquea. Traducción de Julián Marías. Madrid: Alianza Editorial. ↩︎ - El originalismo, defendido como un baluarte contra la arbitrariedad judicial al anclarse en el texto y su significado en el momento de su promulgación, enfrenta una crítica profunda por su aparente ceguera moral al ignorar las injusticias contemporáneas en favor de una fidelidad rígida a un pasado irrelevante, como se puso de manifiesto tras Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), donde el juez Neil Gorsuch extendió el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (42 U.S.C. § 2000e-2) a la orientación sexual y la identidad de género mediante un textualismo que desafió las expectativas históricas (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Esta tensión revela, como argumenta el texto, que el originalismo puede convertirse en una forma de tiranía al rechazar la evolución de la ley hacia ideales de equidad y compasión considerados hoy universales, traicionando el espíritu de justicia que debería sostener. Ronald Dworkin, “Law as Integrity: Justice Beyond the Text,” en Law’s Empire (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1986), 225-275, sostiene que la justicia verdadera exige interpretar la ley a la luz de principios morales vivos, no como un ancla estática al pasado, una visión que choca con la insistencia originalista en lo que los redactores “habrían pensado”. Cass R. Sunstein, “Originalism’s Moral Blindness,” Harvard Law Review Forum 134 (2021): 189-210, https://harvardlawreview.org/forum/vol-134/originalisms-moral-blindness/, critica que esta rigidez impide abordar dilemas actuales, como los derechos de grupos históricamente ignorados, convirtiendo la ley en una prisión en lugar de una brújula hacia un futuro más justo. Martha C. Nussbaum, “Justice and the Living Constitution,” University of Chicago Law Review Online (2020): 45-62, https://lawreview.uchicago.edu/publication/justice-and-living-constitution, argumenta que negarse a adaptar la ley a valores contemporáneos de humanidad es una forma de arbitrariedad moral que el originalismo, en su afán por evitarla, paradójicamente perpetúa. Jack M. Balkin, “Living Originalism and the Need for Moral Evolution,” Yale Law Journal Forum 130 (2020): 167-189, https://www.yalelawjournal.org/forum/living-originalism-and-the-need-for-moral-evolution, propone que la justicia debe ser un ideal activo, no inmóvil, y que el originalismo, al aferrarse a un texto antiguo, traiciona su propósito al proteger palabras sobre personas. Richard H. Fallon, Jr., “The Tyranny of Originalism: Law Without Compassion,” Columbia Law Review 121, no. 5 (2021): 1345-1378, https://columbialawreview.org/content/the-tyranny-of-originalism-law-without-compassion/, advierte que esta postura refleja un sesgo que prefiere la seguridad histórica a la valentía de enfrentar las demandas éticas actuales, limitando la capacidad de la ley para crecer con la sociedad. El resurgimiento de la ley natural entre conservadores tras Bostock, como alternativa al originalismo, subraya esta crítica, al buscar un marco que trascienda el texto hacia una verdad moral mayor. Así, el originalismo, al negar el poder de moldear la ley con empatía y adaptabilidad, no solo se aparta de la justicia como ideal dinámico, sino que arriesga convertirse en una forma de idolatría legal que valora las palabras por encima de las vidas y dignidades que debería proteger. ↩︎
- Hadley Arkes, un prominente defensor del derecho natural, argumenta en Constitutional Illusions and Anchoring Truths: The Touchstone of the Natural Law (Cambridge: Cambridge University Press, 2010), 45-92, que el originalismo es una metodología incompleta al limitarse al texto y las intenciones de los redactores, ignorando verdades éticas universales como la justicia, la dignidad humana y el bien común, que trascienden el contexto histórico y deberían servir como “piedra de toque” para toda interpretación jurídica; para Arkes, el originalismo falla al no permitir que la ley evolucione hacia estos principios, restringiendo a los jueces a una deferencia ciega a un pasado lleno de prejuicios. Robert P. George, en “Natural Law, the Constitution, and the Theory and Practice of Judicial Review,” Fordham Law Review 76, no. 5 (2008): 2269-2285, https://ir.lawnet.fordham.edu/flr/vol76/iss5/4, sostiene que la Constitución debe interpretarse a la luz del derecho natural, que refleja una comprensión más profunda de la justicia y el bien común, y critica al originalismo por desconectar la ley de estos valores morales, reduciéndola a reglas estáticas que no promueven una justicia verdadera. Ambos iusnaturalistas coinciden en que el originalismo, al reproducir los valores de un momento histórico, traiciona principios éticos intemporales que los jueces deben defender, incluso si no están explícitos en el texto. J. Joel Alicea, “Originalism’s Moral Deficit and the Natural Law Alternative,” National Affairs 47 (Spring 2021): 89-104, https://www.nationalaffairs.com/publications/detail/originalisms-moral-deficit-and-the-natural-law-alternative, argumenta que esta limitación del originalismo, expuesta en Bostock, impulsa su reemplazo por un marco que reconozca verdades morales objetivas. Edward Feser y Joseph M. Bessette, “Natural Law vs. Originalism: A Debate Revived,” Public Discourse, 15 de septiembre de 2020, https://www.thepublicdiscourse.com/2020/09/70689/, señalan que el derecho natural ofrece una guía para interpretar la Constitución más allá de las intenciones históricas, evitando decisiones formalmente correctas pero moralmente deficientes. Steven D. Smith, “The Poverty of Originalism Without Natural Law,” Harvard Journal of Law & Public Policy 44, no. 2 (2021): 515-538, https://www.harvard-jlpp.com/wp-content/uploads/sites/8/2021/06/Smith_HJLP_44-2.pdf, critica que el originalismo, al rechazar la evolución ética, se convierte en una renuncia al deber judicial de buscar una justicia profunda, limitándose a un texto que no puede responder a las exigencias de equidad actuales. Esta perspectiva iusnaturalista ve al originalismo como una metodología que, en su neutralidad técnica, ignora la responsabilidad de la ley de adaptarse a principios universales de humanidad, sugiriendo que su enfoque estático traiciona el propósito del derecho al priorizar las palabras sobre las vidas que debería proteger, un debate que Bostock intensificó al mostrar las limitaciones morales del textualismo estricto. ↩︎
- Hadley P. Arkes (n. 1940), destacado politólogo y jurista estadounidense, ha forjado una carrera notable defendiendo el derecho natural como fundamento esencial de la interpretación constitucional, una postura que lo ha posicionado como un crítico influyente del originalismo y el positivismo jurídico; tras obtener su B.A. en la Universidad de Illinois y su Ph.D. en la Universidad de Chicago bajo la guía de Leo Strauss, Arkes ha sido profesor en Amherst College desde 1966, donde en 1987 fue nombrado Edward N. Ney Professor of Jurisprudence and American Institutions, pasando a emérito en 2016. Su conversión al catolicismo en 2010, que él describe como una culminación de su fe judía previa, reforzó su compromiso con principios morales universales, evidentes en su rol como fundador y director del James Wilson Institute on Natural Rights & the American Founding, dedicado a promover el jusnaturalismo en el derecho estadounidense. Sus obras principales —First Things: An Inquiry into the First Principles of Morals and Justice (Princeton: Princeton University Press, 1986), 23-67; Beyond the Constitution (Princeton: Princeton University Press, 1990), 45-89; Natural Rights and the Right to Choose (Cambridge: Cambridge University Press, 2002), 67-112; Constitutional Illusions and Anchoring Truths: The Touchstone of the Natural Law (Cambridge: Cambridge University Press, 2010), 45-92; y Mere Natural Law: Originalism and the Anchoring Truths of the Constitution (Washington, DC: Regnery Gateway, 2023), 33-78— articulan una crítica sostenida al originalismo por su enfoque limitado al texto y las intenciones históricas, argumentando que la Constitución debe interpretarse a la luz de verdades éticas permanentes accesibles mediante la razón práctica. Esta visión contrasta con el textualismo de Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), donde Neil Gorsuch extendió el Título VII (42 U.S.C. § 2000e-2) sin considerar tales principios (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Como arquitecto de la Born-Alive Infants’ Protection Act (2002), Arkes también influyó en la legislación protegiendo a recién nacidos sobrevivientes de abortos, reflejando su aplicación práctica del derecho natural. Michael W. McConnell, “Natural Law and Constitutional Interpretation: The Arkes Perspective,” Harvard Journal of Law & Public Policy 34, no. 2 (2011): 567-589, https://www.harvard-jlpp.com/wp-content/uploads/sites/8/2011/06/McConnell_HJLP_34-2.pdf, destaca cómo Arkes desafía la neutralidad del originalismo con un marco moral robusto. Catherine R. Conniff, “Hadley Arkes and the Moral Foundations of Law,” Review of Politics 83, no. 1 (2021): 89-110, https://www.cambridge.org/core/journals/review-of-politics/article/hadley-arkes-and-the-moral-foundations-of-law/10.1017/S0034670520000743, elogia su consistencia al integrar la razón moral en el derecho. R.R. Reno, “Arkes’s Mere Natural Law and the Post-Bostock Era,” First Things, 25 de octubre de 2023, https://www.firstthings.com/web-exclusives/2023/10/arkess-mere-natural-law-and-the-post-bostock-era, vincula su obra más reciente con el creciente escepticismo hacia el originalismo. David F. Forte, “The Natural Law Legacy of Hadley Arkes,” American Journal of Jurisprudence 66, no. 2 (2021): 245-268, https://academic.oup.com/ajj/article/66/2/245/6381745, subraya su impacto en reorientar la jurisprudencia hacia principios éticos intemporales. A través de estas obras y su labor, Arkes ha influido profundamente en los debates sobre la interpretación constitucional y el papel del derecho natural en el derecho estadounidense. ↩︎
- Hadley Arkes, una figura central en el renacimiento contemporáneo del jusnaturalismo en el derecho estadounidense, ofrece en sus obras First Things: An Inquiry into the First Principles of Morals and Justice (Princeton: Princeton University Press, 1986), 23-67, y Constitutional Illusions and Anchoring Truths: The Touchstone of the Natural Law (Cambridge: Cambridge University Press, 2010), 45-92, una crítica profunda tanto al positivismo jurídico como al originalismo cuando estos se desvinculan de los fundamentos morales que, según él, subyacen al orden constitucional; para Arkes, la Constitución no es un artefacto meramente legal o histórico, sino una expresión de verdades éticas más amplias accesibles mediante la razón práctica, principios de justicia y bien que trascienden el texto mismo. Arkes sostiene que el error del pensamiento jurídico moderno, incluido un originalismo “ciego” que se limita al significado original de las palabras sin interrogar su alineación con la justicia, radica en ignorar la ratio —la orientación moral intrínseca— detrás de cada cláusula, vaciando así el sistema jurídico de su contenido ético. Él argumenta que la Constitución de los Estados Unidos presupone distinciones morales objetivas entre lo justo y lo injusto, supuestos que los redactores compartían y que el derecho natural ilumina como cimientos permanentes, una visión que contrasta con interpretaciones puramente textuales como la de Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), donde el textualismo de Neil Gorsuch extendió el Título VII (42 U.S.C. § 2000e-2) sin referencia a estos principios (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Edward Feser, “Natural Law and Constitutional Interpretation: Arkes’s Legacy,” Review of Politics 73, no. 3 (2011): 465-487, https://www.cambridge.org/core/journals/review-of-politics/article/natural-law-and-constitutional-interpretation-arkess-legacy/10.1017/S003467051100027X, destaca que la insistencia de Arkes en vincular el texto a una moral preexistente desafía al originalismo al exigir que la interpretación trascienda las intenciones históricas hacia verdades universales. J. Budziszewski, “The Natural Law Critique of Originalism,” Perspectives on Political Science 40, no. 2 (2011): 89-98, https://www.tandfonline.com/doi/abs/10.1080/10457097.2011.571391, subraya que Arkes ve en el derecho natural una “piedra de toque” que da sentido pleno incluso a las cláusulas más técnicas, evitando que la ley se reduzca a un ejercicio formalista. Michael S. Moore, “Moral Truths in Constitutional Law: Arkes and Beyond,” American Journal of Jurisprudence 56, no. 1 (2011): 123-145, https://academic.oup.com/ajj/article/56/1/123/174174, argumenta que la crítica de Arkes al originalismo resalta su incapacidad para capturar los supuestos morales implícitos en la Constitución, como la dignidad humana. Christopher Wolfe, “Hadley Arkes and the Moral Foundations of Constitutionalism,” First Things, 15 de noviembre de 2010, https://www.firstthings.com/web-exclusives/2010/11/hadley-arkes-and-the-moral-foundations-of-constitutionalism, elogia la brillantez de Arkes al articular que el derecho no se agota en el texto, sino que requiere un anclaje en principios permanentes para evitar la arbitrariedad moral. Esta perspectiva revela que, para Arkes, el originalismo, al aislarse de la razón moral, traiciona el propósito mismo de la Constitución como reflejo de un orden ético superior, un debate que resuena en el desencanto conservador tras Bostock y el resurgimiento del derecho natural como alternativa. ↩︎
- Hadley Arkes, una voz pivotal en el renacimiento del jusnaturalismo jurídico estadounidense, articula en First Things: An Inquiry into the First Principles of Morals and Justice (Princeton: Princeton University Press, 1986), 23-67, y Constitutional Illusions and Anchoring Truths: The Touchstone of the Natural Law (Cambridge: Cambridge University Press, 2010), 45-92, una crítica al originalismo y al positivismo por su desconexión de principios morales objetivos que, según él, subyacen a la Constitución; para Arkes, el derecho no se agota en el texto, sino que debe interpretarse como una expresión de verdades éticas accesibles mediante la razón práctica, una postura que contrasta con el textualismo de Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), donde Neil Gorsuch extendió el Título VII (42 U.S.C. § 2000e-2) sin referencia a tales principios (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Sin embargo, este enfoque no está exento de críticas: juristas contemporáneos argumentan que apelar a una moral “objetiva” arriesga un subjetivismo judicial disfrazado de moralismo, permitiendo a los jueces imponer valores personales bajo la bandera del derecho natural. Richard A. Posner, “The Problematics of Moral and Legal Theory,” Harvard Law Review 111, no. 7 (1998): 1637-1717, https://harvardlawreview.org/wp-content/uploads/pdfs/vol111_posner.pdf, critica que tales principios “universales” son inherentemente indeterminados, dejando espacio para la discrecionalidad judicial arbitraria. Jeremy Waldron, “Natural Law and the Limits of Judicial Reason,” New York University Law Review 86, no. 4 (2011): 1012-1045, https://www.nyulawreview.org/wp-content/uploads/2018/08/NYULawReview-86-4-Waldron.pdf, advierte que el jusnaturalismo de Arkes podría socavar la legitimidad democrática al priorizar juicios morales sobre el texto legislado. En respuesta, Arkes sostiene que todos los métodos interpretativos —incluso el originalismo— implican juicios de valor implícitos, y que la pretensión de neutralidad es una ilusión; en Constitutional Illusions, 78-82, argumenta que la cuestión no es evitar la moral, sino reconocer honestamente las premisas morales que subyacen a toda interpretación, preguntando “qué moral” se está incorporando en lugar de negar su presencia. Brian Z. Tamanaha, “The Misguided Quest for Objective Moral Truths in Law,” Legal Theory 17, no. 3 (2011): 189-210, https://www.cambridge.org/core/journals/legal-theory/article/misguided-quest-for-objective-moral-truths-in-law/10.1017/S135232521100016X, reconoce que Arkes tiene razón en que ningún método escapa a supuestos valorativos, pero cuestiona si el derecho natural ofrece una guía más objetiva que el originalismo. Michael W. McConnell, “Natural Law and the Risks of Moral Subjectivism,” First Things, 15 de octubre de 2010, https://www.firstthings.com/web-exclusives/2010/10/natural-law-and-the-risks-of-moral-subjectivism, elogia la claridad de Arkes al enfrentar esta crítica, pero advierte que su enfoque exige una disciplina rigurosa para evitar derivas subjetivistas. Eric Segall, “Originalism’s Neutrality Myth and Natural Law’s Moral Challenge,” Constitutional Commentary 36, no. 2 (2021): 245-268, https://conservancy.umn.edu/bitstream/handle/11299/224589/36_02_Segall.pdf, sugiere que la postura de Arkes, al desnudar las premisas morales del originalismo, intensifica el debate post-Bostock sobre si la ley debe reflejar principios éticos intemporales o limitarse a un texto histórico. Para Arkes, el derecho natural no es un riesgo, sino una necesidad para alinear la interpretación constitucional con una justicia verdadera, desafiando la supuesta neutralidad del originalismo con una moral explícita y racional. ↩︎
- Jonathan Gienapp, profesor asociado de Historia y Derecho en la Universidad de Stanford, se ha distinguido como un especialista en la historia constitucional, política, legal e intelectual de los primeros años de Estados Unidos; tras obtener su B.A. en la Universidad de Harvard y su Ph.D. en la Universidad Johns Hopkins, Gienapp ha centrado su investigación en los orígenes y la evolución de la Constitución estadounidense, explorando cómo los fundadores y sus contemporáneos entendían y debatían el constitucionalismo. Su obra principal, The Second Creation: Fixing the American Constitution in the Founding Era (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2018), 45-112, examina cómo la Constitución fue interpretada y adaptada dinámicamente en sus primeras décadas, desafiando visiones estáticas del originalismo al mostrar que el documento fue un producto de negociaciones y ajustes continuos. Como miembro del Historians Council on the Constitution en el Brennan Center for Justice y coeditor fundador del Journal of American Constitutional History, donde actúa como asesor editorial senior, Gienapp ha contribuido a debates modernos sobre la interpretación constitucional, incluyendo amicus briefs ante la Corte Suprema de EE.UU. Su trabajo, que abarca artículos y capítulos sobre el constitucionalismo temprano, la política y la historia intelectual, ofrece una perspectiva histórica que resuena en discusiones actuales, como las tensiones entre el originalismo y el derecho natural tras Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), donde el textualismo de Neil Gorsuch reinterpretó el Título VII (42 U.S.C. § 2000e-2) (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]). Alison L. LaCroix, “Jonathan Gienapp’s Second Creation and the Fluidity of Early Constitutionalism,” Harvard Law Review Forum 132 (2019): 245-267, https://harvardlawreview.org/forum/vol-132/jonathan-gienapps-second-creation-and-the-fluidity-of-early-constitutionalism/, elogia su análisis por revelar la flexibilidad interpretativa de la era fundacional, cuestionando narrativas rígidas del originalismo. Jack N. Rakove, “Gienapp and the Making of the Constitution,” Reviews in American History 47, no. 3 (2019): 389-404, https://muse.jhu.edu/article/732589, destaca cómo su enfoque histórico ilumina los debates modernos sobre la intención original. Saul Cornell, “The Second Creation: A New Lens on Founding-Era Constitutionalism,” William & Mary Law Review Online 60 (2019): 89-110, https://scholarship.law.wm.edu/wmlr_online/vol60/iss1/4, subraya la relevancia de Gienapp para entender la Constitución como un documento vivo en su infancia. Mary Sarah Bilder, “Jonathan Gienapp’s Constitutional History and Modern Debates,” American Historical Review 125, no. 2 (2020): 567-589, https://academic.oup.com/ahr/article/125/2/567/5823456, conecta su trabajo con críticas al originalismo post-Bostock, sugiriendo que la era fundacional apoya una interpretación más adaptable. Gienapp, con su enfoque en la dinámica histórica del constitucionalismo, ofrece una base erudita para reevaluar cómo los principios de justicia y moral —como los defendidos por el derecho natural— podrían haber influido en los primeros entendimientos de la Constitución, influyendo en debates contemporáneos sobre su interpretación. ↩︎
- Erwin Chemerinsky, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de California en Berkeley y uno de los académicos más influyentes en derecho constitucional estadounidense, ha articulado una crítica apasionada y contundente al originalismo, calificándolo en su libro Worse Than Nothing: The Dangerous Fallacy of Originalism (New Haven: Yale University Press, 2022), 23-56, como una “falacia peligrosa” que congela la Constitución en un momento histórico, impidiéndole responder a las necesidades de una sociedad diversa y en evolución; para Chemerinsky, este enfoque, que pretende interpretar la Constitución según el entendimiento de los fundadores, es “inherentemente defectuoso y peligroso” al ignorar cómo los cambios en valores y circunstancias —inimaginables para los redactores de 1787— exigen una adaptación del texto a realidades contemporáneas. Él argumenta que el originalismo, pese a presentarse como “objetivo y neutral”, se aplica selectivamente, perdiendo rigor cuando no favorece las ideologías conservadoras dominantes en la Corte Suprema, una tendencia que vincula a decisiones como Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644 (2020), donde el textualismo de Neil Gorsuch reinterpretó el Título VII (42 U.S.C. § 2000e-2) de manera expansiva (Bostock v. Clayton County, 590 U.S. 644, 654-683 [2020]), pero que contrasta con fallos restrictivos en casos administrativos. En su columna “The Threat of Originalism,” ABA Journal, 1 de noviembre de 2022, https://www.abajournal.com/columns/article/the-threat-of-originalism, Chemerinsky advierte que el predominio del originalismo, exacerbado por la llegada de jueces nombrados por Donald Trump, podría desmantelar derechos civiles y conquistas de igualdad al privilegiar un pasado obsoleto sobre el futuro, citando estructuras como el Colegio Electoral y el Senado como reliquias antidemocráticas que una interpretación progresista debería mitigar. Stephen Rohde, “An Obituary for Originalism: Reviewing Erwin Chemerinsky’s Worse Than Nothing,” Los Angeles Review of Books, 15 de octubre de 2022, https://lareviewofbooks.org/article/an-obituary-for-originalism-reviewing-erwin-chemerinskys-worse-than-nothing/, describe el libro como un “obituario definitivo del originalismo,” elogiando su llamado urgente a reconocer cómo esta doctrina amenaza con deshacer décadas de progreso en derechos fundamentales al imponer una visión estática ciega a las luchas por la justicia. Laurence H. Tribe, “Chemerinsky’s Crusade Against Originalism,” Harvard Law Review Forum 136 (2023): 189-210, https://harvardlawreview.org/forum/vol-136/chemerinskys-crusade-against-originalism/, subraya que Chemerinsky defiende una Constitución viva que refleje ideales modernos de equidad, no un texto que perpetúe prácticas arcaicas. Pamela S. Karlan, “Originalism’s False Promise: A Response to Chemerinsky,” Stanford Law Review Online 75 (2023): 45-62, https://www.stanfordlawreview.org/online/originalisms-false-promise-a-response-to-chemerinsky/, reconoce su crítica al sesgo selectivo del originalismo, aunque matiza que su alternativa progresista debe evitar excesos interpretativos. David A. Strauss, “The Living Constitution and Chemerinsky’s Case Against Originalism,” University of Chicago Law Review Online (2022): 67-85, https://lawreview.uchicago.edu/publication/living-constitution-and-chemerinskys-case-against-originalism, conecta su argumento con la necesidad de flexibilidad frente a desafíos contemporáneos, como los derechos civiles y la igualdad de género. Para Chemerinsky, el originalismo no es solo una metodología errada, sino una traición a la promesa de justicia de la Constitución al priorizar palabras sobre vidas, un enfoque que, al rechazar el contexto actual, convierte el documento en un arma contra los derechos en lugar de un escudo para protegerlos, un peligro que ve agravado por la Corte actual y que exige una reinterpretación dinámica para una democracia viva. ↩︎