Contemplemos, apenas como ejercicio intelectual, que la República Argentina hubiera decidido expropiar no el 51% de las acciones de YPF, sino el 100%. No una ocupación temporaria, sino una expropiación lisa y llana, con la formalidad de la Ley 21.499.
En ese escenario, cabría preguntarse si el régimen indemnizatorio aplicable hubiera emergido del derecho público nacional —léase, la ley de expropiaciones— o del Estatuto de YPF, ese curioso híbrido entre cláusula societaria y blindaje bursátil, parido en la época en que Repsol manejaba la nave como buque propio.
No es un interrogante menor. Ya que, en efecto, si la cláusula estatutaria, pensada para las OPA hostiles, fuera elevada a norma rectora de la indemnización, como lo hizo la jueza Loretta Preska en su fallo contra la Argentina, de seguro cairíamos de lleno en una paradoja jurídica.
Exactamente, cuanto peor estuviera YPF al momento de la expropiación —cuanto más se hubiera desplomado su acción, cuanto más insignificantes fueran sus utilidades— mayor sería la indemnización a pagar.
Es así, se trata de una fórmula que, concebida para proteger al minoritario de la codicia del controlante, se concibe ahora por arte de magia matemática en una condena al erario por haber salvado a la empresa del naufragio.
La fórmula es simple, una vez que se comprende: el precio por acción se calcula multiplicando el valor bursátil por un ratio inverso a la ganancia por acción.
Para los burros en matemática como uno, procuro explicarlo lo más sencillo que pueda.
Si YPF ganaba menos, la indemnización sube. Si no ganaba casi nada, el ratio se inflaba exponencialmente. Si perdía dinero —y en tiempos de crisis energética o de intervención estatal eso era lo más probable— el ratio se aproxima al infinito o el infierno.
Así, lo que valía poco, cotizaba como si valiera oro.
En esa inteligencia perversa del tema, claramente el vaciamiento se premiaba, lo mismo que la gestión deficiente se monetizaba y el deterioro se transformaba en multiplicador indemnizatorio. Una alquimia horripilante.
En ese sentido, si mi memoria no me traiciona, recuerdo que en los años previos a la expropiación parcial, la empresa YPF, bajo control de Repsol, no reinvertía las utilidades obtenidas en la exploración de nuevos pozos. Se giraban dividendos al exterior, se exprimía la renta sin fortalecer la matriz productiva, se licuaba la infraestructura sin renovar reservas.
En otras palabras, se vaciaba una empresa estratégica, al tiempo que se depreciaba su valor futuro.
Frente a esa sangría sistemática, el Estado argentino —con más audacia que prolijidad— decidió intervenir.
¿Cuál es la paradoja que habilita la fórmula del Estatuto? Si el Estado deseaba rescatar una empresa vaciada, a la luz de las actuales exigencias de la jurisprudencia, hubiera estado obligado a pagar no el precio de una empresa en crisis, sino una cifra digna del Nasdaq, por cuanto se calculaba el daño como si se estuviera comprando Apple.
Entonces, ¿cuál era la opción para el Estado? ¿Dejar caer a su empresa más estratégica para evitar una indemnización ruinosa? ¿Negarse a intervenir y ver cómo un activo energético clave se convertía en chatarra? ¿O hacerse cargo, con todas las consecuencias, sabiendo que al rescatar la firma se cavaba su propia fosa fiscal?
La paradoja resultaba feroz: rescatar y pagar más; salvar y ser castigado; intervenir y endeudarse.
En ese sentido, dicho con el diario de mañana, la única opción razonable habria sido expropiar los fierros que sostenían YPF y no la sociedad en sí. Pero ese es otro cantar. Las negras juegan y cuando se toma una decisión, no puede desconocer las reacciones adversas y confiar a ciegas que no pasará nada.
Ahora bien, si la lógica de la cláusula se aplica sin contexto, sin anclaje en la realidad, sin atender a las causas del derrumbe accionario o a los ciclos propios de una economía periférica, se impone un derecho abstracto, desalmado, más propio de una hoja de cálculo que de un tribunal.
Vale aquí recordar el principio —básico, elemental— de que la justicia no puede ser absurda. Ningún orden jurídico, por más sofisticado que sea, puede legitimar que se pague por una empresa en crisis el valor de una multinacional en expansión. Ningún juez debería convalidar que per se el ratio indemnizatorio sea mayor cuanto peor es el objeto de la expropiación. Es como si el precio del rescate aumentara mientras el paciente se desangra.
La cláusula estatutaria —insistamos— fue pensada en otro contexto, para otro actor, frente a otro riesgo.
De seguro, nació como un cerrojo frente a la tentación de Repsol de tomar decisiones unilaterales. Sin embargo, trasladarla mecánicamente al caso de un Estado que actúa con interés público es amputarla de su razón de ser.
El derecho estadounidense, con todo su apego contractual, no está ciego a estas injusticias. Existen precedentes —como BMW v. Gore— que rechazan indemnizaciones desproporcionadas por violar la cláusula del debido proceso. También la doctrina unconscionability, aunque nacida para proteger a consumidores y deudores, podría iluminar estas zonas grises donde la literalidad de una cláusula se convierte en arma contra el sentido común.
Lo que está en juego aquí no es solo una suma astronómica, ni siquiera la reputación financiera de la Argentina. Es algo más profundo: la posibilidad de que el derecho sea herramienta de equidad y no de sumisión aritmética. Que el contrato no desplace al sentido de justicia. Que los jueces no se conviertan en fedatarios de fórmulas ciegas, sino en garantes de decisiones razonables.
En definitiva, lo que debería evaluarse no es si se incumplió una cláusula, sino si su aplicación literal conduce a un resultado que desafía la razón, la prudencia y el espíritu del derecho. Porque cuando la letra mata al sentido, lo que se impone no es la ley, sino su caricatura.
Frente a este escenario, la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito —y eventualmente, la Corte Suprema de los Estados Unidos si decidiera otorgar el certiorari— tiene en sus manos algo más que la interpretación de una cláusula estatutaria. Tiene la posibilidad de restaurar el equilibrio entre lo pactado y lo justo, entre el rigor formal y la sustancia del daño.
Con toda verdad, si aceptará que un mecanismo diseñado para proteger al inversor minoritario no puede usarse como garrote indemnizatorio contra quien interviene en resguardo del interés público, habrá dado un paso hacia la cordura. De lo contrario, consagrará el disparate, por cuanto salvar a una empresa en ruinas obliga a pagar su rescate como si fuera una joya de Silicon Valley.
En Argentina, el artículo 2º del Código Civil y Comercial ordena a los jueces interpretar y aplicar las normas “conforme con la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos, de modo coherente con todo el ordenamiento jurídico”, y les impone el deber de atender “a sus finalidades, a los valores jurídicos y a las consecuencias de la decisión”. Si esa máxima tiene algún valor —y no es apenas un adorno retórico— entonces también puede irradiar sentido fuera de nuestras fronteras.
Indudablemente, el derecho, aun en su dimensión transnacional, no puede divorciarse de la justicia sin convertirse en herramienta de expolio. De hecho, cuando los tribunales del mundo aplican normas argentinas —como el Estatuto de YPF— también están llamados a comprender su contexto, su finalidad y sus límites.