Introducción.
Las enseñanzas de nuestro querido profesor Rodolfo Barra han dejado una huella indeleble en la comprensión del Derecho Administrativo como una disciplina que no solo estructura el funcionamiento del Estado, sino que también se halla inexorablemente vinculada con los fundamentos de la justicia distributiva. En efecto, más allá de la aparente tecnicidad de la regulación administrativa, subyace un problema esencialmente filosófico y político.
En efecto, desde su origen, el Derecho administrativo ha sido la llave jurídica a la necesidad de conducir el poder estatal dentro de límites normativos que garanticen la protección de los derechos individuales y la satisfacción del interés general.
En nuestra perspectiva, esta función no puede comprenderse en su real dimensión sin atender al principio de justicia distributiva, entendido como la distribución racional y equitativa de los bienes, servicios y cargas públicas. En todo tiempo y lugar donde se imponga la racionalidad, la administración, al tomar decisiones que afectan la vida de los ciudadanos, actuará como un agente de distribución, definiendo quién recibe qué, en qué condiciones y bajo qué justificación.
En este artículo, siguiendo el legado doctrinario de Rodolfo Barra, nos proponemos explorar la importancia de la justicia distributiva en la construcción de un derecho administrativo que no solo sea eficaz y eficiente, sino también legítimo y justo.
II. Sobre la virtud de la justicia
A modo introductorio, quisiera señalar que, al escribir sobre la virtud de la justicia, no aspiro más que a sembrar en la memoria de los lectores la semilla de una tradición que, como un árbol de raíces profundas y ramas incansables, sigue extendiéndose en la conciencia jurídica de nuestro tiempo.
En efecto, hablo de esa filosofía de los derechos humanos —los iura humana— que nos legaron los sabios novohispanos y que, pese al paso de los siglos, continúa alimentando las discusiones jurídicas como un fuego que nunca se apaga.
En ese sentido, tomaré como guía a Santo Tomás de Aquino (1225-1274), quien en su tratado De iustitia et iure, en la Segunda Parte de la Summa Theologica, trazó los contornos de la justicia con la precisión de un artesano que esculpe en mármol. Ya que, en efecto, dividió su estudio en cuatro grandes capítulos: primero, la justicia en sí misma; segundo, sus partes subjetivas e integrales; tercero, sus partes potenciales; y finalmente, los preceptos que la sostienen.
Cabe destacar que Aquino, que nunca escribía sin compañía de gigantes, se apoyó en Aristóteles, Cicerón y San Agustín, pero también en la Patrística y en el Corpus iuris canonici, cuya ordenación por el monje Graciano en 1140 dejó un testamento de sabiduría normativa. Su trabajo no cayó en el olvido: sirvió de cimiento para la prodigiosa Escuela Española del Siglo de Oro, cuyos juristas, como Domingo Báñez, Francisco Suárez y Bartolomé de Medina, moldearon con sus ideas la arquitectura jurídica del Nuevo Mundo.
III. Preámbulo a la noción de justicia: derecho, deber y virtud
Antes que nada, quisiera destacar que la justicia es una virtud, sí, a fin de desentrañar su espíritu es preciso esclarecer las nociones que la preceden, pues sin un mapa detallado no hay viajero que encuentre su camino. Santo Tomás, con la paciencia de un monje en su celda, nos recuerda que Isidoro de Sevilla, en sus Etimologías, vinculó el derecho con lo justo1. Aristóteles, por su parte, dejó claro que la justicia es esa virtud que lleva al hombre a realizar actos justos, y que el derecho es precisamente el objeto de la justicia.
Convengamos, entonces, que el derecho, en la senda de la conducta humana, es el sendero que guía al hombre hacia su realización. En ese sentido en nuestro parecer justo y derecho es aquel que camina de acuerdo con la ley natural.
Al unísono el Derecho es, al mismo tiempo, un poder moral inviolable que permite a la persona orientar sus actos según su destino racional. Desde la antigüedad se ha sostenido que el Derecho tiene un único sujeto: la persona humana. No cualquier ente, sino aquella criatura que, con inteligencia y voluntad, puede comprenderse a sí misma, al mundo y a lo trascendente. Dentro de ella resuena una Ley Natural, imperceptible para los oídos externos, pero clara en la conciencia, esa brújula interior que la inclina al bien y la aleja del mal. Así y todo, no basta con que el Derecho tenga un sujeto; necesita también un objeto sobre el cual ejercer su influjo. Subyace, en consecuencia, una verdad insoslayable: el hombre puede ejercer derecho sobre las cosas, pero nunca sobre sus semejantes. Puede poseer un árbol, pero no la voluntad de otro ser humano.
De igual forma, el deber es la sombra inseparable del derecho, su otra mitad. Es el vínculo moral que obliga al hombre a actuar conforme a la justicia. Hay deberes jurídicos, fundados en la justicia estricta y exigibles ante la ley, al tiempo que existen deberes que emergen de la benevolencia y la gratitud, que, aunque no pueden reclamarse en los tribunales, son indispensables para la armonía social.
Al mismo tiempo, la virtud es el arte de obrar el bien con naturalidad, sin titubeos. No basta con que un acto sea bueno de manera esporádica: la virtud es la constancia en la bondad. Proviene del latín vis, que significa fuerza, y en efecto, es la fortaleza inmaterial que dispone la inteligencia y la voluntad hacia una vida ordenada. Entre las virtudes intelectuales —la ciencia, la inteligencia, la sabiduría y el arte— y las virtudes morales —la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza—, no cabe duda alguna la justicia ocupa el lugar de honor. Mientras la prudencia guía el intelecto y la templanza refrena los impulsos, la justicia armoniza todas las demás virtudes y las orienta hacia el bien común. Es el pilar maestro sobre el cual se sostiene la arquitectura moral del hombre.
En ese estado de cosas, se comienza a percibir que la justicia no es un monólogo, sino un diálogo eterno entre el yo y el otro. Su esencia es la alteridad. No existe justicia sin el otro, sin aquel que está frente a nosotros, reclamando lo que le es debido. Ulpiano, en una frase que resuena a través de los siglos, definió la justicia como “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo”. La justicia, para ser tal, exige no solo la intención, sino el hábito. No es un acto aislado de generosidad, sino la disposición inquebrantable de dar a cada quien lo que le pertenece. Se compone de dos elementos esenciales: la alteridad y la igualdad. Alteridad, porque siempre se refiere a otro; igualdad, porque exige equilibrio entre lo que se da y lo que se recibe.
Debe advertirse sin asomo de duda que toda ley es un mandato, pero no todo mandato es justo. A decir verdad, para que una ley sea legítima, debe nacer de la razón y dirigirse al bien común.
De donde se sigue que Santo Tomás nos enseñaseque la ley tiene cuatro dimensiones: la ley eterna, que es el plan divino inscrito en el universo; la ley natural, que refleja ese plan en la naturaleza de las cosas; la ley moral, que orienta la conducta del hombre; y la ley positiva, que es la formulación concreta de las anteriores en la sociedad.
El fin último de la ley es el bien común, ese estado en el que cada individuo puede alcanzar su plenitud. A pesar de ello, la experiencia nos enseña que el hombre, por naturaleza, tiende a su propio bien antes que al de los demás. Es aquí donde la justicia se convierte en el contrapeso necesario, recordándole al hombre que su realización no es un camino solitario, sino un viaje compartido.
Al final de este recorrido, la justicia emerge no solo como una virtud, sino como el alma misma del orden social. Es el lazo que une a los hombres en un destino común, la melodía subyacente que armoniza sus diferencias. Sucede que, en efecto, sin justicia, la ley es un instrumento hueco; sin justicia, el Derecho es un espejismo.
Prosiguiendo en esa dirección, cabe recordar que la justicia, en la tradición escolástica, estructura las relaciones humanas tanto en la esfera individual como en la colectiva. Bajo esta comprensión es posible distinguirla, en primer lugar, según la diversidad de “partes subjetivas”: una justicia general o legal, que ordena las acciones del individuo hacia el bien común, y una justicia particular, que se ocupa de la relación directa entre sujetos individuales o entre la autoridad y el súbdito, subdividiéndose esta última en justicia conmutativa y justicia distributiva.
La justicia general, a la que algunos escolásticos también denominan justicia legal, responde a la proporción de la parte con el todo: el individuo, como miembro de la comunidad, debe contribuir a la obtención de un bien común que trasciende el mero interés particular. Esta inclinación no se limita al cumplimiento de la ley en sentido restrictivo, sino que compromete a la voluntad a buscar aquello que beneficia a la totalidad del cuerpo social, dando sentido y dirección al ejercicio de todas las virtudes, pues la ley bien ordenada conduce a la unidad y prosperidad de todos.
Por su parte, la justicia particular conmutativa versa sobre la igualdad estricta entre dos sujetos. Apunta a compensar o restituir aquello que es debido, de forma que cada parte reciba lo que le corresponde con exactitud aritmética. Si se produce una transacción o intercambio —sea un contrato lícito, un préstamo o una restitución tras un daño— esta justicia exige la estricta equivalencia de valores. Sin embargo, no debe concebírsela en un sentido tan estrecho que olvide los aspectos solidarios de la convivencia, pues la mera igualdad formal podría derivar en soluciones insuficientes cuando no existe un trasfondo ético adecuado.
Por otro lado, la justicia particular distributiva se funda en la proporción que el coordinador, superior o autoridad, establece con respecto a los miembros de la colectividad. Se rige por criterios de proporción y mérito, de modo que los bienes y cargas comunes —premios, reconocimientos, oficios y otras dignidades— se distribuyan de acuerdo con la capacidad y las condiciones de cada uno.
Con base en tal consideración, antes de aventurarnos en el tejido complejo del ordenamiento jurídico, es preciso señalar una distinción profunda entre dos modalidades de justicia particular: la justicia conmutativa y la justicia distributiva. Efectivamente, estas nociones, aludidas por Santo Tomás de Aquino y adecuadas a las dinámicas del derecho contemporáneo, parten del mismo puerto conceptual —la relación del sujeto con bienes concretos—, pero su rumbo y medida difieren como las sendas divergentes de un mismo bosque.En ese sentido, si bien ambas justicias se enraízan en el vínculo entre el individuo y los bienes, no es menos cierto que la justicia conmutativa y la distributiva no son simples duplicados.
Desde esa perspectiva, donde una se ocupa del intercambio entre particulares, con precisión de equilibrio en la equivalencia de las prestaciones, la otra mira desde la cumbre del poder público hacia la comunidad, asignando recursos o cargas con una norma que atiende a la proporción o necesidad común. Así, la justicia conmutativa rige el acto justo como una línea exacta entre dos personas, mientras que la distributiva contempla al sujeto como miembro de un cuerpo mayor, un engranaje en la maquinaria social, y mide con otro compás el destino de las cosas.
Es por ello que, en la justicia conmutativa, el sujeto aparece en primera persona, con su individualidad intacta, su rostro singular y su valor concreto. Allí las partes se miran cara a cara, y la igualdad es una cuestión de equivalencia estricta: lo que doy debe equipararse a lo que recibo, en un equilibrio sutil, sin la interferencia de la sociedad como telón de fondo.
En la justicia distributiva, en cambio, el individuo no está solo; forma parte del coro social. Su identidad es contemplada dentro de una estructura mayor, un mosaico de bienes, deberes y responsabilidades. Aquí, la norma justa no se reduce a la equivalencia de intercambios puntuales, sino que busca la armonía en la orquesta social, asignando roles y beneficios según proporciones y principios rectores que superan la simple lógica del intercambio directo.
Justamente, la disparidad entre estas dos justicias se revela también en su vara de medición. La justicia conmutativa utiliza una medida puntual y aritmética, similar a una regla que traza lo que corresponde a cada uno en un trato privado. La justicia distributiva, en cambio, se vale de un criterio más amplio, una geometría moral que tiene en cuenta las diferencias entre las personas, sus méritos, sus necesidades y la contribución de cada uno al bien común. El acto justo, así, no se circunscribe al “darte lo que me diste”, sino que se extiende al “darte lo que corresponde en el orden mayor de la comunidad”.
Cabe señalar, en consecuencia, que la fascinante distinción que Santo Tomás bosquejó se vierte en las corrientes del derecho moderno: el legislador y el juez pueden alternar estas dos ópticas al diseñar normas, resolver conflictos o interpretar demandas.
Con toda seguridad, comprender estas dualidades permite apreciar que la justicia no es un ente monolítico, sino una danza perpetua entre el individuo y la sociedad, entre la precisión del intercambio y la amplitud de la distribución. Con esta mirada, el jurista se adentra en el bosque del derecho armado con un mapa conceptual más rico, capaz de iluminar las sendas donde la justicia particular se ramifica en raíces conmutativas y distributivas.
En suma, la distinción entre justicia conmutativa y justicia distributiva, trazada originalmente por Santo Tomás de Aquino y retomada en el Derecho contemporáneo, evidencia que la justicia no es un concepto unívoco, sino una estructura que responde a diferentes dinámicas sociales y jurídicas. Vimos que la justicia conmutativa se define por su precisión aritmética y su aplicación en relaciones interpersonales donde el principio rector es la equivalencia entre lo dado y lo recibido. Aquí, el sujeto aparece como una entidad autónoma, sin interferencias del entramado social, y la medida de lo justo es estrictamente bilateral. En contraste, la justicia distributiva trasciende el ámbito individual para ubicarse en el plano colectivo, considerando al sujeto como parte de un organismo social más amplio. Su medida no es la equivalencia exacta, sino la proporcionalidad, que atiende a criterios de mérito, necesidad y contribución al bien común.
En definitiva, estas diferencias fundamentalesconllevan que el derecho no puede operar bajo una única lógica de justicia, sino que debe alternar entre estas perspectivas según el contexto. En la legislación, la jurisprudencia y la administración de justicia, la elección entre estos dos enfoques determina la manera en que se asignan recursos, se resuelven conflictos y se interpretan derechos y deberes. El derecho, por tanto, no es un sistema homogéneo, sino un entramado flexible en el que la justicia se adapta según la naturaleza de la relación jurídica en cuestión.
V. El ámbito de la justicia conmutativa: el intercambio desnudo.
En primer término, cuando dos particulares se encuentran frente a frente, sin más horizonte que sus propios bienes, resueltos a entregarse algo en justa reciprocidad, aparece la justicia conmutativa. Es en este escenario íntimo y contenido, ajeno en primera instancia a los clamores del bien común, donde esta forma de justicia alza su bandera.
En efecto, sus ojos se posan en los valores concretos que cada uno aporta: el intercambio es una balanza que debe equilibrarse con exactitud, sin el aleteo de consideraciones sociales más amplia.
Así las cosas, la justicia conmutativa se apoya en una igualdad precisa, casi matemática. Lo que das debe equivaler a lo que recibes, sin exceder ni escatimar. En esta danza de bienes concretos, la medida justa es una línea recta, una ecuación transparente: la equivalencia es la ley.
Vale mencionar que no se trata de mérito, necesidad o utilidad social, sino de la correspondencia exacta entre lo entregado y lo obtenido, como si el acto justo fuera de un cristal pulido, sin imperfecciones.
En ese sentido, en el reino de la justicia conmutativa, la autonomía de las partes brilla con nitidez. Cada sujeto es dueño y señor de sus bienes, capaz de disponer de ellos sin tutelas superiores. No se exige justificación ante la comunidad, ni se invoca el interés colectivo: la relación es un puente tendido entre dos islas particulares, y el acuerdo es la cuerda que lo sostiene. Esta justicia respeta la soberanía individual, reconociendo que, al momento del intercambio, cada uno es monarca de su patrimonio.
Sin embargo, no debe concluirse que la justicia conmutativa viva en un vacío social total. Efectivamente, si bien su mirada no se detiene en el bien común, y no participa en la melodía de las necesidades colectivas, sus actos no son inmunes a las exigencias generales de la comunidad. Téngase presente que el ordenamiento jurídico, el entramado de leyes y principios que enmarcan la vida social, limita y orienta el juego autónomo de las partes. Así, incluso la justicia conmutativa, con su énfasis en la igualdad aritmética y la autonomía individual, se reconoce como una pieza en el mecanismo más amplio del orden social.
En definitiva, la justicia conmutativa ofrece el reflejo puro del intercambio privado: una relación entre individuos, guiada por la estricta proporción de lo dado y lo recibido. Precisamente su belleza radica en su simplicidad: no hay pretensiones de perfeccionar el mundo, ni de redistribuir riqueza por razones éticas o sociales. Efectivamente, sólo el afán de mantener el campo de la balanza, honrando la igual proporción que eleva el acto justo a su más clara transparencia.
De ahí que la justicia conmutativa se configura como el paradigma de la equidad en los intercambios privados, donde dos individuos, en plena autonomía, se encuentran en un terreno ajeno a las consideraciones colectivas y al bien común. Su fundamento es la igualdad aritmética, una correspondencia exacta entre lo que se da y lo que se recibe, sin que intervengan factores como el mérito, la necesidad o la utilidad social. Es, en esencia, una justicia de precisión matemática, en la que cada sujeto actúa como soberano de su propio patrimonio y dispone de sus bienes sin interferencias externas.
No obstante, es preciso recalcar que, si bien la justicia conmutativa parezca operar en una esfera aislada del orden social, no es completamente independiente de él. El derecho, como sistema normativo que regula la vida en comunidad, establece límites y directrices que encuadran este tipo de justicia, asegurando que los intercambios privados no vulneren principios fundamentales del orden público. En este sentido, la justicia conmutativa no se desliga del entramado jurídico, sino que se inserta en él como una manifestación de la autonomía individual dentro de un marco regulado.
Es por ello que, en prieta síntesis, la justicia conmutativa se erige como el reflejo más puro del intercambio privado, caracterizado por la estricta equivalencia entre las partes. Su valor radica en la claridad de sus principios: no persigue la redistribución de bienes ni la corrección de desigualdades estructurales, sino que honra la proporcionalidad exacta como la medida justa del acto. Es una justicia de transparencia y equilibrio, un puente entre individuos que se sostiene sobre la base de la reciprocidad y la autonomía.
VI. El gobierno protagonista de relaciones jurídicas. La irrupción de la Justicia Distributiva.
En línea con lo enunciado, si antes la relación jurídica era un puente tendido entre particulares, ahora, con la irrupción del Gobierno u otro órgano estatal, la escena cambia su escenografía. Ya no se trata de dos individuos meramente custodiando sus bienes, sino de un sujeto que encarna la voluntad del ordenamiento jurídico, un administrador cuyos recursos no nacen de su propio patrimonio sino de las entrañas mismas de la sociedad. Este actor no juega con propiedades personales, sino con el caudal social, el tesoro compartido del que emerge el bien común.Precisamente, en esta relación, la brújula ya no apunta a la mera equivalencia entre lo dado y lo recibido. El norte ha cambiado: el objeto esencial es el bien común, esa idea que trasciende a los individuos y los entrelaza en un proyecto colectivo.
En efecto, ante la presencia del Gobierno, la justicia deja de ser un equilibrio entre dos islas privadas y se convierte en un sistema solar donde el sol es el bien común, irradiando su luz sobre todos. La asignación de bienes y cargas, la distribución de recursos, ya no se miden con la exactitud fría de la equivalencia, sino con el pulso cálido de la proporción comunitaria.
En esa inteligencia del asunto, en este nuevo marco, no basta con la igualdad aritmética. El Gobierno no actúa como un mero agente privado que intercambia objetos; su función es más alta: asignar, modular, repartir. La justicia distributiva proviene de una orfebrería social, donde el peso de las necesidades, las capacidades y las circunstancias de cada miembro de la comunidad se sopesan.
Tal como se ha señalado, aquí la medida no es la equivalencia simple, sino el entramado complejo de valores, donde la norma justa se traza como una geometría moral, otorgando a cada cual lo que corresponde en el gran tapiz del bien común.Ciertamente, este viraje conceptual no anula la perspectiva individual, pero la coloca en otro registro. Ya no es el individuo en su soledad patrimonial, sino el individuo como célula en un organismo mayor. Bajo la mirada del Gobierno, su rol no es defensor su bien aislado, sino recibir y aportar en la dinámica colectiva. La justicia distributiva, al poner en juego la comunidad entera, se convierte en el latido del ordenamiento jurídico que palpita a favor de la realización plena de todos.
Así, el ingreso del Gobierno en la relación jurídica desplaza el acento: de la estrecha interacción bilateral a la sinfonía plural del cuerpo social. La justicia distributiva no es sólo un principio, es una misión: que la ley, al intermediario en las relaciones, promueva el bien común. La ficción de los particulares que intercambian, solos, se rompe ante la presencia del Estado, que debe elevar la mirada más allá del individuo, para contemplar el horizonte más amplio donde todos, con sus diferencias y aspiraciones, esperan encontrar un lugar justo bajo el. Sol.
Vista, así las cosas, a diferencia del cálculo exacto que guía la justicia conmutativa, la justicia distributiva no se deja moldear por la frialdad de una balanza aritmética. Su brújula es la proporción: cada individuo espera recibir no la simple equivalencia de lo dado, sino aquello que responde a su lugar y función en la trama comunitaria. Ya no hay dos partes aisladas intercambiando bienes, sino un concierto social en el que el Gobierno, como un director, debe asignar a cada instrumento las notas justas para que la sinfonía suene armónica.
En efecto, el escenario ha crecido: la relación no es un sendero angosto entre dos individuos, sino la plaza mayor del bien común. Cada sujeto, con sus diferencias y capacidades, reclama una cuota que no se mide por la regla monótona de la igualdad numérica, sino por la consonancia que debe guardarse entre las partes y el todo. La justicia distributiva se alza como una danza cuidadosa: si un paso es demasiado amplio, si otro demasiado reducido, se rompe la coreografía y emerge el caos.
Es por ello que, en este reparto, cada persona no se aprecia en abstracto, sino en su rol social. Un médico, un maestro, un agricultor, un funcionario: cada uno tiene una función distinta que la comunidad valora y necesita. La justicia distributiva valora este contexto y otorga bienes, recursos, oportunidades, no en función de un cálculo igualitario simplista, sino atendiendo a las singularidades que hacen del conjunto una orquesta compleja. Así, el derecho a una porción de lo social no brota de un intercambio entre dos, sino del lugar que el individuo ocupa en la vida del pueblo.
En ese sentido, si el Gobierno, al ejercer esta justicia distributiva, entrega más de lo adecuado a uno o menos a otro, la melodía se torna disonante. No es sólo un agravio para quien recibe menos o un privilegio desmedido para quien obtiene más; es un trastorno que se extiende al resto, a todos aquellos que esperan la justa medida de su participación. Este desequilibrio no hierve en el aislamiento, afecta al campo entero: como un violín desafinado que arruina el conjunto, un desajuste en la distribución perfora la armonía global, lastimando el ideal de justicia que sostiene la sociedad.
De manera tal, que la justicia distributiva, entonces, trasciende la lógica individual y sumerge a la comunidad en un orden donde las proporciones importan más que las cifras exactas.
Con toda seguridad, el bien común no es un concepto hueco, sino el principio arquitectónico que previene las grietas y las fracturas en el edificio social. Cuando el Gobierno actúa con la debida proporción, la estructura permanece firme; cuando reparte desmesuradamente o con restricción abusiva, la desarmonía contamina las raíces del orden, y la justicia, que debería elevar la dignidad de todos, se debilita y disuelve en su propia inconsistencia. Es así que, la justicia distributiva, no se limita a contemplar el individuo en su esfera privada, sino que observa a la comunidad entera, ese tejido multicolor que une a todos en un solo concierto. Su misión es regular la relación entre el conjunto social y cada uno de sus miembros, haciendo que los bienes comunes —ese tesoro compartido— se repartan con la melodía justa. No son meros cálculos de equivalencia, sino proporciones que nacen de la valoración de méritos, necesidades y aportes, para lograr un equilibrio que no pasillo a nadie, sino que integre a todos armónicamente.
En definitiva, la justicia distributiva se configura como el principio rector de la asignación de bienes y cargas dentro de la comunidad, en contraste con la estricta reciprocidad de la justicia conmutativa. La irrupción del Gobierno en la relación jurídica transforma la dinámica del intercambio: ya no se trata de dos sujetos privados en un pacto bilateral, sino de un actor que encarna la voluntad del ordenamiento jurídico y administra recursos que pertenecen a la totalidad social.
Precisamente en este marco, la justicia deja de ser un simple equilibrio entre intereses individuales y se convierte en una estructura orientada hacia el bien común, en la que la proporcionalidad sustituye a la equivalencia numérica como criterio central de distribución. Es que, en efecto, el Gobierno, al desempeñar su rol de administrador del caudal social, no actúa bajo la lógica del intercambio privado, sino como un regulador que debe garantizar que los bienes lleguen a cada miembro de la comunidad de acuerdo con su función, sus necesidades y sus méritos. La justicia distributiva, entonces, no se basa en la exactitud matemática de la igualdad aritmética, sino en una “geometría moral” que ajusta los beneficios y las cargas de manera equitativa para preservar la armonía del conjunto. Así, cada individuo no es visto en abstracto ni como una isla aislada, sino como una parte fundamental del entramado social, cuya participación en la colectividad requiere una distribución equilibrada de recursos.
De manera tal que la desproporción en esta asignación —ya sea por exceso o por defecto— afecta no solo al individuo perjudicado, sino a la totalidad del sistema, generando distorsiones que resquebrajan la estabilidad del orden social. Es así que un reparto injusto no solo implica una injusticia particular, sino un daño estructural que amenaza la cohesión de la comunidad, como una nota disonante en una sinfonía o un desajuste en la arquitectura del edificio social. Por ello, la justicia distributiva no es una simple correcciónde desigualdades, sino un principio fundamental que sostiene la armonía del conjunto y evita que el ordenamiento jurídico se disuelva en la inconsistencia.
En suma, la justicia distributiva trasciende la lógica del individuo aislado y se sumerge en la realidad colectiva, regulando la relación entre la comunidad y cada uno de sus miembros para lograr una distribución justa del “tesoro compartido”. No se trata de una aritmética fría, sino de una proporción que busca integrar a todos en un equilibrio dinámico donde la justicia no solo corrige, sino que estructura y fortalece el tejido social.
VII. El contraste entre la Justicia Conmutativa y la Justicia Distributiva.
Dado el estado de la cuestión, mientras la justicia conmutativa mide con la frialdad de un compás aritmético la igualdad entre dos partes, la justicia distributiva entona un canto más amplio. Es que, en efecto, allí no basta con que lo entregado se refleja con exactitud en lo recibido: en rigor de verdad hace falta una proporción que vincule al sujeto particular con el universo social. Así como un escultor que talla cada pieza para encajar perfectamente en el conjunto, la justicia distributiva encarga al Gobierno —a la autoridad— la tarea de asignar recursos y oportunidades según una lógica que transciende el simple intercambio bilateral.
De este modo, la justicia distributiva asegura que el individuo no flote como un islote solitario, sino que ocupe un lugar coherente en el mapa social. La igualdad estricta, venerada por la justicia conmutativa en los tratos entre particulares, se convierte aquí en una proporción más compleja, un puente colgante entre el bien singular y el bien común. Cada quien, con su talento, su historia y sus carencias, recibe lo adecuado a su situación, sin que la comunidad pierda el compás de la armonía colectiva.
Así, la diferencia entre la justicia conmutativa y la distributiva no es sólo de matiz, sino de postura ante la vida social. Mientras una se detiene en el intercambio puntual y exacto, la otra se abre a la composición coral, otorgando a cada voz su nota precisa para que la obra total no desafine. En otro sentido, en la justicia distributiva, el sujeto no es solo un “yo” frente a otro “tú”, sino una nota dentro de una sinfonía que resuena en el gran teatro del bien común.
Con toda seguridad, la distinción entre justicia conmutativa y distributiva no es una mera curiosidad teórica, sino un fundamento que sostiene el entramado de las relaciones jurídicas.
En efecto, en las transacciones entre particulares, la igualdad aritmética se alza como un faro, asegurando el equilibrio exacto entre lo dado y lo recibido. Esta simetría cristalina resguarda la autonomía individual, librando a las personas del temor a abusos o desventajas, y garantizando que cada mano reciba del intercambio el justo precio por lo aportado.
Como bien nos enseño Barra, la relación incorpora al Gobierno, el escenario cambia su tonalidad. La justicia distributiva, con su proporción armoniosa, se convierte en la medida que garantiza que el bien común —esa sublime síntesis de lo que todos compartimos— sea gestionado con equidad. Ya no basta con una equivalencia exacta: la porción que cada uno recibe se determina a la luz del fin mayor, la solidaridad social. Así, los derechos individuales no se diluyen, pero se ven reflejados en un espejo más vasto, donde el individuo es una nota en la sinfonía del todo comunitario.
De todo lo expresado emergen que la distinción entre justicia conmutativa y justicia distributiva no es un mero ejercicio teórico, sino un principio fundamental que estructura las relaciones jurídicas y sociales.
En efecto, se observa que, mientras que la justicia conmutativa opera en el ámbito de los intercambios entre particulares con una precisión aritmética que garantiza la equivalencia estricta entre lo dado y lo recibido, en cambio, la justicia distributiva introduce una lógica distinta: la asignación de bienes y cargas no responde a una matemática exacta, sino a una proporción ajustada a la función de cada individuo dentro del entramado social.
Justamente, este cambio de perspectiva cobra relevancia en la medida en que el Gobierno —como administrador del bien común— interviene en la relación jurídica. De manera tal que el criterio de justicia deja de ser la mera igualdad numérica y se convierte en una ecuación más compleja, donde cada persona recibe lo adecuado según sus circunstancias, méritos y necesidades. Así, la justicia distributiva no es un simple correctivo de desigualdades, sino un mecanismo que garantiza que el bien común se distribuya con armonía, evitando que algunos queden relegados y que otros se vean favorecidos de manera arbitraria.
En consecuencia, más que un simple cambio de medida, la diferencia entre ambas justicias es una cuestión de perspectiva sobre la vida social. Mientras la justicia conmutativa se basa en la relación bilateral y privada, la justicia distributiva entiende al individuo como parte de un todo mayor, en el que su destino está inevitablemente ligado al bienestar de la comunidad. En este sentido, la justicia distributiva no solo busca distribuir bienes, sino preservar la cohesión social, asegurando que cada persona encuentre su lugaren la sinfonía del bien común.
En definitiva, cabe insistir respecto de que el derecho no puede operar con una única noción de justicia. La combinación de justicia conmutativa y distributiva es lo que permite que tanto las relaciones privadas como las estructuras públicas funcionen con equidad. De alguna manera el equilibrio entre estos dos principios es lo que mantiene la estabilidad del orden jurídico y social, garantizando que ni la autonomía individual ni la solidaridad comunitaria queden desprotegidas.
SEGUNDA PARTE
I. La arquitectura de las normas en razón desu ámbito territorial.
A la luz de lo explicado, se perciba con diáfana claridad que la arquitectura jurídica moldeada a partir del ámbito de justicia que ampare a las relaciones jurídicas que se dan en su seno. Efectivamente, este binomio de justicias influye en el diseño de leyes, contratos, políticas públicas, fallos judiciales. Entender cuándo corresponde la lógica de la justicia conmutativa (exigiendo una correspondencia exacta entre dos particulares) y cuándo la justicia distributiva (exigiendo una asignación proporcional desde la comunidad hacia el individuo) es crucial.
Por cierto, este discernimiento permite a legisladores, jueces y ciudadanos navegar con mayor certeza en las arenas complejas del ordenamiento jurídico, evitando confusiones y extravíos.
En efecto, la igualdad aritmética fortalece la libertad individual, pues nadie se verá obligado a entregar más de lo que corresponde ni obtendrá menos de lo que ha dado. Al contrario, la proporción distributiva consagra el ideal comunitario, asegurando que el Gobierno no actúe como un comerciante privado, sino como un guardián del bien común, asignando recursos y oportunidades con mirada panorámica, atendiendo a la diversidad de situaciones y necesidades.
Al final, la distinción entre justicia conmutativa y distributiva ofrece una brújula para comprender cómo la justicia penetra en las fibras del derecho. Cuando se trata de intercambios privados, la justicia conmutativa teje hilos de exactitud y equilibrio individual; cuando el Gobierno irrumpe, la justicia distributiva borda un tapiz donde cada hilo encuentra su lugar, sin romper la armonía del todo. De este modo, el derecho se erige no sólo como un mecanismo frío, sino como un constructor de equilibrios y armonías sociales, reconociendo la dignidad de las personas y la grandeza de la comunidad que las cobija.
En esa inteligencia del asunto, se percibe la diferencia fundamental entre ambos tipos de justicia radica en la razón del débito, según la formulación tomista. En la justicia conmutativa, el débito surge del intercambio de bienes entre particulares, donde el “suyo de cada uno” se regula por la estricta paridad entre derecho y obligación. En cambio, en la justicia distributiva, el débito tiene su origen en el derecho del sujeto a participar en los bienes comunes, y la obligación recae sobre el Gobierno, que administra estos bienes en representación de la comunidad. La realización del Bien Común es, en este caso, tanto una responsabilidad jurídica como política, que debe cumplirse respetando la proporción adecuada entre las partes y el todo.
Dado que las estructuras y finalidades de estas relaciones son distintas, también lo son las normas objetivas que las regulan. Mientras que la justicia conmutativa encuentra su marco normativo en el derecho privado, que protege y regula los intereses individuales y patrimoniales, la justicia distributiva se articula a través del derecho público, que organiza y supervisa la distribución de los bienes comunes, asegurando la proporcionalidad y el equilibrio en función del interés general.
II. El Sector Público como arriero del bien común.
Vista, así las cosas, en las pampas del derecho, el sector público debe ser concebido como un arriero que encamina las majadas hacia el abrevadero del bien común, toda vez su misión no es guardarse las reses para sí, ni trenzar un solo destino, sino repartir —entre los varios ranchos del poblado— lo que la hacienda social ofrece. Así, el Gobierno se vuelve un puente, un mediador que toma lo que es de todos y lo adjudica a cada cual según su parte y función. Lejos del trueque entre paisanos, este papel es más alto: es el vigilante del corral comunitario, el que reparte pasto, madera, agua, hacienda.
En efecto, sobre sus hombros se posa la tarea de no olvidar a nadie, de no dejar un pobre crujir al frío del invierno ni a un fortachón sin su ración merecida. Estas entregas, a las que la doctrina llama “adjudicaciones públicas”, pueden adoptar dos grandes rumbos: ser genéricas o difusas, como una lluvia pareja que moja el campo entero, o ser específicas y concretas, como la mano generosa que pone un puñado de maíz en la mano exacta de quien lo necesita. Y ciertamente, la diferencia no es menor, pues mientras las genéricas se difunden como el sol parejo sobre la llanura, alcanzando a todos sin distinción, las específicas apuntan a uno en particular, a un rancho o a una persona, procurando responder a un requerimiento singular.
Por un lado, las adjudicaciones genéricas o difusas son como el rocío que al alba humedece el pasto de la comunidad. Estas brindan bienes o servicios que no se dirigen a un rostro único, sino a todos los que pastan en el campo social. Piénsese en la luz pública, los caminos limpios, la educación primaria gratuita: cada cual recibe sin necesidad de reclamo, sin que media un intercambio equitativo como en la justicia conmutativa. Aquí no hay balanza aritmética, sino un manto amplio que se extiende a lo ancho.
En cambio, las adjudicaciones específicas o concretas son como el lazo bien dirigido, el que atrapa un ternero en particular. Suelen implicar que un sujeto recibe algo del acervo común, no por azar ni universalidad, sino por causa justificada: sea un crédito, una beca, un subsidio específico que atiende a su caso, su condición, su aporte o su necesidad. Estas adjudicaciones miran a los ojos de la persona, calibran su situación y le otorgan la parte justa, la proporción que exige la justicia distributiva.
Cabe señalar que la distinción entre adjudicaciones genéricas y específicas no es mero pintoresquismo: marca las huellas por donde transitan las relaciones entre el Estado y el sector privado. Comprenderla es entender cómo la comunidad, a través de su representante público, administra el gran acervo del bien común. Ya sea desparramando beneficios como lluvia pareja o apuntando a un blanco preciso con la mano sabia del Gobierno, el resultado es una urdimbre donde la justicia distributiva encuentra sus múltiples modos de manifestarse y la sociedad puede florecer, sin desequilibrios que tuerzan el camino del bien compartido.
De manera tal que, en el vasto territorio del derecho, la justicia distributiva encuentra en el sector público su principal ejecutor, un administrador que no retiene para sí los bienes comunes, sino que los reparte con equidad, asegurando que cada individuo reciba lo que le corresponde según su función y necesidad dentro de la comunidad. Como un arriero que guía su rebaño hacia el abrevadero del bien común, el Gobierno asume el papel de mediador entre el acervo social y los ciudadanos, procurando que ningún miembro de la sociedad quede desamparado ni reciba en exceso. Este proceso de adjudicación de bienes y recursos públicos está lejos de representar una cuestión meramente académica, por cuanto esta situación define la relación entre el Estado y los ciudadanos, estableciendo los principios según los cuales el bien común se distribuye de manera justa. Precisamente, entender estos mecanismos permite comprender cómo la justicia distributiva se manifiesta en la práctica, asegurando que la sociedad funcione sin desequilibrios que privilegien a unos en detrimento de otros.
III. Las adjudicaciones genéricas: el rocío parejo sobre el pastizal social.
Ya dijimos que, en el campo del ordenamiento, hay dones que el Gobierno reparte sin apuntar el dedo a un sujeto en particular, como el rocío al clarear el día, humedeciendo la pampa sin preguntar quién anda cerca. Estas adjudicaciones genéricas o difusas no buscan un beneficiario con nombre y apellido, sino el bien colectivo, un sol que nace para todos y alumbra los ranchos esparcidos en el llano.
En ese sentido, aunque la intensidad de su brillo varíe según las circunstancias y las manos que las reciban, su vocación es global: enriquecer el ambiente para que el conjunto del sector privado, todo el paisanaje, respire un aire más sano, encuentre caminos limpios, escuelas dignas y seguridad en la vuelta del corral.
Sucede que, en efecto, detrás de este obrar genérico del Estado está la justicia general, esa mano invisible que no se detiene a medir las diferencias entre unos y otros, sino que procura crear el piso parejo donde todos puedan poner el pie. Tal cuadro de situación no exige intercambios ni equivalencias exactas: su tarea es trazar las condiciones para que cada habitante encuentre, si quiere y puede, el agua de la dignidad y las semillas de la oportunidad. Efectivamente, no hay aquí un regateo, ni el Gobierno se comporta como un comerciante; es más bien el sembrador que esparce granos sobre el campo para que nazcan espigas al amparo de la comunidad.
Por ejemplo, pensemos en la mera existencia de un sistema educativo público de calidad: aunque no todos beban de ese manantial, el simple hecho de su presencia engrandece el paisaje social. Un gurí que aprende a leer en un aula decente es una flor que perfuma la comarca entera, y aunque algunos no entren jamás a esas aulas, saben que su sociedad no es un páramo, sino un vergel de oportunidades. Lo mismo vale para los hospitales públicos, las fuerzas de seguridad que vigilan el sendero, las instituciones que velan por la justicia independiente, o la solidez del andamiaje político que asegura una democracia estable y representativa. Todo esto son bendiciones difusas: no se marcan con un fierro a tal o cual persona, sino que se sueltan al viento, para que cada cual respire un aire menos cargado. Hasta las normas y leyes, frutos del trabajo legislativo, pueden verse como adjudicaciones genéricas. Su función es dar el marco, el esqueleto que sostiene el cuero social, garantizando que la tropilla no se desmande en el desierto del desorden. Sin obligar a una persona en particular, las leyes estructuran el paisaje socioeconómico, creando condiciones que, sin apuntar a un sujeto preciso, benefician el quehacer de todos.
Así, las adjudicaciones genéricas conforman esa atmósfera favorable que no se negocia ni se intercambia con recibos a dos firmas. Su gracia es que no se detuvo en el detalle, sino que pintan el lienzo total: el bien común deja de ser una abstracción lejana y se convierte en un horizonte accesible. Con este rocío permanente, la comunidad entera levanta la cabeza más erguida, sabiendo que, al menos en el telar social, el Gobierno ha tendido hilos invisibles que sostienen la trama de la vida compartida.
IV. Las adjudicaciones específicas: el lazo atado a un destino preciso.
En ese orden de ideas, si las adjudicaciones genéricas eran como una pareja llovizna mojando la pampa sin distinción, estas adjudicaciones específicas o concretas se mejan al lazo que el gaucho arroja con maestría, enredando una res singular en medio de la majada. No se trata de una brisa que cubre el paisaje social entero, sino del acto puntual, dirigido a un nombre y apellido. Aquí la mirada del Gobierno no se pierde en la lejanía, sino que se fija en ojos concretos, en una familia con penurias, en un joven estudiante sin recursos, en un grupo laboral necesitado de una mano firme.
En este rincón del derecho, es la justicia distributiva la que monta guardia. Exige que lo que se entrega no sea un regalo arbitrario ni un favoritismo mal cocido, sino una asignación proporcionada a las circunstancias de cada cual. Es por ello que, si el individuo o el grupo son pobres en recursos, si tienen méritos ganados, si su situación clama por el socorro público, la mano del Estado debe discernir con cuidado, otorgando la parte justa según el caso. Es una justicia que no se contenta con la mera equivalencia, sino que bucea en el mérito, la necesidad, la contribución, la urgencia.
Acontece que, en estas adjudicaciones específicas, el Gobierno no juega a ser un mercader con balanzas frías. Efectivamente, es un gestor del Bien Común, un capataz que recorre el potrero viendo dónde falta pasto, quién tiene el barro hasta la rodilla, quién precisa la soga para trepar un barranco.
En ese sentido, no basta con lanzar el manto de los bienes sobre la comunidad: acá hay que inclinarse, mirar en detalle, dar lo que corresponde, ni más ni menos. Téngase presente que la equidad no nace del aire, nace del profundo entendimiento de cada situación. Así, la entrega de subsidios a familias de bajos recursos es como arrimar pan y carne al rancho desprovisto. La asignación de becas estudiantiles levanta puentes para jóvenes ansiosos de aprender, y las licencias para el uso de recursos naturales buscan la medida justa entre el provecho del individuo y la protección de la riqueza común del suelo patriótico. De hecho, en todos estos casos, la relación no es difusa ni anónima: el Gobierno se sienta frente a aquel que necesita y busca el peso exacto del auxilio.
En consecuencia, la eficacia de estas adjudicaciones depende de la rectitud el Gobierno. Sucede que, en efecto, si favorece a uno sin razón, perjudica a otro y traiciona el espíritu de la justicia. Con toda seguridad, la equidad pide un pulso firme, una conciencia honrada, pues es fácil caer en el vicio del favoritismo o la injusticia.
En tales condiciones, la justicia distributiva aquí se vuelve una exigencia moral: el Estado debe actuar sin mancha, evitando que la mano que da se corrompa en dádiva interesada. Precisamente sólo así estas adjudicaciones cumplirán su sagrada tarea: que la abundancia común no se estanque en los bolsillos de unos pocos, sino que fluya, como arroyo generoso, hacia quienes más la precisan.
V. Una labor conjunta: genérico y específico al unísono.
En la trama del derecho, las adjudicaciones genéricas y las específicas son como dos caballos que el arriero engancha a la misma carreta, tirando juntos por la senda del bien común.
En ese orden de ideas, cabe señalar que las genéricas, cual viento que acaricia la llanura, crean un telón de beneficios y oportunidades —desde leyes hasta servicios públicos— que levantan el nivel del potrero social. Las específicas, en cambio, son el lazo firme y puntual, el gesto que arrima el auxilio a quien de veras lo precisa, sin diluirse en el aire, sino apuntando a un sujeto que porta la necesidad o el derecho en carne viva.
Es así que ambas categorías de adjudicaciones, genéricas y específicas, no andan sueltas como potros sin marca, sino que se complementan. Unas cimientan el suelo general, las otras hunden las raíces en casos concretos. De tal modo, el sector público no se limita a soltar bienes sin ton ni son, ni a enredarse en el trato individual de cada paisano. Tiene la virtud de alzar la vara para todos, con sus instituciones, normas y servicios, y también la de tender la mano directa cuando la justicia distributiva lo reclama. Es así que, para que esta alquimia no se arruine con favoritismos o injusticias, es menester que el sector público camine al compás de la justicia general y distributiva.
Por ello es que debe tenerse presente que la justicia general, resulta en esencia, esa mano invisible que busca el bien de la sociedad entera, la guía que evita que el Gobierno desparrame recursos sin criterio.
En consecuencia, cabe referir que la justicia distributiva asegura que, cuando se requiera un acto concreto —un subsidio, una beca, una concesión, se reparta con la mesura del hombre sabio, sin caer en trampas ni preferencias arbitrarias. De este modo es que el Gobierno, sujeto al freno de la justicia, se convierte en un capataz que cuida la majada social.
Así las cosas, en delicado equilibrio, cuando atiende a las necesidades individuales, no lo hace a costa del conjunto, y cuando beneficia al total con normas y servicios, no olvida las urgencias singulares. El resultado es un equilibrio sutil: no se puede socorrer a uno desmedrando a todos, ni elevar el bien común atropellando las penurias del individuo. La justicia, como la mano firme del domador, endereza el curso, garantizando que el carretón del Estado avance sin volcar la carga valiosa del bien común.
TERCERA PARTE
LA SUSTANTIVIDAD DE LA JUSTICIA.
I. La universalidad de la función estatal en clave de justicia.
El principio de justicia no es una cuestión de geografía, cultura o tradición. Se trata de un fundamento universal del Derecho público y la organización estatal. Ya que, en efecto, cualquier gobierno, independientemente del contexto sociopolítico en el que opere, tiene la obligación de respetar y promover los principios de justicia general y distributiva. Verdaderamente la función esencial del Estado no se reduce a la administración eficiente de recursos ni a la negociación de intereses sectoriales, sino a la garantía efectiva del Bien Común.
En ese sentido, cabe consignar que el Bien Común no es un concepto retórico ni un ideal filosófico abstracto, sino un principio estructural del orden constitucional. Ha de indicarse que la función del gobierno no es la de un simple actor económico ni la de un gestor de transacciones privadas, sino la de garante de un orden justo. Sucede que, en rigor de verdad, si el Estado operara bajo la lógica de la justicia conmutativa, limitándose a aplicar criterios de igualdad aritmética en las relaciones económicas y jurídicas, ignorando las diferencias estructurales entre los actores, perdería su razón de ser como regulador del orden social. A estas alturas resulta manifiesto que cuando un Estado se desvía de su propósito y actúa como un operador de mercado, sin atender a los principios superiores de la justicia social, corre el riesgo de comprometer los derechos fundamentales de los ciudadanos. Es así que, en rigor, el Estado no puede limitarse a una función de arbitraje económico ni a una aplicación mecánica de normas contractuales. Su misión esencial es garantizar un orden jurídico que refleje los principios de justicia distributiva y equidad social.
Todas estas reflexiones no dependen del color de la tierra ni del acento del habla. Son universales, como el sol que asoma en todo horizonte. Cualquier Gobierno, donde sea que ponga su rancho —sea en la pampa, en la sierra o en la urbe cosmopolita— debe honrar los principios de la justicia general y distributiva. Ya que, en efecto, no es cuestión de modas ni caprichos políticos, sino de la misma savia que da sentido al Estado: el Bien Común. Este bien no es un adorno retórico, sino el cimiento sobre el cual se levanta la casa grande de la comunidad.
Con toda certeza, si el Estado se dejara tentar y obrara como un particular más, calibrando sus actos con la simple igualdad aritmética de la justicia conmutativa —como si fuera un puestero más en la feria, vendiendo y comprando sin mirar el paisaje entero—, sería como un juez que, en vez de impartir justicia, participa en una riña de gallos sin considerar la ley ni el honor de la plaza.
Así las cosas, la justicia conmutativa sirve para las transas entre particulares, donde cada cual defiende su corral, pero el Estado tiene otra misión: él es el que debe velar por todo el rodeo, por la salud de la majada, por el bien mayor que trasciende las ceras de cada estancia.Efectivamente, un Estado que se zambulla en criterios conmutativos al repartir bienes públicos se aparta del surco recto del sentido de su función. Sería irrazonable a la vista del Derecho, que reconoce la dignidad humana no como un lujo, sino como un pilar. La justicia conmutativa mira la relación entre dos individuos, midiendo con precisión la equivalencia de las prestaciones, pero sin alzar la vista hacia el campamento social que se extiende más allá del alambrado inmediato.
En sentido opuesto, va de suyo que la misión del Estado no es solo equilibrar tratos bilaterales, sino tejer con hilos de justicia un manto que cubra las necesidades, méritos y circunstancias de cada ciudadano en armonía con el conjunto social. La dignidad humana pide algo más que exactitud contable: exige que las manos del Gobierno no estén atadas a la negociación privada, sino libres para hacer surgir la proporción adecuada, atendiendo al padecer del desposeído y a la responsabilidad del próspero, sin olvidar el canturreo del Bien Común que recorre la sociedad entera.
Así, decir que el Estado debería operar con el prisma limitado de la justicia conmutativa sería como pedirle al zorzal que cante sin sentir la brisa del alba ni la amplitud del horizonte. Ciertamente, la función estatal no es transar como un mercader mezquino, sino velar por el escenario completo, por la gran llanura comunitaria.
En efecto, sólo al elevarse por encima de las transacciones privadas, interpretando la sinfonía del bien común, el Estado cumple con su razón de ser y honra el nombre sagrado de la justicia distributiva y general, que no deja alma sin su parte justa y a la comunidad sin su equilibrio precioso.
En tal sentido, cabe señalar que estas consideraciones son universales porque responden a la naturaleza intrínseca de la función estatal y no a particularidades culturales o políticas de un país en específico. Todo gobierno, en cualquier lugar y bajo cualquier ordenamiento, debe operar bajo los principios de la justicia general y distributiva, porque su razón de ser está vinculada a la gestión del Bien Común. Este Bien Común no es una abstracción teórica, sino un principio estructural que organiza y justifica la existencia misma del Estado.
En consecuencia, no cabe duda que si un Estado decidiera actuar como un sujeto privado, aplicando criterios propios de la justicia conmutativa –basados en el intercambio bilateral y en una igualdad estrictamente aritmética entre partes–, estaría desnaturalizando su función esencial. La justicia conmutativa regula relaciones entre individuos, donde el equilibrio entre las prestaciones se basa en la autonomía de las partes y en el respeto a sus patrimonios individuales. De hecho, un Estado que aplicara criterios predominantemente conmutativos en la adjudicación de bienes públicos sería susceptible de ser considerado irrazonable dentro de un Estado de Derecho que respete la dignidad de la persona humana. Esto es así porque la justicia conmutativa, al centrarse en la relación entre partes individuales, ignora la dimensión comunitaria que vincula a cada individuo con el todo social.
En esa inteligencia del tema, la función del Estado no se limita a satisfacer intereses particulares en términos de igualdad aritmética, sino que debe asegurar que los bienes comunes sean gestionados y distribuidos de manera proporcional, considerando las necesidades, méritos y circunstancias de los ciudadanos en relación con la comunidad en su conjunto.
Por ejemplo, si un gobierno asignara viviendas públicas siguiendo exclusivamente un criterio de intercambio conmutativo, como subastar dichas viviendas al mejor postor, estaría beneficiando únicamente a quienes tienen mayor capacidad económica, sin atender las necesidades de quienes carecen de recursos. Este tipo de actuación no solo contraviene los principios de la justicia distributiva, sino que también desvirtúa la misión del Estado como garante del Bien Común. Además, tal proceder podría generar desigualdades estructurales que afectarían la cohesión social y, en última instancia, la dignidad humana.
En ese sentido, cabe señalar que la razonabilidad en la acción estatal exige que el gobierno se guíe por un marco ético y jurídico que priorice la justicia distributiva en la asignación de bienes públicos. Con toda seguridad esto implica considerar la igualdad proporcional como el criterio rector, asegurando que cada ciudadano reciba lo que le corresponde en función de sus necesidades y su rol dentro de la comunidad. Cabe enfatizar que lo expresado no solo es una expresión del respeto a la dignidad humana, sino también una condición indispensable para la legitimidad del Estado de Derecho.
En conclusión, la acción estatal, por su naturaleza, no puede limitarse a operar bajo las reglas de la justicia conmutativa, porque ello supondría desconocer el vínculo esencial entre el individuo y la comunidad. Un Estado que actuara de esta manera se alejaría de su misión de garantizar el Bien Común y de proteger la dignidad de sus ciudadanos, comprometiendo su legitimidad y funcionalidad en el marco de un Estado de Derecho.
II. La omnipresencia del Bien Común.
En todo tiempo y lugar, la justicia distributiva debe actuar como el principio rector que guía la asignación equitativa de sus recursos, ya que, en efecto, las adjudicaciones públicas no responden a criterios arbitrarios ni a decisiones caprichosas, sino que se fundamentan en un orden normativo que pondera con rigor las necesidades, aportes y condiciones de cada persona. Bajo esta concepción, el Estado, en su función de administrador, no ostenta la propiedad de estos bienes ni puede apropiarse de ellos en su beneficio, sino que debe ejercer su competencia con imparcialidad, garantizando que los recursos lleguen a sus legítimos destinatarios: los individuos y la comunidad en su conjunto.
En tales condiciones, cabe destacar que el Bien Común no está concebido para el usufructo de quienes ejercen el poder ni de aquellos que integran la administración pública. Es por ello que los gobernantes y servidores estatales no deben comportarse como propietarios de la riqueza colectiva, sino como custodios diligentes de un patrimonio que pertenece a la ciudadanía. Precisamente, su función consiste en velar por el interés general, asegurando una distribución equitativa y evitando cualquier forma de abuso o favoritismo que desvirtúe la finalidad última del Estado: la promoción del bienestar común.
Desde esta perspectiva, el Estado no es dueño de la hacienda pública, sino su gestor temporal, encargado de administrar los bienes que la sociedad produce y sostiene con su esfuerzo cotidiano. En consecuencia, su potestad para asignar recursos debe ejercerse conforme a los principios de justicia y equidad, respetando siempre el carácter colectivo de lo administrado. Desde ya, cualquier desviación de este mandato—ya sea en forma de clientelismo, corrupción o patrimonialismo—constituye una transgresión a la esencia misma del poder público y un menoscabo del orden republicano.
Con toda seguridad, el Estado debe asumir su rol con la responsabilidad que le incumbe, entendiendo que su autoridad no implica dominio, sino servicio. Efectivamente, solo en la medida en que los gobernantes reconozcan su papel de administradores y no de propietarios, el Bien Común dejará de ser una abstracción retórica para convertirse en una realidad efectiva, traducida en políticas públicas que respondan al interés general con eficiencia, transparencia y justicia.
En tales condiciones, puede considerarse que, si el Bien Común se pensara como una inmensa estancia, un campo fértil y generoso, las adjudicaciones públicas según la justicia distributiva serían los cercos delineados por el sector público para dar a cada quien su porción. Esta repartija no es caprichosa ni nace de un antojo arbitrario: se funda en la proporcionalidad, en la ley que mide con cuidado las necesidades, aportes y condiciones de cada paisano. El Gobierno no retiene el pasto para sí ni engorda su tropilla con lo ajeno; su tarea es administrar lo que es de todos, destinándolo a los verdaderos dueños: los sujetos privados, la gente de a pie. Es importante decir que el Bien Común no se concibe para el disfrute del Gobierno o de sus servidores. Estos no deben comportarse como patrón que se adueña del fruto colectivo, sino como celosos capataces que velan por el bienestar del poblado. El Estado sólo tiene el lazo, la herramienta y la tarea de distribuir sin favoritismos ni abusos, recordando que la hacienda no es suya, sino del conjunto que la nutre día a día.
Las relaciones jurídicas que brotan de esta dinámica se manifiestan en dos caras: las cargas y los beneficios. No hay un camino de una sola mano. Por un lado, el ciudadano puede verse obligado a contribuir al Bien Común, como quien paga su tributo al fogón colectivo, ofreciendo el fruto de su trabajo en forma de impuestos. Esta es la carga que no se negocia con equivalencia aritmética, sino que atiende a la función que cada uno debe desempeñar en la comunidad. Por otro lado, existen los beneficios: las políticas sociales, la salud pública, la educación gratuita o el agua limpia, que el Estado reparte al modo de un pan compartido, otorgando a cada cual lo quedemanda la justicia distributiva.
Esta doble dinámica —cargas y beneficios— teje la red social, evitando que alguno se evada del deber común o que otro se prive injustamente de los frutos del acervo compartido. La imagen es clara: el que paga impuestos no lo hace por mero trueque con el Estado, sino para sostener el andamiaje que beneficia a todos. Y quien recibe una ayuda, un servicio público, no la percibe como un regalo caído del cielo, sino como parte de un orden que lo considera un engranaje esencial de la comunidad, merecedor de cuidado y respeto. Así, el Bien Común se revela no como un recurso abstracto, sino como un principio estructural que justifica la existencia del Estado. La justicia distributiva, con su mano firme en las riendas del Gobierno, asegura que las relaciones no degeneren en abusos ni en mezquindades. Al fin, cada persona es un jinete en este vasto campo, obligado a aportar y con derecho a recibir, encontrando su lugar en la gran estancia del país, donde el bien no es de unos pocos, sino de todos.
En los términos referidos, en el vasto campo del derecho, hay un rasgo que no admite discusión: en las relaciones de justicia distributiva, el que lleva la carga más pesada es siempre el sujeto público, el Gobierno. Mientras los sujetos privados, con sus penurias o sus méritos, esperan la parte que les corresponda del Bien Común, el Estado es el que debe sudar la gota, el que debe partir el pan sin rompimientos, el que ensilla el rocín de la justicia y sale a repartir las mercedes. Así, el Estado es el obligado sustancial: su misión es entregar las porciones, no en favor propio, sino en obsequio a los ciudadanos que, a la postre, verán integrados esos bienes a su patrimonio, volviéndolos un bien privado. Esta escena dibuja una verdad: el Bien Común no es un fin estático, es un medio que se desenvuelve para apuntalar el bienestar del pueblo.
En ese orden de ideas, vuelvo a remarcar que la distancia entre las relaciones conmutativas y las distributivas es tan honda como la que hay entre un trato de pulpería entre dos paisanos y el reparto de las tierras comunales por parte del capataz. Con amplitud, vimos que, en las relaciones conmutativas, lo que se intercambia o adjudica viene de los patrimonios individuales de las partes, como dos vecinos que trocan un fardo de heno por unas espuelas. En sentido contrario, en las relaciones distributivas, los bienes provienen de la despensa común a todos, para ser hendidos y entregados con justicia. Ya que, en efecto, aquí no se trueca entre iguales, sino que la mirada se extiende desde el individuo hacia la comunidad, contemplando la línea del horizonte que une a todos.
Por ello mismo, cabe consignar que la justicia distributiva no se conforma con mirar el quieto espejo de dos caras, ante bien, exige levantar la vista, medir la proporción del beneficio no solo en función del necesitado, sino también del conjunto social que aguarda su parte. Precisamente en este marco conceptual, el diseño es complejo y ciertamente pide más que una simple comparación bilateral. En rigor de verdad se requiere un juicio que compare cada parte con el todo, buscando la armonía, la proporción justa que impida desigualdades lastimosas o privilegios indecorosos.
Con toda seguridad, en este escenario, el Gobierno no es un espectador: es el rematador que debe asegurar que nadie se quede sin su lote, que las cargas y los beneficios no se inclinen a favor de unos cuantos en desmedro de la mayoría. Desde ya, la igualdad que aquí se procura no es la del trueque igual a igual, sino la que reconoce en la diversidad de situaciones la necesidad de una distribución equilibrada. Como un resero que reparte el pasto según la sed y la fatiga de cada animal, el Estado debe velar por el bien común, custodiando que los frutos colectivos no se encallen en una esquina del corral.
III. La versatilidad de los criterios en la justicia distributiva
Atendiendo a lo expuesto, cabe señalar que la justicia distributiva, en su compleja dinámica, no responde a un único criterio ni se rige por una regla inmutable. Ciertamente, existen ámbitos, como el tributario, donde el principio rector es la proporcionalidad: la carga impositiva se distribuye de acuerdo con la capacidad económica de cada contribuyente, siguiendo un esquema que impone mayores aportes a quienes poseen más recursos. De manera disímil, en situaciones de emergencia o crisis, cuando circunstancias extraordinarias afectan a determinados sectores de la sociedad, el Estado abandona la lógica estrictamente proporcional y actúa conforme al principio de necesidad. Ello así, por cuanto la intervención pública se rige por la urgencia de remediar desigualdades sustanciales generadas por factores imprevistos. Por consiguiente, lejos de constituir un ejercicio arbitrario del poder público, esta dualidad de criterios responde a la naturaleza misma de la justicia distributiva, la cual no puede reducirse a fórmulas rígidas ni a un único principio rector.
Está a la vista que, en el largo camino de la justicia distributiva, las comparaciones no siguen un solo compás, ni se trenzan con una única soga. Vimos que existen casos, como el de los tributos, donde la ley requiere proporciones ajustadas, semejantes a un trazado prolijo sobre el cuero social: se paga según la riqueza, con una balanza exacta que exige al más pudiente una mayor contribución. En cambio, ante emergencias —cuando la desgracia golpea el rancho o el temporal quiebra las ramas del sustento—, el Gobierno se guía por la necesidad del vecino en apuros, no por la exactitud de una cuenta aritmética. Aquí, la mano estatal, cual gaucho compasivo, arrima un bocado extra a quien la suerte dejó en la sombra. Cabe insistir que esta diversidad de criterios no es arbitrariedad, sino la flexibilidad de un puestero diestro que, según la hacienda que tenga delante, elige el lazo o la caña de tacuara. Efectivamente, si en un caso vale la proporción estricta, en otro prevalece la piedad, el reconocimiento de las diferencias reales entre los destinos humanos.
Según puede percibirse, la justicia distributiva no encalla en fórmulas rígidas: camina con el oído atento al canto del bien común, sabiendo cuándo medir con regla y cuándo tender la mano sin más trámite. En consecuencia, sea cual sea el criterio empleado, la virtud de la justicia distributiva exige que el acto justo no se limite a cotejar las necesidades individuales sin levantar la mirada hacia el horizonte. La medida de lo justo aquí no reposa en la singularidad del sujeto únicamente, sino en su relación con ese gran “todo” que es el Bien Común. Como una rueda bien armada, donde cada rayo encuentra su sitio en función del centro y del resto, la asignación de bienes exige pensar más allá del individuo, contemplando el tapiz mayor que es la comunidad entera.
En definitiva, esta flexibilidad en los criterios de comparación —ya se trate de tributos acordes a la capacidad contributiva, ya sea de ayudas calibradas por la urgencia de la necesidad— recuerda que la justicia distributiva no busca placer en la aritmética sola, ni en el mero sentimiento de piedad individual. Ya que, en efecto, su esencia es entender que la sociedad es un piquete de hombres y mujeres donde cada quien, con sus diferencias, requiere su lugar.
En esa inteligencia del asunto, cabe señalar que el Bien Común es el norte invisible que señala el camino, garantizando que ningún acto justo se mida únicamente por la escuadra individual, sino por la corriente más ancha que empuja a la sociedad hacia el equilibrio y la dignidad compartida. Sucede que, en tales condiciones, el objeto de la relación de justicia distributiva es el bien común participado, es decir, aquella porción del bien común que corresponde a cada miembro de la comunidad según su condición y derechos. Es que, precisamente, a diferencia de la justicia legal, cuyo objeto es el bien común como medida universal de las conductas y los bienes, la justicia distributiva opera en un plano concreto y específico, mediante relaciones jurídicas particulares que adjudican bienes, cargas o beneficios a sujetos individuales. Sucede que, en efecto, en la justicia distributiva, el bien común no es una abstracción lejana, sino un bien que, al ser adjudicado, pasa a ser “participado” por las partes de la comunidad.
Sin lugar a duda, a diferencia de la justicia legal, cuyo objetivo es garantizar el bien común mediante normas generales aplicables a todos los ciudadanos, la justicia distributiva opera en un nivel particular y concreto. Su función, cabe insistir sobre el punto, es asignar bienes, cargas o beneficios a individuos específicos dentro de la comunidad, de acuerdo con criterios de equidad.En este sentido, la justicia distributiva no concibe el bien común como una abstracción distante, sino como algo que se materializa a través de su distribución efectiva entre los miembros de la sociedad. Siguiendo el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, el bien común es, al mismo tiempo, “del todo y de la parte”: aunque pertenece al conjunto de la comunidad, su realización efectiva solo ocurre cuando cada individuo participa de él mediante una asignación justa y proporcional.
En ese sentido, el derecho de los miembros de la comunidad al bien común no es, en principio, un derecho “sobre la cosa” (ius in re), sino un derecho “a la cosa” (ius ad rem). Es por esa razón que el derecho que tienen los miembros de la comunidad sobre el bien común no debe entenderse, en primera instancia, como un derecho de propiedad o dominio directo sobre un bien específico (, sino más bien como un derecho a acceder a él y participar de sus beneficios, lo que implica que el bien común no pertenece a cada individuo en particular de manera exclusiva, sino que es un valor compartido cuya titularidad recae en la comunidad en su conjunto. Lo que resulta revelador, en el sentido de que cada uno de sus miembros tiene el derecho a beneficiarse de él en la medida en que se asignen los recursos y oportunidades de manera justa. Esto se traduce en que el sujeto tiene el derecho a que el bien común sea adjudicado a él en la parte que le corresponde, convirtiéndose en un bien propio una vez que se realiza la adjudicación2.
CUARTA PARTE
LO PRIVADO VS LO PÚBLICO
I. El mercado.
En las llanuras del Derecho privado, allí donde el mercader y el artesano intercambian sus bienes bajo el sol parejo del mercado, rige la lógica de la adjudicación autónoma.). Ya que, en efecto, en el ámbito del Derecho privado, donde los particulares intercambian sus bienes bajo el principio de autonomía de la voluntad, prevalece la lógica de la adjudicación libre.
En este escenario, las relaciones jurídicas se estructuran sobre la base del consentimiento de las partes, sin necesidad de intervención estatal en la asignación de bienes y obligaciones.
En efecto, la justicia conmutativa, tal como la define Aristóteles en la Ética Nicomáquea, gobierna estos intercambios, asegurando que las prestaciones sean equivalentes y que cada sujeto reciba lo que legítimamente le corresponde en virtud del pacto celebrado.
A diferencia de la justicia distributiva, que opera en el ámbito de lo público con un criterio de equidad orientado al bien común, la justicia conmutativa se funda en la igualdad aritmética: cada parte da y recibe en proporción exacta, sin considerar factores externos como la condición económica o social de los contratantes. Este principio, que rige en contratos de compraventa, permuta, arrendamiento y demás negocios jurídicos privados, refleja la idea de que el mercado es un espacio donde los individuos negocian en igualdad de condiciones, confiando en que la equivalencia entre prestaciones es suficiente para garantizar la justicia del intercambio.
Así las cosas, incluso dentro de este marco de aparente equilibrio, el derecho privado reconoce que la autonomía no es absoluta. Instituciones como la lesión subjetiva, la teoría del abuso del derecho y la nulidad por causa ilícita o vicio del consentimiento demuestran que, aun en las llanuras del derecho privado, el Estado debe velar por que la autonomía no se convierta en un instrumento de desigualdad. Así, existen límites razonables a la libertad contractual, procurándose que la adjudicación autónoma no derive en prácticas abusivas o en situaciones de explotación encubierta.
De tal manera que la justicia conmutativa corre como caballo criollo: las partes, en su libre albedrío, pactan condiciones sin más límites que los que el legislador o el orden público marquen. Es el imperio de la autonomía de la voluntad, en que si no hay prohibición expresa, el tratado florece como un cardo silvestre, con su lógica individual y voluntaria. Este es el mundo del “todo lo que no está prohibido, está permitido”, y cada cual amasa su destino sin más compromiso que la ley mínima y el honor del trato justo. En este reino, el mercado surge como escenario natural: la pulpería, el almacén, la feria, la plaza del trueque. Allí, la justicia conmutativa se muestra en su pureza: un intercambio entre particulares que miden valores con balanza equitativa, sin el ojo vigilante del Estado imponiendo qué y cómo. En este paisaje, uno vende y otro compra, uno da y otro recibe, con la única consigna de no violar las normas del orden, esas pocas sogas que el legislador tensa para evitar el caos. El Derecho privado brilla en su esplendor: cada uno es dueño de su querer y su hacer, lo que no se prohíbe se permite, y la aventura negocial se despliega libre.
En el potrero del Derecho privado, las partes sólo pueden darse entre sí aquellos bienes que ya eran suyos, como quien intercambia un lazo por un poncho, sabiendo que ambos, antes de mediar palabra, ya tenían en su alforja esos enseres. Estos bienes no nacieron de la nada, sino que, si uno siguiera el rastro, hallaría una cadena infinita de apropiaciones previas, imposibles de remontar hasta un inicio histórico nítido. Así pues, en este suelo, todo bien que se trueca es privado, pertenece a algún paisano que lo había atrapado con anterioridad. Precisamente, de esta cualidad privada surge una verdad: las partes velan por su propio interés particular, el de cada uno en soledad, sin mirar en ese momento el horizonte común que se pierde al otro lado del alambrado.
En ese sentido, el bien intercambiado será un bien privado, susceptible de apropiación individual, sin olor a lo público, sin la mano del Estado en su génesis. Siendo así, en este ruedo privado, la libertad de las partes es reina. Nadie las fuerza; si actúan, es con voluntad sin mancha, sin trampas ni coacción.
Es por ello que el viejo adagio “volenti non fit injuria” resuena: a quien consiente, no se le hace agravio. Por tanto, el acto justo aquí se mide en la balanza del acuerdo voluntario, donde lo dado y lo recibido, firmados con apretón de manos, constituyen el “precio justo” del trueque. No sólo el precio, sino la misma existencia de la relación depende de la voluntad. Es la voluntad la que elige con quién negociar, qué bien ofrecer, qué exigencia saciar. Salvo límites fundamentales —normalmente ligados a la dignidad humana— el abanico de opciones es amplio, mientras no se transgreda la verdad y el bien. Es un espacio de “límites abiertos”: mientras no se falte a lo justo ni se ultraje la dignidad, la autonomía parte el pan a su gusto.
En consecuencia, en la teoría clásica del Derecho privado, la autonomía de la voluntad se erige como el pilar fundamental que permite a los sujetos disponer de sus derechos y asumir obligaciones sin intervención externa. El contrato, verbigracia, es concebido como una manifestación de la autodeterminación individual, en la que las partes negocian en igualdad de condiciones y acuerdan términos que les resultan mutuamente beneficiosos. Esta idea se refleja en el aforismo pacta sunt servanda, principio rector del Derecho contractual, según el cual los acuerdos válidamente celebrados deben ser cumplidos con fuerza de ley entre las partes.
Con todo, la realidad jurídica ha demostrado que esta visión puramente liberal de la autonomía es, en muchos casos, insuficiente para garantizar la justicia en los intercambios. La noción de igualdad aritmética presupone que los sujetos contratantes se encuentran en posiciones simétricas de poder y conocimiento, lo cual no siempre es cierto en la práctica. Factores como la desigualdad económica, la asimetría informativa y la urgencia en la contratación pueden distorsionar la voluntariedad del acuerdo, convirtiendo lo que formalmente parece un contrato libre en una relación profundamente desigual3.
Bajo esta interpretación, debe hacerse notar que solamente los privados pueden poseer bienes privados en sentido estricto, bienes que no estén destinados al Bien Común, sino al disfrute individual. Ya que, en efecto, solamente ellospueden disponer de esos bienes con plena libertad, sin otro norte que la voluntad propia, pues el sujeto público no goza de tal autonomía: el Estado sólo puede obrar con la bendición de la ley, con su “sometimiento positivo” a la norma.
Esa consideración plantea una distinción fundamental entre los sujetos que pueden participar en determinadas relaciones jurídicas dentro del Derecho privado y aquellos que, por su naturaleza, están excluidos de ellas. La clave del asunto radica en la idea de que solo las partes privadas, es decir, los sujetos que operan dentro del sector privado del ordenamiento, pueden ser titulares de bienes privados en sentido estricto. Esta afirmación se sustenta en la premisa de que los bienes privados son aquellos que no están destinados al bien común, sino al disfrute individual de su titular.
Desde una perspectiva jurídica, esta distinción tiene implicaciones significativas. Los sujetos de Derecho privado, sean personas físicas o jurídicas de carácter privado, pueden disponer libremente de sus bienes dentro de los límites legales, ejerciendo sobre ellos un derecho de propiedad pleno que les permite usarlos, gozarlos y disponer de ellos sin más restricciones que las establecidas por la ley o por acuerdos voluntarios. En contraste, los bienes de titularidad estatal, aunque puedan estar sujetos a diversas formas de administración y gestión, tienen una afectación originaria al interés público, lo que implica que su uso y disposición deben responder a criterios de utilidad social y no meramente individuales.
En efecto, mientras que los bienes privados pueden ser objeto de comercio, transmisión y apropiación individual, los bienes públicos están sujetos a un régimen especial que restringe su libre disponibilidad en aras del interés general. Con toda seguridad, lo expresado explica por qué el Estado y los entes públicos, en principio, no pueden actuar en determinadas relaciones contractuales del Derecho privado en las mismas condiciones que un sujeto particular.
En ese sentido, el Estado, por su propia naturaleza y función dentro del ordenamiento jurídico, no puede ser un sujeto pleno de relaciones conmutativas en los mismos términos que un particular. Esta imposibilidad no es meramente técnica, sino que responde a principios estructurales del Derecho público y a la distinción fundamental entre justicia conmutativa y justicia distributiva, ya que, en efecto, la justicia conmutativa, propia del derecho privado, se basa en la igualdad aritmética y la equivalencia estricta entre las prestaciones de las partes. Desde ya, el Estado opera bajo una lógica distinta, en la que el bien común prevalece sobre la simetría contractual propia de las relaciones privadas. Adviertáse que, como ente encargado de la administración y regulación de la comunidad política, el Estado no actúa en nombre de un interés particular, sino en representación del interés general. De lo que se sigue que su actividad no puede regirse por el mero intercambio de prestaciones equivalentes, sino que debe orientarse a garantizar el bienestar colectivo. Así las cosas, incluso cuando el Estado suscribe contratos con particulares, lo hace bajo un régimen especial que incorpora principios de interés público, los cuales matizan la lógica de la igualdad estricta propia de la justicia conmutativa.
Cabe agregar que el Estado no es un propietario en sentido estricto, sino un gestor de recursos que pertenecen a la comunidad. Esta diferencia fundamental impide que pueda celebrar contratos en los mismos términos que un particular, ya que su facultad de disposición está siempre condicionada por principios de legalidad, razonabilidad y finalidad pública. Va de suyo que el Estado no puede celebrar actos que resulten económicamente equivalentes en términos puramente privados, pues su intervención en el tráfico jurídico debe atender a criterios de utilidad pública que pueden implicar asignaciones asimétricas de bienes y cargas.
Además, la propia estructura normativa del Derecho público impide que el Estado pueda vincularse en relaciones de igualdad con los particulares. Habida cuenta de que en el Derecho privado rige el principio de autonomía de la voluntad, que permite a los sujetos pactar libremente los términos de sus contratos, en el público el Estado se encuentra sujeto al principio de juridicidad, que le impide actuar más allá de lo que la norma expresamente le permite.
Por consiguiente, sus decisiones no son producto de la mera negociación entre partes equivalentes, sino que deben someterse a procedimientos administrativos, controles de legalidad y principios de transparencia que aseguren que su actuación responde a fines legítimos. En consecuencia, aunque en apariencia pueda celebrar contratos similares a los de los particulares, su régimen es sustancialmente distinto, lo que refuerza la idea de que no puede ser un sujeto de relaciones conmutativas en sentido estricto. Un ejemplo claro de esta diferencia se observa en el ámbito fiscal. Si el Estado fuera un sujeto de relaciones conmutativas, el pago de impuestos debería implicar una contraprestación exacta en términos de bienes o servicios, lo que equivaldría a un contrato de intercambio ordinario. Lo cierto es que el sistema tributario opera bajo principios de justicia distributiva, donde la contribución de cada ciudadano se determina en función de su capacidad económica y las necesidades del Estado, sin que exista una correlación directa entre lo que se paga y lo que se recibe y lo propioocurre con la contratación pública, donde las decisiones no pueden reducirse a un análisis de costo-beneficio privado, sino que deben incorporar consideraciones de impacto social, eficiencia y equidad.
Arribado a este punto, se verifica que la justicia conmutativa, como principio rector, se fundamenta en tres pilares esenciales que determinan su operatividad dentro del orden jurídico: el sujeto privado como único término de la relación, el bien privado como objeto de lo debido y la igualdad como medida del intercambio. Estos elementos, interrelacionados entre sí, establecen las bases para que las transacciones entre particulares se desarrollen bajo los principios de libertad contractual, reciprocidad y proporcionalidad en las prestaciones.
El primer pilar, “el otro como término”, implica que las relaciones conmutativas solo pueden darse entre sujetos privados, excluyendo de manera categórica al Estado y a cualquier ente público. Esta exclusión no es arbitraria, sino que responde a la naturaleza misma de la justicia conmutativa, que requiere una relación de igualdad formal entre las partes. Ya que, en efecto, los sujetos privados interactúan en el mercado en condiciones de autonomía y bajo el principio de equivalencia en el intercambio, mientras que el Estado, en su rol de administrador del bien común, lo hace bajo un régimen de justicia distributiva que le impide negociar en términos estrictamente privados.
El segundo pilar, “lo debido como objeto”, establece que en las relaciones conmutativas el objeto de la obligación debe ser un bien privado, es decir, un bien apropiable individualmente y sujeto a disposición por parte de su titular. Esta característica es fundamental, ya que la esencia de la justicia conmutativa radica en la transferencia o intercambio de bienes y servicios entre particulares sin la intermediación de una autoridad reguladora.
El Derecho privado se estructura sobre la premisa de que los sujetos pueden disponer libremente de sus bienes dentro del marco normativo vigente, lo que permite que las relaciones contractuales se desarrollen bajo el principio de autonomía de la voluntad. En este contexto, la intervención de normas de orden público que limitan la disponibilidad de ciertos bienes o imponen restricciones a la libre contratación representa una alteración de la lógica conmutativa, transformándola en una relación en la que se incorporan elementos propios de la justicia distributiva. Un ejemplo de esto se observa en la regulación de contratos de consumo, donde el legislador introduce condiciones obligatorias para proteger a la parte considerada más débil, desplazando la lógica de la igualdad contractual hacia un modelo basado en la corrección de asimetrías estructurales.
El tercer pilar, “la igualdad como medida”, establece que la justicia en las relaciones conmutativas se basa en la equivalencia entre las prestaciones, determinada no por una autoridad externa, sino por el acuerdo de voluntades entre las partes. Así, en la justicia conmutativa, la medida de la igualdad no es impuesta por el legislador ni por una norma de orden público, sino que emerge del acuerdo libre entre los contratantes. Todo eso, sin duda alguna encuentra asidero en el aforismo clásico del pacta sunt servanda, en cuanto establece que los acuerdos válidamente celebrados deben ser cumplidos con fuerza de ley entre las partes, salvo que concurran circunstancias excepcionales que justifiquen su revisión o nulidad.
En consecuencia, no digo nada nuevo, al advertir que en la práctica jurídica, la aplicación estricta de este principio ha sido objeto de cuestionamientos, especialmente en aquellos casos donde se evidencia una desigualdad material entre los sujetos contratantes. En este sentido, la evolución del derecho de contratos ha incorporado mecanismos de control que buscan evitar abusos derivados de posiciones dominantes o situaciones de necesidad extrema. Ejemplos de ello son la figura de la lesión enorme, el control de cláusulas abusivas y la regulación de contratos de adhesión, que introducen límites a la autonomía de la voluntad para evitar que la igualdad formal se traduzca en una injusticia material.
Hemos concluido así a los tres pilares de la justicia en las relaciones conmutativas: primero, “el otro como término”, que es siempre un sujeto privado. Segundo, “lo debido como objeto”, que será un bien privado, apropiable individualmente. Y tercero, “la igualdad como medida”, nacida del acuerdo de voluntades, como un mate compartido al que se le pone la cantidad justa de yerba y agua según la voluntad mutua4. La voluntad no sólo ajusta el trato, también lo hace nacer y definir su contenido. Una vez satisfechas las necesidades básicas, la elección de qué desear, de con quién pactar, de a qué acuerdo llegar, penden de la autonomía de las partes. Ciertamente, la razón y la voluntad del agente deben obedecer la verdad y el bien, pero mientras no contravengan esas exigencias, pueden transitar opciones diversas, todas lícitas, quizás con diferentes grados de utilidad o incluso de neutralidad moral, sin dañar el tejido de la justicia ni la dignidad humana.
Con toda seguridad, la justicia conmutativa es la más frecuente en la vida cotidiana; uno podría decir que es el pan de cada día en las relaciones humanas ordinarias. Su misión es conciliar derechos entre sujetos privados con igualdad rigurosa, como dos paisanos que al intercambiar un fardo de heno por un puñado de maíz buscan exacto equilibrio. Esta especie de justicia, por su ubicuidad, se alza en pilar imprescindible para una convivencia ordenada y pacífica. De ella depende el respeto a los derechos básicos del hombre —tanto materiales como espirituales—, y en última instancia, es garantía y salvaguarda de la dignidad personal. Sin ella, la estampa social se desmoronaría en un caos donde la fuerza o la astucia dictarían la ley. Es por ello que se la define como la virtud que “inclina al hombre a dar a sus semejantes, iguales en derechos, lo que les pertenece hasta su completa cancelación5”.
En tales condiciones debo ser insistente respecto de que, en el corral del Derecho privado, el “otro” es una persona física o jurídica que se presenta como individuo o asociación libre, abstraída de su dimensión comunitaria-política. Es un hombre gregario, pues nadie vive aislado como un ombú en medio del llano, pero no un hombre político en el sentido clásico: aquí no nos interesa el rol del bien común ni la intervención del Estado. Esta relación no implica al Gobierno ni a su figura; sólo están dos particulares frente a frente, como dos gauchos que intercambian bienes sin que la luz del Estado se cuele por la hendija.
En tales condiciones, bien se podría objetar que el hombre político nunca se separa por completo del hombre gregario, pero rige el principio de subsidiariedad. Mientras no sea necesaria la acción política, la relación jurídica interesa sólo a las partes. Sucede que, en efecto, si lo público entra a tallar con su fuerza, emergen otros tipos de justicia; si no, este lazo es asunto privado.
Ya vimos, entonces, que no podría el Estado ser el otro en esta relación conmutativa, habida cuenta de que el Gobierno es política pura, nació para el bien común. Si en una relación jurídica uno de los sujetos es un ente público, no se aplica la justicia conmutativa, sino la distributiva, porque entonces el interés del todo asoma su cabeza. Una vez que la mano del Estado se mezcla en la relación, ya no es el simple intercambio de bienes privados, sino que se enciende la luz del bien común, y con ella otro tipo de justicia6. Del mismo modo, entes descentralizados del Estado tampoco pueden ser sujetos puramente conmutativos, porque siguen movidos por el bien común. El ropaje jurídico no borra su esencia pública. Es que, en efecto, si la justicia conmutativa rige la acción exterior del sujeto privado, entonces el objeto del acto justo no puede ser otro que un derecho de naturaleza privada. Aquí no se habla de bienes surgidos del bien común, sino de aquellos que las partes ya tenían consigo, frutos de un largo linaje de apropiaciones imposibles de remontar hasta su origen. Sucede que, en efecto, esta propiedad privada es la base de la relación, y las partes, al pactar, persiguen principalmente su propio interés, cada uno viendo por su rancho, sin que el bien común aparezca de forma directa sobre el terreno.
Con esta ausencia directa del bien común, se ratifica la autonomía de las partes: lo que se da y se recibe nace de lo que ellas mismas pueden ofrecer o exigir, voluntariamente. Y aunque con este trueque también, por rebote, se beneficia la estructura más vasta del orden social, ese efecto ocurre de modo indirecto y mediato. Efectivamente, estos intercambios privados generan efectos que, de manera indirecta y mediata, repercuten en la estructura más vasta del orden social. Ese aspecto es relevante porque pone de manifiesto de que, aunque la justicia conmutativa no persigue como fin inmediato el bienestar colectivo, su funcionamiento eficiente contribuye al desarrollo de una sociedad ordenada y próspera7.
En ese sentido, su operatividad genera, por sí misma, condiciones favorables para el desarrollo económico y social. La seguridad jurídica derivada del cumplimiento de los contratos, la previsibilidad en las transacciones y la estabilidad de los derechos patrimoniales son consecuencias indirectas de la justicia conmutativa que, aunque no formen parte de su propósito inmediato, resultan esenciales para la organización de la vida en comunidad. De lo que se sigue que la ausencia directa del bien común en las relaciones conmutativas no implica que estas sean indiferentes al orden social, sino que su contribución se produce de manera no intencional y espontánea. La autonomía de las partes y la reciprocidad en los intercambios privados no solo garantizan la justicia en cada caso particular, sino que también generan, como efecto reflejo, un sistema de interacciones que fortalece la estructura social en su conjunto.
En prieta síntesis, la idea central es que cuando los individuos tienen la libertad de contratar, emprender e intercambiar sin restricciones arbitrarias, se crea un orden económico basado en la competencia, la innovación y la eficiencia, lo que inevitablemente conduce al progreso material y al bienestar colectivo8. La autonomía de la voluntad permite que millones de personas tomen decisiones sobre producción y consumo en función de sus necesidades y conocimientos locales, generando una coordinación espontánea que ningún planificador central podría igualar9.
A la par, la autonomía de la voluntad también incentiva la innovación y el crecimiento económico. Los economistas de la Escuela Austríaca, como Ludwig von Mises y Joseph Schumpeter, destacan que el libre mercado permite a los emprendedores experimentar y desarrollar nuevas soluciones a las necesidades del público. Schumpeter, en su teoría de la destrucción creativa, explica que la competencia entre empresarios, impulsada por la libertad de contratar y crear nuevas empresas, genera ciclos de innovación que elevan la productividad y mejoran la calidad de vida de la población en su conjunto. Un ejemplo claro de cómo la autonomía de la voluntad beneficia a la sociedad en general es la evolución de la tecnología en el sector privado. Empresas como Apple, Google o Tesla han desarrollado productos innovadores no por un mandato estatal, sino porque existía libertad para contratar, invertir y emprender. Estas innovaciones no solo generaron ganancias para sus creadores, sino que también transformaron la vida de millones de personas al mejorar la comunicación, la movilidad y el acceso a la información10.
En conclusión, la autonomía de la voluntad genera beneficios a la sociedad en su conjunto al permitir la eficiencia en la asignación de recursos, incentivar la innovación y fomentar la competencia. A través de mecanismos como la mano invisible de Smith, la coordinación descentralizada de Hayek, la eficiencia paretiana y la destrucción creativa de Schumpeter, los economistas capitalistas han demostrado que el respeto por la libertad contractual es una condición esencial para el crecimiento económico y el desarrollo social.
II. La adjudicación heterónama: el yugo del sujeto público.
En el Derecho público contemporáneo, la vinculación positiva de la Administración a la ley y la adjudicación heterónoma de los bienes públicos conforme a principios de justicia distributiva constituyen pilares esenciales del Estado de derecho y de la organización del poder administrativo.
A diferencia de las relaciones privadas, donde rige la autonomía de la voluntad y la justicia conmutativa como principio rector, la Administración pública se encuentra sometida a un régimen jurídico especial que limita su actuación a los fines y procedimientos establecidos por el ordenamiento jurídico.
En este contexto, la adjudicación de bienes públicos no responde a la lógica de la igualdad aritmética propia del Derecho privado, sino a criterios de equidad, necesidad y utilidad social, enmarcados en los principios de la justicia distributiva.
En efecto, la vinculación positiva de la Administración a la ley implica que toda actuación del poder público debe estar expresamente autorizada por una norma jurídica, lo que restringe su margen de discrecionalidad y garantiza que sus decisiones se ajusten a los principios de legalidad, seguridad jurídica e imparcialidad. Este principio, consagrado en la mayoría de los ordenamientos constitucionales modernos, establece que la Administración no puede actuar de manera autónoma ni en función de criterios puramente pragmáticos, sino que debe ajustarse estrictamente a los parámetros fijados por el legislador. En este sentido, el sometimiento del poder administrativo a la ley es un mecanismo fundamental para evitar arbitrariedades y garantizar que la asignación de recursos y la prestación de servicios públicos se realicen conforme a principios objetivos y verificables.
En lo que respecta a la adjudicación heterónoma de bienes públicos, el Derecho administrativo establece que estos bienes no pueden ser objeto de disposición libre ni de transacciones regidas por la lógica del mercado. A diferencia de los bienes privados, cuya titularidad y uso se determinan mediante la negociación entre particulares, los bienes públicos están sujetos a un régimen especial que impone restricciones a su apropiación y explotación. Esto se debe a que los bienes públicos no pertenecen a la Administración en sentido patrimonial, sino que están destinados al cumplimiento de finalidades colectivas y, por lo tanto, su adjudicación debe realizarse conforme a criterios de interés general y justicia distributiva.
Es así que, en el ámbito de la Administración pública, la asignación de bienes y servicios no se realiza en función de la capacidad de pago o de la voluntad de las partes, sino de la necesidad, el mérito o la conveniencia social. Un ejemplo concreto de la aplicación de la justicia distributiva en la adjudicación de bienes públicos es el sistema de licencias y concesiones. Cuando el Estado otorga el uso de un bien público a un particular, ya sea para la explotación de recursos naturales, la prestación de un servicio público o la ocupación del espacio público, la adjudicación no se realiza con base en la autonomía de la voluntad, sino conforme a procedimientos administrativos regulados, en los que priman criterios de idoneidad, capacidad técnica y beneficio colectivo. Asimismo, en el caso de la vivienda social, el acceso a bienes públicos esenciales no se determina por el mercado, sino por parámetros de vulnerabilidad y necesidad, garantizando que los recursos sean asignados a quienes más los requieren.
En consecuencia, al otro lado del alambre, la adjudicación heterónoma, propia del Derecho público, pinta un cuadro muy distinto. Aquí, el sujeto público no es un jugador más en la rueda del mercado; su voluntad no es libre ni voluntariosa, sino que marcha al paso que marca la norma. Su sometimiento no es negativo —no se limita a abstenerse de lo prohibido—, sino positivo: sólo puede hacer lo que la ley le ordena o permite. No hay lujos de autonomía, no puede jugar a la par del particular. Debe obedecer el texto legal como un capataz que, antes de mover un animal, consulta el cuaderno de órdenes. Aquí no se actúa por gusto o interés personal, sino por mandato de la ley y el Bien Común.
En efecto, en el campo de la justicia distributiva, donde el Estado reparte bienes del patrimonio público, el sometimiento positivo se vuelve clave. Habida cuenta de lo expresado, resulta patente que la distribución no puede dejarse al libre acuerdo entre las partes, porque acá no se trata de trocar entre dos, sino de velar por el todo. Ya que, en definitiva, el sujeto público debe considerar la situación de terceros, garantizar la proporcionalidad, asegurarse de que no haya un convenio que deje a algunos al raso, sin fuego, ni techo.
De tal manera que, permitir arreglos que ignoren esta proporción sería dinamitar el Bien Común, lo que descuartizaría la justicia distributiva, como si le negase el pan al hambriento y la justicia a la comunidad. Sólo con este sometimiento positivo el Estado evita que el mundo privado decida sin mirar al costado, sin contemplar al vecino. Así, la ley se impone como cerco seguro, preservando el orden básico del sistema jurídico, la dignidad de la persona y el equilibrio social.
Por esta razón, las normas que rigen las relaciones distributivas son heterónomas, es decir, creadas por la autoridad pública y de carácter imperativo. Estas normas no son supletorias ni dependientes de la voluntad de las partes, sino que se imponen de manera inmediata y directa, reglando la relación jurídica de manera vinculante. Esto sitúa estas relaciones en el ámbito del Derecho público, que, como señala Ulpiano, se orienta al interés general o a la “cosa pública”.
Por eso, cuando hablamos de adjudicación heterónoma, propia del Derecho público, la nota esencial es la ausencia de libertad negocial en una de las partes, el sujeto público. Habida cuenta de ello, su voluntad no es autónoma: está sometida positivamente a la ley, puede hacer sólo lo que la norma le ordena o autoriza, a diferencia del particular, que posee un sometimiento negativo a la ley.
Con toda seguridad, esta diferencia es radical, pues en las relaciones de distribución, que requieren la justicia distributiva, el sujeto público debe considerar la situación de terceros, asegurar la proporción, el equilibrio con el bien común. Efectivamente, un acuerdo voluntario entre las partes que ignorara la proporcionalidad dañarían a “sujetos comparables” y, en definitiva, al bien común y las exigencias de la justicia distributiva. Para ponerlo en otras palabras, sería como un puestero del Estado que reparte mal la ración, beneficiando a un cuñado y dejando en la penumbra a otros criollos.
Por ende, las relaciones de adjudicación distributiva se rigen por normas heterónomas, creadas por la autoridad pública, imperativas y no supletorias. Estamos en el campo del Derecho público, el que atiende lo que es de la “cosa pública”. Aquí no hay libertad de mercado: el Estado, atado a la ley, no puede favorecer caprichosamente a uno u otro, ni salirse de lo autorizado por el presupuesto o la norma. Y aunque existan márgenes de discreción (actividad discrecional), ese abanico siempre está enmarcado por el bien común y la justicia distributiva.
Tenemos así dos senderos: uno de libre acuerdo, el otro de sujeción positiva a la ley. En el Derecho privado, las partes disponen de sus bienes y voluntades con amplia autonomía, generando el “mercado” de los intercambios. En el Derecho público, el sujeto público actúa fuera de la lógica mercantil, guiado por el bien común y la proporcionalidad distributiva. La contraposición es nítida: uno encarna la justicia conmutativa en su pureza, el otro la justicia distributiva con su dimensión comunitaria insoslayable. Al fin, estos dos ámbitos son como las dos caras de una moneda: la conmutativa sostiene la convivencia básica entre particulares, la distributiva equilibra las relaciones con el bien común y el rol del Estado. Ambos conforman el gran tejido del ordenamiento, con el Estado vigilando que la sinfonía no desafine y que la justicia, en sus distintas formas, resuene con armonía.
En esa mirada, si algo se debe entender sobre las leyes y el gobierno, es que quien ejerce poder público no actúa por su libre antojo. Ya que, en efecto, su voluntad no es autónoma como la del hombre común, sino que está sujeta a la ley, a lo que esta mande o permita.
Va de suyo que muy distinto es el caso del particular, que tiene un sometimiento negativo a la norma, lo que significa que puede decidir, hacer o negarse, siempre que no contravenga lo que la ley prohíbe o lo que le ordene de manera directa. Claro está quecuando se trata del que ocupa un puesto público, la cuestión es otra: no puede moverse ni un tranco fuera de lo que la norma autorice.
Todo eso en su conjunto, permite colegir el gobierno no puede hacer acuerdos como si fuera un gaucho cerrando un trato en el fogón. No, señor. El reparto debe ser justo, y para serlo tiene que mirar siempre la situación de los demás. No puede decidir sin tener en cuenta cómo afecta lo que entrega a los terceros que también esperan su parte. Definitivamente, si el que representa al pueblo llegara a hacer pactos que favorecen a unos en perjuicio de otros, no solo estaría violando el principio de justicia, sino que estaría yendo en contra del Bien Común, que es la piedra fundamental de todo el sistema jurídico.
En este sentido, no se puede pensar que los acuerdos entre partes —cuando una de ellas es el Estado— puedan ser tomados como leyes particulares. Si eso pasara, bien podría uno de estos acuerdos terminar en un reparto que deje en desventaja a otros que también tienen derecho. Y esa injusticia no afecta solo a los perjudicados de manera directa: es la comunidad toda la que pierde, porque el Bien Común es lo que sostiene a la nación entera.
Así que no es cuestión de hacer las cosas como se hace entre paisanos, donde la palabra basta. En rigor de verdad, en las relaciones jurídicas de este tipo, el gobierno no es dueño ni patrón, sino administrador, y está obligado a actuar con el ojo puesto en lo que dicta la justicia distributiva. Es esa la que exige que todo se haga en proporción y con equilibrio, porque si el reparto es torcido, los que están al margen son quienes pagan el precio más alto, y con ellos, el país entero.
Por tales motivos, las relaciones de adjudicación distributiva están marcadas, en lo esencial, por reglas que no dependen de la voluntad de las partes. Cabe insistir respecto de que no existe lugar aquí para que quien actúa en nombre del Estado disponga a su antojo. Estas normas, creadas por la autoridad pública bajo los procedimientos constitucionales, son imperativas, no sujetas a acuerdos particulares, y deben aplicarse de forma inmediata, sin margen para interpretaciones supletorias. Estamos hablando del Derecho público, aquel que tiene como objetivo la cosa común, lo que afecta a todos, tal como enseñara el jurista Ulpiano en sus tiempos. El que representa al pueblo no tiene «libertad negocial», como bien dijimos antes.
Es decir, sus acciones están fuera del mercado en el sentido pleno de la palabra. Aun cuando algunas contrataciones públicas puedan usar como referencia valores de mercado, eso no cambia el hecho de que ningún órgano del Estado puede gastar un centavo más de lo que le autoriza la ley anual de presupuesto. Toda obligación que asuma debe sujetarse estrictamente a lo que las normas le permiten, pues no actúa por cuenta propia, sino siempre bajo la sujeción positiva a la ley. Y esto de «fuera del mercado» tiene otro significado también: las adjudicaciones que realiza no están hechas en interés del propio sujeto público, sino en favor del Bien Común.
En efecto, no es una empresa buscando ganancias ni un comerciante regateando precios; el Estado actúa como guardián de lo que pertenece a todos.Lo mismo ocurre cuando tiene la posibilidad de actuar con discreción, es decir, cuando la norma le da opciones para elegir entre distintos caminos igualmente válidos. Aun en esos casos, la elección deberá hacerse pensando en los principios de justicia y en lo que mejor sirva al conjunto de la sociedad, tal como veremos con más detalle más adelante en estos capítulos. En resumen, quien maneja los bienes públicos debe recordar siempre que su deber no es buscar su conveniencia ni la de unos pocos, sino actuar bajo la ley, en beneficio del Bien Común, con la responsabilidad y el cuidado que semejante tarea demanda.
III. La justicia general y el orden público: El mercado regulado.
En el estudio del derecho, hay conceptos fundamentales que ayudan a entender la organización de la sociedad y el papel del Estado en la regulación de la vida en comunidad. Tres de esos conceptos clave son la justicia general, el orden público y el bien común. Aunque pueden parecer abstractos, en realidad tienen una aplicación práctica en el derecho y en la vida cotidiana. Por de pronto, la justicia general (también llamada *justicia legal*, según Aristóteles) se refiere a la obligación de cada individuo de contribuir al bienestar de la sociedad cumpliendo con las normas y leyes establecidas. En otras palabras, es la idea de que todos debemos actuar conforme al derecho para que la comunidad funcione de manera ordenada y justa. Podría traerse a colación el caso de una ciudad todos deben respetar las normas de tránsito. Va de suyo que no respetarlas genera caos y peligro para los ciudadanos. En la medida que cada conductor sigue las reglas, no solo se beneficia a sí mismo evitando accidentes o multas, sino que también ayuda a que la sociedad funcione mejor, garantizando la seguridad de todos.
Por lo tanto, la justicia general nos dice que el derecho no solo regula relaciones individuales, sino que también ordena las relaciones entre los ciudadanos y la comunidad en su conjunto.
En esa comprensión del asunto, cabe afirmar que el orden público es el conjunto de normas y principios esenciales que permiten la convivencia en una sociedad. Es la base sobre la que se construye un Estado organizado y funcional, asegurando que haya estabilidad, paz y seguridad.
Salvando las distancias podríamos considerar al orden público como las reglas de un juego. Es manifiesto que en un partido de fútbol, si no hubiera árbitro ni normas claras, los jugadores harían lo que quisieran, generando desorden y peleas. Lo mismo ocurre en la sociedad: sin reglas básicas, la convivencia se haría imposible. En el derecho, el orden público justifica muchas de las normas que limitan la autonomía de la voluntad. Por ejemplo, aunque dos personas pueden hacer un contrato libremente, ese contrato no puede violar normas de orden público, como el derecho a la vida o la dignidad humana. Así, el Estado impone ciertos límites para proteger valores fundamentales. El orden público también se ve reflejado en normas de seguridad (como las que regulan el uso de armas), en las leyes de protección a los consumidores (para evitar abusos por parte de grandes empresas) y en regulaciones laborales (para garantizar condiciones justas de trabajo).
En todos estos casos, la intervención del Estado busca evitar que el ejercicio de la libertad individual perjudique a la sociedad en su conjunto. Para entenderlo mejor, piensa en una comunidad de vecinos que vive en un edificio. Cada familia puede tener intereses distintos, pero hay ciertas decisiones que deben tomarse en beneficio de todos, como la limpieza de las áreas comunes, la seguridad del edificio o el mantenimiento de los ascensores. Si cada vecino solo pensara en su interés individual y no contribuyera al mantenimiento, el edificio se deterioraría y todos terminarían perjudicados.
Hemos visto que el Bien Común no es un astro lejano, sino una tierra fértil que, por su misma esencia, está destinado a ser compartido con las partes que integran la comunidad. Este Bien Común se vuelve pleno cuando las personas realmente participan de él, beneficiándose a menudo de manera difusa, como la brisa que no se ve pero refresca a todos sin pedir permiso. La justicia general, legal o del bien común, es la que vela por esta dimensión comunitaria pura, sin detenerse en el bien particular como lo hace la justicia conmutativa, ni en la distribución comparativa como la justicia distributiva. Aquí, la mirada no se posa en el rancho individual, ni en las porciones que el Estado reparte, sino en el horizonte entero: en el Bien Común considerado en sí mismo. Este es el ser de la comunidad política, el nervio central del orden jurídico.
La justicia general no sólo reina en las relaciones jurídicas; su cetro se extiende a todas las acciones humanas, orientándolas al Bien Común. Por ello, se la llama “general”: no porque sea un género de otras justicias, sino porque actúa como el sol, iluminando todas las virtudes y dando calor a toda conducta humana. Si la justicia conmutativa y distributiva son pinceladas, la justicia general es el lienzo completo donde se pinta la dignidad humana. Es la “justicia del Bien Común”, que endereza la acción de cada parte hacia el conjunto, asegurando que la mano individual no quiebre el esqueleto común.
En ese sentido, aunque la justicia general no se detenga en el bien privado ni en la distribución proporcional del Estado hacia el individuo, su influjo no es ajeno a las relaciones privadas. Ya que, en efecto, si una acción privada contrariara el Bien Común, sería incapaz de generar el verdadero bien individual, pues sin el sustento comunitario, la prosperidad personal es un espejismo. Así el Bien Común se vuelve un testigo al que debemos alzar la vista: sin su aprobación, ningún acto es plenamente justo.
En ese orden de ideas, si bien en las relaciones privadas predomina la justicia conmutativa, basada en la autonomía de la voluntad y la equivalencia entre prestaciones, esta no puede operar de manera completamente independiente del andamiaje político y normativo que garantiza la estabilidad del sistema en su conjunto. Ya que, en efecto, el mercado y los contratos privados solo pueden existir dentro de un orden institucional que garantice seguridad jurídica, protección de derechos y cumplimiento de normas básicas.
En efecto, sin un marco legal que asegure el cumplimiento de los contratos, proteja la propiedad y regule posibles abusos, la justicia conmutativa no podría operar eficazmente, ya que el intercambio económico necesita de instituciones que lo sostengan. En este sentido, la justicia general actúa como un fundamento subyacente sobre el que se desarrollan las relaciones conmutativas.
En consecuencia, si bien el Derecho privado se basaen la voluntad de las partes, este no puede ser un campo sin restricciones donde el interés individual prime sobre el bien común. Cuando una conducta particular pone en riesgo el equilibrio social o atenta contra el orden público, la justicia general interviene para restablecer la armonía y garantizar que el sistema funcione conforme a valores superiores. Ejemplos de esto se encuentran en la **nulidad de contratos contrarios al orden público**, la **prohibición de cláusulas abusivas en contratos de consumo** o la **limitación de la autonomía de la voluntad en materia de derecho laboral**.
A estas alturas, resulta manifiesto que sin justicia general, la justicia conmutativa degeneraría en abuso de poder entre partes desiguales y la justicia distributiva perdería su capacidad de corregir inequidades, ya que carecería de un criterio normativo objetivo sobre el cual actuar. Es por esa razón que inclusive en el ordenamiento privado, la justicia general se filtra, habidas cuentas de que nadie intercambia bienes sin, aunque sea de modo indirecto, depender del andamiaje político que permite la existencia pacífica del mercado. Es elocuente que si la conducta de la parte particular atentara contra el Bien Común, la justicia general entraría con su machete, cortando los yuyos del egoísmo. Así, ni la conmutativa ni la distributiva pueden ignorar la justicia general, que funciona como trasfondo, como suelo firme del rancho.
En tales condiciones, cabe traer a colación que el mercado es el mecanismo más eficiente para la asignación de recursos en la sociedad, basado en la libre competencia, la propiedad privada y la autonomía contractual. Pero, resulta claro que este sistema no puede funcionar sin un marco institucional que garantice reglas claras y un entorno predecible para la interacción de los agentes económicos.
En esa comprensión es que la justicia generaldebe actuar como la base estructural que sostiene el orden del mercado y permite su correcto funcionamiento.
Ya vimos que el principio fundamental del liberalismo económico, desde Adam Smith, es que los individuos, persiguiendo su propio interés, generan beneficios para la sociedad en su conjunto gracias al mecanismo de precios y la competencia. Sin embargo, este proceso solo puede desarrollarse dentro de un sistema normativo estable y confiable, donde los derechos de propiedad sean respetados, los contratos sean exigibles y el fraude y la violencia estén sancionados.
Precisamente, la justicia general, en este contexto, es la encargada de establecer ese marco de seguridad jurídica que permite que el mercado funcione sin interferencias indebidas. Desde una óptica hayekiana, el orden espontáneo que permite la generación de riqueza y el progreso no es posible sin reglas generales que limiten conductas que atenten contra el bienestar colectivo. Ya que, en efecto,m la libertad de mercado solo puede existir dentro de un sistema de normas abstractas y predecibles que aseguren la igualdad de todos ante la ley. Es notable que la justicia general se encarga de mantener este orden al garantizar que el cumplimiento de las normas no dependa de la voluntad arbitraria del Estado o de presiones sectoriales, sino de principios jurídicos objetivos que regulen las interacciones económicas de manera neutral.
En términos de seguridad contractual, la justicia general asegura que los acuerdos entre partes sean respetados y que, en caso de incumplimiento, existan mecanismos efectivos para la resolución de disputas. La imposibilidad de hacer cumplir los contratos genera incertidumbre en el mercado, desincentiva la inversión y dificulta la planificación económica. Es que sin un sistema de justicia confiable, las transacciones se vuelven más costosas, ya que los agentes deben incurrir en gastos adicionales para garantizar el cumplimiento de sus acuerdos (costos de transacción), lo que afecta la eficiencia general del sistema.
Añadiése a lo anterior que también resulta clave la protección de la competencia y la lucha contra el fraude. La justicia general no busca intervenir activamente en el mercado, pero sí debe garantizar que los intercambios se realicen en condiciones de transparencia y respeto a las reglas del juego. Efectivamente, un mercado sin protección contra prácticas fraudulentas se convierte en un espacio donde los incentivos están distorsionados y donde los consumidores y empresarios honestos son perjudicados. Bien puede advertirse que un mercado donde no hay respeto por la propiedad ni sanción contra el engaño tiende a deteriorarse, ya que los incentivos para actuar con ética desaparecen y se fomenta la corrupción.
Finalmente, la justicia general es fundamental para mantener el orden público, que es un requisito indispensable para que el mercado funcione eficientemente. Sin seguridad jurídica, estabilidad política y previsibilidad regulatoria, los empresarios se ven desincentivados a invertir, los mercados financieros se vuelven volátiles y las crisis económicas se intensifican. Un entorno donde la violencia, la corrupción o la arbitrariedad estatal impiden la libre circulación de bienes y servicios no puede ser un mercado genuinamente competitivo, sino un escenario de privilegios y distorsiones.
En conclusión, la justicia general es un elemento esencial para el correcto funcionamiento del mercado. No se trata de una intervención del Estado en la economía, sino de la provisión de un marco normativo estable y equitativo que garantice la seguridad contractual, proteja la competencia y asegure que los incentivos del mercado operen de manera eficiente. Sin justicia general, el mercado se degrada y se convierte en un espacio de incertidumbre y privilegios arbitrarios, alejándose de su potencial para generar riqueza y prosperidad para todos11.
La medida del acto justo para la justicia general es el Bien Común. A veces es el propio Gobierno quien traza la huella del Bien Común, dictando leyes que ajustan las riendas, indicando la igualdad necesaria. Por eso, a esta justicia se la llama también “legal”: la ley es la guía que fija el orden. Si la justicia general es la “causa universal” de la virtud, la ley es su herramienta, su rastrillo que ordena el campo. Desde estas normas, el legislador —responsable primario del Bien Común— fija mojones para encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien de todos.
En esa inteligencia del asunto, aunque las relaciones conmutativas se tejan en el telar privado, la justicia general no deja de proyectar su sombra. La actividad del mercado no existe en compartimentos estancos: las distribuciones públicas —hechas fuera del mercado— no pueden menos que afectar las conductas de los agentes económicos adentro del mercado. Si antes las contemplamos aisladas para subrayar las diferencias de naturaleza, ahora vemos la realidad: todo influye en todo. La justicia general actúa como un viento que, soplando desde las alturas del Bien Común, llega hasta el valle del mercado, encauzando las ansias privadas en una vía que no dañe la armonía social. Las relaciones conmutativas son intrínsecas al mercado, y las distributivas extrínsecas, pero las segundas, desde fuera, toman datos del mercado y afectan su conformación real. El resultado es un “mercado regulado”, donde la justicia general pone freno a posibles abusos, orientando el libre intercambio a no contradecir el Bien Común.
IV. Distintos niveles de incidencia de la justicia general sobre las relaciones jurídicas privadas.
Para entender mejor la presencia de la justicia general en las conmutaciones, podemos distinguir distintos niveles de su incidencia. El legislador, aplicando la justicia general, podrá enmarcar las transacciones privadas en límites infranqueables —leyes de orden público— que protejan la dignidad humana y la equidad. Puede, por ejemplo, imponer topes a ciertas indemnizaciones, o regular la responsabilidad civil sin culpa. Estas injerencias evitan que el mercado se convierta en un potrero sin alambradas, donde los más fuertes despojen a los más débiles. A la vez, aseguran que la actividad individual no degenera en un contrasentido contra el bien colectivo. En suma, la justicia general, sin anular la conmutativa, pone un marco, un horizonte de respeto al Bien Común. Ni el Estado debe invadir la libertad privada sin necesidad, ni el mercado puede ignorar las exigencias básicas del orden social. Así, en el equilibrio entre la autonomía del intercambio y el control prudencial de la justicia general, se teje la trama de un mercado regulado, donde el gaucho del siglo XXI comercia no al borde del precipicio, sino bajo la luz del orden jurídico que cuida el bien de todos.
Hemos visto que las adjudicaciones conmutativas, en las cuales las partes pactan libremente la “ley” de su relación, generan un terreno donde la justicia general interviene desde lejos, como un paisano que observa la faena desde la tranquera, sin entrar en la manga. Su presencia es supletoria, como dispone el art. 962 del CCC: las normas del legislador público son supletorias a la voluntad de las partes, salvo que la norma diga lo contrario. ¿Qué significa? Que el bien común confía en la iniciativa de los sujetos privados, en su capacidad de cumplir lo pactado, sin que el Gobierno deba interponerse con su lanza. Esta confianza se explica porque el cumplimiento de lo pactado, al ser normal y habitual, no suele requerir la inmediata y constante presión del Estado. Las violaciones a los acuerdos, siendo excepciones, no justifican una intrusión permanente del poder público.
Así, el legislador, al realzar la justicia general, se contenta con promulgar normas que las partes pueden adoptar por su gusto, a falta de reglas propias. A la par, establece un Poder Judicial y procedimientos a los que las partes pueden recurrir voluntariamente para cumplir por la fuerza lo que la contraparte rehusara. La justicia general, aunque siempre empape el ambiente, no se hace presente de forma necesaria en toda relación privada. Su irrupción directa depende de que el bien común lo exija. Según el principio de subsidiariedad, mientras la acción privada no afecte gravemente el bien común, el Gobierno se mantiene al margen. Así, lo común es que los negocios entre particulares no lesionen de modo directo el bien común. Estos tratos privados, al ser normales, no precisan el despliegue de la fuerza pública más allá de lo mínimo. La justicia general se muestra pues de manera potencial: si las partes no usan las normas supletorias, el Estado no mete su cuchara. Si surge agravio, la parte ofendida puede reclamar al Estado, que interviene protegiendo ese “su derecho” concreto. Pero mientras tanto, el bien común observa desde la distancia, sabiendo que la salud del conjunto se preserva si las partes cumplen con sus pactos, sin que la política se vea obligada a imponer su mano.
Existe sin embargo la tentación del gobernante de declarar demasiadas normas de orden público, recortando la libertad privada en nombre del bien común. Esto llevaría a un “reglamentarismo” asfixiante, con todo el código convertido en orden público, “estatizando” la vida privada y ahogando la iniciativa particular. Deben reservarse las normas imperativas para aquellos casos en que el bien común esté verdaderamente en juego y justifique la limitación de la libertad contractual.De lo contrario, se erosiona la riqueza que brota de la pluralidad de opciones individuales. La labor prudente del gobierno es, pues, calibrar cuándo el interés sustancial del bien común legitima restringir la autonomía. Sólo ante un “compelling interest” (como diría la jurisprudencia norteamericana) se justifica alterar la libertad negocial.
El bien común bebe de la iniciativa privada: la actividad de los particulares enriquece a la comunidad, generando un “ciclo retroalimentado”. El Estado, al distribuir con acierto, impulsa nuevos emprendimientos, más consumo, más riqueza, que a su vez refuerzan el bien común. Si se interviniera cada relación con mano de hierro, se perdería ese impulso creador. Por eso, la justicia general no se aplica siempre de modo actual: muchas veces se queda en reserva, esperando a ser requerida. Este equilibrio sutil entre la autonomía privada y la función del Estado para asegurar el bien común pinta la imagen de un “mercado regulado”. Ni un potrero sin cerco, ni una corralera asfixiante: el ordenamiento jurídico, con su justicia general latente, admite la libre iniciativa mientras ésta no atente contra la dignidad humana ni contra el interés sustancial de la comunidad.
En el tapiz que describe la relación entre la autonomía individual y el bien común, el principio de subsidiariedad enseña que lo que puede ser resuelto por instancias más cercanas al ciudadano —es decir, por la acción privada, por la familia, la asociación, la cooperativa— no debe ser abarcado por el Gobierno ni por normas excesivamente vinculantes. Es un llamado a que el Estado no se interponga donde no es necesario, dejando que la libertad personal y la creatividad florezcan, cual yuyos fértiles en la pampa, siempre que no dañen el tejido comunitario.
De esta manera, la justicia general, al exigir el bien común, no impone que el Estado esté en todo, sino que intervenga con cuidado y moderación, reservando la imposición de normas imperativas para los casos en que el interés sustancial del bien común se halle verdaderamente comprometido. La mirada de Adam Smith —el filósofo escocés cuya pluma tendió puentes entre la economía y la moral— concuerda con esta idea. Smith sostenía que, cuando los hombres persiguen su interés propio dentro de un marco mínimo de normas y justicia, surge un orden espontáneo que beneficia a la colectividad, como si una mano invisible guiara el resultado hacia el mayor bien de todos. Desde esta perspectiva, el mercado, bajo el amparo del derecho privado, puede generar prosperidad y riqueza, alimentando el bien común sin necesidad de que el Estado meta mano a cada rato. Esto se hace eco del principio de subsidiariedad: mientras el actuar privado no se desvíe hacia la injusticia o la lesión de dignidades fundamentales, no hay motivo para que el Gobierno entre con el lazo rígido de la norma imperativa. Ahora bien, Smith no era ingenuo: reconocía que el interés propio debía operarse dentro de ciertos límites morales y legales. La “invisible hand” no es magia, sino un sutil equilibrio donde la autonomía individual puede producir grandes bienes, pero sólo si la justicia general vela, desde el trasfondo, por que no se violen los derechos básicos ni se ultraje la dignidad humana. Si el mercado se convierte en un potrero sin cerca, el fuerte podría pisotear al débil, traicionando el fin último del ordenamiento.
Cabe señalar que el principio de subsidiariedad llama a respetar la libertad individual, a dejar que las actividades privadas, voluntarias y conmutativas, se desplieguen con su danza propia, mientras no surja un interés verdaderamente decisivo para el bien común que justifique la intervención del Estado. En sintonía con las enseñanzas de Adam Smith, esto significa que las mejores soluciones a las necesidades humanas suelen brotar de la interacción libre —aunque responsable— de los individuos, sin la camisa de fuerza de una regulación excesiva. Así, el mercado, encuadrado por las normas supletorias del derecho privado y una justicia general que observa desde la penumbra, puede florecer como un campo repleto de iniciativas, fortalecido por la mano invisible que, sumada a la vigilancia prudente del Estado, consigue que el interés privado y el bien común no se enfrenten, sino que se apoyen mutuamente.
En definitiva, la prudencia del gobernante, inspirada en la subsidiariedad, dirá cuándo el bien común demanda una acción más directa, orden pública y normas imperativas. Mientras tanto, la sabiduría de Smith sugiere que dejar a las partes la mayor libertad posible —sin caer en ingenuidades— genera ese dinamismo que enriquece al todo. Entre el rigor de la ley y la libertad del acuerdo, la justicia general se asoma como un cielo amplio, bajo el cual el gaucho negocia, el mercader trueca y el pueblo prospera, sin que el Estado, salvo necesidad, se convierta en jinete autoritario. Este delicado equilibrio honra la dignidad de la persona y nutre la comunidad, tal como la subsidiariedad y la tradición de Adam Smith aconsejan.
Ahora bien, en la generalidad de los casos, cuando las partes se mueven en el ámbito del sector privado —bajo la égida de la justicia conmutativa—, el contenido y cumplimiento de sus relaciones jurídicas afectan a la justicia general sólo de un modo indirecto y mediato. Es decir, mientras los individuos cumplan con lo pactado, ello interesa al bien común en la medida en que aporta paz, orden y normalidad social, aunque sea sin intervención constante del Estado. De este modo, la mano del legislador no asfixia los convenios privados, sino que les permite respirar con su propia autonomía, otorgándoles normas supletorias que se aplican sólo si las partes así lo deciden, o si un vacío o conflicto lo exige.
En estas relaciones privadas, las normas creadas por la autoridad pública son supletorias: están a la sombra, esperando ser llamadas si las partes necesitan su guía. En cierto modo, esas normas contienen la obligación del bien común de manera virtual, como un cuchillo envainado que no se desenvaina salvo que la voluntad privada lo requiera. El legislador, responsable de la justicia general, confía en que el cumplimiento de los pactos voluntarios beneficiará, a la larga, el bien común. Si el pacto se respeta espontáneamente, no hace falta que el Gobierno se inmiscuya con su poder jurisdiccional. Este sólo se manifestará si una parte reclama, voluntariamente, el auxilio público para hacer cumplir lo acordado.
Sin embargo, claramente esto no significa que la justicia general sea ausente, sino que su acción no es necesaria de modo inmediato. Su influencia es potencial: si las partes andan derechas, el bien común se complace en su prosperidad silenciosa. Si algo va torcido, entonces la parte que se siente agraviada puede acudir al Estado, exigiendo que el orden público —ahora más que virtual— defienda su derecho. Aun así, la mayor parte del tiempo el orden público civil permanece en segundo plano, dejando que el principio de subsidiariedad florezca.
Por supuesto, hay casos excepcionales en que el bien común se juega con mayor inmediatez en la relación privada. Allí la norma no es meramente supletoria, sino imperativa: hablamos del “orden público civil”. El acuerdo voluntario no es ya el monarca de la relación, sino que debe someterse a una norma imperativa dictada por el legislador en virtud del bien común. Si las partes osaran traspasar el límite de lo prohibido—por ejemplo, intentando pactar algo contrario a la ley, la moral, las buenas costumbres, el orden público o la dignidad humana—, se les retira el amparo de la ley supletoria y el Estado no dará auxilio para ejecutar tal pacto.
Así lo establece el art. 279 del CCC, eco del viejo art. 953 del Código Civil anterior. Si las partes cruzan esa raya, el acuerdo es como si careciera de objeto; ante la autoridad pública su invocación será vana. El juez, la administración, todos los órganos estatales rehusarán su intervención. Aquí la justicia general, hecha orden público civil, se vuelve presente y efectiva, condicionando el contenido de las prestaciones entre particulares. Las partes seguirán siendo las únicas titulares de los derechos exigibles, pero su conducta no podrá sobrepasar el cerco del bien común.
Cuando la justicia general se hace efectiva en la relación privada a través del orden público, aparece un “sujeto reflejo”: el Gobierno, autor de la ley y responsable del bien común. Este sujeto no es parte de la relación ni titular de derechos exigibles en ella, pero marca el límite dentro del cual las prestaciones deben moverse. Su función es velar porque la voluntad privada no desate tormentas que pongan en jaque la armonía social. Así, sin alterar la sustancia de la relación (que sigue siendo entre dos particulares), la justicia general introduce un control firme sobre las conductas. La violación de la norma de orden público genera una nueva relación con el infractor, donde el Estado, en su calidad de guardián del bien común, puede imponer sanciones, negar asistencia o invalidar el acto. Esta relación adicional es de justicia particular (distributiva), pues se trata de adjudicar consecuencias proporcionadas a la falta cometida.
Este delicado dispositivo muestra que la justicia general, a través del orden público, no anula la justicia conmutativa, sino que la modera. Permite que el mercado y las relaciones privadas discurran con su libertad natural, mientras no dañen la dignidad humana ni amenacen el bien común. Y cuando advierte peligro, la justicia general irrumpe con norma imperativa para sujetar las riendas. Ni un potrero sin cerca, ni una corralera asfixiante: un pastizal donde la iniciativa florece, pero con límites marcados por la ley, guardiana del bien común.
En conclusión, la justicia general, a través del orden público civil, desempeña un rol meramente negativo en las relaciones privadas de carácter conmutativo: no las gobierna a cada paso, pero las vigila desde la lejanía, lista para intervenir cuando la voluntad de las partes cruce la línea del bien común. Este equilibrio sutil enriquece la vida social, asegurando que, en el balance final, la libertad y la dignidad humana no se malogren bajo el solo influjo de la ambición o el capricho.Es el “orden público civil”: un cerco, una posta firme clavada en el suelo, que no sólo impide, sino a veces ordena. Como una tranquera que no se abre a voluntad, el orden público civil traza el límite infranqueable frente a pactos contrarios a la dignidad humana, las buenas costumbres, la moral o el bien común.
El art. 12 del CCC (y el 279 en su estela) establece que las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia esté interesado el orden público. De tal modo, la libertad negocial, ese potro suelto en la llanura del derecho privado, topa con una barrera: las normas imperativas. Se actúa, pues, sobre la libertad para impedir que se descarríe, para evitar que el capricho privado malverse el bien común. La figura es la de una barrera negativa, un dique que prohíbe acuerdos que atraviesen lo indecible. Estas normas imperativas, hijas de la justicia general, permiten al Estado (o a sus órganos competentes) verificar de oficio su cumplimiento y sancionar su infracción. Aquí emerge el concepto técnico-jurídico de “policía”: la actividad regulatoria de la Administración, autorizada a vigilar el cumplimiento de estas normas de orden público y a castigar el incumplimiento con independencia de la voluntad de las partes. La palabra “policía” no se limita a la imagen de uniformados y rondines, sino que alude a la función regulatoria, a la potestad de fijar un rumbo mínimo para que la sociedad no naufrague en el mar de las libertades sin amarras. Estas normas no son meras sugerencias: su cumplimiento no depende de la aquiescencia voluntaria de las partes. Son barreras que, en casos especiales y acotados, el legislador levanta para defender al bien común de la codicia o la imprevisión.
V. La irrupción de la norma de derecho público.
Añida en las explicaciones anteriores que la intervención estatal es siempre excepcional, pues se asienta sobre un reino —el del mercado— normalmente libre. Cuando la ley policial entra al galope, lo hace porque el interés sustancial del Estado en resguardar el bien común así lo demanda. Si fuera demasiado frecuente, volvería la llanura un potrero cercado por espinas. Es claro que el principio de subsidiariedad indica que esta regulación debe ser mesurada, sólo activada cuando el bien común corre riesgo inmediato.
En ese sentido, no hablamos aquí de una “fuerza” separada, sino de un componente de las funciones estatales, aunque por costumbre digamos “poder de policía”. La concepción ideológica liberal, predominante en los siglos XVIII y XIX, desdibujó este concepto. La sociedad era vista como un hecho dado, ya acabado, y el Estado sólo podía intervenir para asegurar el orden que permitiera su mantenimiento. La policía, en esa visión, se redujo a una mera reglamentación del ejercicio de algunos derechos constitucionales, una suerte de valla formal sin un porqué hondo ni un para qué trascendente. Este enfoque “reglamentarista” de la policía prestaba atención sólo a lo externo: división de poderes, jurisdicciones, garantías, la estructura jerárquica de la pirámide normativa. La policía así entendida, mera formalidad, llevaba a un orden vacío, el “orden de los sepulcros”, incapaz de resolver la cuestión social que agitó el siglo XIX y comienzos del XX. En ese escenario, la policía parecía un simple bastón del que se aferraba el poder, sin abrazar ni la justicia ni el bien común. No se trata ahora de ignorar los aspectos clásicos del estudio de la policía. Por el contrario, se propone asumirlos en un sistema más vigoroso, nutrido por las reglas de la virtud social por excelencia: la justicia.
Bajo esta luz, es posible distinguir dos momentos: la policía como “poder” y la policía como ejercicio efectivo de ese poder. El primer aspecto, el “poder de policía”, se asienta sobre el bien común —causa de las causas del Estado— hacia el cual tienden todas las conductas humanas según la justicia general, canalizada por la norma de orden público. Vemos entonces que el “poder de policía”, como parte inherente de la potestad estatal, no halla su fundamento en la mera facultad de reglamentar derechos constitucionales. El Código Civil también reglamenta el ejercicio del derecho de propiedad, por ejemplo, pero la mayoría de sus normas no son policiales.
En ese sentido, cabe destacar que la esencia de la policía está en la responsabilidad del Estado frente al bien común, en la necesidad de realizarlo para la subsistencia de la comunidad y su preeminencia sobre el bien particular.
Claramente el instituto de la policía es, en definitiva, una especie del género “orden público”, esa expresión jurídica de las exigencias de la justicia general.
De allí que puede colegirse que la norma de policía (de orden público) se hace presente de modo reflejo en la relación jurídica privada, sin integrarla en su sistema originario de derecho objetivo (como el Código Civil para la compraventa o el Código de Trabajo para el contrato laboral), pero incidiendo si la relación puede afectar el bien común. Así, por ejemplo, imponiendo un techo al precio de una venta o un mínimo al salario del obrero. Va de suyo que la relación jurídica sigue siendo de derecho privado, aunque ciertos elementos de su contenido se vean condicionados por la norma de orden público.
Lo señalado es de estricta importancia. El derecho público irrumpe en el escenario al regularrelaciones gobernadas por la justicia distributiva, mientras que el orden público es una cualidad que puede impregnar también a las normas del derecho privado, orientando, de modo imperativo, el contenido de la relación en favor del bien común.
Es por ello que, en esta instancia, todavía estamos aquí en el campo de la justicia general que actúa de modo reflejo: las partes de la relación no son acreedor ni deudor del bien común, objeto de la justicia general. Pero no debe omitirse que la presencia de la norma de orden público introduce un límite. Así y todo, este límite no convierte la relación en pública ni la despoja de su carácter privado: sólo se superpone un “sujeto reflejo”, el Estado (en su rol de garante del bien común), que señala la frontera insalvable.
Recién, una vez definidos los límites por la norma de orden público, el Estado mueve sus instrumentos coactivos: ejerce su “poder” de policía. Al hacerlo, entabla relaciones jurídicas concretas con los administrados. La abstracción del orden público se vuelve un sistema de prestaciones recíprocas: el Estado debe cumplir con la virtud de la justicia en su interacción con el individuo. Ahora el Estado, al proteger el bien común, afronta la parte que le toca a ese sujeto como parte del todo, sin imponer cargas desproporcionadas que alterarían la igualdad con otros administrados similares. Es el momento en que la policía, ya no como mero “poder”, sino como ejercicio efectivo, entra a tallar.
En efecto, una vez fijados los linderos por la norma de orden público, el Estado desenvaina sus instrumentos coactivos y se lanza al ruedo, ejerciendo su “poder” de policía con manos más firmes.
En este segundo paso, la abstracción del orden público, antes latente y potencial, se transmuta en una danza concreta de derechos y deberes recíprocos entre el Estado y el administrado. Si en la primera instancia la justicia general se limitaba a mostrarse como un cerco remoto, una estrella lejana que guiaba sin apretar, ahora toma cuerpo en una relación jurídica palpable.
Puede vislumbrarse que el Estado, al proteger el bien común, asume su porción de responsabilidad frente a cada administrado particular, a quien no ve como un forastero suelto, sino como parte integrante del gran todo social. Como el capataz que, al imponer una regla en la estancia, debe tratar con el peón de carne y hueso, el Estado se obliga también a respetar un justo equilibrio. No puede cargar a un administrado con un fardo más pesado que el de otros en situación comparable, evitando así quiebras en la igualdad comparativa que la justicia distributiva demanda.
Este es un momento delicado: la virtud de la justicia, en su faz general, habita el corazón de la administración pública. El Estado no puede, so pretexto del bien común, ensañarse con uno y favorecer a otro sin medida. La justicia distributiva, que ya conocemos como rectora de las relaciones donde el bien común se “parte” en porciones, alumbra aquí el sendero.
En ese orden de ideas, si el poder de policía apareciese como una mano caprichosa y desproporcionada, el susurro del bien común se convertiría en un grito amargo, y la confianza en la autoridad se disiparía como neblina al amanecer.
Por ello, la administración debe ceñirse a la prudencia, midiendo con tino las cargas que impone, garantizando que la balanza no se incline injustamente. En pocas palabras, el ejercicio del poder de policía no es mera imposición: es la creación de una relación jurídica concreta entre Estado y administrado, donde ambos se entretejen en la urdimbre de la justicia distributiva. El administrado, como “parte del todo”, exige no quedar aplastado por el peso del bien común mal interpretado; el Estado, en su papel de centinela del orden, debe hilar fino para no romper la tela que sostiene la confianza colectiva.
Por ello es que resulta distinta también la situación de los servicios públicos, actividades fuera del mercado, ajenas a la libertad negocial de las partes. Allí, el Estado no se asoma como convidado de piedra; él es el propio sembrador de esa actividad. En este terreno, la regulación imperativa es la norma, no la excepción. Inspirada también en criterios de justicia general, la prestación del servicio público se rige por justicia distributiva, no conmutativa. La intervención estatal no es una anomalía, sino la condición natural de estas actividades, cuyo fin directo e inmediato es el bien común. El margen para la voluntad privada es menor, pues la actividad, siendo colectiva y esencial, no puede dejarse al vaivén del interés individual.
En consecuencia, si de leyes y justicia hemos de hablar, conviene aclarar que no todas las relaciones jurídicas se tallan con el mismo molde. Hay niveles distintos en los que la justicia general, esa que vela por el bien común, se cruza con las leyes del derecho privado. Primero está el terreno ancho y libre del mercado, donde cada quien hace valer su palabra y los acuerdos entre partes son la ley que las rige. Aquí reina la justicia conmutativa, aquella que se basa en el trato igualitario y el equilibrio entre lo que se da y lo que se recibe. Las normas que dicta el Gobierno en este ámbito son supletorias, sólo intervienen cuando las partes no se han puesto de acuerdo. Es el dominio de la libertad negocial, base y regla de las relaciones jurídicas, según lo manda el principio de subsidiariedad, que otorga al sector privado su espacio propio y obliga al sector público a respetarlo. Pero no siempre todo queda librado al acuerdo de las partes. Hay un segundo nivel donde la justicia general deja su huella, imponiendo límites al ejercicio de la libertad. Esto ocurre cuando el legislador decide que el interés del bien común exige intervenir en relaciones regidas, en principio, por la justicia conmutativa.
En estos casos, la libertad de las partes se enfrenta a restricciones que pueden adoptar varias formas:a) Limitaciones negativas: Aquí se establecen barreras que las partes no pueden cruzar. Estas restricciones son de orden público y, si se incumplen, los jueces pueden declarar la nulidad de los actos. Incluso la Administración Pública puede negarse a intervenir en actos afectados por estos vicios. b) Limitaciones con control de oficio: Además de las barreras antes mencionadas, la Administración Pública tiene el deber de verificar si se han infringido las normas y sancionar a los responsables, incluso si la víctima no lo solicita. Este es el campo propio de la policía administrativa. c) Limitaciones y mandatos positivos: Aquí se suman obligaciones concretas que las partes deben cumplir, bajo la supervisión de la Administración Pública. Es el ámbito de la regulación económica, donde se establece un equilibrio entre los derechos de los particulares y las exigencias del bien común. En todos estos casos, aunque hablamos de relaciones jurídicas del derecho privado, la justicia general interviene de manera excepcional y restrictiva. Esto protege principios fundamentales como la propiedad y la libertad de las personas para relacionarse según su voluntad, tal como lo garantiza nuestra Constitución.
Sin embargo, hay un tercer nivel que merece mención aparte: las actividades delegadas por el Estado a particulares, como ocurre con la gestión de los servicios públicos. Aquí, aunque parece que estamos frente a relaciones entre particulares, la justicia distributiva, y no la conmutativa, rige estas actividades. Cuando el Estado concede o delega un servicio público a un particular, este queda sometido a las mismas normas que regirían si fuera el propio Estado quien prestara el servicio. Por eso, aunque algunos lo llaman regulación, en realidad se trata de una sujeción al interés público, no al libre mercado.
En este contexto, las concesiones de servicios públicos representan un tercer nivel, donde las normas no buscan proteger sólo el orden público, sino también garantizar los derechos de los usuarios y el interés general de la Administración Pública.
- San Isidoro de Sevilla, en sus Etimologías (Libro V, De Legibus et Temporibus), establece un vínculo entre el derecho y la justicia al afirmar que: “Ius dictum est a iustitia, nam, ut eleganter Celsus definit, ius est ars boni et aequi.” (Se llama derecho [ius] porque proviene de la justicia [iustitia], pues, como elegantemente lo define Celso, el derecho es el arte de lo bueno y equitativo.) ↩︎
- Por ejemplo, en el caso de una política social que adjudique viviendas, el derecho del beneficiario es, inicialmente, a la adjudicación de la vivienda; una vez que esta le es asignada, pasa a ser un derecho pleno sobre la propiedad, integrándose a su patrimonio particular. El crédito distributivo se refiere tanto a beneficios como a cargas. Por un lado, los beneficios son las porciones del bien común que se distribuyen a los miembros de la comunidad, como servicios públicos, subsidios, becas o infraestructura. Por otro lado, las cargas son las contribuciones necesarias para generar y sostener el bien común, como los tributos o el cumplimiento de obligaciones comunitarias. En ambos casos, la justicia distributiva garantiza que la distribución de beneficios y la imposición de cargas sea proporcional, asegurando que cada miembro de la comunidad reciba lo que le corresponde y contribuya en la medida justa. Santo Tomás de Aquino, siguiendo la tradición aristotélica, sostiene que el bien común es “del todo y de la parte”, lo que significa que su existencia se realiza plenamente cuando cada miembro de la comunidad puede participar de él. En la Summa Theologiae (II-II, q. 58, a. 5), Tomás distingue entre la justicia legal, que ordena la conducta de los ciudadanos al bien común, y la justicia distributiva, que se encarga de asignar bienes y cargas de acuerdo con la situación particular de cada individuo. En este sentido, el acceso al bien común no se traduce en un derecho de apropiación individual (ius in re), sino en un derecho a una distribución justa (ius ad rem), basada en la equidad y las necesidades de la comunidad. Desde la teoría jurídica moderna, autores como John Rawls han reforzado esta concepción al argumentar que la justicia distributiva no busca la igualdad de posesión sino la equidad en el acceso a los bienes primarios de la sociedad (A Theory of Justice, 1971). En este marco, los derechos individuales sobre el bien común no se entienden como títulos de propiedad sobre un bien concreto, sino como derechos a recibir una porción justa de los recursos sociales, lo que se vincula con el principio de justicia como equidad. En el ámbito jurídico, esta distinción se manifiesta por ejemplo respecto del acceso a la educación, la salud y el trabajo no implica que los ciudadanos sean “propietarios” de estos bienes, sino que tienen un derecho exigible al Estado y a la sociedad para garantizar su acceso en condiciones de equidad. Este principio también se refleja en la doctrina del Estado social de derecho, que establece que el bienestar colectivo debe ser promovido a través de mecanismos de redistribución y políticas públicas que permitan la participación efectiva de todos en los beneficios del desarrollo. ↩︎
- La Escuela Austríaca de Economía ha sostenido de manera constante una postura crítica frente a la intervención estatal en las relaciones contractuales, particularmente cuando esta se materializa a través de disposiciones de orden público que restringen la autonomía de la voluntad. Desde su concepción del mercado como un orden espontáneo, resultado de la interacción libre de los individuos en la búsqueda de sus propios intereses, cualquier limitación impuesta por el Estado en las transacciones privadas es vista como un obstáculo que distorsiona la asignación eficiente de los recursos y genera consecuencias no previstas que terminan siendo más perjudiciales que el problema que intentan solucionar. Para los economistas austríacos, la autonomía de la voluntad es un principio fundamental que permite a los individuos establecer acuerdos mutuamente beneficiosos sin la injerencia de una autoridad central. La idea de que el Estado debe intervenir para equilibrar relaciones contractuales asimétricas o proteger a una de las partes de posibles abusos es, en su visión, un error conceptual que subestima la capacidad del mercado para autorregularse y corregir conductas desleales a través de mecanismos como la competencia, la reputación y la presión social. Friedrich Hayek, en su obra Los fundamentos de la libertad, argumenta que la intervención en las relaciones privadas mediante regulaciones de orden público no solo restringe la libertad de los individuos, sino que además erosiona el funcionamiento del sistema de precios, que es el mecanismo por excelencia para la transmisión de información dentro del mercado. En ese orden de ideas, cabe señalar que Ludwig von Mises, en La acción humana, desarrolla la idea de que la planificación estatal y la regulación excesiva generan incentivos perversos que afectan la eficiencia de los contratos y desincentivan la responsabilidad individual. Desde esta perspectiva, la imposición de cláusulas obligatorias, restricciones a la libertad de contratación o controles de precios no solo alteran las relaciones espontáneas entre las partes, sino que generan efectos adversos, como el encarecimiento de bienes y servicios, la reducción de la oferta y la informalización de la economía. En el caso de los contratos laborales, por ejemplo, los austríacos sostienen que la imposición de normas de orden público como el salario mínimo, la indemnización obligatoria por despido o la regulación de la jornada laboral no protege realmente al trabajador, sino que reduce la flexibilidad del mercado y eleva el costo de contratación, incentivando el desempleo estructural y la precarización laboral. La misma lógica se aplica a las normativas de protección al consumidor y los controles de alquileres. En el primer caso, los austríacos argumentan que la competencia es el mejor regulador de la calidad y transparencia en las relaciones de consumo, ya que los vendedores que actúan de manera desleal pierden clientes y son desplazados por aquellos que ofrecen mejores condiciones. La intervención del Estado mediante normas restrictivas en los contratos de adhesión o en las cláusulas abusivas es vista como un mecanismo artificial que introduce rigideces innecesarias y desalienta la innovación en el mercado. En cuanto a los controles de alquileres, se considera que la fijación de precios máximos y la regulación de los términos contractuales llevan a una reducción en la oferta de viviendas, ya que los propietarios, al no poder ajustar las rentas de acuerdo con la inflación y la demanda, optan por retirar sus propiedades del mercado o destinar sus inversiones a otros sectores, lo que a largo plazo genera desabastecimiento y deterioro del parque inmobiliario. Desde la óptica austríaca, la intervención estatal en la autonomía de la voluntad mediante disposiciones de orden público es, en última instancia, un reflejo del intento del Estado por imponer un modelo centralizado de justicia en detrimento del orden espontáneo del mercado. Para esta escuela, la verdadera justicia contractual no surge de la imposición de normas externas, sino de la interacción libre de los agentes económicos dentro de un marco de competencia y respeto a la propiedad privada. La historia económica ha demostrado, según los austríacos, que las economías más prósperas y dinámicas han sido aquellas donde la libertad contractual ha sido respetada y el papel del Estado se ha limitado a la garantía del cumplimiento de los acuerdos y la resolución de disputas sin interferir en el contenido de los contratos. La esencia del pensamiento austríaco radica en la convicción de que los individuos son los mejores jueces de sus propios intereses y que la descentralización de las decisiones económicas es la única manera de lograr un crecimiento sostenido y una distribución eficiente de los recursos. La pretensión de corregir desequilibrios a través de la legislación de orden público, lejos de solucionar problemas, genera nuevas distorsiones que afectan el desarrollo del mercado y restringen las oportunidades de intercambio voluntario. Por ello, la Escuela Austríaca defiende una concepción del derecho contractual basada en la mínima intervención estatal, donde la autonomía de la voluntad sea el principio rector y donde las reglas del mercado, más que las imposiciones normativas, sean las encargadas de determinar las condiciones de los acuerdos entre las partes.
En tales condiciones, no puede dejar de hacerse notar que el artículo 42 de la Constitución Nacional Argentina establece un mandato de protección a los consumidores y usuarios en sus relaciones de consumo, garantizando el derecho a una información adecuada, a la libertad de elección y a condiciones de trato equitativo y digno, además de disponer la presencia del Estado en la regulación de la calidad y eficiencia de los servicios públicos y la defensa de la competencia. A primera vista, este precepto constitucional parece entrar en conflicto con la visión de la Escuela Austríaca de Economía, que aboga por una mínima intervención estatal y la primacía de la autonomía de la voluntad en las relaciones contractuales. Sin embargo, una interpretación más profunda permite encontrar puntos de compatibilización entre ambos enfoques, sobre todo si se considera el rol del Estado no como un interventor activo en el mercado, sino como un garante del cumplimiento de las reglas de juego que permitan el correcto funcionamiento de la competencia y la transparencia en los intercambios. Sucede que, en efecto, desde la perspectiva austríaca, la protección del consumidor no es una justificación suficiente para la regulación excesiva ni para la imposición de normas que restrinjan la libre contratación. Para esta escuela de pensamiento, el mejor mecanismo de defensa de los consumidores no es la intervención estatal directa en los contratos, sino el mantenimiento de un mercado abierto y competitivo, donde la reputación de las empresas, la libre elección y la innovación conduzcan a mejores estándares de calidad y precios más eficientes. En este sentido, si el artículo 42 se interpreta como un mandato de fomento de la competencia y la eliminación de barreras artificiales que distorsionen el mercado, entonces no solo no sería contradictorio con la visión austríaca, sino que podría verse como una garantía del orden espontáneo que esta escuela defiende. Añadiese a lo anterior que otro de los puntos clave en los que la Escuela Austríaca puede encontrar una compatibilización con el artículo 42 es la defensa de la competencia. Aunque los austríacos son críticos de las políticas antimonopólicas coercitivas impuestas por el Estado, sí reconocen que la competencia es un elemento esencial del mercado y que cualquier barrera artificial que limite la entrada de nuevos competidores perjudica tanto a consumidores como a productores. En este sentido, el mandato constitucional de garantizar el funcionamiento competitivo del mercado puede interpretarse no como una habilitación para la intervención estatal indiscriminada, sino como un llamado a eliminar restricciones normativas que benefician a ciertos actores económicos en detrimento de otros. Asimismo otro punto de enlace radica en la transparencia y la información en las relaciones de consumo. Los austríacos sostienen que el mercado es un sistema de transmisión de información descentralizada y que los precios, la reputación y la experiencia del consumidor son los principales mecanismos mediante los cuales los individuos toman decisiones racionales. En este contexto, la exigencia constitucional de brindar información adecuada a los consumidores no necesariamente implica una regulación intrusiva de los contratos, sino que puede interpretarse como la necesidad de establecer mecanismos de acceso a información veraz que permita a los agentes económicos tomar decisiones informadas sin necesidad de regulaciones paternalistas que limiten la libertad de contratación.
Finalmente, si bien el artículo 42 menciona la necesidad de regulación estatal para garantizar la calidad y eficiencia de los servicios públicos, una interpretación compatible con la Escuela Austríaca sería aquella en la que la intervención del Estado se limite a garantizar la existencia de condiciones institucionales que permitan la competencia en la provisión de estos servicios, en lugar de asumir un rol de regulador omnipresente que imponga condiciones contractuales rígidas y distorsionantes. Desde esta perspectiva, la intervención estatal debería enfocarse en asegurar la seguridad jurídica, la previsibilidad y la eliminación de trabas burocráticas que impidan la entrada de nuevos oferentes y la mejora en la prestación de servicios, en lugar de intentar dirigir activamente los términos y condiciones de los intercambios. En conclusión, aunque la Escuela Austríaca mantiene una postura escéptica frente a la intervención estatal, su enfoque no necesariamente entra en contradicción con el artículo 42 de la Constitución si se interpreta este mandato en términos de garantizar un mercado libre, competitivo y transparente, en lugar de imponer regulaciones excesivas que limiten la autonomía de la voluntad de los contratantes. La clave para compatibilizar ambos enfoques radica en entender que la mejor protección para los consumidores proviene de la libre competencia y del acceso a información clara, más que de la regulación estatal directa de los contratos. ↩︎ - La estructura de la justicia conmutativa se manifiesta de manera clara en el campo de la responsabilidad civil por actos ilícitos, especialmente en el caso de indemnizaciones derivadas de accidentes de tránsito. La función del derecho de daños, dentro del marco de la justicia conmutativa, es restablecer el equilibrio patrimonial alterado por el hecho ilícito, garantizando que la víctima reciba una compensación equivalente al perjuicio sufrido. Esta lógica se alinea con los tres pilares esenciales de la justicia conmutativa: el sujeto privado como término de la relación, el bien privado como objeto de lo debido y la igualdad como medida del resarcimiento.
El primer pilar, “el otro como término”, se verifica en que las partes involucradas en la responsabilidad por daños en un accidente de tránsito son sujetos privados. Tanto el conductor que ocasiona el daño como la víctima son particulares que interactúan en el tráfico vehicular sin la intervención del Estado en la relación causal del daño. A diferencia de la justicia distributiva, en la que el Estado asigna recursos con base en principios de equidad, en la justicia conmutativa el resarcimiento surge de una relación entre iguales, donde el obligado a reparar es aquel que ha causado el perjuicio de manera antijurídica. Este principio se mantiene incluso cuando intervienen compañías de seguros, ya que la obligación de indemnizar recae en última instancia sobre el responsable del hecho. El seguro opera como un mecanismo de transferencia del riesgo, pero no altera la estructura conmutativa de la relación, en la que un sujeto privado indemniza a otro en proporción al daño causado. El segundo pilar, “lo debido como objeto”, se evidencia en que el objeto de la obligación resarcitoria es un bien privado: la indemnización pecuniaria que debe pagar el responsable del daño. A diferencia de las prestaciones propias de la justicia distributiva, que pueden incluir asignaciones de bienes públicos en función de criterios de equidad social, la indemnización en la justicia conmutativa se basa en la reposición del daño sufrido en términos estrictamente patrimoniales. En este sentido, la reparación del daño se rige por el principio de restitutio in integrum, que busca restablecer la situación patrimonial de la víctima al estado en que se encontraba antes del siniestro. Este criterio refuerza la lógica de la justicia conmutativa, ya que la indemnización no es una medida punitiva ni una herramienta de redistribución social, sino un mecanismo correctivo que busca mantener la igualdad patrimonial entre las partes afectadas. El tercer pilar, “la igualdad como medida”, se traduce en la proporcionalidad del resarcimiento. La cuantificación del daño en un accidente de tránsito se basa en criterios objetivos que buscan determinar el valor exacto de la pérdida sufrida por la víctima, evitando tanto el enriquecimiento indebido como la insuficiencia de la reparación. La justicia conmutativa exige que el monto indemnizatorio refleje con precisión el perjuicio experimentado, sin que intervengan consideraciones de equidad subjetiva o redistribución social. Así, la reparación del daño material se establece con base en pruebas concretas, como facturas de gastos médicos, tasaciones de vehículos y cálculos de lucro cesante. En el caso de daños extrapatrimoniales, como el daño moral, se recurre a estándares jurisprudenciales que buscan determinar un quantum equitativo, pero siempre dentro de un marco de equivalencia y no de compensación arbitraria. Sin embargo, la estructura conmutativa de la responsabilidad por actos ilícitos puede verse matizada en ciertos casos donde intervienen principios de justicia distributiva. Un ejemplo de esto es la imposición de seguros obligatorios, que introduce un mecanismo de socialización del riesgo para evitar que las víctimas queden desprotegidas en casos donde el responsable del daño carece de capacidad económica para indemnizar. Este tipo de regulaciones, aunque responden a una lógica de equidad y no de equivalencia estricta, no alteran el principio general de que la obligación resarcitoria en accidentes de tránsito sigue siendo una relación de naturaleza conmutativa, donde la indemnización tiene como único fin restablecer la igualdad patrimonial afectada por el ilícito. ↩︎ - Esta pintura verbal muestra claramente los tres elementos de la justicia: la alteridad (siempre “el otro” como término), lo debido como objeto y la igualdad como medida. En la justicia conmutativa estos tres elementos se manifiestan con el rigor de quien mide con escuadra y compás, otorgándole un carácter distintivo: aquí se ve al otro como semejante individual, sin interferencia política, con bienes privados que fluyen de manos a manos según el acuerdo libre entre partes iguales. ↩︎
- Si la comunidad política asomara con su mano para imponer mayores exigencias, se pasaría a otro tipo de justicia. Pero mientras no haga falta, las partes bailan su minué sin que el capitán del barco comunitario intervenga. Este cuadro revela que la justicia conmutativa reina en el ámbito puro del derecho privado, donde los bienes ya están “privatizados” o “individualizados”. Si el Estado, con su fuerza de lo público, apareciera, entonces entrarían otras especies de justicia. Aquí, la clave es la ausencia directa del bien común en forma inmediata, y el respeto a la autonomía de las partes: lo que ellas acuerden será el precio justo, la medida exacta del acto justo. Y así, con el principio de subsidiariedad, mientras no se requiera la acción política, las partes se mueven libres y ajustan su relación con el rigor de la equidad individual, sin que el Gobierno meta su cuchara. ↩︎
- Este planteo se encuentra en línea con la teoría del orden espontáneo de Friedrich Hayek, quien argumenta que la libre interacción de los individuos en el mercado produce un equilibrio que favorece el bienestar general sin necesidad de una planificación centralizada. ↩︎
- Uno de los principales exponentes de esta visión es **Adam Smith**, quien en *La riqueza de las naciones* (1776) introduce el concepto de la **mano invisible** para describir cómo la búsqueda del interés individual contribuye, sin una intención deliberada, al bien común. Según Smith, cuando los individuos persiguen su propio beneficio —ofreciendo bienes y servicios a cambio de un precio determinado por la oferta y la demanda—, terminan generando una asignación óptima de recursos en la economía. En este esquema, la autonomía de la voluntad en las transacciones permite que el mercado se autorregule y asigne los bienes a quienes más los valoran, sin necesidad de una intervención estatal que distorsione los incentivos naturales del sistema. ↩︎
- Desde la visión **neoclásica** y la **economía del bienestar**, el principio de autonomía de la voluntad también se justifica en términos de eficiencia. La teoría del **óptimo de Pareto**, desarrollada por Vilfredo Pareto y profundizada en el análisis de mercados competitivos, sostiene que cuando los individuos pueden intercambiar libremente sin interferencias externas, el resultado final tiende a maximizar el bienestar de todos. En un mercado donde los contratos son voluntarios, cada transacción se realiza porque ambas partes creen que mejorarán su situación, lo que significa que el conjunto de la sociedad avanza hacia una asignación de recursos más eficiente. ↩︎
- Por otro lado, desde una perspectiva libertaria, economistas como **Murray Rothbard** sostienen que cualquier restricción a la autonomía de la voluntad es una forma de coerción que impide el desarrollo natural del mercado. Para Rothbard, la intervención del Estado en las relaciones contractuales (a través de regulaciones, impuestos o leyes de salario mínimo) distorsiona los incentivos y genera efectos adversos como el desempleo, la ineficiencia productiva y la corrupción. Desde esta perspectiva, cuanto mayor sea el respeto por la libertad de contratación, más dinámico y próspero será el orden económico resultante. ↩︎
- Otro aspecto crucial del vínculo entre justicia general y mercado es su papel en la generación de confianza en las instituciones económicas. Douglass North, en su teoría de las instituciones y el crecimiento económico (Institutions, Institutional Change and Economic Performance, 1990), destaca que la prosperidad de una economía no depende exclusivamente de la acumulación de capital o de la eficiencia productiva, sino de la calidad de las instituciones que rigen la actividad económica. Desde esta perspectiva, la justicia general no es solo un mecanismo de coerción para evitar delitos y sancionar incumplimientos, sino un factor esencial en la reducción de la incertidumbre y el establecimiento de reglas claras que permitan la planificación económica a largo plazo. En economías donde la justicia es impredecible o donde la aplicación de las normas depende de factores políticos o discrecionales, los agentes económicos adoptan estrategias defensivas que afectan la inversión y el crecimiento. Un sistema de justicia general eficiente y transparente reduce los costos de transacción, facilita el acceso al crédito, permite la expansión del comercio y fomenta la especialización productiva. La evidencia empírica de economías con sistemas judiciales sólidos muestra que estos factores están directamente correlacionados con niveles más altos de inversión extranjera, innovación tecnológica y crecimiento del PIB per cápita. ↩︎