Justicia distributiva y derecho administrativo: un vínculo inexorable

  1. San Isidoro de Sevilla, en sus Etimologías (Libro V, De Legibus et Temporibus), establece un vínculo entre el derecho y la justicia al afirmar que: “Ius dictum est a iustitia, nam, ut eleganter Celsus definit, ius est ars boni et aequi.” (Se llama derecho [ius] porque proviene de la justicia [iustitia], pues, como elegantemente lo define Celso, el derecho es el arte de lo bueno y equitativo.) ↩︎
  2. Por ejemplo, en el caso de una política social que adjudique viviendas, el derecho del beneficiario es, inicialmente, a la adjudicación de la vivienda; una vez que esta le es asignada, pasa a ser un derecho pleno sobre la propiedad, integrándose a su patrimonio particular. El crédito distributivo se refiere tanto a beneficios como a cargas. Por un lado, los beneficios son las porciones del bien común que se distribuyen a los miembros de la comunidad, como servicios públicos, subsidios, becas o infraestructura. Por otro lado, las cargas son las contribuciones necesarias para generar y sostener el bien común, como los tributos o el cumplimiento de obligaciones comunitarias. En ambos casos, la justicia distributiva garantiza que la distribución de beneficios y la imposición de cargas sea proporcional, asegurando que cada miembro de la comunidad reciba lo que le corresponde y contribuya en la medida justa. Santo Tomás de Aquino, siguiendo la tradición aristotélica, sostiene que el bien común es “del todo y de la parte”, lo que significa que su existencia se realiza plenamente cuando cada miembro de la comunidad puede participar de él. En la Summa Theologiae (II-II, q. 58, a. 5), Tomás distingue entre la justicia legal, que ordena la conducta de los ciudadanos al bien común, y la justicia distributiva, que se encarga de asignar bienes y cargas de acuerdo con la situación particular de cada individuo. En este sentido, el acceso al bien común no se traduce en un derecho de apropiación individual (ius in re), sino en un derecho a una distribución justa (ius ad rem), basada en la equidad y las necesidades de la comunidad. Desde la teoría jurídica moderna, autores como John Rawls han reforzado esta concepción al argumentar que la justicia distributiva no busca la igualdad de posesión sino la equidad en el acceso a los bienes primarios de la sociedad (A Theory of Justice, 1971). En este marco, los derechos individuales sobre el bien común no se entienden como títulos de propiedad sobre un bien concreto, sino como derechos a recibir una porción justa de los recursos sociales, lo que se vincula con el principio de justicia como equidad. En el ámbito jurídico, esta distinción se manifiesta por ejemplo respecto del acceso a la educación, la salud y el trabajo no implica que los ciudadanos sean “propietarios” de estos bienes, sino que tienen un derecho exigible al Estado y a la sociedad para garantizar su acceso en condiciones de equidad. Este principio también se refleja en la doctrina del Estado social de derecho, que establece que el bienestar colectivo debe ser promovido a través de mecanismos de redistribución y políticas públicas que permitan la participación efectiva de todos en los beneficios del desarrollo. ↩︎
  3. La Escuela Austríaca de Economía ha sostenido de manera constante una postura crítica frente a la intervención estatal en las relaciones contractuales, particularmente cuando esta se materializa a través de disposiciones de orden público que restringen la autonomía de la voluntad. Desde su concepción del mercado como un orden espontáneo, resultado de la interacción libre de los individuos en la búsqueda de sus propios intereses, cualquier limitación impuesta por el Estado en las transacciones privadas es vista como un obstáculo que distorsiona la asignación eficiente de los recursos y genera consecuencias no previstas que terminan siendo más perjudiciales que el problema que intentan solucionar. Para los economistas austríacos, la autonomía de la voluntad es un principio fundamental que permite a los individuos establecer acuerdos mutuamente beneficiosos sin la injerencia de una autoridad central. La idea de que el Estado debe intervenir para equilibrar relaciones contractuales asimétricas o proteger a una de las partes de posibles abusos es, en su visión, un error conceptual que subestima la capacidad del mercado para autorregularse y corregir conductas desleales a través de mecanismos como la competencia, la reputación y la presión social. Friedrich Hayek, en su obra Los fundamentos de la libertad, argumenta que la intervención en las relaciones privadas mediante regulaciones de orden público no solo restringe la libertad de los individuos, sino que además erosiona el funcionamiento del sistema de precios, que es el mecanismo por excelencia para la transmisión de información dentro del mercado. En ese orden de ideas, cabe señalar que Ludwig von Mises, en La acción humana, desarrolla la idea de que la planificación estatal y la regulación excesiva generan incentivos perversos que afectan la eficiencia de los contratos y desincentivan la responsabilidad individual. Desde esta perspectiva, la imposición de cláusulas obligatorias, restricciones a la libertad de contratación o controles de precios no solo alteran las relaciones espontáneas entre las partes, sino que generan efectos adversos, como el encarecimiento de bienes y servicios, la reducción de la oferta y la informalización de la economía. En el caso de los contratos laborales, por ejemplo, los austríacos sostienen que la imposición de normas de orden público como el salario mínimo, la indemnización obligatoria por despido o la regulación de la jornada laboral no protege realmente al trabajador, sino que reduce la flexibilidad del mercado y eleva el costo de contratación, incentivando el desempleo estructural y la precarización laboral. La misma lógica se aplica a las normativas de protección al consumidor y los controles de alquileres. En el primer caso, los austríacos argumentan que la competencia es el mejor regulador de la calidad y transparencia en las relaciones de consumo, ya que los vendedores que actúan de manera desleal pierden clientes y son desplazados por aquellos que ofrecen mejores condiciones. La intervención del Estado mediante normas restrictivas en los contratos de adhesión o en las cláusulas abusivas es vista como un mecanismo artificial que introduce rigideces innecesarias y desalienta la innovación en el mercado. En cuanto a los controles de alquileres, se considera que la fijación de precios máximos y la regulación de los términos contractuales llevan a una reducción en la oferta de viviendas, ya que los propietarios, al no poder ajustar las rentas de acuerdo con la inflación y la demanda, optan por retirar sus propiedades del mercado o destinar sus inversiones a otros sectores, lo que a largo plazo genera desabastecimiento y deterioro del parque inmobiliario. Desde la óptica austríaca, la intervención estatal en la autonomía de la voluntad mediante disposiciones de orden público es, en última instancia, un reflejo del intento del Estado por imponer un modelo centralizado de justicia en detrimento del orden espontáneo del mercado. Para esta escuela, la verdadera justicia contractual no surge de la imposición de normas externas, sino de la interacción libre de los agentes económicos dentro de un marco de competencia y respeto a la propiedad privada. La historia económica ha demostrado, según los austríacos, que las economías más prósperas y dinámicas han sido aquellas donde la libertad contractual ha sido respetada y el papel del Estado se ha limitado a la garantía del cumplimiento de los acuerdos y la resolución de disputas sin interferir en el contenido de los contratos. La esencia del pensamiento austríaco radica en la convicción de que los individuos son los mejores jueces de sus propios intereses y que la descentralización de las decisiones económicas es la única manera de lograr un crecimiento sostenido y una distribución eficiente de los recursos. La pretensión de corregir desequilibrios a través de la legislación de orden público, lejos de solucionar problemas, genera nuevas distorsiones que afectan el desarrollo del mercado y restringen las oportunidades de intercambio voluntario. Por ello, la Escuela Austríaca defiende una concepción del derecho contractual basada en la mínima intervención estatal, donde la autonomía de la voluntad sea el principio rector y donde las reglas del mercado, más que las imposiciones normativas, sean las encargadas de determinar las condiciones de los acuerdos entre las partes.
    En tales condiciones, no puede dejar de hacerse notar que el artículo 42 de la Constitución Nacional Argentina establece un mandato de protección a los consumidores y usuarios en sus relaciones de consumo, garantizando el derecho a una información adecuada, a la libertad de elección y a condiciones de trato equitativo y digno, además de disponer la presencia del Estado en la regulación de la calidad y eficiencia de los servicios públicos y la defensa de la competencia. A primera vista, este precepto constitucional parece entrar en conflicto con la visión de la Escuela Austríaca de Economía, que aboga por una mínima intervención estatal y la primacía de la autonomía de la voluntad en las relaciones contractuales. Sin embargo, una interpretación más profunda permite encontrar puntos de compatibilización entre ambos enfoques, sobre todo si se considera el rol del Estado no como un interventor activo en el mercado, sino como un garante del cumplimiento de las reglas de juego que permitan el correcto funcionamiento de la competencia y la transparencia en los intercambios. Sucede que, en efecto, desde la perspectiva austríaca, la protección del consumidor no es una justificación suficiente para la regulación excesiva ni para la imposición de normas que restrinjan la libre contratación. Para esta escuela de pensamiento, el mejor mecanismo de defensa de los consumidores no es la intervención estatal directa en los contratos, sino el mantenimiento de un mercado abierto y competitivo, donde la reputación de las empresas, la libre elección y la innovación conduzcan a mejores estándares de calidad y precios más eficientes. En este sentido, si el artículo 42 se interpreta como un mandato de fomento de la competencia y la eliminación de barreras artificiales que distorsionen el mercado, entonces no solo no sería contradictorio con la visión austríaca, sino que podría verse como una garantía del orden espontáneo que esta escuela defiende. Añadiese a lo anterior que otro de los puntos clave en los que la Escuela Austríaca puede encontrar una compatibilización con el artículo 42 es la defensa de la competencia. Aunque los austríacos son críticos de las políticas antimonopólicas coercitivas impuestas por el Estado, sí reconocen que la competencia es un elemento esencial del mercado y que cualquier barrera artificial que limite la entrada de nuevos competidores perjudica tanto a consumidores como a productores. En este sentido, el mandato constitucional de garantizar el funcionamiento competitivo del mercado puede interpretarse no como una habilitación para la intervención estatal indiscriminada, sino como un llamado a eliminar restricciones normativas que benefician a ciertos actores económicos en detrimento de otros. Asimismo otro punto de enlace radica en la transparencia y la información en las relaciones de consumo. Los austríacos sostienen que el mercado es un sistema de transmisión de información descentralizada y que los precios, la reputación y la experiencia del consumidor son los principales mecanismos mediante los cuales los individuos toman decisiones racionales. En este contexto, la exigencia constitucional de brindar información adecuada a los consumidores no necesariamente implica una regulación intrusiva de los contratos, sino que puede interpretarse como la necesidad de establecer mecanismos de acceso a información veraz que permita a los agentes económicos tomar decisiones informadas sin necesidad de regulaciones paternalistas que limiten la libertad de contratación.
    Finalmente, si bien el artículo 42 menciona la necesidad de regulación estatal para garantizar la calidad y eficiencia de los servicios públicos, una interpretación compatible con la Escuela Austríaca sería aquella en la que la intervención del Estado se limite a garantizar la existencia de condiciones institucionales que permitan la competencia en la provisión de estos servicios, en lugar de asumir un rol de regulador omnipresente que imponga condiciones contractuales rígidas y distorsionantes. Desde esta perspectiva, la intervención estatal debería enfocarse en asegurar la seguridad jurídica, la previsibilidad y la eliminación de trabas burocráticas que impidan la entrada de nuevos oferentes y la mejora en la prestación de servicios, en lugar de intentar dirigir activamente los términos y condiciones de los intercambios. En conclusión, aunque la Escuela Austríaca mantiene una postura escéptica frente a la intervención estatal, su enfoque no necesariamente entra en contradicción con el artículo 42 de la Constitución si se interpreta este mandato en términos de garantizar un mercado libre, competitivo y transparente, en lugar de imponer regulaciones excesivas que limiten la autonomía de la voluntad de los contratantes. La clave para compatibilizar ambos enfoques radica en entender que la mejor protección para los consumidores proviene de la libre competencia y del acceso a información clara, más que de la regulación estatal directa de los contratos. ↩︎
  4. La estructura de la justicia conmutativa se manifiesta de manera clara en el campo de la responsabilidad civil por actos ilícitos, especialmente en el caso de indemnizaciones derivadas de accidentes de tránsito. La función del derecho de daños, dentro del marco de la justicia conmutativa, es restablecer el equilibrio patrimonial alterado por el hecho ilícito, garantizando que la víctima reciba una compensación equivalente al perjuicio sufrido. Esta lógica se alinea con los tres pilares esenciales de la justicia conmutativa: el sujeto privado como término de la relación, el bien privado como objeto de lo debido y la igualdad como medida del resarcimiento.
    El primer pilar, “el otro como término”, se verifica en que las partes involucradas en la responsabilidad por daños en un accidente de tránsito son sujetos privados. Tanto el conductor que ocasiona el daño como la víctima son particulares que interactúan en el tráfico vehicular sin la intervención del Estado en la relación causal del daño. A diferencia de la justicia distributiva, en la que el Estado asigna recursos con base en principios de equidad, en la justicia conmutativa el resarcimiento surge de una relación entre iguales, donde el obligado a reparar es aquel que ha causado el perjuicio de manera antijurídica. Este principio se mantiene incluso cuando intervienen compañías de seguros, ya que la obligación de indemnizar recae en última instancia sobre el responsable del hecho. El seguro opera como un mecanismo de transferencia del riesgo, pero no altera la estructura conmutativa de la relación, en la que un sujeto privado indemniza a otro en proporción al daño causado. El segundo pilar, “lo debido como objeto”, se evidencia en que el objeto de la obligación resarcitoria es un bien privado: la indemnización pecuniaria que debe pagar el responsable del daño. A diferencia de las prestaciones propias de la justicia distributiva, que pueden incluir asignaciones de bienes públicos en función de criterios de equidad social, la indemnización en la justicia conmutativa se basa en la reposición del daño sufrido en términos estrictamente patrimoniales. En este sentido, la reparación del daño se rige por el principio de restitutio in integrum, que busca restablecer la situación patrimonial de la víctima al estado en que se encontraba antes del siniestro. Este criterio refuerza la lógica de la justicia conmutativa, ya que la indemnización no es una medida punitiva ni una herramienta de redistribución social, sino un mecanismo correctivo que busca mantener la igualdad patrimonial entre las partes afectadas. El tercer pilar, “la igualdad como medida”, se traduce en la proporcionalidad del resarcimiento. La cuantificación del daño en un accidente de tránsito se basa en criterios objetivos que buscan determinar el valor exacto de la pérdida sufrida por la víctima, evitando tanto el enriquecimiento indebido como la insuficiencia de la reparación. La justicia conmutativa exige que el monto indemnizatorio refleje con precisión el perjuicio experimentado, sin que intervengan consideraciones de equidad subjetiva o redistribución social. Así, la reparación del daño material se establece con base en pruebas concretas, como facturas de gastos médicos, tasaciones de vehículos y cálculos de lucro cesante. En el caso de daños extrapatrimoniales, como el daño moral, se recurre a estándares jurisprudenciales que buscan determinar un quantum equitativo, pero siempre dentro de un marco de equivalencia y no de compensación arbitraria. Sin embargo, la estructura conmutativa de la responsabilidad por actos ilícitos puede verse matizada en ciertos casos donde intervienen principios de justicia distributiva. Un ejemplo de esto es la imposición de seguros obligatorios, que introduce un mecanismo de socialización del riesgo para evitar que las víctimas queden desprotegidas en casos donde el responsable del daño carece de capacidad económica para indemnizar. Este tipo de regulaciones, aunque responden a una lógica de equidad y no de equivalencia estricta, no alteran el principio general de que la obligación resarcitoria en accidentes de tránsito sigue siendo una relación de naturaleza conmutativa, donde la indemnización tiene como único fin restablecer la igualdad patrimonial afectada por el ilícito. ↩︎
  5. Esta pintura verbal muestra claramente los tres elementos de la justicia: la alteridad (siempre “el otro” como término), lo debido como objeto y la igualdad como medida. En la justicia conmutativa estos tres elementos se manifiestan con el rigor de quien mide con escuadra y compás, otorgándole un carácter distintivo: aquí se ve al otro como semejante individual, sin interferencia política, con bienes privados que fluyen de manos a manos según el acuerdo libre entre partes iguales. ↩︎
  6. Si la comunidad política asomara con su mano para imponer mayores exigencias, se pasaría a otro tipo de justicia. Pero mientras no haga falta, las partes bailan su minué sin que el capitán del barco comunitario intervenga. Este cuadro revela que la justicia conmutativa reina en el ámbito puro del derecho privado, donde los bienes ya están “privatizados” o “individualizados”. Si el Estado, con su fuerza de lo público, apareciera, entonces entrarían otras especies de justicia. Aquí, la clave es la ausencia directa del bien común en forma inmediata, y el respeto a la autonomía de las partes: lo que ellas acuerden será el precio justo, la medida exacta del acto justo. Y así, con el principio de subsidiariedad, mientras no se requiera la acción política, las partes se mueven libres y ajustan su relación con el rigor de la equidad individual, sin que el Gobierno meta su cuchara. ↩︎
  7. Este planteo se encuentra en línea con la teoría del orden espontáneo de Friedrich Hayek, quien argumenta que la libre interacción de los individuos en el mercado produce un equilibrio que favorece el bienestar general sin necesidad de una planificación centralizada. ↩︎
  8. Uno de los principales exponentes de esta visión es **Adam Smith**, quien en *La riqueza de las naciones* (1776) introduce el concepto de la **mano invisible** para describir cómo la búsqueda del interés individual contribuye, sin una intención deliberada, al bien común. Según Smith, cuando los individuos persiguen su propio beneficio —ofreciendo bienes y servicios a cambio de un precio determinado por la oferta y la demanda—, terminan generando una asignación óptima de recursos en la economía. En este esquema, la autonomía de la voluntad en las transacciones permite que el mercado se autorregule y asigne los bienes a quienes más los valoran, sin necesidad de una intervención estatal que distorsione los incentivos naturales del sistema.  ↩︎
  9. Desde la visión **neoclásica** y la **economía del bienestar**, el principio de autonomía de la voluntad también se justifica en términos de eficiencia. La teoría del **óptimo de Pareto**, desarrollada por Vilfredo Pareto y profundizada en el análisis de mercados competitivos, sostiene que cuando los individuos pueden intercambiar libremente sin interferencias externas, el resultado final tiende a maximizar el bienestar de todos. En un mercado donde los contratos son voluntarios, cada transacción se realiza porque ambas partes creen que mejorarán su situación, lo que significa que el conjunto de la sociedad avanza hacia una asignación de recursos más eficiente.  ↩︎
  10. Por otro lado, desde una perspectiva libertaria, economistas como **Murray Rothbard** sostienen que cualquier restricción a la autonomía de la voluntad es una forma de coerción que impide el desarrollo natural del mercado. Para Rothbard, la intervención del Estado en las relaciones contractuales (a través de regulaciones, impuestos o leyes de salario mínimo) distorsiona los incentivos y genera efectos adversos como el desempleo, la ineficiencia productiva y la corrupción. Desde esta perspectiva, cuanto mayor sea el respeto por la libertad de contratación, más dinámico y próspero será el orden económico resultante. ↩︎
  11. Otro aspecto crucial del vínculo entre justicia general y mercado es su papel en la generación de confianza en las instituciones económicas. Douglass North, en su teoría de las instituciones y el crecimiento económico (Institutions, Institutional Change and Economic Performance, 1990), destaca que la prosperidad de una economía no depende exclusivamente de la acumulación de capital o de la eficiencia productiva, sino de la calidad de las instituciones que rigen la actividad económica. Desde esta perspectiva, la justicia general no es solo un mecanismo de coerción para evitar delitos y sancionar incumplimientos, sino un factor esencial en la reducción de la incertidumbre y el establecimiento de reglas claras que permitan la planificación económica a largo plazo. En economías donde la justicia es impredecible o donde la aplicación de las normas depende de factores políticos o discrecionales, los agentes económicos adoptan estrategias defensivas que afectan la inversión y el crecimiento. Un sistema de justicia general eficiente y transparente reduce los costos de transacción, facilita el acceso al crédito, permite la expansión del comercio y fomenta la especialización productiva. La evidencia empírica de economías con sistemas judiciales sólidos muestra que estos factores están directamente correlacionados con niveles más altos de inversión extranjera, innovación tecnológica y crecimiento del PIB per cápita. ↩︎

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