Al inicio de todo, al preguntarnos por el origen del Derecho administrativo, se nos presentará el paisaje infinito de teorías, doctrinas y controversias que intentan, cual reseros, arrear su nacimiento histórico y su razón de ser. Mas, según la mirada que aquí se expone, no se tratará de un mero invento forjado al calor de los tiempos, ni de una elucubración ideológica que cambia su piel con cada coyuntura política. Muy por el contrario, se afirma que el Derecho administrativo se arraiga en la propia naturaleza humana, en un orden superior que se sostiene a lo largo de las épocas. Este orden, si se lo observa con ojo agudo, revela un modelo idílico que late en todo tiempo y lugar—como un corazón inalterable—exigiendo un mínimo de racionalidad y un máximo respeto a la dignidad de cada individuo.
En efecto, si uno se adentra en esa visión naturalista, comprende que el Derecho administrativo no se reduce a reglamentos específicos ni a la autoridad de un gobierno pasajero. Más bien, se eleva como un telar universal que nos recuerda, a cada paso, la importancia de poner al ser humano en el centro de la acción pública. Ahí radica su fuerza: en la intersección entre la razón y la justicia, como si de un fogón protector se tratara, que alumbra la noche y acoge a todos sin distinción.
Con esto en mente, cuando hablamos de la Administración y de su manera de actuar, no podemos reducirla a un mandato efímero ni a una simple voluntad política. El Derecho administrativo, en su vertiente más alta, nos susurra al oído que la organización del poder público debe nacer de una fuente clara y respetuosa de la condición humana, para que toda norma que emane de allí se pliegue a ese núcleo innegociable de dignidad.
Así, entonces, no importa el siglo, la tierra o la bandera que se enarbole: el modelo idílico está siempre presente, invitándonos a beber de su cauce cristalino. Y es que lo esencial no cambia: la ley bien entendida y aplicada, la protección de derechos, la búsqueda del bien común, todo ello responde a un orden natural que trasciende modas y proclamas.
Desde esta perspectiva, el Derecho administrativo, desde esta mirada, no es un capricho histórico ni un artículo sujeto a vaivenes ideológicos. Por el contrario, se ancla en la firme convicción de que hay un sustrato ético que ilumina el obrar de la Administración, siendo el faro que guía cualquier decisión de gobierno y que jamás debe ser tomado a la ligera. Y así, en cada acto, en cada norma, en cada relación con la comunidad, late la exigencia de racionalidad, justicia y respeto por la dignidad humana que, como una zamba incansable, nos ronda y nos une.
En ese orden de ideas, adviértase que hay quienes creen distinguir al Derecho administrativo tan solo por los recursos que maneja, por esos privilegios y limitaciones que lo diferencian del Derecho privado. Sin embargo, ese enfoque es como mirar al horizonte con ojos entornados: se ve la silueta, pero se pierde la hondura del paisaje.
En efecto, la clave no radica en los “remedios” ni en las potestades especiales que pueda ostentar la Administración, sino en la naturaleza de los bienes que tutela. Esos bienes no son meras posesiones individuales, sino recursos destinados al interés común, a ese fogón compartido que cobija a la comunidad entera. Ahí, donde lo público trasciende las fronteras de la voluntad particular, el Derecho administrativo despliega su razón de ser: servir al colectivo con respeto, equidad y eficiencia.
Fijarse solo en las herramientas—en los privilegios procesales o las prerrogativas de poder—es distraerse de la sustancia que sostiene y justifica la existencia de esta rama del derecho: la protección de un patrimonio mayor, la garantía de la dignidad y el bien común. Y es que, si solo valoramos el martillo, olvidamos la finalidad de la obra; como si el gaucho, en lugar de apuntar su caballo hacia la estancia que busca cuidar, se quedara embelesado con la montura y olvidara el camino.
Así es, reducir el Derecho administrativo a su función de poner freno al poder estatal es como mirar una película empezada, perdiéndose la primera mitad de la trama. Si bien es cierto que esta rama debe velar por la libertad y la dignidad de los individuos, evitando abusos y atropellos de la autoridad, no menos verdad es que también ha de proveer a la Administración de las herramientas necesarias para servir al interés público.
En eses sentido, como el pastor que cuida su rebaño, la ley debe conservar el orden y resguardar la hacienda de cualquier amenaza; pero a la par, ha de facilitar el trabajo de quien organiza las faenas y distribuye los recursos en bien de todos. Dicho de otro modo, el Derecho administrativo protege el statu quo de la gente y, simultáneamente, pone en manos del Estado los aperos indispensables para que éste cumpla su misión de orientar el desarrollo social, económico y cultural de la comunidad.
En consecuencia, quien se aferre únicamente al costado restrictivo está dejando de ver que el objetivo último es el equilibrio, tal como el buen jinete procura que la montura y las riendas actúen al unísono. Por eso, no se trata de tener al Estado atado de pies y manos, sino de encauzarlo con prudencia y razón para que, sin caer en la tiranía, pueda atender las necesidades colectivas y el bienestar general.
II. Modelos de de Derecho Administrativo. El caso inglés y el caso francés.
Al respecto, obsérvese, la trastienda del saber donde se desenvuelven las discusiones de alta erudición: que si el Derecho administrativo vino al mundo con el fragor de la Revolución Francesa o si brotó como consecuencia de los pleitos con aquel emperador alemán. Como si fuera poco, luego vienen las comparaciones entre el Estado liberal y aquel “Estado de Policía” que vigilaba los confines de lo humano. En rigor de verdad son conversaciones que a más de uno le podrían hinchar el pecho de orgullo, y no dejan de ser ilustrativas para entender ciertos retazos de la historia. Pero no nos equivoquemos: toda esa erudición constituye solo un costado, una faz parcial del significado más hondo que encierra el Derecho administrativo. Es como contemplar el firmamento una noche estrellada y detenerse en la belleza de una sola constelación, sin reparar en los demás astros que componen la bóveda entera. Comprender aquellos conflictos y revoluciones ayuda, sí, mas no basta para desentrañar la esencia viva de la relación entre la Administración y la ciudadanía.
En efecto, el Derecho administrativo, en su meollo, no yace estático en un museo de fechas ni se circunscribe a los relatos de antaño; late en el presente como una fuerza que regula, equilibra y cimienta la convivencia social. Va de suyo que no debe negarse la utilidad del conocimiento histórico—al fin y al cabo, cada capítulo del pasado es un ladrillo que construyó la casa de hoy—no obstante es menester no confundir el andamiaje de fechas con la vida palpitante que la ley ha de proteger.
Al respecto, hay un cruce de caminos, una bifurcación que marca sendas distintas para quien juzga la relación entre Administración y ciudadanía. Por un lado, tenemos el modelo de control judicial “puro”, donde son los tribunales de justicia ordinaria los que se erigen en vigías de la legalidad de los actos administrativos. En la otra vereda, se alza el modelo francés, con sus tribunales administrativos especializados, encargados de resolver los conflictos surgidos entre el individuo y la autoridad pública.
Como dos jinetes que salen de un mismo corral, estos modelos beben de la idea de la división de poderes, pero la interpretan de manera distinta. El primero pone su confianza en la universalidad de la justicia ordinaria, en la creencia de que todos los asuntos—sean civiles, penales o administrativos—encuentran acomodo en un mismo redil judicial. El segundo, en cambio, defiende la existencia de un fuero diferenciado, una suerte de “juez propio” para los litigios donde la Administración es parte, convencido de que la especificidad del Derecho administrativo merece una magistratura especializada1.
En ese sentido, uno y otro modelo, con sus matices, pretenden velar por la misma cosa: que el poder no se desborde más allá de las tranqueras de la ley y que la ciudadanía conserve resguardo ante el embate de eventuales arbitrariedades. Ahora bien, la diferencia esencial anida en la manera de encauzar ese control. El modelo “judicial” clásico se asienta en la idea de que todo lo contencioso gravita en los juzgados ordinarios y, de tal guisa, se garantiza la uniformidad de criterios2. Mientras, el modelo francés entiende que la Administración tiene una naturaleza propia, demandando jueces con lente técnico, formados en la lógica y principios específicos de la actividad administrativa3.
Sea como fuere, la pregunta que flota en el aire es la de la eficacia y la justicia del sistema. ¿Cuál reacciona con mayor rapidez frente al agravio administrativo? ¿Cuál salvaguarda mejor la dignidad y los derechos del ciudadano? Seguramente, cada camino tiene sus adeptos y sus detractores, pero, en cualquier caso, el fin es uno solo: que el dominio público no se convierta en un corcel sin brida y que el individuo no quede a merced de la voluntad errática o arbitraria del Estado.
En el estudio del Derecho administrativo, conviene partir de una premisa fundamental: esta disciplina se configura como uno de los pilares de la organización jurídica del Estado, ocupándose de articular la relación entre los poderes públicos y los particulares sobre la base de la legalidad, la justicia y la eficacia. Desde un enfoque sistemático, el Derecho administrativo se concibe no solo como un mero conjunto de normas especiales, sino como un orden destinado a garantizar la realización de fines públicos, respetando la esfera individual de derechos que el ordenamiento constitucional reconoce y protege.
La pertinencia de esta rama jurídica se comprende cabalmente al advertir la doble función que desempeña. Por un lado, dota a la Administración de las competencias necesarias para llevar a cabo el interés general, otorgándole potestades que no se encuentran en el ámbito del Derecho privado (tales como la autotutela y la ejecución forzosa de sus decisiones). Por otro, introduce límites y controles para impedir que estas prerrogativas se conviertan en instrumentos discrecionales lesivos de la libertad y la dignidad humanas. En el equilibrio entre ambos objetivos —eficacia en la acción pública y salvaguarda de los derechos— se cifra la razón de ser del Derecho administrativo.
Asimismo, el estudio de la organización administrativa requiere partir del sustrato constitucional que legitima la actividad del Estado. Aquí, es imprescindible entender que la Administración opera en el marco de un mandato democrático: deriva su poder de la voluntad popular y se halla sujeta a la ley como expresión de ese mismo querer colectivo. No en vano, la sumisión a la Constitución y al principio de legalidad constituye un punto de partida ineludible para cualquier análisis. Este sometimiento asegura que la Administración no actúe guiada por intereses particulares o con fines arbitrarios, sino obedeciendo a los fines que la comunidad, a través de sus normas fundamentales, ha establecido.
La conformación de los poderes públicos refleja un reparto de competencias que debe encontrar su correlato en una distribución racional de funciones al interior de la Administración. Así, los diferentes órganos (ministerios, agencias, entidades descentralizadas, etc.) no solo reciben sus facultades de la ley, sino que también sus límites surgen con la misma claridad normativa. De este modo, se evita la concentración excesiva de poder en un solo ámbito y se busca asegurar una gestión acorde al principio de servicio público.
Por sobre todas las cosas, la gran aportación conceptual del Derecho administrativo moderno descansa sobre la doctrina del principio de legalidad. En virtud de este principio, toda actuación administrativa necesita un fundamento normativo: no puede la Administración pretender innovar o regular más allá del margen que la ley expresamente le confiere. De esta manera, el Derecho administrativo se erige en garante de la seguridad jurídica y de la igualdad de los ciudadanos ante el ejercicio del poder.
Este principio de legalidad se proyecta en la exigencia de controles efectivos sobre la acción administrativa. Se pueden distinguir, básicamente, dos grandes modelos de fiscalización de la actividad administrativa: De un lado, el control judicial por tribunales ordinarios, que concibe la revisión de los actos de la Administración dentro de la jurisdicción general, confiando a un poder judicial único la tarea de decidir cualquier controversia, ya sea en materia civil, penal o administrativa. Del otro, el modelo francés de jurisdicción administrativa, que establece órganos jurisdiccionales especializados en asuntos administrativos. En esta configuración, la revisión judicial se atribuye a jueces o tribunales administrativos con preparación y conocimientos técnicos específicos. Así y todo, estos dos esquemas, aun siendo antagónicos en algunos aspectos, persiguen un idéntico objetivo: asegurar la corrección y la legitimidad de la actividad administrativa. La eficacia del sistema se mide, en última instancia, por la capacidad de los tribunales para proteger los derechos de los ciudadanos y, al mismo tiempo, no obstaculizar el ejercicio diligente y eficiente de la función pública.
III. Sobre los orígenes del Derecho Administrativo Argentino.
En ese estado de cosas, podría decirse, si uno se dejara llevar por la prosa de la historia, que el Derecho administrativo argentino camina sobre dos orillas a la vez. En un margen, la clara influencia del Derecho constitucional estadounidense, que desde la Constitución de 1853 y sus sucesivas reformas trazó las líneas maestras de la división de poderes y del control judicial sobre la Administración. En la otra orilla, un caudal de inspiración europea, cuya marea recala tanto en la Constitución de Cádiz—semilla temprana del constitucionalismo hispánico—como en la impronta de la tradición napoleónica (de la cual bebió nuestro Código Civil de 1869/1871, obra de Vélez Sarsfield).
La faz constitucional argentina, pródiga en garantías individuales y en una marcada tutela judicial, tributa claramente la experiencia norteamericana de la rule of law. Sin embargo, el enraizamiento cultural y jurídico con Europa aflora en aspectos legislativos cruciales. El Código Civil, basado en la Code Napoléon, no solo delineó la vida privada con acento francés, sino que, además, la Ley 3952 de demandas contra la Nación cristalizó la idea de que el Estado, al ejercer potestades públicas, adoptaba a su vez un rostro jurídico que, aunque dotado de prerrogativas, quedaba sujeto a determinadas acciones frente a los tribunales. Allí asoma la doble personalidad del Estado: por un lado, soberano y titular de potestades exorbitantes; por el otro, actor sujeto a un procedimiento, a un fuero, y a las responsabilidades frente a los particulares.
En este tejido normativo se vislumbra, así, un fino mestizaje. Por un lado, la estructura de la organización político-constitucional bebe del federalismo y del control difuso de constitucionalidad al estilo de los Estados Unidos; por otro, la organización legislativa y buena parte de la dogmática del Derecho administrativo—con sus teorías sobre la responsabilidad del Estado, los contratos administrativos o las expropiaciones—sintoniza con Europa, en particular con Francia. No es casual, por ejemplo, que en materia de jurisdicción contencioso-administrativa se adoptara un modelo judicial, pero con un fuero específico, algo que recuerda el sistema francés de “jueces especializados”, aunque—por la impronta local—termina funcionando como parte del Poder Judicial ordinario.
De ese modo, el Derecho administrativo argentino se configura como un híbrido, un puente en el que confluyen la noción anglosajona de supremacía constitucional y tutela judicial, junto con los principios continentales del control a la Administración y de la necesidad de distinguir su rol “privado” de su rol “público”. El resultado es un sistema que, por un lado, reconoce amplias potestades de actuación estatal (heredadas de la fuerte presencia hispánica y europea), y por el otro, consagra fuertemente la garantía de los derechos individuales frente a esas potestades (influencia del constitucionalismo estadounidense).
Con toda seguridad, la historia argentina, rica en vaivenes políticos y reformas legales, ha matizado esas influencias. Así, la doble personalidad del Estado—a veces considerada una ficción jurídica—cobra relevancia práctica en los litigios donde el fisco responde ante un particular, o en las controversias sobre responsabilidad contractual y extracontractual. Si bien el Estado ostenta prerrogativas como la autotutela, el poder de reglamentar y la eventual ejecución forzosa, la ley 3952 delimita el escenario para que la Nación pueda ser demandada, abriendo la senda de la jurisdicción contencioso-administrativa, que, si bien distinta a la francesa, conserva un espíritu de especialización y control.
En conclusión, la construcción del Derecho administrativo argentino—desde sus fundamentos teóricos hasta sus expresiones legislativas—constituye un ejemplo elocuente de convergencias jurídicas. Es a la vez descendiente del constitucionalismo norteamericano (control judicial, defensa de libertades) y discípulo de los modelos europeos (responsabilidad del Estado, jurisdicción especializada, doble personalidad jurídica). Quien estudie este singular entramado verá cómo, a la vera de textos que evocan la tradición federalista de Marbury vs. Madison, se alzan también los ecos de Cádiz y de la Codificación napoleónica, signando la praxis local con ese sabor a mestizaje que tan bien define, en muchos planos, la cultura jurídica de la Argentina.
IV. Desarrollo del Derecho Administrativo en Argentina.
En consecuencia, hablar de los orígenes del Derecho administrativo en la Argentina implica sumergirse en un cruce de corrientes: la herencia colonial hispánica, la influencia de la ilustración europea y las ideas constitucionales del Norte americano. Sin embargo, como suele ocurrir en la formación de los nuevos Estados, esos aportes se filtran en un contexto político y social único, dando lugar a una síntesis que, con el tiempo, terminará por consolidarse en la trama institucional del país.
Durante el período virreinal, se desarrolló un andamiaje burocrático que, si bien no respondía estrictamente a la lógica de un “Derecho Administrativo” moderno, asentó algunas bases para la organización de lo público. Los Reales Decretos, las Ordenanzas de Intendentes de 1782 y los diversos Reglamentos de Indias ofrecían un complejo mosaico de normas que regulaban aspectos de la vida civil y del gobierno local. Sin embargo, la mayor parte de estos textos estaba más orientada a afianzar la autoridad del rey y de sus representantes que a delimitar con precisión las potestades y los controles de la Administración. Aun así, algunos vestigios de aquellas prácticas coloniales pervivieron en la Argentina independiente, ya fuera a través de la pericia acumulada en las escribanías de gobierno o del trabajo de algunos funcionarios que, sin mayores formalidades jurídicas, ejercían la autoridad en los municipios y en las intendencias. Aquellas maneras de proceder—aunque permeadas de discrecionalidad y subordinadas al poder virreinal—favorecieron cierta continuidad en la manera de gestionar lo público, pues la Revolución de Mayo y las guerras de Independencia no alcanzaron a desmantelar totalmente la maquinaria burocrática heredada.
La gran ruptura conceptual —y a la vez el verdadero germen de un Derecho administrativo distinto al modelo hispánico— se produce con la Constitución de 1853. Allí se consagra la idea de un Estado Federal, se establece la potestad de las provincias para regir sus asuntos internos y se refuerza un Poder Judicial independiente, al que se le reconoce la facultad de resolver cuestiones de inconstitucionalidad. Este paso fue decisivo para que, más adelante, las relaciones entre la Administración y el individuo se fueran modulando en un esquema de separación de poderes, típico del constitucionalismo liberal.
En el texto de 1853 (y en sus reformas de 1860 y 1866), influido por el modelo estadounidense, ya se percibe la tensión entre el poder —que necesita eficacia para gobernar— y las libertades de los particulares, que la Constitución se esfuerza por salvaguardar. No obstante, la construcción de un Derecho Administrativo propiamente dicho tardaría en definirse, pues la prioridad de aquellos años era la organización política básica, la pacificación del territorio y la implantación de códigos civiles, penales y de comercio que sentaran las reglas de la vida privada y económica.
Con la obra de Dalmacio Vélez Sarsfield al frente del Código Civil de 1869/1871, la Argentina recibió de lleno la estela napoleónica de la codificación. Este hito otorgó a la nación un orden jurídico unitario en materia civil, distinguiéndola del casuismo disperso de la época colonial. Y aunque ese Código se refería básicamente al derecho privado, la concepción sistemática y positivista que lo animaba terminaría impactando sobre la forma en que se pensarían, a futuro, la Administración Pública y su régimen jurídico. En paralelo, la Ley 3952 (1901) de demandas contra la Nación vino a reforzar la idea de que el Estado puede ser demandado ante los tribunales y que, por ende, no gozaba de una inmunidad absoluta. Aquí ya se insinúa la “doble personalidad” del Estado: como poder público, sí, pero también como sujeto de derechos y obligaciones, susceptible de comparecer en juicio en condiciones análogas a un particular, aunque con ciertas prerrogativas. Este es uno de los puntos de mayor raigambre europea en el Derecho argentino, pues retoma la concepción francesa de la responsabilidad y el control sobre la Administración, sin que ello signifique instaurar una jurisdicción administrativa separada del Poder Judicial.
Uno de los pasos más relevantes en la delineación de un Derecho administrativo argentino se produce con la creación de un fuero específico para lo contencioso-administrativo. Si bien en su origen no se estableció un consejo de Estado como en Francia, se concibió un ámbito diferenciado en el Poder Judicial para que los litigios entre particulares y la Administración pudieran tener un cauce particular, con magistrados especializados. Esta especialización evoca, en gran medida, la influencia de la tradición europea —en especial la francesa— pero se articula en un modelo de control judicial (no separado del Poder Judicial como tal).
Estas instituciones confirman la naturaleza mixta o híbrida del Derecho administrativo argentino: Del constitucionalismo norteamericano, retoma la supremacía de la Constitución, el control difuso de la constitucionalidad y un fuerte acento en las garantías individuales. De la tradición francesa y gaditana, hereda la sistematización jurídica, la idea de la responsabilidad estatal y la noción de un cierto grado de especialización para entender en cuestiones administrativas.
Entrado el siglo XX, con la expansión de las funciones estatales en ámbitos sociales, educativos y económicos, la legislación administrativa cobró un papel más destacado. Se dictaron leyes sobre expropiaciones, obras públicas, contrataciones administrativas, régimen municipal, organizaciones descentralizadas, etcétera. Mientras tanto, la jurisprudencia de la Corte Suprema y de los tribunales contencioso-administrativos iba puliendo conceptos como la potestad reglamentaria, la discrecionalidad y los alcances de la responsabilidad del Estado. En la segunda mitad del siglo, y especialmente con la Constitución de 1949—luego suprimida—, resurgieron debates sobre el rol del Estado en la economía y las facultades de intervención pública en sectores clave, lo que impulsó un mayor desarrollo de las normas y principios administrativos. Si bien los vaivenes políticos incidieron en la continuidad de ciertas instituciones, lo cierto es que la estructura jurídico-administrativa y la cultura de control judicial ya estaban sólidamente afianzadas.
De este modo, los orígenes del Derecho administrativo argentino no pueden describirse como una evolución lineal ni como la trasposición fiel de un único modelo extranjero. Son, más bien, la superposición y el entrelazamiento de distintos legados: el residual de la administración colonial, la impronta del federalismo estadounidense y la sistemática europea —particularmente la francesa—, que se fundieron en un entorno histórico propio, marcado por las necesidades de organización nacional y el fuerte deseo de plasmar los ideales constitucionales en la vida real. Así, si bien no hubo un “momento cero” en que se institucionalizara el Derecho administrativo como tal, el avance progresivo de la Constitución, las leyes, la jurisprudencia y la especialización judicial delineó un ordenamiento administrativo que, sin ser una copia exacta de ningún otro, ha sabido adaptarse a los ritmos y desafíos de la sociedad argentina.
Así las cosas, cabe señalar que las bases actuales del Derecho administrativo argentino se asientan, en buena medida, en la transformación que trajo consigo la Reforma Constitucional de 1994, cuando la Constitución incorporó expresamente diversos tratados internacionales de derechos humanos (otorgándoles jerarquía constitucional, en algunos casos), así como nuevos mecanismos de participación y protección de garantías. Aunque no se articule bajo una estricta doctrina de “Estado Social de Derecho” —al estilo de lo que se configuró en Europa tras la Segunda Guerra Mundial—, la Argentina encauza su Administración Pública en la dirección de un “orden convencional” que penetra en el sistema jurídico nacional y expande la interpretación de los derechos y de las potestades estatales.
Uno de los rasgos más notables de la reforma de 1994 fue la incorporación a la Constitución Nacional de diversos instrumentos internacionales de derechos humanos (bloque de constitucionalidad), a partir del artículo 75, inciso 22. De este modo, el ordenamiento jurídico argentino no solo se ve informado por la Carta Magna, sino también por aquellos compromisos convencionales que, al tener la misma jerarquía, irradian sus principios sobre toda la actividad estatal, incluyendo la administrativa. Esta irradiación consolida un núcleo inderogable de derechos y garantías, a la luz del cual se enjuician las decisiones y normas de la Administración. Si en el pasado primaba un criterio más estricto de legalidad formal, tras la reforma, el control de constitucionalidad —y especialmente el control de convencionalidad— obliga a que cada acto administrativo sea evaluado no solo con respecto a la ley interna, sino también en relación con los tratados internacionales y los estándares protectores de la dignidad humana que estos consagran. Otra consecuencia de esta ampliación de la matriz constitucional es el refuerzo del debido proceso, no ya circunscrito al ámbito procesal, sino también en su dimensión sustantiva. El debido proceso sustantivo exige que toda decisión estatal —sea legislativa, judicial o administrativa— respete un contenido mínimo de razonabilidad, equidad y proporcionalidad, bajo pena de anularse o inaplicarse si menoscaba derechos fundamentales.
En la órbita administrativa, esto se traduce en un escrutinio más profundo sobre la fundamentación de los actos, la necesidad de instancias recursivas que garanticen la defensa y, sobre todo, la prevalencia de la dignidad humana como criterio rector de interpretación. Por ende, las autoridades públicas deben justificar con especial detenimiento cualquier restricción de derechos, pues los principios de legalidad y convencionalidad exigen que todo ejercicio del poder sea compatible con las garantías internacionales reconocidas.
La reforma de 1994, al conferir rango constitucional a los tratados que reafirman la dignidad y los derechos humanos, implica un cierto alineamiento con una corriente de iusnaturalismo moderno, en la medida en que reconoce que el orden jurídico argentino no es puramente positivista, sino que se completa con principios superiores —como el respeto a la dignidad humana—, que trascienden la mera literalidad de la ley. De manera análoga, el artículo 19 de la Constitución, con su referencia a las acciones privadas de los hombres, y los distintos instrumentos internacionales (por ejemplo, la Convención Americana sobre Derechos Humanos), convergen en la idea de que hay un “fondo moral y ético” que vertebra la interpretación de los derechos. En efecto, el test de razonabilidad (que en otros contextos se denomina “juicio de proporcionalidad”) se aplica cada vez con más frecuencia para validar u observar los actos de la Administración. Aquellas medidas que se aparten del criterio de dignidad o que afecten el contenido esencial de los derechos humanos carecen de legitimidad, aun cuando se apoyen en una norma legal local. Se refuerza, así, la función de los jueces como guardianes tanto de la Constitución cuanto de los instrumentos internacionales, ejerciendo un control de convencionalidad que no deja indemne ninguna esfera del actuar administrativo.
En ese sentido, la incorporación del bloque de constitucionalidad y la consiguiente densidad normativa en materia de derechos humanos no han convertido al Estado argentino en un Estado social clásico —dado que la Constitución de 1994 mantuvo intactos varios rasgos liberales—, pero sí han configurado un Estado “convencional”, donde la actuación administrativa se ve permanentemente modelada por principios supra-legales. Este influjo se expresa en varios frentes: Así las cosas, aunque no sea tan robusto como en otros modelos, la Constitución de 1994 sí enfatiza la protección del trabajo, la salud, la educación y la seguridad social, obligando a la Administración a implementar políticas públicas con mayor sustento normativo. Al unísono se han introducido mecanismos como la acción de amparo o la acción colectiva para promover la defensa de derechos, incluso los de carácter difuso (medio ambiente, derechos de consumidores, etc.). Además más allá de las vicisitudes políticas, la tendencia se encamina hacia una administración más abierta, que reconozca el derecho de acceso a la información y la necesidad de procedimientos participativos, en parte influidos por la ola de derechos de “tercera generación” (ambientales, culturales, etc.).
La Constitución de 1994 significó, para la Argentina, un cambio de paradigma en el campo de la garantía de los derechos y del sometimiento de la Administración a controles internos y externos. Sin declararse, formalmente, un Estado Social de Derecho, ha incorporado un orden convencional que opera como filtro y expande la comprensión de los derechos fundamentales. Este régimen se asienta, en última instancia, sobre un sustrato de derecho natural, en la medida en que pone la dignidad humana en el centro de su sistema interpretativo. Así, el Derecho administrativo argentino del presente no solo se rige por la legalidad interna, sino que se enmarca en una constelación de compromisos supraestatales que iluminan y condicionan sus actos. El debido proceso sustantivo, la primacía de la dignidad humana y la tutela de derechos con jerarquía constitucional y convencional constituyen la piedra angular de un modelo que, sin llegar a erigirse como puro “Estado social”, se desenvuelve en un horizonte de exigencias éticas y jurídicas que refuerzan la protección y el respeto a la persona humana.
V. Conclusiones.
Concluyendo, el Derecho administrativo no surge ex nihilo, sino como una respuesta orgánica a las exigencias del poder público de gestionar los intereses generales en un marco normativo y racional. Este proceso, que hunde sus raíces en la tradición del pensamiento clásico, encuentra en la modernidad su punto de inflexión. El tránsito del poder monárquico absoluto al Estado constitucional trajo consigo la necesidad de crear un sistema jurídico que no solo limitara al poder, sino que también le proporcionara herramientas para cumplir con su misión primordial: la promoción del bien común. En ese sentido, el Derecho administrativo puede entenderse como una síntesis dialéctica entre dos principios fundamentales: potestas, la capacidad del poder público de actuar, y ius, el marco normativo que limita y guía dicha capacidad. En este sentido, la evolución histórica del Derecho administrativo refleja una constante tensión entre el ejercicio del poder y la legitimidad de dicho ejercicio, tensionada a lo largo de paradigmas filosóficos:
La Revolución Francesa es el hito que consolida al Derecho administrativo como disciplina autónoma. Sin embargo, más allá de los avances normativos, el Derecho administrativo se constituye en un instrumento ético para equilibrar dos valores aparentemente antagónicos: la eficacia administrativa y el respeto por los derechos individuales. El modelo francés, con su Consejo de Estado como vértice de la jurisdicción administrativa, ejemplifica este equilibrio al someter la administración pública a un régimen jurídico propio, diferenciado del Derecho privado.
La justicia distributiva, como fundamento filosófico del Derecho administrativo, es una constante que atraviesa culturas, épocas y tradiciones jurídicas. Desde Aristóteles, esta idea se asocia a la correcta distribución de bienes comunes según criterios racionales y éticos, evitando tanto la arbitrariedad del poder como las distorsiones provocadas por una igualdad formal que ignora las desigualdades materiales4.
Así las cosa, y pese a las diferencias entre los sistemas de Derecho administrativo —románico-germánico, anglosajón y nórdico—, se observa una convergencia progresiva hacia estándares comunes, especialmente en torno a los principios de legalidad, debido proceso y proporcionalidad. Esta convergencia no es accidental, sino fruto de la globalización jurídica y la influencia del Derecho internacional. Cabe abrevar, por ejemplo que, aunque expresado de manera diversa, la idea de que la administración solo puede actuar conforme a la ley es un axioma compartido. Este principio se encuentra en el artículo 20 de la Constitución alemana, el artículo 97 de la Constitución española y la jurisprudencia estadounidense sobre due process. Lo propio acontece en relación a la proporcionalidad que aplicado rigurosamente por tribunales como el TJUE y la CIDH, asegura que el ejercicio del poder administrativo sea razonable y equilibrado.
En consecuencia, las diferencias históricas y culturales entre sistemas no han impedido que ciertos principios éticos y jurídicos se impongan como universales. Incluso en contextos aparentemente opuestos —como el sistema francés, tradicionalmente cerrado al control judicial, y el sistema argentino, profundamente influido por el constitucionalismo garantista—, se observa una tendencia hacia la alineación con estándares comunes.
El paso del Estado liberal al Estado social amplió significativamente el alcance del Derecho administrativo. La provisión de servicios públicos esenciales, como salud, educación y seguridad social, se transformó en un derecho exigible, vinculando a la administración pública a un marco jurídico redistributivo. Desde las cuotas de género en Noruega hasta las acciones afirmativas en Sudáfrica, el Derecho administrativo se erige actualmente como una herramienta para corregir desigualdades históricas.
El término alemán Daseinsvorsorge, traducido generalmente como “previsión existencial” o “provisión para la existencia”, constituye uno de los conceptos centrales del Derecho administrativo alemán y europeo. Surgido en el marco del Estado social de derecho (Sozialstaat), este concepto encarna la obligación del Estado de garantizar las condiciones mínimas necesarias para que las personas puedan llevar una vida digna. No se trata únicamente de un principio técnico o administrativo, sino de un paradigma que articula la interacción entre el poder público, los derechos sociales y los bienes comunes. Precisamente, el concepto de Daseinsvorsorge se enraíza en la evolución del pensamiento político y jurídico alemán posterior a la Segunda Guerra Mundial, específicamente en la reconstrucción del Estado social consagrada en la Ley Fundamental de Bonn (1949). Este principio se basa en la idea de que la existencia humana digna es un fin legítimo del Estado, que no puede reducirse únicamente a garantizar seguridad o libertades individuales, sino que debe intervenir activamente para proporcionar bienes y servicios esenciales.
En términos prácticos, Daseinsvorsorge implica que el Estado debe garantizar el acceso equitativo y suficiente a bienes y servicios esenciales que son fundamentales para la existencia digna de los individuos.
El principio de Daseinsvorsorge encuentra su expresión jurídica en diversas normativas, decisiones jurisprudenciales y políticas públicas, no solo en Alemania, sino también en otros países europeos influenciados por este modelo. La Ley Fundamental de Bonn (Grundgesetz), en su artículo 20, establece que Alemania es un Estado social de derecho (Sozialstaat), lo que implica la obligación de garantizar una existencia digna a todos los ciudadanos. El Tribunal Constitucional Federal (Bundesverfassungsgericht) ha interpretado este principio como una obligación del Estado de intervenir activamente para garantizar los derechos sociales fundamentales, especialmente en situaciones de vulnerabilidad. La regulación de sectores estratégicos como el agua, la energía y el transporte en Alemania refleja el compromiso estatal de garantizar el acceso universal y equitativo a estos servicios, incluso bajo esquemas de colaboración público-privada.
En el contexto de la Unión Europea, el principio de Daseinsvorsorge se vincula a los Servicios de Interés Económico General (SIEG), definidos en el artículo 106 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE). Los Estados miembros tienen la facultad de establecer obligaciones específicas para garantizar que estos servicios cumplan su función social. A causa de eso, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) ha reafirmado que los Estados tienen un margen de discrecionalidad para garantizar el acceso a servicios esenciales, incluso cuando estos interfieran con las reglas del mercado interior. En ese sentido, si bien el concepto de Daseinsvorsorge es propiamente alemán, su espíritu se refleja en principios análogos en otras jurisdicciones. En Francia, la noción de servicio público (Duguit) incorpora una lógica similar de provisión estatal de bienes esenciales. En Latinoamérica, el principio de progresividad de los derechos sociales, consagrado en la Constitución de Colombia (1991) y en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), exige que los Estados actúen activamente para garantizar derechos como la salud, la educación y la vivienda.
No obstante, el concepto de Daseinsvorsorge enfrenta desafíos significativos en el contexto de la globalización, las privatizaciones y las crisis socioeconómicas y ambientales. Entre los principales retos se encuentran la recurrente privatización de servicios esenciales, como el agua o la electricidad, ha generado tensiones entre los principios de eficiencia económica y el deber del Estado de garantizar el acceso universal y equitativo a estos bienes. Además el cambio climático ha puesto en jaque la capacidad de los Estados para garantizar recursos como el agua y la energía. En este contexto, el Daseinsvorsorge debe adaptarse a un modelo de desarrollo sostenible. Sin perjuicio de que en sociedades marcadas por profundas desigualdades, el reto de garantizar el acceso universal a servicios básicos se ve agravado por la falta de infraestructura en zonas rurales o marginales. Por lo demás, la integración económica global y la normativa supranacional limitan, en ocasiones, la capacidad de los Estados para intervenir directamente en sectores estratégicos, lo que plantea la necesidad de una mayor armonización entre el derecho administrativo nacional y los principios internacionales.
Como subyace, el concepto de Daseinsvorsorge no solo es un principio jurídico-administrativo, sino una expresión ética del compromiso del Estado con la dignidad humana y el bienestar colectivo. En un mundo cada vez más interdependiente, este principio se configura como un faro normativo que guía la actuación del poder público hacia un horizonte de justicia distributiva y equidad social. En última instancia, Daseinsvorsorge reafirma la misión del derecho administrativo de convertir al Estado en un garante activo de la dignidad humana, asegurando que ningún individuo quede excluido del acceso a los bienes esenciales para la vida, y que la administración pública, lejos de ser un mero instrumento técnico, actúe como el verdadero custodio del bien común.
En efecto, en un mundo cada vez más interconectado, el Derecho administrativo se encuentra en un proceso de internacionalización. Las directivas de organismos como la OCDE, los principios de Naciones Unidas y los tratados internacionales crean un marco de soft law que influye en la legislación y jurisprudencia nacionales.
Por todo lo expresado, cabe afirmar que el Derecho administrativo, en su esencia, trasciende la mera regulación técnica de la actividad estatal. Constituye una respuesta jurídica y ética al desafío civilizatorio de equilibrar la eficacia del poder público con los derechos fundamentales de los ciudadanos. Esta disciplina, que emerge del diálogo histórico entre la autoridad y el derecho, encarna un ethos universal: la búsqueda de justicia distributiva como fundamento de la legitimidad estatal. En el fondo, el Derecho administrativo no es solo una herramienta para organizar la maquinaria del poder, sino un mecanismo para garantizar que el ejercicio del poder público respete la dignidad humana. En su actuar, la administración pública debe erigirse como un “sacerdote laico” de la justicia, asegurando que los bienes y servicios que gestiona —sean recursos económicos, derechos sociales o espacios comunes— se distribuyan de manera equitativa y racional.
Con toda seguridad puede afirmarse, en consecuencia, que la convergencia de principios y prácticas administrativas en los sistemas jurídicos contemporáneos no es una simple coincidencia histórica, sino un reflejo de una necesidad universal: garantizar que el poder estatal sea ejercido con transparencia, proporcionalidad y respeto a los derechos fundamentales. En este sentido, los conceptos de Estado de derecho (Rechtsstaat), debido proceso administrativo, proporcionalidad y control jurisdiccional se han transformado en pilares de un derecho administrativo global, que busca homogeneizar estándares éticos y jurídicos en un mundo interdependiente. Y más todavía, en un contexto marcado por desigualdades económicas, crisis ambientales y tensiones geopolíticas, el Derecho administrativo debe asumir un rol activo como motor de cambio social, habidas cuentas de que la administración pública no solo debe limitarse a gestionar eficientemente los recursos del Estado, sino que también debe actuar como un agente redistributivo, corrigiendo las asimetrías históricas y promoviendo el bienestar colectivo. Casos como la implementación de políticas afirmativas, la regulación de servicios esenciales y la protección de derechos ambientales ilustran cómo el derecho administrativo puede ser un instrumento para materializar los ideales de justicia social. Más allá de su diversidad formal, los sistemas jurídicos del mundo comparten un compromiso ético común: garantizar que el ejercicio del poder administrativo sea justo, equitativo y orientado al bien común.
En última instancia, el Derecho administrativo no solo regula la acción del Estado; redefine su propósito. El poder público, lejos de ser un fin en sí mismo, es un medio para alcanzar la justicia distributiva en el marco de una comunidad política. Así, desde los principios fundacionales de la Revolución Francesa hasta los estándares del Derecho internacional contemporáneo, late un mismo principio rector: que el poder sirva al bien común, y que la administración pública, en su actuar cotidiano, sea un reflejo de los valores más elevados de la humanidad.
En definitiva, como señaló Aristóteles, la justicia no es simplemente una virtud, sino “la virtud completa, ejercida en relación con los demás”. En este sentido, el derecho administrativo, con su vasto y complejo entramado normativo, se configura como la herramienta por excelencia para hacer realidad ese ideal, asegurando que el Estado no solo funcione, sino que también sea justo, equitativo y humano.
De este modo, el Derecho administrativo se consagra como un verdadero templo de la aequitas, donde se reconcilian lo útil y lo justo, la eficacia y la dignidad, el poder y el derecho, en el eterno altar del bien común.
- Bajo el manto del Ancien Régime, podríamos imaginar un teatro de sombras donde la monarquía absoluta se erige como protagonista, rodeada de nobles, cortesanos y una burocracia incipiente que apenas empieza a despuntar. Si uno lo mirara desde la óptica de la técnica jurídica, vería un entramado de fueros, privilegios y costumbres dispersas que apenas se enlazaban en la mano fuerte de un monarca que gobernaba por gracia divina. Pero, si uno cierra por un momento el tratado académico y abre los ojos para contemplar el escenario con el asombro de un lector de historias, encontraría a los súbditos como figurantes de un orden que no se preguntaba por su sentido ni por la legitimidad de sus reglas; sencillamente las obedecía porque así había sido siempre. En estos tiempos anteriores a la Revolución Francesa, el Derecho Administrativo —si es que, con anacronismo, pudiéramos darle ese nombre— no se concebía como un sistema articulado de control al poder, ni mucho menos. Más bien, consistía en una serie de regulaciones sueltas y a menudo contradictorias, extendidas a lo largo de reinos y provincias, asentadas en costumbres locales o edictos reales cuya vigencia dependía de la buena voluntad del soberano y de su red de servidores. El Estado no estaba todavía uniformado en torno a la idea moderna de la legalidad, sino que se desplegaba en un mosaico de poderes y competencias, aferrados a tradiciones seculares. No se pensaba en la Administración Pública como una maquinaria autónoma, sino más bien como un recurso del monarca para gobernar. Así, las tareas administrativas se confundían con las prerrogativas señoriales o eclesiásticas, fusionándose las competencias de los altos dignatarios con los dictados de la Corona. Las relaciones de poder fluían de arriba a abajo, y el súbdito, lejos de la noción de ciudadanía, encarnaba la pieza de un engranaje vertical cuyos resortes descansaban en la gracia de Dios y la complacencia del rey. En la pluma de un cronopio —como quien diría Julio Cortázar— uno podría evocar la imagen de un enorme palacio en el que, tras grandes salones y ventanales, se decide el destino de miles de pequeñas vidas. Sin embargo, esa administración de la cosa pública carecía de la dimensión jurídica que hoy la caracteriza. Todo se regía por un principio de poder casi sagrado, en el que la voluntad real contaba con el favor de la costumbre y la aquiescencia de la nobleza. No existía una constitución que estableciera derechos y libertades básicas, ni un control judicial capaz de cuestionar seriamente la decisión de un ministro o un intendente real. Este modelo del Ancien Régime, con su aparato burocrático aún rudimentario, se fundamentaba en el prestigio y la inercia de la tradición, envueltos en un aire de solemnidad que procuraba sostener el orden social vigente. Lo que hoy denominamos “garantías” para el ciudadano, entonces se plasmaba en forma de privilegios concedidos graciosamente a ciertos grupos o corporaciones. Por ende, la idea de “interés general”, tal como la entendemos en la modernidad, no estaba delimitada ni protegida en un cuerpo normativo estable, sino que flotaba bajo el influjo de voluntades marcadas por la desigualdad estructural.Contemplar el Ancien Régime con ojos contemporáneos implica advertir la falta de un sistema organizado de controles, la ausencia de un tejido normativo homogéneo y la escasa diferenciación entre la persona del rey y los asuntos de gobierno. Aquel régimen fue la semilla —sin saberlo— de muchas ideas que luego florecerían tras la Revolución: la división de poderes, los derechos fundamentales y el surgimiento de los tribunales encargados de controlar, con un método más racional, las decisiones del poder público. Uno se pregunta, contemplando aquellas postales de reyes y edictos, cómo se vivía en un mundo donde la norma era privilegio, y la justicia, una gracia. Quizá la respuesta se halle en el estallido que se produjo en 1789, cuando el cuestionamiento profundo de las estructuras del Ancien Régime dió paso a una nueva concepción del poder y de la relación entre gobernantes y gobernados. En definitiva, fue la irrupción del pensamiento ilustrado la que encendió la mecha y llevó al derrumbe de un sistema anclado en el linaje y la costumbre, para reconfigurar los cimientos de un Estado que, a la postre, abriría sendero al Derecho administrativo moderno. ↩︎
- El modelo americano de control judicial se edifica sobre una base que, a primera vista, parece heredera de las antiguas prerrogativas de la Corona británica; sin embargo, pronto asume su propio curso cuando irrumpe con fuerza la doctrina del rule of law, anclada en la separación de poderes y en la supremacía de la Constitución. Desde esa perspectiva, la autoridad del Estado— aunque con ecos de potestades reales—debe plegarse a la ley fundamental, sometiéndose a la interpretación que de ella realizan los jueces. La escena fundacional de esta visión se ubica en la decisión de la Corte Suprema en Marbury vs. Madison (1803), cuando el magistrado John Marshall consagra la atribución judicial de invalidar disposiciones contrarias a la Constitución. Este acto, que en el ámbito galo habría sido considerado un despropósito —pues el control de la Administración correspondía a órganos específicos, casi parte del propio Ejecutivo—, se yergue como la antítesis del modelo francés de “justicia retenida”. En Estados Unidos, el contrapeso al poder público no se delega en un consejo administrativo sino que se centra en los tribunales ordinarios, encargados de asegurar que ningún acto, reglamento o ley vulnere el texto constitucional. Bajo este prisma, se abre paso la idea de un Estado de derecho en el que cada rama gubernamental cumple un rol claramente definido, y donde el Poder Judicial se alza como garante último de las libertades. No obstante, la historia norteamericana pronto demostraría que la realidad tiende a difuminar los límites de la teoría. Con el crecimiento de las necesidades colectivas—sobre todo a raíz de las crisis económicas y la transformación industrial—aparece el fenómeno de la delegación impropia de facultades. El Congreso, agobiado por la complejidad de los asuntos públicos, empieza a transferir parte de su función reguladora a agencias administrativas especializadas. Así, en las primeras décadas del siglo XX, se cimenta ese Estado administrativo de las agencias: entes con potestades cuasi-legislativas, cuasi-ejecutivas y cuasi-judiciales. Esta acumulación de facultades significó un cambio profundo en la forma de entender la separación de poderes, pues las agencias no solo dictan normas (regulaciones), sino que también las aplican e interpretan de manera vinculante a través de sus propios procedimientos. El Judicial Review, claro está, no desparece: permanece como salvaguarda ante posibles excesos o interpretaciones inconstitucionales. Pero en la práctica, las agencias ganan un protagonismo que desdibuja la nítida división de atribuciones soñada por los Padres Fundadores. La paradoja, pues, salta a la vista: un sistema concebido originariamente para concentrar el control en los tribunales, termina depositando la gestión de grandes aspectos de la vida económica y social en cuerpos tecnocráticos, cuya legitimidad se basa en la necesidad de flexibilidad y especialización. Lejos de anularse, la labor judicial evoluciona para controlar las decisiones de estas agencias, evaluando la razonabilidad y la legalidad de sus actos. Se ha pasado así de la pureza de la visión “marshalliana” al orden complejo de un Estado estructurado en innumerables oficinas e instituciones, atado por normas técnicas que, aunque deben someterse al tamiz constitucional, marcan la pauta cotidiana de la relación entre la Administración y los particulares. En este discurrir histórico, la antítesis francesa se torna matiz: si en un principio el control de la Administración quedaba en manos del poder judicial ordinario, la progresiva profesionalización de las agencias dibuja un panorama no tan lejano de la especialización que encarna el Consejo de Estado galo. Cada sistema, en definitiva, ha encontrado su camino para armonizar la autoridad administrativa con la defensa de los derechos, confirmando que la esencia del Derecho administrativo late en el difícil equilibrio entre la eficacia de la potestad pública y la salvaguarda de la libertad individual. ↩︎
- Desde la perspectiva histórica, el modelo francés de Derecho administrativo se presenta como un ejemplo paradigmático de cómo la arquitectura institucional puede amoldarse a la idea de que la Administración “retiene” para sí la facultad de dirimir ciertos conflictos. Esta noción, que en la doctrina se ha denominado “justicia retenida”, hunde sus raíces en los tiempos en que el rey, símbolo de la soberanía suprema, prefería no delegar el control de las controversias relativas a la actividad administrativa en jueces ordinarios. Se gestó así una figura singular: el Consejo de Estado (Conseil d’État), a medio camino entre la asesoría al Ejecutivo y la función jurisdiccional, encargado de acompañar la marcha de la Administración y, simultáneamente, de juzgar sus posibles desvíos. A diferencia de lo que ocurriría en otros escenarios (pensemos en países donde el control de la Administración se integró al ámbito judicial común), en Francia cobró forma la jurisdicción administrativa. Se trató, en sus inicios, de un mecanismo de tutela que buscaba salvaguardar las prerrogativas del Ejecutivo sin sacrificar por completo la protección de los particulares. Sin embargo, con el devenir de los años, y en particular a partir de la Ley de 24 de mayo de 1872, el Consejo de Estado pasó de ser una figura de “justicia retenida” —en la cual la decisión final requería el visto bueno del monarca— a una institución de “justicia delegada”, dotada de autonomía suficiente para dictar fallos con fuerza de cosa juzgada. El Consejo de Estado, entonces, comenzó a desempeñar un papel protagónico en la construcción del propio Derecho Administrativo, no solo en cuanto a la resolución de litigios, sino también a través de su misión consultiva. Sus dictámenes y sentencias han ido modelando principios fundamentales como el de legalidad, responsabilidad patrimonial de la Administración o el control de la discrecionalidad. En buena medida, se debe al Consejo de Estado la sistematización y la coherencia interna de esta rama del Derecho, que antes se hallaba dispersa entre normas, reglamentos y usos consuetudinarios. Así, en el Palacio Real de París —en la atmósfera solemne de sus salas— se ha ido tejiendo la doctrina jurisprudencial que ilumina el quehacer administrativo. Cada controversia que toca a sus puertas es como una mínima sinfonía en la gran orquesta de la legalidad: a veces, se trata de una nota desafinada que requiere corrección; en otras ocasiones, se revela una novedad que obliga a componer nuevas melodías. Este dinamismo ha hecho que el modelo francés sea, hasta nuestros días, un referente global cuando se debate la conveniencia de dotar a la jurisdicción administrativa de perfiles y competencias propios. Pero no hay que perder de vista la otra faceta del Consejo de Estado: la misión consultiva. Convocado para asesorar al Gobierno en la elaboración de proyectos de ley o de reglamentos, el Consejo de Estado actúa como guardián de los principios constitucionales y de la técnica jurídica. Este “doble rol” —jurisdiccional y consultivo— ha enriquecido de manera notable la calidad y la unidad del ordenamiento francés, al tiempo que ha permitido el despliegue de reglas precisas en materia de responsabilidad administrativa, contratos públicos o expropiaciones. Por tanto, mirar al modelo francés es contemplar un sistema cuyos orígenes se hunden en la aspiración de un poder que, siglos atrás, pretendía conservar en sus manos la llave de la justicia frente a la Administración. Con el paso del tiempo, sin embargo, y gracias a la labor paciente y constante del Consejo de Estado, el Derecho administrativo francés se ha consolidado en una posición de autonomía y de alta técnica, dejando atrás la vieja idea de que bastaba con la autoridad real para dirimir los conflictos. Hoy, la “justicia retenida” se ha metamorfoseado en una “justicia administrativa” independiente que, sin apartarse de la misión de tutela del interés general, brinda garantías efectivas a los particulares en su relación con el poder público. ↩︎
- En la actualidad, el derecho administrativo materializa la justicia distributiva a través de instituciones, procedimientos y principios que regulan la asignación de recursos públicos. Algunos ejemplos destacados incluyen: Contratación Pública: Los principios de igualdad, transparencia y competencia, que rigen las licitaciones en sistemas como el alemán (Vergaberecht), son herramientas esenciales para garantizar que los recursos estatales se distribuyan de manera eficiente y equitativa. Evaluación de Impacto Ambiental: En países como Canadá, los procedimientos administrativos aseguran que las decisiones públicas no solo maximicen el desarrollo económico, sino que también respeten los derechos colectivos de protección al medio ambiente. Audiencias Públicas y Participación Ciudadana: Como el Administrative Procedure Act en Estados Unidos, estas figuras son mecanismos para democratizar la toma de decisiones, permitiendo que la ciudadanía participe en la gestión de los bienes comunes. ↩︎