La génesis Derecho administrativo

  1. Bajo el manto del Ancien Régime, podríamos imaginar un teatro de sombras donde la monarquía absoluta se erige como protagonista, rodeada de nobles, cortesanos y una burocracia incipiente que apenas empieza a despuntar. Si uno lo mirara desde la óptica de la técnica jurídica, vería un entramado de fueros, privilegios y costumbres dispersas que apenas se enlazaban en la mano fuerte de un monarca que gobernaba por gracia divina. Pero, si uno cierra por un momento el tratado académico y abre los ojos para contemplar el escenario con el asombro de un lector de historias, encontraría a los súbditos como figurantes de un orden que no se preguntaba por su sentido ni por la legitimidad de sus reglas; sencillamente las obedecía porque así había sido siempre. En estos tiempos anteriores a la Revolución Francesa, el Derecho Administrativo —si es que, con anacronismo, pudiéramos darle ese nombre— no se concebía como un sistema articulado de control al poder, ni mucho menos. Más bien, consistía en una serie de regulaciones sueltas y a menudo contradictorias, extendidas a lo largo de reinos y provincias, asentadas en costumbres locales o edictos reales cuya vigencia dependía de la buena voluntad del soberano y de su red de servidores. El Estado no estaba todavía uniformado en torno a la idea moderna de la legalidad, sino que se desplegaba en un mosaico de poderes y competencias, aferrados a tradiciones seculares. No se pensaba en la Administración Pública como una maquinaria autónoma, sino más bien como un recurso del monarca para gobernar. Así, las tareas administrativas se confundían con las prerrogativas señoriales o eclesiásticas, fusionándose las competencias de los altos dignatarios con los dictados de la Corona. Las relaciones de poder fluían de arriba a abajo, y el súbdito, lejos de la noción de ciudadanía, encarnaba la pieza de un engranaje vertical cuyos resortes descansaban en la gracia de Dios y la complacencia del rey. En la pluma de un cronopio —como quien diría Julio Cortázar— uno podría evocar la imagen de un enorme palacio en el que, tras grandes salones y ventanales, se decide el destino de miles de pequeñas vidas. Sin embargo, esa administración de la cosa pública carecía de la dimensión jurídica que hoy la caracteriza. Todo se regía por un principio de poder casi sagrado, en el que la voluntad real contaba con el favor de la costumbre y la aquiescencia de la nobleza. No existía una constitución que estableciera derechos y libertades básicas, ni un control judicial capaz de cuestionar seriamente la decisión de un ministro o un intendente real. Este modelo del Ancien Régime, con su aparato burocrático aún rudimentario, se fundamentaba en el prestigio y la inercia de la tradición, envueltos en un aire de solemnidad que procuraba sostener el orden social vigente. Lo que hoy denominamos “garantías” para el ciudadano, entonces se plasmaba en forma de privilegios concedidos graciosamente a ciertos grupos o corporaciones. Por ende, la idea de “interés general”, tal como la entendemos en la modernidad, no estaba delimitada ni protegida en un cuerpo normativo estable, sino que flotaba bajo el influjo de voluntades marcadas por la desigualdad estructural.Contemplar el Ancien Régime con ojos contemporáneos implica advertir la falta de un sistema organizado de controles, la ausencia de un tejido normativo homogéneo y la escasa diferenciación entre la persona del rey y los asuntos de gobierno. Aquel régimen fue la semilla —sin saberlo— de muchas ideas que luego florecerían tras la Revolución: la división de poderes, los derechos fundamentales y el surgimiento de los tribunales encargados de controlar, con un método más racional, las decisiones del poder público. Uno se pregunta, contemplando aquellas postales de reyes y edictos, cómo se vivía en un mundo donde la norma era privilegio, y la justicia, una gracia. Quizá la respuesta se halle en el estallido que se produjo en 1789, cuando el cuestionamiento profundo de las estructuras del Ancien Régime dió paso a una nueva concepción del poder y de la relación entre gobernantes y gobernados. En definitiva, fue la irrupción del pensamiento ilustrado la que encendió la mecha y llevó al derrumbe de un sistema anclado en el linaje y la costumbre, para reconfigurar los cimientos de un Estado que, a la postre, abriría sendero al Derecho administrativo moderno. ↩︎
  2. El modelo americano de control judicial se edifica sobre una base que, a primera vista, parece heredera de las antiguas prerrogativas de la Corona británica; sin embargo, pronto asume su propio curso cuando irrumpe con fuerza la doctrina del rule of law, anclada en la separación de poderes y en la supremacía de la Constitución. Desde esa perspectiva, la autoridad del Estado— aunque con ecos de potestades reales—debe plegarse a la ley fundamental, sometiéndose a la interpretación que de ella realizan los jueces. La escena fundacional de esta visión se ubica en la decisión de la Corte Suprema en Marbury vs. Madison (1803), cuando el magistrado John Marshall consagra la atribución judicial de invalidar disposiciones contrarias a la Constitución. Este acto, que en el ámbito galo habría sido considerado un despropósito —pues el control de la Administración correspondía a órganos específicos, casi parte del propio Ejecutivo—, se yergue como la antítesis del modelo francés de “justicia retenida”. En Estados Unidos, el contrapeso al poder público no se delega en un consejo administrativo sino que se centra en los tribunales ordinarios, encargados de asegurar que ningún acto, reglamento o ley vulnere el texto constitucional. Bajo este prisma, se abre paso la idea de un Estado de derecho en el que cada rama gubernamental cumple un rol claramente definido, y donde el Poder Judicial se alza como garante último de las libertades. No obstante, la historia norteamericana pronto demostraría que la realidad tiende a difuminar los límites de la teoría. Con el crecimiento de las necesidades colectivas—sobre todo a raíz de las crisis económicas y la transformación industrial—aparece el fenómeno de la delegación impropia de facultades. El Congreso, agobiado por la complejidad de los asuntos públicos, empieza a transferir parte de su función reguladora a agencias administrativas especializadas. Así, en las primeras décadas del siglo XX, se cimenta ese Estado administrativo de las agencias: entes con potestades cuasi-legislativas, cuasi-ejecutivas y cuasi-judiciales. Esta acumulación de facultades significó un cambio profundo en la forma de entender la separación de poderes, pues las agencias no solo dictan normas (regulaciones), sino que también las aplican e interpretan de manera vinculante a través de sus propios procedimientos. El Judicial Review, claro está, no desparece: permanece como salvaguarda ante posibles excesos o interpretaciones inconstitucionales. Pero en la práctica, las agencias ganan un protagonismo que desdibuja la nítida división de atribuciones soñada por los Padres Fundadores. La paradoja, pues, salta a la vista: un sistema concebido originariamente para concentrar el control en los tribunales, termina depositando la gestión de grandes aspectos de la vida económica y social en cuerpos tecnocráticos, cuya legitimidad se basa en la necesidad de flexibilidad y especialización. Lejos de anularse, la labor judicial evoluciona para controlar las decisiones de estas agencias, evaluando la razonabilidad y la legalidad de sus actos. Se ha pasado así de la pureza de la visión “marshalliana” al orden complejo de un Estado estructurado en innumerables oficinas e instituciones, atado por normas técnicas que, aunque deben someterse al tamiz constitucional, marcan la pauta cotidiana de la relación entre la Administración y los particulares. En este discurrir histórico, la antítesis francesa se torna matiz: si en un principio el control de la Administración quedaba en manos del poder judicial ordinario, la progresiva profesionalización de las agencias dibuja un panorama no tan lejano de la especialización que encarna el Consejo de Estado galo. Cada sistema, en definitiva, ha encontrado su camino para armonizar la autoridad administrativa con la defensa de los derechos, confirmando que la esencia del Derecho administrativo late en el difícil equilibrio entre la eficacia de la potestad pública y la salvaguarda de la libertad individual. ↩︎
  3. Desde la perspectiva histórica, el modelo francés de Derecho administrativo se presenta como un ejemplo paradigmático de cómo la arquitectura institucional puede amoldarse a la idea de que la Administración “retiene” para sí la facultad de dirimir ciertos conflictos. Esta noción, que en la doctrina se ha denominado “justicia retenida”, hunde sus raíces en los tiempos en que el rey, símbolo de la soberanía suprema, prefería no delegar el control de las controversias relativas a la actividad administrativa en jueces ordinarios. Se gestó así una figura singular: el Consejo de Estado (Conseil d’État), a medio camino entre la asesoría al Ejecutivo y la función jurisdiccional, encargado de acompañar la marcha de la Administración y, simultáneamente, de juzgar sus posibles desvíos. A diferencia de lo que ocurriría en otros escenarios (pensemos en países donde el control de la Administración se integró al ámbito judicial común), en Francia cobró forma la jurisdicción administrativa. Se trató, en sus inicios, de un mecanismo de tutela que buscaba salvaguardar las prerrogativas del Ejecutivo sin sacrificar por completo la protección de los particulares. Sin embargo, con el devenir de los años, y en particular a partir de la Ley de 24 de mayo de 1872, el Consejo de Estado pasó de ser una figura de “justicia retenida” —en la cual la decisión final requería el visto bueno del monarca— a una institución de “justicia delegada”, dotada de autonomía suficiente para dictar fallos con fuerza de cosa juzgada. El Consejo de Estado, entonces, comenzó a desempeñar un papel protagónico en la construcción del propio Derecho Administrativo, no solo en cuanto a la resolución de litigios, sino también a través de su misión consultiva. Sus dictámenes y sentencias han ido modelando principios fundamentales como el de legalidad, responsabilidad patrimonial de la Administración o el control de la discrecionalidad. En buena medida, se debe al Consejo de Estado la sistematización y la coherencia interna de esta rama del Derecho, que antes se hallaba dispersa entre normas, reglamentos y usos consuetudinarios. Así, en el Palacio Real de París —en la atmósfera solemne de sus salas— se ha ido tejiendo la doctrina jurisprudencial que ilumina el quehacer administrativo. Cada controversia que toca a sus puertas es como una mínima sinfonía en la gran orquesta de la legalidad: a veces, se trata de una nota desafinada que requiere corrección; en otras ocasiones, se revela una novedad que obliga a componer nuevas melodías. Este dinamismo ha hecho que el modelo francés sea, hasta nuestros días, un referente global cuando se debate la conveniencia de dotar a la jurisdicción administrativa de perfiles y competencias propios. Pero no hay que perder de vista la otra faceta del Consejo de Estado: la misión consultiva. Convocado para asesorar al Gobierno en la elaboración de proyectos de ley o de reglamentos, el Consejo de Estado actúa como guardián de los principios constitucionales y de la técnica jurídica. Este “doble rol” —jurisdiccional y consultivo— ha enriquecido de manera notable la calidad y la unidad del ordenamiento francés, al tiempo que ha permitido el despliegue de reglas precisas en materia de responsabilidad administrativa, contratos públicos o expropiaciones. Por tanto, mirar al modelo francés es contemplar un sistema cuyos orígenes se hunden en la aspiración de un poder que, siglos atrás, pretendía conservar en sus manos la llave de la justicia frente a la Administración. Con el paso del tiempo, sin embargo, y gracias a la labor paciente y constante del Consejo de Estado, el Derecho administrativo francés se ha consolidado en una posición de autonomía y de alta técnica, dejando atrás la vieja idea de que bastaba con la autoridad real para dirimir los conflictos. Hoy, la “justicia retenida” se ha metamorfoseado en una “justicia administrativa” independiente que, sin apartarse de la misión de tutela del interés general, brinda garantías efectivas a los particulares en su relación con el poder público. ↩︎
  4. En la actualidad, el derecho administrativo materializa la justicia distributiva a través de instituciones, procedimientos y principios que regulan la asignación de recursos públicos. Algunos ejemplos destacados incluyen: Contratación Pública: Los principios de igualdad, transparencia y competencia, que rigen las licitaciones en sistemas como el alemán (Vergaberecht), son herramientas esenciales para garantizar que los recursos estatales se distribuyan de manera eficiente y equitativa. Evaluación de Impacto Ambiental: En países como Canadá, los procedimientos administrativos aseguran que las decisiones públicas no solo maximicen el desarrollo económico, sino que también respeten los derechos colectivos de protección al medio ambiente. Audiencias Públicas y Participación Ciudadana: Como el Administrative Procedure Act en Estados Unidos, estas figuras son mecanismos para democratizar la toma de decisiones, permitiendo que la ciudadanía participe en la gestión de los bienes comunes. ↩︎

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