La sustantividad de la función administrativa

  1. La separación de poderes emerge con mayor nitidez en la obra de Montesquieu (El espíritu de las leyes), quien percibe que la libertad política requería un equilibrio de las funciones estatales —legislativa, ejecutiva y judicial— para frenar la potencial arbitrariedad de un poder único. No obstante, antes ya había aportes de John Locke y otros pensadores que distinguían entre funciones de formulación de leyes, funciones de ejecución y la resolución de controversias. Este concepto, en su raíz, no es un simple “tótem” ideológico, sino un mecanismo de garantía que busca una balanza en la que cada órgano del Estado limite y sea limitado por los demás. La noción central es evitar la concentración del poder en un solo punto y así disminuir el riesgo de vulneraciones a la libertad y la propiedad de los individuos. ↩︎
  2. En la actualidad, las democracias enfrentan problemas de creciente complejidad (globalización, nuevas tecnologías, emergencia de derechos colectivos), y ello ha conducido a la “expansión” de la función administrativa, con la creación de agencias y entes reguladores. Este fenómeno puede suscitar recelos: ¿podría la hipertrofia administrativa minar la clásica división de poderes? Aquí la respuesta se halla en la necesidad de nuevas fórmulas de control, adecuadas a la diversidad de potestades que ejerce la Administración. Mantener la exigencia de que todo poder esté sujeto a la ley y a la revisión judicial, y reforzar la transparencia y participación ciudadana, son mecanismos que renuevan la vigencia del modelo de checks and balances, aun cuando la estructura estatal sea más compleja. ↩︎
  3. Imagínate, lector, una mañana de sol tibio en la que Jean-Jacques Rousseau camina por un parque lleno de hojas secas, silbando una melodía imposible. Lleva una carpeta debajo del brazo y un cuaderno lleno de garabatos que prometen una suerte de plan maestro para sacarnos del remolino de la intemperie. En esos papeles, que más tarde se conocerán como El Contrato Social, uno descubre que la idea no es simplemente salir corriendo del caos, sino redefinir el modo en que los hombres viven juntos, organizando una nueva música de derechos y obligaciones. ↩︎
  4. Jean-Jacques Rousseau, en El contrato social (1762), retoma y reformula esta noción de cesión de derechos, pero introduce un matiz decisivo: el soberano no se concibe como un monarca absoluto, sino como la voluntad general. En lugar de depositar toda la autoridad en manos de un gobernante único, como planteaba Hobbes, Rousseau propone que los hombres se unan voluntariamente y constituyan una sociedad civil organizada. Esta comunidad política, dotada de leyes acordadas por la voluntad de todos, protege la libertad y la igualdad de sus miembros sin anularlas. Así, mientras Hobbes subraya la necesidad de un poder absoluto que ponga fin a la inseguridad y la violencia, Rousseau defiende la idea de que, al asociarse, los individuos mantienen y revalorizan su libertad en tanto participan activamente de la formación de las leyes. Ambas visiones han influido de forma determinante en la teoría política posterior, sentando las bases para reflexionar sobre la legitimidad del Estado, la soberanía popular y la construcción de un orden social estable. ↩︎
  5. En Libro XI de El espíritu de las leyes, particularmente en los capítulos 5 y 6, Montesquieu describe el sistema político inglés de su época. Observa que hay una función legislativa (bicameral: Cámara de los Lores y Cámara de los Comunes), una función ejecutiva (encarnada por el monarca y sus ministros) y una función judicial que recae en jueces con relativa independencia. ↩︎
  6. Montesquieu añade un matiz esencial: la participación de la sociedad civil y de los distintos cuerpos intermedios (nobleza, magistrados, burguesía, etc.) cumple una función clave. No se trata de un simple reparto de “tres poderes”, sino de un entramado institucional y social que imbuye a cada órgano de un espíritu de moderación. ↩︎
  7. El verdadero objetivo no era aislar a cada rama, sino impedir la concentración plena del poder en manos de un solo órgano. Por ello, se creó un sistema de frenos y contrapesos (checks and balances) que otorga a cada rama mecanismos para “contener” los posibles excesos de las otras. Así, el Presidente veta leyes pero el Congreso puede anular ese veto con una mayoría calificada, y la Corte Suprema ejerce el control de constitucionalidad, aunque sus jueces son propuestos por el Presidente y confirmados por el Senado, y están sujetos a juicio político. ↩︎
  8. Durante mucho tiempo, el razonamiento clásico sobre la separación de poderes —tanto en la tradición filosófica europea (Montesquieu) como en la práctica constitucional de los Estados Unidos— ha sostenido la siguiente asignación funcional: El Poder Ejecutivo (o el presidente, en el modelo estadounidense) “administra” o ejecuta las leyes. El Poder Legislativo (o el Congreso) crea las reglas, es decir, legisla. El Poder Judicial (o las cortes) decide controversias concretas e interpreta la ley. Sin embargo, si uno observa la evolución histórica, jurídica y política, por ejemplo, de los Estados Unidos y, en general, de las democracias modernas), advierte que esta división no se mantuvo inalterable.  En la época de los Fundadores, el Presidente estaba principalmente encargado de ejecutar las leyes. Sin embargo, con el crecimiento del Estado administrativo (sobre todo a partir del siglo XX), el Ejecutivo ha asumido funciones de carácter normativo y cuasijudicial:Las agencias federales —creadas por el Congreso, pero dependientes del Ejecutivo— emiten regulaciones con fuerza de ley. Piénsese en la Environmental Protection Agency (EPA) o la Securities and Exchange Commission (SEC). Estas regulaciones, si bien derivan de la ley habilitante del Congreso, suelen detallar de manera muy específica la política pública, asimilándose a una labor legislativa. Además muchas agencias tienen tribunales administrativos o procedimientos de adjudicación internos (Administrative Law Judges, por ejemplo) que resuelven conflictos con particulares. Si bien la decisión final puede revisarse en los tribunales federales, la “primera instancia” ocurre en el seno del propio Ejecutivo. Esta realidad implica que el Presidente no se limita a “administrar”, sino que interviene en procesos normativos y decisorios, afectando derechos de manera concreta. Se trata de un desplazamiento notable respecto de la visión clásica de que solo el Congreso “hace” las reglas y los tribunales “resuelven” controversias. ↩︎
  9. El Congreso retiene mecanismos de control (audiencias, “power of the purse”, confirmaciones) para fiscalizar las actividades ejecutivas, pero estos tienden a ser instrumentos políticos, no meramente legislativos. En la práctica, esto revela que, si bien el Congreso mantiene la última palabra en la aprobación de grandes leyes, el proceso de creación de reglas se ha vuelto cooperativo y dinámico, reflejando una separación menos rígida de la que un manual clásico podría sugerir. ↩︎
  10. Cuando analizamos la función legislativa en el marco del constitucionalismo, es ineludible remitirnos a la idea de que las normas más trascendentes —aquellas que delinean libertades fundamentales y estructuras de gobierno— deben provenir de cuerpos representativos. Este principio se asocia con la noción de “autoimposición”: en una democracia constitucional, el poder emana del pueblo, y por ende, las decisiones esenciales que rigen la convivencia social han de tomar forma a través de sus representantes. Verbigracia, la Constitución estadounidense inicia con la célebre fórmula “We the People…,” manifestando la premisa de que la legitimidad jurídica y política descansa en el consentimiento del gobernado. El Congreso —compuesto por la Cámara de Representantes y el Senado— encarna esta voluntad popular de modo bicameral, asegurando que las leyes federales se forjen de manera deliberativa y sujetas al examen de mayorías y minorías. La Cámara de Representantes refleja de manera más inmediata la voz del electorado, con elecciones frecuentes y distritos de menor tamaño. El Senado diseñado originalmente para representar a los Estados y, con el tiempo, convertido en una cámara que equilibra y matiza la actuación de la Cámara Baja. En esta dualidad, se ve plasmada la idea de que las diferentes voces (mayoritarias y minoritarias) participan en el proceso de creación de las leyes. No obstante, el sistema estadounidense reconoce la posibilidad de que se dicten reglas (regulations) por parte de agencias administrativas o incluso que el Presidente promulgue órdenes ejecutivas que tengan cierto efecto normativo. Pero aquí estriba la distinción fundamental: Las agencias y el Ejecutivo actúan a partir de una delegación que, en principio, procede del Congreso. Esto significa que solo pueden legislar en ámbitos delimitados por la ley aprobada por los representantes. La creación de “reglas primarias” —es decir, normas estructurales que afecten directamente derechos fundamentales o reconfiguren la arquitectura institucional— demanda un proceso legislativo formal, con debate y votación en las dos cámaras. Así, incluso si el Ejecutivo asume competencias para desarrollar políticas públicas y dictar regulaciones, la legitimidad de esas normas se fundamenta en el mandato representativo que, en última instancia, proviene del Congreso. A todas luces, el constitucionalismo estadounidense no proviene de una copia literal de Jean-Jacques Rousseau, sin embargo, bebe de la idea rousseauniana de que el pueblo debe darse las leyes a sí mismo, en lugar de recibirlas de una autoridad impuesta. Cuando Rousseau habla de “voluntad general”, en el plano norteamericano encontramos el correlato en la “deliberación legislativa”, donde se expresan intereses distintos y se forja un compromiso —o una norma— tras el debate y la búsqueda de mayorías. El acto de elaborar las leyes en un cuerpo plural y elegido por el pueblo es lo que le otorga a la ley el sello de autoimposición: el ciudadano se somete a reglas que él mismo, o sus representantes electos, han ayudado a construir. Uno de los rasgos más característicos del Congreso es que en su seno se articulan mayorías y minorías. Esto asegura que las leyes resultantes no obedezcan a la voz de un solo grupo hegemónico, sino que emerjan de la interacción entre diversas corrientes políticas. Tal diseño favorece la negociación y el compromiso (compromise), pilares de la tradición política estadounidense, habida cuenta de que ofrece canales para que las minorías presenten enmiendas, participen en comités y expresen reservas. Si bien no siempre resulta en un acuerdo perfecto, legitima el proceso legislativo desde la perspectiva de las visiones disidentes. En esta línea, Madison (en The Federalist No. 10) ya advertía acerca de la conveniencia de “refinar y ampliar” los intereses ciudadanos dentro de la arena legislativa para atenuar los efectos nocivos de las facciones. El Congreso, en su estructura bicameral, opera como un espacio donde se ponen en juego dichas facciones y se modulan las diferentes demandas. De manera tal que la Constitución —con su separación de poderes— se preocupa por evitar la acumulación de toda la potestad normativa en manos de un único actor. La Cámara de Representantes y el Senado, elegidos con distintos mecanismos (duración del mandato, representaciones estatales versus distritales, etc.), constituyen el contrapeso fundamental a potenciales abusos del Poder Ejecutivo o incluso del Poder Judicial. El debate público, los procedimientos legislativos formales y las votaciones traslucen esa legitimidad popular que no podría emanar de un ente meramente técnico ni de un poder unipersonal. De ahí que las reglas primarias, o “liminares,” —incluyendo enmiendas constitucionales— requieran la aprobación de la representación democrática (Congreso y, para enmiendas, las legislaturas estatales). ↩︎
  11. En años recientes, la Corte ha vuelto a recalcar esta cuestión. En el asunto “Barreto c/ Provincia de Buenos Aires” se habló largamente sobre la competencia originaria del Tribunal en casos donde las provincias se encuentran en pleito. No es lo mismo un asunto que se rige por el Derecho común —eso que llamamos “civil”, que está a cargo del Congreso Nacional— que un conflicto donde se aplican normas públicas locales. Si para resolver el entuerto es menester revisar los actos públicos de la provincia o aplicar sus propias leyes administrativas, no se está ante una “causa civil”. La Corte no puede, entonces, arrastrar el asunto a su propio corral, pues la materia pública no entró al dominio que el constituyente dejó al gobierno central en materia de derecho común. ↩︎

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