I. Identificación del Derecho administrativo con la función administrativa en el marco de la división de poderes.
En estas primeras líneas abordaré la cuestión relativa a si el Derecho administrativo puede identificarse exclusivamente con las competencias asignadas al Poder Ejecutivo, o si, por el contrario, sus límites se proyectan más allá de la esfera estricta de este poder. ¿Existe acaso un modelo ideal o paradigmático de Derecho administrativo al que deba ajustarse el legislador para asegurar, de este modo, la efectiva vigencia del principio de división de poderes? Desde los albores del constitucionalismo, la pregunta que late al fondo es si este principio constituye una mera construcción ideológica o, por el contrario, encarna un modelo de razonabilidad cuya vigencia trasciende la coyuntura política1.
Es innegable que la separación de poderes tiene un sustrato político-filosófico: se funda en la desconfianza de la concentración de poder y en la necesidad de salvaguardar los derechos individuales. Es decir, conlleva una “carga ideológica” anclada en la filosofía liberal que propicia la limitación del poder.
Ahora bien, esa “carga ideológica” en modo alguno la vuelve un mero dogma sin asidero empírico; por el contrario, el transcurso de la historia —y la experiencia de los regímenes autoritarios— ha demostrado que la centralización extrema puede derivar en abusos y pérdida de libertades.
Por consiguiente, la separación de poderes surge como un modelo de razonabilidad, no en el sentido de una fórmula rígida e inamovible, sino en cuanto técnica de control recíproco que modera y equilibra las potestades del Estado, otorgando un espacio para la función judicial, otro para la legislativa y otro para la administrativa.
A pesar de ello, el ideal no es la compartimentación hermética, sino la función de contrapeso y fiscalización mutua, evitando que uno de los “órganos” usurpe o anule la competencia del otro2.
Tomás Hobbes, en su obra Leviatán (publicada originalmente en 1651), expone de manera contundente la idea de que los individuos, ansiosos por escapar del caos de la guerra de todos contra todos (el estado de naturaleza), renuncian a parte de sus derechos y se someten a un poder soberano —el Estado—, a fin de lograr seguridad y orden.
En este esquema, los hombres, movidos por el afán de autopreservación, ceden su libertad individual al soberano (sea un monarca o una asamblea) con la esperanza de vivir bajo reglas estables que pongan fin al peligro constante de violencia y agresión mutua.
En ese sentido, el razonamiento de Hobbes se sustenta en la noción de que, sin un poder superior que imponga leyes y sanciones, la vida de los hombres sería “solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”.
Frente a ese horizonte dantesco, la opción racional es establecer un pacto por el cual cada persona transfiere sus facultades de autodefensa y sus pretensiones absolutas a un tercero —el Leviatán—, invistiéndolo de la autoridad necesaria para dictar y hacer cumplir normas.
A cambio, el Estado garantiza la paz y la protección de sus súbditos. De esta forma, la soberanía adquiere una potencia casi ilimitada: el soberano —que representa el poder central unificado— no está sujeto al contrato más allá de la provisión de seguridad y orden. Para Hobbes, cualquier fragmentación de esa soberanía o supeditación a otras voluntades pondría nuevamente en riesgo la tranquilidad conseguida. Solo un poder fuerte e indivisible puede contener las pasiones humanas y la natural tendencia a la lucha.
En la teoría hobbesiana, si bien la libertad se reduce —pues queda condicionada a las normas dictadas por el Leviatán—, se gana a su vez la certidumbre de un orden social capaz de evitar la destrucción mutua. De hecho este planteo dio impulso al contractualismo moderno, inspirando subsiguientes reflexiones de pensadores como Locke y Rousseau, aunque cada cual reorientó la idea de contrato social con otros matices respecto de la libertad y los derechos naturales. De todos modos, la marca hobbesiana —la idea de un poder estatal robusto que garantice la seguridad— sigue siendo una referencia obligada para comprender los fundamentos del Estado moderno.
En consonancia con lo anterior, Rousseau, con esa mirada suya de relojero, se pregunta: “¿Qué hace a un hombre libre y, a la vez, parte de una comunidad? ¿Cómo escapamos al problema de que, si me uno al resto, no pierda mi identidad y mi libertad?3”. Y allí, como un cronopio que ordena sus sueños, propone que cada individuo, en lugar de ceder su libertad a un monarca todopoderoso (al modo de Hobbes), la funda en una voluntad general.
En otras palabras, todos vamos a la plaza de nuestro espíritu, nos damos la mano y formamos un gran cuerpo social cuyos latidos ya no son de una sola persona, sino de todos. “Te doy mi libertad, sí, pero a cambio la recibo convertida en ley común”. Ésa es la jugada maestra: no perderse en el océano, sino transformar la gota individual en corriente.
De pronto, los ecos de aquel cuaderno resuenan por el mundo y empiezan a delinear un nuevo trayecto para la historia de las instituciones. ¿De dónde saca el Estado la fuerza para regirnos? Pues del contrato social que, en la visión de Rousseau, no es un mero papeleo sellado con tinta mohosa, sino una alquimia: cada ciudadano deja parte de su “yo” para enraizarse en un “nosotros” que manda y obedece al mismo tiempo4.
De alguna manera es como si, en el fondo, fuéramos la orquesta y el director a la vez, soplando el clarinete y moviendo la batuta. Pero si uno se descuida, esa orquesta podría transformarse en una banda militar con un solo tambor, redoblando sin misericordia. De allí que, al calor de la Ilustración, otros espíritus —empezando por Locke o Montesquieu— se pregunten: ¿no convendría repartir ciertas tareas? ¿No será mejor que aquel poder de la comunidad se divida en pedacitos precisos: legislar, ejecutar y juzgar, ¿como movimientos diferenciados de una misma sinfonía?
Es de esta manera que, de las páginas de Rousseau, salta el impulso de que el poder debe nacer del pueblo, pero luego la tradición liberal pide colocarle algunos diques de contención. En vez de un monólogo eterno del Estado, nace la división de poderes: Un legislativo que compone las partituras de la ley, un ejecutivo que lleva a cabo la música en la vida cotidiana, un judicial que evalúa si la partitura se toca según las reglas convenidas.
Sin embargo, la semilla yace en aquella revelación rousseauniana: si todos somos parte del mismo concierto, el gobierno no nos es ajeno, sino que corre por nuestras venas. Precisamente por eso, para conservar la armonía, se requiere organizar un delicado equilibrio donde cada “nota” (cada poder) no suba el volumen a su antojo ni ahogue el sonido del resto.
Allí aparece la grandeza de la separación de poderes como corolario lógico: la voluntad general es de todos, pero no conviene delegarla en un solo órgano que pueda deformar su melodía original. No se trata de un truco vacío: cuando la ley es el latido de la comunidad y no el capricho de un tirano, cada cual se siente artífice y no mero destinatario. Empero, para que esta ilusión no se desvanezca en un autoritarismo redoblado, se requiere la vigilancia constante: un poder controla al otro, la gente vigila a los tres, y en cada rincón late esa pregunta fundamental que Rousseau dejó flotando: “¿Sigue la ley encarnando el bien común? ¿Continúa la orquesta tocando a favor de todos o ya tenemos solistas que arrastran la música a su antojo?”. En tales condiciones, el Contrato Social no se limita a un pergamino polvoriento, sino que es la apuesta de que la humanidad, al asociarse, gana algo superior a la mera suma de sus partes.
Ni más ni menos, la división de poderes opera como garantía de que esa creación colectiva no se quiebre en el autoritarismo ni se pierda en la anarquía. Cada vez que abrimos un código, que debatimos una ley, que sentimos que la Administración nos roza con su influencia, recordamos esa lección: la libertad individual es real cuando se reconoce también en el colectivo, y el poder de ese colectivo —como la orquesta de criaturas soñadoras— suena de maravillas si está bien repartido, si hay límites y contrapuntos que eviten el ruido dictatorial. Ya que, en definitiva, Rousseau abre la puerta y Montesquieu la amuebla.
En efecto, entre ambos, la filosofía política entona una canción que halla su mejor tono cuando la libertad no es aplastada por el brazo fuerte, sino orquestada en un equilibrio polifónico: el pueblo escribe la música, el Ejecutivo la ensaya, el Legislativo la reescribe cuando hace falta, y el Judicial, con oído agudísimo, certifica que el acorde sea fiel a la partitura original: la voluntad general de un conjunto de almas que decidieron fundirse en sociedad sin renunciar al eco de su propia voz.
En esa trayectoria, John Locke (1632–1704), en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1690), expone los fundamentos de la separación de poderes al afirmar que las distintas funciones esenciales del Estado —legislativa, ejecutiva y federativa— deben ser ejercidas por organismos diferenciados. Si bien Montesquieu desarrollaría de manera más sistemática la teoría de la división de poderes en El espíritu de las leyes (1748), es innegable que Locke introdujo un primer esbozo de esa doctrina al subrayar la conveniencia de no concentrar la potestad de hacer las leyes (legislativa) con la de ejecutarlas y aplicarlas (ejecutiva), e incluso sumar una función “federativa” dedicada a las relaciones exteriores y la defensa común. Efectivamente, para Locke, la libertad y la propiedad de los individuos (derechos naturales) se salvaguardan mejor cuando cada función es ejercida por un poder limitado y, a la vez, responsable ante el conjunto de la sociedad. Así, aunque el texto lockeano no hable de la “separación de poderes” en los términos en que luego se adoptaría, sí anticipa los cimientos de dicha teoría al vincular la división de funciones con la preservación de los derechos individuales y con la legitimidad de la autoridad estatal.
¿Será posible organizar el poder en compartimentos para que nadie abuse del otro?”. Y así, al ritmo de una caminata a la luz de la vela, Locke escribe su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil; un tratado que, con su aire de partitura inacabada, empieza a marcar la música del futuro. Como si estuviese repasando una suite barroca, Locke compone un tríptico que, en vez de instrumentos, habla de tres funciones básicas del Estado: la legislativa, la ejecutiva y la federativa (esta última dedicada a las relaciones exteriores y la defensa común). Resulta que por entonces no se había acuñado el término “división de poderes” de forma tan precisa, pero el trasfondo ya resonaba:
• El primer movimiento (legislativo) diseña y toca la melodía de las leyes que habrán de regir la convivencia.
• El segundo (ejecutivo) se encarga de interpretar esa partitura y dirigir la orquesta de la administración cotidiana.
• El tercero (federativo) gira su mirada al exterior, buscando la armonía con otras naciones y cuidando que nadie irrumpa como un ruido estridente en la partitura.
En ese sentido, Locke, con su oído fino de filósofo práctico, se dio cuenta de que, si todo este poder se acumulaba en un único intérprete, la música pronto se volvería cacofonía —o peor aún, un solo de tirano que no deja tocar a nadie más—.
Por ello, insinuó la importancia de separar y equilibrar los acordes, convencido de que la libertad y la propiedad del individuo son notas demasiado preciosas como para dejarlas sonar en una orquesta dominada por un único director.
Aunque es cierto que sería Montesquieu quien luego, como quien retoma el tema y le añade variaciones brillantes, llevaría la idea a su forma canónica con aquello de “legislativo, ejecutivo y judicial”, Locke ya había plantado la semilla. Así, en el sutil claroscuro de la Inglaterra postrevolucionaria, mientras medio mundo hervía de intrigas, Locke entonó un preludio que más tarde serviría de inspiración a constituciones y cartas magnas. Por eso, cada vez que hojeamos un manual de teoría constitucional, convendría recordar a Locke como quien, casi sin querer, afinó el concepto de repartición de funciones. Una repartición que, cual orquesta en la que todos tocan su parte, busca que las melodías de la libertad no sean sepultadas por una sola trompeta desafinada.
En consecuencia, resulta casi inevitable trazar un puente entre las reflexiones de John Locke y las páginas luminosas de Montesquieu en El espíritu de las leyes. Efectivamente, al leer a Montesquieu, percibimos la resonancia de Locke en cada renglón donde se explica que la libertad individual solo puede resguardarse de manera efectiva cuando cada función del poder tiene un ámbito propio, controlado por las otras dos.
En este panorama, si Locke sembró la semilla al definir la importancia de la separación funcional (legislar, ejecutar, relacionarse externamente), Montesquieu la hace germinar al articular un sistema de contrapesos que impida el desborde de cualquier rama. Así, las ideas lockeanas sobre la defensa de la libertad y el respeto a los derechos naturales se completan con el “ejercicio equilibrado del poder” que Montesquieu convertirá en un paradigma universal de la teoría política.
Cabe señalar que en El espíritu de las leyes (1748), Montesquieu se inspiró en el sistema político inglés —en aquel entonces una monarquía constitucional— para formular de manera más sistemática y brillante la noción de separación de poderes. Observó que, en Inglaterra, la Corona (poder ejecutivo), el Parlamento (poder legislativo) y los tribunales (poder judicial) se equilibraban entre sí, evitando que uno solo se impusiera sobre los demás.
De este modo, Montesquieu advirtió la existencia de tres funciones o “clases” de poder: Poder Legislativo: Elabora y aprueba las leyes. Poder Ejecutivo: Ejecuta las leyes y dirige la política cotidiana del Estado. Poder Judicial: Interpreta y aplica las leyes al resolver controversias.
A partir de esa observación, el filósofo postuló que la libertad de los ciudadanos se vería garantizada si esos tres poderes se mantienen separados y se vigilan de manera recíproca. Justamente de ahí surge la famosa idea de “check and balances” (controles y contrapesos), según la cual cada poder debe acotar el posible abuso de los otros, marcando los límites adecuados para que la autoridad no derive en tiranía. Así, la monarquía constitucional inglesa funcionó como un modelo pionero que, reinterpretado y difundido por la obra de Montesquieu, se convirtió en pilar fundamental de los regímenes democráticos modernos.5
En efecto, para comprender cabalmente la importancia de la separación de poderes en la obra de Charles de Secondat, barón de Montesquieu, resulta imprescindible sumergirse en el tejido conceptual que él despliega en El espíritu de las leyes (1748).
A lo largo de sus múltiples libros y capítulos, Montesquieu no se limita a enunciar la idea de “tres poderes” (legislativo, ejecutivo y judicial), sino que la inserta en un análisis más amplio de la naturaleza de los regímenes políticos, las condiciones históricas y los principios que sostienen o destruyen a cada forma de gobierno.
Con toda seguridad, una de las motivaciones centrales de Montesquieu —y que recorre buena parte de El espíritu de las leyes— es su miedo al despotismo, el cual concibe como la degeneración última de cualquier forma de poder. Para él, el despotismo se caracteriza por la concentración absoluta de autoridad en una sola persona o instancia, sumiendo a los súbditos en el temor y la obediencia ciega. Esta preocupación conecta directamente con la propuesta de la separación de poderes: al fraccionar la potestad estatal, se diluyen las posibilidades de que un solo actor lo controle todo.
En ese sentido, para Montesquieu, la monarquía constitucional —que él observó en Inglaterra— funcionaba de forma moderada y estable porque no era un despotismo; es decir, el rey actuaba, pero estaba limitado por un Parlamento y por la ley. De aquí se deriva la idea de que el régimen que mejor garantiza la libertad (sea monárquico o republicano) es aquel donde las funciones del poder se encuentran adecuadamente distribuidas y controladas.
Al respecto, si bien el aporte más conocido de Montesquieu es la proclamación de la separación de poderes, él no se conforma con una división meramente formal. En realidad, postula que cada poder debe recibir mecanismos para limitar a los otros, configurando una suerte de interdependencia que garantice la moderación.
En efecto, la idea de separar, por tanto, no significa aislar de forma hermética, sino distribuir funciones y posibilitar controles recíprocos: El Ejecutivo depende de la legislación para gobernar (por ejemplo, necesita aprobación de partidas para recaudar impuestos o sostener sus políticas).El Legislativo, por su parte, no puede ejecutar las normas ni administrarlas a su antojo; además, en la concepción inglesa de la época, la Corona o el Ejecutivo podían disolver el Parlamento y convocar a nuevas elecciones, poniendo un freno a eventuales excesos. El Judicial ejerce un papel menos activo (no dicta leyes ni gobierna), pero su independencia resulta vital para administrar justicia. Su sola facultad de juzgar con base en la ley —y no según directivas del rey o del Parlamento— conforma un dique importantísimo frente al autoritarismo6.
Conviene resaltar que la gran influencia de Montesquieu se evidencia en la forma como la Constitución de los Estados Unidos (1787) adopta una clara división de poderes y un conjunto de controles recíprocos entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.
De igual modo, muchas constituciones europeas y latinoamericanas siguieron esos pasos, inspiradas por la idea de que la libertad y el bien común solo pueden protegerse a través de un poder fragmentado y equilibrado.
Cabe señalar que todavía hoy, la teoría de la separación de poderes enfrenta desafíos. El crecimiento de la potestad reglamentaria en los Ejecutivos, la proliferación de agencias administrativas con competencias cuasilegislativas, o la polarización política que debilita la independencia judicial, son ejemplos de tensiones que ponen a prueba la vigencia del modelo. Con todo, el núcleo de la propuesta montesquieana —que ningún poder detente la totalidad de la autoridad— se mantiene como columna vertebral de la democracia y el Estado de derecho.
En ese orden de ideas, la lectura profunda de El espíritu de las leyes revela que Montesquieu abordó la separación de poderes no como una fórmula simple, sino como parte de un análisis amplio sobre la moderación del poder, la naturaleza de los distintos regímenes y la necesidad de adecuar las normas a las características de cada sociedad. Sus reflexiones sobre equilibrio, limitación mutua y la importancia de la libertad frente a los peligros del despotismo le han asegurado un lugar preeminente en el pensamiento político moderno. La imagen del poder dividido sigue siendo uno de los mayores antídotos contra la tiranía, y su estudio minucioso confirma la vigencia de un legado que, casi tres siglos después, continúa inspirando la construcción y el perfeccionamiento de las instituciones democráticas.
Por su parte, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada por la Asamblea Nacional Constituyente de Francia en 1789, representó no sólo un hito político e ideológico de la época revolucionaria, sino también un punto de inflexión en el constitucionalismo moderno. El texto contenía principios que, a la postre, resonarían más allá de las fronteras francesas y servirían de referente a múltiples constituciones occidentales. Entre los enunciados más célebres, se encuentra el que consagra que toda sociedad que no garantice los derechos ni establezca la separación de poderes no posee una Constitución propiamente dicha. En concreto, la Declaración—en su artículo 16—sentencia: “Toda sociedad en la cual no estén aseguradas la garantía de los derechos ni establecida la separación de los poderes, carece de Constitución”. Mediante esta afirmación, los revolucionarios sintetizaron la idea de que una auténtica constitución se compone de dos elementos esenciales: La garantía de los derechos fundamentales (libertad, propiedad, seguridad, resistencia a la opresión, entre otros). La determinación y separación de las funciones públicas en diversas ramas o poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), evitando la concentración del poder en una sola autoridad.
Este planteo retoma la influencia de los filósofos del siglo de las luces—entre ellos Montesquieu y Rousseau—y se conjuga con la experiencia política de la emergente Francia revolucionaria, decidida a romper con el Antiguo Régimen de monarquía absoluta. Al exigir la separación de poderes, la Declaración pone de relieve la necesidad de frenar la arbitrariedad que caracterizaba a la monarquía borbónica, limitando así las facultades del gobernante por medio de un sistema de contrapesos y controles recíprocos. La Constitución de Francia de 1791—la primera que el país adoptó tras el estallido revolucionario—recoge precisamente ese principio y lo plasma en su articulado: divide las atribuciones de gobierno entre la Asamblea Legislativa, el Rey (como titular del poder ejecutivo, aunque muy restringido) y los tribunales, configurando así una monarquía constitucional limitada. Este texto, si bien corto en su vigencia (puesto que la dinámica convulsa de la Revolución llevaría a nuevas constituciones en poco tiempo), simboliza un esfuerzo inaugural para elevar a norma fundamental la organización de poderes y la tutela de las libertades ciudadanas. La trascendencia de ambos documentos—la Declaración y la Constitución de 1791—radica en su horizonte garantista: el concepto de que no puede hablarse de un orden jurídico-legítimo si no se anteponen los derechos del hombre y si no se establece un dique contra la concentración del poder. La garantía de la libertad y la preservación de la dignidad humana se cimentan, entonces, en la idea de que cada función del Estado (hacer leyes, ejecutarlas y juzgar su cumplimiento) no puede subsumirse en un solo órgano.
Al mismo tiempo, tanto la Declaración como la Constitución de 1791 muestran la influencia de Montesquieu, “el oráculo” de James Madison, que en El espíritu de las leyes (1748) había reclamado la separación efectiva de los tres poderes del Estado. La Revolución Francesa llevó esta doctrina al corazón del discurso constitucional, proclamando que el nuevo orden no nacería verdaderamente si no se traducía en instituciones con potestades claramente diferenciadas. Así, el eje de la legitimidad se desplazaba de la persona del monarca (quien durante siglos había encarnado la soberanía) hacia los derechos inalienables del ciudadano y el equilibrio funcional de las autoridades.
A estas alturas se advierte que la solemne declaración de que no existe “Constitución” sin garantía de derechos y separación de poderes consagró un precepto cardinal del constitucionalismo occidental, que nutriría a los procesos políticos de los siglos posteriores: la limitación del poder y la elevación de la libertad ciudadana como fin supremo del diseño institucional. Por ello cabe destacar que, más alláde sus inestabilidades históricas, la Revolución Francesa y el texto de 1791 abrieron las puertas para que, en las décadas y siglos que siguieron, el principio de división de poderes y la protección de los derechos se convirtieran en rasgos innegociables de cualquier Estado que se pretenda legítimo y promotor de la dignidad humana.
En esa comprensión del tema, cabe señalar que, afines del siglo XVIII, los Padres Fundadores de los Estados Unidos enfrentaban un desafío de proporciones históricas: diseñar un gobierno republicano que no degenerara en la misma tiranía monárquica que habían rechazado durante la Guerra de Independencia.
En ese contexto, James Madison—considerado el “padre de la Constitución”—tomó inspiración de autores como Aristóteles, John Locke y, muy especialmente, Barón de Montesquieu, para formular un sistema de separación de poderes inédito en el mundo moderno.
En ese sentido, inspirados en estas ideas, los delegados de la Convención de Filadelfia (1787) establecieron en la nueva Constitución que: El Poder Legislativo residiría en el Congreso (Cámara de Representantes y Senado). El Poder Ejecutivo correspondería al Presidente de los Estados Unidos, en tanto que el Poder Judicial se asignaría a una Corte Suprema y a los tribunales inferiores que el Congreso pudiera crear.
Téngase presente que, si bien esta disposición formal de poderes parecía alinearse con la visión de Montesquieu, pronto surgieron críticas: ¿era esta separación realmente “pura”? El Presidente, por ejemplo, cuenta con la facultad de vetar proyectos de ley del Congreso, lo cual parece una injerencia en la esfera legislativa; el Senado, por su parte, confirma o rechaza nombramientos presidenciales, algo que parece adentrarse en la competencia ejecutiva7. Sucede que, en efecto, para Madison, la clave para preservar la libertad residía en que cada poder ejerciera su cuota de autoridad con la prudencia que otorga la “ambición honorable”. Cada rama—motivado por el celo de no perder relevancia—defendería con recelo su jurisdicción, evitando así que otra rama se adueñara de la totalidad del poder. De esta manera, la misma pulsión humana que podría llevar a la opresión se convertiría en un resorte institucional que protege la libertad ciudadana.
Verdaderamente con el paso de los siglos, el “modelo madisoniano” de separación de poderes—sostenido por la “ambición honorable” y los mecanismos de frenos y contrapesos—continúa siendo uno de los pilares más característicos de la Constitución de los Estados Unidos. Es que, en efecto, si bien el equilibrio entre las ramas no ha permanecido invariable a lo largo de la historia, la esencia del sistema perdura como un legado del genio de Madison y de la síntesis de las corrientes filosóficas que moldearon el nacimiento de la república norteamericana.
Regresando al eje central de nuestro análisis, cabe señalar que n la práctica jurídica argentina, el Derecho administrativo se ha asociado principalmente con la función ejecutiva, pues su campo de acción concierne a la administración, la ejecución y la reglamentación de las políticas públicas, así como la relación cotidiana del Estado con los particulares. Sin embargo, no es menos cierto que, en la realidad contemporánea, la actividad administrativa puede adoptar también rasgos cuasilegislativos (reglamentación) o cuasijudiciales (procedimientos administrativos sancionadores o decisorios), lo cual muestra un dinamismo que desborda los compartimentos estancos diseñados por la teoría clásica.
Sentado lo que antecede, encuentro que la idea de la división de poderes no es solo el resultado de elucubraciones históricas o de una preferencia ideológica del liberalismo clásico, sino que tiene un correlato profundo de orden espiritual y humano. En ese sentido, lo que se postula es que ningún ser humano puede llegar a ostentar las cualidades propias de Dios—la omnipotencia—sin entrar en contradicción con la finitud y la fragilidad que son inherentes a la condición humana.
En pocas palabras, el atributo divino de la omnipotencia pertenece exclusivamente al Altísimo y no puede ser apropiado por criatura alguna. En la historia de las ideas políticas, numerosos filósofos han afirmado que la concentración absoluta de poder en un solo individuo o grupo supone, en el fondo, un desequilibrio en la armonía natural que debe reinar entre gobernantes y gobernados. Pero desde una perspectiva que enlaza la fe con lo antropológico, esta concentración deviene, además, un acto de hibris (desmesura) que atenta contra el orden moral, pues el ser humano—limitado y contingente—no está hecho para manejar poderes ilimitados. Ya en la tradición judeocristiana se insiste en que la soberanía suprema recae en el Creador, y los poderes terrenos deben ejercer su autoridad con la conciencia de que están sometidos a una ley superior y a su propia falibilidad.
En ese sentido, si aceptamos que el hombre está marcado por sus límites—tanto espirituales como cognitivos—, se sigue que no es deseable que concentre en sí mismo todas las potestades de legislar, ejecutar y juzgar. La división de poderes reconoce esta verdad antropológica: el ser humano, lejos de ser autosuficiente, debe cooperar con otros y someterse a frenos y contrapesos.
Por ello, la separación de funciones no es un mero tecnicismo, sino que encierra una convicción ética: evitar la tentación de la omnipotencia, a fin de que el poder público mantenga su legitimidad y respete la dignidad de las personas.
En ese orden de ideas, encuentro plausible señalar que si bien distintos regímenes políticos han esgrimido justificaciones para concentrar el poder—sean monarquías absolutas, dictaduras o sistemas autocráticos—, la tesis aquí propuesta sostiene que, en última instancia, todos los órdenes jurídicos deberían reconocer la incompatibilidad entre la omnipotencia divina y el ejercicio humano de la autoridad.
En efecto, donde tal reconocimiento no se da, podemos rastrear, en buena medida, un proceso de desconocimiento de la naturaleza humana y de la alteridad que exige el bien común. A menudo, la experiencia histórica muestra que regímenes que concentran el poder colapsan o sucumben a la injusticia precisamente por ir contra esta ley profunda de la naturaleza del hombre.
En ese sentido, la división de poderes no solo protege a los gobernados de la tiranía, sino que propicia un ejercicio virtuoso del poder. Dado que ninguna persona humana puede “jugar a ser Dios”, el sistema político debe impulsar la humildad, la prudencia y la responsabilidad de sus autoridades. Al mismo tiempo, la comunidad crece en participación y respeto mutuo, pues cada uno—individuo o institución—tiene un espacio definido y colabora en la misión de ordenar la vida pública. En ese sentido, el gobernante, consciente de sus límites, desarrolla la templanza y la justicia, sabiendo que su poder se somete a la ley, a los controles institucionales y a los juicios de la ciudadanía. De su lado, la sociedad, organizada en distintos poderes, comparte la toma de decisiones y asume con madurez las consecuencias de la co-responsabilidad. Se fomenta así la cooperación y el equilibrio.
En varias tradiciones religiosas—especialmente en el cristianismo—el ejercicio del poder se concibe como un servicio. El gobernante no se erige como un dios en la tierra, sino que sirve al bien común bajo la soberanía de Dios. Esta perspectiva trasciende la simple razón de Estado y empapa de sentido moral la división de poderes: no es deseable que uno solo asuma potestades totales, porque ello equivale a usurpar un atributo que solo conviene a Dios. Al final de cuentas, la humildad ante lo trascendente se plasma en estructuras políticas que evitan la concentración de la autoridad.
En definitiva, esta mirada afirma que la división de poderes no es una moda ideológica ni un invento circunstancial, sino una exigencia arraigada en la condición humana y en la distinción radical entre lo divino y lo humano. Allí donde subsisten regímenes con poder absoluto, el desconocimiento de esta verdad—de la finitud y la necesidad de cooperación—termina ocasionando injusticias, abusos y opresiones. Por eso, la experiencia histórica y la reflexión moral conducen a un mismo punto: la separación de poderes se conforma como un mecanismo esencial para la vida virtuosa, tanto en lo individual como en lo colectivo, y resguarda a la comunidad de la tentación de entronizar al hombre como un “dios” en la tierra.
Desde una óptica religiosa y antropológica, pues, la búsqueda de una política que respete la dignidad y la libertad humana pasa necesariamente por reconocer que ninguna persona puede arrogarse la omnipotencia divina. La división de poderes, leída a la luz de estos principios trascendentes, se alza como el orden natural y racional que otorga a cada quien su lugar legítimo y evita el desborde de la autoridad. Así, cumple tanto una función institucional como una misión profundamente ética: salvaguardar al hombre de sí mismo y prepararlo para convivir en sociedad de manera responsable y acorde a su digna condición.
Cabe imaginar un vasto horizonte donde la figura del hombre se recorta entre sueños y desiertos, intentando cabalgar más allá de sus propias fuerzas. En un recodo de la llanura, se levanta la idea de que nadie—ni siquiera el más pintado—puede adueñarse de esa omnipotencia que, desde siempre, nos contaron que solo pertenece al Altísimo. Y así, con la vista puesta en el cielo y el oído atento a la brisa que susurra la verdad, debe aprenderse que el poder no puede amontonarse en una sola mano, porque el hombre, al fin y al cabo, tiene barro en los pies y no fue creado para volverse dueño y señor de todo.
Por lo expresado, la división de poderes—eso de repartir la fuerza del Estado entre varias instancias—no es un capricho de eruditos ni un invento de iluminados que se regodean en tertulias de sobremesa. Más bien, es el gesto humilde que asume la condición humana: frágil, sujeta al error, necesitada de contrapesos.
En ese sentido, como quien reparte las tareas del campo para que la cosecha sea más abundante y no reviente la tierra, se reparten las funciones de gobernar para que nadie se alce con un fuete autoritario, creyéndose con atributos divinos.Porque la omnipotencia es atributo sagrado, propiedad del que todo lo ve y todo lo sabe. En cambio, nosotros—simples mortales—debemos cuidar de no confundimos con ese potro desbocado que es la soberbia. Quien se atreva a concentrar en su puño las llaves de legislar, ejecutar y juzgar, acaba por romperle las riendas a la comunidad entera. Y, en tales condiciones, no habrá tejedor de palabras que evite el estruendo, pues el orden natural, el que viene de siglos, reclama un equilibrio más sabio que el capricho de un solo jinete.
Por eso, la separación de poderes es como la tranquera bien puesta: evita que se escape la libertad de la gente y que la injusticia campe a sus anchas. No es una teoría vacía, ni responde solo a los vaivenes de la historia; se funda, más hondo todavía, en la conciencia de que somos criaturas con límites, de que conviene compartir la carga y vigilar al compañero para que no nos domine el apetito de mando. Al fin de cuentas, ninguno de nosotros—por más labia que tenga—es Dios en esta tierra; y pretender semejante rango solo abre la puerta al despotismo.
En un modelo de gobierno que respete esta verdad, cada hombre y cada mujer puede vivir sabiendo que, sobre su cabeza, no se cierne la sombra de un poder absoluto. Si se diera el caso, sería un contrasentido con nuestra condición, con ese matiz que nos hace falibles y a la vez dignos de buscar juntos el bien común. Porque, tal cual se reverencia la majestad divina, así debiera reverenciarse la dignidad humana: un misterio que florece mejor allí donde hay control mutuo, frenos y contrapesos, y leyes justas dictadas a la luz de un orden superior.
De manera que si aún, en algunos lares, se ven gobiernos que concentran toda la autoridad en un solo palenque, no es sino señal de que esa tierra aún no ha despertado a la verdad de la finita condición humana, ni ha comprendido que la omnipotencia de uno resulta en la servidumbre de los demás. Tal vez les falta el relincho del entendimiento, el rayo de lucidez que les diga: “Amigo, si te creés dios, te acabarás hundiendo en el fango de la tiranía”.
En conclusión, la división de poderes no es una ocurrencia pasajera, sino un principio arraigado en la certeza de que nadie debe cargar con la gloria que no le pertenece. Como decían los antiguos, la soberbia es la perdición de los mortales; y nada hay más soberbio que erigirse en absoluto.
Por eso, afirmamos que la mejor forma de honrar la vida virtuosa—tanto en lo individual como en lo comunitario—es reconocer la grandeza divina y nuestra propia pequeñez, traducida en instituciones que repartan y limiten el poder. De esa mezcla de humildad y coraje nace la verdadera libertad, y con ella, una civilización que no se cansa de aprender, ni de soñar con un futuro cada vez más digno para todos.
En ese orden de ideas, existe, a menudo, cierta confusión entre lo que se denomina “competencia material” —es decir, la concreta distribución de tareas y facultades que un ordenamiento otorga a sus distintos órganos— y la “función jurídica” propiamente dicha, concebida como uno de los pilares esenciales del Estado de Derecho8.
No es de extrañar, entonces, que surjan debates en torno a si todas las constituciones deberían regirse por un mismo sistema de reparto de competencias.Verdaderamente nadie en su sano juicio sostendrá que cada Estado deba tener idéntico esquema de distribución de competencias, pues ello equivaldría a desconocer la pluralidad histórica, cultural y política de las naciones. Sucede que, en efecto, es tan irracional pretender un uniforme reparto de potestades como confundir lo que es natural con lo que, en cambio, admite la determinatio del legislador humano (es decir, la posibilidad de establecer diferentes soluciones a problemas dentro de un margen de lo razonable y lo legítimo.
Ahora bien, que los diversos Estados puedan organizar sus competencias de modos distintos no significa que todo deba quedar librado al arbitrio absoluto del legislador. Porque, en efecto, existen situaciones “nucleares” o “intocables” donde la lógica constitucional—y aun la razón práctica—impone barreras infranqueables. Por ejemplo, tal es el caso de la función judicial, cuya esencia no puede desvirtuarse si se pretende sostener un orden jurídico basado en la justicia y la imparcialidad.
En ese orden de ideas, cuando hablamos de la función judicial, no nos estamos refiriendo meramente a la capacidad de “resolver conflictos” o de “aplicar sanciones”. El elemento definitorio es que la última palabra en caso de disputa jurídica quede en manos de un tercero imparcial y ajeno al conflicto. Nadie aceptaría —y menos bajo el “velo de la ignorancia” rawlsiano o bajo un criterio de racionalidad elemental— ser juzgado por la parte con la que mantiene la disputa. Afirmar lo contrario sería atentar contra el principio básico de imparcialidad. De allí se sigue que la independencia de la judicatura no puede ser objeto de negociación política ni de experimentación legislativa que la relativice por completo. Va de suyo que la función judicial, por su propia naturaleza, exige no estar supeditada a aquellas partes cuyas controversias resuelve. Si el juez no es independiente, se quiebra el principio fundamental de que nadie puede ser juez y parte a la vez (nemo iudex in causa sua).
En esa inteligencia, cada ordenamiento jurídico puede (y debe) definir, conforme a su realidad, el reparto de competencias materiales entre los poderes u órganos del Estado; no obstante, hay líneas rojas que se derivan de la propia esencia de las funciones jurídicas.
En efecto, una de esas líneas rojas es la independencia de quien imparte justicia. Sin ella, la función judicial se transforma en un mero apéndice de intereses ajenos a la equidad. Ninguna sociedad que aspire a ser verdaderamente justa puede renunciar a ese requisito, so pena de caer en la arbitrariedad y la inseguridad jurídica. Así mientras que los detalles organizativos pueden variar de un país a otro —en virtud de su historia, cultura y decisiones legislativas—, la función judicial descansa ineludiblemente en la necesidad de un órgano independiente que tenga la última palabra en la resolución de disputas. Tal requisito no es simplemente una cláusula opcional, sino un pilar que garantiza la confianza de los ciudadanos en el sistema, en consonancia con la idea misma de la justicia y de la dignidad humana.
Cabe agregar que similares objeciones puede apreciarse respecto de la consideración de la función legislativa. Efectivamente, el Poder Legislativo (Congreso) tampoco puede pensarse únicamente como el emisor de normas generales. Históricamente, el Congreso ha ido delegando potestades a los cuadros administrativos para lidiar con la proliferación de temas técnicos o muy especializados. Inclusive en el despertar del constitucionalismo no era extraño que el Congreso aprobase leyes que definían objetivos y directrices amplias, pero el desarrollo detallado y la actualización recayeran en el Ejecutivo. Esta delegación legislativa que, en apariencia, introduce un elemento de “colaboración forzada” entre ambos poderes, siquiera se aleja de la idea original de que el Legislativo produce reglas, mientras el Ejecutivo solo las implementa9.
Veamos que, en toda discusión sobre la separación de poderes y la asignación de funciones, suele considerarse que la función legislativa consiste, esencialmente, en crear las reglas jurídicas que ordenan la vida en sociedad. Sin embargo, un análisis comparado de distintos sistemas constitucionales—pasados y presentes—demuestra que no es forzoso que la elaboración de todas las normas esté reservada exclusivamente a órganos colegiados como el Parlamento o el Congreso. Sucede que, en efecto, en muchos casos, la potestad normativa se ejerce también porun poder ejecutivo unipersonal, que dicta reglamentos o incluso “decretos con rango de ley”, o tal vez por agencias técnicas, cuya misión consiste en desarrollar reglas altamente especializadas (p. ej., normas sobre medio ambiente o telecomunicaciones). Más todavía, en el presente no es extraño ver que órganos mixtos,donde intervienen tanto autoridades políticas como especialistas, intervengan en el dictado de reglas de derecho.
Así y todo, aun con esta pluralidad de procedimientos para la creación de normas, existe un elemento indiscutible que distingue la función legislativa en su núcleo esencial. Sucede que, en efecto, las “reglas primarias” del ordenamiento —aquellas que constituyen los fundamentos básicos de la vida social y política— deben emanar de cuerpos donde estén representadas las mayorías y minorías.
Dicho de otro modo, puede admitirse que el poder ejecutivo, o incluso ciertos entes administrativos, creen normas bajo determinadas condiciones. Pero la legitimidad de las normas fundamentales, las que marcan el rumbo general de la sociedad y fijan derechos y obligaciones esenciales, exige que surjan de un proceso representativo, esto es, de un órgano colegiado que refleje la diversidad de posturas políticas y que responda, en último término, a la voluntad popular.
¿Por qué ocurre así? En la estela de Jean-Jacques Rousseau, se esboza la idea de que quienes obedecen las leyes deben, de algún modo, “participar” en su elaboración o al menos estar representados en ese proceso. Este postulado—que podría denominarse “principio de autoimposición”—afirma que el poder deja de ser opresión cuando las normas surgen de la deliberación y el acuerdo (o desacuerdo negociado) de los distintos segmentos sociales. Si una norma fundamental no refleja ninguna forma de participación o de control popular, se la percibe como impuesta, lo cual contradice la esencia de un Estado que reconoce la dignidad y la libertad de los ciudadanos. Para que ese principio funcione, no basta con la participación de la mayoría; es esencial que existan mecanismos a través de los cuales las minorías puedan exponer sus argumentos y, al menos, incidir en el proceso legislativo. De lo contrario, la legitimidad se vería socavada si solo un grupo mayoritario dictase todas las reglas sin contrapeso. El papel de los órganos legislativos suele consistir en canalizar el pluralismo, negociando y discutiendo proyectos de ley hasta alcanzar decisiones que, idealmente, sean inclusivas y respetuosas de todos los sectores.
Cuando se habla de “reglas primarias” del ordenamiento, se alude a las normas que determinan los principios esenciales de convivencia (por ejemplo, los derechos fundamentales, el sistema tributario básico, la organización general del Estado, etc.). Esas reglas no pueden surgir—al menos de manera legítima—de órganos puramente técnicos o unipersonales, porque definen aspectos fundamentales de la comunidad política. La legitimidad política y la justicia requieren que tal definición sea fruto de la representación, el debate público y la transparencia.
La función legislativa, comprendida así, trasciende el simple acto de redactar leyes; se convierte en el vehículo para que la sociedad se dé normas a sí misma. La máxima rousseauniana de “no ser gobernado sino por aquellas leyes que uno mismo se da” cobra aquí sentido, pues el auto-gobierno—aunque sea indirecto a través de representantes—otorga una base de libertad a la imposición legal. De lo contrario, si las decisiones fundamentales provinieran de un actor sin legitimación representativa, se abriría la puerta a que el poder devenga imposición unilateral, rompiendo así el tejido esencial de la democracia constitucional.
Por lo tanto, la nota común en todos los ordenamientos con base racional y democrática es esta: las normas más trascendentes—aquellas que definen derechos y libertades básicas, obligaciones generales, y el diseño de las instituciones principales—deben emanar de órganos representativos. Tal rasgo no impide que existan delegaciones normativas a otros cuerpos (ejecutivos, técnicos, etc.), pero garantiza que el poder—en sus decisiones sustanciales—se funde en el consentimiento y la participación social.
Como consecuencia, se reivindica que el legislador, entendido como cuerpo colegiado de representación, no es apenas un productor de leyes en lo formal, sino el eje de la construcción político-jurídica del Estado. Al final del día, la legitimidad de las reglas fundamentales radica en que la comunidad política puede reconocerlas como propias, surgidas de un proceso en el que se escucharon mayorías y minorías. Con ello se salvaguarda el principio de autoimposición, que—siguiendo la advertencia de Rousseau—constituye una conditio sine qua non para que el poder no se convierta en mera opresión, sino en libertad que se prescribe y se ordena a sí misma10.
II. La función administrativa como categoría sustantiva: ¿Es posible hablar de un Derecho Administrativo común?
En el camino emprendido, una vez reconocido que no existe un modelo ideal y absoluto de división del poder estatal, pero admitiendo a la vez la necesidad indispensable de dicha división para configurar un orden jurídico razonable, resulta pertinente indagar si existe un modelo sustantivo de Derecho administrativo que pueda considerarse exigible a cualquier jurisdicción.
Entramos en el corazón del debate sobre la sustantividad del Derecho administrativo. El punto de partida es la idea de que la Administración Pública no se agota en un conjunto de reglas dictadas por la autoridad política de turno, sino que responde a principios y criterios que exceden las fronteras normativas formales y que se enraízan en una noción más amplia de razonabilidad y justicia distributiva.
Desde esta perspectiva, cabe sostener la existencia de un Derecho administrativo universal o, cuando menos, de ciertos rasgos comunes inherentes a cualquier ordenamiento jurídico, partiendo de la premisa de que todo sistema comprometido con el principio de razonabilidad está obligado a reconocer la necesidad de conferir un status especial a la actividad administrativa
«En otras palabras: 1). La función administrativa no sería simplemente un conjunto de normas dictadas por el legislador para regular la actividad del Poder Ejecutivo, sino más bien una categoría sustantiva que refleja una tarea específica: la de adjudicar —y en ocasiones, limitar o redistribuir— bienes, tanto materiales como inmateriales, en conformidad con los objetivos propios de la justicia distributiva; 2) Este componente “distributivo” se distingue claramente de la justicia conmutativa —característica de las relaciones privadas o intercambios individuales—, en la medida en que implica gestionar recursos cuya asignación compromete el interés público, determinándose según criterios de utilidad colectiva, equidad social y atención a necesidades comunitarias.
De ahí deriva el siguiente postulado: si en todos los sistemas jurídicos que pretenden ser racionales y que están inspirados en la búsqueda del bien común existe necesariamente la actividad de distribuir o adjudicar bienes y servicios colectivos, entonces puede sostenerse la existencia de un núcleo esencial de Derecho Administrativo que constituye un denominador común entre dichos sistemas.
En efecto, en ocasiones suele confundirse erróneamente la actividad administrativa con las acciones llevadas a cabo por el Poder Ejecutivo en un sentido meramente formal. Sin embargo, la función administrativa va mucho más allá del simple ejercicio formal del poder ejecutivo o de la mera ejecución de las políticas definidas por el legislador. Por el contrario, dicha función encierra una dimensión sustantiva propia, vinculada directamente a la distribución equitativa y racional de recursos y bienes públicos en atención a fines específicos de justicia distributiva y bienestar colectivo
Por lo que se colige necesariamente que si en todos los sistemas jurídicos que se consideran racionales e inspirados por el bien común existe la actividad de distribuir o adjudicar bienes y servicios colectivos, entonces hay un núcleo de Derecho Administrativo con denominador común.
Sin embargo, a veces se confunde la actividad de la Administración Pública con lo que hace el Poder Ejecutivo en sentido formal. Sin embargo, la función administrativa trasciende el mero ejercicio del poder ejecutivo, entendida como la simple realización de políticas dictadas por el legislador.
La tesis que aquí se sostiene es que la función administrativa comprende esencialmente dos dimensiones fundamentales: 1). La identificación, adjudicación y distribución de recursos o la imposición de limitaciones, siguiendo criterios específicos de justicia distributiva. 2). La regulación de las relaciones entre la ciudadanía y la autoridad pública, asegurando que la asignación de bienes y servicios colectivos se realice conforme a los principios de equidad, eficacia y razonabilidad.»
Así, no es la Administración la que “crea” estas reglas en su totalidad (pues muchas provendrán del legislador), pero sí es responsable de su implementación y de las decisiones concretas que, día a día, afectan la forma en que esos bienes se ponen a disposición de la comunidad.
Un rasgo esencial de esta concepción es que la función administrativa, en su núcleo más genuino, se encuentra orientada por los principios propios de la justicia distributiva, lo cual implica concretamente: 1) Perseguir el bienestar colectivo (o interés general) mediante una adecuada asignación de bienes y prestaciones públicas; 2) Considerar y atender las diferencias objetivas existentes entre los destinatarios (necesidades particulares, aportes efectuados, méritos individuales y circunstancias específicas) para asegurar una distribución equitativa de recursos y evitar cualquier forma de discriminación arbitrariay 3)Adoptar criterios precisos de proporcionalidad y razonabilidad en la toma de decisiones administrativas, evitando tanto el favoritismo como la exclusión o desprotección injustificada.»
Queda claro que esta inteligencia se diferencia, por ejemplo, de la justicia conmutativa —propia de los intercambios contractuales y las relaciones civiles—, pues no aspira a la igualdad estricto-simbólica entre dos partes, sino a una distribución según parámetros colectivos que deben equilibrarse con la salvaguarda de los derechos individuales.
En consecuencia, si aceptamos que la función administrativa surge necesariamente cuando un ordenamiento jurídico racional requiere la “distribución” o “adjudicación” de bienes sobre la base de principios de justicia distributiva, podemos inferir que existe un contenido mínimo esencial de Derecho administrativo presente en todo sistema jurídico que cumpla, al menos, con dos condiciones fundamentales:
1. Reconoce una división funcional de la actividad estatal, independientemente de las particularidades institucionales que pueda adoptar.
2. Somete la actividad distributiva o adjudicativa propia de la función administrativa a los principios esenciales de razonabilidad, proporcionalidad y equidad, principios intrínsecamente ligados a la justicia distributiva.
Este contenido mínimo esencial se materializa en reglas o principios como:
• El deber de imparcialidad y la prohibición absoluta de arbitrariedad en la asignación o distribución de beneficios públicos.
• La transparencia administrativa y la adecuada motivación de los actos adoptados por la Administración.
• La existencia efectiva de mecanismos para impugnar las decisiones administrativas ante jueces o autoridades independientes, garantizando así la protección contra posibles abusos.»
En breve compendio, la adjudicación de bienes y derechos conforme a criterios de justicia distributiva constituye el núcleo irreductible de la “función administrativa”. Conviniendo señalar que esta función, por su propia naturaleza, no se confunde con la mera ejecución de leyes, ni con la labor legislativa, ni con la tarea judicial de resolver controversias. Es, pues, un territorio con autonomía: un espacio donde el Estado (o los entes públicos) actúan haciendo efectivo el interés general en el plano concreto de las prestaciones y limitaciones.
De esta manera, el Derecho administrativo se configura, así, como el cuerpo de normas y principios que rigen esta función de adjudicación, sometiéndola a la razonabilidad y a la idea de servicio al bien común. Y, por cierto, siempre que un sistema constitucional se proponga regir su ordenamiento con arreglo a la justicia y la equidad, emergerá una necesidad objetiva de estructurar la actividad administrativa en un marco jurídico que proteja tanto el interés colectivo como los derechos de los particulares.
En tal sentido, la perspectiva que postula un Derecho administrativo con base común en todos los ordenamientos —al menos en aquellos que reconocen la razonabilidad como fundamento— se ve reforzada por la premisa de que la función administrativa no es un simple anexo de la competencia ejecutiva, sino la manifestación del poder público encargada de adjudicar y distribuir, de manera equitativa, los bienes que sustentan la vida en comunidad.
En efecto, en la concepción actual del Derecho Administrativo, la función administrativa trasciende el mero ejercicio de la potestad ejecutiva y se funda esencialmente en la idea de distribuir y adjudicar bienes conforme a criterios de justicia distributiva. Esta actividad, dotada de un núcleo sustantivo propio, no se limita a la implementación de las leyes dictadas por el legislador, sino que se erige como una función de servicio público, encaminada a satisfacer el interés general en un plano más concreto y específico.
Resulta, pues, razonable sostener que en cualquier ordenamiento jurídico racional—sujeto a la regla de la razonabilidad—existe un denominador común: el de articular principios y procedimientos que orienten esa labor administrativa, garantizando que la distribución de beneficios o cargas se realice en forma equilibrada, equitativa y con control judicial suficiente para evitar toda arbitrariedad.
El Derecho administrativo, de este modo, cobra sustantividad al convertirse en la disciplina que regula y limita el obrar de la Administración en esa asignación de recursos, preservando la dignidad y los derechos individuales.
Vale la pena insistir en que la actividad administrativa, entendida en su contenido más genuino, se proyecta en la tarea de adjudicar bienes y servicios a la colectividad, atendiendo a las exigencias propias de la justicia distributiva.
Desde la perspectiva de un Derecho administrativo universal, bien puede afirmarse que tal función administrativa se ancla en la razón y la buena fe, sin confundirse con la simple potestad ejecutiva.
En consecuencia, no se trata aquí de una construcción meramente contingente o circunstancial; antes bien, nos encontramos frente a una función administrativa que, en cualquier ordenamiento jurídico racional y legítimo, debe estructurarse en conformidad con principios irrenunciables de equidad, proporcionalidad y control jurisdiccional.
El núcleo de esta disciplina, en definitiva, no depende de la concreta distribución de competencias que establezca cada legislación, sino del hecho de que los poderes públicos—al actuar sobre la base de la legalidad—deban cumplir fines de utilidad común y someterse a los procedimientos y garantías previstos en la Constitución, evitando cualquier desplazamiento arbitrario de las posiciones jurídicas ciudadanas.
En rigor, cuando se habla de la función administrativa, cabe subrayar que no se está ante el simple ejercicio de una competencia gubernamental sujeta a los vaivenes de la coyuntura.
Por el contrario, existe un tronco conceptual común—compartido por los Estados de Derecho que se someten al principio de razonabilidad—donde la Administración tiene como cometido esencial la adjudicación de bienes al servicio de la comunidad.
A mi modo de ver, lo señalado justifica la existencia de un cuerpo de normas y principios, el Derecho administrativo, que resguarda la imparcialidad y la justicia en esas decisiones que afectan al orden público y los derechos de las personas. En consecuencia, no debe confundirse la “función administrativa” con la mera ejecución de las directrices legales; antes bien, su sustancia radica en la concreta materialización de la justicia distributiva. En esa medida, el Derecho administrativo ostenta un carácter sustancial y autónomo, pues articula las potestades de la Administración con el resguardo de la dignidad humana y las libertades constitucionalmente reconocidas.
III. Acerca de la naturaleza sustancial de la distinción entre Derecho administrativo y Derecho privado.
Pensemos por un momento en la “summa divisio” del derecho, es decir, esa gran separación entre Derecho público y Derecho privado. Lo que aquí se afirma es que dicha distinción no es cosa liviana ni asunto de pura conveniencia metodológica. No. Ambos, el público y el privado, son verdaderas ramas del ordenamiento normativo, cada una con su fuste propio, su sustancia particular, aun cuando luego se reúnan en el tronco común de la ley mayor, la Constitución, los principios generales y el derecho natural.
Dicho de otro modo, no hablamos de un capricho del jurista, sino de dos especies con naturaleza y savia distintas que, sin embargo, brotan del mismo tronco del género “derecho”.
Para entender esta sustancialidad, tengamos presente que el “derecho” en general es uno solo, es el ordenamiento jurídico tomado como un todo, o el contenido de lo debido al otro según los títulos de exigibilidad. Sin embargo, dentro de él, el Derecho público y el Derecho privado se diferencian con la misma seriedad con la que la razón distingue al hombre del resto de los animales. El hombre, al fin y al cabo, participa de la sustancia animal, pero se caracteriza por ser “animal racional”. Así, el Derecho privado y el Derecho público son dos maneras distintas de ser del derecho. Por más que el uno y el otro coincidan en el gran marco jurídico, cada cual tiene su sustancia y su virtud propia.
Ahora bien, la diferencia entre “derecho objetivo” (el ordenamiento en sí) y “derecho subjetivo” (el derecho que uno tiene frente a otro) no debe malentenderse. Si bien podemos hablar del “derecho del otro” dando a entender que existe un sujeto con una pretensión, ese derecho del otro no vive fuera del ordenamiento. Hasta aquellos derechos que el hombre tiene por su condición humana (los derechos naturales, podríamos decir), requieren un marco ordenado donde sean reconocidos y protegidos. Esa estructura objetiva, aun siendo ideal, es tan real como cualquier otra cosa que configura la sociedad.
Por compartir ambos, el Derecho público y el Derecho privado, la misma “sustancia” del género derecho, se unen en el gran ordenamiento jurídico nacional. Pero no por eso dejan de ser especies distintas: cada uno porta su propia sustancia, su especial manera de ser. ¿Dónde se ve esa diferencia? En la clase de relaciones jurídicas que rige cada uno. En ambos casos tenemos normas heterónomas (impuestas desde fuera de la voluntad de las partes), pero en el Derecho privado, el particular goza de autonomía para crear sus propias normas a través del acuerdo de voluntades, cosa que no ocurre en el Derecho público, donde el sujeto público no tiene libertad negocial. Entonces, la sustancia diferenciadora está en el tipo de justicia particular que impera: la justicia distributiva en el Derecho público y la justicia conmutativa en el Derecho privado.
Como ya se dijo, la justicia distributiva opera desde el sector público hacia el privado, mientras la conmutativa reina en las relaciones entre particulares. Esa disparidad entre las justicias y las relaciones que ellas regulan hace inevitable la distinción entre un ordenamiento público y uno privado. No es, pues, un mero invento del jurista para ordenar el estante de libros.
Es consecuencia lógica y necesaria de cómo la justicia se practica en el vivir diario de la sociedad. Además, esta división no sólo es metodológica: es garantía de la libertad y, a la vez, causa y efecto del principio de subsidiariedad, que exige dejar espacio propio al accionar privado, sin que el gobierno se entrometa sin justa razón.
Vale insistir en orden a que esta distinción entre Derecho público y Derecho privado, con su raíz en la diferencia entre justicia distributiva y justicia conmutativa, no es un ornamento, sino una realidad fundamental de nuestro orden jurídico. Es así que negarla o minimizarla sería desconocer la manera misma en que las relaciones jurídicas se entretejen y sostienen en el andamiaje de la justicia y el bien común.
Cuando hablamos de la “summa divisio iuris”, nos estamos refiriendo a la más alta, la más esencial división del ordenamiento jurídico. Esta división separa lo público de lo privado, tanto en las normas como en las relaciones jurídicas. Alguien podría pensar que se trata de un producto histórico, sin más. Y, en parte, tendría razón, toda vez que la “summa divisio” cobra sentido en ordenamientos complejos, donde lo patrimonial y lo político no se mezclan, y donde la libertad individual está garantizada. Sin embargo, la cuestión es más honda ya que, inclusive en el medioevo, aunque reinase una confusión notable —por un lado, el poder mezclaba lo patrimonial y lo político, y por otro, se escalonaban múltiples centros de poder, desde el padre de familia hasta el emperador o el Papa—, no desaparecía del todo la sustancia de esa distinción entre lo público y lo privado. Lo que ocurría era que el entrevero de potestades dispersas, a medio camino entre lo político y lo religioso, dificultaba que la división se apreciara con nitidez.
En ese derrotero, cabe señalar que a partir del siglo XIII, con el florecimiento de las ciudades, las corporaciones, las órdenes monásticas y, en general, el fortalecimiento de la Iglesia, comenzó a abrirse paso un régimen práctico de “subsidiariedad”. Este principio, que pide dejar a cada uno hacer lo suyo mientras no sea necesario que otro intervenga, es indispensable para que la “summa divisio” entre lo público y lo privado pueda afirmarse en la vida real.
En definitiva, la “summa divisio iuris” no es sólo un invento de los juristas ni una reliquia del pasado: es una herramienta que surge con mayor claridad en sistemas jurídicos robustos, con libertades resguardadas, y donde la lógica de la justicia demanda separar el ámbito del poder público de la esfera del individuo. Así, ni la historia más revuelta del medioevo, ni la concentración de poderes, ni la trama compleja de potestades escalonadas lograron borrar del todo la sustancia de esta distinción. Y con lasubsidiariedad, ya desde entonces, se abonaba el terreno para que en la modernidad la separación entre Derecho público y Derecho privado pudiera echar raíces fuertes en el orden jurídico.
Naturalmente, un Estado moderno no puede ser cosa de un patrón con nombre y apellido, ni actuar según antojos personales. Debe ser impersonal, como quien reparte de manera justa sin mirar caras, equilibrando lo que da y lo que quita, siempre atento a la proporción y a la necesidad. Además, tiene que ser subsidiario: no meterse en lo que el individuo puede resolver por sí mismo, dejando que los privados ejerzan su libertad y voluntad, y sólo acudir cuando sea preciso.
En especial, no basta con que sea así: el Estado debe también respetar la seguridad jurídica, eso que algunos llaman “rule of law”, garantizando que las leyes sean estables y claras, y no un cuento que cambia con el viento, a la vez que valore la autonomía de los privados, que no son bestias de corral sino gente con derecho a decidir.
Es justo en este punto donde la diferencia entre el sector público y el sector privado del ordenamiento cobra su verdadero sentido. Vale insistir respecto de que esa distinción no es un capricho de juristas ni una moda pasajera, sino que explica cómo funciona el sistema y garantiza que siga en pie.
Asimismo, es necesario señalar que dicha garantía no surge arbitrariamente ni es fruto del azar; antes bien, encuentra su fundamento en principios profundos que trascienden las circunstancias cambiantes o coyunturales. Es cierto que, en función de las necesidades sociales o históricas, el Estado puede, en ocasiones, ejercer un mayor grado de intervención, mientras que en otras puede adoptar una postura más flexible y permisiva. Sin embargo, existe un límite preciso a partir del cual ese delicado equilibrio deja de ser mero ejercicio de prudencia y se convierte directamente en una negación absoluta de la libertad y del sentido esencial de la subsidiariedad. Llegado ese punto crítico, por más que se intente disimular o justificar, la actuación estatal termina por desnaturalizarse, erosionando inevitablemente la libertad individual y haciendo colapsar la lógica misma sobre la cual descansa el principio de subsidiariedad
En pocas palabras, la distinción entre lo público y lo privado, con la subsidiariedad como guía, no es lujo ni adorno: es la savia que alimenta el tronco del orden jurídico. Es la que evita que el Estado se convierta en un amo absoluto y garantiza que la gente pueda vivir, producir y comerciar en libertad, sin temer que un capricho de arriba tuerza el curso de su destino.
IV. La relación jurídica administrativa.
En ese orden de ideas, si uno se asoma al ordenamiento jurídico como quien contempla un paisaje de valles y llanuras, comprenderá que las relaciones jurídicas son sus senderos más esenciales. Sin ellas, las normas serían meros signos en un papel, simples huellas sin presencia.
Cada relación jurídica es un lazo tendido, un puente que une dos orillas: la del sujeto que exige su derecho y la del obligado que debe cumplir. Así como en la pampa el estero comunica un ojo de agua con la corriente más grande, en el derecho estas relaciones conectan la voluntad humana con la fuerza de la ley, permitiendo que la justicia, esa virtud esquiva que queremos asir, se encarne en hechos concretos.
Ya lo hemos dicho antes: el derecho es un orden que no solo regula relaciones, sino que en parte “es” un conjunto de ellas.
En consecuencia, podría decirse, con un guiño a Borges, que el derecho es un laberinto de vínculos, un tejido inmenso donde cada lazo es a la vez un espejo de otro lazo. Y si “la vida social jurídicamente relevante” consiste en relaciones jurídicas, podemos pensar en cada relación como un acontecimiento donde lo abstracto (la norma, el principio, el ideal de justicia) se hace tangible y exigible.
En ese entrevero de lazos y obligaciones, el ordenamiento ofrece distintas clases de relaciones jurídicas. Entre ellas, la relación jurídica administrativa se alza con su propia impronta.
Es que aquí, en el territorio del Derecho público, aparece un sujeto público, un Estado-Administrador que no actúa como un gaucho libre de mercado, sino como un capataz sometido a las reglas que le dicta el corral de la ley. Su accionar no nace de su arbitrio suelto, sino de la sujeción positiva a la norma: solo puede hacer lo que la ley le manda o autoriza, sin salirse un tranco.
En efecto, no es el hombre a caballo de la llanura infinita, sino el que debe ceñirse a un mapa trazado con pluma firme por el legislador.
Por otro lado, el sujeto privado, en este encuentro, conserva una posición distinta: es el administrado, el destinatario de prerrogativas y garantías.
En la relación administrativa, el Estado no reparte dones a su antojo. Debe observar la justicia distributiva, esto es, que la asignación de bienes, recursos o beneficios públicos siga la proporción justa, la medida adecuada para que el bien común no se quiebre ni la dignidad de las personas se menoscabe.
Precisamente, el resultado es una forma de justicia distinta a la que rige en el mundo del “mercado” y del trato entre particulares (donde vale la justicia conmutativa). Aquí no se trata de equivalencias exactas entre dos voluntades libres, sino de la ponderación global del bien común y el interés general.
En consecuencia, podría decirse que, mientras en el Derecho privado el río de la justicia corre por cauces donde la autonomía de las partes guía la barca, en el Derecho público la corriente se enriquece con la geometría de la virtud distributiva. Entonces, si el derecho fuera una biblioteca, las relaciones públicas serían esos pasillos donde los libros no se acomodan solo por temas, sino según un orden que busca la armonía completa del lugar, sin que un solo estante predomine caprichosamente.
La relación jurídica administrativa, en consecuencia, se define con los mismos elementos estructurales básicos que tienen todas las relaciones jurídicas (sujetos, objetivo, norma, exigibilidad), pero combinados de modo que el sujeto público ostenta facultades que provienen de su rol como guardián del bien común, mientras el sujeto privado exhibe garantías que la ley le otorga como individuo digno.
Es una relación teñida del color particular que le da la presencia del poder público, un matiz que no se encuentra en las relaciones entre particulares. En estas últimas, la libre voluntad de las partes puede generar “norma intrínseca”, acuerdos que funcionan como “pequeñas leyes” entre ellos, mientras que en el campo administrativo la norma extrínseca (heterónoma, creada por la autoridad pública) impera sin componendas. No hay aquí mercado libre ni trueque simétrico, hay una sujeción al gran diseño del bien común.
Al respecto, debemos también recordar que la relación administrativa muestra su razón de sercuando el Estado, sometido a la ley como un banderillero con instrucciones precisas, y el ciudadano, amparado por garantías inalienables, se encuentran. Y, en esa convergencia, la justicia distributiva, el bien común y la fuerza de la ley se unen para dar un sentido más profundo al orden jurídico, más allá de las contingencias y caprichos, más allá de las palabras. Es la tensión entre el orden y la libertad, entre la norma impuesta y la dignidad humana, lo que hace del derecho una empresa incesante de construcción del mundo social.
En ese estado de cosas, subyace que en los fundamentos iniciales del Derecho administrativo se observa una contradicción con la idea basal del Estado de Derecho en términos formales. Es que, en efecto, el derecho administrativo no se puede concebir si no se ubica a la autoridad en un plano de superioridad con relación al individuo. Esa superioridad no se predica respecto de su potestad de imperio de articulador de las relaciones jurídicas para encaminarlas hacia el bien común como es propio de la justicia general. Antes bien, esa superioridad se predica en relación a su condición de sujeto de una relación que lo vincula con un particular.
El planteamiento identifica una tensión inherente en los fundamentos iniciales del Derecho administrativo, particularmente en su relación con los principios del Estado de Derecho.
En un Estado de Derecho, todas las personas, incluidos los órganos de la administración, deben estar sometidos a la ley en igualdad de condiciones. Sin embargo, en el Derecho administrativo, la administración pública se posiciona en un plano de superioridad frente al individuo, lo que parece contradecir esa idea de igualdad formal.
Cabe señalar, al respecto, que esta superioridad no deriva de su rol como garante del bien común, que correspondería a la justicia general en el sentido tomista, donde el orden hacia el bien común justifica y legitima el ejercicio de la autoridad. En cambio, se origina en su condición de sujeto dentro de una relación jurídica desigual frente al particular. En este tipo de relación, la administración cuenta con potestades y prerrogativas que no están disponibles para el ciudadano común, como el poder de imponer actos unilaterales, decidir sobre derechos de los particulares o ejecutar directamente sus decisiones.
Precisamente, este desequilibrio, aunque necesario para el funcionamiento del Estado, implica un desafío para los ideales del Estado de Derecho: ¿cómo justificar esta desigualdad estructural sin romper con el principio de legalidad e igualdad? Deberá escrutar si es suficiente subordinar esta relación desigual a principios superiores, como el control de legalidad, la garantía de los derechos fundamentales y la posibilidad de revisión judicial de los actos administrativos, ya que, de esta forma, el derecho administrativo busca compatibilizar la superioridad formal de la administración con la salvaguarda de los derechos del ciudadano.
La contradicción señalada se resuelve parcialmente al entender que esta superioridad no es absoluta ni arbitraria, sino funcional. La administración ocupa ese plano de superioridad para cumplir su misión de servicio al bien común, pero su actuación está limitada por el respeto al principio de legalidad y la tutela judicial efectiva.
En efecto, esta relación asimétrica entre la administración y el particular encuentra su razón de ser en la necesidad de dotar al poder público de herramientas eficaces para cumplir con los fines estatales. Sin embargo, esa eficacia no puede desbordar los límites que el propio Estado de Derecho impone. Es aquí donde se aprecia la coexistencia de la contradicción y la armonización: la superioridad de la administración en su relación con el particular no puede traducirse en arbitrariedad ni opresión, sino en una posición funcional sujeta a estrictos controles y principios normativos.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación, desde siempre, ha sabido distinguir entre lo que es asunto del Derecho público y lo que es materia del Derecho privado. Esta distinción no es un mero, ni un invento de estudios encerrados entre papeles. Es un dato firme, que tiene su raíz en el bien común, ese interés que no es de uno solo, sino de todos. La justicia viene a ser, así, la savia que corre por las venas de todo el orden legal, tanto en el terreno donde manda el Estado como en los tratos entre particulares. Así, por ejemplo, el Tribunal, en el caso conocido como “Ganadera Los Lagos c/ Gobierno Nacional”, señaló que el orden jurídico entero está al servicio del bien común y que la justicia es su norte. Allí dijo la Corte que, si bien las reglas sobre nulidades nacidas en el Código Civil se hicieron para el trato entre vecinos, nada impide que puedan aplicarse al Derecho administrativo. Eso sí, aclaró que hay que tener ojo y no desatender la sustancia propia de cada campo: lo público y lo privado tienen su esencia distinta. Es decir, se pueden prestar herramientas de una rama a la otra, pero sin mezclar las cosas al punto de perder la identidad de cada cual.
De lo expresado se colige sin dificultad alguna, que el Derecho administrativo, que es rama del Derecho público, no se confunde con el Derecho civil, que pertenece al ámbito privado. Sin embargo, como ambos comparten el mismo cimiento, la justicia, cuando la ocasión lo pide, se permite al juez usar ciertas normas del campo civil en el administrativo. Pero siempre recordando que la naturaleza de lo público exige otro templo, otro fundamento11. Vemos, entonces, que la esencia de un ente o de un asunto no se determina por el ropaje que lleva, sino por su verdadero carácter. Si al resolver el litigio hay que aplicar normas del interés general, echar un vistazo a cómo el poder público ejerció sus competencias y entender que la cuestión nace de facultades estatales, estamos ante Derecho público, no privado. Y así como no es lo mismo el trajín del rancho propio que el del campo comunal, tampoco lo es revólver en las andanzas privadas que hurgar en las acciones del Estado.
De esta manera, la Corte reafirma la gran partición del Derecho en público y privado. Esta división no es algo pegado con moño, sino un corte verdadero del tronco jurídico. El Derecho público tiene su propia sustancia, su manera de ser, distinta a la del Derecho privado, que se rige por el comercio entre particulares. Esto permite que, cuando un individuo reclama ante un ente público, se hable de un derecho subjetivo público, porque aquella demanda se dirige a una autoridad que se debe al bien común y no a la simple transacción entre vecinos. Porque, en definitiva, esta summa divisio, no hace otra cosa que retomar el sentido original de las cosas: hay un orden común que a todos nos abraza, pero dentro de él las ramas tienen savia propia. Y esa distinción es la que nos permite entender una cabalidad por qué en ciertos casos la Corte toma las riendas y en otros, en cambio, deja que los asuntos se diriman en el solar de cada provincia. De esta manera, la justicia, fundamento del orden, nos muestra que no todo es igual bajo el sol y que, en el mundo del Derecho, la forma y la función deben entenderse conforme a su esencia.
V. El régimen exorbitante.
Recientemente se ha dicho que el Derecho administrativo se aparta de la rutina usual del Derecho común o privado. Esta afirmación, que algunos doctos llaman “exorbitancia”, parece señalar una condición de extrañeza: como si en medio de los caminos llanos y previsibles de la ley ordinaria, surgiera un sendero distinto, acaso más complejo, donde las normas no siguen el cauce tradicional. Quienes lo han estudiado sostienen que esta “excepcionalidad” proviene de la propia esencia de lo público, un ámbito donde las reglas normales —tan claras en el Derecho civil— se ven de pronto desbordadas por la fuerza y la necesidad de la autoridad estatal.
La doctrina, sin embargo, no siempre se ha detenido a contemplar con cuidado este rasgo. Tal vez sea un descuido, o quizá haya cierto temor de adentrarse en laberintos teóricos que se bifurcan y multiplican, como esos espejos infinitos que Borges imaginó en más de un cuento.
Lo cierto es que esta categoría de lo “exorbitante” merece una mirada profunda, pues ilumina un aspecto cardinal: la diferencia entre la lógica de lo administrativo y la del llamado “derecho común” —un término que aceptamos con cautela, conscientes de que no siempre es tan “común” como la palabra sugiere.
Desde un punto de vista práctico, la noción de “exorbitancia” ha sido usada sobre todo para explicar ciertas instituciones puntuales del derecho administrativo, casi siempre con un alcance limitado. Como si el estudioso, en vez de embarcarse en un viaje largo, se contentara con describir la orilla de un mar inexplorado. El valor de esta idea, a mi entender, reside precisamente en internarse en esa vasta geografía, escudriñarla metódicamente y descubrir cómo, a diferencia del derecho privado, el Estado ostenta allí ciertas prerrogativas que alteran la línea recta de las relaciones jurídicas habituales.
Quizá el destino de esta noción sea mayor que lo que se ha visto hasta ahora: un método sistemático que permita delinear, en toda su magnitud, la singular posición que ocupa lo administrativo en nuestro universo jurídico. Quizá, como en aquellos laberintos borgeanos, entreteja pasillos insospechados y espejos que repiten la figura de la autoridad estatal, multiplicándola hasta lo infinito. En cualquier caso, si algo enseña la experiencia es que conviene no temer a los caminos nuevos. Y así podemos afirmar que esta “exorbitancia” reclama una exploración más honda que la que hasta hoy se le ha dispensado.
En efecto, uno percibe que en las cuestiones del Derecho administrativo hay una entraña —una sustancia, diría el más avezado— que sostiene toda la estructura. Tal como la raíz se mantiene firme en la tierra, ese núcleo no depende de los caprichos del legislador ni de los vaivenes de la política; es la esencia misma de lo público, un cimiento que no se altera por mera voluntad circunstancial. Los “accidentes”, en este sentido, son como la vestimenta que un paisano puede cambiar según la ocasión: a veces llevará chiripá y otras un traje más formal, pero debajo sigue el mismo hombre con su temple.
Del mismo modo, los actos administrativos, los contratos y las normas especiales se revisten según la época o la voluntad del gobierno de turno, pero no deben apartarse de la naturaleza pública que les da sentido. Si lo hicieran, se volverían un engendro difícil de clasificar: un ser con un ojo en mitad de la frente, sin asidero en lo público ni en lo privado. Algo así sería tan extraño como una mona con ropas de seda pretendiendo hacerse pasar por gacela.
En cambio, cuando los accidentes respetan ese patrón esencial, la relación se desenvuelve con armonía. Es como una rueda de mate bien cebado: cada quien toma su parte, pero nadie pierde de vista el fuego compartido. Y si bien las leyes y los códigos cambian de un pago a otro —o de un tiempo a otro—, en la comparación internacional puede verse que los principios fundamentales se repiten como un eco. Es en el conflicto donde todo se pone a prueba: cuando la trama de la norma especial no alcanza para enderezar la situación, es la sustancia (o sea, los fundamentos generales del derecho público o privado) la que asoma para hacer justicia.
En efecto, si uno ignora esa entraña, se queda en la corteza, como quien mira la piel de un árbol sin conocer la fuerza de sus raíces. Jamás podrá resolver con equidad los problemas más hondos, porque no sabrá qué hay detrás de las palabras y las reglas superficiales. Así como en la pampa el cielo parece eterno, pero tiene sus matices, también en el Derecho hay un trasfondo que brinda cohesión a todo el sistema. Es que, con toda seguridad, quien no atiende a esos cimientos, se queda en un laberinto sin salida, condenado a dar vueltas en la superficie sin alcanzar la estancia profunda donde se arraiga el verdadero sentido de lo público y lo privado.
En efecto, en el caso de la relación jurídica administrativa, la idea de sustancia implica reconocer que hay ciertos elementos y principios rectores presentes en toda relación donde interviene un sujeto público. Esta base no depende de la moda del legislador o de las maniobras coyunturales, sino que está anclada en la esencia misma de lo público.
Por supuesto, las normas concretas, las regulaciones circunstanciales, son como los accidentes que pueden variar, pero siempre responden a un patrón común. Si se apartan demasiado de ese patrón, tendremos una figura deformada, un “esperpento” que no encaja ni en lo público ni en lo privado. Sería como un ser humano con un ojo en medio de la frente: inconcebible dentro de las formas habituales de la naturaleza humana.
Así, en las relaciones jurídicas de Derecho administrativo, las disposiciones del acto o del contrato administrativo, los pliegos de condiciones, las normativas especiales, todas estas regulaciones son accidentes. Cambian según el caso, la época, la voluntad del gobierno de turno. Pero deben respetar la sustancia: la naturaleza pública de uno de los sujetos, la justicia distributiva, la mira puesta en el bien común. Si se desliga de estos cimientos, la relación se quiebra en su lógica y se convierte en un amasijo de reglas contrarias a la esencia del derecho público. Si la mona se viste de seda, pero pretendemos que sea una gacela, no lo lograremos: seguiremos con una mona disfrazada.
Si en cambio los accidentes se conforman al patrón sustancial, entonces la relación funciona armoniosamente. Incluso en el derecho comparado, sin formar teorías generales explicitadas, los mismos principios se aplican cuando hace falta resolver conflictos. Y es en el conflicto donde la teoría y los principios muestran su valía. Cuando la relación se enreda, cuando la norma especial no basta para enderezar el camino, recurrir a la sustancia y los principios generales del derecho público o del derecho privado se vuelve esencial para resolver la situación con justicia. Si no entendemos esto, quedaremos atrapados en la superficie, rascando apenas la corteza de la norma sin llegar a la “estancia” (lo que está debajo) que sostiene el edificio normativo. Si ignoramos la sustancia y el sentido profundo de lo público y lo privado, quedamos en la superficie de las cosas, sin poder resolver con justicia el conflicto.
En consecuencia, si uno observa con detenimiento, advertirá que esta discusión ha ido dando un paso valioso: ya no se reduce a catalogar un par de institutos —como son el contrato y el acto— bajo el rótulo de “exorbitantes”. Más bien apunta a reconocer que todo el derecho administrativo constituye, en sí, otro cuadrante del espacio jurídico, otro territorio con una lógica que no es la del derecho privado, del mismo modo que la pampa no es la alta montaña ni el bosque recóndito. El problema de llamarlo “exorbitante” nace, en buena medida, de considerar al derecho privado como “común” y al derecho público como una suerte de anomalía. Sin embargo, bien podría invertirse la mirada y decir que es el derecho privado el que se aparta de la órbita administrativa, mostrando que en realidad no hay un único centro, sino, como diría Borges, una pluralidad de espejos donde cada rama proyecta su propio reflejo.
Por eso, sostener que el Derecho administrativo es “exorbitante” solo tiene sentido en el contraste con el derecho privado. Son, en verdad, dos realidades paralelas, que comparten el ser “derecho” pero difieren en el modo en que regulan las relaciones entre los sujetos. Y si el derecho administrativo apuesta por el bien común, por la justicia distributiva, por el interés colectivo —todo ello encarnado en la figura de la Administración—, ya no es de extrañar que establezca reglas que en el ámbito estrictamente privado serían inusuales o hasta ilícitas. Son horizontes distintos, como dos estancias separadas por un cerco: el paisano que merodea en una no siempre entiende los laberintos legales de la otra, y viceversa.
En última instancia, la peculiaridad del Derecho administrativo radica en su ser parte del Derecho público: no un simple apéndice ni una rareza extravagante, sino un espacio específico donde la relación de alteridad adquiere un matiz inconfundible, en el que la autoridad pública actúa con facultades y responsabilidades que no se ajustan a las pautas ordinarias del derecho civil.
Tal vez “exorbitancia” sea un vocablo poco afortunado, pero ha servido para iniciar el diálogo; un diálogo que hoy se revela más profundo y que acaso se ensancha con cada nueva perspectiva, como aquel laberinto borgeano cuyas múltiples salidas conducen a diferentes umbrales de un mismo universo jurídico. Quien busque quedarse solo en la superficie de la norma se perderá esa dimensión más honda: la que explica por qué las cláusulas, los actos y los contratos no se miden siempre con la misma vara, sino que responden a lógicas, finalidades y valores distintos. En ese reconocimiento, después de todo, radica la clave para entender, con plena claridad, la esencia del derecho administrativo.
Así las cosas, bajo el cielo abierto de la pampa, donde el horizonte suele parecer infinito y los días transcurren con ese sosiego engañoso, puede parecernos sorprendente que en materia de Derecho administrativo aún se conserve, a modo de estandarte, la palabra “exorbitante”. De hecho, al adentrarnos en los vericuetos de la doctrina y de la práctica, se advierte que esta denominación no es meramente accidental. Es, más bien, un recurso útil para delinear el “modelo” propio y específico de esta rama jurídica, un modo de afirmar su personalidad en medio de la continua evolución que, como un campo que cambia según la estación, caracteriza al Derecho administrativo.
En efecto, la noción de “régimen exorbitante” se ha vuelto un instrumento conceptual para distinguir al derecho administrativo de otros sistemas o subsistemas, como el Derecho civil. No se trata de sujetarse a comparaciones empíricas caso por caso —que podrían llevarnos por un laberinto interminable— sino de construir un “modelo” que cumpla tres funciones: mostrar un sistema global coherente; habilitar la comparación con otros sistemas también globales; y facilitar la contrastación interna de los propios elementos que componen ese todo.
Con ojo analítico y cierta cercanía a la delicadeza conceptual que podríamos encontrar en un texto de Borges, podría explicarse que un modelo sirve para reducir una realidad empírica compleja a un esquema más sencillo, comprensible, manipulable.
Ese modelo ha de estar en correspondencia (o en isomorfismo, si usamos la jerga más técnica) con los componentes y las relaciones significativas de la realidad que describe. Así, el “modelo” no niega la importancia de las instituciones jurídicas concretas ni sufre por los giros coyunturales; simplemente pone en evidencia la estructura fundamental que subyace a todo fenómeno jurídico administrativo. Lo hace de un modo parecido a cómo una maqueta revela la forma esencial de un edificio, aunque las paredes reales cambien de color o de estilo decorativo a lo largo del tiempo.
A la hora de entender cómo funciona este “régimen exorbitante”, es decir, este modelo específico del derecho administrativo, conviene tener presente que se llega a él por observación empírica de las instituciones jurídicas (pensemos en el acto administrativo, los contratos, las potestades públicas). De ahí se extraen, por vía inductiva, principios generales (por ejemplo, la ejecutoriedad o la decisión ejecutoria de la Administración) y se comprueba su validez o corrección según respondan a la idea de justicia distributiva, que es el corazón palpitante de lo público. Más tarde, cuando algún fenómeno concreto no cuente con regulación expresa, se deducen de esos principios las normas que habrán de aplicarse; y de nuevo se constata su conformidad con la equidad y la justicia, esta vez en la situación particular.
Ahora bien, este modelo no se compone solo de principios abstractos. Para ser realmente eficaz, se levanta como una suerte de “maqueta” o “figura” conceptual, en la que los elementos nucleares (sujetos, potestades, tipos de relación) y sus nexos significativos quedan representados.
En efecto, cuando un fenómeno jurídico coincide con esa estructura, podemos calificarlo como perteneciente al Derecho administrativo y regido por aquel régimen “exorbitante” que le da orden y sentido. La resonancia del término puede sonar un tanto ruda, como si el Derecho administrativo orbitara fuera del cosmos jurídico general; pero, en verdad, se trata apenas de un rótulo convencional que resalta su singularidad respecto de la órbita del derecho privado.
Construido así el modelo —o sea, el régimen exorbitante— obtenemos una mirada global y, al mismo tiempo, la posibilidad de compararlo con otros sistemas. Así advertimos que, en su desarrollo, el Derecho administrativo no se subordina al Derecho privado, ni lo sustituye ni lo niega, sino que constituye un subsistema propio dentro del ordenamiento general. Ambos descansan en la misma fuente (el ordenamiento jurídico en su conjunto), pero se despliegan en universos paralelos, como dos laberintos que, aunque puedan compartir alguna pared, guardan pasadizos y salidas diferentes.
De resultas de lo anterior, toda referencia a la “exorbitancia” no sea sino una forma de poner de relieve que las normas administrativas obedecen a la justicia distributiva y al interés general, y no a los principios individualistas o conmutativos del derecho privado. Como dos espejos que multiplican la realidad desde ángulos distintos, público y privado se constituyen en subsistemas completos, con sus propias reglas y sus respectivos modelos. Al final, la simpleza aparente de la palabra “exorbitante” esconde una rica y compleja capacidad de evocar la auténtica personalidad del derecho administrativo: una disciplina en permanente cambio externo, pero con un corazón —es decir, una sustancia— que late de manera inalterable bajo esas transformaciones.
En conclusión, mantener el modelo “exorbitante” como punto de referencia resulta, por una parte, una decisión útil de orden práctico para la interpretación y el conocimiento del Derecho administrativo, y por otra, un acto de homenaje a la estructura profunda que inspira este campo jurídico. No es que vivamos ante un sistema perdido en la inmensidad ni aislado por completo del resto del ordenamiento; más bien, se afianza en su propia soberanía, como un paraje vasto donde el horizonte legal se dibuja con rasgos inconfundibles.
De esa manera, podemos verlo, comprenderlo y compararlo sin extraviarnos en la infinitud de los matices —o al menos, sin perder de vista la esencia que lo define— tal como quien, al mirar la llanura, entiende que su aparente homogeneidad alberga su propia y vasta riqueza de matices. Así, con la ayuda de este modelo, el derecho administrativo cobra dimensión de sistema coherente, tan real y concreto como la pampa misma, aunque sus contornos puedan mutar sin cesar.
En ese sentido, bien puede uno preguntarse qué sostiene al llamado “régimen exorbitante” que se menciona en el Derecho administrativo. Pareciera un término extraño, casi como si apuntara a un astro fuera de órbita, pero en realidad esa “exorbitancia” busca dar nombre al modelo o forma de ser del Derecho público —y dentro de él, del derecho administrativo— tal como se aparta de los senderos del derecho privado. Ahora bien, toda vez que hablamos de un “sistema”, hablamos de un conjunto de elementos que están entrelazados, no por mero azar, sino respondiendo a un fin o “idea directriz”.
En ese sentido, el gran mérito de contar con un “modelo” radica en que nos permite vislumbrar de un golpe la estructura profunda de ese sistema y, sobre todo, comprender por qué algunos de sus engranajes no se ajustan a la lógica usual de los negocios privados.
En esa inteligencia de la cosa, siendo el Derecho administrativo una rama del Derecho público, su peculiaridad consiste en normar, a través de reglas bien específicas, la justicia distributiva. Dicho de otro modo, donde el Derecho privado se apoya en la justicia conmutativa —la igualdad entre particulares que se dan algo mutuamente—, el Derecho administrativo debe atender al reparto proporcional del bien común, pues a la Administración le corresponde la enorme tarea de distribuir recursos, cargas y beneficios según los intereses colectivos.
Esa es la razón honda que justifica el “régimen exorbitante” y lo vuelve, en cierto sentido, inevitable: no se trata de un mero capricho, sino de la consecuencia lógica de perseguir fines públicos y salvaguardar el interés general. Así, el “modelo” de ese régimen jurídico se llena de contenido al observar la realidad empírica: actos administrativos, contratos, potestades estatales, relaciones con los administrados.
Con base en esa realidad, uno elabora principios generales (por ejemplo, la ejecutoriedad del acto administrativo) que cobran sentido únicamente dentro de este ámbito público, porque solo ahí la justicia distributiva exige que la autoridad disponga de facultades que no encajan en la clásica libertad contractual entre privados. Una vez que los principios se formulan, se verifica si en cada situación se cumple o no con esa proporción justa que el Estado debe garantizar. Si se descubre un vacío o una omisión —por ejemplo, un tipo de contrato administrativo que no está previsto expresamente— se recurre a la técnica deductiva para aplicar la misma lógica de justicia distributiva al caso concreto, como quien sigue el plano de una estancia para levantar nuevos galpones, cuidando de no desviarse del diseño original.
En consecuencia, vale aclarar que este “modelo” (régimen exorbitante) no consiste solo en ideas o principios; también se compone de los órganos y la organización de la Administración Pública, de las normas de Derecho público que regulan esas instituciones, e incluso de la finalidad misma que subyace a todas sus actuaciones: la distribución del bien común.
Todo este entramado se plasma en una especie de “figura” o “maqueta” conceptual que, en la práctica, permite calificar a ciertos fenómenos como “administrativos”. Si un conflicto de intereses, pongamos por caso, concuerda con las notas esenciales del modelo —incluida la presencia de un sujeto público y los fines de justicia distributiva—, tendremos ante nosotros una relación administrativa, regida por ese régimen jurídico “exorbitante”.
Queda, pues, claro que el Derecho administrativo es un sistema completo y específico dentro del vasto ordenamiento jurídico. Comparte la raíz con el derecho privado, porque ambos brotan del tronco común de la norma, pero su florecer es diferente: allí donde uno prima la igualdad de obligaciones y beneficios individuales, el otro se ve obligado a atender a la justicia distributiva, a regular el reparto equitativo del bien común.
Por eso, en su evolución, el Derecho administrativo se consolida como un subsistema autónomo, con sus propios instrumentos y prioridades, sin que sea preciso sostener que “exorbita” de un modo absoluto; más bien, se rige por principios y finalidades que corren en paralelo —y a veces en contraste— con los del ámbito privado.
En ese sentido, si quisiéramos aventurarnos en imágenes borgeanas, podríamos pensar en una biblioteca infinita en la que coexisten diversos laberintos de conocimiento jurídico. En uno de ellos, el derecho privado ordena los anaqueles conforme a la justicia conmutativa; en otro, cercano, pero no idéntico, el derecho administrativo dispone los tomos según la lógica de la justicia distributiva. Cada laberinto sigue su plan y se orienta a un fin, pero ambos se comunican en ciertos puntos, como pasadizos que abren la puerta a la “completividad” y coherencia de todo el edificio legal. De esta manera, el “régimen exorbitante” deja de ser un mero rótulo para convertirse en la manifestación tangible de la razón de ser del Derecho administrativo, anclada en la justicia distributiva.
No es, por tanto, un concepto vacío, sino el corazón de un sistema que adquiere su plena vigencia en la gestión diaria de la cosa pública. Y es justo ahí, en ese escenario de repartos y potestades, donde el término “exorbitante” demuestra su utilidad como imagen —si se quiere, casi poética— de una órbita legal distinta, pensada para que el bien común halle su cauce y no se pierda en el horizonte sin límites de nuestra pampa jurídica.
Ahora bien, si miramos de cerca esta noción de régimen exorbitante —concebida como modelo del sistema de Derecho administrativo—, descubriremos que no se limita a conferir “prerrogativas de poder” a la Administración, sino que teje, a la par, un conjunto de garantías orientadas a proteger a los administrados. Ambas caras, prerrogativas y garantías, responden a la idea central de la justicia distributiva, fundamento esencial de lo público.
Para situarnos: en una relación administrativa, la “exorbitancia” alude a las exigencias y requisitos que aseguran que el bien común, como meta final, se convierta en realidad.
Dicho de otro modo, si el administrador público ostenta facultades que superan la mera igualdad contractual (por ejemplo, la ejecutoriedad de un acto administrativo), no es por un afán despótico, sino para salvaguardar el interés general cuando el camino se presenta empinado. Sin embargo, no todo recae en la voluntad del Estado: el administrado, ese individuo que recibe la acción del poder público, es también sujeto activo dentro de la relación, al punto de que su protección y garantía resultan indispensables para sostener el equilibrio justo al que se aspira.
De esa interacción nace una dinámica que guarda similitudes con los laberintos que Borges narraba: los pasillos y pasadizos (prerrogativas y garantías) se cruzan, pero finalmente desembocan en un punto central que es la justicia distributiva. Cierto es que, a veces, aparecen “notas típicas” o “cláusulas exorbitantes” —en la norma o en los contratos— que no se adscriben de forma inmediata y estricta al listado de prerrogativas o garantías clásicas. Son regulaciones específicas que permiten ajustar la gestión administrativa a fines muy concretos y dotarla de mayor eficacia. Imaginemos un ente descentralizado que requiere de una facultad especial para cumplir su función: a primera vista, podría parecer un resabio de poder unilateral, pero si lo comparamos con la idea directriz de la justicia distributiva, notaremos que su justificación descansa precisamente en la necesidad de tutelar el interés colectivo y de que las personas, como beneficiarias últimas, obtengan ese bien común.
Frente a todo este entramado, queda claro que la autonomía de la voluntad, propio emblema del Derecho privado, no puede regir en estos vínculos. ¿Por qué? Porque si la regla de la libertad negocial prevaleciera por encima de las prerrogativas y garantías, el Estado vería debilitada su capacidad de asegurar aquello que la comunidad necesita, y el administrado perdería el amparo que le corresponde. Así, el derecho administrativo surge “fuera del mercado”: no se maneja bajo la premisa de un pacto entre iguales, sino bajo la premisa de una relación singular, destinada a concretar un fin que trasciende los intereses puramente individuales.
A fin de cuentas, el régimen exorbitante, contemplado como modelo, exhibe su completa utilidad cuando se lo entiende como un instrumento al servicio del bien común. Un instrumento donde la administración no es mera depositaria de poder, sino gestora de una tarea distributiva; y donde el administrado no es un espectador pasivo, sino partícipe de una relación en la que las garantías deben ser tan visibles como las prerrogativas.
Es la estructura esencial, siempre presente en el ámbito público, la que hace del Derecho administrativo un sistema auténtico, coherente y con una razón de ser profundamente distinta a la del derecho privado.
En ese sentido, si regresamos al ejemplo de la llanura infinita, es como si el Derecho privado fuese el plano de los negocios corrientes —una suerte de campo cercado— y el derecho administrativo, en cambio, operara más allá de ese cerco, en la inmensidad de una estancia cuyo objetivo último es asegurar que todos, al fin y al cabo, alcancen una cuota de bienestar colectivo. En esa amplitud, las prerrogativas empujan la acción pública hacia la justicia distributiva, mientras que las garantías velan por los derechos de las personas concretas, configurando así un orden “exorbitante” cuya mira ineludible es, ni más ni menos, el bien común.
En esta línea, el Derecho administrativo desarrolla mecanismos que buscan equilibrar la relación de superioridad de la administración con los derechos del ciudadano. Instrumentos como el control de la legalidad, el principio de proporcionalidad, la motivación de los actos administrativos y el acceso al recurso contencioso-administrativo son ejemplos de cómo la norma intenta corregir el desbalance inicial.
Por ello, dentro de esa misma perspectiva, la justicia distributiva resulta un eje fundamental para entender cómo el derecho administrativo distribuye cargas y beneficios. No basta con reconocer la asimetría entre administración y particular; es preciso subrayar la responsabilidad de aquella de asignar, con equidad y proporcionalidad, las oportunidades y recursos de la sociedad.
De este modo, el Derecho administrativo se revela no solo como una expresión de poder institucional, sino también —y sobre todo— como una manifestación de justicia, en la que la supremacía formal del Estado halla su razón de ser al servicio de la comunidad. En consecuencia, la superioridad de la administración debe concebirse siempre en clave ética: es la “superioridad” de quien tiene el deber de velar por el interés general, no la de quien ostenta un mero privilegio.
Así, la justicia tomista —tanto en su vertiente general como en la distributiva— ofrece un marco claro: cuando la administración se ajusta a la razón y orienta su quehacer al bien común, el derecho administrativo cumple su función social; si se aparta de esos principios, desnaturaliza su misión y, en última instancia, compromete la legitimidad que justifica su poder.
En este contexto, el Derecho administrativo se convierte en un campo normativo cuya legitimidad no radica exclusivamente en el poder que confiere a la administración, sino en su capacidad para canalizar ese poder dentro de un marco de racionalidad, legalidad y justicia. La administración, aunque situada en un plano de superioridad funcional, debe operar bajo una concepción dual: por un lado, como sujeto de derechos y deberes frente al particular y, por otro, como garante de los intereses colectivos.
En efecto, esta dualidad implica que, si bien la administración tiene prerrogativas como el privilegio de la ejecución de actos unilaterales o la presunción de legitimidad de sus actos, esas mismas prerrogativas se encuentran sometidas a principios rectores. Por ejemplo, el principio de proporcionalidad obliga a la administración a ejercer su poder de manera ajustada a los fines legítimos que persigue, evitando cualquier exceso que lesione los derechos de los particulares. Asimismo, el principio de razonabilidad actúa como un criterio esencial que evita la arbitrariedad, exigiendo que las decisiones administrativas estén fundamentadas en la lógica, la equidad y la utilidad pública. A su vez, el principio de legalidad funciona como un eje estructural que disciplina a la administración, limitando su acción a lo dispuesto por el ordenamiento jurídico.
De este modo, aunque la relación entre administración y ciudadano parta de una desigualdad estructural, la supremacía de la ley se convierte en el mecanismo que equilibra la balanza, protegiendo al individuo de posibles abusos. En este punto, se evidencia cómo el derecho administrativo articula las ideas de Santo Tomás de Aquino sobre justicia general y justicia distributiva: mientras la primera legitima la autoridad de la administración en función del bien común, la segunda exige una distribución justa y equitativa de cargas y beneficios.Además, el control judicial, tanto preventivo como correctivo, es un pilar indispensable que convierte al derecho administrativo en un espacio donde se concilian poder y justicia. Este control permite al particular recurrir a los tribunales para impugnar actos administrativos que vulneren sus derechos, reforzando así la idea de que la administración, aunque superior en sus funciones, está subordinada a la legalidad y sujeta al escrutinio de la justicia.
Por último, es importante destacar que esta tensión inicial en los fundamentos del derecho administrativo no debe interpretarse como una contradicción insalvable, sino como un reflejo de la complejidad inherente al ejercicio del poder público en el marco de un Estado democrático. Lejos de debilitar al derecho administrativo, esta dualidad lo fortalece, al exigirle un perfeccionamiento constante para responder a los desafíos que plantea la convivencia entre el interés colectivo y los derechos individuales.
En este sentido, el Derecho administrativo no solo ordena la relación entre administración y ciudadano, sino que también se configura como un mecanismo de equilibrio dinámico que mantiene viva la esencia del Estado de Derecho.
En el fascinante universo del Derecho administrativo, uno de los rasgos que más deslumbra (ya la vez inquieta) a los estudiosos es la exorbitancia. Ni más ni menos en esa multitud de poderes especiales, privilegios y prerrogativas que la Administración detenta y que se apartan —a veces de manera drástica— de las relaciones ordinarias del Derecho privado.
En consecuencia, cuando se habla de “régimen exorbitante”, se alude a la idea de que los entes administrativos ejercen ciertas facultades que resultarían impensables o inaceptables en un plano puramente civil. Son competencias que permiten, por ejemplo, imponer cargas sin acuerdo previo, modificar unilateralmente un contrato, exigir la obediencia del administrado y, en casos extremos, sancionar o ejecutar por la vía rápida. ¿Por qué el Derecho concede tales poderes excepcionales a la Administración?
En teoría, porque el interés general exige una actuación ágil y enérgica, incapaz de atenerse a las reglas de igualdad contractual entre privados. Así, el “régimen exorbitante” no es un capricho, sino la consecuencia de entender que la acción pública debe tener herramientas singulares para proteger el bien común. Conceder poderes especiales no está exento de riesgos: ¿cómo evitar que la Administración abuse de ese poder en perjuicio de las personas? De ahí surgen los principios de legalidad, la función de los jueces, los procedimientos garantistas, la buena fe y la proporcionalidad. Es un delicado equilibrio: por un lado, la Administración que requiere eficacia; por el otro, la ciudadanía que exige límites. Este “régimen exorbitante” define la peculiaridad del sistema: un Derecho público que rompe el molde de la igualdad de las partes y reconoce a la Administración un pedestal de supremacía. Pero no es supremacía caprichosa; se pretende que obedezca a multas colectivos y que esté sujeta a controles rigurosos que exijan motivación y razonabilidad.
Así pues, el sistema de Derecho administrativo se caracteriza por esa singular combinación de prerrogativas “por encima de lo ordinario”, un andamiaje que justifica la eficacia, pero que a la vez exige salvaguardas. En última instancia, la “exorbitancia” es la señal de identidad que marca una relación distinta entre el poder público y los administrados, un régimen donde la Administración no se coloca en un plano igualitario, sino que actúa con potestades reforzadas. El reto permanente es no quedarse en la soberbia del poder, sino amoldar esas facultades especiales a la legalidad y al respeto de los derechos fundamentales. Dicho de otro modo, que el “régimen exorbitante” sea un instrumento para servir al interés general, y no una excusa para atropellar las libertades. Ese equilibrio sutil es, sin duda, la esencia de la esfera administrativa.
A menudo, cuando hablamos de Derecho administrativo, se nos viene a la cabeza esa imagen de la Administración cargada de prerrogativas “exorbitantes”: facultades para imponer sanciones, rescindir contratos, expropiar, regular hasta lo más inverosímil. Lógicamente, si bien esas potestades son el sello distintivo que aparta a la Administración de la relación de igualdad propia del Derecho privado, no son la totalidad ni agotan lo que el Derecho administrativo encierra.
En efecto, nadie discute que el régimen exorbitante es uno de los rasgos más visibles y singulares del Derecho administrativo. Basta con echar un ojo a la teoría clásica para confirmar que, en efecto, la Administración dispone de instrumentos que no existen en el código civil. Pero limitarse a esta idea equivaldría a creer que toda gira en torno a esas herramientas de autoridad.
Con toda seguridad, el Derecho administrativo es un mar de dimensiones mayores. Uno puede pensar en las obligaciones que pesan sobre la Administración: la transparencia, la motivación de los actos, la participación ciudadana, la rendición de cuentas. Existe, en efecto, todo un costado que mira la relación colaborativa con el ciudadano, la protección de los derechos y el servicio público. Allí, las prerrogativas no son las protagonistas, sino más bien los contrapesos que equilibran la balanza.
Así, el Derecho administrativo no se reduce a un puñado de privilegios para la Administración. Su geografía abarca la normativa y los principios que organizan la función pública, la selección y carrera de los funcionarios, la contratación administrativa, la responsabilidad del Estado, los mecanismos de participación y control. Naturalmente son temas que van más allá de la simple supremacía estatal: se trata de que la maquinaria pública cumpla su misión sin atropellar, manteniendo la coherencia con valores y multas de interés general.
Al lado de las prerrogativas, también está la dimensión garantista: la Administración debe observar los procedimientos, respetar los derechos fundamentales, motivar, los recursos permitir contra sus decisiones. Es la faceta protectora del administrado —vale decir, el contrapeso que asegura que el poder no se convierta en autoritarismo.
A todo esto, se suma la vocación de servicio público que impregna ciertas actividades: transporte, salud, energía, educación. En ese sector, el Derecho administrativo se preocupa por la continuidad, la universalidad y la regularidad del servicio, algo que va más allá de imponer límites al ciudadano. Incluso el acto administrativo, aunque abarca esa vertiente unilateral de la Administración, se hace acompañar de elementos de legalidad, competencia, forma, procedimiento, motivación, etc. No es solo “imponer” o “ordenar”; es un conjunto de normas y principios que hacen que el acto sea válido y, a la vez, controlable judicialmente. La discrecionalidad existe, pero no es un cheque en blanco: el Derecho administrativo forja métodos de revisión, de razonabilidad, de buena fe.
En definitiva, las prerrogativas no agotan el contenido del Derecho administrativo. Son, sí, parte de su esencia, pero alrededor gira todo un sistema jurídico que pone límites, promueve la participación, organiza servicios, regula a los funcionarios e introduce principios (proporcionalidad, buena administración, seguridad jurídica, transparencia) que equilibran esa fuerza para que no derive en abuso. No se trata de negar la importancia de las facultades exorbitantes, sino de ver que el Derecho administrativo es más: es la arena donde el Estado se conjuga como actor responsable de lo público, con obligaciones, con servicios, con responsabilidad ante el ciudadano, y con la obligación de no exceder ni malversar sus poderes. Ahí radica la riqueza de esta rama jurídica que, lejos de ser mero privilegio, se asienta en el interés general y en la garantía de los derechos.
En términos conclusivos, llamar al Derecho administrativo “régimen exorbitante” hoy en día es más una convención que una descripción completa de su naturaleza.
En la actualidad, se reconoce que el Derecho administrativo es mucho más que un conjunto de privilegios. Es un sistema jurídico complejo que busca equilibrar el poder del Estado con los derechos individuales y colectivos de los ciudadanos. Así, mientras que la noción de “régimen exorbitante” captura una parte importante de su historia y naturaleza inicial, no refleja completamente la diversidad y amplitud de sus funciones y propósitos en la actualidad.
- La separación de poderes emerge con mayor nitidez en la obra de Montesquieu (El espíritu de las leyes), quien percibe que la libertad política requería un equilibrio de las funciones estatales —legislativa, ejecutiva y judicial— para frenar la potencial arbitrariedad de un poder único. No obstante, antes ya había aportes de John Locke y otros pensadores que distinguían entre funciones de formulación de leyes, funciones de ejecución y la resolución de controversias. Este concepto, en su raíz, no es un simple “tótem” ideológico, sino un mecanismo de garantía que busca una balanza en la que cada órgano del Estado limite y sea limitado por los demás. La noción central es evitar la concentración del poder en un solo punto y así disminuir el riesgo de vulneraciones a la libertad y la propiedad de los individuos. ↩︎
- En la actualidad, las democracias enfrentan problemas de creciente complejidad (globalización, nuevas tecnologías, emergencia de derechos colectivos), y ello ha conducido a la “expansión” de la función administrativa, con la creación de agencias y entes reguladores. Este fenómeno puede suscitar recelos: ¿podría la hipertrofia administrativa minar la clásica división de poderes? Aquí la respuesta se halla en la necesidad de nuevas fórmulas de control, adecuadas a la diversidad de potestades que ejerce la Administración. Mantener la exigencia de que todo poder esté sujeto a la ley y a la revisión judicial, y reforzar la transparencia y participación ciudadana, son mecanismos que renuevan la vigencia del modelo de checks and balances, aun cuando la estructura estatal sea más compleja. ↩︎
- Imagínate, lector, una mañana de sol tibio en la que Jean-Jacques Rousseau camina por un parque lleno de hojas secas, silbando una melodía imposible. Lleva una carpeta debajo del brazo y un cuaderno lleno de garabatos que prometen una suerte de plan maestro para sacarnos del remolino de la intemperie. En esos papeles, que más tarde se conocerán como El Contrato Social, uno descubre que la idea no es simplemente salir corriendo del caos, sino redefinir el modo en que los hombres viven juntos, organizando una nueva música de derechos y obligaciones. ↩︎
- Jean-Jacques Rousseau, en El contrato social (1762), retoma y reformula esta noción de cesión de derechos, pero introduce un matiz decisivo: el soberano no se concibe como un monarca absoluto, sino como la voluntad general. En lugar de depositar toda la autoridad en manos de un gobernante único, como planteaba Hobbes, Rousseau propone que los hombres se unan voluntariamente y constituyan una sociedad civil organizada. Esta comunidad política, dotada de leyes acordadas por la voluntad de todos, protege la libertad y la igualdad de sus miembros sin anularlas. Así, mientras Hobbes subraya la necesidad de un poder absoluto que ponga fin a la inseguridad y la violencia, Rousseau defiende la idea de que, al asociarse, los individuos mantienen y revalorizan su libertad en tanto participan activamente de la formación de las leyes. Ambas visiones han influido de forma determinante en la teoría política posterior, sentando las bases para reflexionar sobre la legitimidad del Estado, la soberanía popular y la construcción de un orden social estable. ↩︎
- En Libro XI de El espíritu de las leyes, particularmente en los capítulos 5 y 6, Montesquieu describe el sistema político inglés de su época. Observa que hay una función legislativa (bicameral: Cámara de los Lores y Cámara de los Comunes), una función ejecutiva (encarnada por el monarca y sus ministros) y una función judicial que recae en jueces con relativa independencia. ↩︎
- Montesquieu añade un matiz esencial: la participación de la sociedad civil y de los distintos cuerpos intermedios (nobleza, magistrados, burguesía, etc.) cumple una función clave. No se trata de un simple reparto de “tres poderes”, sino de un entramado institucional y social que imbuye a cada órgano de un espíritu de moderación. ↩︎
- El verdadero objetivo no era aislar a cada rama, sino impedir la concentración plena del poder en manos de un solo órgano. Por ello, se creó un sistema de frenos y contrapesos (checks and balances) que otorga a cada rama mecanismos para “contener” los posibles excesos de las otras. Así, el Presidente veta leyes pero el Congreso puede anular ese veto con una mayoría calificada, y la Corte Suprema ejerce el control de constitucionalidad, aunque sus jueces son propuestos por el Presidente y confirmados por el Senado, y están sujetos a juicio político. ↩︎
- Durante mucho tiempo, el razonamiento clásico sobre la separación de poderes —tanto en la tradición filosófica europea (Montesquieu) como en la práctica constitucional de los Estados Unidos— ha sostenido la siguiente asignación funcional: El Poder Ejecutivo (o el presidente, en el modelo estadounidense) “administra” o ejecuta las leyes. El Poder Legislativo (o el Congreso) crea las reglas, es decir, legisla. El Poder Judicial (o las cortes) decide controversias concretas e interpreta la ley. Sin embargo, si uno observa la evolución histórica, jurídica y política, por ejemplo, de los Estados Unidos y, en general, de las democracias modernas), advierte que esta división no se mantuvo inalterable. En la época de los Fundadores, el Presidente estaba principalmente encargado de ejecutar las leyes. Sin embargo, con el crecimiento del Estado administrativo (sobre todo a partir del siglo XX), el Ejecutivo ha asumido funciones de carácter normativo y cuasijudicial:Las agencias federales —creadas por el Congreso, pero dependientes del Ejecutivo— emiten regulaciones con fuerza de ley. Piénsese en la Environmental Protection Agency (EPA) o la Securities and Exchange Commission (SEC). Estas regulaciones, si bien derivan de la ley habilitante del Congreso, suelen detallar de manera muy específica la política pública, asimilándose a una labor legislativa. Además muchas agencias tienen tribunales administrativos o procedimientos de adjudicación internos (Administrative Law Judges, por ejemplo) que resuelven conflictos con particulares. Si bien la decisión final puede revisarse en los tribunales federales, la “primera instancia” ocurre en el seno del propio Ejecutivo. Esta realidad implica que el Presidente no se limita a “administrar”, sino que interviene en procesos normativos y decisorios, afectando derechos de manera concreta. Se trata de un desplazamiento notable respecto de la visión clásica de que solo el Congreso “hace” las reglas y los tribunales “resuelven” controversias. ↩︎
- El Congreso retiene mecanismos de control (audiencias, “power of the purse”, confirmaciones) para fiscalizar las actividades ejecutivas, pero estos tienden a ser instrumentos políticos, no meramente legislativos. En la práctica, esto revela que, si bien el Congreso mantiene la última palabra en la aprobación de grandes leyes, el proceso de creación de reglas se ha vuelto cooperativo y dinámico, reflejando una separación menos rígida de la que un manual clásico podría sugerir. ↩︎
- Cuando analizamos la función legislativa en el marco del constitucionalismo, es ineludible remitirnos a la idea de que las normas más trascendentes —aquellas que delinean libertades fundamentales y estructuras de gobierno— deben provenir de cuerpos representativos. Este principio se asocia con la noción de “autoimposición”: en una democracia constitucional, el poder emana del pueblo, y por ende, las decisiones esenciales que rigen la convivencia social han de tomar forma a través de sus representantes. Verbigracia, la Constitución estadounidense inicia con la célebre fórmula “We the People…,” manifestando la premisa de que la legitimidad jurídica y política descansa en el consentimiento del gobernado. El Congreso —compuesto por la Cámara de Representantes y el Senado— encarna esta voluntad popular de modo bicameral, asegurando que las leyes federales se forjen de manera deliberativa y sujetas al examen de mayorías y minorías. La Cámara de Representantes refleja de manera más inmediata la voz del electorado, con elecciones frecuentes y distritos de menor tamaño. El Senado diseñado originalmente para representar a los Estados y, con el tiempo, convertido en una cámara que equilibra y matiza la actuación de la Cámara Baja. En esta dualidad, se ve plasmada la idea de que las diferentes voces (mayoritarias y minoritarias) participan en el proceso de creación de las leyes. No obstante, el sistema estadounidense reconoce la posibilidad de que se dicten reglas (regulations) por parte de agencias administrativas o incluso que el Presidente promulgue órdenes ejecutivas que tengan cierto efecto normativo. Pero aquí estriba la distinción fundamental: Las agencias y el Ejecutivo actúan a partir de una delegación que, en principio, procede del Congreso. Esto significa que solo pueden legislar en ámbitos delimitados por la ley aprobada por los representantes. La creación de “reglas primarias” —es decir, normas estructurales que afecten directamente derechos fundamentales o reconfiguren la arquitectura institucional— demanda un proceso legislativo formal, con debate y votación en las dos cámaras. Así, incluso si el Ejecutivo asume competencias para desarrollar políticas públicas y dictar regulaciones, la legitimidad de esas normas se fundamenta en el mandato representativo que, en última instancia, proviene del Congreso. A todas luces, el constitucionalismo estadounidense no proviene de una copia literal de Jean-Jacques Rousseau, sin embargo, bebe de la idea rousseauniana de que el pueblo debe darse las leyes a sí mismo, en lugar de recibirlas de una autoridad impuesta. Cuando Rousseau habla de “voluntad general”, en el plano norteamericano encontramos el correlato en la “deliberación legislativa”, donde se expresan intereses distintos y se forja un compromiso —o una norma— tras el debate y la búsqueda de mayorías. El acto de elaborar las leyes en un cuerpo plural y elegido por el pueblo es lo que le otorga a la ley el sello de autoimposición: el ciudadano se somete a reglas que él mismo, o sus representantes electos, han ayudado a construir. Uno de los rasgos más característicos del Congreso es que en su seno se articulan mayorías y minorías. Esto asegura que las leyes resultantes no obedezcan a la voz de un solo grupo hegemónico, sino que emerjan de la interacción entre diversas corrientes políticas. Tal diseño favorece la negociación y el compromiso (compromise), pilares de la tradición política estadounidense, habida cuenta de que ofrece canales para que las minorías presenten enmiendas, participen en comités y expresen reservas. Si bien no siempre resulta en un acuerdo perfecto, legitima el proceso legislativo desde la perspectiva de las visiones disidentes. En esta línea, Madison (en The Federalist No. 10) ya advertía acerca de la conveniencia de “refinar y ampliar” los intereses ciudadanos dentro de la arena legislativa para atenuar los efectos nocivos de las facciones. El Congreso, en su estructura bicameral, opera como un espacio donde se ponen en juego dichas facciones y se modulan las diferentes demandas. De manera tal que la Constitución —con su separación de poderes— se preocupa por evitar la acumulación de toda la potestad normativa en manos de un único actor. La Cámara de Representantes y el Senado, elegidos con distintos mecanismos (duración del mandato, representaciones estatales versus distritales, etc.), constituyen el contrapeso fundamental a potenciales abusos del Poder Ejecutivo o incluso del Poder Judicial. El debate público, los procedimientos legislativos formales y las votaciones traslucen esa legitimidad popular que no podría emanar de un ente meramente técnico ni de un poder unipersonal. De ahí que las reglas primarias, o “liminares,” —incluyendo enmiendas constitucionales— requieran la aprobación de la representación democrática (Congreso y, para enmiendas, las legislaturas estatales). ↩︎
- En años recientes, la Corte ha vuelto a recalcar esta cuestión. En el asunto “Barreto c/ Provincia de Buenos Aires” se habló largamente sobre la competencia originaria del Tribunal en casos donde las provincias se encuentran en pleito. No es lo mismo un asunto que se rige por el Derecho común —eso que llamamos “civil”, que está a cargo del Congreso Nacional— que un conflicto donde se aplican normas públicas locales. Si para resolver el entuerto es menester revisar los actos públicos de la provincia o aplicar sus propias leyes administrativas, no se está ante una “causa civil”. La Corte no puede, entonces, arrastrar el asunto a su propio corral, pues la materia pública no entró al dominio que el constituyente dejó al gobierno central en materia de derecho común. ↩︎