I. Cuestiones introductorias sobre la naturaleza de las funciones estatales.
El constituyente imagino —quizá con la esperanza de capturar un fragmento de lo inefable— una vasta construcción política, dividida en tres torres. A una la llamó “Legislativo”; a otra, “Administrativo”; a la tercera, “Judicial”. Pero sus planos, al momento de erigirse, se entremezclaron como laberintos que confunden y unen niveles dispares. Sin duda alguna, este orden de torres, ideado para la plena separación de sus funciones, se revela imperfecto y mancomunado. El Congreso, que se soñó fuente pura del poder legislativo, incide en tareas minuciosas y administrativas: gestiona la compra de libros, vigila la concesión de la confitería, nombra empleados y resuelve sobre cuestiones que poco o nada tienen que ver con la sanción de normas generales. Análogamente, en la otra torre, el Poder Judicial despliega una actividad materialmente administrativa al supervisar las condiciones de su propia casa: contratación de personal, adquisición de papel, impresión de fallos.
Por consiguiente, la naturaleza de cada acto—legislativa, administrativa o jurisdiccional— se difumina como un reflejo en un espejo roto. Decir que una u otra acción son “pseudoadministrativas” acaso sea tan solo un recurso lingüístico que no explica la coincidencia esencial de su contenido. Si un juez compra una computadora, es la misma operación que realiza un funcionario del Ministerio del Interior hace lo propio. ¿Por qué habría de llamarse distinta la acción de ambos hombres, si la computadora es idéntica, el trámite equivalente y la finalidad práctica apenas difiere? Aún más fascinante es la posibilidad de que el Ejecutivo, en su laberinto de decretos y reglamentos, cree normas que casi imitan la propia fecundidad legislativa. ¿Qué los separa entonces? Con frecuencia, se dirá que su régimen está regido por el derecho administrativo; esto es, que se sujetan a principios de legalidad, de debido proceso, de jerarquía. Pero apenas esbozamos esa respuesta, surgen otros corredores que nos llevan al mismo enigma: si el Congreso realiza actos “materialmente administrativos” y los juzgados se ocupan de lo mismo, ¿acaso no están también insertos en un régimen afín, donde rigen idénticos principios?
En ese sentido, un observador ingenuo podría sentenciar que la actividad administrativa del Legislativo y la del Judicial no forman parte del mismo territorio jurídico que ocupa el Ejecutivo. Sin embargo, la realidad —tal vez extraña como un cuento chino— desmonta esa presunción. Lo demuestra la absoluta coincidencia de procedimientos: un mismo estatuto del empleado público puede regular a quien sirve en la Corte Suprema y a quien trabaja en un ministerio. Esa unificación de régimen jurídico arroja la conclusión inevitable: más allá de la torre desde la que se dicte, la actividad administrativa responde a una lógica común.
El problema se enreda aún más cuando los propios órganos del Ejecutivo se aventuran en acciones “quasi legislativas” (reglamentos) o “quasi judiciales” (resoluciones de conflictos). Quien observe la arquitectura advierte que, pese a la similitud formal con la función de legislar o de juzgar, este poder actúa con la impronta del derecho administrativo.
Como subyace, el palacio se puebla de ámbitos superpuestos en los cuales la norma general de un ministerio se confunde con un acto reglamentario, y la resolución de una controversia interna se parece peligrosamente a una sentencia.
Todo este tejido recuerda un antiguo mapa que se pretendió trazar con límites precisos, más reveló —al correrse el velo— que sus lindes son inseguros. Las fronteras están donde yace el “régimen jurídico administrativo”.
Este concepto (humilde, casi técnico) se convierte en una llave para recorrer el dédalo del poder estatal: no se gobierna a través de confines tajantes entre legislación, jurisdicción y administración, sino desde una gradación de funciones, a menudo superpuestas, que comparten métodos, objetivos y principios. Efectivamente, en esa superposición, atisbaremos la esencia de un Estado complejo, cuyos poderes se entrelazan.
Así, el texto refiere una verdad sencilla y a la vez desconcertante: las categorías de “legislar, administrar, juzgar” se delinearon para entender mejor la madeja de la actividad estatal, pero la realidad, como un sueño persistente, las trastoca.
La dificultad apuntada sería didáctica si no fuera por el hecho de que el Poder Ejecutivo tiene vedado por imperativo constitucional ejercer funciones legislativa y judicial, y de allí la importancia de la delimitación de la función administrativa. De acuerdo con dicha lógica, la Constitución Nacional asigna competencias específicas a cada uno de los Poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) e impone prohibiciones que evitan la usurpación de las funciones esenciales de otro poder. Dados estos límites constitucionales, lo que sí puede y debe ejercer el Poder Ejecutivo —por expreso mandato— es la función administrativa.
En tales condiciones surge la vexataquaestio ¿Es posible hallar algún criterio general que partiendo de esas soluciones llegue a un concepto útil para cada una de las funciones del Estado?
II. El reparto de competencias entre la sociedad y el Estado.
En ese sentido, una primera cuestión es atender al reparto de competencias que se da entre la sociedad y el Estado, habidas cuentas de que es imperativo reconocer que no todo puede ni debe ser regulado por el poder público. Existe, por un lado, un ámbito privado —integrado por las acciones individuales o voluntarias que no afectan al interés general— y, por el otro, un ámbito público —donde el Estado ejerce sus facultades imperativas para proteger y garantizar el bienestar colectivo—. Esta separación obedece a la idea de que la intervención estatal no se justifica cuando no hay un interés público comprometido o un bien colectivo que salvaguardar. Efectivamente, en un modelo de Estado de Derecho, la autoridad pública asume deberes y poderes en lo que respecta a la organización y protección de los bienes colectivos (defensa, seguridad, servicios esenciales, etc.). En contraste, todo aquello que no incida en la esfera del interés común, o cuyo impacto sea meramente individual y voluntario, se ubica dentro del ámbito privado, donde las personas actúan libremente conforme a su autonomía de la voluntad. Es el ámbito de la regulación heterónoma, es el ámbito que debe quedar al margen de la autoridad, en el sentido de que el Estado no puede actuar de manera directa sobre cómo deben comportarse los individuos donde no se aprecia un interés público.
En efecto, la línea divisoria fundamental entre lo público y lo privado es la afectación del bien común. Cada vez que se demuestra que una determinada conducta, servicio o actividad tiene efectos colectivos importantes (por ejemplo, en materia de salud, seguridad, medio ambiente, etc.), surge la justificación de la intervención estatal. Por el contrario, cuando una determinada acción solo compete a los involucrados y no trasciende a la colectividad, el Estado debe abstenerse de regularla de forma imperativa. No cabe duda que la misión pública radica en garantizar un orden que permita la convivencia pacífica y la protección de los derechos fundamentales. Por ende, el Estado adopta su rol imperativo solo cuando es necesario para equilibrar el bien común y la tutela de los individuos más vulnerables, o para hacer efectivos los derechos que no pueden satisfacerse únicamente por la acción del mercado o el acuerdo particular1.
En la mayoría de los Estados constitucionales, se reconoce la existencia de un ámbito privado donde los individuos pueden obrar libremente sin injerencia gubernamental, siempre que sus actos no afecten derechos de terceros ni contravengan el orden público o la moral pública.
Particularmente en Argentina, este principio se halla consagrado de forma clara en el artículo 19 de la Constitución Nacional, que afirma: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados…”
En el mismo sentido, en Estados Unidos, el Bill of Rights (y su desarrollo jurisprudencial) ha protegido históricamente la esfera individual frente a la intromisión estatal, si bien no existe una cláusula textual idéntica al art. 19 argentino.
Sin embargo, se ha interpretado la “zona de privacidad” (privacy) a través de la Décimo Cuarta Enmienda (debido proceso) y la Novena Enmienda (no enumeración de derechos), entre otros fundamentos. En ambos sistemas, la tensión se ha resuelto a través de la jurisprudencia, que ha establecido límites a la intromisión de las autoridades en decisiones o conductas esencialmente personales.
En la historia secreta y a menudo turbulenta de los derechos fundamentales, existen momentos en los que el susurro de la libertad emerge como un suspiro contenido en medio del ruido de las prohibiciones y las intrusiones del Estado. Un caso emblemático, Griswold v. Connecticut (1965), despierta en la memoria como un rumor de resistencia cotidiana. Allí, la Suprema Corte de los Estados Unidos desafió una ley que parecía provenir de tiempos arcaicos, una ley que prohibía la venta y uso de anticonceptivos incluso para parejas casadas. La Corte, con la delicadeza de quien reconoce un derecho sutil, señaló que, aunque la Constitución no pronunciaba explícitamente la palabra “privacidad”, esta emergía naturalmente de las sombras y reflejos entrelazados de varias enmiendas (1ª, 3ª, 4ª, 5ª y 9ª), como una verdad revelada por la luz tenue de las velas, protegiendo así la intimidad familiar y conyugal de la mano dura del poder público2.
Cuatro años después, en Stanley v. Georgia (1969), volvió a resonar la voz firme del Tribunal defendiendo el santuario privado del hogar. La Corte declaró que el Estado no podía castigar la simple posesión de materiales obscenos en el refugio personal, argumentando con pasión que las acciones privadas realizadas en la quietud doméstica son un territorio vedado a la intromisión gubernamental, excepto cuando exista un interés público esencial que lo justifique. Era la defensa encendida de un espacio interior donde cada individuo traza su propio universo de deseos y pensamientos3.
El tercer momento decisivo, Lawrence v. Texas (2003), resonó con una intensidad particular, reivindicando la autonomía de los cuerpos y las emociones frente a la vigilancia estatal. La Corte Suprema declaró inconstitucional una ley que criminalizaba las relaciones sexuales consentidas entre adultos del mismo sexo. Sostuvo con firmeza que la decisión de entablar relaciones íntimas consensuadas pertenece a la esfera de la libertad y privacidad protegidas por la cláusula del debido proceso de la 14ª Enmienda. Era, sin duda, una declaración valiente sobre la dignidad inherente a toda forma de amor4.
En tierras del sur, bajo el sol de Argentina, la Corte Suprema de Justicia de la Nación también había forjado con esmero su jurisprudencia en torno al derecho íntimo de vivir lejos de ojos inquisidores, arraigada profundamente en el artículo 19 de la Constitución Nacional. La sentencia del caso Bazterrica (1986) se alzó contra la penalización de la tenencia de estupefacientes para uso personal. La Corte sostuvo, en un tono sereno pero decidido, que el Estado pierde su derecho a castigar cuando la acción privada no causa daño ni perjuicio a terceros. Era la protección clara y simple de la esfera más personal5.
La doctrina retomó fuerza en Arriola (2009), una sentencia que volvió sobre sus pasos y ratificó con firmeza que la tenencia para consumo personal de drogas, sin peligro ni daño ajeno, no podía ser perseguida penalmente. De nuevo, la Corte se amparó en la fortaleza sencilla y elegante del artículo 19, reafirmando que la intimidad y la libre determinación personal constituyen la frontera sagrada frente al avance del poder estatal6.
Ambas Cortes, la de Estados Unidos y la Argentina, como guardianes pacientes pero firmes, han demarcado con cuidado el territorio íntimo donde cada ser humano ejerce su libertad sin perjudicar a los demás. Cuando lo personal traspasa esa frontera y amenaza la convivencia, el Estado interviene, justificando su presencia con argumentos sólidos y la urgencia de la armonía colectiva. Sin embargo, mientras la conducta permanezca en el íntimo círculo privado, ninguna autoridad deberíaatreverse a franquear esos umbrales silenciosos donde palpitan las decisiones más profundas y humanas.
III. El reparto de competencias entre el orden federal y las provincias.
La República Argentina adopta la forma de gobierno federal, según lo establece el artículo 1 de la Constitución Nacional. Este federalismo se traduce en una distribución de competencias entre el Gobierno Nacional y los gobiernos provinciales, de modo tal que cada nivel de gobierno ejerce las facultades que la Constitución le asigna. En este sentido, el artículo 121 CN dispone: “Las provincias conservan todo el poder no delegado por esta Constitución al Gobierno federal…” Conforme a este precepto, la titularidad originaria del poder radica en las provincias, que solo han cedido al gobierno central las competencias que explícitamente le fueron conferidas mediante la Constitución.
En ese sentido, existen ciertas materias y facultades que la Constitución confiere expresamente a la Nación. Ejemplos de estas competencias son la política exterior, la defensa, la legislación aduanera, la emisión de moneda, la regulación federal de transporte y comunicaciones, entre otras. Estas potestades son de indudable interés general y su ejercicio unitario por parte de la Nación favorece la cohesión y uniformidad a nivel de todo el territorio argentino. A contrario, todo poder o facultad que no haya sido expresamente delegado a la Nación (o cuya delegación no pueda inferirse de manera necesaria de las cláusulas constitucionales) permanece en la órbita de las provincias. Estas competencias residuales se apoyan en el citado art. 121 CN, que consagra la idea de que el poder originario yace en las provincias y solo se transfiere en la medida en que la Constitución lo disponga.
Así, dentro de sus límites, cada provincia establece su propia Constitución, organiza sus poderes, dicta sus códigos de procedimientos, administra justicia local en asuntos que no son competencia exclusiva de la Justicia Federal, reglamenta cuestiones municipales, etc. Además, el art. 124 CN, reformado en 1994, fortaleció esta premisa al reconocer a las provincias el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio. Esto supone que la potestad de legislar y administrar tales recursos corresponde prioritariamente a cada Estado local, siempre respetando las competencias federales concurrentes en materias como ambiente o minería, según la regulación nacional básica.
Téngase presente que la autoridad provincial conserva la facultad de dictar normas y ejercer funciones de control en materias que afectan la seguridad, la moral y la salud pública (poder de policía). No obstante, cuando una cuestión excede el interés local y se proyecta al ámbito nacional o de otras provincias, puede corresponder al Congreso legislar al respecto (principios de razonabilidad y coordinación federal).
A lo largo de su historia, la CSJN ha sostenido y desarrollado la cláusula del art. 121 CN, subrayando que, para justificar la intervención de la Nación en asuntos provinciales, se requiere un fundamento constitucional expreso. La jurisprudencia ha hecho hincapié en la autonomía de las provincias, las cuales poseen la potestad de dictar su propia Constitución y de organizar sus instituciones políticas. Sin embargo, esa autonomía debe ejercerse en el marco de los principios republicanos y de la Constitución Nacional (art. 5 CN), con mecanismos de cooperación y coordinación con la Nación (federalismo de concertación).
En efecto, conforme el criterio elaborado desde antiguo por el Alto Tribunal a propósito del deslinde de competencias entre el Estado Nacional y los estados provinciales se tiene dicho que “el diseño del sistema federal en la Constitución Nacional reconoce la preexistencia de las provincias y la reserva de todos los poderes que éstas no hubiesen expresamente delegado en el gobierno central, a la vez que exige aplicar estrictamente la preeminencia de los poderes federales en las áreas en que la Ley Fundamental así lo estableció.
En el marco de dichos principios la Corte, al examinar el modo en que se desarrollan tales plexos de potestades, ha sostenido que los poderes de las provincias son originarios e indefinidos y los delegados a la Nación son definidos y expresos, pero aquellos poderes provinciales no pueden enervar el ejercicio razonable de los poderes delegados al gobierno federal, so pena de convertir en ilusorios los propósitos y objetivos de las citadas facultades que fincan en la necesidad de procurar eficazmente el bien común de la Nación toda, en el que necesariamente se encuentran engarzadas y del cual participan todas las provincias” (Fallos: 332:66; v. también Fallos: 304:1186, 312:1437 y 329:2975 entre muchos otros).
En esa inteligencia del asunto, a la hora de discernir si la competencia de un asunto es provincial o federal, la “regla” es la competencia provincial o local, la “excepción” es la competencia federal y máxime que la Norma Fundamental especifica las competencias exclusivas de la Nación (p. ej. artículos 75, 99, 116, entre otros), las exclusivas de los Estados miembros (p. ej. artículo 122, entre otros), como consecuencia de lo anterior, las competencias prohibidas para ambos órdenes (p. ej. artículos 126, 127 y cc. y 122 y cc., entre 14 otros, respectivamente) y las concurrentes o convergentes, es decir aquellas en las que -de una u otra forma y con distintos alcances- pueden (o deben) intervenir tanto el Estado Nacional como los Estados miembros.
Es por ello que, se tiene expresado de larga data que los actos de la legislatura de una provincia no pueden ser invalidados sino en aquellos casos en que la Constitución concede al Congreso Nacional en términos expresos un exclusivo poder, o en los que el ejercicio de idénticos poderes ha sido expresamente prohibido a las provincias, o cuando hay una directa y absoluta incompatibilidad en el ejercicio de ellos por estas últimas; fuera de cuyos casos, es incuestionable que las provincias retienen una autoridad concurrente con el Congreso (Fallos: 3:131; 137:212; 320:619; 331:1412, entre otros).
Sucede que, en efecto, el federalismo, como principio organizador del Estado argentino, no solo es una realidad política, sino también una estructura jurídica que da forma al vínculo entre el poder central y las provincias. El reparto de competencias es una de las cuestiones más complejas y dinámicas porque, aunque delimitado por la Constitución, ha sido objeto de un constante proceso interpretativo por parte de la doctrina y la jurisprudencia.
El modelo federal argentino, inspirado en gran medida en el sistema estadounidense, se caracteriza por la coexistencia de un gobierno nacional con gobiernos provinciales autónomos. Este esquema parte de un principio básico: el poder no delegado al gobierno federal queda reservado a las provincias (art. 121 de la Constitución Nacional).
Sin embargo, este principio debe ser matizado con una serie de disposiciones que establecen competencias exclusivas para el Congreso Nacional, prohíben ciertas facultades a las provincias y determinan espacios de competencias concurrentes. Es en esta intersección de poderes donde el federalismo argentino encuentra su principal desafío. La tensión entre unidad y autonomía no solo es inevitable, sino que constituye el motor que mantiene vivo el sistema federal. Como en todo equilibrio, los puntos de fricción son inevitables y, en el caso argentino, se manifiestan en la delimitación de competencias.
La Constitución, al conferir ciertas facultades exclusivas al Congreso Nacional, busca garantizar la unidad y estabilidad del sistema político. Materias como la defensa, las relaciones internacionales, la política monetaria y el comercio interestatal requieren una regulación uniforme que evite el caos de normas divergentes. Estas competencias exclusivas del Congreso reflejan la necesidad de un centro de poder fuerte, capaz de coordinar y garantizar la cohesión nacional. Sin embargo, este fortalecimiento del poder central no ha estado exento de críticas. A lo largo de la historia, se han señalado excesos en el uso de estas facultades exclusivas, lo que ha llevado a un desplazamiento de poder hacia el gobierno nacional en detrimento de las provincias. Este fenómeno, conocido como “federalismo asimétrico”, ha generado un desequilibrio en la relación entre los distintos niveles de gobierno, afectando la autonomía provincial.
Por otro lado, la Constitución establece una serie de prohibiciones explícitas a las provincias. Estas prohibiciones, que incluyen la imposibilidad de acuñar moneda, mantener fuerzas armadas o celebrar tratados internacionales, están diseñadas para evitar que las provincias actúen como estados soberanos. En este sentido, se busca evitar conflictos entre las provincias y el gobierno nacional, asegurando que ninguna jurisdicción provincial comprometa la unidad del país.
A pesar de su claridad, estas prohibiciones han dado lugar a interpretaciones conflictivas. En algunos casos, las provincias han buscado ejercer facultades que, aunque no explícitamente prohibidas, parecen entrar en conflicto con las competencias nacionales. Este tipo de situaciones ha sido resuelto en gran medida por la Corte Suprema, que ha asumido un rol central en la interpretación del alcance de estas prohibiciones.
El área más difusa y conflictiva del federalismo argentino es, sin duda, la de las competencias concurrentes. En estas materias, tanto las provincias como el Congreso Nacional tienen facultades para legislar, siempre que las normas provinciales no contradigan las nacionales. Este modelo busca un equilibrio entre la necesidad de una regulación uniforme y la autonomía de las provincias para atender sus particularidades locales. Sin embargo, la concurrencia plantea múltiples desafíos. En primer lugar, la superposición de normas puede generar conflictos de interpretación, afectando la seguridad jurídica. En segundo lugar, existe el riesgo de que el poder nacional, amparado en su supremacía, utilice las competencias concurrentes para invadir áreas tradicionalmente reservadas a las provincias. La educación, la salud y el medio ambiente son ejemplos paradigmáticos de estos conflictos, donde el equilibrio entre unidad y autonomía es constantemente puesto a prueba.
Con toda seguridad, cabe señalar que la reforma constitucional de 1994 marcó un hito en la evolución del federalismo argentino, al introducir disposiciones que buscaban un equilibrio más claro entre los intereses nacionales y la autonomía provincial. En este contexto, el artículo 75, inciso 30, establece un criterio clave para la interpretación de las delegaciones efectuadas por las provincias al gobierno federal, reconociendo expresamente que las autoridades provinciales y municipales conservan poderes de policía e imposición sobre los establecimientos de utilidad nacional, siempre y cuando dichos poderes no interfieran con los fines nacionales que justifican su jurisdicción federal. Efectivamente, la redacción de esta cláusula refleja un intento deliberado por articular una relación equilibrada entre el gobierno federal y las provincias. Por un lado, reafirma la jurisdicción federal sobre ciertos establecimientos de utilidad nacional (como puertos, aeropuertos, ferrocarriles, universidades, entre otros). Por otro lado, asegura que las provincias no pierdan completamente su capacidad de control y regulación en sus propios territorios, siempre que estas competencias no comprometan los objetivos nacionales vinculados a dichos establecimientos.
Este reconocimiento de poderes concurrentes, limitado por la condición de no interferencia, establece una fórmula de coexistencia que refleja la esencia del federalismo: un sistema que reconoce esferas de competencia compartida pero interdependiente. El criterio establecido por el artículo 75, inciso 30, es la compatibilidad con los intereses nacionales. Este concepto se convierte en el parámetro para determinar si los poderes provinciales y municipales pueden ejercerse sobre un establecimiento de utilidad nacional.
En esa comprensión del tema, la compatibilidad implica que las provincias pueden ejercer poderes de policía e imposición en la medida en que estas facultades no obstaculicen, restrinjan o impidan el cumplimiento de los fines nacionales. Por ejemplo, una provincia podría regular aspectos vinculados a la seguridad o higiene de un puerto, siempre que estas normativas no dificulten su funcionamiento como eje del comercio internacional. No cabe duda que este criterio exige un análisis caso por caso, ya que lo que constituye una interferencia puede variar según las circunstancias concretas. Por ejemplo, una regulación municipal sobre la zonificación de áreas cercanas a un aeropuerto podría ser aceptable si no afecta las operaciones de dicho aeropuerto. Sin embargo, la imposición de restricciones horarias incompatibles con su uso internacional podría considerarse una interferencia inadmisible.
El artículo 75, inciso 30, menciona expresamente dos tipos de competencias provinciales: los poderes de policía y los poderes de imposición. Los primeros se refieren a la capacidad de las provincias y municipios de regular conductas o actividades en su territorio para proteger el orden público, la salud, la seguridad y la moralidad. En establecimientos de utilidad nacional, las provincias podrían establecer normativas vinculadas a la seguridad laboral, el medio ambiente o la prevención de riesgos. Los segundos refieren a la posibilidad de imponer tributos sobre establecimientos de utilidad nacional, lo que es sin duda una cuestión delicada. Aunque la cláusula reconoce esta capacidad, también establece que no debe interferir con los fines nacionales. Esto podría significar, por ejemplo, que una provincia pueda cobrar impuestos inmobiliarios sobre un aeropuerto, siempre que estas cargas tributarias no sean excesivas o desincentiven su operación.
El criterio de compatibilidad planteado por el artículo 75, inciso 30, deja abiertas varias cuestiones que requieren interpretación judicial o acuerdos políticos. Entre los principales desafíos se encuentran la definición de qué constituye un interés nacional y hasta qué punto este puede restringir las competencias provinciales. Este concepto, aunque implícito en la Constitución, debe interpretarse con cuidado para evitar un uso abusivo por parte del gobierno federal. Está claro que en su rol de intérprete final de la Constitución, la Corte Suprema de Justicia ha sido llamada a resolver conflictos derivados de la aplicación de esta cláusula7.
A la luz de la reforma constitucional de 1994, el artículo 75, inciso 30, revela una directriz esencial: las provincias, al delegar ciertas potestades en la Nación, no renuncian a los poderes de policía e imposición sobre los establecimientos de utilidad nacional mientras su actuar no obstruya los fines que motivaron la intervención federal. De allí se desprende un principio de compatibilidad: se juzga legítimo el ejercicio provincial en la medida en que no perturbe la misión nacional. La línea que separa la potestad local de la injerencia del Estado central se define, pues, en torno a la “interferencia” —o su ausencia— con los objetivos de interés general. Este fino equilibrio, plasmado en la Constitución reformada, consagra un federalismo que reconoce la autonomía local a la par que resguarda la unidad de propósitos de la Nación8.
IV. El reparto de las competencias entre el poder constituyente y el poder constituido. Las competencias implícitas del Congreso.
En el caso McCulloch vs. Maryland (1819), la Corte Suprema de los Estados Unidos se enfrentó a dos preguntas fundamentales: ¿tenía el Congreso la autoridad para establecer un banco nacional? y, en caso afirmativo, ¿podía un estado gravar a dicha institución? La Corte, en una decisión histórica redactada por el juez John Marshall, respondió afirmativamente a la primera pregunta y negativamente a la segunda, sentando así las bases para la doctrina de las competencias implícitas. Marshall argumentó que, aunque la Constitución no menciona explícitamente la facultad de crear un banco, esta era una medida necesaria para ejecutar los poderes enumerados del Congreso, como regular el comercio y manejar las finanzas públicas. Además, afirmó que el poder de gravar al banco nacional por parte de un estado interferiría con los fines del gobierno federal, violando el principio de supremacía constitucional. Este fallo no solo fortaleció el poder del gobierno federal, sino que también estableció un marco interpretativo que ha sido utilizado en numerosos contextos para justificar la ampliación de competencias federales en áreas que, en principio, podrían parecer exclusivas de los estados.
Si bien es cierto que el caso McCulloch vs. Maryland pertenece al sistema jurídico estadounidense, su doctrina ha influido en otros sistemas federales, incluido el argentino. En Argentina, la Constitución Nacional también establece un reparto de competencias entre el gobierno federal y las provincias, reservando a estas últimas los poderes no delegados al primero (artículo 121). Sin embargo, la interpretación de las competencias implícitas del Congreso ha permitido al gobierno federal asumir un rol más amplio en áreas como el comercio interjurisdiccional, la protección del medio ambiente y la política monetaria. La doctrina de las competencias implícitas es particularmente relevante en contextos de globalización y crisis, donde el gobierno nacional necesita actuar de manera decisiva para abordar problemas que trascienden las fronteras provinciales. Sin embargo, esta expansión de facultades también ha generado tensiones con las provincias, que a menudo perciben estas intervenciones como una amenaza a su autonomía.
La idea de “gran reparto de competencias” no se agota únicamente en el plano de lo federal vs. provincial, sino que también se manifiesta en la relación entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Este segundo gran reparto consiste en distinguir aquello que la Constitución ha definido de manera definitiva (poder constituyente) de lo que corresponde a la discreción de los poderes establecidos (poderes constituidos: Legislativo, Ejecutivo y Judicial).
El poder constituyente (originario o reformador) es aquel que crea la Constitución o la reforma, estableciendo los principios, normas y estructuras fundamentales de un Estado. Tiene, por tanto, una jerarquía suprema, ya que sienta las bases mismas del orden jurídico y político. En sentido contrario, los poderes constituidos (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) se ajustan a la Constitución que los ha engendrado y, de ahí, derivan su legitimidad y competencias. Están limitados por la letra y el espíritu de la Norma Suprema. La lógica de este reparto parte del postulado de que las cuestiones “cerradas” por la Constitución no pueden ser reabiertas o alteradas por actos del poder constituido, salvo —claro está— que se active un procedimiento de reforma constitucional.
Al respecto, se evidencia una mala e incorrecta interpretación de la cláusula de los poderes implícitos, que en muchas constituciones se enuncia para permitir que los poderes constituidos, especialmente el Legislativo, dispongan de cierta flexibilidad para legislar sobre materias asociadas a sus competencias. La fórmula habitual (en el constitucionalismo, inspirada por ejemplo en la doctrina de la “necesidad y propiedad” de la Constitución de EE.UU. —Art. I, Secc. 8, Cláusula 18—) sostiene que, para el cumplimiento de los fines expresamente enumerados, el órgano legislativo puede dictar cuantas leyes sean necesarias y apropiadas para llevar a cabo lo dispuesto por el texto constitucional.
Sin embargo, la cláusula de los poderes implícitos no significa que el poder constituido pueda rebasar lo que la Constitución ya ha resuelto de forma taxativa o introducir innovaciones que desvirtúen una disposición claramente establecida por el constituyente. Su función es cubrir los supuestos de auxilio normativo para competencias ya otorgadas, no permitir una suplantación del constituyente. Efectivamente, el poder legislativo (u otro órgano) que, amparado en la cláusula de poderes implícitos, contradiga o vacíe de contenido preceptos claros de la Norma Suprema, estaría extralimitándose. Habida cuenta de ello es que no se puede reinventar facultades prohibidas o deshacer restricciones constitucionales expresas (por ejemplo, en lo relativo a derechos fundamentales, forma de gobierno, separación de poderes).
En ese sentido, la reforma constitucional es el único camino válido para modificar lo que el texto supremo ha zanjado de modo expreso. Pretenderlo por simple ley, reglamento o decisión judicial resulta inconstitucional. En todo Estado constitucional, se traza una línea esencial entre dos manifestaciones del poder: aquel poder constituyente (originario o reformador) que instituye la Constitución y determina los grandes rasgos del orden político, y los poderes constituidos (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) que operan según el marco fijado por la Norma Suprema. El primero, en su calidad de “legislador fundamental”, sienta principios y reglas que no pueden ser modificados sino mediante un procedimiento de reforma constitucional. El segundo, en cambio, goza de facultades para dictar leyes y ejecutar políticas públicas, pero bajo la premisa de no contravenir los mandatos establecidos por el constituyente.
Nada nuevo advierto, si pongo en consideración que la Constitución, como producto del poder constituyente, es la cúspide del orden jurídico. Su articulado plasma cuestiones que se entienden “definitivamente resueltas” por la voluntad constitucional: derechos fundamentales, forma de gobierno, duración de mandatos, requisitos de elegibilidad para determinados cargos, etc. Cuando el texto fundamental fija, por ejemplo, condiciones para ser miembro del Poder Legislativo (edad mínima, nacionalidad, residencia, etc.), se sobreentiende que no corresponde a las leyes ordinarias añadir criterios superpuestos o suprimir los ya establecidos sin pasar por una reforma constitucional.
Este fenómeno puede ilustrarse con ejemplos concretos:
1. Leyes que pretenden fijar requisitos adicionales para la postulación a cargos legislativos: Si la Constitución detalla ciertas condiciones para acceder a un escaño (edad, ciudadanía, residencia), una ley ordinaria que agregue requisitos (por ejemplo, tener un nivel educativo específico o no haber ejercido cargos en el sector privado) podría chocar con la supremacía constitucional. El ordenamiento asume que tales requisitos configuran un asunto cerrado por el poder constituyente; su modificación exigirá el procedimiento formal de reforma. De lo contrario, el poder constituido —en este caso, el Legislativo— estaría reescribiendo, vía ley, lo que el texto supremo ya resolvió.
2. Leyes que pretenden condicionar la discrecionalidad del Presidente en la designación de sus empleados: Análogamente, la Constitución suele atribuir al jefe del Poder Ejecutivo cierta discrecionalidad para nombrar funcionarios de su gabinete o empleados en el ámbito administrativo, sujeto, en ocasiones, al consejo o consentimiento de otro poder (como el Senado, en algunos sistemas). Cuando el constituyente otorga esa facultad directamente al Presidente, un intento legislativo de supeditar esos nombramientos a requisitos adicionales o a procedimientos formales no contemplados por el texto constitucional puede resultar inconstitucional si desvirtúa la esencia de la facultad presidencial. Desde luego, cabe matizar que existen competencias legislativas para regular la función pública, pero no hasta el punto de anular o tergiversar la atribución concedida expresamente por la Constitución.
Buena parte de las controversias en este ámbito surge de la mala interpretación de las llamadas “cláusulas de poderes implícitos”. Estas cláusulas, comunes en muchas constituciones (por influencia de la doctrina estadounidense sobre las “necessary and proper laws” o equivalentes), autorizan a los poderes constituidos —sobre todo al Legislativo— a dictar normas que hagan efectivos los fines y facultades expresamente establecidos. Sin embargo, esa flexibilidad no autoriza la reinvención o modificación de los asuntos definitivamente resueltos por la Norma Suprema. De ahí la idea de que las leyes deben auxiliar las competencias constitucionales, pero nunca sustituir o contravenir el texto que emana del poder constituyente.
V. Las competencias expresas, implícitas e inherentes.
En la arquitectura de un Estado constitucional, las competencias de los distintos departamentos de gobierno (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) se describen, por lo general, en la Constitución y en las leyes fundamentales.
Sin embargo, es habitual que el legislador constituyente no agote todo el espectro de las funciones posibles, habidas cuentas de que la experiencia histórica enseña que ciertas atribuciones no se hallan expresamente codificadas, sino que derivan de la lógica misma de cada función.
A esas facultades no escritas se les llama competencias implícitas o inherentes. El poder constituyente, por muy minucioso que sea, está formado por seres humanos que trabajan en un contexto histórico y político específico. De ahí que no redacten una cláusula para cada contingencia o circunstancia futura. Estas lagunas normativas exigen que, a partir de los principios y fines establecidos por la Constitución, se reconozcan ciertos poderes no explicitados, pero necesarios para que cada departamento gubernamental cumpla su tarea.
La realidad social, económica y política evoluciona con rapidez. Un texto constitucional de cierta antigüedad —e incluso uno reciente— no podría prever todos los desafíos venideros. Así, el reconocimiento de competencias implícitas brinda la adaptabilidad que requiere la gestión de los asuntos públicos, sin necesidad de convocar permanentemente a reformas o enmiendas constitucionales. Cada poder (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) posee facultades explícitamente enumeradas en la Constitución. Pero el ejercicio eficaz de ellas se apoya, en ocasiones, en acciones auxiliares que no aparecen descritas con detalle, pero que resultan imprescindibles para el cumplimiento de la finalidad principal.
El reconocimiento de facultades implícitas no implica que los poderes constituidos reescriban la Constitución o alteren su esencia. Más bien, están desarrollando, con razonabilidad, las competencias derivadas del texto fundamental. Siempre que no contradigan un mandato expreso, y que actúen conforme a los principios constitucionales, no se produce una infracción a la línea divisoria entre el poder constituyente (que define el marco supremo) y el poder constituido (que actúa dentro de ese marco).
Dado que un Estado de Derecho exige el sometimiento de la autoridad a la ley, ese mismo principio rige para las competencias implícitas. Es decir, cualquier facultad no expresa debe encontrar sustento en el orden constitucional o legal, razonablemente interpretado. No es una vía libre para la discrecionalidad absoluta, sino un mecanismo de concreción de las funciones existentes, compatible con la idea de la “vinculación positiva” de la autoridad.
En ese sentido, se advierte que uno de los pilares de la división de poderes es que cada uno cumpla su misión sin absorber las competencias atribuidas a los demás. Cuando se afirma que existen poderes “implícitos”, se corre el peligro de que un departamento reivindique para sí atribuciones que, en realidad, corresponden a otro. Además de los ámbitos estatales, la Constitución y las leyes reconocen espacios reservados a la sociedad y a los individuos (por ejemplo, libertades personales, derechos fundamentales, iniciativa privada). Bajo pretexto de ejercer competencias implícitas, un departamento gubernamental no puede vulnerar esas esferas, a menos que exista una justificación constitucional (orden público, protección de derechos de terceros, etc.). De lo contrario, se produciría un avance ilegítimo sobre la autonomía de la persona. Incluso cuando se justifican competencias implícitas, los actos estatales deben pasar un filtro de razonabilidad. No basta con afirmar una conexión vaga entre la facultad principal y la medida adoptada; se requiere demostrar que existe un vínculo claro y que el grado de intervención estatal no excede lo necesario para cumplir la función. En este punto, los tribunales pueden llevar a cabo un examen de proporcionalidad para resguardar los derechos individuales y el balance de competencias.
En ese orden de ideas, el concepto de poderes implícitos de la Corte Suprema ocupa un lugar fundamental en el esquema constitucional argentino, especialmente cuando se trata de garantizar la eficacia y la protección de los derechos durante los procesos judiciales. Estas facultades, inherentes al rol preeminente del máximo tribunal como cabeza de uno de los poderes del Estado, permiten una interpretación amplia y adaptativa de la Constitución Nacional. La Constitución Nacional, en sus artículos 75, inciso 12, y 116, establece la base para el ejercicio de las facultades de la Corte Suprema como cabeza del Poder Judicial.
Sin embargo, estos artículos no detallan exhaustivamente todas las funciones del tribunal. Es en este marco donde cobra relevancia la noción de poderes implícitos: aquellas facultades no expresamente previstas, pero necesarias para cumplir con los fines explícitos de la Constitución.
La jurisprudencia de la Corte ha interpretado estos poderes como esenciales para preservar su rol institucional. Este principio se refuerza en casos donde la Corte debe garantizar la eficacia de su función jurisdiccional, evitando que los derechos y garantías consagrados en la Constitución se tornen ilusorios durante la tramitación de un proceso judicial.
Uno de los contextos donde los poderes implícitos han tenido un impacto notable es el recurso de queja. Este mecanismo, que permite a una parte impugnar la denegación de un recurso ante un tribunal inferior, tiene como finalidad asegurar el acceso a la revisión por parte de la Corte Suprema.
Sin embargo, el otorgamiento del efecto suspensivo al recurso de queja no está contemplado expresamente en la legislación procesal. En este sentido, la Corte Suprema ha sostenido que la facultad de otorgar efecto suspensivo en casos excepcionales surge de sus poderes implícitos. Este criterio, reafirmado en casos como Alsina, Marcos Adolfo y otros c/ Galería Da Vinci SACIMI y A. (Fallos: 329:5950), subraya que estos poderes son esenciales para evitar que la protección jurisdiccional de un derecho se torne ilusoria mientras se resuelve un recurso pendiente.
Así, la Corte actúa como garante último de los derechos fundamentales, asegurando la eficacia de su actividad jurisdiccional.
En la misma inteligencia, el recurso ordinario de apelación también ha sido objeto de interpretación bajo la doctrina de los poderes implícitos. En varios precedentes, como Itzcovich, Mabel c/ ANSES s/ Reajustes varios (Fallos: 328:566) y Cuevas, Narciso Francisco c/ ANSeS s/ Restitución de beneficios, la Corte ha aplicado, por analogía, facultades discrecionales para rechazar recursos ordinarios de apelación, utilizando como base normativa disposiciones del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación.
Precisamente, este ejercicio de facultades discrecionales, sustentado en la analogía, pone de manifiesto el carácter dinámico de los poderes implícitos. No se trata de un ejercicio arbitrario, sino de una herramienta que permite a la Corte adaptarse a las particularidades de cada caso y garantizar la eficacia de su función judicial.
En este contexto, los poderes implícitos no solo refuerzan la autoridad del tribunal, sino que también aseguran una interpretación flexible y teleológica de las normas procesales. Otro aspecto clave de los poderes implícitos es su relación con la preservación del rol institucional de la Corte Suprema. Como se destacó en el caso Barreto, Alberto Damián y otra c/ Buenos Aires, Provincia de y otro (Fallos: 329:759), estos poderes permiten a la Corte desplazar, cuando es necesario, el principio funcional de la perdurabilidad de su jurisprudencia. Este enfoque garantiza que el tribunal pueda adaptar su doctrina a las necesidades cambiantes de la sociedad, reforzando su rol como intérprete último de la Constitución. Además, los poderes implícitos también abarcan funciones administrativas vinculadas a la organización del Poder Judicial. En el caso Gutiérrez, Oscar Eduardo c/ ANSES s/ Amparos y sumarísimos (Fallos: 329:1092), la Corte afirmó que, como órgano supremo del Departamento Judicial del Estado, tiene la facultad de producir actos administrativos necesarios para garantizar la investidura de los jueces nacionales y el funcionamiento adecuado del sistema judicial.
Los poderes implícitos de la Corte Suprema representan una herramienta esencial para garantizar la eficacia de la función judicial y la protección de los derechos fundamentales en el sistema jurídico argentino. A través de su ejercicio, el tribunal no solo asegura el cumplimiento de sus fines constitucionales, sino que también refuerza su rol como garante último del orden jurídico. Sin embargo, este poder no está exento de límites. Su ejercicio debe ser razonable, proporcional y siempre orientado a preservar los principios fundamentales del Estado de derecho. En última instancia, los poderes implícitos no son un fin en sí mismos, sino un medio para cumplir con el mandato de justicia que la Constitución otorga a la Corte Suprema como cabeza del Poder Judicial.
En este contexto, no conviene olvidar uno de los principios más claros de nuestro diseño institucional: cada uno de los tres poderes del gobierno federal posee la competencia para aplicar e interpretar la Constitución Nacional por cuenta propia, cada vez que desarrolla las atribuciones que la propia Carta Magna le ha conferido. Así lo ha reconocido la Corte en antiguos y más recientes precedentes (Fallos: 53:420; 311:460, considerando 13), subrayando que la labor de gobierno siempre implica, en algún grado, el entendimiento de la Norma Suprema, aun antes de que los conflictos lleguen a instancias judiciales.
El principio de autonomía interpretativa significa que cada poder tiene no solo la responsabilidad, sino también la autoridad para interpretar la Constitución en el marco de sus competencias específicas. Esta capacidad deriva directamente de la Constitución Nacional y es indispensable para el ejercicio pleno y efectivo de las funciones asignadas a cada poder.
En este contexto, también surgen las competencias implícitas, caracterizadas como aquellas facultades no explicitadas, pero que derivan directamente de las competencias explícitas y son esenciales para garantizar el ejercicio pleno de las funciones asignadas. Estas competencias implícitas, inherentes a cada poder, reflejan la flexibilidad del sistema constitucional y aseguran su capacidad de adaptación a las necesidades cambiantes de la sociedad.
El Poder Legislativo, representado principalmente por el Congreso Nacional, tiene como función primordial la sanción de leyes necesarias para la organización y funcionamiento del Estado. Las competencias implícitas del Congreso se derivan del artículo 75, inciso 30, que le otorga la facultad de dictar “todas las leyes que sean necesarias y apropiadas para poner en ejercicio los poderes conferidos por esta Constitución”. Las competencias implícitas permiten al Congreso legislar en áreas no específicamente mencionadas en la Constitución, siempre que estas sean necesarias para cumplir con los objetivos de las competencias explícitas.
El Poder Ejecutivo, encabezado por el Presidente de la Nación, tiene como misión principal la ejecución de las leyes y la administración del país. Sus competencias implícitas se fundamentan en el artículo 99 de la Constitución, que le confiere la facultad de “hacer cumplir la Constitución y las leyes de la Nación”. Aunque regulados explícitamente por la Constitución tras la reforma de 1994 (art. 99, inc. 3), los DNU representarón una ampliación implícita de los poderes ejecutivos en situaciones excepcionales donde la urgencia impide la intervención inmediata del Poder Legislativo.
VI. Las competencias del Poder Ejecutivo.
El sistema de gobierno argentino, basado en el republicanismo y la separación de poderes, encuentra su esencia en dos pilares fundamentales: la limitación de las atribuciones de los distintos órganos del Estado y la supremacía de la Constitución Nacional. Estos idearios no solo estructuran la organización del Estado, sino que también son esenciales para preservar el equilibrio institucional y garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. En ese sentido, la circunscripción de las competencias implica que ningún órgano del gobierno puede ejercer atribuciones más allá de las que le han sido específicamente conferidas por la Constitución y así resulta delimitado el ámbito de actuación de cada poder, y por otro, procura evitarse la concentración del poder en una sola entidad, previniendo abusos y garantizando la protección de los derechos fundamentales.
En ese sentido, la Constitución establece una división clara entre los tres departamentos del Estado: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Cada uno tiene competencias exclusivas que no pueden ser invadidas por los otros. En esa constelación de significados que entreteje nuestra arquitectura jurídica, el Poder Ejecutivo parece condenado a caminar por un sendero angosto, vedado de las competencias que le pertenecen al Legislativo o al Judicial, salvo en los raros y tensos episodios que la Constitución concede como excepción. Es ahí, en los decretos de necesidad y urgencia —artículo 99, inciso 3— donde ese orden se descompone para luego recomponerse bajo la sombra del excepcionalismo.
Así las cosas, el equilibrio, exige comprender no tanto qué puede hacer el Ejecutivo, sino qué le está terminantemente prohibido. Y esa exploración nos lleva a los umbrales del Legislativo y del Judicial: dos ámbitos donde lo materialmente legislativo y lo materialmente jurisdiccional no son simples coordenadas, sino territorios sagrados que el Ejecutivo no debe transitar. La confusión, insistente como el eco de una tormenta, recae sobre la idea de si puede, acaso, asumir esas competencias en su esencia más pura. Y allí, como en las páginas de una novela que no termina, queda la pregunta abierta, esperando el análisis más lúcido o el desacuerdo más fértil.
Lo que más se presenta a confusión es si el Poder Ejecutivo puede ejercer competencia materialmente legislativa y materialmente jurisdiccional. En efecto, la duda más recurrente, casi visceral es si puede el Poder Ejecutivo ejercer competencias que sean, en su sustancia más íntima, legislativas o jurisdiccionales. Esta pregunta, que se balancea en el filo de la incertidumbre, no es menor. Nos enfrenta a la esencia misma del equilibrio institucional, a ese delicado pacto que evita la voracidad de un poder sobre los otros. Y es ahí donde el Derecho debe convertirse en brújula y la reflexión en guía, pues la confusión, aunque humana, no tiene lugar en el rigor de un sistema que se proclama republicano y democrático.
Puede acaso imaginarse un control remoto que responde si presionas dos botones a la vez: uno, sin el otro, carece de efecto. Así pensó el legislador constituyente al diseñar el reparto de competencias en nuestro Estado. No resultaría conducente que todos los brazos —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— emprendieran la misma acción; se anularían entre sí, o peor aún, se confundirían en su ejercer. El dispositivo, esa “máquina” constitucional que permite gobernar sin atropellos, requiere de interacciones distintas. Cada uno es un botón imprescindible, pero ninguno debería pretender funcionar como los otros. Solo cuando los poderes actúan de manera diferenciada y coordinada, el mandato cobra vida y el sistema responde con acierto, preservando la libertad y el orden que el constituyente buscó.
¿Cuál es la especificidad del Ejecutivo? Los artículos 99, inciso 3, 76 y 109 de la Constitución establecen limitaciones claras al ejercicio del poder presidencial, pero ¿qué implica realmente esta reiteración? ¿Acaso sin estas disposiciones explícitas podríamos inferir otra interpretación? A primera vista, estas disposiciones podrían parecer innecesarias, ya que el principio de separación de poderes debería bastar para delimitar las competencias de cada órgano. Sin embargo, el constituyente incluye estas prohibiciones expresas con un propósito: respecto de la función legislativa no encuentro otro propósito que permitirla por excepción. Respecto de la judicial evitar cualquier tipo de interpretación que permita una justicia retenida como la que estaba concebida en el sistema continental europeo9.
En ese sentido, la “división de poderes” no es meramente una fórmula, sino el eje sobre el cual gira el constitucionalismo moderno y el Estado de Derecho.
En su esencia, este principio trasciende las fronteras entre el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, otorgando a cada órgano del poder estatal un rol preeminente, pero nunca exclusivo, en la creación, gestión y aplicación de las normas. Así, bajo este esquema, se organiza un delicado equilibrio donde las competencias se entrelazan, aunque permanezcan delimitadas, asegurando el funcionamiento armónico del sistema. El caso del Poder Ejecutivo, en particular, resulta ilustrativo de esta complejidad. El artículo 99 de la Constitución Nacional establece un conjunto de competencias que trascienden las meras tareas de ejecución administrativa. En este sentido, el Presidente de la Nación encarna, simultáneamente, la jefatura suprema del país, la jefatura de gobierno y la responsabilidad política por la administración general del país. Cada una de estas atribuciones refleja un aspecto diferente de su rol, contribuyendo a la riqueza funcional del Ejecutivo.
En efecto, en el orden institucional, suele presentarse la tentación de ver todas las competencias del Poder Ejecutivo como “materialmente ejecutivas” o “administrativas”. Desde esa perspectiva, se asume que el Presidente de la Nación solo se limita a ejecutar y administrar leyes y políticas, quedando las tareas legislativas o jurisdiccionales a cargo de los otros poderes. Sin embargo, esta visión simplifica en exceso la complejidad del abanico de atribuciones que la Constitución Nacional y las leyes confieren al Ejecutivo.
El art. 99 de la Constitución ilustra precisamente la heterogeneidad de competencias que ostenta el Presidente. Algunas demandan la concurrencia de otros órganos; otras se ejercen de modo exclusivo, sin mediación ni refrendo ajeno; y otras, aunque propias de la conducción política, se vinculan con la alta dirección del gobierno y no con la mera ejecución de normas. Más aún, el régimen jurídico aplicable varía drásticamente según el tipo de acto que se dicte (por ejemplo, un indulto vs. la aprobación de un contrato administrativo).
Existen competencias que se ejercen de modo exclusivo y no admiten delegación Algunas atribuciones pertenecen al ámbito exclusivo del Presidente y no pueden ser trasladadas a órganos inferiores. Por ejemplo, la facultad de indultar o conmutar penas (art. 99 inc. 5) o la de disponer la intervención federal de una provincia en caso de receso del Congreso (art. 99 inc. 20) son actos que no se fragmentan en la cadena jerárquica del Poder Ejecutivo. El indulto, por citar un caso, tiene una dimensión que trasciende lo administrativo. Aun si se la conceptúa como “clemencia del Estado”, es un acto directamente emanado del jefe de Estado, requiriendo un criterio de oportunidad y conveniencia que solo el Presidente está facultado para ejercer. Existen atribuciones cuya validez o eficacia precisan de la concurrencia de otro departamento de gobierno (generalmente el Legislativo). Ejemplo paradigmático: Nombramiento de magistrados de la Corte Suprema y embajadores (art. 99 incs. 4 y 7), que requieren el acuerdo del Senado; Firma de tratados internacionales (art. 99 inc. 11), que exige aprobación legislativa para su validez interna (art. 75 inc. 22) y la Declaración de guerra (art. 99 inc. 15), donde el presidente no puede actuar sin la autorización del Congreso. Estas competencias, lejos de ser puramente “administrativas”, involucran una interacción institucional (checks and balances) que revela una faz política que excede el ámbito ejecutivo en sentido estricto.
Téngase presente que existen competencias de alta dirección política y otras que son puramente administrativas. No hay que tener una gran visión del asunto para dar cuenta que es muy distinto dictar un indulto respecto de aprobar un contrato.
En este último caso, el Presidente puede incluso delegar la firma en un ministro o en la jefatura de gabinete. Se trata de una operación administrativa esencialmente técnica.
En contraste, un acto como el indulto no se confunde con la ejecución de normas: es una facultad constitucional de gracia que responde a criterios político-penales. Precisamente esta pluralidad se refleja en la divergencia de exigencias legales que rodean cada competencia. Por ejemplo: Aprobación de un DNU (art. 99 inc. 3) demanda un procedimiento particular que incluye el acuerdo general de ministros, la firma conjunta del jefe de gabinete y la revisión de la Comisión Bicameral Permanente. Nombramiento de jueces involucra al Consejo de la Magistratura (en el caso de tribunales inferiores) y al Senado (acuerdo), con plazos, requisitos de audiencia pública, etc. Indultos exigen un informe previo del tribunal que dictó la sentencia, pero no la concurrencia de otro poder, aunque sí hay una limitación en los casos de acusación por la Cámara de Diputados (juicio político). Firmar un contrato administrativo (por ejemplo, la compra de equipamiento para un ministerio) suele obedecer a un régimen de licitaciones, con reglamentación propia y control de la Sindicatura General de la Nación o la Auditoría General. Cada uno de estos actos presenta un sustrato jurídico y un régimen de garantías diferentes, por lo que es inexacto hablar de una homogeneidad de “todas las facultades ejecutivas” como si se trataran de la misma tipología.
La tentación de amalgamar todas las competencias del Poder Ejecutivo bajo la idea de “funciones administrativamente ejecutivas” oscurece la complejidad real. El Presidente de la Nación encarna, sí, la administración pública en sentido amplio, pero también asume un rol político de alta dirección, configura política exterior, convalida designaciones con participación del Senado, emite actos reglamentarios o administrativos, y ejerce facultades de excepción como la declaración de estado de sitio o la firma de DNU (bajo condiciones estrictas). La propia Constitución y la jurisprudencia delimitan los distintos actos y los someten a régimenes jurídicos dispares. En algunos casos, el Presidente actúa unilateralmente; en otros, requiere el refrendo de los ministros; en otros, la convalidación del Congreso o la aprobación del Senado. Algunas facultades reflejan la conducción política suprema; otras se asemejan a la ejecución burocrática. Todo esto demuestra que el Poder Ejecutivo encierra mucho más que la mera “función ejecutiva” en el sentido clásico. Reconocer dicha pluralidad evita la confusión doctrinal y favorece la comprensión cabal del complejo tejido de competencias que la Constitución le asigna al Presidente.
El artículo 99 de la Constitución Nacional Argentina consagra de manera detallada las atribuciones del presidente de la Nación, quien encabeza el Poder Ejecutivo. Cada inciso de este artículo describe roles y competencias específicas que, en conjunto, definen el alcance y los límites de la autoridad presidencial.
Por de pronto es Jefe supremo de la Nación y responsable político de la administración general del país (inc.1). No estamos hablando de un título honorífico. El presidente encarna la jefatura de Estado (representa a la Nación en el exterior) y la jefatura de gobierno (encabeza la gestión de los asuntos públicos). Su condición de “responsable político” subraya la accountability presidencial ante la sociedad y los demás poderes. Por ello le compete velar por el rumbo general de la administración, definiendo lineamientos y supervisando la burocracia estatal.
Es verdad que la administración general del país (AGP) está atribuida al Jefe de Gabinete de Ministros (art. 100.1, CN), pero el Presidente conserva la “responsabilidad política” por ella. Esto significa que, aunque el Presidente no realice las tareas administrativas, es él quien responde políticamente ante el electorado y, en casos extremos, ante el Congreso. Esta distinción es fundamental: la AGP es una actividad servicial, mientras que la responsabilidad presidencial refleja la dirección política general del país.Aunque el Presidente puede, en circunstancias excepcionales, avocarse competencias ministeriales, esta acción es rara y se limita a razones políticas específicas, como reforzar su autoridad en un asunto particular. Sin embargo, el modelo constitucional argentino reserva la ejecución directa de la AGP al Jefe de Gabinete como una competencia exclusiva e indelegable, salvo reforma constitucional.
El rol del Presidente como jefe de gobierno destaca su posición como conductor político del país, encargándose de determinar y dirigir la política general de la Nación. Esta jefatura, aunque vinculada a la gestión administrativa, se distingue claramente de ella. El Presidente ejerce esta función desde una perspectiva superior, dejando en manos del Jefe de Gabinete la operatividad diaria de la administración. El modelo argentino contrasta con otros sistemas, como el francés, donde la jefatura del gobierno recae en el Primer Ministro. En Argentina, la figura del Presidente concentra tanto la jefatura del gobierno como la conducción de la política nacional, asegurando un liderazgo centralizado que guía la acción estatal.
La figura del Presidente de la Nación como Jefe Supremo de la Nación constituye quizás la esencia misma de su rol constitucional, concentrando en su persona el conjunto de competencias que permiten sostener y garantizar el funcionamiento del Estado. Este concepto, que aparece expresamente en el artículo 99.1 de la Constitución Nacional, encuentra antecedentes históricos que ayudan a comprender su alcance y relevancia, desde las “Bases” de Juan Bautista Alberdi hasta la tradición constitucional comparada. Efectivamente, el término de “jefe supremo” tiene raíces profundas en el constitucionalismo latinoamericano. Inspirado en parte por la Constitución de Chile de 1833 y el decreto bolivariano de 1828, este concepto fue adoptado y adaptado por Alberdi en su proyecto de organización para la Nación Argentina. Aunque la Constitución de los Estados Unidos no lo menciona literalmente, su enumeración de competencias en el artículo II refleja una función similar, evidenciando que la “supremacía” de la jefatura presidencial no reside en su denominación formal, sino en las atribuciones que le son conferidas.
En ese sentido, la Jefatura Suprema, en sistemas tanto presidencialistas como parlamentarios, encarna la centralidad de quien representa la unidad del Estado y garantiza su continuidad y funcionamiento. En el caso argentino, esta función es ejercida por el Presidente de la Nación con un conjunto de competencias que le otorgan tanto poder como responsabilidad10.
Téngase presente, en consecuencia, que en el constitucionalismo comparado, la figura del jefe de Estado, ya sea en sistemas presidencialistas o parlamentarios, comparte similitudes fundamentales. En países como España, el Rey cumple funciones simbólicas y representativas que, en sistemas republicanos como el argentino, recaen en el Presidente. De manera similar, en Francia, el Presidente es el garante de la integridad territorial y la independencia nacional, atribuciones que reflejan su rol de liderazgo supremo. Incluso en Italia, con su sistema parlamentario, el Presidente de la República ejerce competencias propias de la jefatura, como la representación de la unidad nacional y la dirección de las Fuerzas Armadas. Con toda seguridad, la Jefatura Suprema de la Nación, en el caso argentino, no es simplemente una atribución formal o simbólica, sino una función integral que permite al Presidente actuar como el principal garante del orden constitucional. De hecho, esta jefatura combina competencias explícitas con facultades implícitas necesarias para garantizar la continuidad y estabilidad del Estado. Si bien esta figura se sustenta en el principio republicano, su alcance y efectividad dependen en última instancia del equilibrio que logre mantener entre las facultades otorgadas y las responsabilidades asumidas. Así, la Jefatura Suprema se revela como el núcleo que sostiene la unidad y dirección del poder estatal, en una síntesis de tradición histórica y pragmatismo institucional.
Seguidamente se le asigna la atribución de reglamentar las leyes sin alterar su espíritu (inc.2). Ya lo veremos con mayor profundidad, pero vemos en este inciso un dato de significativa importante. El presidente posee la potestad de dictar reglas de derecho para desarrollar las leyes dictadas por el Congreso, a fin de precisar aspectos técnicos y asegurar su aplicación. Es un indicio fortísimo de que la función legislativa en nuestro orden jurídico no se caracteriza por el dictado de reglas de derecho. Es parte de la función “adminsitrativa” el desarrollo de una regla de derecho aun respecto de una situación que inicialmente le fue encomendada a la Ley. En ese sentido el Ejecutivo tiene competencia para unilateralmente ejecutarla mediante una disposición general pero se halla condicionado en esa atribución a que no puede desvirtuar el sentido ni la finalidad de la norma legislativa. Es común que el Congreso dicte leyes con conceptos abiertos, para no entramparse en la minucia técnica o para permitir la adaptación a circunstancias cambiantes. En tal sentido, la ley puede contener conceptos jurídicos indeterminados (p. ej., “razonable”, “apropiado”, “saludable”, “zona urbana”). La reglamentación puede aclara y detalla esos términos, o bien fijar criterios objetivos o procedimientos, transformando la regla legal en operativay también puede circunscribir con razonabilidad el alcance de la ley para casos concretos. Así, la reglamentación no crea la voluntad legislativa ex novo, sino que la traduz en un repertorio más específico de directivas. Este proceso pone de relieve que la función administrativa incluye, por cierto, la emisión de normas generales (reglamentos), pero siempre subordinadas al espíritu de la ley.
Cuando refiera al propósito de la reglamentación “para ejecutar las leyes” no está haciendo referencia a reglar su propia conducta para hacerla operativa. Está aludiendo a la complementariedad de la faena legislativa. Entiéndase bien, un reglamento que disponga el horario de funcionamiento de las oficinas administrativas para pagar los tributos no es un reglamento estrictamente ejecutivo. Sí, en cambio, es un reglamento ejecutivo el que desarrolla un concepto que en la legislación aplicable a quedado a mitad de camino. Por ejemplo, una ley que se refiriera a un concepto jurídico indeterminado y que resultase a posteriori circunscripto por la reglamentación.
Asimismo, el sistema republicano argentino otorga al Presidente de la Nación un rol activo, aunque limitado, en el proceso legislativo. Si bien la función de sancionar leyes recae principalmente en el Congreso Nacional, la Constitución Nacional permite al Presidente intervenir en este proceso de forma ordinaria y, en circunstancias excepcionales, a través de mecanismos específicos como los decretos de necesidad y urgencia (DNU) y los decretos delegados (DD). Efectivamente, la Constitución Nacional no excluye al Poder Ejecutivo del proceso legislativo; por el contrario, le otorga ciertas facultades que complementan las del Congreso. Estas facultades, sin embargo, no constituyen un ejercicio de la función administrativa, sino que representan un rol específico en la creación de normas.
En ese sentido, el Presidente puede presentar proyectos de ley al Congreso, lo que le permite impulsar políticas y reformas que considere necesarias para el país. Esta prerrogativa lo convierte en un actor clave en el diseño de la legislación, ya que le permite participar en las etapas iniciales del proceso. Una vez sancionada una ley por el Congreso, el Presidente tiene la facultad de observarla total o parcialmente. Este mecanismo le permite expresar desacuerdos o corregir aspectos que considere problemáticos. En caso de no observarla, el Presidente promulga la ley, formalizando su entrada en vigencia. La promulgación, a través de un decreto, no debe confundirse con un acto administrativo ordinario. Este tipo de decreto está íntimamente vinculado al proceso legislativo y no está sujeto a los mismos controles y requisitos que los actos administrativos comunes.
Con toda seguridad, esta distinción refuerza el carácter dual del sistema legislativo argentino, donde el Congreso y el Presidente participan de manera articulada.
Además de su participación ordinaria, el Presidente puede intervenir de forma excepcional en la creación de normas mediante los DNU y los DD.
En consecuencia, el modelo legislativo argentino refleja un sistema de colaboración entre el Congreso y el Presidente. Mientras que el Congreso tiene la facultad principal de sancionar leyes, el Presidente complementa este proceso mediante su iniciativa legislativa, su facultad de observación y promulgación, y su participación excepcional en situaciones de emergencia o delegación.
En efecto, la participación del Presidente en el proceso legislativo es una manifestación del carácter mixto y colaborativo del sistema republicano argentino. A través de sus facultades ordinarias, como la iniciativa legislativa y la promulgación, y sus herramientas excepcionales, como los DNU y los DD, el Presidente contribuye al diseño y ejecución de las políticas públicas.
Otra atribución del Presidente es la designación de los jueces de la Corte Suprema y de los tribunales federales. Este mecanismo, regulado por el inciso 4 del artículo 99 de la Constitución Nacional, refleja un delicado equilibrio entre los poderes del Estado. La intervención del Presidente, el Senado y el Consejo de la Magistratura implican un procedimiento colaborativo que supuestamente fortalece la independencia judicial y la legitimidad del Poder Judicial. La Constitución Nacional otorga al Presidente de la Nación la facultad de proponer candidatos para integrar la Corte Suprema de Justicia. Este nombramiento requiere: Propuesta presidencial: El Presidente selecciona al candidato y lo somete a consideración del Senado. Acuerdo del Senado: El candidato debe ser aprobado por una mayoría calificada de dos tercios de los senadores presentes. Este requisito de una mayoría calificada garantiza que los nombramientos para la Corte Suprema cuenten con un amplio consenso político, minimizando el riesgo de designaciones partidarias o arbitrarias.
En el caso del nombramiento de los jueces federales inferiores, el procedimiento incluye: Intervención del Consejo de la Magistratura, ya que este organismo elabora una terna vinculante de candidatos, de la cual el Presidente selecciona un nombre. Acuerdo del Senado: La designación también requiere la aprobación del Senado, aunque en este caso por mayoría simple. En teoría este proceso asegura una mayor tecnicidad y transparencia en la selección de jueces, al involucrar al Consejo de la Magistratura como órgano especializado.
La Constitución establece que los jueces que cumplan 75 años deben ser nuevamente nombrados para períodos de cinco años renovables, siguiendo el mismo procedimiento. Este requisito busca garantizar que los magistrados en funciones mantengan las condiciones necesarias para desempeñar sus responsabilidades.
El Presidente tampoco tiene que motivar sus elecciones como cuando emite un acto administrativo. El único requisito constitucional es que elija un candidato idóneo para el cargo. Tener idoneidad implica que cumpla con los requisitos habilitantes. En el caso de jueces de la Corte podría elegir entre el universo total de los abogados argentinos que tienen la antigüedad para elegir el cargo. Respecto de los jueces inferiores su discrecionalidad está ceñida a elegir entre los miembros de la terna preseleccionada por el Consejo de la Magistratura o bien puede rechazar a los tres y pedir que se realice un nuevo concurso.
El inciso 5 del artículo 99 de la Constitución Nacional otorga al Presidente de la Nación la facultad de indultar o conmutar penas por delitos sujetos a la jurisdicción federal. Esta prerrogativa, conocida como “facultad de gracia”, ha sido parte de la tradición constitucional en muchos países, y en el caso argentino se encuentra delimitada por requisitos específicos que buscan garantizar su adecuado ejercicio. El indulto es una medida de gracia que permite al Presidente eximir a una persona del cumplimiento total o parcial de la pena impuesta por un tribunal11. Esta facultad no afecta la condena en sí misma, sino que elimina o reduce sus consecuencias penales. La conmutación implica la reducción o modificación de una pena impuesta. Por ejemplo, una pena privativa de libertad puede ser reemplazada por una pena menor, como arresto domiciliario. El Presidente no puede ejercer esta facultad en casos donde haya acusación de la Cámara de Diputados, como los juicios políticos. Esto evita que interfiera en procesos que involucran la responsabilidad de funcionarios públicos. El Presidente debe solicitar un informe técnico del tribunal correspondiente antes de conceder el indulto o la conmutación. Este requisito busca garantizar un control técnico y aportar elementos objetivos al proceso de decisión.
La facultad de gracia tiene varias implicancias relevantes desde el punto de vista institucional, histórico y jurídico. El indulto y la conmutación de penas forman parte de una tradición histórica que reconoce la posibilidad de atenuar las consecuencias de una sentencia penal en casos excepcionales. Esta prerrogativa permite introducir un elemento de humanidad y flexibilidad en un sistema jurídico que, en ciertos casos, podría resultar demasiado rígido. El principio de cosa juzgada establece que las decisiones judiciales son definitivas e inmutables. Sin embargo, la facultad de gracia introduce una excepción constitucional a este principio, permitiendo al Presidente modificar los efectos de una sentencia penal.
El Congreso no puede ejercer un control directo sobre el ejercicio de esta facultad. A todo evento podría iniciar un juicio político contra el Presidente, pero los efectos de la decisión no pueden verse conmovidos por la intervención del Congreso. Tampoco podría judicializarse la decisión de indultar aun en los casos en que el informe técnico del tribunal desaconseje el remedio. Inclusive el indulto puede ser utilizado para favorecer intereses personales, políticos o partidarios. No puede un juez examinar si el remedio está utilizado por mero capricho sin propósito de remediar situaciones excepcionales de injusticia o exceso en la aplicación de la ley penal.
En los Estados Unidos, la Constitución, en el artículo II, sección 2, confiere al presidente la facultad de otorgar indultos por delitos federales12.
Asimismo es resorte del PEN la concesión de Jubilaciones, Retiros, Licencias y Pensiones. El inciso 6 del artículo 99 de la Constitución Nacional establece que el Presidente de la Nación tiene la facultad de conceder jubilaciones, retiros, licencias y pensiones conforme a las leyes de la Nación. Esta disposición refleja cómo el Poder Ejecutivo ejecuta políticas públicas en materia de seguridad social, actuando como intermediario entre las normas legales y los ciudadanos beneficiarios. Ciertamente, la facultad presidencial no implica la creación de nuevos derechos previsionales, sino la ejecución de las leyes existentes. El Ejecutivo se limita a aplicar la normativa vigente para otorgar beneficios, como jubilaciones, pensiones y retiros.
En efecto, el Presidente debe ajustarse estrictamente al régimen legal establecido por el Congreso, lo que significa que no puede conceder beneficios que no estén contemplados por las leyes. En la práctica, esta facultad se ejerce a través de organismos específicos del Estado, como la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSeS). De hecho, la concesión de jubilaciones, pensiones y retiros es una manifestación concreta de cómo el Poder Ejecutivo implementa políticas públicas en materia de seguridad social. A través de esta función, el Presidente cumple con el mandato constitucional de garantizar derechos fundamentales como la protección social y el bienestar de los ciudadanos.Cabe señalar que el Presidente no tiene autonomía para decidir quién recibe una jubilación o pensión, ni para modificar los montos o requisitos establecidos por la ley. Este límite protege el principio de igualdad y evita el uso político de las prestaciones previsionales. La correcta aplicación de esta facultad es esencial para garantizar la sostenibilidad del sistema previsional. El otorgamiento de beneficios fuera del marco legal podría generar inequidades y comprometer la viabilidad del sistema.
En ese sentido, el Presidente solo puede conceder beneficios previsionales que estén contemplados en las leyes. Esto asegura que el sistema previsional opere bajo criterios objetivos y no dependa de decisiones discrecionales. Las decisiones sobre jubilaciones, pensiones y retiros pueden ser impugnadas por los beneficiarios a través de recursos administrativos y judiciales. Cabe señalar que es el Congreso, el órgano que tiene la facultad de establecer las leyes previsionales y de supervisar su ejecución por parte del Ejecutivo.
El inciso 7 del artículo 99 de la Constitución Nacional otorga al Presidente de la Nación competencias fundamentales en la designación y remoción de funcionarios tanto del Gabinete como del cuerpo diplomático. Este inciso refleja un balance entre el control institucional por parte del Congreso y la autonomía presidencial para garantizar la eficacia y adaptabilidad en la conducción del gobierno. De hecho, los embajadores, ministros plenipotenciarios y encargados de negocios deben ser nombrados con acuerdo del Senado, conforme a lo estipulado en el inciso 7. Este requisito introduce un mecanismo de checks and balances, asegurando que las relaciones exteriores, un ámbito estratégico de la política nacional, se desarrollen con legitimidad institucional. En cambio, el Presidente tiene facultad exclusiva y unilateral para nombrar y remover tanto al Jefe de Gabinete de Ministros como a los demás ministros del despacho. Esta autonomía le permite configurar su equipo de gobierno sin la necesidad de aprobación legislativa, asegurando flexibilidad para responder a cambios políticos, estratégicos o de gestión. Respecto de los funcionarios que no están regulados expresamente por la Constitución, el Presidente conserva la potestad de nombrarlos y removerlos conforme a las necesidades de la administración.
La participación del Senado en la designación de representantes diplomáticos garantiza un grado de consenso institucional, fortaleciendo la legitimidad de quienes conducen las relaciones internacionales del país. Este control también actúa como una limitación a posibles arbitrariedades del Ejecutivo en un ámbito tan sensible como la diplomacia. De su lado, la facultad del Presidente de designar y remover unilateralmente a los ministros y al Jefe de Gabinete asegura que pueda configurar su equipo conforme a sus prioridades políticas y de gestión. Esa situación le permite ajustes rápidos y efectivos en el gabinete, adaptándose a cambios de contexto o a la necesidad de fortalecer áreas estratégicas del gobierno. La autonomía para configurar el equipo de gobierno y, en menor medida, el cuerpo diplomático, otorga al Presidente la capacidad de impulsar su agenda política con un equipo alineado a su visión. Sin embargo, esta flexibilidad también supone una responsabilidad política directa, ya que los resultados de la gestión del gabinete recaen exclusivamente sobre la figura presidencial.
El inciso 7 refleja la doble naturaleza del rol presidencial en el sistema republicano argentino: como figura de liderazgo autónomo y como actor dentro de un esquema de contrapesos institucionales. La combinación de control parlamentario y autonomía presidencial busca garantizar la eficacia del Ejecutivo sin desproteger el sistema de frenos y equilibrios que define a nuestra democracia. Así, el Presidente actúa no solo como líder político, sino también como responsable último de la conformación y desempeño del gobierno y la diplomacia nacional.
El inciso 8 del artículo 99 de la Constitución Nacional establece una de las funciones tradicionales del Presidente de la Nación como jefe del Ejecutivo: la apertura anual de las sesiones ordinarias del Congreso, acompañada de un mensaje sobre el estado de la Nación y la recomendación de medidas legislativas. Este acto es tanto protocolar como político, y reviste una importancia simbólica e institucional que trasciende su mera formalidad. El Presidente tiene la responsabilidad de inaugurar cada período de sesiones ordinarias del Congreso, marcando el inicio de las actividades legislativas del año. Este acto protocolar, que se realiza el 1.º de marzo de cada año, reafirma la interacción entre los poderes del Estado. Durante la apertura, el Presidente presenta un informe exhaustivo que da cuenta de la situación general del país, en términos económicos, sociales, políticos e institucionales. Este balance de gestión incluye tanto los logros alcanzados como los desafíos pendientes, brindando un marco de referencia para el trabajo legislativo del período. El Presidente propone al Congreso reformas, proyectos o iniciativas que considere necesarias o convenientes para la gestión del país. Estas sugerencias reflejan las prioridades políticas del Ejecutivo y buscan orientar la agenda legislativa. Este acto procura facilitar el diálogo y la articulación entre el Ejecutivo y el Legislativo , promoviendo la cooperación institucional en torno a la agenda política y legislativa, ya que, en efecto, la recomendación de medidas permite al Ejecutivo delinear sus objetivos estratégicos, mientras que el Congreso conserva plena autonomía para deliberar y decidir sobre ellas.
Asimismo, el mensaje presidencial cumple una función clave de transparencia y rendición de cuentas, informando no solo a los legisladores sino también a toda la sociedad sobre el estado general del país. En ese sentido, cabe señalar que este informe permite a la ciudadanía conocer el balance de gestión del Ejecutivo y evaluar sus políticas. Al unísono, la apertura de sesiones es una oportunidad para que el Presidente reafirme su liderazgo y trace las prioridades de su gobierno, tanto en el ámbito nacional como internacional. En suma, el inciso 8 subraya la importancia de la interacción institucional en el sistema republicano argentino. A través de este acto, el Presidente no solo cumple con un deber protocolar, sino que también reafirma su responsabilidad de liderar el país y de rendir cuentas sobre su gestión. Además, al proponer medidas legislativas, fomentar la articulación entre poderes y contribuir al desarrollo de una agenda compartida que responda a las necesidades de la Nación. Este acto combina simbolismo, transparencia y dirección estratégica, fortaleciendo la legitimidad y el equilibrio del sistema democrático.
Un paralelo evidente de esta función en el sistema norteamericano es el discurso del “Estado de la Unión” , contemplado en el artículo II, sección 3, de la Constitución de los Estados Unidos. En este, el Presidente informa al Congreso sobre la “situación de la Unión” y recomienda las medidas que considera necesarias. Aunque la Constitución estadounidense no establece explícitamente que el discurso sea anual, la práctica lo ha convertido en un evento regular y ampliamente esperado.
Con toda seguridad, existen similitudes significativas entre ambos sistemas, habidas cuentas de que, tanto en Argentina como en Estados Unidos, el discurso permite al Presidente informar sobre los avances y desafíos de su gestión. En ambos casos, el Presidente utiliza el acto como plataforma para sugerir una agenda legislativa que refleje sus prioridades políticas. Sin embargo, también hay diferencias fundamentales, toda vez que mientras en Argentina, la apertura de sesiones es un acto protocolar que marca el inicio de la actividad legislativa anual; en Estados Unidos, el “Estado de la Unión” no tiene un vínculo formal con el inicio de sesiones, sino que es un momento para que el Presidente pueda directamente al Congreso y, por extensión, al pueblo. De tal manera que en Estados Unidos, el discurso tiene un carácter más unidireccional, mientras que en Argentina, la apertura de sesiones refuerza la interacción entre el Ejecutivo y el Legislativo, destacando la colaboración dentro del sistema republicano.
El inciso 9 del artículo 99 de la Constitución Nacional otorga al Presidente de la Nación la facultad de prorrogar las sesiones ordinarias del Congreso o de convocarlo a sesiones extraordinarias en situaciones donde un grave interés lo requiera. Esta atribución refleja la necesidad de garantizar la continuidad institucional y de asegurar que el Congreso pueda responder oportunamente a las demandas urgentes de la Nación. El período ordinario de sesiones del Congreso comienza el 1.º de marzo y concluye el 30 de noviembre de cada año (art. 63, CN). Si al finalizar este plazo persisten cuestiones importantes que requieren tratamiento legislativo, el Presidente puede extender este período mediante una prórroga. Esta herramienta permite evitar interrupciones en la actividad legislativa en momentos críticos, asegurando la continuidad de los debates y decisiones. Durante el receso legislativo, el Presidente puede convocar al Congreso a sesiones extraordinarias cuando lo exija un grave interés nacional, como emergencias económicas, desastres naturales o crisis políticas. En estas sesiones, el Congreso trata exclusivamente los temas especificados en el decreto de convocatoria, lo que subraya el carácter excepcional de este mecanismo. Aunque esta atribución recae exclusivamente en el Presidente, su ejercicio está limitado por el carácter excepcional de la convocatoria y por el hecho de que el Congreso mantiene plena autonomía para deliberar y decidir sobre los asuntos sometidos a su consideración. Esto refleja un equilibrio entre la iniciativa del Ejecutivo y la independencia del Legislativo , fundamental para el sistema republicano.
En el sistema norteamericano, el artículo II, sección 3, de la Constitución de los Estados Unidos otorga al Presidente una facultad similar: la de convocar al Congreso a sesiones extraordinarias “en circunstancias especiales”. Aunque rara vez utilizada en la actualidad, esta herramienta fue históricamente importante en momentos de crisis, como guerras o emergencias económicas. Las similitudes entre ambos sistemas son evidentes, toda vez que en ambos casos, el Ejecutivo puede llamar al Legislativo a sesiones fuera de los períodos regulares. Tanto en Argentina como en Estados Unidos, esta facultad está reservada para asuntos de grave interés nacional.
El inciso 10 del artículo 99 de la Constitución Nacional establece una clave de atribución para el Presidente de la Nación: la supervisión del ejercicio de las facultades del Jefe de Gabinete de Ministros en relación con la recaudación de las rentas de la Nación. Esta disposición refleja la importancia de garantizar el control político y estratégico del Presidente sobre una de las áreas más sensibles de la administración pública: la gestión de los recursos financieros del Estado. La Constitución otorga al Jefe de Gabinete de Ministros la facultad de administrar y ejecutar el presupuesto nacional, incluyendo la gestión de las rentas públicas (artículo 100). Sin embargo, esta administración no es autónoma ni independiente, ya que está sujeta a la supervisión directa del Presidente. Esto reafirma que, aunque el Jefe de Gabinete asume un rol operativo, la responsabilidad política y estratégica recae en última instancia sobre el Presidente. En ese sentido, el Presidente tiene la potestad de controlar y supervisar que las rentas de la Nación sean recaudadas y administradas conforme a las leyes vigentes. Este control incluye asegurarse de que las decisiones económicas y financieras se ajusten a los principios constitucionales, el presupuesto aprobado por el Congreso y las metas del gobierno. De algún modo esta atribución subraya la posición de superioridad del Presidente sobre el Jefe de Gabinete, ratificando que, aunque este último tenga amplias facultades operativas, actúa subordinado a la dirección estratégica del Presidente.
Precisamente, al conservar la facultad de supervisión, el Presidente asume la responsabilidad política última sobre el estado financiero del gobierno y la recaudación de los recursos. Esto significa que los errores, irregularidades o incumplimientos en la gestión financiera también impactan directamente en la figura presidencial. Este diseño refuerza el principio de unidad de mando en el Poder Ejecutivo, impidiendo que la administración económica quede desligada de la autoridad presidencial.
La supervisión presidencial asegura que las decisiones financieras se alineen con las prioridades políticas del gobierno y con los principios de transparencia y legalidad. Este control actúa como una garantía adicional frente a posibles desvíos en la gestión de los recursos públicos.
Cabe señalar que en el sistema constitucional de los Estados Unidos, el manejo de los recursos financieros está a cargo de la Oficina de Gestión y Presupuesto , que actúa bajo la dirección del Presidente. Aunque no existe un director equivalente al Jefe de Gabinete con facultades económicas, el Presidente norteamericano tiene un control directo sobre las decisiones presupuestarias y la ejecución financiera.
La supervisión de la recaudación de las rentas, tal como lo establece el inciso 10 del artículo 99, es un reflejo del diseño constitucional argentino, que busca equilibrar la eficiencia operativa del gobierno con la responsabilidad política del Presidente. Este esquema, al otorgar al Jefe de Gabinete un rol operativo subordinado a la supervisión presidencial, asegura que las decisiones económicas se tomen de manera coherente con las metas políticas del Ejecutivo y las disposiciones legales13.
El inciso 11 del artículo 99 de la Constitución Nacional establece que el Presidente de la Nación tiene la facultad de concluir y firmar tratados, concordatos y otras negociaciones internacionales, así como de recibir ministros y admitir cónsules. Este precepto subraya el papel del Presidente como jefe de la diplomacia nacional y representante del Estado argentino ante la comunidad internacional. El Presidente es el responsable de dirigir la política exterior, lo que incluye la negociación, conclusión y firma de tratados internacionales, así como el manejo de las relaciones diplomáticas con otras naciones y organismos internacionales. Esta atribución consagra al Presidente como el principal representante de la Nación en el plano internacional, actuando como interlocutor en las relaciones bilaterales y multilaterales. Aunque el Presidente tiene la facultad de firmar tratados internacionales, estos solo adquieren validez interna una vez aprobados por el Congreso, según lo dispuesto en el artículo 75, inciso 22. Esto introduce un mecanismo de control legislativo, especialmente relevante cuando los tratados implican compromisos financieros, cesión de competencias o efecto derechos constitucionales.
El Presidente tiene la potestad de establecer y ejecutar la agenda internacional del país, alineándola con las prioridades políticas y económicas del gobierno. Esta facultad permite articular estrategias diplomáticas que favorecen el desarrollo nacional y refuercen la posición de Argentina en la comunidad internacional. La exigencia de aprobación legislativa para ciertos tratados garantiza un equilibrio de poderes , impidiendo que el Ejecutivo actúe de manera unilateral en materia internacional. Este control legislativo asegura que los acuerdos internacionales sean consensuados y se ajusten a los intereses de la Nación.
Más allá de las negociaciones concretas, el Presidente encarna la imagen de la Nación en sus relaciones exteriores. Este rol simbólico es clave para proyectar confianza, estabilidad y cooperación en el ámbito internacional.
En el sistema constitucional de los Estados Unidos, el Presidente también tiene la responsabilidad de conducir la política exterior y de negociar tratados internacionales, pero existen diferencias y similitudes importantes. En ambos sistemas, el Presidente es el encargado de dirigir la política exterior, firma el tratado y representa al país en el plano internacional.La aprobación legislativa es necesaria para ciertos tratados, lo que asegura un equilibrio de poderes. En los Estados Unidos, el Senado tiene un papel preeminente en la ratificación de los tratados internacionales, requiriendo el voto favorable de dos tercios de los senadores presentes (artículo II, sección 2). En Argentina, la aprobación requiere mayoría simple en ambas Cámaras (artículo 75, inciso 22).
En Argentina, el Congreso tiene una participación más amplia en la política exterior a través de sus facultades legislativas, incluyendo la decisión sobre el ingreso de tropas extranjeras o la salida de tropas nacionales (artículo 75, inciso 25). Como subyace, la dirección de la política exterior por parte del Presidente se enmarca en un esquema de unidad de acción y representatividad nacional, aunque siempre bajo control del Congreso en casos de mayor trascendencia. En ese sentido debe enfatizarse respecto de que las relaciones exteriores son una competencia exclusiva del Poder Ejecutivo, salvo en los casos en que la Constitución exige la intervención del Legislativo.
El inciso 12 del artículo 99 de la Constitución Nacional designa al Presidente de la Nación como Comandante en Jefe de todas las fuerzas armadas de la Nación, otorgándole la máxima autoridad sobre el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. Este rol es un pilar del sistema republicano, que subraya la subordinación de las fuerzas armadas al poder civil y garantiza la conducción militar bajo la autoridad presidencial. En efecto, El Presidente tiene la máxima autoridad sobre las fuerzas armadas, asumiendo la conducción estratégica y la responsabilidad de decidir sobre su uso en situaciones de defensa nacional y seguridad exterior. Esta atribución refuerza el principio republicano de subordinación militar al poder civil, estableciendo que las decisiones relativas a la defensa nacional deben estar bajo la conducción de una autoridad electa democráticamente. En ese sentido, la centralización del mando en el Presidente asegura una conducción unificada y estratégica de las fuerzas armadas, evitando posibles fragmentaciones en su organización y operación. La designación del Presidente como comandante en jefe es un elemento clave para prevenir cualquier autonomía militar incompatible con el sistema democrático. Esto se complementa con leyes como la Ley de Defensa Nacional (Ley 23.554), que regula el uso de las fuerzas armadas exclusivamente en defensa del territorio frente a amenazas externas. Cabe señalar que si bien el Presidente tiene el mando supremo, las decisiones relativas al uso de las fuerzas armadas están sujetas a control legislativo, en particular en cuestiones como la declaración de guerra, la autorización de ingreso de tropas extranjeras o la salida de tropas nacionales (artículo 75, incisos 22 y 25).
El rol del Presidente como comandante en jefe implica una responsabilidad política directa sobre las decisiones relacionadas con la defensa, consolidando su rol como garante de la soberanía y protector de la Nación en contextos de conflicto. También en el sistema estadounidense, el Presidente es Comandante en Jefe de las fuerzas armadas, según lo establece el artículo II, sección 2, de la Constitución de los Estados Unidos. Este rol presenta similitudes y diferencias con el modelo argentino, toda vez que, en ambos sistemas, el Presidente tiene la máxima autoridad sobre las fuerzas armadas, destacando la subordinación militar al poder civil y por cuanto las decisiones relacionadas con la guerra y la paz están sujetas a control legislativo: en Argentina, a través del Congreso, y en Estados Unidos, mediante la autorización del Congreso para declarar la guerra. Pero en Estados Unidos, el Presidente tiene mayor margen de maniobra para ordenar acciones militares sin una autorización previa del Congreso, especialmente en conflictos de corta duración. En Argentina, la intervención militar está más regulada por el marco constitucional y legal, lo que limita la discrecionalidad del Ejecutivo.
El inciso 13 del artículo 99 de la Constitución Nacional confiere al Presidente de la Nación la facultad de proveer empleos militare , distinguiendo entre los ascensos otorgados en tiempo de paz, que requieren el acuerdo del Senado, y aquellos realizados durante acciones bélicas, que pueden ser decididos unilateralmente por el Presidente en el campo de batalla. Esta atribución refleja la necesidad de equilibrar la autonomía operativa del Ejecutivo con el control legislativo en el diseño de la jerarquía militar. En el ejercicio ordinario de esta facultad, el Presidente debe contar con el acuerdo del Senado para el nombramiento de oficiales superiores de las fuerzas armadas (como generales, almirantes y brigadieres). Este requisito refuerza el principio de control parlamentario , asegurando que las decisiones relacionadas con la jerarquía militar sean consensuadas y legitimadas institucionalmente. En situaciones de campaña militar o acción belica, el Presidente puede promover unilateralmente a miembros de las fuerzas armadas. Estas decisiones suelen estar motivadas por necesidades operativas inmediatas , como el reconocimiento de méritos en combate o la reorganización rápida de las estructuras de mando. Este poder excepcional refleja la necesidad de actuar con celeridad y eficacia en escenarios de conflicto, donde la burocracia ordinaria sería incompatible con las exigencias del momento.
Con toda seguridad, al requerir el acuerdo del Senado en tiempo de paz, la Constitución establece un mecanismo de frenos y contrapesos que limita el poder discrecional del Ejecutivo en la conformación de la jerarquía militar. No cabe duda que este control evita posibles abusos, como la politización de los ascensos, y refuerza la transparencia y legitimidad en la estructura militar. En delicado equilibrio, la posibilidad de otorgar ascensos en el campo de batalla subraya la flexibilidad operativa necesaria para enfrentar emergencias bélicas. Este poder extraordinario, aunque discrecional, está justificado por la urgencia y la dinámica propia de los conflictos armados.
El inciso 14 del artículo 99 establece que el Presidente de la Nación tiene la facultad de disponer de las fuerzas armadas, una atribución que se vincula directamente con su rol como Comandante en Jefe de las mismas, según lo previsto en el inciso 12. Este inciso detalle que el Presidente puede emplear las fuerzas armadas en escenarios de defensa externa o en situaciones que requieran proteger la integridad territorial. El uso de las fuerzas armadas está estrictamente regulado por la Ley de Defensa Nacional (Ley 23.554) , que establece que su actuación se limita a conflictos de defensa externa y no puede incluir cuestiones de seguridad interior, salvo situaciones excepcionales previstas en la ley.
En lo atinente a los poderes de guerra, el inciso 15 del art. 99 dispone que el Presidente está facultado a “declarar la guerra y ordenar represalias con autorización y aprobación del Congreso”. Así se configura un nuevo eslabón en la cadena de pesos y contrapesos: sólo el Legislativo puede autorizar ese paso trascendental; pero una vez concedida la autorización, corresponde al Presidente conducir la conflagración de la manera que juzgue oportuna, manejando todos los medios militares. Siendo su investidura la de Comandante en Jefe, recae en él la plena responsabilidad de llevar adelante las operaciones, sin que deba supeditar su estrategia al criterio de otros departamentos de gobierno. La guerra, por lo demás, no siempre requiere formalidades: puede sobrevenir por actos hostiles de otra nación o por rebeliones internas. Entonces, el Presidente puede repeler la agresión sin declararla expresamente, dejando a salvo los procedimientos constitucionales en los casos de conflicto externo. Este escenario coincide, a grandes rasgos, con la teoría de los “poderes de guerra” que, desde la tradición estadounidense, han sido descritos —en palabras de William Whiting— como prerrogativas que residen en el Ejecutivo para sostener la Constitución y hacer respetar las leyes, siempre que no se vulnere el núcleo esencial de los derechos individuales. Ciertamente, no significa ello que en la guerra queden abolidos los límites constitucionales, habida cuenta de que cualquier acción de guerra que atente contra la Constitución podría ser tachada de inconstitucional. No obstante, durante el conflicto armado, la discreción presidencial se expande, pues el conductor de la contienda debe gozar de una adecuada elasticidad para salvaguardar a la República. Ya en las postrimerías de nuestra Constitución reformada (1994), se advierte la supresión de la facultad de otorgar “patentes de corso”, otrora contemplada en el art. 86 inc. 18. Aquello había devenido obsoleto, en parte por los tratados internacionales que proscribían la piratería legal. Tal cambio revela una clara vocación del texto constitucional de aggiornarsesegún las costumbres civilizadas contemporáneas. En definitiva, cuando uno revisa el entramado de estos incisos —del 12 al 15, y el correlativo 27 del art. 75— encuentra una concepción robusta de la jefatura militar presidencial, sutilmente encuadrada por la intervención del Senado en ciertos nombramientos, el permiso del Congreso para declarar la guerra y las restricciones generales emanadas de la propia Constitución. Esta combinación apunta a una dualidad fascinante: un poder de mando indudablemente fuerte, capaz de garantizar la defensa nacional, y a la vez ceñido a la lógica republicana, al equilibrio y a la prudencia que el sistema constitucional nos legó.
El inciso 16 del artículo 99 de la Constitución Nacional otorga al Presidente de la Nación la facultad de declarar el estado de sitio- El Presidente puede declarar el estado del sitio en uno o varios puntos de la Nación en caso de ataque exterior, pero requiere el acuerdo del Senado para legitimar esta decisión. Este mecanismo busca proteger la soberanía y garantizar la seguridad del territorio nacional frente a agresiones externas. En situaciones de conmoción interna grave , como insurrecciones o disturbios que pongan en peligro el orden constitucional, el estado de sitio es una atribución del Congreso. Si el Congreso está en receso, el Presidente puede declararlo, pero su decisión debe ser ratificada posteriormente por el Poder Legislativo. El estado del sitio es una herramienta de carácter extraordinario , diseñada para situaciones de emergencia extremas en las que el orden público no puede ser garantizado por medios ordinarios. Sucede que, en efecto, la declaración del estado de sitio permite al Ejecutivo adoptar medidas extraordinarias para restablecer el orden en situaciones críticas, como movilización de fuerzas de seguridad, restricciones a la circulación o limitaciones temporales de ciertos derechos. En ese sentido, aunque el estado del sitio puede implicar la suspensión de ciertas garantías, como la libertad de movimiento o la detención sin orden judicial, estas deben ser medidas proporcionales, necesarias y limitadas en el tiempo , conforme al artículo 23 de la Constitución. Desde ya, no se permite la suspensión de derechos fundamentales como la vida o la integridad personal, y las detenciones deben ser informadas al Poder Judicial.
Al respecto, debe hacerse notar que el estado de sitio no es una atribución discrecional del Presidente, ya que está sujeto a controles legislativos. En caso de ataque exterior, el Senado debe aprobar la declaración. En caso de conmoción interior, el Congreso tiene la autoridad para decidir sobre su implementación o ratificar la decisión presidencial si el Congreso está en receso. Va de suyo que la regulación estricta del estado de sitio refleja un compromiso con el sistema republicano y la protección de los derechos humanos , evitando que esta herramienta se convierta en un mecanismo de abuso o concentración de poder.
Quien observa el vaivén del artículo 23 de nuestra Constitución Nacional no puede dejar de percibir un hálito de solemnidad en torno al instituto del estado de sitio. Se trata, sin duda, de una potestad de enorme gravedad institucional, cuya procedencia —como bien señala la propia Ley Fundamental— se encuentra jalonada por condiciones rigurosas y límites precisos. A lo anterior se suma la impronta que, tras la reforma de 1994, han cobrado los tratados y declaraciones de derechos humanos incorporados con jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22), en particular, el Pacto de San José de Costa Rica, que introduce principios claros sobre la duración de cualquier restricción y enumera derechos insusceptibles de limitación aun en las mayores urgencias. Vale la pena, pues, pasear la mirada por la arquitectura constitucional que regula la declaración del estado de sitio. Como punto de partida, es forzoso recordar que, en caso de conmoción interior, el Congreso es el órgano que detenta la atribución de declararlo (art. 75, inc. 29). Y, sólo de modo excepcional, cuando aquel se encuentre en receso, esta competencia puede ejercerse por el Poder Ejecutivo (art. 99, inc. 16). Tal es la premisa que la Constitución consagra, delineando con precisión cuál es la regla y cuál la excepción.
Insisto en que el estado de sitio —tan delicado por su repercusión sobre las libertades— no puede verse como una mera formalidad. No en vano, parte de la doctrina advierte contra su uso abusivo, al sostener que, con ello, se robustece en demasía la rama ejecutiva del poder y se vulnera la separación de poderes. Otras voces, en cambio, alegan que, bajo un control de legalidad adecuado y con un escrutinio certero de la razonabilidad de las medidas, el estado de sitio funciona como remedio excepcional para la protección de la Constitución. Con todo, la esencia de nuestro sistema demanda que ningún departamento del gobierno desborde las facultades que la propia Constitución le ha conferido. Así lo recordó nuestra Corte Suprema, poniendo en primer plano la necesidad de verificar la existencia y los límites de cada potestad, y de declarar la inconstitucionalidad si se incurre en una excedencia.
Cabe traer a colación la declaración del estado de sitio en diciembre de 2001, en la medida que nos encontramos con un decreto presidencial que alegó la presencia de circunstancias violentas y disturbios generalizados como justificación de la medida. Cabe precisar que, en esa coyuntura, el Congreso había sido convocado a sesiones extraordinarias (decreto 1579/2001), con lo cual no se hallaba en receso. Sin embargo, el Ejecutivo, en sus considerandos, adujo que el Congreso estaba en receso de sus sesiones ordinarias y que ello habilitaba su acción inmediata, anunciando la inclusión del tema en el temario de las sesiones extraordinarias. Ahora bien, la letra de la Constitución es inequívoca cuando, en su art. 99 inc. 16, dice que el Ejecutivo sólo puede declarar el estado de sitio en caso de conmoción interior “cuando el Congreso estuviese en receso”. Desde luego, el término “receso” alude a la suspensión total de actividad parlamentaria, no sólo de las sesiones ordinarias. Según la semántica que brinda el Diccionario de la Real Academia Española, “receso” importa una “vacación, suspensión temporal de actividades” por parte de un cuerpo colegiado. Nada indica que las sesiones extraordinarias no sean sesiones al efecto de mantener activo al Congreso; por ende, si se lo ha convocado a tales sesiones, el órgano legislativo no está, de ningún modo, “en receso”. La excepción deviene así inaplicable. Sobre esta base, nos inclinamos a afirmar que la declaración del estado de sitio que efectuó el Poder Ejecutivo en diciembre de 2001 carecía de sustento constitucional, pues no se satisfacía la condición que autoriza al Presidente a ejercer la atribución en forma directa. El Congreso se hallaba, en realidad, en período de sesiones extraordinarias, y no en receso. En consecuencia, si el Ejecutivo consideraba imperiosa la medida, debió recurrir al Congreso para que éste resolviese. Cualquier otra interpretación que pretenda ver en la suspensión de las sesiones ordinarias un “receso” al uso de la Constitución, entra en abierta colisión con el texto de la propia Ley Fundamental.
Lo que se ve, pues, es una vulneración palpable del principio de división de poderes. El Ejecutivo, arguyendo una supuesta “urgencia”, dispuso por sí solo lo que correspondía al órgano legislativo. Difícilmente podamos hallar defensa jurídica a esta prerrogativa autoasignada, puesto que el argumento plasmado en el decreto se aparta del tenor constitucional que exige condiciones más estrictas. Este caso deja traslucir la importancia de la interpretación restrictiva cuando nos enfrentamos a facultades excepcionales, como es el estado de sitio. El constituyente, en su afán de preservar el orden y la seguridad, confirió al Congreso la competencia para declarar esta medida drástica, pero —precavidamente— contempló la posibilidad de que el Ejecutivo lo haga, sólo si aquel se encontrara imposibilitado de sesionar. Ello demuestra una mirada fina sobre el sistema republicano, donde se prioriza la intervención plural del órgano legislativo, sin desatender la necesidad de urgencia en contextos de conmoción interior real. La conclusión no resulta ambigua: en diciembre de 2001, la situación no habilitaba el proceder presidencial en forma autónoma. El Congreso estaba en actividad (sesiones extraordinarias), y por lo tanto era el llamado a tomar la decisión última. Con ello, la actuación del Ejecutivo vulneró la regla primordial, subvirtiendo la lógica constitucional que sitúa al Congreso como protagonista natural de semejante disposición. El control judicial y la supervisión política, en este cuadro, devienen instancias ineludibles para garantizar que tan decisivo instrumento como el estado de sitio no se convierta en arma de abuso y desmedro de los derechos y garantías ciudadanas.
Si uno detiene la mirada en los avatares de la Constitución para con el estado de sitio, bien puede advertir que se trata de una cuestión impregnada de una solemnidad casi trágica: la Carta Magna, en su artículo 23, alude a este recurso de excepción, delineando de modo parco las circunstancias de su procedencia. Añádase que la incorporación de determinados tratados de derechos humanos (como el Pacto de San José de Costa Rica) a jerarquía constitucional, ha venido a templar —y tal vez endurecer— los límites en que la Nación puede invocar semejante herramienta. No en balde se prescribe, en el citado pacto, que en circunstancias de suspensión de garantías (art. 27), se estipulen pautas relativas a su duración y se preserven determinados derechos inalienables.
La Constitución, de acuerdo con la interpretación más ortodoxa, ha confiado al Congreso la atribución de declarar el estado de sitio en caso de conmoción interior (art. 75, inc. 29), salvo que éste se halle en receso, en cuyo inusitado supuesto puede ser el Poder Ejecutivo quien lo disponga (art. 99, inc. 16). Al erigir esta fórmula, cabe colegir un principio y su excepción. Aun en la circunstancia de que un estado de sitio fuese constitucionalmente bien decretado, no equivaldría a un manto de poder ilimitado sobre todos los derechos. La redacción del art. 23 no enumera qué libertades pueden ser restringidas ni en qué grado: la lógica impone que tales restricciones se correspondan con las causas de urgencia que las motivan. Se esperaría, por consiguiente, que el acto que declara el estado de sitio señale con nitidez los derechos a ser limitados y la extensión exacta de dichas limitaciones. La ley 23.098, que rige el hábeas corpus, ilustra la amplitud del control que el Poder Judicial puede ejercer, incluso bajo estado de sitio, verificando la legitimidad de la declaración, su correlación con la causa subyacente y la competencia del órgano que la dicta. No se olvide que, bajo estado de sitio, persiste el principio “todo lo que no está prohibido, está permitido”, y que ciertos derechos —por su carácter intangible— jamás han de ser lesionados (conforme al art. 27 del Pacto de San José de Costa Rica). Asimismo, subsiste la posibilidad de interponer hábeas corpus (art. 43 de la Constitución).
La jurisprudencia de la Corte ha reseñado que no basta un informe genérico del Ejecutivo al restringir un derecho: ha de exigirse precisión en la relación causal entre la situación de perturbación y la limitación. Son estos controles de razonabilidad, puestos en acto por nuestro Máximo Tribunal, los que sirven de dique contra potenciales abusos. De ahí que, en la práctica, se requiera que el instrumento declaratorio enumere con transparencia cuáles derechos se tocan y de qué modo. En 1989, por ejemplo, la declaratoria de estado de sitio se acompañó de un decreto posterior que especificaba qué tipos de reuniones quedaban prohibidas y bajo qué forma podrían ser autorizadas. En ese sentido, la mención pormenorizada de los derechos restringidos y la justificación pormenorizada de por qué la medida recorta el goce de esas libertades, fortalece la seguridad jurídica y brinda a los habitantes la certeza de las nuevas reglas. También evita que las fuerzas de seguridad, en su loable cometido, extralimiten su actuar por ignorar el alcance efectivo de la restricción.
El artículo 99, inciso 19, de la Constitución Nacional otorga al Presidente de la Nación la facultad de designar en comisión a funcionarios que requieran acuerdo del Senado en caso de vacantes ocurridas durante el receso legislativo. Sin embargo, esta atribución está sujeta a límites estrictos y ha sido objeto de debates doctrinarios, jurisprudenciales y prácticos que destacan su carácter excepcional y la necesidad de interpretarla restrictivamente. El Presidente puede llenar vacantes de cargos que requieran el acuerdo del Senado cuando estas se produzcan durante el receso legislativo, mediante nombramientos en comisión . Estos nombramientos tienen carácter provisorio , ya que caducan al final del siguiente período de sesiones legislativas si no reciben la aprobación del Senado. La norma buscaría evitar interrupciones en el funcionamiento del Estado ante vacantes urgentes, pero su aplicación está limitada a situaciones de necesidad, debido a su carácter transitorio y extraordinario.
Esta facultad debe interpretarse de manera estricta por varias razones. En primer lugar se presenta como un mecanismo de emergencia para cubrir vacantes que no permitan demora. No es una vía ordinaria para designar funcionarios, habida cuenta de que su uso altera el proceso regular, ya que permite a un funcionario asumir un cargo sin el acuerdo previo del Senado, lo que afecta el equilibrio de poderes. La frase “que ocurrir durante su receso” implica que solo pueden cubrirse vacantes producidas durante ese mismo receso y no aquellas generadas en recesos anteriores o durante el período legislativo. La interpretación restrictiva evita que el Presidente utilice esta facultad para nombrar funcionarios en comisión de manera estratégica o para influir en el proceso de aprobación del Senado.
La norma se aplica a todos los cargos que requieran acuerdo del Senado, incluidos: Jueces de la Corte Suprema e inferiores (inciso 4); Oficiales superiores de las Fuerzas Armadas (inciso 13); Embajadores, ministros plenipotenciarios y cónsules (inciso 7).
Los nombramientos en comisión expiran al final del próximo período legislativo si no son ratificados por el Senado. La jurisprudencia ha discutido si este plazo incluye sesiones de prórroga, pero la posición restrictiva sostiene que no. En “Montero” (1958), la Corte Suprema sostuvo que un funcionario designado en comisión cesaba automáticamente si su pliego es rechazado por el Senado. En el caso “Asunción de Funciones. Jueces en comisión” (1990) , la Corte avaló el nombramiento en comisión de jueces cuyos cargos habían quedado vacantes durante el período legislativo, pero esta postura ha sido ampliamente criticada por la doctrina. Sucede que, en efecto, en el caso de jueces, los nombramientos en comisión pueden generar dudas sobre su independencia, ya que asumen el cargo sin contar con el acuerdo legislativo que asegura su legitimidad.
Quien observe con detenimiento el peregrinaje que han tenido ciertas disposiciones de nuestra Constitución, no dejará de sorprenderse al advertir la permanencia de una figura como la del nombramiento “en comisión” para cubrir vacantes en la Corte Suprema. En 1853, la Constitución preveía en su artículo 83 (inc. 23) la posibilidad de cubrir vacantes con este procedimiento. Revisada en 1860, se reubicó en el artículo 86 (inc. 22), y tras la reforma de 1994, pasó a ser el artículo 99 (inc. 19), que, en esencia, reza: el Presidente puede llenar las vacantes de aquellos empleos que precisen acuerdo del Senado, siempre que se produzcan durante su receso, por medio de “nombramientos en comisión” que caducarán al finalizar la próxima legislatura.Si bien la reforma del 94 no alteró en su esencia la cláusula, sí la contextualizó en un diseño constitucional más complejo, por ejemplo, instituyendo el Consejo de la Magistratura y modificando el modo de nombrar jueces inferiores, de modo que el nombramiento “en comisión” queda acotado, hoy por hoy, a los ministros de la Corte Suprema. El Poder Ejecutivo no está ya facultado a eludir la intervención del Consejo de la Magistratura para los jueces federales de grado inferior, pues la Constitución —en su artículo 114— ordena la confección de ternas vinculantes y la transparencia de concursos, con lo cual la designación “en comisión” de esos magistrados se tornaría inconstitucional.
Algunos juristas han dudado de la vigencia de este dispositivo, o han insinuado su derogación por “desuetudo”, aduciendo que habría caído en desuso. Sin embargo, la verdad es que, a lo largo de nuestra historia, hubo ejemplos de designaciones en comisión, tanto en el siglo XIX como en algún tramo del XX. Ciertos autores postulan, además, que cualquier ejercicio actual de esta potestad estaría en tensión con las tendencias “republicanas” de la reforma de 1994, que pretendió contener el hiperpresidencialismo. La cláusula, no obstante, persiste en el texto de la Constitución y, en rigor, suprime la posibilidad de “en comisión” solo para los jueces inferiores (por la existencia del Consejo de la Magistratura). Por otro lado, hay voces que pretenden excluir a los jueces de la Corte Suprema del rótulo “empleos”, sosteniendo que la Constitución, al usar tal vocablo, no describe la naturaleza de la función judicial. Mas ya en el propio artículo 110 CN se alude a la “conservación de los empleos” judiciales, lo que revela que, a efectos constitucionales, estos cargos sí se ubican en la categoría de “empleos” susceptibles de quedar vacantes.
En las últimas décadas, nuestra Constitución se releyó con el tamiz de tratados de derechos humanos, como el Pacto de San José de Costa Rica, que proclama la existencia de jueces independientes e imparciales (art. 8). Numerosa jurisprudencia de la Corte Interamericana (caso “Apitz Barbera”, por ejemplo) señala la precariedad de los jueces designados con un status provisorio, advirtiendo que esa inestabilidad puede atentar contra su independencia. La idea de “control de convencionalidad” subraya, entonces, que los nombramientos “en comisión” han de ser vistos con marcado recelo. Pero ello no equivale a su prohibición absoluta: puede aceptarse en casos de urgencia real, siempre que se asegure la misma salvaguardia de independencia y los mismos mecanismos de remoción (o sea, no pueda el Ejecutivo destituirlos a su antojo). Es decir, la excepcionalidad precisa demostrarse y legitimarse.
En el año 1994, la Constitución pudo haber suprimido la cláusula habilitante para designar jueces “en comisión”. Empero, no lo hizo. El art. 99 (inc. 19) sigue en pie, habilitando este nombramiento en los altos estrados de la Justicia (Corte Suprema) cuando el Senado se halle en receso. Su activación, sin embargo, supone un llamado a la prudencia y la moderación, toda vez que al implicar un modo de investidura provisional de la magistratura, constituye un recurso excepcional y transitorio, no la regla. El control de convencionalidad exige que estos jueces no puedan ser removidos arbitrariamente por el Ejecutivo y que su ejercicio provisional no se extienda tanto como para minar su independencia. Transcurrido el receso, el acuerdo senatorial deviene inexcusable para conferir titularidad y, si el Senado lo rechaza, el magistrado cesa. Un uso abusivo o habitual de la designación “en comisión” para cubrir vacantes, aun en la Corte, desnaturalizaría la idea misma de control parlamentario y atentaría contra la estabilidad de los jueces, necesaria para su plena imparcialidad. En definitiva, la figura resiste, anclada en nuestra historia constitucional, pero no sin controversias. A despecho de la intensa modernización y la influencia de la jurisprudencia internacional, el mecanismo “en comisión” sigue subsistiendo, exigiendo, eso sí, una interpretación intensamente restrictiva, para no desvirtuar la esencia republicana ni abdicar de la independencia judicial que la Constitución y los tratados supranacionales erigen como pilar inalienable del Estado de Derecho.
Confieso que, al adentrarme en el art. 99, inciso 19 de nuestra Constitución Nacional, no puedo dejar de sentir cierto asombro por la forma en que se concibe la posibilidad de llenar vacantes —en cargos que requieren acuerdo del Senado— por obra del Presidente y, sobre todo, durante el receso parlamentario. Es como si el constituyente hubiera previsto un escenario de urgencias, del cual depende, de modo temporal, la ocupación de puestos en verdad cruciales. Pero, ¿hasta dónde se extiende esa prerrogativa? ¿Qué límites ha de respetar? En la actualidad, este inciso alude a la facultad del Presidente de nombrar en comisión a quienes vayan a cubrir “empleos que requieren acuerdo del Senado” y que “ocurran durante su receso”, expirando tales nombramientos al fin de la próxima legislatura. Esta cláusula —inspirada en la Constitución norteamericana, como casi todo nuestro diseño de poderes— fue, según cuenta la historia, una especie de bálsamo para evitar la parálisis de la función pública cuando el Senado no se hallaba reunido para avalar las designaciones. A primera vista, la norma podría parecer diáfana; pero la realidad y la práctica política la han teñido de matices y controversias. Si permitimos que el Presidente, sin que concurra el visto bueno previo del Senado, nombre a jueces o a diplomáticos en el ápice de su jerarquía, ¿no corremos el riesgo de dislocar el delicado equilibrio republicano? De ahí que la interpretación restrictiva surja como una suerte de salvaguarda: no se trata de un mecanismo de uso frívolo, sino de un remedio pensado para instantes en que la vacante aparezca, casi de súbito, y la Cámara Alta se halle en receso. He de recordar —siguiendo la huella de Hamilton en El Federalista— que la esencia de este poder efímero reside en “no forzar al Senado a estar permanentemente en sesión” tan solo para cubrir sorpresivas vacantes. Pero, en contrapartida, se advierte que el Presidente no puede extender desmesuradamente su libertad de elegir a las personas y mantenerlas indefinidamente en un cargo sin el acuerdo de los senadores. Por eso, la doctrina y cierta jurisprudencia coinciden en que el Presidente debe proceder con cautela, valiéndose de este medio únicamente para rellenar el puesto hasta que el Senado, en pleno uso de sus funciones, se pronuncie. Las controversias más vívidas —donde la hermenéutica constitucional se prueba— provienen de designaciones en la Corte Suprema o en tribunales federales: son cargos demasiado sensibles como para ser recubiertos con una fórmula que, en rigor, comporta siempre un atajo, un “hecho consumado” que puede poner en entredicho la independencia de criterio de aquel designado. Más de un autor ha relatado cómo, en la historia argentina, ciertos Presidentes o gobiernos han echado mano de esta facultad para imprimir su sello en la Justicia sin la venia previa del Senado. Además, se abren interrogantes tan seductores como complejos: ¿puede el Presidente ocupar de esta manera una vacante que no “ocurrió” durante el receso, sino que venía de antes? ¿Hasta dónde llega la caducidad de esos nombramientos? ¿Qué pasa con la obligación del Consejo de la Magistratura, si se trata de jueces inferiores, de enviar una terna vinculante?
En la práctica, la Corte ha debido desentrañar estos dilemas en diversos precedentes. En algunos casos, avaló designaciones; en otros, declaró la inconstitucionalidad o la caducidad. La realidad política —a veces implacable— suele intentar flexionar la Constitución para adecuarla a sus fines. Sin embargo, la lectura ecuánime, la prudencia y la lógica republicana indican que no ha de abusarse de esta prerrogativa, pues de lo contrario se desvirtúa su esencia circunstancial y se suprime la intervención natural del Senado.
Sostengo, por ende, que la fórmula del art. 99 inc. 19 no es un cómodo recurso para que el Presidente defina, a su discreción, quién gobernará un tribunal, una embajada o un puesto militar, sino más bien una facultad excepcional concebida para situaciones urgentes. Y todo ello con la exigencia de que el Senado, al retomar sus sesiones, avale o rechace ese nombramiento, evitando la prolongación de un interinato que, de convertirse en la regla, pondría en duda el orden constitucional. En definitiva, esta potestad, engarzada en el universo de lo que Hamilton calificaba de “ejercicio práctico por medio de ensayo y error”, debería siempre inclinarse hacia el uso más prudente y restringido posible. Así, se asegura que los nombramientos en comisión no rompan la delicada trama del poder, y se preserva la necesidad de que el Senado, auténtico órgano de contrapeso, ejerza su función de acuerdo, control y legitimación. Al fin, ese es el espíritu de nuestra Constitución, que, a pesar de conceder un margen de maniobra al Presidente, insiste en la intervención de otros actores para resguardar la pureza republicana que la anima.
El inciso 20 del artículo 99 de la Constitución Nacional otorga al Presidente de la Nación la facultad de decretar la intervención federal a una provincia o a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en casos excepcionales, pero únicamente durante el receso del Congreso. Esta medida debe ser ratificada posteriormente por el Congreso, garantizando así el equilibrio de poderes y evitando abusos en el ejercicio de esta atribución.
El Presidente puede decretar la intervención federal únicamente durante el receso del Congreso y debe convocarlo simultáneamente para que ratifique o rechace la medida. Esto asegura que el control parlamentario actúa como un mecanismo de supervisión.
La intervención federal es un mecanismo extraordinario destinado a preservar la unidad nacional y el respeto por los principios republicanos en casos en que las instituciones locales no puedan garantizar la gobernabilidad. La obligación del Presidente de convocar al Congreso garantiza que la intervención no sea utilizada como una herramienta discrecional del Poder Ejecutivo. El Congreso tiene la facultad de ratificar, modificar o rechazar la intervención, lo que refuerza el sistema de pesos y contrapesos y protege la autonomía de las provincias y la Ciudad de Buenos Aires. La intervención federal busca asegurar que las instituciones locales funcionen conforme a los principios republicanos, evitando vacíos de poder o situaciones de anomia. Sin embargo, su aplicación debe ser proporcional y justificada , respetando los límites establecidos por la Constitución.Laintervención federal ha sido históricamente utilizada con multas políticas, lo que subraya la importancia del control legislativo para evitar que esta facultad se convierta en un instrumento arbitrario . En los Estados Unidos, el mecanismo más cercano a la intervención federal es el uso de la Fuerza Federal o la Ley de Insurrección , que permite al Presidente intervenir en los estados en situaciones de emergencia. Aunque existen similitudes, también hay diferencias importantes: Ambos sistemas permiten la intervención en casos de alteración del orden público o violación de principios republicanos .
En nuestra Constitución —a diferencia de otras del orbe— solo se admiten dos figuras de emergencia política: el estado de sitio (art. 23) y la intervención federal a las provincias (art. 6). Ambas son remedios de uso extremo, conforme lo enunció la Corte en “Alem”: protegen la Constitución y los órganos que ella instituye. Ahora bien, el art. 6 apenas enumera las causales: (a) la intervención “protectora” (cuando deba repeler invasiones o sostener a las autoridades provinciales legítimas), y (b) la “reconstructora” o “ejecutiva” (para garantir la forma republicana de gobierno). El problema es que tan lacónica mención no brinda el delineamiento para su instrumentación. Y, sin una ley, es normal que broten vacíos que fomentan la discrecionalidad. Al derruirse o suspenderse los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial provinciales, ¿qué ocurre con aquellos organismos (tribunales de cuentas, contadurías, fiscalías de Estado) que también vigilan la gestión? ¿Pueden proseguir? ¿Puede el Interventor cesarlos? Si el motivo de la intervención es “alteración de la forma republicana”, es probable que la subordinación de tales órganos a la manipulación del poder haya contribuido al quiebre. Entonces, es lógico que puedan removerse. Pero, al hacerlo, el Interventor se vería sin control alguno del gasto y de la decisión política. Decir que el Interventor responde únicamente al Presidente, su superior jerárquico, atropella el espíritu republicano: en un sistema de pesos y contrapesos, el control debe radicar en un ente externo e imparcial.Si no se legisla al respecto, se corre el albur de designar, de facto, a un “dictador constitucional”, sin más rendición de cuentas que su correspondencia con el jefe de Estado. Es cierto que hay autores que han anhelado, desde la teoría, imponer una malla de restricciones, pero carecen de fuerza normativa mientras la ley guarde silencio y el Congreso apruebe, una y otra vez, intervenciones sin límites precisos. El art. 29 de la Constitución, que prohíbe otorgar facultades extraordinarias o la suma del poder público, se vuelve una advertencia resonante aquí. Otra discusión recae en cómo se supervisa la regularidad de los comicios que debe convocar el Interventor. En principio, correspondería al Tribunal Electoral provincial; pero si éste también cae bajo la égida del Interventor o se encuentra desintegrado, ¿quién asume la misión? Algunos claman por trasladarla a la Justicia Federal, de modo extraordinario. Tal escenario no está contemplado en la Constitución, si bien la realidad práctica sugiere que, sin ese auxilio, no hay imparcialidad que sustente la transparencia del comicio.
A veces surge la pretensión de intervenir únicamente el Poder Judicial. Desde la letra del art. 6, no hay una respuesta explícita. Muchos sostienen la posibilidad de acotar la intervención, mas ¿qué sentido tiene si la pérdida de la forma republicana generalmente se vincula a la concentración del poder en la cabeza del Ejecutivo, doblando a los demás órganos? Sería incongruente pretender que la alteración proviniera exclusivamente de los jueces. Además, en la historia, se han registrado decretos que intervenían “solamente” la justicia provincial —en general, con sospechoso propósito de subyugarla—. Las secuelas de tal decisión suelen contradecir la vocación republicana de la intervención “reconstructora”.
En definitiva, la raíz de las confusiones se halla en la escueta formalidad de la Constitución y la ausencia de una ley que regule estos asuntos. Históricamente, hemos visto breves leyes de intervención, limitadas al nombramiento del Interventor y a su cometido de convocar a elecciones. Se ignora, por ejemplo, cómo se gestiona el presupuesto provincial, a quién se rinde cuentas, qué ocurre con las elecciones, si se intervendrá total o parcialmente, etc. El resultado salta a la vista: el Interventor, con facultades extensas y difusas, puede topar con la categoría de “gobernante absoluto” mientras dure su gestión, minando la esencia misma del art. 29 CN y del principio republicano. Por ello, se torna imperioso que, con margen y sosiego, el Congreso adopte una ley general que defina, paso a paso, el alcance de la intervención, la participación de la Auditoría General de la Nación en el control de los fondos, el carácter federal del órgano electoral que supervise los comicios y el impacto (si alguno) sobre los municipios. Solo así, los males de la discrecionalidad cederán ante el firme pulso de la legalidad y la institucionalidad.
VII. La competencia legislativa.
Al contemplar la multiplicidad de funciones que inciden en la creación de normas generales, uno podría sentir la tentación de concluir que la noción de “función legislativa” depende, meramente, del contenido de tales normas, sin atender al órgano que las promulga. Sin embargo, muy al contrario, en nuestro orden constitucional la función legislativa no se define únicamente por su materia u objeto (la emisión de reglas jurídicas generales), sino que exige la referencia indispensable a la jerarquía de las normas, al procedimiento para su emisión y al órgano legitimado para emitirlas.
Como dijimos, era imposible asimilar la competencia legislativa con la mera emisión de normas “generales” porque formaba parte de las potestades del ejecutivo.
En ese sentido, conviene insistir en la necesidad de precisar en qué consiste la función legislativa en el sentido constitucional. Es decir que incumbencia le está prohibida al Presidente de la Nación ejercer por sí mismo. Es pertinente reiterar que la generalidad no implica ejercicio de la función legislativa.
En cambio, sí se advierte una diferencia sustantiva entre el reglamento y la ley por su distancia de la Constitución. La ley se halla directamente alineada con la Constitución. Un reglamento en cambio aparece subordinado a la ley. Otra diferencia es que si bien existen reglamentos que están alineados respecto de la Constitución su ámbito de aplicación se encuentra circunscripto a destinatarios que están incorporados a la organización administrativa. Cuando la norma pretende regir la situación de personas que no tienen una relación de estrechez con la autoridad es imperativo que el instrumento autoritativo sea la ley. Nuestra Constitución es explícita cuando alude a los derechos individuales (art. 14) y apunta que éstos se ejercerán “conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio”. Efectivamente, se atribuye a la ley —expresión del Congreso— la delineación esencial de tales derechos, relegando al reglamento a un rol puramente secundario o supletorio. De forma análoga, los actos de carácter general que pudiera emitir el Poder Judicial (v. gr., ciertas acordadas que organizan su funcionamiento interno) tampoco ascienden a la categoría de “función legislativa”. Están sujetos a la ley y, por ende, se ubican un peldaño más abajo.
De este modo, podemos concluir que la función legislativa, en el sentido riguroso que la teoría constitucional le otorga, recae en el Poder Legislativo y en el Poder Ejecutivo. En esta concepción, la génesis de la ley y su sometimiento jerárquico en la arquitectura constitucional reflejan la esencia de la actividad legislativa: un acto formal y supremo, no equiparable a los productos normativos de la Administración o del Poder Judicial, por mucho que compartan —solo en lo aparente— la condición de “normas generales.
1. Formación y Sanción de Leyes: Una Introducción a la Técnica Legislativa: El Rol de la Ley en la sociedad.
La elaboración de una ley es un acto de fundamental relevancia en la democracia republicana. El Congreso de la Nación, como órgano representativo de la voluntad popular, ejerce la función legislativa en conformidad con las reglas y procedimientos estipulados en la Constitución Nacional (arts. 77 a 84). A lo largo de este recorrido, se plasma no solo la participación de los legisladores —diputados y senadores— sino también la potencial intervención del Presidente de la Nación, y, de modo ocasional, la voz de la ciudadanía a través de la iniciativa popular. A continuación, se describe, a grandes rasgos, cómo opera este proceso de formación y sanción de las leyes.
a) Iniciativa legislativa
El artículo 77 de la Constitución Nacional habilita a los diputados, senadores y al Presidente a presentar proyectos de ley. La reforma de 1994 también incorporó la iniciativa popular, que faculta a un número determinado de ciudadanos a promover un proyecto ante la Cámara de Diputados, siempre que se cumplan los requisitos legales. Una vez ingresado, la Cámara donde se presente —sea Diputados o Senado— se convierte en la cámara de origen, y la otra actúa como cámara revisora.
b) Presentación y asignación a comisiones
Tras la presentación del proyecto (ya sea en la Cámara de Diputados o en la del Senado), este es recibido en la mesa de entradas o Secretaría Legislativa. A partir de ahí, se deriva a una o varias comisiones de asesoramiento, en razón de la materia que trate (por ejemplo, legislación general, asuntos constitucionales, presupuesto, etc.). Dichas comisiones:
1. Estudian el contenido del proyecto con mayor detenimiento.
2. Solicitan informes, convocan a expertos o realizan audiencias (dependiendo de la complejidad del tema).
3. Emiten un dictamen (favorable o desfavorable), o pueden sugerir modificaciones.
En casos de urgencia o relevancia sobresaliente, puede acudirse a la modalidad de “sobre tablas”, en la cual el proyecto se trata directamente en el recinto, sin pasar por comisiones.
c) Debate y votación en la cámara de origen
Terminado el trabajo en comisiones, el proyecto es elevado al plenario de la cámara de origen. Allí se distinguen dos etapas:
1. Discusión en general: Los legisladores deliberan acerca de los principios, objetivos y fundamentos del proyecto.
2. Discusión en particular: De aprobarse en general, se procede a debatir y votar cada artículo o disposición.
Si la cámara de origen lo aprueba en ambas etapas (general y particular), el proyecto obtiene media sanción y pasa a la cámara revisora. Si la cámara lo rechaza en general, el proyecto finaliza su curso o se archiva. También puede aprobarlo con enmiendas.
d) Análisis en la cámara revisora
Recibido el proyecto en la otra cámara, esta repite el procedimiento: lo gira a sus comisiones pertinentes y, posteriormente, lo debate en el recinto con la misma secuencia (votación en general y en particular). La cámara revisora puede:
1. Aprobar sin cambios: El proyecto se considera sancionado y se remite al Poder Ejecutivo para su promulgación.
2. Rechazarlo: El proyecto se da por desechado y no prospera (salvo que existan reglas específicas que permitan la insistencia).
3. Modificarlo: Si introduce enmiendas, el proyecto retorna a la cámara de origen, que debe aceptar o rechazar dichos cambios (en cuyo caso puede darse una tercera instancia de consenso o, de no llegarse a acuerdo, el proyecto puede fracasar).
e) Sanción y envío al Poder Ejecutivo
Cuando ambas Cámaras concuerdan en un texto definitivo, el proyecto se sanciona como ley. El siguiente paso es su remisión al Poder Ejecutivo para que:
1. Promulgue la ley (sea de modo expreso por decreto o de “hecho”, si tras diez días hábiles no formula objeciones).
2. Vete la ley (total o parcialmente).
• El veto total implica el rechazo íntegro del proyecto.
• El veto parcial puede darse si no desvirtúa el espíritu del proyecto ni deja una normativa inconexa (art. 80 CN).
En caso de veto, el proyecto vuelve al Congreso, que puede aceptarlo o insistir en su sanción original. Para imponer la insistencia se requieren los dos tercios de los votos en ambas cámaras (art. 83 CN). Si el Congreso logra esa mayoría, la ley queda promulgada pese a la oposición presidencial.
f) Publicación y vigencia
La ley aprobada y promulgada se publica en el Boletín Oficial, cumpliéndose así el paso final de difusión oficial. Respecto del inicio de su vigencia, se aplican los criterios legales vigentes: a veces entran en vigor tras un plazo específico (vacatio legis), o bien de manera inmediata a partir de la publicación.
2. El control judicial del procedimiento de formación y sanción de la ley.
A lo largo del tiempo, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha transitado un sendero sinuoso al definir si, desde su investidura judicial, debe o no incursionar en el procedimiento de formación y sanción de las leyes. En un inicio, el Tribunal mostró una férrea renuencia a escrutar las formalidades parlamentarias, tildándolas de “políticas” y, por ende, ajenas a la órbita judicial. Sin embargo, con el paso de las décadas, fueron asomando excepciones tímidas y luego más asentadas, hasta configurar la posición actual, en la que, si bien se ratifica el principio de no injerencia, se admite un control cuando falten del todo los “requisitos mínimos e indispensables” de creación legislativa.
El escenario de inicios de nuestra historia constitucional se esboza con un fallo clásico: “Cullen c/ Llerena” (Fallos: 53:420). El asunto envolvía la constitucionalidad de una ley que declaraba la intervención federal en Santa Fe. Cullen, en nombre de un gobierno provisorio surgido de una revolución, sostenía la infracción del art. 71 de la Constitución de entonces, dado que otro proyecto de intervención había sido rechazado apenas quince días antes. La Corte, no obstante, optó por un encuadre “político” del conflicto. Zanjó que la intervención era “resorte de los poderes políticos” y que cualquier controversia sobre la forma en que el Congreso interpretó su reglamento escapaba a la jurisdicción judicial. Así pues, coronó la idea de que “cada uno de los tres altos poderes aplica e interpreta la Constitución por sí mismo” y que la Justicia no debe controvertir ni el fondo ni la forma de sus deliberaciones legislativas.
En un tono análogo, la Corte dijo en Compañía Azucarera Tucumana (Fallos: 141:271) que incluso si algunos legisladores hubiesen sido llevados compulsivamente a sesionar y a otros se les hubiese impedido participar, aquello no incumbía al Poder Judicial. Consideró que esas disputas, “estratagemas y maniobras” pertenecían esencialmente a la “intensa lucha partidaria” y constituían un asunto “político” en que la Corte no podía inmiscuirse sin quebrantar la independencia y la supremacía del Poder Legislativo. Acentuando esa perspectiva, en Minas Petrus (Fallos: 210:855), se alegó la inconstitucionalidad de una ley de creación de un impuesto por originarse en el Senado en vez de en la Cámara baja, como prescribía la Constitución del momento. La Corte, no obstante, rehusó examinar esa supuesta violación al trámite legislativo, sosteniendo que “el Poder Judicial carece de facultades para resolver sobre la forma” en que se aprueban las leyes. Reiteró el postulado de no desandar el proceso interno del Congreso.
Esta suma de precedentes afianzó el principio de abstención total: la Corte limitaba su control al contenido final de la ley, sin hurgar en sus pasos formativos.
El giro comenzó con “Soria de Guerrero” (Fallos: 256:556), en que la Corte —aunque ratificó su política de deferencia— dejó abierta una hendija: dijo que la regla solo “cedería” si se probase la falta absoluta de “requisitos mínimos e indispensables” para la creación de la ley. El caso aludía al art. 14 bis, introducido en la Convención Constituyente de 1957. La demandada sostenía que ese artículo no había sido incorporado en forma reglamentaria. Mas la Corte rechazó tal pretensión, por no encuadrar en la ausencia total de condiciones esenciales. Sin embargo, lo esencial es que proclamó por vez primera un supuesto extremo en que el Poder Judicial sí actuaría.
La jurisprudencia halló otro foco de análisis cuando el Presidente, en lugar de vetar o promulgar la ley, procedía a promulgar “algunos artículos” y suprimir otros. En “Colella” (Fallos: 268:352), se trataba de una ley que regulaba el contrato de trabajo en su integralidad. El Ejecutivo decidió promulgar solo las disposiciones referentes a la extinción del vínculo e indemnizaciones, dejando de lado la definición del contrato y su ámbito de aplicación. La Corte consideró que aquello fracturaba la unidad del proyecto y era un acto inconstitucional, puesto que la ley sancionada por el Congreso era un “cuerpo inescindible.” Al no validarse la promulgación parcial, el reclamante no pudo beneficiarse de la normativa laboral presuntamente vigente.
De modo similar, en FAMYL (Fallos: 323:2256), se invalidó un decreto del Ejecutivo que dejaba sin vigencia la alícuota reducida aplicada a las prestaciones de medicina prepaga, incumpliendo la voluntad del Congreso, que había condicionado la supresión de la exención impositiva a la instauración de un gravamen menor. Otra vez, la Corte declaró que, siendo un “todo inescindible,” la promulgación parcial en contra del sentido global del proyecto implicaba legislar, usurpando atribuciones del Parlamento.
En contraste, Ministerio de Cultura y Educación (Fallos: 331:1123) aceptó la validez de la promulgación parcial cuando la porción vetada era autónoma, no afectaba la unidad del proyecto y, por ende, podía suprimirse sin agraviar el “espíritu” legislativo. Se fundamentó así la compatibilidad entre veto parcial y promulgación parcial, mientras resultaran congruentes con el artículo 80 CN.
En la doctrina de “Nobleza Piccardo” (Fallos: 321:3487), la Corte subrayó la obligación de que ambas Cámaras aprueben el mismo texto para que exista ley. Allí se evidenció que Diputados y Senado no coincidieron en la fecha de caducidad del régimen tributario y, por tanto, jamás hubo “concurrencia de voluntades” para remitir el proyecto al Ejecutivo. Ante tal omisión de un “requisito mínimo esencial,” la Corte estimó nula la pretendida ley.
Diferente fue la postura en “Barrick” (Fallos: 342:917). El Senado, como cámara de origen, suprimió un artículo que la revisora (Diputados) había insertado, sin que se considerara una infracción grave al art. 81 CN. La Corte ponderó la práctica parlamentaria y el reglamento del Senado, donde la supresión no aparecía como un atropello esencial sino como un ejercicio “razonable.” Por ende, no se configuraba esa falta absoluta de “requisitos mínimos e indispensables,” pues no desvirtuaba el resto de la ley, ni rompía su unidad. Fue un ejemplo de la flexibilidad con que la Corte —llegado el caso— aprecia la intervención parlamentaria, siempre y cuando no rocen el extremo de vaciar la voluntad de ambas Cámaras.
El examen retrospectivo deja ver que la Corte Suprema se ha movido desde una doctrina de entera abstención (siglo XIX e inicios del XX) a una matizada idea de que sólo cuando se demuestra la carencia absoluta de los requisitos básicos (concurrencia de ambas Cámaras, cuerpo inescindible del proyecto, etc.) el Poder Judicial puede invalidar el resultado. Esto implica reconocer la gran amplitud de “zona política” que la Corte está dispuesta a tolerar, pero al mismo tiempo le permite intervenir de modo excepcional cuando se configura un atropello manifiesto a la forma constitucional de sancionar una ley.
Así, la pauta “tal principio sólo cede si faltan los requisitos mínimos e indispensables que condicionan la creación de la ley” enuncia la piedra angular de la jurisprudencia actual. En lo atinente al Poder Ejecutivo, la invalidez de la promulgación parcial se admite cuando afecta la esencia y unidad del proyecto, fungiendo casi como un “legislador” que reescribe la voluntad congresual. Pero si se trata de supresiones escindibles, no se viola la Constitución.
En definitiva, la Corte reconoce que, en nombre de la independencia de poderes, no puede fiscalizar los matices propios de la discusión parlamentaria, y que la “forma” en que cada Cámara interpreta su reglamento normalmente se escapa a su competencia. Mas si el acto roza el núcleo inexcusable de la validez legislativa, ahí sí, la voz judicial se alza para resguardar la Constitución.
VIII. Participación ordinaria del Poder Ejecutivo en el proceso de formación y sanción de la ley.
Conforme a la visión tradicional que propone la doctrina sobre la división de poderes, el órgano ejecutivo ha solido concebirse como mero instrumento encargado de hacer efectivas las decisiones que emanan tanto del Poder Legislativo como del Judicial. Sin embargo, el estudio más atento de nuestra Constitución y de la dinámica política que gobierna la relación entre gobernantes y gobernados, nos evidencia una realidad mucho menos estricta y mucho más movediza que aquella separación tajante que describen los libros.
En la práctica, los procedimientos de decisión se transforman en verdaderos procesos de interacción gubernamental, impulsados por el control político y la confluencia de varias voluntades. Todo ello como recurso establecido por la Constitución para impedir la concentración del poder y su ejercicio abusivo. Hoy, uno de los rasgos políticos más nítidos en el panorama contemporáneo es, precisamente, la incesante expansión del órgano ejecutivo al desempeñar sus funciones constitucionales. Sin apartarse de la Ley Fundamental, procura responder con celeridad a la dinámica creciente de la actividad estatal, que exige decisiones ágiles y oportunas.
Desde luego, el mero cumplimiento de lo que dicta la ley no agota las atribuciones del órgano ejecutivo. Su esfera va mucho más allá. Se extiende a un vasto terreno político y administrativo otorgado por nuestra Constitución. A poco de observar la realidad, advertimos que la separación de funciones entre el Ejecutivo y el Legislativo nunca tuvo, ni remotamente, la precisión o el rigor absoluto que postulaban ciertas corrientes doctrinarias. Muy al contrario, los mecanismos de control político y la interdependencia que la Constitución consagra entre los distintos órganos gubernamentales prueban la flexibilidad de esas funciones, previstas en cláusulas generales que admiten ser ampliadas o limitadas según la interpretación constitucional que vaya concretándose en la práctica. Y todo ello sin forzar ninguna transformación insalvable en la letra o el espíritu constitucional.
Como no existe una división estanca entre las funciones de los poderes Legislativo y Ejecutivo, a menudo un poder penetra en la esfera del otro. De hecho, resulta inexacto afirmar que todas las funciones políticas recaen exclusivamente en un solo órgano, cuando vemos a menudo que ambos participan, aunque con distinto grado de intervención, en el ejercicio de aquellas.
Precisamente, este proceso de interacción torna manifiestas las llamadas “funciones colegislativas” del órgano ejecutivo, que se conciben como una forma de control político y de necesaria intervención en áreas que, en apariencia, no le corresponderían. Son supuestos en los cuales la validez de los actos gubernamentales exige una participación conjunta de ambos poderes, según lo marca la Constitución, para la formación de ciertas decisiones políticas.
A) El veto.
En el diseño constitucional argentino, la sanción de las leyes constituye un proceso que compromete tanto al Poder Legislativo como al Poder Ejecutivo. La presentación de proyectos de ley, que luego se someten al devenir parlamentario, está a cargo del Poder Ejecutivo, los diputados, los senadores e, incluso, de la ciudadanía cuando se satisfacen los requisitos del artículo 39 de la Constitución y de la ley 24.747 sobre iniciativa popular.
Una vez que ambas Cámaras, mediante votación expresa y afirmativa, otorgan su aprobación a un proyecto, este se eleva al Poder Ejecutivo. A partir de entonces, dispone de un plazo de diez días para promulgar la ley y ordenar su publicación en el Boletín Oficial o, en su defecto, para observarla (vetarla) en todo o en parte. Así también, el Poder Ejecutivo puede observarla parcialmente y promulgar la parte restante, a condición de poder demostrar que esa porción conserva “autonomía normativa” y no se ve trastocado “el espíritu” ni la “unidad” del proyecto tal cual fue sancionado por el Congreso. En tal hipótesis, se activa el procedimiento de control político ulterior —idéntico al de los decretos de necesidad y urgencia— que compete al Congreso. Ante un veto total o parcial, el texto vuelve a las Cámaras legislativas, que conservan la potestad constitucional de la insistencia. De lograr los dos tercios de los votos de los miembros presentes en ambas Cámaras, el proyecto se convierte en ley, con lo cual el Poder Ejecutivo se ve obligado a promulgarlo y publicarlo.
Dentro del proceso de formación y sanción de las leyes, los mecanismos de veto total o parcial por parte del Ejecutivo y la insistencia por parte del Legislativo actúan como un engranaje de equilibrio, neutralizando eventuales conflictos de poder y amparando la esencia normativa del sistema. Cuando se alcanza la ley gracias a la insistencia del Congreso, el Poder Ejecutivo carece de legitimación procesal para impugnarla judicialmente, viéndose obligado a aplicarla en forma directa o a reglamentarla en los aspectos en que sea necesario.
El veto sin el heredero de una prerrogativa monárquica, no necesita estar fundado como tampoco necesita expresión de motivos la sanción de una ley. La razonabilidad es una exigencia de la ley en sí. Por ende, el Presidente puede vetar una la ley porque se le antoja. Es un oxímoron preguntarse qué efecto puede tener un ejercicio arbitrario del veto, habida cuenta de que no puede someterse a escrutinio lo que per se no tiene efectos jurídicos para terceros. Solamente el acto normativo adquiere trascendencia cuando está consolidado, es decir, cuando la ley fue promulgada. La única reacción posible a un veto es de naturaleza política y consiste en la insistencia por parte del Congreso. Bajo ningún punto de vista puede admitirse que los jueces controlen el ejercicio de la facultad presidencial bajo examen. A todo evento, los jueces pueden discutir la inconstitucionalidad por la omisión de sancionar una ley o los daños y perjuicios derivados del incumplimiento de los mandatos convencionales por no hacerlo. Pero una resulta una ofrenda a la división de poderes que un juez se arrogue facultades para declarar la inconstitucionalidad de un veto y termino promulgando insólitamente una ley. No es que el veto resulte una cuestión política, en rigor, no hay cuestión porque no hay norma que examinar. El interpretativismo absurdo quiere desafiar ese temperamento so pretexto del control interno de convencionalidad.
B) El decreto de promulgación parcial.
A diferencia de lo que sucede con la Constitución de los Estados Unidos —que no prevé el veto parcial—, nuestra Constitución lo admite con franqueza. El artículo 80 establece que los proyectos de ley que sean rechazados en parte por el Poder Ejecutivo no podrán ser aprobados en aquello que permanece si la supresión de las partes observadas desnaturaliza la unidad de la iniciativa legislativa. Sin embargo, si las partes no vetadas conservan autonomía y no alteran el sentido global de lo sancionado, pueden ser promulgadas, siempre respetando los cauces que fijan los decretos de necesidad y urgencia en el artículo 99, inciso 3°, de nuestra Ley Fundamental.
Antes de la reforma constitucional de 1994, la Constitución contemplaba el veto parcial pero no mencionaba la promulgación parcial. La doctrina argentina de entonces albergaba posiciones contrapuestas. Mientras algunos la descalificaban, otros consideraban que la Constitución no la impedía, siempre que la parte suprimida por el veto no desnaturalizara el sentido medular de la ley aprobada por el Congreso, conforme verificara luego el órgano judicial en cada caso.
La Corte Suprema de Justicia, en el famoso caso “Colella” de 1967, terminó por suscribir una visión semejante. Sostuvo, en esencia, que sin promulgación no existe ley y, por ende, no se pueden exigir derechos con base en una norma inexistente. También sostuvo que si el proyecto aprobado por el Congreso formaba un todo inescindible, la promulgación parcial carecería de validez al desmembrar una unidad deliberadamente pensada, con lo cual el Poder Ejecutivo invadía facultades propias del Congreso. Aun antes, en “Giulitta” de 1941, la misma Corte ya había observado que la promulgación parcial de un proyecto de ley no podía interpretarse como una convalidación tácita de la porción vetada, al remarcar la absoluta diferencia conceptual entre vetar y promulgar parcialmente. Más adelante, en “Colella”, la Corte consideró inaplicables las partes promulgadas si resultaban inseparables de lo vetado.
Tras la reforma de 1994, quedó convalidado no solo el veto parcial que ya figuraba en la Constitución, sino también la posibilidad de promulgar parcialmente las leyes. Así lo subrayó la Corte al resolver “Bustos”, donde declaró que la promulgación parcial resulta admisible, en la medida en que las partes vetadas puedan escindirse sin quebrantar el núcleo esencial de la norma.Desde un punto de vista pragmático, la promulgación parcial demuestra una virtuosa capacidad para preservar la eficiencia de la acción estatal. En el vertiginoso ritmo de la vida moderna, resulta imperativo dar respuestas prontas a las exigencias sociales. Además, es una solución coherente: el veto parcial presupone cierto acuerdo entre Legislativo y Ejecutivo acerca de algunos contenidos del proyecto. Si las Cámaras no pueden modificar las secciones no vetadas, no hay razón sustancial para rechazar su promulgación, cuando se respeta fielmente el espíritu general de la norma.
De ahí que la validez constitucional de la promulgación parcial exige:
1. Que la porción promulgada conserve una autonomía normativa.
2. Que no se alteren el espíritu ni la unidad del proyecto original.
Dicho esto, el artículo 80 determina un requisito adicional: esas leyes promulgadas parcialmente quedarán sujetas al procedimiento que regula el art. 99, inc. 3°, para los decretos de necesidad y urgencia. Esto implica la intervención de una Comisión Bicameral Permanente, siempre que no estemos ante materias excluidas de esa posibilidad. Esa comisión habrá de elevar un dictamen a cada Cámara para su análisis expreso, siguiendo los términos de la ley especial que, según la Constitución, se dictará por mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de ambas Cámaras.
Queda por dilucidar la manera en que la intervención de la Comisión Bicameral Permanente—prevista en el art. 99, inc. 3º—resuena en las hipótesis de promulgación parcial.
¿Y quién determina si la promulgación parcial satisface esos recaudos constitucionales? El artículo 99, inciso 3°, de la Constitución—verdadera columna vertebral de estos mecanismos—establece una sucesión de pasos:
1. Publicación del decreto (o “ley presidencial”) en el Boletín Oficial, con independencia de la fecha en que empiece a regir.
2. Dentro de los diez días contados desde la publicación, el Jefe de Gabinete debe presentar y sostener el decreto ante la Comisión Bicameral (creada a instancias de la Constitución y reglamentada por la ley 26.122)(3).
3. La Comisión Bicameral dispone asimismo de diez días para elevar un despacho que someta la cuestión al plenario de cada Cámara para su “expreso tratamiento”.
4. Estas, a su vez, han de resolver el asunto “de inmediato”, sin dilaciones ni pausas que rompan la continuidad del proceso.
Efectos de la decisión legislativa
Aprobación
Si ambas Cámaras avalan el decreto, se consolida la decisión política y mantiene plenos efectos. En ese caso no debería admitirse que el Poder Judicial ejerza su control de constitucionalidad como antaño y determine que la norma que fue promulgada inicialmente no contó con suficiente autonomía normativa.
Rechazo
El art. 24 de la ley 26.122 dispone que el rechazo por ambas Cámaras “implica su derogación”, salvaguardando, en principio, los derechos adquiridos durante su vigencia. El rechazo es una decisión política que no expresa motivos. No hay examen alguno de validez sobre lo actuado por el Poder Ejecutivo. El rechazo no tiene otro efecto que dejar sin efecto lo establecido por el Ejecutivo. Nunca corresponderá hablar de invalidación ni convalidación. Si la norma tuvo efectos ilegitimos podrá ser cuestionada en un caso en particular y en sede judicial. En nada incide lo actuado por el Congreso.
Silencio legislativo
La norma otorga a los decretos “plena vigencia” (art. 17) mientras no sean rechazados por ambas Cámaras (arts. 22 y 24). En ese sentido, comete un grosero error de interpretación quien considera que el silencio se traduce en una convalidación tácita. El Congreso nunca puede expresar de manera tácita su voluntad. La inacción del Congreso no tiene otro efecto que el que corresponde de ordinario respecto de las disposiciones de índole legislativa, habida cuenta de que tienen plenos efectos hasta tanto sean derogadas por otra norma de igual naturaleza.
IX. Participación extraordinaria del Presidente. El caso de los Decretos de Necesidad y Urgencia.
a. Situación del Presidente de la Nación. La función presidencial o función de jefatura. La distinción entre legislación presidencial y reglamento administrativo.
Se mece la urgencia en los rincones del poder, y emerge como un susurro de decreto que vulnera los senderos usuales de la ley. Así los llamamos: Decretos de Necesidad y Urgencia, o simplemente DNU. Dicen que nacen bajo el amparo de emergencias: el presidente, investido de cierta fiebre de mando, los dicta para sortear el camino legislativo y obrar al instante, a excepción de los terrenos penales, tributarios, electorales y políticos. Argentina, país de latidos fervorosos, ha conocido centenares de estos decretos—solo entre 1989 y 1999, se contaron alrededor de 545. Uno podría decir que en ese murmullo se pinta, a menudo, la silueta del gobierno de turno.
Tienen un germen lejano en las tierras anglosajonas, aunque allí, la impronta era distinta. En los parlamentos de esas monarquías constitucionales, el poder ejecutivo se funde con el mismo parlamento, como una prolongación de sus comisiones. De allí que las urgencias legislativas, desprendidas de las mismas entrañas del órgano legislativo, no contradigan la división de poderes. Tal vez por eso, el gabinete depende de la confianza del propio parlamento, sin sobresaltos ni tensiones profundas. No es, sin duda, el caso argentino ni el de otros presidencialismos marcados; mas no deja de ser el espejo donde algunos, en su día, vieron reflejada la necesidad de agilizar la toma de decisiones.
En nuestra historia, ya desde fechas muy tempranas —1854, 1856— se vislumbran decretos que se adelantaron a la ley, creando mensajerías y prórrogas bancarias. Con el tiempo, distintos presidentes hicieron uso de esta facultad implícita. Incluso el Dr. Raúl Alfonsín, apenas restablecida la democracia en 1983, dictó una decena de ellos; más tarde, Carlos Saúl Menem se alzó con unos quinientos cuarenta y cinco, entre 1989 y 1999. Si quisiéramos trazar períodos, podríamos decir que hubo tres: la primera etapa (1983-1994) sin regulación alguna; la segunda, de 1994 hasta la sanción de la ley 26.122 en 2006; y la tercera, desde entonces hasta hoy. Fue en 1990, a partir del caso Peralta, cuando nuestra Corte Suprema convalidó, por vez primera, un DNU que postergaba la disponibilidad de depósitos bancarios, aduciendo que la propiedad en cuestión no era suprimida, sino diferida en el tiempo. Desde entonces, la jurisprudencia delineó ciertas exigencias para vestir de legitimidad a estos decretos: riesgo extremo para la Nación, proporcionalidad en la respuesta, inexistencia de medios menos onerosos. Ese hito de la Corte, sin preverse todavía en la Constitución, sería luego la antesala para el artículo 99 inciso 3, incorporado en 1994.
Un DNU, con el repiqueteo que invade diarios y tertulias políticas, no es otra cosa que la llave que el presidente, bajo la urgencia y la necesidad, puede girar para dictar provisoriamente normas con fuerza de ley, puentes que salten la habitual travesía legislativa. Y, eso sí, estas llaves están prohibidas para la esfera penal, tributaria, electoral y de partidos políticos.
La Constitución le niega al presidente la potestad legislativa—so pena de nulo todo— y sin embargo, un poco más abajo, lo autoriza bajo circunstancias excepcionales que impidan el trámite ordinario. Es ese vaivén donde, por un lado, se exige que el DNU sea fruto de una grave e impostergable emergencia, y por otro, se sujeta a controles: la firma del jefe de Gabinete y de los ministros en acuerdo general, la mirada inquisitiva de la Comisión Bicameral Permanente y la posterior aprobación o rechazo de las Cámaras.
La ley 26.122, llegada en 2006, quiso afinar ese mecanismo de control, reglamentando plazos y procedimientos. Se exigieron diez días para que la Comisión Bicameral dictaminara, mientras las Cámaras, de forma expresa, evalúan luego la validez de la norma. Si la rechazan, es rechazada de plano y pierde su vigor (aunque sin atropellar derechos adquiridos que no contraríen las prohibiciones constitucionales). Pero la misma ley no previó grandes sanciones si, por ejemplo, la Bicameral se demora más de lo estipulado, o si las Cámaras tardan en pronunciarse. La teoría pretendió embalsar el exceso de presidencialismo, pero la práctica muestra a veces, tristemente, sus grietas.
¿Estos decretos han azuzado el fuego de un presidencialismo que se yergue por encima de los otros poderes o, por el contrario, sirven de refugio legítimo ante la tormenta de la emergencia? Difícilmente haya una respuesta unívoca. Lo que sí se advierte es que, gobierno tras gobierno, ideologías distintas han hallado en el DNU una criatura sumisa y útil. Se la ha usado, en palabras de algunos, “como una garrocha para saltar al Congreso”. Ello conlleva que, no pocas veces, el presidente disfrute de un lapso de gracia: entre la emisión, la firma de ministros, el dictamen de la Bicameral y el tratamiento de ambas Cámaras, transcurre un tiempo en el que el decreto, a pesar de su supuesto carácter provisorio, sigue vivo. Y si solo una de las Cámaras lo aprueba, basta para mantenerlo en vigor, volviendo necesario que ambas lo rechacen para que se desvanezca. Hay ejemplos ilustrativos, decretos que, tras largos meses, aún esperan la voz del Congreso, mientras continúan surtiendo efectos. El tiempo, entonces, parece curvarse en torno al decreto, otorgándole vida más larga de lo que la emergencia dictaba en un principio.
En ese sentido, no persigo, en este itinerario, agitar sombras contra ningún mandatario puntual, sino desenterrar el problema de raíz. Nuestro andamiaje institucional ha querido armonizar la emergencia con los controles republicanos, pero la realidad del presidencialismo argentino, robusto y espinoso, a veces devora la prudencia. Cierto es que la Constitución debe regir en tiempos de normalidad y en los de infortunio, y hay horas, en las que la urgencia exige puentes legales ágiles para socorrer al pueblo.
El andar histórico de nuestro país muestra, a contraluz, la progresiva transformación de las facultades del Presidente de la Nación. Desde aquel horizonte constitucional de 1853, en que el Poder Ejecutivo solo completaba las leyes sin necesidad de pedir venia al Congreso, hasta los albores de la reforma de 1994 —que le entregó nuevas llaves para abrir puertas normativas—, hemos contemplado una danza donde el Ejecutivo ya no se confina a la mera reglamentación. Hoy, al hablar de legislación presidencial, no hablamos de simples reglamentos administrativos. El DNU así como los decretos delegados y otras expresiones normativas del Ejecutivo, asumen un carácter que roza la actividad legislativa. En cambio, los reglamentos administrativos, fieles a su esencia, se limitan a desplegar y complementar la ley, sin quebrantar su espíritu.
Baste mencionar aquellas atribuciones singulares del Presidente —el nombramiento de magistrados, el indulto, la convocatoria a sesiones extraordinarias o, incluso, la potestad de declarar la guerra— para entender que nos movemos en un universo distinto al mero dictado de actos administrativos. Tales atribuciones son, a la letra, manifestaciones de la función de jefatura, un cetro simbólico de conducción suprema que el Presidente esgrime en nuestra arquitectura presidencialista.
En efecto, luego de la reforma de 1994, el convencional reconoció en el Ejecutivo nuevas competencias normativas excluyentes. Al caso de los decretos ejecutivos -en adelante DE- (art. 99, inc. 2º, DE), que son un complemento necesario o conveniente de la ley que reglamentan y sobre los cuales, no puede predicarse la necesidad del cumplimiento de los requisitos del art. 7º de la Ley de Procedimientos Administrativos, se agregan nuevas normas que emanan de la exclusiva autoridad del Presidente.
Los caracteres más relevantes de la legislación presidencial es que la actividad materialmente legislativa o normativa— no puede ser incluida dentro de la categoría de la función administrativa. Es que, en efecto, la actividad legislativa, como es la de dictar decretos de necesidad y urgencia, decretos delegados, sustituye a la ley y recibe un régimen jurídico especial, que no es estrictamente el de la ley en sentido estricto (que siempre emana del Congreso) pero tampoco es igual al de los reglamentos administrativos14. Sucede que, en efecto, cuando el constituyente establece las condiciones de ejercicio de una potestad en forma completa no puede luego el legislador establecer nuevos condicionamientos. La legislación presidencial está en línea directa con la Constitución y no puede ser limitada por el legislador constituido. En síntesis, mientras la legislación presidencial está limitada por el texto constitucional, la reglamentación administrativa está limitada a su vez por la legislación. Se trata, esta última, de una competencia regulatoria meramente administrativa sin otro alcance que el de facilitar la aplicación de la ley reglamentada.
b. La participación del Poder Ejecutivo en el proceso legislativo. Los decretos de necesidad y urgencia
El postulado central de nuestro ordenamiento institucional es que las cuestiones sustanciales deben ser reguladas por la ley. En principio, la competencia para emitir “leyes” —con su correspondiente jerarquía dentro del ordenamiento jurídico— pertenece exclusivamente al ámbito de la “función” ejercida por el Poder Legislativo. Sin embargo, la Constitución, en el párr. 1º de su art. 99, inc. 3º, nos presenta una definición harto sugestiva, al señalar que el Poder Ejecutivo: “Participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las promulga y hace publicar“. En ese sentido, es conveniente decir que hay dos tipos de participación legislativa que la Constitución le confiere al Presidente de la Nación. La primera es una participación ordinaria o simple, según la cual el Presidente goza de la facultad de iniciativa en la preparación de un proyecto de ley para su envío al Congreso, conforme lo dispone el art. 77 de la Constitución . Se trata esta de una potestad meramente discrecional, quedando al exclusivo arbitrio presidencial su ejercicio o su no ejercicio, salvo en el caso de la ley anual de presupuesto previsto en el art. 100.6. Pero junto con aquella participación que hemos denominado ordinaria, el art. 99, inc. 3º, prevé otra, que podemos llamar extraordinaria o especial. En la norma citada el constituyente de 1994 le ha conferido al Presidente la competencia para sancionar los que denomina “decretos de necesidad y urgencia” que, si bien se trata de normas vigentes desde el momento en que ellas mismas lo establecen -es decir, no son proyectos de leyes- impulsan al Congreso a expedirse sobre los mismos so pena de que tal decreto, que tiene como contenido materias que corresponden a la ley, continúe con su vigencia como si fuera una ley sancionada por el mismo Legislativo.
Entonces, el Presidente puede sancionar los denominados “decretos de necesidad y urgencia” (DNU) con contenido materialmente legislativo —es decir, relativos a materias contempladas en el art. 75 como de competencia propia del Congreso de la Nación— y con vigencia inmediata a partir de su publicación. Por esta vía del “decreto de necesidad y urgencia”, el Presidente de la Nación fuerza al Congreso a expedirse de una manera rápida acerca de un tema que el propio Presidente califica de “necesidad y urgencia”. Esto genera un juego de relaciones institucionales con predominio final del Congreso.Este procedimiento es una parte integrante del diseño constitucional, propio de nuestro ordenamiento jurídico, referido a la “separación de poderes”. Es por ello que no corresponde que el Poder Judicial intervenga prematuramente y considere la calificación presidencial de “necesidad y urgencia” en sustitución del “poder” constitucional de control que, en el punto, es exclusivamente el Congreso (arg., art. 100, aptdo. 13), tema sobre el que volveremos luego.
c. La doctrina de la emergencia
En la etapa anterior a 1994, la Constitución reformada no previó la atribución presidencial de dictar normas con rango de ley. No obstante, la jurisprudencia de la Corte reconoció su constitucionalidad ante la existencia de una situación “de grave riesgo social”. En segundo lugar, el decreto debía contener una medida razonablemente apropiada, y no exagerada, para enfrentar la crisis. Finalmente era menester que el Congreso no “adopte decisiones diferentes” Como se desprende la doctrina “Peralta”, allí se emparentó el decreto con otros remedios excepcionales que la Constitución regula para situaciones, precisamente, de excepción De manera que la “emergencia” se correspondería con los poderes de policía de emergencia.
En las condiciones actuales, el art. 99 inc.3 de la Constitución permite dictarlos “solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes”.
Luego de 1994, la Corte tuvo oportunidad en varias ocasiones, de resolver casos en lo que se impugnaba la constitucionalidad de los DNU. Hay que señalar, en prieta síntesis, que la Corte en sus fallos posteriores a la reforma estableció dos supuestos que, en principio, son los únicos que configuran los casos excepcionales que impiden seguir el trámite parlamentario ordinario. Estos casos son: a) La imposibilidad material (no el mero receso legislativo, superable con la convocatoria a sesiones extraordinarias, de competencia presidencial) de reunir al Congreso para sesionar; b) la necesidad de que la medida legislativa tenga carácter rápido y expedito para que resulte eficaz.
Así, en la causa “Consumidores Argentinos c/ EN —PEN- Dto. 558/02 —ley 20.091 s/ amparo ley 16.986” , declaró la inconstitucionalidad del decreto 558/02 del 27 de marzo de 2002 que modificó la ley 20.091 de entidades de seguros. Para así decidirlo, la Corte señala que las facultades para dictar un DNU son admitidas en condiciones de rigurosa excepcionalidad para limitar y no para ampliar el sistema presidencialista (considerandos 1 a 10). (Lorenzetti, Highton, Fayt, Maqueda, Zaffaroni y Argibay). En los considerandos 11, 12, 13, la mayoría afirma que los jueces pueden controlar la existencia del estado de necesidad y urgencia, la que no es igual a la mera conveniencia política. Como puede advertirse, la Corte repitió la doctrina del precedente “Verrocchi” (Fallos: 322:1726), en donde resolvió que para que el Presidente de la Nación pueda ejercer legítimamente las excepcionales facultades legislativas que, en principio, le son ajenas, es necesaria la concurrencia de alguna de estas dos circunstancias: 1) que sea imposible dictar la ley mediante el trámite ordinario previsto por la Constitución, vale decir, que las cámaras del Congreso no puedan reunirse por circunstancias de fuerza mayor que lo impidan, como ocurriría en el caso de acciones bélicas o desastres naturales que impidiesen su reunión o el traslado de los legisladores a la Capital Federal; o 2) que la situación que requiere solución legislativa sea de una urgencia tal que deba ser solucionada inmediatamente, en un plazo incompatible con el que demanda el trámite normal de las leyes (considerando 9°).
En el caso “Asociación Argentina de Compañías de Seguros y otros c. Estado Nacional – Poder Ejecutivo Nacional s/ nulidad de acto administrativo”, la Corte confirmó la sentencia de Cámara que había declarado inconstitucionales a los decretos de necesidad y urgencia 1654/2002 y 1012/2006 (que ratificó al anterior), mediante los cuales el Poder Ejecutivo Nacional excluyó a las empresas nacionales de transporte aerocomercial de la obligación impuesta en la ley 12.988 de asegurar sus riesgos en compañías de seguros nacionales. La Corte, en el voto conjunto de los jueces Ricardo Lorenzetti y Carlos Fayt, recordó que la admisión de facultades legislativas por parte del Poder Ejecutivo se hace bajo condiciones de rigurosa excepcionalidad y con sujeción a determinadas exigencias formales, según lo previsto en el art. 99, inciso 3°, de la Constitución Nacional; y que es tarea de los jueces evaluar si las circunstancias invocadas son excepcionales, o si aparecen como manifiestamente inexistentes o irrazonables, en cuyo caso la facultad ejercida carecerá del sustento fáctico constitucional que la legítima (conforme sentencia del 19 de mayo de 2010 en “Consumidores Argentinos”; Fallos: 333:633). A juicio de la Corte, el acto impugnado no demostró que el complejo contexto económico general hubiera afectado al transporte aéreo comercial de tal forma que exigiera, a los fines de salvaguardar los intereses generales de la sociedad, un reordenamiento o regularización que no pudiera ser llevado a cabo por los medios ordinarios que marca la Constitución. Los jueces Elena Highton de Nolasco y Juan Carlos Maqueda votaron de modo concordante remitiendo para ello al precedente de Fallos 333:633.
Esta jurisprudencia de la Corte Suprema conduciría a concluir que los DNU sólo son admisibles (independientemente de las hipótesis de materias expresamente prohibidas por el cit. art. 99.3 Const. Nac.) en situaciones de emergencia.
Después de 1994, la Corte, en su doctrina, ha perfilado dos situaciones arquetípicas: la imposibilidad material de reunir al Congreso y la urgencia de la medida, tal que el tiempo del trámite legislativo resulte incompatible con la celeridad requerida.
En sentido opuesto, venimos sosteniendo que el Presidente resulta habilitado para elegir discrecionalmente entre enviar un proyecto de ley y la emisión más rápida de un decreto. Más aun, creemos que la emergencia siquiera es un concepto jurídico indeterminado, sino un concepto exclusivamente político, de valoración meramente política y no jurídica, como los de “seguridad de las fronteras” (art. 75.16), “justicia social” (75.19), “conmoción interior” (75.29 y 99.16) y otros tantos utilizados por el Constituyente, que según la práctica constitucional y la misma jurisprudencia permanente de la Corte (así el supuesto de la declaración del estado de sitio) ( cuya valoración ha sido dejada exclusivamente en manos de la relación entre Presidente y Congreso,
No es extraño, pues, que esta “urgencia” se pliegue a la conveniencia política y que la Constitución contemple un control político —no meramente judicial— a través de la Comisión Bicameral y las Cámaras. En Argentina, el Presidente no puede disolver el Congreso, y a veces la falta de mayorías paraliza la acción del Ejecutivo, que recurre al DNU para responder a una situación que, en su criterio, exige soluciones inmediatas. Ciertamente, los DNUs se han utilizado en asuntos que algunos juristas no llamarían “extremos”: creación de ministerios, modificaciones al presupuesto, la intervención de empresas, planes de infraestructura, feriados nacionales. Pero la “excepcionalidad” es, por su propia esencia, una cuestión política. En 1994, la reforma reforzó el control del Congreso sobre esta herramienta, exigiendo un contralor rápido y efectivo.Al mismo tiempo, no hay norma que ate el DNU a lo efímero o temporal. Un decreto de necesidad y urgencia puede encarar incluso cambios monetarios —decisiones que se proyectan sobre toda la urdimbre jurídica— sin que la Constitución lo prohíba.
Muchas veces, la Corte ha evaluado si la urgencia que invoca el Ejecutivo era real o aparente. Tomemos el ejemplo de un reciente pronunciamiento: se reprochó al Poder Ejecutivo basarse solo en un “conflicto interpretativo” para emitir un DNU. Allí, la Corte reprendió la insuficiencia del motivo para sortear los trámites ordinarios.Sin embargo, esta mirada de la Corte también sustituye el juicio del Presidente por el del magistrado. ¿Quién mide la urgencia real? ¿Cómo tasar el dolor que experimenta quien se ve obligado a dictar un decreto en medio de una crisis? Cada caso conlleva sus matices, sus escalas internas de premura y necesidad, tal como la mujer embarazada que duda entre correr a la clínica o dejarse guiar por la voz médica que, a distancia, evalúa la intensidad de sus contracciones. Además, no debe olvidarse que el DNU, si luego se convalida, queda dotado de la fuerza que le confiere el Congreso. ¿Qué ocurriría si el juez dictamina la urgencia, pero ambas Cámaras la niegan? La tensión entre lo que la política legitima y lo que la judicatura considera “constitucional” teje una paradoja inquietante. La gran reforma de 1994 quiso, al fin y al cabo, cortar con la parálisis del poder cuando el Legislativo no hallare acuerdo. No vivimos bajo un régimen omnímodo: la Constitución, en su nueva arquitectura, ha tramado un sistema de controles recíprocos. El Ejecutivo puede legislar, pero el Congreso revisa. El Jefe de Gabinete puede ser censurado, y los decretos —si se juzgan abusivos— pueden naufragar.
En definitiva, lejos de reducirse a un formalismo vacío, el DNU es un órgano vivo de la Constitución que late en medio de la urgente realidad política. No se confunde con el acto administrativo, ni se somete a los requisitos que rigen su elaboración. Nace con estatus de ley y está llamado a sortear la mirada crítica del Congreso. La usanza de esta facultad puede suscitar debates encendidos —¿quién define la urgencia, quién valora la necesidad?—, mas resulta innegable que, a la postre, la voluntad popular, encarnada en el Legislativo, conserva la palabra decisiva para acoger o sepultar la norma.Es así que la vigencia de los DNU revela un saludable equilibrio institucional: el Ejecutivo no manda solo, pero tampoco se ve maniatado cuando el reloj aprieta y el Congreso, por razones circunstanciales, no ofrece una salida inmediata. Es un delicado péndulo, en que la Constitución, el Congreso y el Presidente deben hilar la trama compleja de la gobernabilidad sin sacrificar la esencia republicana.Al cabo, este andamiaje refrenda que la vocación de la Constitución del 94 no fue limitar, sino organizar la potestad presidencial, incrementando la transparencia y el diálogo con el Congreso. Así, el DNU deja de ser un salto autoritario y se convierte en un puente de emergencia, cuyas bases se afirman en un contralor político sumamente exigente. Y así, una vez más, la República se preserva, prestando oído a cada uno de los poderes que velan por el destino común de la Nación.
Después de la reforma la actuación presidencial puede tener lugar, válidamente, en todos los casos en que el Presidente oportunamente estime conveniente recurrir a este mecanismo alternativo de sanción de las leyes para cumplir, como “jefe supremo de la Nación” y “jefe de gobierno”, con los fines expresados en el Preámbulo. No se debe confundir, entonces, el instituto de la “emergencia” con el instituto de los “decretos de necesidad y urgencia”. Hay un dato elocuente que contribuye significativamente a sostener esta tesis; no hay norma constitucional alguna que obligue a motivar el decreto de necesidad y urgencia. ¿Cómo podría examinarse el juicio presidencial para valorar la emergencia? Es cierto que el Jefe de Gabinete debe explicar las razones del DNU de que se trate ante la Comisión Bicameral Permanente (cfr. art. 100, aptdo.13, Const. Nac.), además de hacerlo ante el plenario de la cámaras en las oportunidades ordinarias del art. 101, o ante la interpelación a la que puede ser sometido conforme con la misma norma, pero ello es al sólo efecto de la valoración del DNU por el Congreso a los efectos de la posible declaración de su nulidad según lo dispuesto por la ley 26.122. En definitiva, esta misma norma ratifica que tal valoración política corresponde al Poder Legislativo, mientras que a los jueces les cabe, ante un caso concreto, analizar si el DNU agravia a algún derecho individual o de incidencia colectiva reconocido por la Constitución o los tratados constitucionalizados, o bien avanza sobre las materias prohibidas por el art. 99.3, Const. Nac. La misma Constitución atribuye al Congreso la regulación del procedimiento de valoración política del DNU, según resulta de los arts. 99.3, infine, y 100.13, normas que serían innecesarias de ser adecuada la interpretación que criticamos.
Así entonces, el “cuadro de situación” que sirve de fundamento para el dictado de estos decretos con rango de ley debe ser considerado por el Congreso. ¿Quién se encontrará en mejor condición que el Congreso (expertise política, no atribuida por la Constitución a los jueces) para examinar si verdaderamente resultaba necesario sortear las vías ordinarias para la sanción de un proyecto de ley?.
De modo que la imposibilidad de cumplir con el trámite constitucional es una cuestión que remite a cuestiones de oportunidad, mérito y conveniencia, en este caso de valoración estrictamente política. Tanto es así que la reforma constitucional, al tiempo que permitió al Presidente nuevas formas de participación en la construcción del ordenamiento jurídico, intensificó los mecanismos institucionales de diálogo político. En efecto, el Presidente puede legislar per se, pero debe comunicar inmediatamente su decisión al Congreso. El criterio jurisprudencial de revisar la “emergencia” como una cuestión fáctica no condice con la rapidez con que el Congreso debe revisar el mérito del mecanismo utilizado por el Presidente. Asimismo, el nuevo artículo 99, inc.3° de la Constitución tiene una redacción que no recoge literalmente los lineamientos establecidos en el caso “Peralta”.
En ese orden de ideas es útil reiterar que el texto constitucional no menciona la expresión “condiciones de rigurosa excepcionalidad” y si comparamos tal texto con la anterior exigencia habilitante- la emergencia- no se ve cómo la nueva Constitución limita la competencia presidencial en lugar de ampliarla. En ese sentido corresponde hacer notar que el constituyente de 1994 no “disminuyó”, ni “agravó” el requisito causal fáctico habilitante de aquella competencia. La imposibilidad de seguir el procedimiento para la sanción de las leyes es una cuestión no justiciable que por su naturaleza política debe ser considerada exclusivamente por el Congreso. Bien podría el Ejecutivo ejercer esta atribución existiendo un proyecto sobre el mismo objeto y materia con trámite parlamentario. Efectivamente, el Presidente puede sancionar un DNU, tanto para afrontar una situación calamitosa, como también para forzar el tratamiento por las cámaras de una propuesta legislativa.
Es indiscutible que la Constitución redefinió las relaciones entre el Presidente y el Congreso. Lo que sí crea la reforma es un riguroso sistema de diálogo político. A diferencia de la Constitución reformada y su interpretación jurisprudencial, la reforma constitucional introduce un procedimiento de control político inexcusable. ¿Cómo podría el Poder Judicial considerar que no mediaba una situación límite si el Congreso consiente la imposibilidad de legislar y aprueba, o nulifica o deroga, el decreto? Para nosotros, la Constitución habilita al Presidente a elegir entre la sanción de una ley o un DNU. A todo evento, el Congreso podrá rechazarlo de inmediato e incluso iniciar el juicio político o la moción de censura del Jefe de Gabinete si vislumbra que el Presidente abusó de las competencias legislativas que le atribuyó la Constitución. Es que estamos frente a una nueva organización sistemática funcional del presidencialismo que busca superar uno de los peligros del mismo sistema presidencialista: la parálisis gubernativa por la contradicción política entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo.
Debe entenderse que la reforma constitucional de 1994 diseña un nuevo juego de relaciones funcionales entre el Presidente de la Nación y el Congreso, acentuando notablemente el papel conductor del primero, mientras que se fortifica el papel controlador del segundo. El papel conductor del Presidente se encuentra claro en la redacción del inc. 1º del art. 99: el Presidente es el jefe supremo de la Nación (calificativo que ya se encontraba en la Constitución de 1853) y es el jefe del gobierno. Esta es una jefatura política, con un gran poder de impulso, de dirección y hasta de definición de la marcha general de los negocios públicos. Esa jefatura no puede quedar prisionera de la lucha partidista que, naturalmente, ocurre dentro del Congreso. Es que el sistema presidencialista no puede imaginarse sometido a los intereses de grupos políticos, incluso los intereses de los mismos legisladores oficialistas. Aquel poder de impulso tiene, entre otras manifestaciones, la de imponer decisiones normativas, como las que se expresan en los DNU, forzando la actuación del Congreso, el que, como veremos, debe aprobar o rechazar expresamente, so pena de que, ante el silencio, el DNU mantenga su vigencia normativa. Una interpretación restrictiva de las causas justificantes de la competencia presidencial desnaturaliza el sistema y tiende a anular, en la práctica, el progreso institucional logrado con la reforma de 1994.
Lo expuesto no significa debilitar el papel del Congreso. En el nuevo sistema de relaciones funcionales entre poderes, amén de sus competencias “tradicionales”, la Constitución le ha reservado al Congreso un importante papel de contralor. Dice el art. 85: “El control externo del sector público nacional en sus aspectos patrimoniales, económicos, financieros y operativos, será una atribución propia del Poder Legislativo“, para luego establecer la Auditoría General de la Nación, como órgano de asistencia técnica del Congreso. Se inserta además en el ámbito del Congreso el Defensor del Pueblo (art. 86), órgano que también ejercita competencias que, en su base, son de control. A la vez, el Congreso controla la marcha de la Administración Pública recibiendo los informes mensuales del Jefe de Gabinete de Ministros, a quien puede someter a una moción de censura y también remover (art. 101).
Como se ve, se trata de un nuevo sistema de relaciones y equilibrios funcionales que fomenta la interacción entre el Presidente y el Congreso: iniciativa, decisión y control, pero recíprocos. El Congreso sanciona proyectos de ley que el Presidente puede vetar y en los que el Congreso insistir; el Presidente sanciona DNU que el Congreso puede revocar o derogar (ya veremos esto luego), por considerar que no se presentan las circunstancias extraordinarias y urgentes que la norma constitucional exige o, más simplemente, por no estar de acuerdo con su contenido. En este equilibrio funcional, el constituyente quiso que el Congreso —representación popular, toma de decisión deliberativa y mayoritaria – tuviera la última palabra. Pero —aclaremos— esta última palabra tiene los matices de los juegos políticos. Cuando el Presidente legisla, mediante un DNU, o impide una legislación, mediante el veto, o modifica el proyecto sancionado por el Congreso, mediante el veto y promulgación parcial, está ejerciendo toda la fuerza del poder de dirección propio de su liderazgo, de su condición de jefe supremo de la Nación y jefe del gobierno. Al Congreso —digamos, a la oposición de los propios legisladores oficialistas (situación frecuente en la práctica) o a la oposición propiamente dicha— le resulta mucho más fácil no legislar que oponerse a la decisión presidencial. Por ello el sistema ideado por el constituyente de 1994 es coherente con el sistema presidencialista; le quita sus “peligros”: como la parálisis del gobierno por la contradicción entre el Presidente y el Congreso, contradicción que, desde este aspecto, es de menor riesgo en los sistemas parlamentarios, donde el jefe del gobierno es una emanación del Parlamento y cuya subsistencia de este depende.
d. Las materias prohibidas
El art. 99, inc. 3º utiliza una técnica un tanto singular: primero sienta una regla general —que se inserta dentro del sistema clásico de división de poderes— tal es la de prohibir al Ejecutivo la emisión de normas de carácter legislativo, lo que debe entenderse en el sentido de normas con contenido reservado a la competencia material del Congreso; luego establece la excepción a tal regla, de límites abiertos y de naturaleza estrictamente política y por último dispone la excepción de la excepción: nunca puede sancionar normas “que regulen la materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos“.
El constituyente ha fijado un claro camino interpretativo: sentada la regla general —prohibición de sancionar normas con contenido de ley— la excepción —sanción de los decretos de necesidad y urgencia— debe ser interpretada restrictivamente, aunque esta restricción es sólo política y no jurídica, como veremos más adelante. Pero una vez ocurridas las circunstancias que, a juicio del Presidente (pero sujeto a nulificación por parte del Congreso), habilitan el dictado del DNU, la excepción se convierte en la regla: el Presidente, si la buena marcha del gobierno lo exige, debe dictar DNU so pena de caer en responsabilidades políticas, principalmente las que se expresan en el repudio electoral.
En el caso de la “materia penal “, la prohibición alcanza a todos los supuestos —previstos en el Código Penal o en leyes especiales— en que la conducta tipificada deba ser juzgada por los jueces penales, provinciales o nacionales, incluyendo la materia penal-económica, y federales. Según este criterio, que parece razonable, la excepción debe abarcar los casos en que la norma prevea sanciones administrativas aplicables por los jueces penales. Por supuesto, la exclusión debe también alcanzar a las leyes de procedimiento relativas al ejercicio de la acción penal, y esto no sólo por extensión, sino porque se trata de elementos esenciales —debido proceso— para el ejercicio de la pretensión punitiva por parte del Estado, y eventualmente de los particulares damnificados. Por lo mismo, la prohibición abarca a las leyes relativas a la ejecución de la condena penal, salvo en lo que respecta a la ley orgánica del servicio penitenciario y la eventual regulación de los procedimientos jurídicos y condiciones básicas para las construcciones carcelarias.
En el caso de la materia “tributaria”, el reconocimiento de una legislación administrativa es contraria a la vigencia irrestricta del principio de reserva de ley. Es notable el consenso doctrinario respecto de que el principio de reserva de ley tiene sustentos doctrinales originales que tornan inadmisible el reconocimiento en cabeza de la administración de facultades normativas sustantivas. Siquiera el modo en que los poderes públicos afrontan la evasión fiscal y captación de recursos con fines extrafiscales admiten un relajamiento en el seguimiento de los mandatos de lex certa, lex praevia, lex scripta y lex stricta.
En el derecho constitucional argentino, el axioma nullum tributum sine lege no admite flexibilización alguna, por lo que ofrece una gran diferencia con el sistema de fuentes y principios que, de ordinario, rigen la actividad administrativa.
En efecto, mientras que, por regla general, la situación funcional de la Administración Pública se manifiesta como una institución que goza de una gran potencia creativa de normas , la obligación jurídica tributaria, esto es, la obligación de dar una suma de dinero en concepto de tributo, solamente puede ser reglada por una ley en sentido formal y material .Como bien se ha expresado, la vigencia irrestricta de la reserva de ley es una garantía que opera como límite infranqueable de la discrecionalidad . Esa situación siquiera puede entrar en crisis por el indubitado hecho de que es cada vez más difícil que el Congreso —frente a la complejidad de los tributos que pretenden adecuarse más acabadamente a la capacidad económica de los diversos grupos de contribuyentes— pueda regular por sí mismo todos los detalles requeridos para una recta aplicación de la ley . Justamente por esa razón se pone en evidencia que, en el plano tributario, el Fisco no está un plano de superioridad con relación al individuo, sino que la relación tributaria es una relación entre iguales, habida cuenta de que el ente recaudador no tendría más facultades que las propias y comunes de los acreedores. En ese estado de cosas, bien puede decirse que nuestra Constitución adhiere a las constituciones más rigurosas en la observancia del principio en razón del cuál se requiere de la participación necesaria de los órganos depositarios de la voluntad popular para producir incidencias significativas en la esfera jurídica individual de los ciudadanos . Ciertamente, el principio de legalidad aplicable a los tributos tiene una fuerte connotación histórica, ya que su origen se halla estrechamente ligado con la lucha librada en los siglos pasados contra la opresión y la arbitrariedad de los monarcas . Los antecedentes ayudan a comprender los límites de la potestad reglamentaria administrativa en el campo tributario . En ese sentido hay que dar suficiente cuenta de la especial insistencia del legislador constituyente respecto de la necesidad de que las contribuciones tuvieran origen en una ley sancionada por el Congreso . Nuestra Constitución se refiere al principio de reserva de ley al establecer que: a) entre los recursos integrantes del Tesoro nacional se encuentran “las demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso General” (art. 4); b) sólo el Congreso impone las contribuciones que se expresan en el art. 4 (art. 17); c) corresponde al Congreso legislar sobre aduanas exteriores y establecer los derechos de importación y exportación (art. 75, inc. 1); d) corresponde al Congreso imponer contribuciones indirectas en concurrencia con las provincias, y directas por tiempo determinado, y proporcionalmente iguales en todo el territorio de la Nación, siempre que la defensa, seguridad común y bien general del Estado lo exijan” (art. 75, inc. 2); e) a la Cámara de Diputados le corresponde exclusivamente la iniciativa de las leyes sobre contribuciones y reclutamiento de tropas (art. 52 ); f) al jefe de Gabinete de Ministros le corresponde hacer recaudar las rentas de la Nación y ejecutar la Ley de Presupuesto (art. 100, inc. 7 ), quedando excluida toda facultad vinculada con la creación o imposición de gravámenes.
A la luz de ese bloque original de normas impositivas constitucionales, la jurisprudencia de la Corte Suprema ha sabido establecer como principio general de derecho constitucional tributario que el Congreso resulta impedido de delegar en el Poder Ejecutivo, o en otro departamento de la administración, ninguna de las atribuciones o poderes que le han sido expresa o implícitamente conferidos. En uno de sus fallos señeros, antes de la reforma constitucional, fundando la razón de ser del principio de reserva de ley la Corte Suprema de la Nación expresó: “Que entre los principios generales que predominan en el régimen representativo republicano de gobierno ninguno existe más esencial a su naturaleza y objeto que la facultad atribuida a los representantes del pueblo para crear contribuciones necesarias a la existencia del Estado. Nada exterioriza más la posesión de la plena soberanía que el ejercicio de aquella facultad, ya que la libre disposición de lo propio, tanto en lo particular como en lo público, es el rasgo más saliente de la libertad civil. Todas las constituciones se ajustan a este régimen, entregando a los congresos o legislaturas este privilegio exclusivo, pues, como lo enseña Cooley: “en todo Estado soberano el poder legislativo es el depositario de la mayor suma de poder y es, a la vez, el representante más inmediato de la soberanía” Luego de la reforma, en el caso “Selcro S.A c/ Jefatura de Gabinete de Ministros” , la Corte volvió a ratificar el carácter ortodoxo del principio de reserva de ley.
En conclusión, la ley sancionada por los órganos representativos de la voluntad popular, además de establecer el tributo, debe aprobar todos los elementos esenciales de la hipótesis de incidencia tributaria, lo que comprende, el elemento material, personal, temporal y espacial; y los cuantitativos: base de cálculo y tarifa—; exenciones u otros beneficios; mecanismo determinativo, e ilícitos y sanciones.
En ese marco conceptual resulta imperioso señalar que la garantía se hace extensiva a todas las prestaciones requeridas en concepto de tributo, lo que comprende tanto a los impuestos como a las tasas y a las contribuciones especiales. Concordantemente con lo antes referido, cabe advertir que la Corte ha reiterado en varios precedentes que: “la norma define un presupuesto de hecho que, al verificarse en la realidad del caso concreto, compele a ingresar al erario público una cantidad de dinero, en las condiciones establecidas por ella, siendo que tal obligación tiene por fuente un acto unilateral del Estado y que su cumplimiento se impone coactivamente a los particulares afectados, cuya voluntad carece, a esos efectos, de toda eficacia (arg.Fallos: 318:676, considerando 8°)’.
En esa inteligencia, pareciera que siempre que se presente una obligación patrimonial coactiva debería aplicarse el principio de reserva de ley y, en consecuencia, enervarse las facultades reglamentarias administrativas. No obstante lo señalado, no puede obviarse que en los últimos años de jurisprudencia de la Corte Suprema existe una familia de fallos en donde se discute la naturaleza tributaria del aporte exigido y, consecuentemente, la violación del principio de reserva de ley, al deferir la ley a la autoridad de aplicación el establecimiento de diversos elementos estructurales- —material, personal, espacial y temporal— faltantes, o insuficientemente definidos en la ley, así como, incluso, los cuantitativos. Así recientemente in re “Establecimientos Liniers”, de 2013, a la luz de la naturaleza tarifaria del aporte económico discutido, la Corte respaldó los programas de obras públicas energéticas llevados adelante por la cartera de planificación federal por medio de la creación de “cargos específicos”, siendo que resultaba controvertido si se trataba de erogaciones coactivas que debían pagarse para solventar las ampliaciones de capacidad de transporte. También se hizo presente la cuestión en la afamada causa “Colegio Públicos de Abogados” (Fallos: 331:2407).
Sucede que uno de los gravísimos problemas para determinar cuándo un aporte tiene naturaleza tributaria es la definición de la materia por la jurisprudencia de la Corte. En el leading case “Horvat” para defender la constitucionalidad del régimen de ahorro previo la Corte acuño un concepto de tributo demasiado laxo . En ese sentido, corresponde hacer notar que una vez glorificado el carácter unilateral de la prestación dineraria como elemento aglutinador de las distintas especies de contribuciones que deben subordinarse a los imperativos tributarios constitucionales resultó una trampera de la que difícilmente pueda escaparse.
En las condiciones señaladas, es de rigor observar que el concepto de tributo carece de un valor dogmático de verdad o falsedad que pueda determinarse apriorísticamente . Es por ello que debe acuñarse el concepto con arreglo a la centralidad jurídica de la Constitución histórica de los argentinos, habida cuenta de que es la única manera de deslindar aquellos ámbitos de la actuación administrativa que resultarán regidos por un sistema de fuentes que no admite una participación normativa sustantiva de la Administración Pública y otro, gobernado eminentemente por el derecho administrativo, donde se admite una participación activa en la conformación del orden jurídico.
Sobre la base de las antedichas notas características nos permitimos adelantar que existen aportes que derivan del poder de autoridad del Estado y no tienen naturaleza tributaria. Es el caso de todos los aportes económicos requeridos para el financiamiento de actividades públicas regidas por un régimen de derecho administrativo. El poder de imposición en esos casos forma parte de la prerrogativa de dirigir y controlar el servicio regulado por la administración. El caso de las tarifas retributivas de servicios comerciales o industriales prestados por la Administración es típico de la situación examinada. Lo propio ocurre con el pago requerido por el uso de un bien del dominio público requerido habitualmente en concepto de canon o derecho de uso. También los exigidos en concepto de derechos a los individuos para realizar una actividad sometida a autorización o permiso administrativo.
En definitiva, es posible sostener que un aporte económico puede ser dispuesto al margen de las reglas tributarias constitucionales si la relación de servicio puede ser organizada de manera eminente por un reglamento administrativo. Dentro de aquellas exigencias reglamentarias puede encontrarse, según los casos, la obligación de pagar una suma de dinero, en carácter de “derecho”, “carga”, “cargo”, “canon”, “peaje”, “tarifa” (por derivación), “sellado” (por derivación), “pasaje”, “portazgo”, “arancel”, etc. En ese entendimiento de la cuestión, nos apartamos de buena parte de la doctrina y la jurisprudencia de la Corte Suprema que ha entendido que un aporte económico constituye una “contribución” en los términos de los arts. 4º y 17 de nuestra Constitución Nacional, de inocultable naturaleza tributaria, cuando involucra una suma de dinero que obligatoriamente han de sufragar algunos sujetos pasivos, en función de ciertas consideraciones de capacidad para contribuir, y que se halla destinada a la cobertura de gastos públicos.
En lo que respecta a la materia “electoral y al régimen de los partidos políticos “, se define por sí sola, siendo su contenido especialmente concreto, sin perjuicio de las cuestiones, difíciles de prever, que puedan surgir frente a casos concretos. Obviamente, el constituyente se ha referido al ejercicio de los derechos electorales de los ciudadanos con relación a la elección de las autoridades representativas contempladas en la Constitución Nacional, la calidad de elector, el domicilio, el procedimiento, los mecanismos de control, especialmente el judicial, autoridades electorales, las “boletas” u otros medios para emitir el voto, el procedimiento de escrutinio, etcétera. También todo lo referido al régimen jurídico de los partidos políticos nacionales, su reconocimiento como tales, democracia interna, plataforma electoral, etcétera.
El constituyente quiso, entonces, excluir de esta especial competencia presidencial materias muy sensibles para el funcionamiento del Estado de derecho en un sistema democrático. La materia penal, tan relacionada con la dignidad, el patrimonio y la libertad de las personas; la materia tributaria, que afecta directamente a la propiedad e indirectamente a la libertad de empresa y de mercado; las materias electoral y de los partidos políticos, esenciales para asegurar el funcionamiento de la democracia representativa, el pluralismo y los derechos de las minorías.
Fuera de estas excepciones, todas las restantes competencias legislativas del Congreso pueden ser ejercitadas por DNU. No hay en la Constitución excepción alguna más allá de las arriba analizadas, lo que hace significativamente criticable ciertas posturas doctrinarias que amplían la prohibición a otras materias como, por ejemplo, las cuestiones propias de los Códigos Civil, Comercial, de Minería, del Trabajo, de la Seguridad Social, confiadas al Congreso según lo dispuesto en el art. 75, inc. 12, de la Constitución. Estos “códigos” son leyes, “disposiciones de carácter legislativo“, y por tanto se encuentran plenamente alcanzados por la autorización del art. 99, inciso 3º.
e. Otras materias excluidas por su propia naturaleza
Para determinar hasta dónde llegan los límites de la atribución presidencial hay que dar cuenta que además de los límites explícitos hay otros que surgen de una razonable interpretación del texto constitucional. En ese sentido, es cierto que si el constituyente de 1994 en el art. 99.3 sólo excluyó de esta especial competencia presidencial a las materias penal, tributaria, electoral o el régimen de partidos políticos, habría que concluir que cualquier otra no lo ha sido. Sin embargo se manifiestan en el sistema de la Constitución hipótesis en las que la exclusión resulta del mero principio lógico de congruencia. Así es el caso de las leyes que requieren para su sanción de una mayoría especial, como es el caso de la Ley Orgánica de la Auditoría General de la Nación (art. 85) o del Consejo de la Magistratura (art. 114), o, con más trascendencia todavía, la necesaria para sancionar la ley declarativa de la necesidad de la reforma de la Constitución (art. 30), o para otorgarle jerarquía constitucional a determinadas normas del derecho internacional (art. 75.22), entre otros supuestos. En estas hipótesis es claro que el constituyente -en función de la trascendencia institucional que consideró propia de las materias en cuestión- ha querido que el proyecto de ley fuese sancionado a través de un proceso especial (en el punto relativo a las mayorías requeridas) es decir, no ordinario, mientras que el art. 99.3 sólo admite esta tipo de legislación de excepción para los “trámites ordinarios”. Por lo demás poca coherencia habría tenido el constituyente si, a la vez que exigir, para determinadas hipótesis, mayorías legislativas agravadas o “difíciles”, al mismo tiempo hubiese permitido al Presidente recurrir, en los mismos casos, al camino expedito del DNU.
Otro supuesto excluido por su propia naturaleza es el de la ley convenio de coparticipación federal de impuestos, prevista en el art. 75.2, Const. Nac., ya que, además de requerir de una mayoría especial, necesita también del acuerdo unánime de la totalidad de las provincias, tanto para su sanción como para su derogación o modificación.
En esa inteligencia, como no todas las competencias del Congreso son legislativas, a través del DNU, el Presidente no puede avanzar sobre competencias del Congreso que, aunque se expresen formalmente por ley (y no siempre), pertenecen al ámbito de la administración interna del Legislativo; estrictamente hablando, la actividad materialmente administrativa de la función legislativa .Tampoco el Presidente puede reemplazar al Congreso y resolver, por vía del DNU, actos que son ajenos a cualquier actividad normativa, como el otorgamiento de acuerdos —para jueces, embajadores, etc.—, la promoción del juicio de responsabilidad (denominado “juicio político) en los casos previstos por la Constitución, la aprobación de la cuenta de inversión (art. 75, inc. 8º , la designación de funcionarios sobre los que la Constitución o la ley atribuyen tal competencia en cabeza del Legislativo, como por ejemplo, el Defensor del Pueblo (art. 86, Const. Nac.) la designación de los miembros del Colegio de Auditores de la Auditoría General de la Nación (ley 24.156), etcétera.
f. El procedimiento para la sanción de decretos de necesidad y urgencia
La Constitución establece un procedimiento reglado para la sanción de DNU. Se trata de un indudable acierto del constituyente, ya que este procedimiento —como el propiamente legislativo— busca garantizar la suficiente reflexión y debate previos a la emisión de una norma de tan especial jerarquía, la valoración de sus consecuencias jurídicas, económicas, sociales y políticas, así como también un estricto análisis acerca de la existencia de las causales que habilitan su emisión.
a) El acuerdo general de ministros. — El artículo 99, inc. 3º establece que los DNU “serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros“, lo que genera la responsabilidad solidaria prevista en el art. 102 de la Constitución: “Cada ministro es responsable de los actos que legaliza; y solidariamente de los que acuerda con sus colegas“. Es de notar que la norma constitucional comentada exige dos requisitos: el acuerdo general de ministros y el refrendo conjunto, es decir, no se agota con el mero requisito formal —pero de importantes consecuencias, a la luz del citado art. 102— de la firma conjunta, sino que requiere la deliberación en acuerdo, la discusión conjunta, el debate acerca de la conveniencia y juridicidad del concreto DNU que se sancione, con el análisis de sus ventajas y desventajas, con constancia de la opinión, en lo sustancial, de cada uno de los participantes.
De todo lo actuado debería dejarse labrada un acta firmada por el Presidente y los ministros y autenticada por el secretario del gabinete, figura esta última que podría ser creada por decisión administrativa del mismo Jefe de Gabinete, designando también éste a su responsable. Este documento sería de gran utilidad, no sólo como constancia de que el acuerdo efectivamente existió, sino también a los efectos de la valoración del DNU por parte del Congreso —la Comisión Bicameral creada por el art. 99, inc. 3º, y cada una de las Cámaras, podrían, por ej., citar a los ministros, y no sólo al Jefe de Gabinete, dar explicaciones tomando como elemento importante las constancias del acta en cuestión— y, en lo que corresponda, por los jueces, sin perjuicio de lo que diremos más adelante. Serviría este documento a manera de debate legislativo a los efectos de interpretar la voluntad del legislador, cuestión que si bien no es exclusiva, tiene indudable trascendencia para la aplicación de las leyes, y así la debería tener para los DNU. El acuerdo general de ministros hace al debate de la norma, mientras que el refrendo hace a la responsabilidad solidaria de los ministros.
b) La participación del jefe de gabinete. — Esta participación adquiere una especial relevancia política. La norma exige que el Jefe de Gabinete “personalmente y dentro de los diez días” (se entiende que de sancionada la norma), someta el DNU a la consideración del Congreso, a través de la Comisión Bicameral a la que luego haremos referencia. No se trata de que el Congreso tome conocimiento de la existencia del DNU sólo gracias a este especial envío. Al exigir el envío, la norma tiene una intencionalidad bien definida. Por lo pronto, importa el reclamo a la intervención del Congreso, que se ve así “incitado” a debatir y decidir la cuestión, de una manera mucho más intensa que por el mero conocimiento accidental o formal. En definitiva, como veremos, el debate del DNU es —debería ser— de introducción automática en el orden del día de la Comisión Bicameral y, luego, en el de las cámaras.
El texto de la norma comentada indica, además, la clara intención del constituyente acerca de que la intervención del Congreso, después de la sanción del DNU, es un requisito ineludible y esencial, ajeno a cualquier cuestión de conveniencia política. Por supuesto que el Congreso, como veremos, puede no tratar el tema, lo que, en todo caso, es una decisión política —no jurídica— que tiene como efecto práctico el de la continuidad de la vigencia del decreto de necesidad y urgencia, como ocurrirá también si no se lograra la decisión coincidente de ambas cámaras declarando la nulidad del DNU sometido a consideración.
Otro aspecto trascendente es el de la responsabilidad personal del Jefe de Gabinete. En efecto, cuando la norma constitucional ordena que este funcionario “personalmente” someta la medida a consideración de la Comisión Bicameral, no es que pretenda transformarlo en un mensajero calificado, sino que lo que quiere es que el Jefe de Gabinete concurra personalmente ante la Comisión Bicameral a dar las explicaciones del caso. Y no sólo ante dicha Comisión, sino ante cada una de las cámaras, cuando estas traten la cuestión. Esta exigencia no debería quedar librada a la voluntad de los legisladores, sino que debería ser un requisito ineludible establecido en la ley reglamentaria de los DNU que debe sancionar el Congreso, tal como lo exige el art. 99, inc. 3º de la Constitución. Estas explicaciones del Jefe de Gabinete deberían explayarse acerca de las razones de necesidad y urgencia que motivaron la sanción del DNU, la imposibilidad de aguardar el ordinario trámite legislativo, e incluso sobre la conveniencia y juridicidad del fondo o contenido del DNU. Todo ello sin perjuicio del acta del acuerdo de ministros que mencionáramos antes y del “mensaje” con que debería ser acompañado el DNU, siempre con aquel contenido explicativo.
La Constitución concibe los DNU para “circunstancias excepcionales”. ¿Se deben exponer y justificar cabalmente las razones que hacen indispensable esa vía? La respuesta encuentra su cauce en la naturaleza jurídica del instrumento: es una disposición legislativa. Es sabido que las disposiciones de esa índole no necesitan expresión de motivos como sucede con los actos emitidos en el ámbito de la competencia administrativa. Téngase presente que el DNU viste la forma de decreto pero es una norma con fuerza de la ley mientras cumpla los requisitos que impone el art. 99, inc. 3°. Las leyes, en pueden promulgarse sin exhibir su génesis, si bien muchas veces se salpican de considerandos ilustrativos: exposiciones de motivos, debates parlamentarios, actas de anteproyectos. Esos antecedentes resultan valiosos para comprender la mens legis y, en ocasiones, para interpretarla. Claro que, una vez que la ley nace, queda atrás el llamado “cordón umbilical” con las motivaciones primigenias. Y carece de sentido hurgar en brujos, adivinos o medium que pretendan “descubrir” la voluntad legislativa no vertida en la norma. Tampoco los DNU requieren una justificación explícita que explique por qué se asume, al menos de modo transitorio, la función originaria del Legislativo.
c) El tratamiento por el Congreso. Comisión bicameral e intervención de las cámaras. — La intervención del Congreso comienza por la ponderación del DNU por una Comisión Bicameral Permanente “cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada cámara“, según establece el art. 99, inc. 3º de la Constitución, el que ha sido reglamentado por la ley 26.122, la que regula la conformación y funcionamiento de la Comisión, así como “el trámite y los alcances de la intervención del Congreso”, tal como lo prescribe el cit. art. 99.3.
De acuerdo con el art. 3 de la ley 26.122, la Comisión está integrada por ocho diputados y ocho senadores, designados por los presidentes de las respectivas cámaras a propuesta de los bloques parlamentarios, respetándose la proporción de las representaciones políticas, si bien la ley no aclara como se traduce en concreto la “proporción” de la representación política. El art. 4 dispone que los miembros de la Comisión duran en el ejercicio de sus funciones hasta la siguiente renovación de la Cámara a la que pertenecen y pueden ser reelectos. A su vez, el art. 5 establece que la propia Comisión Bicameral Permanente elige anualmente sus autoridades, las que se integrarán con un presidente, un vicepresidente, un secretario, que también pueden ser reelectos. La presidencia es alternativa y corresponde un año a cada cámara. Para lograr el quorum, el art. 7 de la ley 26.122 exige la presencia de la mayoría absoluta de sus miembros; por lo demás cabe destacar que la Comisión cumple funciones aun durante el receso legislativo (art. 6, ley citada), lo que impone al Jefe de Gabinete el envío inmediato del DNU al Congreso incluso durante ese período. Sobre el particular, consideramos también que el texto constitucional habilita a una regulación legislativa por la cual la sanción de un DNU durante el período de receso del Congreso y el despacho de la Comisión durante el mismo, con remisión a ambas Cámaras, importa la convocatoria automática de sesiones extraordinarias a los efectos del tratamiento de ese DNU. Recordemos que el art. 99.3 dispone que la Comisión “elevará su despacho (acerca del DNU) en un plazo de diez días al plenario de cada Cámara para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras” (destacado agregado). Recordemos también que la intervención de la Comisión Bicameral durante el receso legislativo (cuya constitucionalidad no ha sido cuestionada) supone el inicio de la intervención del Congreso, y que el constituyente ha dejado en manos del mismo Poder establecer “el trámite y los alcances de (su) intervención”. Entonces: a) el Congreso ya se encuentra interviniendo a partir de la mera remisión del DNU a la Comisión; b) la Comisión debe enviar su despacho a ambas Cámaras “en un plazo de diez días”, lo que puede ocurrir dentro del receso; c) las Cámaras deben considerar tal despacho “de inmediato”, lo que también puede ocurrir durante el receso. Por ello es razonable interpretar que la sanción de un DNU durante el receso del Congreso supone la convocatoria automática y de pleno derecho- a sesiones extraordinarias exclusivamente para el inmediato análisis de la validez de tal legislación de excepción . Creemos que esta interpretación se ajusta tanto al texto constitucional como a su espíritu y al mismo sentido del instituto, siendo además coherente con el contexto constitucional. Así debemos llamar la atención respecto del art. 75, incs. 29 y 31 Const. Nac., que atribuyen al Congreso aprobar, revocar o suspender la intervención a una provincia o la declaración del estado de sitio, respectivamente, decididos por el Presidente durante el receso legislativo, lo que implica que no existe convocatoria automática para estos casos. El constituyente de 1994 no incorporó normas semejantes para el caso de los DNU.
En lo que concierne al contenido del “dictamen”, la Comisión “debe pronunciarse en un plazo de diez días hábiles expresamente sobre la adecuación del decreto a los requisitos formales y sustanciales establecidos constitucionalmente para su dictado”. (cfr. art. 10 y 19, ley 26.122). Es de destacar que este dictamen, si bien no es vinculante, es obligatorio, de manera que las cámaras no podrían debatir la cuestión sin intervención previa de la Comisión. No obstante, si la Comisión no emite el despacho -se entiende que dentro del plazo de diez días fijado por el art. 99.3, Const. Nac.– las cámaras pueden abocarse al expreso tratamiento del decreto (cfr. art. 20, ley 26.122), lo que, por otra parte es coincidente con la interpretación que hemos sugerido en el párrafo anterior.
g. La expresión de voluntad del Congreso
a) La vigencia del decreto de necesidad y urgencia . — La ley 26.122 hace una valoración correcta del papel del Congreso en el proceso de valoración del DNU. En la medida que el DNU es una ley (sin perjuicio de las diferencias de régimen que estamos analizando) resulta consistente que tuviere un régimen de entrada en vigencia idéntico al de las leyes. En ese sentido, el art. 17 de la ley citada establece que los DNU tienen plena vigencia desde su dictado, de conformidad con lo establecido en el Código Civil. Es decir, el DNU debe ser publicado en el Boletín Oficial y, cumplido esto, estará vigente desde el momento en que el mismo DNU lo indique o, si no lo fijara, a partir de los ocho días posteriores al de su publicación. Ciertamente, la solución legal es encomiable, por cuanto resultaría inconstitucional la pretensión de someter la vigencia del DNU a una expresa conformidad del Congreso, ya que aquello importaría simplemente borrar con el codo del intérprete (o del legislador) lo que se escribió con la mano del constituyente.
Hasta la sanción de la ley 26.122, el DNU mantenía su vigencia, hasta tanto no resultaba derogado por otro decreto o una ley. El art. 22 de la ley dispone que las cámaras deberán pronunciarse mediante sendas resoluciones. La alternativa sancionada enerva la posibilidad de veto por el Poder Ejecutivo, al tiempo que permita una mayor celeridad en el tratamiento, por cuanto puede ser tratado en simultáneo por ambas Cámaras.
b) El medio de expresión. — La ley 26.122 dispone que la decisión del Congreso se tome por resolución de las Cámaras. En los términos en que ha quedado redactada la norma el control es meramente formal, circunscripto a la verificación de los recaudos constitucionales que habilitan el dictado de cada uno de estos instrumentos y no se extiende al mérito, la oportunidad y la conveniencia del contenido de la regulación dispuesta por el Poder Ejecutivo. En ese sentido no puede perderse de vista que el art.23 prohíbe introducir enmiendas, agregados o supresiones al texto del decreto. Las Cámaras deben circunscribirse, establece la ley, “a la aceptación o rechazo de la norma mediante el voto de la mayoría absoluta de los miembros presentes”. En ese orden de ideas, cabe señalar que si los legisladores consideran que el decreto es perfectible, lo que deben hacer es sancionar una ley derogatoria. El art. 25 de la ley citada corrobora esta posibilidad al disponer que las disposiciones de la ley y el curso de los procedimientos en ella establecidos “no obstan al ejercicio de las potestades ordinarias del Congreso relativas a la derogación de normas de carácter legislativo emitidas por el Poder Ejecutivo”.
Ambas Cámaras tienen que pronunciarse a favor del rechazo del decreto para que este pierda su vigencia. El art.24 establece que “El rechazo por ambas Cámaras del Congreso del decreto de que se trate implica su derogación de acuerdo con lo que establece el art.2 Cód. Civil, quedando a salvo los derechos adquiridos durante su vigencia”.
En consecuencia, si una sola de las cámaras se expidió por su rechazo o bien la otra no se expide, el decreto mantiene su vigencia, lo que no significa asignarle a este silencio total o parcial efecto aprobatorio alguno del DNU (que por otra parte, no necesita). En ese sentido no puede hablarse de la sanción ficta, la que se encuentra prohibida por el art. 82 de la Constitución.
h. La cuestión de la confirmación y efectos de la decisión del Congreso
Ya hemos visto que la ley 26.122 dispone que el DNU no necesita ser confirmado por el Congreso ni para adquirir ni para conservar su vigencia. No se trata de la existencia de una confirmación tácita, por el mero silencio por un lapso (lo que, reiteramos, sería contrario al art. 82 de la Constitución), sino de los efectos propios del DNU tal como lo diseñó el constituyente: es una norma jurídica vigente hasta tanto no sea derogada, o modificada en su caso, por otra norma de superior o igual jerarquía.
¿Qué efectos tendrá el rechazo de ambas cámaras? El rechazo del DNU no tiene otro efecto jurídico que la derogación. Nunca implicará una declaración de nulidad porque la nulidad es una sanción legal que demanda que la resolución esté precedida de una derivación razonada de los hechos y el derecho vigente. La resolución de las cámaras no expresan motivo alguno ni son susceptibles de ser enjuiciadas. Son actos puramente políticos donde los legisladores suben o o bajan pulgares al DNU. Nunca sabremos si el rechazo, por ejemplo, resultó motivado por que el legislador de turno consideró que el DNU regulaba alguna materia prohibida por el art. 99 inc.3°. Los efectos del rechazo siempre serán a futuro porque la resolución no puede expresar otra solución que asentimiento o rechazo.
- La delimitación entre lo público y lo privado en el derecho constitucional estadounidense ha sido objeto de un extenso desarrollo jurisprudencial por parte de la Corte Suprema de los Estados Unidos (SCOTUS). Un caso seminal en esta materia es Griswold v. Connecticut (381 U.S. 479, 1965), donde la Corte invalidó una ley estatal que prohibía el uso de anticonceptivos, argumentando que violaba el derecho a la privacidad implícito en la Constitución, derivado de las “zonas de penumbra” de la Primera, Tercera, Cuarta, Quinta y Novena Enmiendas. Este precedente marcó un hito al reconocer un ámbito de autonomía personal frente a la intervención estatal, sentando las bases para decisiones posteriores como Roe v. Wade (410 U.S. 113, 1973), posteriormente revocada por Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization (597 U.S. 215, 2022), que redefinió los límites de la privacidad en favor de la deferencia a la regulación estatal. En la doctrina, autores como Laurence H. Tribe han analizado este equilibrio, destacando en su obra American Constitutional Law (2ª ed., 1988) cómo la tensión entre el bien común y la libertad individual refleja un debate filosófico y jurídico sobre el alcance del poder estatal. Asimismo, Erwin Chemerinsky, en Constitutional Law: Principles and Policies (6ª ed., 2019), subraya que la intervención estatal se justifica constitucionalmente solo cuando existe un interés apremiante que trasciende lo meramente privado, un criterio que SCOTUS ha aplicado de manera inconsistente según el contexto histórico y político. ↩︎
- Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965). En este fallo, la Suprema Corte de los Estados Unidos invalidó una ley de Connecticut que prohibía el uso de anticonceptivos, reconociendo un derecho implícito a la privacidad derivado de las enmiendas 1ª, 3ª, 4ª, 5ª y 9ª de la Constitución, protegiendo así la esfera íntima de las parejas casadas frente a la intervención estatal. ↩︎
- Stanley v. Georgia, 394 U.S. 557 (1969). En esta decisión, la Suprema Corte de los Estados Unidos sostuvo que el Estado no tiene autoridad para penalizar la posesión privada de materiales obscenos en el hogar, afirmando que las acciones realizadas en el ámbito privado del domicilio están protegidas de la interferencia gubernamental, salvo que exista un interés público apremiante que lo justifique. ↩︎
- Lawrence v. Texas, 539 U.S. 558 (2003). En este fallo, la Suprema Corte de los Estados Unidos invalidó una ley de Texas que penalizaba las relaciones sexuales consentidas entre adultos del mismo sexo, estableciendo que tales decisiones íntimas están protegidas por la libertad y privacidad garantizadas bajo la cláusula del debido proceso de la 14ª Enmienda, afirmando así la dignidad inherente a las elecciones personales en el ámbito de la intimidad. ↩︎
- Fallo ‘Bazterrica’, Corte Suprema de Justicia de la Nación, 29 de agosto de 1986, Fallos 308:1392. En esta sentencia, la Corte declaró inconstitucional la penalización de la tenencia de estupefacientes para uso personal, argumentando que, conforme al artículo 19 de la Constitución Nacional, el Estado no tiene competencia para sancionar conductas privadas que no afecten a terceros, protegiendo así el ámbito de la autonomía individual. ↩︎
- Fallo ‘Arriola, Sebastián y otros’, Corte Suprema de Justicia de la Nación, 25 de agosto de 2009, Fallos 332:1963. En esta sentencia, la Corte reafirmó que la tenencia de estupefacientes para uso personal, sin daño o peligro a terceros, no puede ser objeto de sanción penal, basándose en el artículo 19 de la Constitución Nacional, que protege la intimidad y la autodeterminación como límites infranqueables ante la intervención estatal. ↩︎
- En ese marco, la facultad de establecer tributos consiste en una potestad que los entes locales deben ejercitar con razonabilidad y prudencia para no constituir un obstáculo real y efectivo que interfiera en la prestación del servicio habilitado por la autoridad nacional, menoscabando o impidiendo los fines propios por los que debe velar el Estado Nacional (CAF 1665/2008/1/RH1 “Transnea S.A. c/ CABA s/ proceso de conocimiento”, sentencia del 12 de marzo de 2019, disidencia del juez Rosatti). ↩︎
- Ver disidencia de los jueces Maqueda y Rosatti en la causa “Telefónica Móviles”, Fallos: 342:1061, considerando 23. ↩︎
- Los artículos 99, inciso 3, 76 y 109 de nuestra Constitución son, en esencia, un gesto deliberado del constituyente, como si quisiera subrayar, con trazo firme, aquello que ya debiera estar implícito en la propia estructura republicana: la separación de poderes. Y, sin embargo, esta reiteración no es un acto vacío; responde a una necesidad, a un propósito claro. ¿Podríamos acaso, en ausencia de tales disposiciones explícitas, suponer un orden diferente, uno donde las fronteras entre los poderes se diluyan? A primera vista, estas limitaciones podrían parecer redundantes frente al principio general que ordena el equilibrio de funciones, pero su existencia revela otra intención. En el terreno legislativo, estas restricciones apuntan a permitir, sólo en casos excepcionales, un cruce controlado y vigilado de competencias. En el ámbito judicial, sin embargo, el propósito se afila: evitar cualquier sombra de aquella “justicia retenida” que caracterizaba al modelo continental europeo, donde el poder quedaba atrapado, casi cautivo, en manos del Ejecutivo. Es, entonces, un recordatorio deliberado: no basta con confiar en la teoría; el constituyente, consciente de los vaivenes de la política y las tentaciones del poder, decide anclar las reglas de manera que no haya lugar para interpretaciones que desborden los límites de lo posible. Un límite que no sólo protege el orden institucional, sino también la esencia misma de la libertad democrática. ↩︎
- La Constitución Nacional, especialmente a partir del artículo 99, otorga al Presidente de la Nación una serie de atribuciones explícitas y, en ciertos casos, implícitas, que delinean su rol como Jefe Supremo. Entre las más destacadas se encuentran: Mando supremo de las Fuerzas Armadas (art. 99 inc. 12): Este rol posiciona al Presidente como el principal responsable de la defensa nacional, garantizando la seguridad e integridad territorial del país. Facultad de indulto (art. 99 inc. 5): El indulto y la conmutación de penas son prerrogativas exclusivas del Presidente, reflejando su capacidad de ejercer clemencia en nombre del Estado. Relaciones exteriores (art. 99 incs. 7 y 11): Como principal actor en la política internacional, el Presidente nombra embajadores, firma tratados y supervisa las relaciones diplomáticas, consolidando el lugar de la Nación en el escenario global. Promulgación y veto de leyes (art. 99 incs. 3 y 10): Aunque la elaboración de normas corresponde al Poder Legislativo, el Presidente juega un rol crucial en su promulgación y puede vetarlas si considera que afectan los intereses de la Nación. Delegación legislativa (art. 76): En casos excepcionales, el Presidente puede actuar como órgano residente de la delegación legislativa, mostrando la flexibilidad del sistema para enfrentar circunstancias extraordinarias. ↩︎
- Sobre la evolución del poder de indulto en Argentina, véase el Caso Riveros, Santiago Omar (1995), Fallos 318:514, donde la Corte Suprema inicialmente respaldó la amplitud de la facultad presidencial de indulto como acto político irrevisable, y el Caso Mazzeo, Julio Lilo y otros s/ inconstitucionalidad del indulto (2007), Fallos 330:3248, que marcó un cambio jurisprudencial al declarar inconstitucionales los indultos por delitos de lesa humanidad, alineándose con las obligaciones internacionales de derechos humanos. ↩︎
- Para un análisis más detallado del poder de indulto presidencial, véase Ex parte Garland, 71 U.S. (4 Wall.) 333 (1866), que establece la amplitud y el carácter absoluto de esta prerrogativa en delitos federales, y Biddle v. Perovich, 274 U.S. 480 (1927), que subraya su naturaleza pública y su independencia del consentimiento del condenado. Ambos casos son fundamentales para comprender la interpretación de la Corte Suprema sobre el artículo II, sección 2 de la Constitución de los Estados Unidos. ↩︎
- La reforma constitucional de 1994 instauró la figura del jefe de gabinete de ministros, concibiéndola como un nexo entre el Poder Ejecutivo y el Congreso, además de conferirle responsabilidades específicas en la ejecución del presupuesto y la administración de los recursos financieros del Estado. No obstante, el Presidente conserva su posición como jefe supremo de la administración (art. 99 inc. 1), por lo que la potestad descrita en el inciso 10 se ubica en un sistema mixto de distribución de funciones: Por un lado, el jefe de gabinete ejerce la conducción diaria de la administración y la ejecución presupuestaria. Por otro, el Presidente mantiene una supervisión sobre esa tarea, a fin de garantizar la coherencia con la política general de gobierno, el ordenamiento legal y el presupuesto aprobado por el Congreso. El inciso 10, por ende, no es una competencia aislada, sino que se integra al entramado constitucional que organiza la gestión financiera y administrativa, articulando las responsabilidades del Presidente, del jefe de gabinete y del Poder Legislativo (que dicta la ley de presupuesto). ↩︎
- Los DE tienen un tratamiento singular. Si bien realizan un desarrollo de las leyes que reglamentan (ya veremos con que alcances) igualmente pueden tratar materias no incluidas en ella a título de complemento necesario o conveniente, en la medida que ello no contradiga la letra ni modifique el espíritu de la ley, en razón de la estructura jerárquica del ordenamiento normativo. Tampoco pueden hacerlo con relación a cualquier otra ley del Congreso o de las “leyes” emanadas del Presidente (DNU y DL). En este último caso, el Presidente debería dictar un nuevo DNU o DL, pero no tratar de modificar una norma de superior jerarquía con otra de jerarquía inferior en una cuestión donde la forma es de gran importancia a los efectos de la interpretación armónica del conjunto de normas a aplicar en situaciones concretas. Lo mismo corresponde decir acerca de los decretos de promulgación, total o parcial, de los proyectos de ley (arts. 80 y 99, inc. 3º) o del veto total de la misma, o, mucho más, de la sanción de decretos de necesidad y urgencia (art. 99, inc. 3º) o de los decretos de legislación delegada (art. 76). No encaja tampoco exactamente en la noción de función administrativa la competencia para el nombramiento de los magistrados judiciales (99, inc. 4º), el indulto y conmutación de penas (99, inc. 5º), la prórroga de las sesiones ordinarias del Congreso o la convocatoria a sesiones extraordinarias (99, inc. 9), su participación en la celebración de tratados y concordatos (99, inc. 11) y otros actos vinculados con la política exterior del país, el comando en jefe de todas las Fuerzas Armadas de la Nación (99, inc. 12), la declaración de guerra y represalias (99, inc. 15), la declaración del estado de sitio (99, inc. 16), la declaración de la intervención federal a una provincia o a la Ciudad de Buenos Aires (99, inc. 20). Ninguno de los entes nombrados puede calificarse como actividad materialmente administrativa, o legislativa —aunque, corresponde aclarar, es actividad normativa la celebración de tratados y concordatos, junto con el Congreso— ni mucho menos como actividad materialmente jurisdiccional. Se trata de la función presidencial, que también podemos denominar función de jefatura o conducción suprema, calificación que en nuestro sistema presidencialista tiene un valor de especialísima importancia. Es decir, nos estamos refiriendo a la función que le corresponde al Presidente de la Nación, resultante de sus “atribuciones” como “jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país “, para seguir la terminología del art. 99, inc. 1º, de la Constitución nacional. ↩︎