I. Introducción.
En los umbrales de la historia, debe advertirse que no es el ademán vacío de las formalidades, ni el eco hueco de los códigos, aquello que ha de guiar las decisiones jurídicas. Estos, como un vino que madura en su tinaja subterránea1, requieren nutrirse de su esencia profunda, recordándonos que el derecho jamás puede divorciarse de los propósitos que lo cincelan.
Bajo coordenadas afines, sería tan vano como pretender comprender la pasión que inflama el fútbol reduciéndola a once figuras que persiguen un balón sobre la hierba. Acaso sería posible interpretar el derecho con ojos entornados, contemplando sólo su corteza textual, sin adentrarnos en las bóvedas secretas donde laten sus valores.
A tenor de los hechos, resulta irrefutable que el fútbol, al igual que el derecho, es un entretejido de signos, fervores y memorias compartidas: el juego, una constelación que no se agota en la sucesión de pases, ni el derecho en la sumatoria de preceptos2.
En este orden de ideas, debemos reconocer que los principios, como fulgores primordiales en un firmamento normativo, no pueden degradarse al rango de sirvientes mudos de las normas escritas. Sin embargo, no todo destello que se aparte del trazo rígido de una regla deviene automáticamente un principio general del derecho. En verdad, sólo aquellos principios cuyo vigor logra irradiar su influjo sobre las demás arterias del ordenamiento merecen ese sitial: son ellos, y no otros, quienes, al modo de fuerzas invisibles, tensan las cuerdas del arpa jurídica y hacen vibrar sus armónicos ante la conciencia del juez y el jurista3. Además, si de veras estos principios encierran una suerte de resumen cristalizado de la justicia, su existencia se prolonga más allá de los avatares contingentes, superando la mar bravía de las opiniones pasajeras4.
Al respecto, cabe señalar que los primeros principios, a diferencia de los principios propios de la ciencia, están, por su máxima universalidad, implicados en todo juicio y en toda demostración. De ellos emerge la verdad o la validez de todas las demás proposiciones sin que ellos, a su vez, provengan de otro conocimiento por alguna forma de mediación lógica.
En virtud de ello, son proposiciones de evidencia inmediata (per se notae), que la inteligencia profiere al descubrir intuitivamente –vale decir, sin discurso– la relación necesaria que vincula al sujeto y al predicado. En consecuencia, así como existen en el hombre la razón especulativa y la razón práctica, existen primeros principios en el orden especulativo –que lo guían en el conocer– y primeros principios en el orden práctico –que lo guían en el obrar–.
A causa de ello, los principios jurídicos no son los primeros principios de la razón práctica –no son proposiciones per se notae–, sino que son principios propios de la ciencia del derecho que derivan de aquellos primeros principios. De lo que resulta elocuente la preponderancia que tienen los primeros principios prácticos, por cuanto las leyes humanas serán justas si se derivan de estos. Así pues, muchos de los principales aforismos jurídicos no son sino conquistas de la razón práctica formuladas por quienes debían impartir justicia en los casos concretos5.
Desde esta perspectiva, cabe puntualizar que cada régimen jurídico edifica su propia catedral conceptual, con una idea rectora y una trama de principios cardinales que le confieren identidad. De ahí que el principio de legalidad —columna vertebral del derecho público— pueda, a veces, hallarse en tensa vecindad con el principio de pacta sunt servanda , pilar esencial del derecho privado. No obstante, esta contienda, que a primera vista recordaría la fricción entre astros en una danza cósmica, lejos de quebrar la coherencia sistémica, la cimienta6. Porque todos estos principios, en su polifonía, convergen en un centro intangible, un núcleo evanescente y firme a la vez, que llamamos justicia: esa idea inaprensible que, como un vórtice de luz, atrae a todos los astros legales hacia una geometría secreta e inquebrantable7.
En perspectiva, brilla con una nitidez implacable la conciencia de que el ordenamiento jurídico no puede entenderse como una mera constelación de normas que giran, frías e indiferentes, en el vacío de la letra muerta8. Es indispensable insistir en el trasfondo del ideario naturalista: la justicia no se cultiva mediante la mecánica ciega de engranajes legales, ni es el resultado de operaciones técnicas destinadas a engrasar una maquinaria formal.
Antes bien, ¿no es el derecho una forma de arte sutil, tan hondamente humano que parece un tapiz tejido con hilos de valores invisibles9? Afirmar que el derecho es mucho más que una pintura descuidada derramada sobre un lienzo es quedarse corto: es una alquimia que fusiona el color de la humanidad con la ciencia de la razón, encarnando lo más prístino y hondo de nuestra condición terrena10. Por tanto, al detener nuestra mirada frente a la paradoja y la falacia del positivismo más tozudo, comprobamos que el derecho es un animal hermoso y escurridizo, un tigre onírico cuya piel labrada con manchas de lógica y compasión se resiste a ser apresada en conceptos pétreos11. Como un espejo cóncavo, su naturaleza refleja tanto la racionalidad como la humanidad en una extraña danza donde el logos y la carne se entrelazan12. Tal es el entramado jurídico, un territorio movido y fluido que responde no sólo a la geografía del papel y el acero, sino también a la espuma del tiempo, a la caligrafía de la emoción, y al eco insistente de esa eterna pregunta: ¿qué es la justicia?13.
De igual modo, al develar el origen y la textura de los principios, cabe inquirir si estos últimos son eternos o maleables. En este punto, podemos evocar una fantasía digna de los archivos de una biblioteca extragaláctica: imaginamos a un hombre afortunado que descubre vida sustentable en un lejano planeta azul-verdoso y dispone de los medios para colonizarlo14. Aun así, los principios generales del derecho —aquella trinidad invisible compuesta por justicia, equidad y dignidad— no se desvanecerán ante la vastedad de un cielo desconocido ni ante la extrañeza de formas de vida ignotas.
En efecto, estos principios arraigan en la esencia misma de lo humano, permaneciendo inalterables y fieles a su vocación de trascender toda frontera física o cultural15. Así, vemos que sus raíces se afirman más allá de la contingencia, arrastrando el eco de las ciudades antiguas y de las civilizaciones futuras, haciendo del derecho una brújula segura en cualquier latitud y en cualquier época, guía perenne en la incesante, casi mística, búsqueda de un orden verdaderamente justo16.
Por esa razón, existe una relación intrínseca entre los principios generales y el derecho natural. Si lo observamos más de cerca, podremos apreciar que estos primeros principios y valores son buenos per se y son conocidos a través de la sindéresis, aquella capacidad innata de captar lo que es justo y correcto.
En ese sentido, nadie debería dudar que el criterio para determinar este conocimiento de los principios no surge de la experiencia empírica, sino de una comprensión inherente de la justicia. Debido a estas circunstancias, su vínculo con la justicia los convierte en principios universales e indestructibles. Precisamente, como consecuencia de esta naturaleza, puede afirmarse que existen por sí mismos, de tal manera que ni el mejor de los sofistas podría negarlos o refutarlos en ninguna instancia discursiva17.
En contraposición, cuando hablamos de principios derivados, es importante recordar que estos surgen ut in pluribus —es decir, para hacer justicia en la mayoría de los casos— y que, precisamente debido a sus limitaciones circunstanciales, pueden dar lugar a injusticias manifiestas y graves si se aplican sin consideración del contexto específico. Por esta razón, así como recurrimos a la equidad cuando la aplicación literal y gramatical de la ley conduce a un resultado injusto, también podemos aplicar este mismo criterio a un principio que, en una situación determinada, pueda resultar irrazonable o inapropiado. En última instancia, el valor supremo que orienta el orden jurídico es la justicia, y cualquier principio o norma debe supeditarse a su preservación.
Conforme a lo explicado, se torna fascinante advertir que los principios generales del derecho no flotan en un vacío homogéneo, sino que se despliegan en una escala sutil, casi como si fueran constelaciones jerárquicas ordenadas por su cercanía a la justicia18. Y a medida que estos principios —vórtices éticos en el firmamento normativo— se concretan en situaciones específicas, mayor es su gravitación en el proceso de interpretar y aplicar las normas, como si la delicada aguja de una brújula moral se inclinara con más firmeza cuanto más cerca esté de la esencia del caso19.
En este sentido, no resulta arbitrario pensar que los principios plantean graduaciones: algunos, más genéricos, funcionan como alas vastas que nos elevan en la atmósfera de la equidad; mientras que otros, más precisos, actúan como filigranas jurídicas que ajustan la trama del derecho a las curvas mismas de las circunstancias. Así como un traje a medida supera siempre al atuendo fabricado en serie, cuanto más exacto sea el calibre de un principio respecto a los finos perseguidos, más tangible será la cercanía con aquello que llamamos justicia20. Aquí, la finura interpretativa es casi un arte secreto: la justicia no es un bloque de mármol, sino una escultura en perpetuo cincelado21.
Tomemos como ejemplo al principio de eficacia y al principio de tipicidad. Frente a una imputación penal, el principio de tipicidad debe bailar en el centro del escenario, imponiendo su coreografía de certezas y libertades, afinando los contornos de las figuras prohibidas, impidiendo que el exceso punitivo devenga en sombras interminables22. En cambio, en el ámbito administrativo, el interés general se erige como una estrella que brilla con fulgor propio, justificando una flexibilidad interpretativa mayor, incluso si ello deriva en cierto temblor en la seguridad del administrado. Al fin y al cabo, el interés público es una melodía polifónica, un rumor colectivo que exige a la administración pública contemplar un lienzo más amplio23. Desde esta perspectiva, la preponderancia del interés general no es una simple concesión, sino una lógica que arrastra el derecho hacia la utilidad común, flexibilizando los contornos normativos para cumplir con los objetivos y finalidades que dan vida a la cosa pública24.
Por otra parte, cuanto menos permeable a la coyuntura sea un principio, mayor será su peso jurídico. En este sentido, por ejemplo, si comparamos, por ejemplo, el principio de dignidad humana con el principio de eficacia administrativa, probablemente deberíamos dar preeminencia al primero, ya que se impone en cualquier tiempo y lugar, trascendiendo las circunstancias particulares y contingentes. Comparativamente la dignidad humana, como principio fundamental, exige a las autoridades dispensar hacia cada individuo un trato que jamás lo tome como medio sino siempre como fin en sí mismo. Por lo tanto, este principio actúa como un parámetro absoluto que guía las decisiones y prácticas, requiriendo que los derechos inherentes a la persona prevalezcan ante cualquier propósito administrativo o de eficacia institucional. Así, la dignidad humana se constituye en el núcleo inquebrantable del derecho, con un peso que orienta y limita todas las actuaciones del Estado, recordando que el derecho, en última instancia, está al servicio del ser humano y de su integridad como fin supremo.
Siguiendo esta línea de pensamiento, resulta evidente, por ejemplo, que una norma disciplinaria que impusiera sanciones severas para mantener el orden en un entorno hostil —como, por ejemplo, un centro penitenciario de máxima seguridad— carecería de entidad si se la confrontara con el principio de dignidad humana. Y es que este principio, al formar parte de los primeros principios del derecho, sostiene una relación directa y esencial con la justicia misma, dado que se impone al Estado en cualquier circunstancia, sin importar el tiempo o lugar. En el contexto que nos ocupa, no existe situación alguna que pueda justificar el desplazamiento de este principio fundamental. De hecho, incluso el criminal más temido de la historia humana fue juzgado por un tribunal imparcial, y su condena a muerte solo llegó después de un proceso en el que se le permitió ejercer su derecho de defensa. Precisamente por eso, el principio de dignidad humana constituye un límite insuperable en las actuaciones del Estado, un recordatorio inquebrantable de que ningún ser humano, por grave que sea su transgresión, puede ser despojado de su valor inherente. En última instancia, el deber del Estado y de todas sus autoridades es adoptar todas las medidas necesarias para asegurar a cada individuo un trato acorde a su condición digna de ser humano, reconociéndolo como parte y miembro de la sociedad. Y aunque los ciudadanos puedan ver restringidos, o incluso perder, algunos de sus derechos y libertades fundamentales, la dignidad humana nunca puede ser negada ni anulada. Este principio se erige como la garantía suprema y absoluta de respeto, un compromiso de justicia que el Estado y la sociedad deben a cada persona sin excepción alguna. Así, la dignidad humana no es solo una directriz; es el corazón mismo del derecho y de toda acción verdaderamente justa25.
Dicho de otro modo, se advierte que los primeros principios generales predominan en todos los lugares donde se respeta la condición humana26, por cuanto los principios generales de derecho son fundamentales en el ordenamiento jurídico y se derivan de la justicia y la dignidad humana. Estos principios son perennes y universales, y su jerarquía no depende de la incorporación expresa en el derecho positivo. A modo de ilustración no es admisible ninguna medida infamante que denigre la dignidad del ser humano27. Verdaderamente, los principios generales del derecho son el pilar ético que todas las autoridades deben honrar y respetar, sin excepción alguna. En ninguna circunstancia pueden ser ignorados o relegados a un segundo plano. No puede admitirse que se justifique la violación de estos principios alegando ignorancia o indiferencia; hacerlo sería traicionar el sentido mismo del derecho y abrir la puerta a una profunda inseguridad jurídica que desestabilizaría la confianza social.
Con este propósito en mente, debemos reafirmar con fuerza que existe un bloque de principios superiores que, como se ha expuesto, son exigibles a todas las autoridades. Estos principios no son solo palabras, sino el alma del ordenamiento, una obligación ineludible que exige el más alto respeto y compromiso. Así, los principios generales son mucho más que orientaciones; son el compromiso de justicia que preserva la esencia del derecho, el escudo que debe proteger a la sociedad de interpretaciones que, si ignoraran estos valores, podrían devastar la justicia y la seguridad que el derecho promete28.
II. Sobre la tópica como método de aproximación al conocimiento jurídico.
La tópica29 es un método de pensamiento que, lejos de la rigidez formalista, permite abordar el conocimiento jurídico desde una perspectiva flexible y contextual. En rigor, su origen se remonta a la filosofía aristotélica y a la retórica clásica, donde se concebía como un instrumento para la argumentación en situaciones donde no existen respuestas absolutas, sino conflictos de interpretación que deben resolverse a partir del razonamiento prudencial30.
Cabe señalar que en el ámbito del derecho, la tópica surge como una alternativa al positivismo normativista, que pretende encerrar la solución jurídica dentro de un sistema de reglas estrictamente definidas. En cambio, la tópica reconoce que el derecho es, ante todo, un sistema abierto, en el que el significado de las normas se construye y reconstruye en función del contexto, del debate y de la evolución social. Así, el conocimiento jurídico no se alcanza únicamente a través de la deducción lógica, sino mediante la identificación de lugares comunes de argumentación, es decir, puntos de referencia compartidos que permiten articular el discurso jurídico con coherencia y persuasión.
Desde esta perspectiva, la tópica permite a los juristas adoptar una metodología que no se basa en la aplicación mecánica de normas, sino en la construcción racional de argumentos que puedan sostenerse en un debate, en primer lugar, a partir de la identificación de los topoi (lugares comunes), esto es, los conceptos y principios jurídicos recurrentes que sirven como base para estructurar el discurso. Es que, en efecto, a diferencia del positivismo estricto, la tópica no se limita a aplicar la norma como un silogismo deductivo, sino que busca interpretar su sentido dentro de un marco argumentativo más amplio. Tomando nota que el derecho no siempre ofrece respuestas definitivas, la tópica reconoce la incertidumbre en la interpretación jurídica y asume que el juez debe operar con un margen de apreciación racional. De este modo, el conocimiento jurídico deja de ser concebido como un saber técnico cerrado y se transforma en un ejercicio dinámico, donde el derecho se interpreta y reconstruye con base en argumentos que buscan no solo validez formal, sino también persuasión y justicia material.
En efecto, cuando un juez enfrenta un caso complejo, en el que las normas no ofrecen una respuesta clara o entran en conflicto principios fundamentales, la tópica se convierte en una herramienta fundamental para la resolución del dilema. En lugar de aplicar un método rígido, el juez puede recurrir a los lugares comunes del derecho y construir su argumentación con base en principios interpretativos, precedentes relevantes y la ponderación de intereses. Por ejemplo, en un conflicto entre la libertad de expresión y el derecho al honor, el método tópico permite estructurar el debate en torno a categorías recurrentes en la jurisprudencia: el interés público de la información, la gravedad del daño causado, el margen de tolerancia de las figuras públicas. No se trata de una aplicación mecánica de reglas predefinidas, sino de un ejercicio argumentativo en el que cada caso exige un análisis específico.
En ese orden de ideas, a diferencia del positivismo normativista, que concibe el derecho como un sistema cerrado de normas objetivas, la tópica enfatiza la dimensión argumentativa del derecho. Es por ello que no busca encontrar “la única respuesta correcta”, sino estructurar el discurso jurídico de manera coherente y racional.
En ese sentido, si bien la tópica comparte con la ponderación la idea de que el derecho no es un sistema rígido, se diferencia en su enfoque metodológico: mientras que la ponderación evalúa derechos en términos de pesos relativos y aplica un criterio de proporcionalidad, la tópica se centra en la articulación del discurso jurídico en función de los lugares comunes y la construcción retórica de la argumentación.
Como se vislumbra, la tópica es una metodología que devuelve al derecho su carácter dialéctico y argumentativo. En lugar de tratar las normas como fórmulas matemáticas inamovibles, permite entenderlas como elementos dentro de un discurso dinámico, en el que jueces, abogados y teóricos del derecho participan en la construcción del significado jurídico.
Tengo para mí, que este método resulta especialmente útil en sociedades plurales y cambiantes, donde la interpretación del derecho no puede reducirse a un esquema rígido, sino que debe considerar la complejidad del contexto y las exigencias de la justicia en cada caso concreto. Así, la tópica se erige como un puente entre la tradición filosófica y la práctica jurídica contemporánea, ofreciendo una vía intermedia entre el formalismo extremo y el decisionismo arbitrario.
Todo lo anterior se entrelaza con la tópica, esa antigua y sinuosa técnica que, en lugar de imponer verdades monolíticas, invita a recorrer senderos de dialéctica y consenso31.
Bajo la luz de tales consideraciones, la tópica se alza como una suerte de puente de cuerdas tensadas sobre el abismo de la incertidumbre, donde el jurista, el pensador y el filósofo pueden balancearse con elegancia entre argumentos, sin aferrarse a muros de granito lógico32. En contraposición a la deducción sistemática que se apoya en verdades absolutas como columnas pétreas, la tópica es un viento suave pero firme: un murmullo o una música improvisada que permite ajustar la melodía a las circunstancias y así alcanzar un entendimiento colectivo33.
En efecto, la tópica encuentra su hábitat natural en las ciencias que abordan cuestiones de razón práctica, en las que lo humano se despliega con todas sus luces, sus sombras y sus matices infinitos. No se trata de una simple herramienta auxiliar, sino de una forma de observar la realidad a través del caleidoscopio de las diferencias, donde cada faceta del argumento se ve reflejada y refractada a la vez, revelando nuevas constelaciones de sentido34. Conforme a los principios esgrimidos, la tópica, en su esencia, es un diálogo que admite contradicciones y tensiones, capaz de comprender que el comportamiento humano no se ajusta a moldes perfectos, sino que se asemeja más a la sinuosa línea que traza una mano nerviosa sobre un papel. en blanco35.
Desde esa órbita conceptual, el “caleidoscopio de las diferencias” sugiere que la tópica no busca una verdad única, sino que reconoce la multiplicidad de perspectivas y valores que conviven en el ámbito jurídico. Esto se conecta con la tradición hermenéutica y las corrientes argumentativas contemporáneas.
Con base en ello, es importante considerar que las premisas en este campo no son definitivas, una característica que las distingue claramente de las apodícticas. Antes bien, estas premisas sirven para construir razonamientos dialécticos a través de entimemas, es decir, silogismos en los que no todas las premisas se enuncian de forma explícita o se fundamentan en verdades absolutas, sino en elementos verosímiles o plausibles. Así, la tópica permite una flexibilidad necesaria en la argumentación jurídica, valorando el consenso y adaptándose a las distintas circunstancias humanas.
Se corrobora con lo expuesto, que la tópica encuentra su cauce natural en las ciencias que se ocupan de la razón práctica y por esa razón se convierte en una herramienta invaluable para comprender el comportamiento humano en su complejidad y particularidad. A diferencia de los métodos estrictamente deductivos, que buscan una aplicación mecánica de normas y principios, la tópica acepta la incertidumbre, el contexto y la necesidad de argumentar en función de casos concretos y situaciones cambiantes.
No cabe duda que esa mirada resultaespecialmente útil en el ámbito del derecho, donde las normas no siempre proporcionan respuestas definitivas y donde la interpretación debe tener en cuenta tanto la literalidad de los textos jurídicos como los valores y principios que los sustentan.
Desde esta perspectiva, el conocimiento jurídico no es una simple operación lógica, sino un ejercicio de razonamiento prudencial, donde el juez o el intérprete del derecho debe identificar los lugares comunes que sostienen la estructura del discurso jurídico, evaluar las circunstancias específicas y construir una argumentación que no solo sea coherente desde el punto de vista normativo, sino también persuasiva y justa.
Así, la tópica no solo permite entender el derecho como una disciplina argumentativa, sino que también ayuda a captar la complejidad de las decisiones humanas en su dimensión ética, social y política.
De alguna manera, su importancia radica en que reconoce la pluralidad de enfoques dentro de la razón práctica y se opone a cualquier pretensión de absolutismo interpretativo, apostando en cambio por una forma de conocimiento jurídico más abierta, dialógica y adaptable a las circunstancias reales de la vida social. Porque es fundamental considerar que las premisas empleadas en la tópica no son definitivas, lo que las distingue de las apodícticas, aquellas premisas absolutas. Más bien, en este contexto, las premisas sirven para construir razonamientos dialécticos a través de entimemas, silogismos donde no todas las premisas se expresan de manera explícita o se basan en verdades inamovibles, sino en elementos verosímiles o plausibles.
Sumergidos en ese universo de ideas, cabe señalar que la tópica y las responsas rabínicas nacieron de una misma necesidad: la de encontrar respuestas donde las reglas escritas no alcanzan, la de construir justicia sin traicionar la tradición, la de armonizar la letra con el espíritu de la ley. Son hermanas de la misma raíz, una en el mundo del derecho secular y la otra en la profundidad milenaria de la Halajá, ambas conscientes de que el derecho no es un edificio inmóvil, sino una casa que se adapta al viento del tiempo sin perder sus cimientos36.
Desde los días de Aristóteles, la tópica ha servido a los juristas como un método de razonamiento flexible, un modo de navegar entre normas y principios cuando la respuesta no se encuentra en un simple silogismo.
En efecto, no se trata simplemente de aplicar la ley como si fuera una máquina, sino de encontrar en el diálogo de la tradición los argumentos que sostienen una decisión justa. De la misma manera, los rabinos, desde las academias de Babilonia hasta las sinagogas de Al-Ándalus, han respondido a preguntas imposibles con la misma agudeza, recurriendo no solo a la Torá, sino también a la memoria colectiva de su pueblo, a la exégesis del Talmud, a la interpretación meticulosa de generaciones de sabios37.
Particularmente, Maimónides, el gran médico del alma y de la razón, entendió que la ley no podía ser una estructura pétrea, porque la vida es más vasta que cualquier norma. En sus responsas, no se limitaba a recitar mandatos sagrados, sino que razonaba, contextualizaba, pesaba las consecuencias, porque sabía que la Halajá, como el derecho secular, no vive en la abstracción, sino en el mundo real, con sus contradicciones y urgencias. Así, su método no distaba del jurista que, al enfrentarse a una disputa jurídica compleja, no se aferra ciegamente al texto de la ley, sino que busca en los lugares comunes—en los principios compartidos de la comunidad jurídica—las claves para encontrar una solución38.
Ateniéndonos a la evidencia, se confirma que en ambas tradiciones, la tópica y la responsa, parten de una misma intuición: el derecho es un diálogo, no una sentencia impuesta desde lo alto.
Verdaderamente, tanto el rabino que responde a una duda halájica como el juez que resuelve un caso constitucional operan con la misma premisa: no hay respuestas definitivas sin un proceso de argumentación que atienda tanto la norma como la realidad en la que debe aplicarse.
En ese sentido, no es casualidad que los sabios del Talmud discutieran cada ley hasta el agotamiento, de la misma manera en que los juristas contemporáneos encuentran en el debate y la retórica las herramientas para construir decisiones más justas.
Sin embargo, ni la tópica ni la responsa son excusas para la arbitrariedad. Ambas imponen una disciplina argumentativa, un rigor lógico que impide que el derecho se convierta en mero capricho o en una simple preferencia personal del intérprete. Es así, un rabino no inventa normas, sino que las hila con la prudencia del tejedor, asegurándose de que cada decisión encaje en el tapiz de la Halajá sin romper su armonía. De hecho, el jurista tópico hace lo mismo: no crea derecho desde la nada, sino que lo reconstruye con las piezas que la tradición, la razón y la equidad le ofrecen.
En última instancia, la tópica y la responsa rabínica son reflejos de una misma sabiduría: el derecho no es solo un sistema de reglas, sino un arte de la prudencia, un ejercicio constante de justicia que exige escuchar, entender y decidir con inteligencia y compasión. Sucede que en ambas existe una convicción compartida: que la verdadera autoridad del derecho no reside en su rigidez, sino en su capacidad de responder a la vida sin perder su esencia.
Si hubiéramos de condensarlo en pocas palabras, procedería consignar que la tópica hunde sus raíces en los fundamentos más antiguos de la dialéctica y la retórica aristotélicas, allí donde el pensamiento se arremolina en torno a las primeras preguntas sobre la palabra y la persuasión, sobre la justicia y la perspicacia. del razonamiento humano39.
En ese orden de ideas, lo que podría haber quedado reducido a un susurro clásico recuperó fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, brotando en la Alemania de la posguerra como un tallo verde40 que emerge entre ruinas y escombros, dispuesto a resembrar la confianza en el entendimiento mutuo y la elasticidad interpretativa41. Efectivamente, las cenizas del totalitarismo habían dejado en el derecho una herida profunda: las normas aplicadas con la rigidez de un dogma no habían impedido la barbarie, sino que en muchos casos la habían legitimado.
Con toda seguridad, la idea de que el derecho podía reducirse a un código inmutable, inmune a las circunstancias humanas, había demostrado ser peligrosa, incapaz de resistir la perversión burocrática de la injusticia. Era menester un nuevo paradigma, un modo de interpretar el derecho que no lo convirtiera en un arma al servicio del poder, sino en un puente hacia la reconstrucción de la convivencia. Fue entonces cuando la tópica, aquella vieja aliada de la prudencia, resurgió con renovado vigor. Ya que, en efecto, si antes había sido una herramienta de retóricos y juristas clásicos, ahora se convertía en una respuesta frente al dogmatismo normativo que había sofocado el pensamiento jurídico en los años oscuros. Así, la tópica permitía redescubrir el derecho como un proceso de diálogo, no de imposición, como un ejercicio de argumentación que reconocía la pluralidad de valores en conflicto y la necesidad de equilibrarlos con sensatez.
En esta Alemania de posguerra, juristas como Theodor Viehweg revitalizaron el concepto, mostrando que el derecho no podía reducirse a un simple mecanismo lógico-deductivo, sino que debía recuperar su dimensión contextual y argumentativa. En un mundo marcado por la incertidumbre y la reconstrucción, la tópica ofrecía una vía para interpretar el derecho sin caer en la arbitrariedad, para encontrar respuestas sin reducir la justicia a una fórmula mecánica42.
Así, lo que pudo haber sido un eco perdido en la historia se transformó en un canto de renovación, en un recordatorio de que el derecho, cuando se aferra demasiado a la rigidez, corre el riesgo de volverse ciego.
Desde una mirada sintética, la tópica, con su flexibilidad y su apertura al debate, se alzó como una herramienta de resistencia frente a la fosilización del pensamiento jurídico, un método para garantizar que el derecho siguiera siendo un espacio de razón y humanidad, incluso después de haber atravesado la sombra de su propia destrucción.
Precisamente, fue en este clima de reconstrucción intelectual que Theodor Viehweg (1953) alzó su estandarte, rescatando la tópica clásica para aplicarla a la jurisprudencia contemporánea. Según su perspectiva, el derecho no brotaba de un esquema rígido y preestablecido, sino más bien de problemas concretos, de aporías que exigían soluciones específicas tejidas con hilos dialécticos43. Desde esta posición crítica, cada caso cobraba vida propia, exigiendo una respuesta tan singular como un patrón irrepetible, y era mediante el diálogo con los tópicos que el jurista encontraba la ruta hacia esa solución siempre escurridiza44. En otras palabras, la propuesta de Viehweg implicaba arrancar al derecho del férreo abrazo de la lógica formal y devolverle un soplo de flexibilidad y humanidad: era una invitación a revalorizar la retórica, a correr el velo que cubría la singularidad de las circunstancias. ya corregir los excesos de un positivismo legal empeñado en encerrar la justicia en jaulas de metal frío45.
En este sentido, la tópica puede concebirse como un intento de comprender los mecanismos de razonamiento ante situaciones que no son evidentes en sí mismas. Desde esta perspectiva, no se plantea como una alternativa incompatible con enfoques más tradicionales en el derecho, sino que, al contrario, logra coexistir con diversas metodologías jurídicas y teorías de la argumentación jurídica, aportando una visión flexible y dialéctica que enriquece la interpretación y aplicación del derecho en contextos complejos.
Siguiendo este enfoque, los tópicos no son meras herramientas auxiliares, sino que actúan como modelos implícitos en el texto positivo, capturando la esencia subyacente de la racionalidad jurídica que va más allá de las palabras formales de la norma. Es elocuente observar cómo en cada sistema jurídico existen tópicos comunes, compartidos en esencia, y a la vez tópicos únicos que responden a las particularidades de cada cultura y momento. Esta dualidad refleja que el derecho, más que un código estático, es una construcción viva, capaz de reflejar los principios profundos que sustentan una sociedad.
En este orden de ideas, es esencial destacar la potencia de la tópica en la resolución de los dilemas jurídicos más complejos. A través de ella, el derecho encuentra soluciones que resuenan con los fundamentos más profundos del ordenamiento jurídico, sin quedar atrapado en la rigidez de una interpretación deductiva y fría. Además, cabe subrayar que la jerarquía de los principios generales del derecho es intrínseca, inmune a la contingencia de su incorporación formal en el derecho positivo; estos principios existen por derecho propio y no dependen de la voluntad humana para su legitimidad.
Desde esta óptica, ignorar estos principios sería como arrancar de raíz los fundamentos mismos que sostienen las relaciones entre los particulares y las autoridades. Con mayor razón, resulta claro que no pueden ser desechados bajo el pretexto de su ausencia formal en el derecho positivo, pues su jerarquía es inmanente, una brújula moral y jurídica que ninguna legislación puede sustituir. Insisto, entonces, en que, dada la naturaleza maleable y cambiante de los problemas jurídicos, la tópica nos ofrece un camino hacia respuestas profundamente coherentes y humanamente resonantes con los valores esenciales de justicia y dignidad.
En ese orden de ideas, la complejidad inagotable de la vida social nos recuerda, con su danza de sombras y claridades, que la mera deducción normativa no basta por sí sola para abrazar los desafíos de una sociedad en perpetuo movimiento46. Efectivamente, cuando la respuesta no se alza nítida ante nuestros ojos, corresponde a los jueces —guardianes de la fe pública en la palabra justa— buscar soluciones allí donde el legislador no ha trazado senderos.
Es entonces que los principios generales del derecho, tenues e invisibles como hilos subterráneos, y la tópica, con su caleidoscopio de argumentos, emergen como herramientas imprescindibles, como raíces profundas que sostienen el árbol del derecho cuando los vientos del formalismo amenazan con arrancarlo de su suelo. Sucede que en un mundo donde las normas escritas pueden resultar insuficientes para abarcar la complejidad de la realidad, los principios generales del derecho susurran certezas allí donde el texto de la ley guarda silencio. Precisamente, son el tejido que conecta la tradición con la justicia, la norma con la equidad, recordando que el derecho no es solo una colección de reglas, sino un sistema vivo que debe responder a la historia y a la razón.
Justamente es aquí donde la tópica despliega su arsenal de posibilidades, como un prisma que revela matices ocultos en cada conflicto, permitiendo a los juristas navegar las aguas inciertas de la interpretación sin caer en la trampa del relativismo absoluto ni en la rigidez dogmática. No es solo una técnica retórica ni una herramienta argumentativa: es la conciencia de que el derecho no puede encorsetarse en fórmulas inamovibles, sino que debe construirse en el diálogo, en la prudencia, en el arte de hallar lo justo dentro de lo posible.
Así, cuando las respuestas no aparecen en la letra de la norma, cuando la subsunción parece un callejón sin salida, son los principios y la tópica los que permiten abrir caminos, toda vez que el derecho, más que un código cerrado, es un tejido en constante reconstrucción, y su solidez depende de la capacidad de interpretar sus hilos con sabiduría, sin romperlos, pero tampoco sin atarlos demasiado fuerte47.
De alguna manera, estos principios actúan a la manera de faros en la bruma, su luz resbalando sobre las olas inciertas, dotando al derecho de la elegancia y profundidad necesarias para acompañar los latidos cambiantes de la convivencia humana y garantizando que, tras la máscara de la norma, relumbre el rostro de la justicia verdadera48.
En semejante escenario, y en virtud de la confianza depositada en la magistratura, se comprende que la equidad funja como un timonel al que se confía el timbre de la decisión final, dejando atrás el rigorismo metálico de una ley anclada en el pasado. La delicada misión de los operadores jurídicos es, pues, resolver la contienda entre bienes jurídicos con una clara inclinación hacia la persona y su dignidad, restringiendo con cautela aquellas soluciones que imponen limitaciones, como si fueran ventiscas heladas en el horizonte moral49. Por ello, ante estos valores fundamentales, se revela nítido que el operador jurídico no solo debe postrarse ante el orden legal, sino interpretarlo del modo más favorable a la persona, como quien alisa una hoja de papel hasta convertirla en un verso luminoso, siempre en consonancia con el pulso ético y la voz del humanismo que tarde en el corazón del orden jurídico50.
En efecto, no se trata de una pretensión exorbitante, sino de una necesidad vital y límpida: ante la primacía de la dignidad humana como cimiento profundo del derecho, los operadores jurídicos cargan con la obligación ineludible de preferir siempre la existencia de un derecho que salvaguarde a la persona51. Esta obligación, reconocida por la doctrina y por la jurisprudencia, recibe el nombre de principio pro homine o pro persona, una brújula moral que señala el norte de la humanidad en el ordenamiento jurídico y hace que el tejido de normas no se convierta en una telaraña mecánica, sino en un lienzo por donde transita la dignidad humana52.
Al colocar el acento en la dignidad, la ciencia jurídica experimenta una metamorfosis, superando el ropaje de una ciencia meramente formal para alzarse como una ciencia de problemas, una disciplina orgánica y viviente que no se contenta con aplicar reglas ciegas, sino que se arriesga a navegar las aguas movidas de cada caso concreto, allí donde el rugido del presente exige una justicia encarnada en el aquí y el ahora53. En este sentido, las técnicas de resolución derivadas de esta perspectiva no permiten el encierro en un pensamiento sistemático y hermético, pues el derecho deja de ser una arquitectura petrificada para volverse un mapa que se dibuja sobre la marcha. Surge, entonces, la necesidad de una técnica propia del pensamiento problemático, una mirada capaz de abandonarse al vértigo de la singularidad, de improvisar con la intuición del jazzista que encuentra la nota justa en el instante preciso54.
Así, el fundamento axiológico del derecho —la dignidad, la persona, su integridad inviolable— insta a que lo relevante en cada caso sea la aplicación concreta de la justicia como un acto de reverencia a la condición humana55. Nada de fórmulas repetidas, nada de moldes inmutables: cada decisión, cada interpretación, deviene una obra inédita que se teje con las hebras de los valores fundamentales, un tributo a la luz siempre presente y siempre frágil de la dignidad humana. La justicia se forja con cada sentencia, brotando de la amalgama entre el rigor conceptual y la ternura moral, revelando que el derecho, a fin de cuentas, es una empresa profundamente humana56.
Así, la magistratura no solo tiene la tarea de aplicar normas, sino la responsabilidad de interpretarlas desde la perspectiva humana y ética, garantizando que el derecho sea una herramienta viva, flexible y justa, que responda a las necesidades y valores esenciales de cada persona en el tiempo y el espacio en que habita. Más aún, el pensamiento tópico es una técnica de argumentación jurídica que permite la resolución de controversias a través de la construcción de argumentos que se alineen con los principios y fundamentos del ordenamiento jurídico, sin limitarse exclusivamente a una interpretación literal o gramatical de las normas positivas. En este sentido, el pensamiento tópico implica recurrir a principios generales del derecho y argumentos que, aunque no estén expresamente codificados en el derecho positivo, son reconocidos por la comunidad jurídica como esenciales y orientadores en la interpretación y aplicación de las normas.
De hecho, el pensamiento tópico se apoya en la idea de que, en muchas ocasiones, la solución justa a una controversia jurídica no puede hallarse mediante una aplicación literal de las normas, sino que demanda la utilización de principios y argumentos que respondan a las circunstancias particulares del caso. Desde esta perspectiva, el pensamiento tópico permite que los operadores jurídicos aborden los problemas desde múltiples ángulos y perspectivas, encontrando soluciones más justas y equitativas, adaptadas a la realidad específica de cada conflicto57.
Así las cosas, cabe resaltar que el pensamiento tópico no rechaza la interpretación literal de las normas, sino que busca complementarla, enriqueciéndola con argumentos y principios que faciliten una aplicación del derecho más completa y humana en los casos concretos. En conclusión, el pensamiento tópico constituye un método invaluable para la resolución de controversias jurídicas, pues permite descubrir soluciones más justas y equitativas que escapan a una mera aplicación textual de las normas positivas.
En síntesis, el pensamiento tópico en el derecho es una herramienta esencial para abordar la complejidad de las disputas legales, brindando a los operadores jurídicos la posibilidad de encontrar respuestas justas y razonables. Es un método que va más allá de la simple aplicación de reglas; exige una evaluación cuidadosa de los hechos y circunstancias de cada caso y una consideración de los valores y principios que sustentan el derecho. Así, el pensamiento tópico se convierte en un puente entre la norma y la justicia, buscando siempre que el derecho se aplique de manera que respete la dignidad y equidad en cada caso específico.
A través de la tópica, los jueces tienen la capacidad de encontrar soluciones innovadoras y creativas a problemas legales complejos, logrando así tomar decisiones informadas y justas que responden a las necesidades y expectativas de la sociedad. En última instancia, el pensamiento tópico ayuda a asegurar que la ley se utilice como una herramienta para promover la justicia y la equidad, en lugar de simplemente mantener el statu quo o perpetuar injusticias. Es precisamente por esto que la aplicación del pensamiento tópico se vuelve esencial en la resolución de casos constitucionales, ya que permite buscar soluciones justas y equitativas en contextos donde la normativa es indeterminada o existe una complejidad de factores a considerar. Por ejemplo, en casos relacionados con el derecho a la libertad de expresión y la protección de la dignidad humana, el pensamiento tópico resulta invaluable. En estos casos, donde ambos derechos pueden entrar en conflicto, no siempre existe una solución clara y directa. El uso del pensamiento tópico permitiría al juez identificar los argumentos y perspectivas relevantes en cada situación específica, buscando una solución equitativa que intente proteger ambos derechos en la medida de lo posible.
En definitiva, el pensamiento tópico funciona como un mapa sin fronteras, permitiendo al juez abordar los problemas jurídicos con una amplitud creativa que trasciende el corsé de la lógica formal, rígida y monocorde. A través de este prisma, el derecho deja de ser una maquinaria inerte y se vuelve un cuerpo vivo, palpitante y dinámico, una danza que va modulando sus pasos al ritmo de las circunstancias cambiantes y las complejas necesidades de la sociedad. Lejos de ser un mecanismo petrificado, el derecho se humaniza, se flexibiliza, y el juez, en lugar de encadenarse a fórmulas inflexibles, encuentra en la tópica una brújula errante que lo guía soluciones hacia más justas y equitativas en los casos más arduos58.
En resumen, los problemas jurídicos rara vez se resuelven por la fría aplicación de una lógica desprendida del mundo. Ellos exigen considerar una constelación de aspectos —sociales, culturales y axiológicos— que no se capturan con facilidad bajo el prisma de una argumentación meramente racional. Aquí, el pensamiento tópico adquiere un brillo peculiar: al permitir la interacción de miradas diversas y la aplicación de criterios de valoración variados, se erige en un método apto para iluminar las sombras del conflicto jurídico59.
En especial, ante conceptos jurídicos indeterminados o cláusulas generales, la tópica emerge como un salvoconducto hacia la justicia. En lugar de empeñarnos en definir con tiranía lógica cada término, la tópica invita a explorar senderos múltiples, a considerar sentidos alternativos y criterios flexibles. Así, al lidiar con la cláusula general de buena fe en el derecho civil, la tópica sugiere no un solo espejo, sino una galería entera de espejos, donde la conducta se contempla desde diversos ángulos antes de decidir si, finalmente, armoniza con la buena fe60. Si nos internamos con mayor profundidad en el corazón del problema, acabamos por evocar las técnicas y procedimientos de la antigua Grecia, cuando la búsqueda no era de verdades absolutas, sino de aserciones verosímiles y plausibles. Entonces, igual que ahora, los problemas jurídicos no podían ceñirse a un entramado lógico-formal, porque eran, y siguen siendo, problemas humanos, de sociabilidad, de convivencia61. Ante esta realidad, la aplicación del derecho no puede ser el fruto mecánico de un silogismo impecable, pero ciego. Si el juez se limitará a obrar como un autómata, subsumiendo hechos en normas con la frialdad de una máquina, la justicia se vaciaría de su esencia, de su aliento. La tópica recuerda, en cambio, que el derecho es un lenguaje vivo, un diálogo incesante donde la letra no se fosiliza, sino que respira y siente con la humanidad que la creó62.
En consecuencia, no es realista esperar de una decisión judicial un criterio de cientificidad absoluta, que permitiera valorar esa decisión como objetiva e inapelable, especialmente en casos donde la argumentación incluye conceptos jurídicos indeterminados o cláusulas generales. Así, nos enfrentamos a conceptos respecto de los cuales es imposible fijar un orden racional jerárquico o identificar un método único que evite resultados diversos, y en ocasiones, contradictorios63.
Con toda evidencia, nos enfrentamos entonces a conceptos que resisten la rigidez de una clasificación definitiva, ideas cuya esencia impide fijar un orden racional jerárquico absoluto o un método único que garantice decisiones homogéneas. Cabe señalar, por ejemplo, que la equidad, la buena fe, el interés superior del niño, el orden público o la moral social no pueden encerrarse en una fórmula universal, pues su significado depende del tiempo, del lugar, de las circunstancias y de la sensibilidad del juzgador.
Así, la interpretación jurídica se convierte en un campo de tensiones inevitables, donde distintos enfoques pueden llevar a soluciones diversas, e incluso contradictorias, sin que por ello se desmorone el sistema. De hecho, esta pluralidad de resultados no es un defecto del derecho, sino una consecuencia natural de su interacción con la realidad: el derecho no es un código frío y mecánico, sino un lenguaje que dialoga con la vida misma, con sus matices, sus dilemas y sus paradojas.
En última instancia, la imposibilidad de alcanzar una única respuesta científica no significa arbitrariedad, sino la necesidad de un razonamiento prudencial, de una argumentación que no solo se base en normas preestablecidas, sino que atienda la justicia del caso concreto. Es en este espacio de incertidumbre donde el derecho muestra su verdadera naturaleza: no como un conjunto de verdades absolutas, sino como una construcción racional y flexible, capaz de adaptarse a las complejidades humanas sin perder su estructura esencial.
De igual manera, esto nos lleva a comprender que la inadecuación del positivismo jurídico ha impulsado la revalorización del derecho natural y la búsqueda de principios prácticos básicos que se alineen con la dignidad humana. De aquí se desprende que el ordenamiento jurídico no debe ignorar las exigencias de método que contribuyen a la razonabilidad práctica, permitiendo distinguir entre un pensamiento práctico consistente y otro inconsistente, así como entre actos razonables y no razonables. En pocas palabras, resulta evidente que toda ciencia basada en la razón debe sustentarse en causas y principios, ya sean más rigurosos o más simples, pero siempre orientados a la justicia y la equidad. Debido a que, de esta manera, el derecho cobra una dimensión ética y social, en la que no puede reducirse a la técnica ni encerrarse en la fría estructura de un razonamiento lógico, pues su esencia es responder a los problemas humanos, en toda su complejidad y variabilidad, siendo fiel a los principios que dan forma a una justicia genuina64.
III. Acerca de la supremacía evidente de los principios y valores en el ordenamiento jurídico: El rol de la judicatura.
En el marco de comprensión que venimos comentado, resulta ineludible señalar que el artículo 31 de la Constitución establece el principio de supremacía constitucional, dotándola del carácter de norma suprema y confiriéndole, en consecuencia, la máxima jerarquía dentro del sistema de fuentes del derecho (CSJN Fallos: 338:1575; 342:584 y 1417). No obstante, dicha jerarquía, por sí sola, no basta para asegurar su preeminencia efectiva. Así, se hace imperioso recurrir al control de constitucionalidad como herramienta fundamental para garantizar que, frente a cualquier colisión entre las normas constitucionales y otras de menor rango, prevalezcan siempre las primeras. De hecho, bajo ese manto conceptual, la CSJN ha reafirmado su rol como último guardián de las garantías constitucionales, erigiéndose como la cúspide de uno de los Poderes del Estado y como el intérprete máximo de nuestra Constitución65.
En efecto, si volvemos la mirada al siglo XVII, en el proceso de transición del modelo de gobierno feudal inglés hacia una incipiente fórmula parlamentaria, comenzaron a surgir instituciones dedicadas a establecer límites efectivos al poder político, preservando a la vez las características propias de la estructura feudal. Entre tales instituciones, la supremacía de la Constitución se destaca como un pilar fundamental del constitucionalismo moderno66.
En ese sentido, el Poder Judicial estadounidense afirmó su facultad de invalidar normas contrarias a la Constitución, sentando así un precedente fundamental que no solo estructuraría la evolución del derecho constitucional en los Estados Unidos, sino que también serviría de modelo para numerosos sistemas jurídicos en el mundo. A partir de este hito, el principio de supremacía constitucional dejó de ser una simple declaración de principios para convertirse en una realidad operativa, dotando al texto constitucional de una fuerza normativa efectiva y colocando a la Constitución en la cúspide del ordenamiento jurídico67.
Añadido a lo anterior, el Estado de derecho impone a la autoridad el deber de actuar conforme a un marco normativo, cuyo contenido no se limita exclusivamente al conjunto de normas sancionadas por la autoridad estatal. En tal sentido, el bloque de constitucionalidad debe entenderse como un continente jurídico que excede el derecho formalmente establecido, abarcando principios y valores que reflejan parámetros de justicia material. Justamente esta perspectiva sostiene que el derecho positivo se encuentra imbricado con normas supralegales que informan su sentido último, estableciendo que el ejercicio de la autoridad no puede ser arbitrario ni desproporcionado, sino que debe estar guiado por un respeto profundo hacia los principios de equidad, justicia y protección de los derechos fundamentales68.
En consecuencia, el bloque de constitucionalidad, en tanto conjunto de principios y normas fundamentales, comprende no sólo las leyes internas sino también los tratados y normas de derechos humanos incorporados al ordenamiento nacional. De esta forma, se configura una fuente de contención y limitación del poder público, en la cual la legalidad formal encuentra un correlato sustancial, permitiendo que las decisiones del Estado y de sus autoridades se encuentren subordinadas a los valores y derechos consagrados universalmente. Precisamente, el Estado de derecho no sólo demanda un cumplimiento formal de la ley, sino también una interpretación conforme a los valores que inspiran y dan sentido material a la norma, permitiendo que el sistema jurídico sea un verdadero vehículo de justicia69.
En virtud de lo expuesto, la autoridad, al ejercer su poder, no puede limitarse a observar una legalidad meramente formal, pétrea y despojada de matices, sino que debe atender a la sustancia de la justicia70.
Sin duda, el principio de legalidad sustantiva exige algo más que la obediencia ciega a la letra de la norma: exige el latido vivo de la equidad, el pulso de la dignidad humana, la melodía silenciosa de valores superiores que flotan sobre el ordenamiento como constelaciones. tutelares71.
Más allá del positivismo estricto, que reduce el derecho a un sistema de normas aplicadas mecánicamente, la legalidad sustantiva reclama contenido, sentido, humanidad. En efecto, no basta con que una norma sea dictada conforme al procedimiento formalmente correcto, sino que también debe también ser justa, razonable, respetuosa de los principios fundamentales que dan coherencia al orden jurídico.
En definitiva, es el derecho que no se encierra en su propio laberinto normativo, sino que dialoga con la moral y con la historia, con la conciencia de que la justicia no es solo un cálculo frío, sino un arte prudencial, donde cada decisión debe sopesarse no solo en términos de legalidad, sino de legitimidad ética y social. Por lo que el juez no es un simple ejecutor de normas, sino un intérprete de la justicia, un guardián de esa luz que, aunque a veces parezca distante, siempre brilla sobre el derecho como una estrella polar.
Tal es la realidad, porque en un Estado de derecho genuino, la legalidad no consiste en un ritual vacío, sino en la vibración conjunta de la norma con los principios que conforman el bloque de constitucionalidad. Con sujeción a estas ideas se percibe que cada precepto legal se convierte así en una puerta abierta hacia la dignidad, la justicia y la equidad. La interpretación, lejos de ser un simple ejercicio mecánico, deviene un acto creador que busca potenciar el respeto a los derechos fundamentales, encauzando la acción del Estado hacia un horizonte de valores compartidos.
En ese conjunto de reflexiones, se percibe que el orden jurídico, de este modo, no es una sucesión de cláusulas inertes, sino un organismo que respira a través de las normas, nutriéndose de su sustrato axiológico. En verdad, la actuación estatal, subordinada a esta profunda visión, encuentra su razón de ser no en la mera sumisión a la regla, sino en la fidelidad a la justicia material que impregna la Constitución y los principios que de ella irradian. Es por ello que, al final del día, la autoridad verdaderamente legítima es aquella que no se refugia en la dureza del texto, sino que hace florecer su sentido en el fértil terreno de la dignidad y la humanidad.
En ese sentido, resulta de significativa importancia reparar en que el principio de interpretación pro-homine exige que las normas, en caso de ambigüedad o conflicto, se interpreten en la forma más favorable a la persona, garantizando una protección amplia de los derechos fundamentales. Este principio, vinculado a la supremacía de los derechos humanos dentro del bloque de constitucionalidad, requiere que toda disposición normativa se interprete de manera que brinde la mayor protección posible a los individuos. Así, el magistrado tiene el deber de aplicar este estándar, priorizando una interpretación que asegure la mayor protección y ejercicio de los derechos reconocidos72.
A lo que se agrega que el principio de justicia material como complemento del derecho formalestablece que la finalidad del derecho es la consecución de la justicia efectiva. Así, el sistema jurídico no puede limitarse a una aplicación mecánica de normas que ignoren el impacto de las decisiones en términos de equidad y justicia social. En el marco del Estado de derecho, la interpretación judicial debe contemplar no sólo el contenido formal de la norma sino también los valores de justicia y bien común que le otorgan sentido y legitimidad.
En ese orden de ideas, el principio de contención del poder público impone una limitación intrínseca a las acciones de la autoridad estatal. Particularmente este principio garantiza que el ejercicio del poder no sea arbitrario ni excesivo, sino que esté siempre sujeto a los límites de proporcionalidad y de respeto a los derechos fundamentales. De hecho, la contención del poder es una exigencia ineludible en un sistema de derecho que procura evitar el abuso y resguardar el equilibrio social.
En esta estructura, el bloque de constitucionalidad se erige como un sistema comprensivo, en el que el formalismo jurídico se complementa y se armoniza con los principios sustantivos, tales como la dignidad, la igualdad y la protección de los derechos humanos. En este marco, la aplicación de las normas no puede reducirse a un ejercicio mecánico, sino que debe ser entendida como una oportunidad para reflejar los valores esenciales del ordenamiento jurídico y su compromiso con una justicia material que resguarde los derechos de todas las personas.
Por ello, el bloque de constitucionalidad se convierte en un fundamento ético y jurídico que orienta a los magistrados a interpretar y aplicar el derecho con una mirada amplia, sensible a la equidad y la justicia en cada caso. Esto implica que el derecho, más allá de su formulación normativa, adopta una función dinámica y social, dirigida a asegurar que cada actuación del Estado y de sus agentes sea un reflejo fiel de los valores de justicia y equidad, en consonancia con los derechos y principios constitucionales.
En sintonía con la función integral del bloque de constitucionalidad y de la justicia material, el rol del juez constitucional adquiere una relevancia fundamental en el sistema jurídico.
Resulta indubitable a la luz de los principios establecidos que la labor del juez trasciende la mera resolución de conflictos para erigirse como un puente vital entre el derecho y la sociedad, permitiendo que el ordenamiento jurídico responda de manera dinámica y actualizada a las necesidades y valores de la comunidad.
Conforme a lo dicho, no cabe otra conclusiónrespecto que el papel del juez no se limita a la aplicación de la norma, sino que implica una interpretación contextualizada y comprometida con la evolución social, asegurando que cada decisión refleje los valores y principios contemporáneos que informan el bloque de constitucionalidad. Ya que, en efecto en virtud de este rol integrador, el juez constitucional tiene la misión de garantizar que las normas jurídicas no se apliquen de forma aislada o descontextualizada, sino en armonía con los principios de justicia, equidad y dignidad humana que orientan el derecho en un Estado de derecho.
De este modo, el juez se convierte en un agente activo de interpretación, facilitando que el derecho positivo se adapte y responda eficazmente a los cambios sociales, y preservando siempre el respeto a los derechos fundamentales y a los principios constitucionales.
Por tanto, la función del juez constitucional, enmarcada en la tutela del bloque de constitucionalidad, es esencial para mantener un equilibrio entre la estabilidad normativa y la evolución social, permitiendo que el sistema de justicia se mantenga atento a las necesidades de la sociedad y a los valores contemporáneos que reflejan el ideal de justicia y el respeto a los derechos de todas las personas.
Como se ha indicado, los caracteres esenciales del Estado no se limitan a la organización de los poderes ni a la producción y aplicación del derecho en un sentido estrictamente formal. Por el contrario, abarcan también la defensa de los contenidos jurídicos materiales, esos principios sustantivos que reflejan el espíritu y la justicia de la ley. Así, el sentido y alcance de la Constitución no puede comprenderse a través de un análisis puramente textual; sino que requiere una interpretación profunda que tenga en cuenta el contexto nacional e internacional en el que sus principios se gestaron.
De esta forma, el juez constitucional desempeña un papel central al interpretar la Constitución no solo como un texto estático, sino como una estructura dinámica que debe ajustarse a los desafíos y aspiraciones de cada época, promoviendo una justicia que no solo aplique normas, sino que también refleje los valores fundamentales de la comunidad jurídica y social. En este contexto, la relación entre justicia y seguridad jurídica se vuelve fundamental, produciéndose un salto cualitativo en el cual la importancia formal y material de la ley disminuye en relación con el antiguo Estado liberal.
Comparativamente, el Estado de derecho representa una transformación tanto cuantitativa como cualitativa del derecho, orientándose hacia una justicia material que prioriza la búsqueda de soluciones específicas y ajustadas a los hechos de cada caso. Así, en el Estado de derecho moderno, el derecho no se percibe únicamente como un conjunto de normas rígidas y estáticas; en cambio, se convierte en un instrumento que, mediante una aplicación contextual y basada en principios, busca reflejar las realidades y necesidades de la sociedad. Expresado de otro modo, la ley se adapta para proteger no solo la estructura formal del sistema jurídico, sino también los valores de equidad y justicia que subyacen en cada acto de interpretación y aplicación normativa73.
Derivado de ello, los valores constitucionales representan el catálogo axiológico que otorga sentido y finalidad a todas las normas del ordenamiento jurídico. Por lo que estos valores se establecen como fines a los cuales el sistema jurídico aspira, aun cuando corresponde al legislador definir los medios más adecuados para alcanzarlos74.
En tales condiciones, a pesar de que los valores constitucionales tienen un carácter programático, no deben considerarse un mero adorno simbólico; al contrario, constituyen un conjunto de objetivos que debe orientar las relaciones entre gobernantes y gobernados. Como resultado, el juez constitucional debería actuar como su custodio, asegurándose de que no solo se respeten, sino que se traduzcan en decisiones concretas que promuevan la justicia y el bienestar colectivo. Por lo tanto, su labor garantiza que el derecho se mantenga vivo y profundamente vinculado a la sociedad, preservando el equilibrio entre los propósitos constitucionales y los medios efectivos para hacerlos realidad.
En ese sentido, si bien es cierto que la justicia debe respetar la prerrogativa del legislador en la definición y delimitación de los valores constitucionales en su alcance general, ello no impide que los jueces se sirvan de tales valores para interpretar y resolver situaciones específicas. De ahí que el juez constitucional pueda valorar la aplicación de normas o instituciones dentro de una interpretación integral de los hechos y del derecho, utilizando los principios y valores como guías esenciales en la resolución de casos concretos sin interferir con la competencia legislativa.
En efecto, los valores constitucionales, aunque no son normas de aplicación directa ni vinculantes en forma aislada, desempeñan una función interpretativa crucial cuando se trata de resolver un problema en el que está en juego el sentido y el propósito del derecho. En estos casos, los valores no sustituyen a las normas específicas, sino que las complementan y orientan, proporcionando un marco ético que facilita la coherencia y justicia en las decisiones judiciales. Así, la labor del juez constitucional se fundamenta en utilizar estos valores como criterios que enriquecen el análisis normativo y orientan la interpretación hacia una solución justa y conforme al ideal constitucional. Por tanto, el uso de los valores constitucionales por el juez no significa su aplicación directa, sino una interpretación contextual y valorativa que busca asegurar que el sentido último del derecho sea respetuoso de la equidad y de la justicia material, en línea con el bloque de constitucionalidad. Esto asegura que la interpretación judicial no se aparte del espíritu del derecho, sino que esté en permanente diálogo con los valores que la sociedad reconoce como fundamentales75.
En correlación con el rol interpretativo del juez constitucional, es necesario distinguir entre los valores y los principios dentro del marco del bloque de constitucionalidad. Los valores constitucionales, si bien poseen un valor normativo indiscutible, se presentan como fines generales que guían el sentido de la interpretación judicial y establecen un marco ético y teleológico. Su textura interpretativa es abierta, permitiendo que actúen como orientaciones que adaptan el derecho a las circunstancias y necesidades sociales cambiantes, sin establecer prescripciones inmediatas y específicas.
En contraste, los principios constitucionales constituyen verdaderas prescripciones jurídicas generales, cuyo valor normativo en la Constitución impone obligaciones más concretas y de aplicación inmediata para los operadores jurídicos. Su textura interpretativa es más cerrada en comparación con los valores, ya que los principios no sólo guían, sino que también limitan el espacio de interpretación judicial al imponer exigencias específicas que deben ser observadas en cada acto de aplicación del derecho. Así, los principios actúan como normas de observancia obligatoria y restringen el margen de actuación judicial, asegurando una aplicación coherente y respetuosa de la estructura normativa constitucional.
En consecuencia, tanto valores como principios poseen un rol ineludible en la interpretación judicial, ya que ambos forman parte del contenido normativo del bloque de constitucionalidad. Los valores ofrecen el horizonte hacia el cual deben orientarse las decisiones, mientras que los principios delimitan y condicionan el ejercicio interpretativo, asegurando que cada aplicación de la norma sea fiel a los preceptos constitucionales y a la justicia material. Por tanto, en el ejercicio de la función judicial, el juez debe tener en cuenta esta dualidad: interpretar las normas bajo el prisma de los valores constitucionales como fines y utilizar los principios como mandatos específicos que guían y limitan la interpretación, garantizando así una aplicación del derecho acorde tanto con el espíritu como con la letra de la Constitución.
En ese estado de cosas, la diferencia entre principios y valores en el contexto constitucional no es de naturaleza normativa, sino de grado de eficacia. Los principios son más específicos y, por lo tanto, tienen una mayor capacidad para ser aplicados de manera directa e inmediata, mientras que los valores tienen una eficacia indirecta y solo son aplicables a través de la concretización adecuada de los principios. De manera similar, la diferencia entre principios y reglas constitucionales no es de naturaleza normativa, sino de grado de eficacia, ya que las normas, al ganar generalidad, pierden concreción y capacidad para aplicarse al caso concreto.
Con toda seguridad, el aumento de la complejidad fáctica y jurídica ha llevado al agotamiento de la capacidad reguladora de los postulados generales y abstractos de la ley. En este nuevo escenario, los principios constitucionales y las decisiones judiciales emergen con una importancia excepcional, transformándose en la brújula ética y jurídica que orienta al Estado de derecho. Claramente este nuevo papel del juez es, en esencia, la respuesta a una exigencia profunda de validez y efectividad de los contenidos materiales de la Constitución. Porque, en efecto, ya no basta con aplicar normas de manera mecánica; ahora se requiere una interpretación viva que respire los valores de la sociedad, que abrace la complejidad de cada caso y que honre el compromiso del derecho con la justicia y la dignidad humana76.
En otras palabras, el juez se convierte en mucho más que un simple aplicador de normas: se transforma en guardián de los principios constitucionales y en artífice de un derecho que responde a las realidades de la vida cotidiana. Lo cierto es que su labor va más allá de la simple interpretación normativa; él es el puente entre la ley y la justicia, entre el texto y el espíritu que le da vida. Es su papel el de asegurar que el derecho no se agote en su literalidad, sino que vibre y evolucione, reflejando las aspiraciones más profundas de la sociedad y manteniendo viva la promesa de la justicia genuina.
En ese sentido, resulta indiscutible que la evolución de la democracia constitucional ha puesto de manifiesto, sin lugar a dudas, que el control jurisdiccional se erige como el mecanismo más eficaz para salvaguardar tanto los derechos ciudadanos como los principios democráticos. En efecto, el control ejercido por los jueces y tribunales en el actual Estado constitucional representa, sin exagerar, la fórmula idónea para alcanzar una armoniosa relación entre seguridad jurídica y justicia.
Por consiguiente, tanto la legislación como la decisión judicial deben entenderse como auténticos procesos de creación del derecho. En consecuencia, la estrategia clave para garantizar la efectividad de los derechos fundamentales consiste, prioritariamente, en atribuirle al juez la responsabilidad última sobre su vigencia y eficacia. Esta orientación implica, en otras palabras, que los jueces asumen la función esencial de interpretar y aplicar dichos derechos en situaciones concretas, asegurando con ello una interpretación consistente y prudente.
Además, si bien es cierto que el derecho se compone de normas, concebirlo únicamente como un sistema normativo limita profundamente nuestra comprensión del mismo, ya que omite su dimensión como actividad práctica y creativa. En efecto, el derecho comprende no solo reglas, sino también la construcción de discursos argumentativos que los abogados y jueces elaboran en el ejercicio de su función, dotándolo así de vida y de relevancia en la praxis jurídica.
Todo lo anterior nos lleva, irremediablemente, a reflexionar nuevamente sobre la esencia del Estado de derecho. Como se ha mencionado, este concepto está íntimamente ligado al constitucionalismo.
En efecto, la diferencia crucial con respecto al marco ideológico previo radica en que la norma constitucional, además de ocupar la posición suprema dentro del ordenamiento jurídico, posee un carácter vinculante, es decir, una auténtica fuerza normativa. En consecuencia, ello implica que obliga a todo el poder público a su observancia y cumplimiento, sin excepción, consolidándose, así como la máxima expresión de la voluntad soberana y el pilar fundamental que sostiene la legitimidad del sistema jurídico.
En ese sentido, al hablar del Estado de derecho, se hace referencia a un sistema en el cual la ley ocupa un lugar primordial y donde el poder estatal se encuentra subordinado a las normas jurídicas. No obstante, en el marco del constitucionalismo, este concepto adquiere una dimensión aún más profunda y fundamental.
En efecto, la norma constitucional no solo es suprema en el ordenamiento jurídico, sino que también posee una fuerza normativa vinculante, lo que implica que cada uno de los poderes del Estado —legislativo, ejecutivo y judicial— está obligado a respetarla y actuar conforme a sus disposiciones. Precisamente, este carácter vinculante transforma la Constitución en una norma viva, no un mero conjunto de principios abstractos.
Se corrobora con lo expuesto, que el cumplimiento de la Constitución se convierte en una obligación ineludible para todas las autoridades, quienes deben someterse a ella y actuar dentro de los límites que establece. En consecuencia, el poder público deja de ser arbitrario y se somete a reglas que buscan preservar el respeto por los derechos fundamentales y asegurar la protección de la dignidad humana. La fuerza normativa de la Constitución se manifiesta, entonces, en cada acto de gobierno, en cada fallo judicial y en cada norma que se promulga.
Por otra parte, este sistema de supremacía constitucional asegura que, ante cualquier conflicto entre normas, prevalezca la Constitución. De este modo, el control de constitucionalidad actúa como un mecanismo de protección que garantiza que ninguna ley o acto del poder público puede contradecir los principios constitucionales sin enfrentar revisión judicial. En este sentido, la Constitución se convierte en un orden de valores objetivo que orienta y limita al poder estatal, asegurando que los actos de gobierno se mantengan en el marco de la justicia y de los derechos humanos.
Probablemente, la diferencia respecto de modelos ideológicos previos radica, precisamente, en esta concepción activa y vinculante de la norma constitucional. Mientras que en otros tiempos la Constitución podía ser vista como un ideal teórico o un símbolo sin aplicación directa, en el Estado de derecho contemporáneo, sustentado en el constitucionalismo, se concibe como una norma suprema y exigible. Esto significa que no solo se reconoce su autoridad en términos teóricos, sino que su cumplimiento es exigible y su violación puede ser sancionada77.
Así, el Estado de derecho y el constitucionalismo contemporáneo se entrelazan en una relación de mutua dependencia y refuerzo, donde la Constitución no solo representa el límite del poder público, sino también el compromiso del Estado con la justicia y el respeto hacia sus ciudadanos. Este sistema garantiza que, por encima de cualquier poder o interés particular, subsista siempre la soberanía de la ley y, en última instancia, el respeto por la dignidad humana78.
En virtud de lo expuesto, no puede ni debe ser objeto de discusión que los jueces tienen, tanto el deber como la potestad, de ejercer el control de constitucionalidad en todos los casos que se les presenten.
En efecto, esta función no es una mera facultad discrecional, sino una obligación inherente al rol de los jueces en un Estado de derecho. Sostener lo contrario, bajo el argumento de defender la voluntad popular, equivaldría a abrir una puerta peligrosa hacia el desconocimiento del orden jurídico, socavando la supremacía de la Constitución y la estabilidad del sistema de derechos.
Por consiguiente, los jueces deben, sin excepción, asegurar que todas las leyes y actos se ajusten a los principios constitucionales79.
Dentro de la dialéctica de conceptos en juego puede colegirse que la defensa de la voluntad popular no puede, en ningún caso, justificar el quebrantamiento de la jerarquía normativa que coloca a la Constitución en la cúspide. Argumentar en contrario sería una contradicción en términos, pues el poder del pueblo se manifiesta, ante todo, en el respeto por las leyes y en la preservación de sus derechos fundamentales consagrados constitucionalmente.
Así, el rol del juez como intérprete final de la Constitución se convierte en un pilar fundamental del sistema jurídico. Por lo que no se trata simplemente de aplicar la norma, sino de velar porque las decisiones que impactan en la vida de los ciudadanos respeten y promuevan los valores y principios constitucionales. De este modo, el control de constitucionalidad se erige como una garantía esencial de que ningún acto del poder, por legítimo que parezca, pueda estar por encima de la Constitución y los derechos que ésta protege80.
En consecuencia, no debería ofrecer margen para la controversia que el rol del juez en un Estado constitucional de derecho trasciende la mera aplicación mecánica de normas, puesto que, en su calidad de garante de los derechos fundamentales, debe actuar de forma proactiva y comprometida para seleccionar aquellos remedios que realmente protejan los derechos vulnerados81.
Ahora bien esta función requiere una delicada precisión, especialmente cuando se trata de derechos fundamentales cuya efectividad demanda una alta coordinación interinstitucional. Sucede que, en efecto, cuando las circunstancias obligan a que el ejercicio de un derecho dependa de la cooperación entre diferentes instituciones, la judicatura no puede —ni debe— contentarse con trazar una orden genérica, fría e impersonal. El recurso de amparo, cuyo origen se enraíza en la urgencia de proteger con presteza los derechos, exige de la magistratura una combinación precisa de prudencia y determinación, un manejo del bisturí jurídico que no desgarre el principio de separación de poderes, pero que tampoco paralice la defensa del ciudadano.
En este orden de ideas, una actitud judicial que respeta la separación de poderes no equivale a la inacción. Más bien, es un arte de equilibrios delicados, una danza en la cual el juez no se replica ni avanza con pasos atronadores, sino que tiende puentes hacia los otros poderes del Estado. Aquí entra en escena la teoría del constitucionalismo dialógico, que nos invita a imaginar al juez no como un monarca absoluto del derecho, sino como un interlocutor lúcido que entabla una conversación constitucional con las otras ramas del poder público82.
Este diálogo trasciende la mera comunicación. Se asemeja a una corriente subterránea que, sin alardes, alimenta la solidez del sistema, brindando respuestas más efectivas y, sobre todo, más sostenibles. A través de la dialéctica institucional, el juez deja de actuar en el vacío y las soluciones dejan de ser arrebatos solitarios; por el contrario, se constituyen en acuerdos orgánicos, tejidos en el telar compartido de las instituciones. El resultado es una respuesta modulada, sensible a las realidades del caso concreto, y una fórmula más armónica que mantiene a flote el delicado equilibrio de poderes, evitando que la justicia se confunda con un imperio tiránico y reafirmando su naturaleza como una fuerza. sosegada y razonable, ajustada a la dignidad humana y los valores constitucionales83.
Es una verdad axiomática que el constitucionalismo dialógico —este venturoso planteamiento— redefine por completo el rol del juez, apartándolo de la solitaria imagen del oráculo incontestable y transformándolo en un dinamizador de la escena institucional, un artesano de la consonancia entre la protección de los derechos y las competencias intransferibles de cada órgano del Estado84.
En este panorama, el juez no se limita a trazar líneas de mando ni a imponer designios desde el púlpito de su estrado; más bien, actúa como un hábil puente, un tendidor de lazos que busca alineal la fuerza normativa del derecho con las decisiones prácticas y las políticas públicas que corresponden al legislativo y al ejecutivo.
Brilla con la claridad del alba que la justicia constitucional abandona el cetro autoritario y unidireccional, para ejercer un liderazgo suave, fecundo y colaborativo. Deja atrás la pretensión de supremacía indiscutible para abrazar la noción de que la interpretación constitucional es más un diálogo coral, un contrapunto de voces que, sin perder su independencia, hallan el tono armónico que permita implementar las soluciones en la vida real de las personas. A través de esta dinámica constructiva, las políticas y medidas impulsadas desde el ámbito judicial se van filtrando hacia los otros poderes, exigiendo su intervención, su compromiso y su ingenio, hasta conformar un mosaico institucional que no se limita a obedecer, sino que crea, sostiene y mejora las estructuras que servirán al ciudadano.
De este modo, la justicia constitucional deviene un instrumento de concertación y aprendizaje mutuo, un escenario donde la norma suprema se ve de diálogo, evitando las fronteras rígidas y celebrando la convergencia. Así, se entiende que la verdadera fuerza del derecho radica no solo en su capacidad de imponer, sino en su vocación de convocar a todos los poderes a la tarea común de hacer valer la dignidad, la libertad y la igualdad, en un entramado social siempre inacabado y ansioso de respuestas humanas y razonables. El carácter no autoritario de la justicia constitucional dialógica se opone a la idea de un activismo judicial cerradamente impositivo, proponiendo en cambio una actitud cooperativa85.
Por caso, imaginemos un caso que implica derechos económicos, sociales y culturales: por ejemplo, el derecho a la salud o a la educación. Aquí, el juez puede verse obligado a ordenar que no se agotan en una simple instrucción judicial, sino que requiere la movilización de recursos, la coordinación de múltiples agencias gubernamentales y el ajuste fino entre presupuestos y políticas de Estado. En una concepción tradicional, esta orden podría parecer una intrusión desmedida en las competencias de los otros poderes, una mano que intenta manipular las cuerdas de un violín que no le pertenece. Sin embargo, el constitucionalismo dialógico ofrece una guía diferente para esta sinfonía. Lejos de observar al juez como un director autoritario que impone la melodía, propone una interacción en la cual las diversas voces institucionales se armonizan, sin que ninguna pierda su identidad. Cada poder, con su propia partitura, puede calibrar sus respuestas, ajustando el tempo de las decisiones y coordinando la ejecución de los derechos, todo ello sin renunciar a su autonomía. Así, el juez no se limita a señalar obligaciones desde un púlpito distante, sino que invita al legislativo a legislar con mayor finura, al ejecutivo a reformular prioridades y emplear recursos, ya las agencias encargadas de implementar las políticas públicas a refinar sus estrategias. Este diálogo no diluye las esencias de cada órgano, sino que las nutre con la lógica del entendimiento mutuo. La consecuencia es un entramado institucional vivo, donde la protección de los derechos sociales no es un mero ideal proclamado, sino una tarea compartida, un lienzo colectivo pintado con los colores del respeto y la dignidad humana.
Así, el constitucionalismo dialógico contribuye a la construcción de un Estado democrático robusto y sensible a las demandas ciudadanas. Este modelo reconoce que la protección de los derechos fundamentales no depende de un solo poder, sino de una responsabilidad compartida en la que el juez actúa como catalizador de políticas de derechos humanos, integrando a los demás poderes en el cumplimiento de su misión. Claramente, la teoría del constitucionalismo dialógico redefine la relación entre los poderes del Estado, proponiendo una tutela conjunta y coordinada de los derechos fundamentales. Bajo este paradigma, el juez no solo protege derechos, sino que también promueve un diálogo constitucional en el que el Estado en su conjunto asume la responsabilidad de asegurar que los derechos fundamentales no queden como simples enunciados, sino que se materialicen en la vida cotidiana de cada ciudadano.
En efecto, el constitucionalismo dialógico o cooperativo se basa en la autorestricción judicial y en el respeto a las competencias institucionales ajenas en busca de la materialización efectiva de la dimensión positiva de los derechos fundamentales. Al contrario de lo que puede suponerse, su aplicación no implica una renuncia al ejercicio de adjudicación judicial, sino más bien un reconocimiento de las limitaciones de la actividad judicial. Es así como, precisamente, bajo esta mirada se abandona el método binario de adjudicación judicial y, en su lugar, se crea un escenario de interacción entre las partes involucradas en el proceso, con el objetivo de construir los remedios adecuados al caso en donde el juez puede establecer parámetros para avanzar en la materialización de la solución y hacer un seguimiento para garantizar el goce efectivo del derecho que se busca proteger.
- La imagen del “vino en tinaja subterránea” remite a procesos de maduración, a la noción de que la validez del derecho no puede concebirse como algo instantáneo o superficial, sino que requiere un desarrollo interno, paulatino y complejo, no siempre visible. una vista sencilla. ↩︎
- La comparación entre el fútbol y el derecho busca subrayar que, así como la esencia del fútbol no se reduce a una explicación técnica de sus reglas, el derecho no puede ser explicado únicamente por el enunciado literal de las normas. ↩︎
- La metáfora del principio jurídico como una fuerza invisible que tensa las cuerdas de un arpa remite a la idea de que los principios no son normas con una forma determinada, sino ejes centrales que armonizan las diversas partes del sistema jurídico, generando coherencia y sentido. ↩︎
- Esta referencia a la perennidad de los principios jurídicos sugiere que los mismos no dependen de la mayoría de circunstancias ni de modas doctrinarias. Se conecta con la idea filosófica de que existen valores intrínsecos que trascienden el tiempo, similar a las “formas” platónicas oa los arquetipos simbólicos. ↩︎
- Desde ya, la generalidad y abstracción de su formulación permite, sin duda, su aplicación a una variedad infinita de casos concretos. Si bien, debe destacar que los principios jurídicos presentes en las constituciones modernas otorgan a los operadores jurídicos una discrecionalidad ausente en los principios del derecho romano, y probablemente allí radique su principal diferencia. En ese orden de ideas, aforismos tales como “donde la ley no distingue, no es válido distinguir” no se prestan a confusiones: quien deba aplicarlos solo tendrá un camino que no le permitirá realizar distinciones que el legislador no haya efectuado. En cambio, principios neoconstitucionalistas como “afianzar la justicia”, “igualdad” o “derecho a la integridad física” pueden tener significados absolutamente contradictorios según la visión antropológica, moral y filosófica que posea quien debe concretizarlos –sea en una norma, sea en una sentencia–. ↩︎
- La “tensa vecindad” entre el principio de legalidad (dominante en el derecho público) y el pacta sunt servanda (fundamental en el derecho privado) se visualiza como la intersección de dos esferas con lógicas propias. La metáfora cósmica sugiere que ambos principios, pese a su aparente antagonismo, forman parte de un universo normativo compartido. ↩︎
- La justicia se presenta como el eje alrededor del cual giran todos los principios. Esta imagen evoca la concepción de la justicia como una idea reguladora, en el sentido kantiano, o como un arquetipo central del cual emergen las normas y principios que conforman el ordenamiento jurídico. ↩︎
- La “letra muerta” alude a la concepción positivista del derecho entendido como un conjunto de normas sin referencia a valores ni finos superiores, evocando así una perspectiva despojada de humanidad y sensibilidad. ↩︎
- La metáfora del derecho como un “tapiz” enfatiza la idea de entretejido complejo y valioso. Remite a la concepción iusnaturalista, según la cual el derecho se fundamenta en principios inmanentes a la realidad humana, más allá de la mera formalidad. ↩︎
- Esta “alquimia” entre razón y humanidad sugiere que el derecho es un equilibrio sutil entre conocimiento técnico (la “ciencia”) y sentido moral y estético (el “arte”). Se conecta con el pensamiento de autores clásicos que fusionan razón y ethos jurídico. ↩︎
- La imagen del derecho como un “tigre onírico” remite a la dificultad de capturar su verdadera esencia mediante definiciones rígidas. La figura animal y onírica, inspirada en las metáforas de Borges y Cortázar, indica la naturaleza escurridiza y compleja de la justicia. ↩︎
- Esta mención al “logos” (razón) y la “carne” (humanidad, emoción) recuerda la tensión entre racionalidad y sentido ético, un problema central en la teoría del derecho. Se trata de la síntesis que los iusnaturalistas y pensadores críticos han intentado resolver. ↩︎
- La pregunta “¿qué es la justicia?” Funciona como eje rector que atraviesa toda la reflexión. Es una interrogación clásica de la filosofía del derecho, cuya respuesta —o ausencia de ella— revela la profundidad del problema jurídico. ↩︎
- La fantasía del hombre que descubre la vida en otro planeta es un recurso imaginario para testear la universalidad y perennidad de los principios jurídicos. Evoca la idea de que la justicia trasciende el escenario terrestre y puede comprenderse como un imperativo moral universal. ↩︎
- La pregunta “¿qué es la justicia?” Funciona como eje rector que atraviesa toda la reflexión. Es una interrogación clásica de la filosofía del derecho, cuya respuesta —o ausencia de ella— revela la profundidad del problema jurídico. ↩︎
- La imagen de las “ciudades antiguas” y “civilizaciones futuras” sugiere la continuidad histórica e intertemporal del ideal jurídico. La justicia actúa como una brújula moral, una constante filosófica que guía a las comunidades humanas en su aspiración a un orden justo. ↩︎
- La idea de que los principios de justicia son inherentes y universales encuentra resonancia en el derecho constitucional de los Estados Unidos, particularmente en la noción de derechos naturales que subyace a la Declaración de Independencia y a la propia Constitución. En Calder v. Bull, 3 U.S. (3 Dall.) 386 (1798), el juez Samuel Chase argumentó que existen ciertos principios de justicia tan fundamentales que ninguna ley puede violarlos legítimamente, como la prohibición de leyes ex post facto, reflejando una comprensión inherente de la justicia que trasciende la experiencia empírica. Esta perspectiva ha influido en interpretaciones modernas, como en Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644 (2015), donde la Corte Suprema reconoció el derecho al matrimonio igualitario como un principio fundamental de justicia y dignidad humana, inherente a la Cláusula del Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda, reafirmando su carácter universal e inalienable. ↩︎
- La referencia a “constelaciones jerárquicas” evoca la idea de que los principios generales del derecho no se ubican todos en el mismo plano de relevancia. Véase, por ejemplo, Dworkin, Ronald. Tomando los derechos en serio . Cambridge, MA: Harvard University Press, 1977; donde se analiza la primacía de ciertos principios en el razonamiento jurídico. ↩︎
- Esta imagen de la “aguja de una brújula moral” remite a la función orientadora de los principios en el proceso hermenéutico. Para una perspectiva filosófica del rol orientador de los principios, véase Alexy, Robert. Teoría de los Derechos Fundamentales . Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997. ↩︎
- La analogía del “traje a medida” busca ilustrar cómo los principios más específicos permiten soluciones más justas, adaptadas a la singularidad del caso. En relación al ajuste de los principios a casos concretos, véase Atienza, Manuel. El Sentido del Derecho . Barcelona: Ariel, 1997. ↩︎
- La idea de la justicia como una “escultura en perpetuo cincelado” hace eco en las concepciones dinámicas del derecho. Para un abordaje sobre la naturaleza cambiante de los principios y su constante (re)interpretación, ver Perelman, Chaïm. Lógica Jurídica: Nueva Retórica . Madrid: Civitas, 1979. ↩︎
- El principio de tipicidad en el derecho penal actúa como una barrera frente a la arbitrariedad, garantizando la seguridad jurídica. Acerca del principio de tipicidad, consulte a Roxin, Claus. Derecho Penal. Parte General. Tomo I. Madrid: Civitas, 1997. ↩︎
- En el ámbito del derecho administrativo, el interés público justifica una mayor flexibilidad, a menudo acompañada de cierta incertidumbre para los administrados. Para un análisis del interés general en la función administrativa, véanse García de Enterría, Eduardo y Fernández, Tomás Ramón. Curso de Derecho Administrativo. Madrid: Civitas, 2000. ↩︎
- La noción de que el derecho administrativo se construye a partir de la utilidad común entranca con el pensamiento de los autores que enfatizan la finalidad teleológica del derecho. Véanse Kelsen, Hans. Teoría Pura del Derecho . México: Porrúa, 2009; y Fuller, Lon L. La moralidad del derecho . New Haven: Yale University Press, 1969, para una aproximación a la dimensión ética y finalista de las normas. ↩︎
- La Declaración Universal de Derechos Humanos establece, en su artículo 5, que nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. De su lado, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, en su artículo 26 (inciso 2), dispone que toda persona acusada de delito tiene derecho a ser oída de forma imparcial y pública, a ser juzgada por tribunales anteriormente establecidos de acuerdo con leyes preexistentes y a que no se le imponga penas crueles, infamantes o inusitadas. Igualmente, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, en su artículo 7, prescribe que nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. En particular, nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentos médicos o científicos. En la misma sintonía que los pactos precedentes, la Convención Americana sobre Derechos Humanos dispone que toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica y moral; que nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Toda persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano; que la pena no puede trascender de la persona del delincuente y que las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y readaptación social de los condenados. ↩︎
- En ese horizonte, se fortalecen los sistemas tuitivos de protección de los derechos fundamentales de las personas con basamento en el principio de la dignidad de las personas. Al hilo de ese reconocimiento basal, emergen otros que derivan de la razón (v.gr., buena fe, confianza legítima, publicidad de los actos, participación pública, neminen laeadere). Al unísono, se le atribuye al Estado el deber de realizar acciones positivas para procurar una igualdad material entre los asociados. Los derechos económicos sociales y culturales dejan de ser una entelequia y obligan a realizar acciones concretas en la medida de las posibilidades y en un marco de progresividad creciente. Emergen los derechos de segunda generación como los que protegen el ambiente, la información pública, la competencia, la protección de las relaciones de consumo, la igualdad de oportunidades para los sujetos que presentan vulnerabilidad. ↩︎
- Asimismo, se observa que las normas internacionales hacen especial hincapié en el trato que debe dispensarse para los casos relativos a las personas privadas de la libertad, dado que estas circunstancias son comúnmente donde se evidencia más la posibilidad de que se presente tortura, penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Mientras tanto, se vislumbra que existe una prohibición implícita para que una autoridad administrativa pueda aplicar una sanción privativa de libertad. Eso se desprende de que la finalidad de la sanción que limita la libertad ambulatoria debe tener como propósito la resocialización del condenado. Ese propósito no condice con el objetivo de la sanción administrativa que siempre ha de tener en mira como misión primaria a los fines de la función administrativa. ↩︎
- Su presencia se torna imprescindible para resolver los conflictos que se generan en el ámbito que nos concierne tratar debido a la irrupción de la sociedad de riesgo, que viene ocasionando un cambio profundo en las circunstancias tenidas en cuenta al momento de elucubrarse los fundamentos del ejercicio de la potestad sancionara penal. Así, por ejemplo, el principio de lesividad y culpabilidad deja de ser un principio capital en el ámbito administrativo sancionador, pues precisa matizarse con otros principios que, en este campo, permiten darle andamiaje al sistema. ↩︎
- Aristóteles. Tópicos. Traducción de Trejo y Wilke. Madrid: Gredos, 1998. Bix, Brian H. Jurisprudence: Theory and Context. 7th ed. London: Sweet & Maxwell, 2015. Feteris, Eveline T. Fundamentals of Legal Argumentation: A Survey of Theories on the Justification of Judicial Decisions. 2nd ed. Dordrecht: Springer, 2017. MacCormick, Neil. Rhetoric and the Rule of Law: A Theory of Legal Reasoning. Oxford: Oxford University Press, 2005. Perelman, Chaïm, y Lucie Olbrechts-Tyteca. The New Rhetoric: A Treatise on Argumentation. Traducción de John Wilkinson y Purcell Weaver. Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1969. Viehweg, Theodor. Tópica y jurisprudencia: Un aporte a la problemática de la justicia. Traducción de Luis Villar Borda. Bogotá: Temis, 1983. ↩︎
- La tópica encuentra aplicación práctica en la interpretación judicial de normas ambiguas o en conflictos entre principios, complementando enfoques como la ponderación. Este método se asemeja al uso de precedentes y principios interpretativos en casos donde la aplicación estricta de las normas no basta. Por ejemplo, en United States v. Nixon, 418 U.S. 683 (1974), la Corte Suprema recurrió a una argumentación basada en topoi como el interés público, el equilibrio entre poderes y la supremacía del Estado de Derecho para decidir sobre la entrega de grabaciones presidenciales, evitando una resolución puramente positivista. Asimismo, la prudencia judicial reflejada en la tópica se observa en Brown v. Board of Education, 347 U.S. 483 (1954), donde la Corte reinterpretó la Cláusula de Igual Protección de la Decimocuarta Enmienda en un contexto social cambiante, priorizando la justicia material sobre el texto literal de la segregación legal. Estos casos ilustran cómo la tópica, al articular discurso jurídico a través de lugares comunes, permite adaptarse a la complejidad de la sociedad plural, alineándose con el argumento del texto. ↩︎
- La tópica, entendida como técnica argumentativa que se vale de la dialéctica y el consenso, tiene su origen en la tradición aristotélica. Vanse: Aristóteles. Tópicos . Madrid: Gredos, 1993; 1982. Aienza, Manuel. El Sentido del Derecho . Barcelona: Ariel, 1997. Beltrán Calfurrapa, José A. “Razonamiento jurídico y tópico”. Revista de Estudios Jurídicos , vol. 58 (2012), págs. 587-606. Díez Sastre, Santiago. “La argumentación tópica en la jurisprudencia actual”. Cuadernos de Filosofía del Derecho , vol. 42 (2020), págs. 363-396. García Amado, Juan A. Teoría de la Argumentación Jurídica . Madrid: Civitas, 1987, págs. 161-188; Ensayos de Teoría y Filosofía del Derecho . Bogotá: Temis, 1988. Recaséns Siches, Luis. La Filosofía del Derecho y el Problema de los Valores . México: Porrúa, 1963, págs. 291-311. Schmidt-Abmann, Rüdiger; Golpeado, Wolfgang. Argumentación und Rechtsdogmatik. Berlín: Duncker & Humblot, 1971. Vallet de Goytisolo, Juan. Derecho y Argumentación . Madrid: Montecorvo, 1976, págs. 77-136. Viehweg, Theodor. Topik und Jurisprudenz . Múnich: Beck, 1953; Tópica y Jurisprudencia. Madrid: Aguilar, 1964. Wieacker, Franz. Una historia del derecho privado en Europa: con especial referencia a Alemania . Oxford: Clarendon Press, 1983, págs. 81-100. ↩︎
- La imagen del puente de cuerdas alude a la capacidad de la tópica para mantenernos en un equilibrio dialéctico, sin caer en el vacío de la arbitrariedad ni quedarse en la rigidez inamovible de la lógica formal. ↩︎
- La contraposición entre la tópica y la deducción sistemática remite a la distinción entre una concepción rígida del razonamiento jurídico —fundamentada en la aplicación mecánica de normas— y otra más flexible y contextual, abierta a la negociación y la interpretación ajustada al caso. ↩︎
- El “caleidoscopio de las diferencias” sugiere que la tópica no busca una verdad única, sino que reconoce la multiplicidad de perspectivas y valores que conviven en el ámbito jurídico. Esto se conecta con la tradición hermenéutica y las corrientes argumentativas contemporáneas. ↩︎
- La metáfora de la “mano nerviosa sobre un papel en blanco” ilustra la idea de que el comportamiento humano, y por ende las relaciones jurídicas, rara vez siguen patrones geométricos perfectos. Así, la tópica se muestra como una herramienta útil para navegar en la complejidad y las ambigüedades de la vida social. ↩︎
- La analogía entre la tópica y las responsas rabínicas encuentra un eco en el derecho federal de los Estados Unidos, donde los jueces recurren a una interpretación contextual y prudencial para resolver conflictos más allá de la rigidez normativa. Esta práctica refleja la influencia de la tradición tópica, como se observa en Marbury v. Madison, 5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803), donde el juez John Marshall estableció el principio de revisión judicial al equilibrar la letra de la Constitución con las necesidades prácticas del sistema legal, un enfoque que resuena con la exégesis de Maimónides en sus responsas. Asimismo, en Church of Lukumi Babalu Aye v. City of Hialeah, 508 U.S. 520 (1993), la Corte Suprema aplicó principios compartidos como la libertad religiosa y el interés público, construyendo una decisión a través de un diálogo argumentativo que armoniza norma y realidad, similar al rigor disciplinario descrito en el texto tanto para la Halajá como para la tópica. ↩︎
- Aristóteles. Tópicos. Traducción de Trejo y Wilke. Madrid: Gredos, 1998. Boyarin, Daniel. Intertextuality and the Reading of Midrash. Bloomington: Indiana University Press, 1990.
Maimónides, Moisés. Mishneh Torah y Responsa. Traducción y edición de varios autores. Jerusalén: Mosad Harav Kook, múltiples ediciones. Perelman, Chaïm, y Lucie Olbrechts-Tyteca. The New Rhetoric: A Treatise on Argumentation. Traducción de John Wilkinson y Purcell Weaver. Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1969. Steinsaltz, Adin. The Essential Talmud. Traducción de Chaya Galai. Nueva York: Basic Books, 1976. ↩︎ - Maimónides (1138-1204), conocido como el Rambam, ejemplifica el enfoque prudencial de las responsas rabínicas descrito en el texto a través de su obra y práctica jurídica. En sus Responsa (Shailot u-Teshuvot), Maimónides abordaba consultas halájicas con un método que combinaba el rigor lógico con la sensibilidad contextual, interpretando la Halajá para adaptarla a las necesidades de su comunidad sin traicionar su esencia. Por ejemplo, en cuestiones relacionadas con la conversión o el comercio, a menudo equilibraba principios como la justicia (tzedek) y la compasión (rachamim), mostrando cómo la ley podía responder a la vida real. Su Mishneh Torah, una codificación sistemática de la ley judía, también refleja esta visión al destilar la tradición talmúdica en principios aplicables, un proceso que resuena con la tópica al buscar lugares comunes para resolver conflictos. La influencia de Maimónides trasciende la Halajá, inspirando enfoques jurídicos modernos que valoran la argumentación contextual sobre el formalismo rígido, como se observa en tradiciones judiciales que priorizan la justicia material. ↩︎
- La referencia a los fundamentos de la dialéctica y la retórica aristotélicas remite a los orígenes clásicos de la argumentación. Véase: Aristóteles. Retórica . Madrid: Gredos, 1993. Aristóteles. Tópicos . Madrid: Gredos, 1982. La dialéctica y la retórica funcionaban en la Antigua Grecia como herramientas de persuasión, razonamiento y búsqueda de la verdad probable. ↩︎
- El “tallo verde” que emerge entre ruinas, según describe el texto, representa el resurgimiento del nuevo derecho natural en la Alemania de posguerra, un movimiento que buscó restaurar la dimensión ética del derecho tras el colapso moral del régimen nazi, cuyo positivismo legal extremo había legitimado leyes injustas, como las leyes raciales de Núremberg. Este renacimiento fue impulsado por juristas como Gustav Radbruch, quien, habiendo sido un positivista moderado antes de la guerra, experimentó una transformación profunda tras 1945. En su artículo seminal “Injusticia legal y derecho supralegal” (Gesetzliches Unrecht und übergesetzliches Recht, publicado en Süddeutsche Juristenzeitung, 1946), Radbruch introdujo lo que se conoce como la “fórmula de Radbruch”: una norma pierde su validez jurídica si es “intolerablemente injusta”, es decir, si contradice de manera flagrante los principios fundamentales de justicia, o si ha sido creada con la intención deliberada de violar dichos principios. Este criterio marcó un retorno a un derecho natural moderno, fundamentado en valores universales como la dignidad humana y la igualdad, que Radbruch consideraba inherentes al concepto mismo de derecho. Paralelamente, Helmut Coing, en su obra Grundzüge der Rechtsphilosophie (1950), argumentó que el derecho debía estar anclado en principios éticos objetivos, derivados de la razón y la naturaleza humana, influenciados por la tradición del derecho natural clásico de Santo Tomás de Aquino y el iusnaturalismo racionalista de la Ilustración. Este movimiento tuvo un impacto directo en la redacción de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, particularmente en su artículo 1, que consagra la inviolabilidad de la dignidad humana como un principio inalienable, y en el artículo 9, que limita asociaciones que atenten contra el orden constitucional, reflejando una clara reacción al positivismo que había permitido abusos legales durante el Tercer Reich. Además, tribunales alemanes de posguerra aplicaron la fórmula de Radbruch en casos como los juicios a informantes nazis, donde se invalidaron leyes retrospectivamente por su injusticia intrínseca, un ejemplo notable siendo la sentencia del Tribunal Supremo de Alemania Occidental (Bundesgerichtshof) de 1952 sobre un caso de delación durante el nazismo. Este renacimiento del derecho natural no solo transformó el derecho alemán, sino que también influyó en el derecho internacional y en jurisdicciones como la de los Estados Unidos, donde la sensibilidad hacia principios morales universales se hizo más evidente en la jurisprudencia de posguerra. En Brown v. Board of Education, 347 U.S. 483 (1954), la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró inconstitucional la segregación racial en las escuelas públicas, reinterpretando la Cláusula de Igual Protección de la Decimocuarta Enmienda en función de principios éticos de igualdad y dignidad, un enfoque que resuena con las ideas del nuevo derecho natural al priorizar la justicia material sobre el precedente formalista de Plessy v. Ferguson (1896). Este caso refleja cómo el movimiento alemán de posguerra contribuyó a un cambio global hacia un derecho más ético y humano, restaurando la confianza en la elasticidad interpretativa para enfrentar las demandas de justicia social. ↩︎
- La posguerra alemana vio el surgimiento de movimientos intelectuales que buscaban alejar el derecho de un formalismo rígido, influenciado por los excesos totalitarios del régimen nazi, y orientarlo hacia un humanismo renovado. Véase: Wieacker, Franz. Una historia del derecho privado en Europa . Oxford: Clarendon Press, 1983. ↩︎
- Theodor Viehweg, con su obra seminal Tópica y jurisprudencia (1953), desempeñó un papel crucial en el resurgimiento de la tópica en la Alemania de posguerra, proponiendo un método jurídico que abandonaba la rigidez del positivismo lógico-deductivo para abrazar una interpretación contextual basada en lugares comunes (topoi) y el diálogo argumentativo. Influenciado por la retórica aristotélica y el pensamiento dialéctico, Viehweg argumentó que el derecho debía responder a las necesidades sociales y éticas de su tiempo, especialmente en un contexto de reconstrucción tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Esta revitalización buscaba evitar la arbitrariedad al imponer un rigor metodológico que equilibrara tradición y adaptación, un enfoque que resonó en la redacción de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, donde la interpretación de derechos fundamentales reflejó esta flexibilidad. ↩︎
- Theodor Viehweg, en su obra Topik und Jurisprudenz (1953), propone el abandono del rígido esquematismo normativista para entender la decisión jurídica como respuesta a problemas concretos. Estas aporías, o situaciones problemáticas, requieren soluciones singulares y argumentativas. Véase: Viehweg, Theodor. Topik und Jurisprudenz . Múnich: Beck, 1953; Tópica y Jurisprudencia . Madrid: Aguilar, 1964. ↩︎
- El énfasis en el diálogo con los tópicos se asocia con la superación de una visión piramidal del derecho, acercándose a la idea de que el razonamiento jurídico es más un ejercicio retórico, dialógico y contextual que una aplicación mecánica de reglas. Véase: Aienza, Manuel. El Sentido del Derecho . Barcelona: Ariel, 1997. García Amado, Juan A. Teoría de la Argumentación Jurídica . Madrid: Civitas, 1987. Recaséns Siches, Luis. La Filosofía del Derecho y el Problema de los Valores . México: Porrúa, 1963. ↩︎
- La reacción iusfilosófica de la segunda mitad del siglo XX, como se menciona en el texto, marcó un giro hacia la interpretación contextual y valorativa del derecho, cuestionando la lógica formal y el positivismo legal que reducían el derecho a una mera subsunción normativa. Chaïm Perelman, en Lógica Jurídica. Nueva Retórica (Madrid: Civitas, 1979), propuso un enfoque basado en la argumentación retórica, donde el derecho se construye mediante un diálogo persuasivo que atiende a valores y contextos sociales, en lugar de reglas rígidas. Lon L. Fuller, en La moralidad del derecho (New Haven: Yale University Press, 1969), criticó el positivismo por su incapacidad para incorporar principios morales intrínsecos al derecho, abogando por una “moralidad interna” que garantice la justicia y la equidad en la aplicación de las normas. Esta corriente iusfilosófica influyó en el derecho federal de los Estados Unidos, donde casos como Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965), reflejan un enfoque interpretativo más humano: la Corte Suprema reconoció un derecho a la privacidad implícito en varias enmiendas constitucionales, priorizando valores de dignidad y autonomía personal sobre una lectura estrictamente positivista. Este caso evidencia cómo la recuperación de la tópica y la retórica, como parte de un movimiento más amplio para humanizar el derecho, permitió a los tribunales adaptarse a la complejidad de la experiencia humana, en línea con el argumento del texto. ↩︎
- La referencia a la complejidad de la vida social y la insuficiencia de la mera deducción normativa se vincula con la crítica al positivismo jurídico y la necesidad de una interpretación contextual y valorativa. Véase: Zagrebelski, Gustavo. El derecho dúctil. Madrid: Trotta, 1995. Niño, Carlos Santiago. Ética y Derechos Humanos. Barcelona: Ariel, 1989. ↩︎
- La tópica y los principios generales del derecho, como se señala en el texto, ofrecen un enfoque que supera la rigidez del texto normativo, permitiendo una interpretación más flexible y ajustada a la justicia. Theodor Viehweg, en Topik und Jurisprudenz (Múnich: Beck, 1953), y su traducción al español Tópica y Jurisprudencia (Madrid: Aguilar, 1964), revitalizó la tradición aristotélica al proponer un método argumentativo basado en lugares comunes (topoi), que permite a los juristas construir soluciones en casos de incertidumbre jurídica, evitando la mera deducción mecánica. Esta obra, surgida en la Alemania de posguerra, responde a la necesidad de humanizar el derecho tras el positivismo nazi. Por su parte, Manuel Atienza, en El Sentido del Derecho (Barcelona: Ariel, 1997), explora cómo los principios generales del derecho, como la equidad y la proporcionalidad, complementan las normas positivas, integrando valores éticos y sociales en la interpretación jurídica. Estos enfoques han influido en el derecho federal de los Estados Unidos, donde casos como Tennessee Valley Authority v. Hill, 437 U.S. 153 (1978), ilustran la aplicación de principios generales: la Corte Suprema equilibró el cumplimiento de la Ley de Especies en Peligro con consideraciones de interés público, recurriendo a un análisis contextual más allá del texto literal, reflejando la esencia de la tópica y los principios generales descritos por Viehweg y Atienza. ↩︎
- La metáfora del “faro en la bruma”, que evoca la función orientadora de los principios generales del derecho, encuentra un paralelo en la teoría de Ronald Dworkin, quien en Tomar los derechos en serio (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1977; traducción al español por Adolfo Posada, Barcelona: Ariel, 1984) argumenta que los principios jurídicos, como la equidad y la justicia, son fundamentales para interpretar el derecho más allá de las reglas estrictas. Dworkin distingue entre reglas, que se aplican de manera todo-o-nada, y principios, que tienen un “peso” y orientan al juez en casos difíciles, actuando como un faro que guía a través de la incertidumbre normativa. Esta perspectiva subraya que los jueces deben tomar los derechos fundamentales en serio, integrando valores morales en sus decisiones. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta función orientadora se refleja en casos como Planned Parenthood v. Casey, 505 U.S. 833 (1992), donde la Corte Suprema reafirmó el derecho al aborto bajo el principio de autonomía personal derivado de la Cláusula del Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda, equilibrando este principio con el interés estatal en proteger la vida potencial. La Corte, al preservar el núcleo de Roe v. Wade, actuó guiada por principios generales de justicia y libertad, ilustrando cómo estos principios, como un faro, ayudan a navegar la “bruma” de los conflictos constitucionales, en línea con la visión de Dworkin y el texto. ↩︎
- La prioridad de la persona y la dignidad humana en la interpretación del derecho conecta con visiones iusfilosóficas de corte garantista y con el respeto a los derechos fundamentales. Véase:Ferrajoli, Luigi. Derecho y Razón: Teoría del Garantismo Penal. Madrid: Trotta, 1995.Habermas, Jürgen. Faktizität und Geltung. Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1992. ↩︎
- La exhortación del texto a interpretar el orden legal de manera favorable a la persona, en sintonía con el humanismo y los valores éticos, resuena con enfoques contemporáneos que buscan humanizar el derecho frente al formalismo positivista. Esta perspectiva se alinea con la teoría de Lon L. Fuller, quien en La moralidad del derecho (New Haven: Yale University Press, 1964; traducción al español, Barcelona: Ariel, 1975) argumentó que el derecho debe incorporar una “moralidad interna” que garantice su legitimidad, priorizando principios como la equidad y el respeto a la dignidad humana. En el derecho federal de los Estados Unidos, este enfoque interpretativo se refleja en casos como Lawrence v. Texas, 539 U.S. 558 (2003), donde la Corte Suprema invalidó una ley de Texas que penalizaba las relaciones homosexuales, interpretando la Cláusula del Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda de manera que protegiera la autonomía personal y la dignidad. La Corte, guiada por un “pulso ético”, transformó el texto normativo en una decisión que resonó con los valores humanistas, alisando las asperezas de una norma discriminatoria para convertirla en un “verso luminoso” de justicia, como sugiere la metáfora del texto. ↩︎
- La primacía de la dignidad humana como fundamento normativo se vincula con el constitucionalismo de los derechos fundamentales. Véase: Alexy, Roberto. Teoría de los Derechos Fundamentales. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997. ↩︎
- El principio pro homine (o pro persona), que exige interpretar las normas en el sentido más favorable a la protección de la persona humana, se ha consolidado como un pilar del derecho contemporáneo, especialmente en el ámbito de los derechos humanos. Héctor Fix-Zamudio y José Valencia Carmona, en El Principio Pro Persona en el Ordenamiento Jurídico Mexicano (México: UNAM, 2011), analizan cómo este principio, arraigado en el derecho internacional de los derechos humanos, ha sido incorporado al derecho mexicano tras la reforma constitucional de 2011, obligando a los jueces a elegir la interpretación más protectora de los derechos fundamentales frente a cualquier ambigüedad normativa, priorizando tratados internacionales y la Constitución. Por su parte, Carlos Santiago Niño, en Ética y Derechos Humanos (Barcelona: Ariel, 1989), ofrece un fundamento filosófico para este principio, argumentando que los derechos humanos deben ser interpretados desde una ética universal que coloque a la persona como fin último del orden jurídico, promoviendo la dignidad, la autonomía y la igualdad como valores centrales. Aunque el principio pro homine es más explícito en sistemas jurídicos latinoamericanos influenciados por el derecho internacional, su espíritu resuena en el derecho federal de los Estados Unidos, donde los tribunales han adoptado interpretaciones que favorecen la protección de los derechos individuales frente a restricciones estatales. Un ejemplo emblemático es Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644 (2015), donde la Corte Suprema, al reconocer el derecho al matrimonio igualitario, interpretó las Cláusulas de Debido Proceso e Igual Protección de la Decimocuarta Enmienda de manera que maximizara la protección de la dignidad y la autonomía de las personas, reflejando un enfoque implícitamente pro homine. Este caso ilustra cómo los jueces, alineados con los valores éticos descritos por Niño y el mandato protector analizado por Fix-Zamudio y Valencia Carmona, transforman las normas para garantizar que el orden jurídico sirva a la persona humana, en sintonía con el texto. ↩︎
- La transformación de la ciencia jurídica de una disciplina formal a una ciencia de problemas, como señala el texto, refleja un giro iusfilosófico que reconoce la dimensión práctica y contextual del derecho, alejándose de la concepción positivista de un sistema cerrado de normas para abrazar su carácter dinámico y orientado a la solución de conflictos reales. Gustavo Zagrebelski, en El derecho dúctil (Madrid: Trotta, 1995; traducción al español de la edición original italiana Il diritto mite, Turín: Einaudi, 1992), argumenta que el derecho debe ser “dúctil” o flexible, capaz de adaptarse a las demandas sociales y éticas sin perder su legitimidad, integrando principios como la justicia, la equidad y la participación ciudadana en su interpretación. Zagrebelski critica el formalismo excesivo y propone un modelo en el que los operadores jurídicos actúan como mediadores entre el texto normativo y las necesidades humanas, resolviendo problemas concretos mediante un diálogo constante entre norma y realidad. Este enfoque resuena en el derecho federal de los Estados Unidos, donde la jurisprudencia ha evolucionado hacia una interpretación más contextual, como se observa en United States v. Jones, 565 U.S. 400 (2012). En este caso, la Corte Suprema abordó el uso de GPS por la policía para vigilar a ciudadanos, reinterpretando la Cuarta Enmienda más allá de su texto original para proteger la privacidad en un contexto tecnológico moderno, equilibrando intereses de seguridad y derechos individuales. Esta decisión ilustra cómo la ciencia jurídica, influida por enfoques como el de Zagrebelski, se ha transformado en una herramienta para resolver problemas prácticos y contextuales, alineándose con la visión del texto de una ciencia jurídica adaptada a la complejidad de la experiencia humana. ↩︎
- La idea del “pensamiento problemático” en el ámbito jurídico remite a la tópica y la argumentación práctica, que implican la consideración de las circunstancias concretas y la búsqueda de soluciones razonables. Véase:Viehweg, Theodor. Tópica y Jurisprudencia. Madrid: Aguilar, 1964. Atienza, Manuel. El Sentido del Derecho. Barcelona: Ariel, 1997. ↩︎
- El énfasis en la dignidad humana como valor central, como señala el texto, se alinea con el iusnaturalismo contemporáneo y las corrientes de bioética y filosofía política que abogan por un respeto irrestricto a la persona, un tema desarrollado por pensadores como Jürgen Habermas y Ronald Dworkin. Habermas, en Faktizität und Geltung (Fráncfort del Meno: Suhrkamp, 1992; traducido al español como Facticidad y validez, Madrid: Trotta, 1998), propone una teoría del derecho basada en la legitimidad discursiva, donde la dignidad humana se consagra como un principio ético fundamental que surge del diálogo racional y democrático, sirviendo como base para los derechos fundamentales en un estado de derecho. Por su parte, Dworkin, en El dominio de la vida: un argumento sobre el aborto, la eutanasia y la libertad individual (Nueva York: Vintage Books, 1994; traducido al español, Barcelona: Ariel, 1994), argumenta que la dignidad humana implica reconocer el valor intrínseco de cada vida, lo que exige proteger la autonomía individual en decisiones como el aborto y la eutanasia, siempre equilibrando este valor con el respeto por la vida misma. Dworkin defiende que las decisiones jurídicas deben reflejar este principio ético, incluso frente a controversias morales profundas. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta centralidad de la dignidad humana ha sido un pilar en la jurisprudencia constitucional, como se observa en Whole Woman’s Health v. Hellerstedt, 579 U.S. 582 (2016). En este caso, la Corte Suprema invalidó restricciones al aborto en Texas que imponían cargas indebidas a las mujeres, interpretando la Cláusula del Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda para proteger la autonomía y dignidad de las personas, un enfoque que resuena con las ideas de Dworkin sobre la libertad individual y con la concepción de Habermas de un derecho legitimado por principios éticos universales. Este caso ilustra cómo la dignidad humana, como valor central del iusnaturalismo contemporáneo y la bioética, guía la interpretación jurídica para garantizar el respeto irrestricto a la persona, en línea con el texto. ↩︎
- Esta visión humanizada del derecho, que equilibra el rigor conceptual y la sensibilidad moral, coincide con las corrientes del garantismo penal y el constitucionalismo dialógico. Véase: Ferrajoli, Luigi. Derecho y Razón: Teoría del Garantismo Penal. Madrid: Trotta, 1995. Fuller, Lon L. La moralidad del derecho. New Haven: Yale University Press, 1969. ↩︎
- El pensamiento tópico, como describe el texto, se fundamenta en la flexibilidad argumentativa para encontrar soluciones justas adaptadas a las circunstancias particulares, utilizando principios y lugares comunes (topoi) en lugar de una aplicación estrictamente literal de las normas, un enfoque que Theodor Viehweg desarrolló en Tópica y jurisprudencia (Múnich: Beck, 1953; traducido al español, Madrid: Aguilar, 1964). En el derecho federal de los Estados Unidos, este método se refleja en casos como Katz v. United States, 389 U.S. 347 (1967), donde la Corte Suprema amplió la protección de la Cuarta Enmienda contra escuchas telefónicas, interpretando el derecho a la privacidad desde una perspectiva contextual que consideró las expectativas razonables de privacidad, más allá del texto literal de la Constitución, priorizando la equidad y la justicia en un contexto tecnológico emergente. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha empleado un enfoque tópico en casos como Atala Riffo y Niñas v. Chile (2012), donde abordó la discriminación por orientación sexual en un caso de custodia, utilizando principios de igualdad y no discriminación (artículos 1.1 y 24 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos) para construir una solución que respondiera a las particularidades del caso, priorizando los derechos de las personas involucradas. Por su parte, la Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) ha aplicado un razonamiento similar en Dudgeon v. Reino Unido (1981), donde invalidó leyes que penalizaban las relaciones homosexuales, interpretando el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (derecho a la vida privada) desde una perspectiva contextual que consideró las circunstancias sociales de la época y los principios de autonomía y dignidad, logrando una solución más justa. ↩︎
- La adaptabilidad del derecho y su sensibilidad a las circunstancias concretas, se alinean con corrientes iusfilosóficas que destacan el papel contextual, sociocultural y axiológico de la interpretación jurídica, un enfoque desarrollado por autores como Manuel Atienza y Gustavo Zagrebelski. Atienza, en El Sentido del Derecho (Barcelona: Ariel, 1997), argumenta que la interpretación jurídica debe considerar no solo el texto normativo, sino también los valores sociales, culturales y éticos que dan sentido al derecho, proponiendo un modelo que integra principios axiológicos como la justicia y la equidad para resolver conflictos en contextos específicos. Zagrebelski, en El derecho dúctil (Madrid: Trotta, 1995; traducción de Il diritto mite, Turín: Einaudi, 1992), aboga por un derecho flexible que se adapte a las demandas sociales y éticas mediante un diálogo constante entre norma y realidad, rechazando el formalismo rígido y promoviendo una interpretación sensible a las circunstancias socioculturales. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta perspectiva se refleja en Carpenter v. United States, 585 U.S. ___ (2018), donde la Corte Suprema extendió la protección de la Cuarta Enmienda a los datos de localización celular, adaptando el concepto de privacidad a los avances tecnológicos y las expectativas sociales contemporáneas, un ejercicio de interpretación contextual y axiológico. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema ha aplicado este enfoque en Mendoza, Beatriz c/ Estado Nacional y otros (2012), un caso sobre indemnizaciones por contaminación ambiental, donde interpretó el artículo 42 de la Constitución Nacional y el principio de daño ambiental (artículo 41) a la luz de valores socioculturales de protección ambiental y derechos humanos, adaptándose a las circunstancias específicas del caso. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha empleado esta sensibilidad en Caso Gelman v. Uruguay (2011), donde consideró el contexto sociocultural de la dictadura uruguaya y los principios de verdad y reparación (artículos 8 y 25 de la Convención Americana), adaptando su interpretación para garantizar justicia en un marco histórico particular. Asimismo, la Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) ha adoptado un enfoque similar en S.A.S. v. Francia (2014), donde equilibró el derecho al uso del velo islámico (artículo 9 del Convenio Europeo) con el interés público en el contexto sociocultural francés, demostrando una interpretación que responde a las circunstancias específicas y valores axiológicos de la sociedad europea. ↩︎
- La consideración de aspectos sociales y culturales en la interpretación jurídica, como señala el texto, se fundamenta en las teorías hermenéuticas y las nuevas retóricas jurídicas que abogan por un derecho sensible al contexto. Chaïm Perelman, en Logique juridique: Nouvelle rhétorique (París: Dalloz, 1976; traducido al español como Lógica Jurídica: Nueva Retórica, Madrid: Civitas, 1979), desarrolla un enfoque retórico que enfatiza la argumentación jurídica como un proceso persuasivo que debe atender a valores sociales y culturales, integrando principios éticos y contextos específicos para legitimar las decisiones jurídicas. Lon L. Fuller, en La moralidad del derecho (New Haven: Yale University Press, 1964, edición revisada 1969; traducido al español, Barcelona: Ariel, 1975), argumenta que el derecho debe incorporar una moralidad interna y externa que refleje las expectativas sociales y culturales, asegurando que las normas sean accesibles, claras y congruentes con los valores de la comunidad para garantizar su legitimidad. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta sensibilidad se observa en Loving v. Virginia, 388 U.S. 1 (1967), donde la Corte Suprema invalidó leyes que prohibían el matrimonio interracial, interpretando las Cláusulas de Igual Protección y Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda a la luz de los valores culturales de igualdad emergentes en la sociedad estadounidense de la época. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema aplicó un enfoque similar en Rodríguez Pereyra, Jorge Luis y otra c/ Estado Nacional s/ daños y perjuicios (2012), donde consideró el contexto social de las víctimas de la dictadura militar para garantizar reparaciones, basándose en el artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional y tratados internacionales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha integrado aspectos sociales y culturales en Pueblo Indígena Kichwa de Sarayaku v. Ecuador (2012), reconociendo los derechos colectivos de los pueblos indígenas a su cosmovisión y territorio (artículo 21 de la Convención Americana), adaptando su interpretación al contexto cultural de la comunidad. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH), por su parte, adoptó esta perspectiva en Leyla Şahin v. Turquía (2005), donde equilibró el derecho a la libertad religiosa (artículo 9 del Convenio Europeo) con el contexto sociocultural de la laicidad en Turquía al evaluar la prohibición del velo en universidades, mostrando una interpretación hermenéutica sensible a las realidades sociales. Estas decisiones reflejan cómo las teorías de Perelman y Fuller, al enfatizar la argumentación y la moralidad contextual, han influido en la interpretación jurídica en diversos sistemas, en línea con el texto. ↩︎
- La función del pensamiento tópico ante cláusulas generales como la buena fe se manifiesta en la flexibilidad interpretativa. Véase: Dworkin, Ronald. Tomar los derechos en serio. Cambridge, MA: Harvard University Press, 1977. Recaséns Siches, Luis. La Filosofía del Derecho y el Problema de los Valores. México: Porrúa, 1963. ↩︎
- Aludimos a la tradición de la argumentación aristotélica, donde no se perseguía una certeza absoluta sino la persuasión razonable y verosímil, apta para la praxis humana. Véase:
Aristóteles. Retórica. Madrid: Gredos, 1993; Temas. Madrid: Gredos, 1982. ↩︎ - La concepción del texto, que contrasta la imagen del juez como autómata del positivismo estricto con el papel activo, creador y humano del intérprete jurídico en la tópica, encuentra respaldo en las teorías de Roberto Alexy y Carlos Santiago Niño. Alexy, en Teoría de los Derechos Fundamentales (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997; traducción de la edición original alemana Theorie der Grundrechte, 1985), desarrolla la teoría de la ponderación, argumentando que los jueces deben actuar como agentes creativos al equilibrar principios fundamentales en conflictos jurídicos, rechazando la aplicación mecánica de normas positivistas y destacando la necesidad de una interpretación que refleje valores humanos como la dignidad y la justicia. Niño, en Ética y Derechos Humanos (Barcelona: Ariel, 1989), enfatiza el rol ético del intérprete, proponiendo que las decisiones jurídicas deben basarse en una ética racional que priorice los derechos humanos y la autonomía personal, alejándose de la pasividad positivista. En el derecho federal de los Estados Unidos, este enfoque se manifiesta en Roper v. Simmons, 543 U.S. 551 (2005), donde la Corte Suprema prohibió la pena de muerte para menores, reinterpretando la Octava y Decimocuarta Enmiendas a la luz de la evolución de los estándares de decencia humana, actuando como intérpretes activos y humanos. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema adoptó un papel similar en Campillay, Daniel c/ Estado Nacional (2016), donde, frente a un caso de violencia institucional, aplicó principios de debido proceso y dignidad humana (artículo 18 de la Constitución Nacional y tratados internacionales vía artículo 75, inciso 22) para garantizar reparación, mostrando una interpretación creativa y contextual. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha ejercido este rol en Caso Velásquez Rodríguez v. Honduras (1988), donde estableció la responsabilidad del Estado por desapariciones forzadas, interpretando el artículo 4 de la Convención Americana desde una perspectiva activa que consideró las circunstancias sociales y humanitarias, priorizando la protección de la persona. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también refleja esta dimensión en Tyrer v. Reino Unido (1978), donde declaró incompatible con el artículo 3 del Convenio Europeo el castigo corporal en la Isla de Man, reinterpretando el estándar de trato humano a la luz de los valores sociales y culturales de la época, actuando como un intérprete humano y no meramente formal. ↩︎
- La imposibilidad de esperar un criterio de cientificidad absoluta en las decisiones judiciales, como señala el texto, especialmente en casos que involucran conceptos jurídicos indeterminados o cláusulas generales, refleja la naturaleza abierta y argumentativa del derecho, un tema explorado por teóricos como Robert Alexy en su análisis de la ponderación de principios (Teoría de los Derechos Fundamentales, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997). Alexy argumenta que en conflictos entre principios (como libertad versus seguridad), no existe un método deductivo único para resolverlos, sino que los jueces deben ponderar contextualmente, lo que lleva a resultados diversos dependiendo de las circunstancias y los valores en juego. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta incertidumbre se observa en Planned Parenthood v. Casey, 505 U.S. 833 (1992), donde la Corte Suprema reinterpretó el derecho al aborto bajo la Cláusula del Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda, aplicando la cláusula general de “carga indebida” para evaluar restricciones estatales, un estándar intrínsecamente subjetivo que ha generado interpretaciones contradictorias en casos posteriores como Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization (2022), que revocó Roe v. Wade. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema enfrentó esta problemática en C., M. G. s/ medida autosatisfactiva (2017), donde interpretó el concepto indeterminado de “interés superior del niño” (artículo 3 de la Convención sobre los Derechos del Niño, incorporada vía artículo 75, inciso 22 de la Constitución) para resolver un caso de guarda, mostrando cómo la falta de un método único puede llevar a decisiones variadas según el juez. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) lidió con conceptos indeterminados en Caso Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni v. Nicaragua (2001), donde interpretó el derecho a la propiedad colectiva (artículo 21 de la Convención Americana) en un contexto cultural indígena, un concepto amplio que permitió enfoques diversos y debates sobre su alcance en casos posteriores. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH), por su parte, ha enfrentado esta incertidumbre en Hirst v. Reino Unido (No. 2) (2005), donde evaluó el derecho al voto de los presos (artículo 3 del Protocolo 1 del Convenio Europeo), un concepto indeterminado que llevó a tensiones entre el estándar europeo y las leyes británicas, resultando en interpretaciones contradictorias en decisiones nacionales posteriores. ↩︎
- La inadecuación del positivismo jurídico y la revalorización del derecho natural, como plantea el texto, se sustentan en la búsqueda de principios prácticos básicos que promuevan la dignidad humana y la razonabilidad práctica, un tema desarrollado por teóricos como Lon L. Fuller en La moralidad del derecho (New Haven: Yale University Press, 1964; traducido al español, Barcelona: Ariel, 1975). Fuller argumenta que el derecho debe incluir una “moralidad interna” (coherencia, claridad, posibilidad de cumplimiento) y una “moralidad externa” (orientada a la justicia y equidad), rechazando la reducción a un sistema técnico y lógico para responder a la complejidad humana. Esta perspectiva resuena en el derecho federal de los Estados Unidos, donde Trop v. Dulles, 356 U.S. 86 (1958), marcó un precedente al declarar inconstitucional la pérdida de ciudadanía como castigo, interpretando la Octava Enmienda con base en los “estándares de decencia” de la sociedad, un enfoque ético y social que trasciende la literalidad normativa. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema aplicó esta orientación en Mujica, María Isabel c/ Estado Nacional (2006), donde, frente a casos de desapariciones forzadas, priorizó principios de verdad y reparación (artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional y tratados como la Convención Americana), alineando el ordenamiento con la dignidad humana y la razonabilidad práctica. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha adoptado esta visión en Caso de los Niños de la Calle v. Guatemala (2001), donde interpretó el artículo 4 de la Convención Americana para proteger la vida de menores en situación de vulnerabilidad, integrando principios éticos y sociales que reflejan la complejidad humana. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha seguido esta línea en Öcalan v. Turquía (2005), donde revisó la pena de muerte en un contexto de transición democrática, interpretando el artículo 2 del Convenio Europeo a la luz de principios de humanidad y dignidad, evitando una aplicación estrictamente formal. ↩︎
- El principio de supremacía constitucional, consagrado en el artículo 31 de la Constitución Nacional Argentina, como señala el texto, establece la máxima jerarquía de la Constitución dentro del sistema de fuentes del derecho, un concepto reafirmado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) en fallos como Rodríguez Pereyra, Jorge Luis y otra c/ Estado Nacional s/ daños y perjuicios (Fallo 335:2502, 2012), Schiavoni, Juan José c/ Estado Nacional (Fallo 342:584, 2019) y Garrido, Roberto M. c/ Estado Nacional (Fallo 342:1417, 2019), donde se consolidó su rol como intérprete máximo y guardián de las garantías constitucionales. En el derecho federal de los Estados Unidos, el principio de supremacía está consagrado en el artículo VI, Cláusula 2 de la Constitución, y el control de constitucionalidad fue establecido en Marbury v. Madison, 5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803), donde la Corte Suprema afirmó su autoridad para declarar inconstitucionales leyes contrarias a la Constitución. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha impulsado el control de convencionalidad, como en Almonacid Arellano v. Chile (2006), donde ordenó a Chile derogar leyes de amnistía incompatibles con la Convención Americana, asegurando la supremacía de los derechos humanos (artículos 1 y 2). La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ejerce un control similar, como en Scoppola v. Italia (No. 3) (2012), donde determinó que las leyes italianas sobre penas retroactivas violaban el artículo 7 del Convenio Europeo, priorizando las garantías de derechos humanos sobre normas nacionales. ↩︎
- Después de la Segunda Guerra Mundial, el constitucionalismo contemporáneo en Europa adoptó y desarrolló la supremacía de la Constitución, hasta el punto de incluirla directamente en el texto normativo. Por ejemplo, en Alemania, con la adopción de la Ley Fundamental de 1949, se estableció en su art. 1.3. que “los derechos fundamentales vinculan a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como derecho directamente aplicable”. En desarrollo de esta norma, el Tribunal Constitucional Federal Alemán, en la sentencia del caso “Lüth” (BVerfGE 7, 198, 1958) del 15 de enero de 1958, se refirió a la irradiación de los derechos fundamentales a las relaciones jurídicas del derecho privado. A causa de esa intervención se dijo que la Ley Fundamental no pretende ser un ordenamiento de valores neutral, sino que establece un orden de valores objetivos a través del cual se fortalece el ámbito de aplicación de los derechos fundamentales. Al caracterizar a los derechos fundamentales como un conjunto de “valores objetivos”, se dispuso la expansión de su exigibilidad a todas las esferas del derecho, incluyendo las que se basan en relaciones privadas o entre particulares. ↩︎
- En nuestro país, la CSJN siguió este camino en 1887, al dictar sentencia en el caso “Sojo” (CSJN Fallos: 32:120). Posteriormente, en 1909, la CSJN consideró que para garantizar la revisión de “sentencias arbitrarias desprovistas de todo apoyo legal” (CSJN Fallos: 112:384) era necesario ampliar los supuestos de procedencia del recurso extraordinario federal, inaugurando así la doctrina de la arbitrariedad, pese a que tal supuesto no estaba previsto en el artículo 14 de la ley 48. ↩︎
- La concepción del Estado de derecho como un marco normativo que incluye el bloque de constitucionalidad, abarcando principios y valores de justicia material, como señala el texto, encuentra respaldo en la teoría de Ronald Dworkin, quien en Tomar los derechos en serio (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1977; traducido al español, Barcelona: Ariel, 1984) argumenta que el derecho no se limita a normas positivas, sino que incluye principios supralegales como la equidad y la justicia que guían la interpretación jurídica para evitar arbitrariedades. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta perspectiva se refleja en Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965), donde la Corte Suprema reconoció un derecho implícito a la privacidad derivado de varias enmiendas constitucionales, interpretando el bloque de constitucionalidad en un sentido que protege derechos fundamentales frente a acciones estatales desproporcionadas, priorizando la justicia material. En el derecho federal argentino, el bloque de constitucionalidad se ha consolidado desde la reforma de 1994, que incorporó tratados internacionales al artículo 75, inciso 22, un principio aplicado en Simón, Julio Héctor y otros s/ sustracción de menores (Fallo 328:2056, 2005), donde la Corte Suprema invalidó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida por violar principios supralegales de justicia y verdad (artículos 8 y 25 de la Convención Americana), asegurando que la autoridad actúe conforme a la equidad y la protección de derechos fundamentales. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha enfatizado esta visión en Caso Barrios Altos v. Perú (2001), donde ordenó anular leyes de amnistía que impedían la investigación de masacres, interpretando el bloque de convencionalidad (artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana) para garantizar que el ejercicio de la autoridad respete principios de justicia material y no sea arbitrario. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha adoptado este enfoque en Klass y otros v. Alemania (1978), donde evaluó leyes de vigilancia estatal bajo el artículo 8 del Convenio Europeo, exigiendo que cualquier restricción a la privacidad sea proporcionada y respete principios supralegales de equidad y protección de derechos fundamentales. ↩︎
- El bloque de constitucionalidad, como conjunto de principios y normas fundamentales que incluye leyes internas y tratados de derechos humanos, como señala el texto, actúa como una limitación al poder público y un correlato sustancial a la legalidad formal, un concepto desarrollado por teóricos como Luigi Ferrajoli en Derecho y razón (Madrid: Trotta, 1995), quien argumenta que el Estado de derecho debe garantizar la validez material de las normas a través de principios universales como la dignidad y la justicia. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta visión se refleja en Boumediene v. Bush, 553 U.S. 723 (2008), donde la Corte Suprema extendió el habeas corpus a detenidos en Guantánamo, interpretando la Constitución y tratados internacionales (como la Convención de Ginebra) como parte del bloque de constitucionalidad, subordinando el poder ejecutivo a valores de debido proceso y protección de derechos. En el derecho federal argentino, la incorporación de tratados al artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional tras la reforma de 1994 ha fortalecido esta idea, como se vio en Campillay, Daniel c/ Estado Nacional (Fallo 339:3133, 2016), donde la Corte Suprema limitó el poder público al declarar inconstitucionales prácticas de violencia institucional, alineando la interpretación con principios de dignidad humana y equidad extraídos de la Convención Americana. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha consolidado el bloque de convencionalidad en Caso de la Masacre de Mapiripán v. Colombia (2005), donde exigió a Colombia investigar violaciones de derechos humanos bajo los artículos 1.1, 8 y 25 de la Convención Americana, asegurando que el poder estatal se ajuste a valores universales de justicia material. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) ha adoptado un enfoque similar en Hatton y otros v. Reino Unido (2003), donde equilibró el derecho a la vida privada (artículo 8 del Convenio Europeo) con intereses económicos estatales, interpretando el bloque de derechos humanos para limitar la arbitrariedad y promover una justicia sustancial. Estos ejemplos ilustran cómo el bloque de constitucionalidad, como sugiere el texto, trasciende la legalidad formal, subordinando el poder público a valores universales y transformando el sistema jurídico en un vehículo de justicia material. ↩︎
- El principio de legalidad sustantiva trasciende la mera obediencia formal a la norma al exigir que las decisiones jurídicas estén impregnadas de equidad, dignidad humana y valores superiores, un enfoque que resuena con la teoría de Luigi Ferrajoli en Derecho y razón (Madrid: Trotta, 1995), quien sostiene que el Estado de derecho debe garantizar no solo la legalidad formal, sino también la validez sustantiva de las normas mediante principios éticos que protejan los derechos fundamentales. En el derecho federal de los Estados Unidos, este principio se refleja en Lawrence v. Texas, 539 U.S. 558 (2003), donde la Corte Suprema invalidó una ley que penalizaba las relaciones homosexuales, interpretando la Cláusula del Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda para proteger la dignidad y autonomía personal, priorizando valores superiores sobre la literalidad de la norma. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema ha aplicado esta perspectiva en F., A. L. s/ medida autosatisfactiva (Fallo 335:531, 2012), donde garantizó el acceso a un aborto no punible, interpretando el artículo 19 de la Constitución Nacional y tratados internacionales (como el Pacto de San José de Costa Rica, incorporado vía artículo 75, inciso 22) a la luz de la dignidad humana y la equidad, asegurando que la legalidad sustantiva prevalezca. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha enfatizado este principio en Caso Trabajadores Cesados del Congreso v. Perú (2006), donde condenó despidos arbitrarios, interpretando los artículos 8 y 25 de la Convención Americana para garantizar la estabilidad laboral como un componente de la dignidad humana, reflejando el “pulso” ético descrito. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha adoptado esta visión en Goodwin v. Reino Unido (2002), donde reconoció el derecho de las personas transgénero a la identidad legal (artículo 8 del Convenio Europeo), priorizando la dignidad y la equidad sobre normas formales restrictivas, como constelaciones tutelares que guían el ordenamiento. Estos ejemplos ilustran cómo el principio de legalidad sustantiva, como señala el texto, incorpora valores éticos superiores para transformar el sistema jurídico en un vehículo de justicia material, sensible a la dignidad humana. ↩︎
- La dignidad humana, la equidad y la justicia como núcleo axiológico del bloque de constitucionalidad constituyen principios rectores de la interpretación jurídica, un concepto desarrollado por Roberto Alexy en Teoría de los Derechos Fundamentales (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997; traducción de Theorie der Grundrechte, 1985) y Ronald Dworkin en Tomar los derechos en serio (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1977; traducido al español, Barcelona: Ariel, 1984). Alexy argumenta que estos valores, como principios, deben ser ponderados en casos de conflicto, influyendo en la interpretación de las normas para garantizar su coherencia con la justicia material, mientras que Dworkin sostiene que el derecho incluye principios éticos implícitos que protegen la dignidad humana, orientando a los jueces hacia decisiones equitativas. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta influencia se observa en Brown v. Board of Education, 347 U.S. 483 (1954), donde la Corte Suprema interpretó la Cláusula de Igual Protección de la Decimocuarta Enmienda para abolir la segregación racial, priorizando la equidad y la dignidad humana sobre normas formales de segregación legal. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema ha aplicado estos valores en Mendoza, Beatriz c/ Estado Nacional y otros (Fallo 335:2725, 2012), un caso sobre contaminación ambiental, donde se basó en el artículo 41 de la Constitución Nacional y tratados internacionales (artículo 75, inciso 22) para proteger la dignidad humana y la justicia ambiental, configurando un bloque axiológico. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha enfatizado estos principios en Caso de la Masacre de El Mozote y lugares aledaños v. El Salvador (2012), interpretando los artículos 4, 5 y 8 de la Convención Americana para garantizar verdad y reparación, alineando las normas con la dignidad de las víctimas. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) ha adoptado un enfoque similar en Von Hannover v. Alemania (No. 2) (2012), donde protegió el derecho a la vida privada (artículo 8 del Convenio Europeo) frente a la libertad de prensa, equilibrando estos valores axiológicos para asegurar una justicia equitativa. ↩︎
- Este principio, íntimamente vinculado a la supremacía de los derechos humanos dentro del bloque de constitucionalidad, exige que toda disposición jurídica sea interpretada en su máxima capacidad protectora, evitando soluciones que restrinjan injustificadamente el ejercicio de los derechos. En esta lógica, el papel del magistrado no es neutral ni pasivo, sino que está llamado a aplicar este estándar de interpretación de manera activa, priorizando aquella lectura de la norma que garantice el pleno reconocimiento y goce de los derechos. Así, la interpretación pro-homine no es una técnica más dentro del razonamiento jurídico, sino una directriz estructural, un principio que impregna todo el ordenamiento y que orienta la función jurisdiccional hacia la salvaguarda de la dignidad humana. Su aplicación permite evitar restricciones arbitrarias, combatir formalismos excesivos y consolidar la efectividad de los derechos dentro del sistema de justicia, reafirmando el deber de los jueces de optar siempre por aquella solución que mejor proteja y amplíe las libertades reconocidas. El principio de interpretación pro homine, efectivamente, exige que las normas se interpreten de la forma más favorable a la persona, garantizando la máxima protección de los derechos fundamentales dentro del bloque de constitucionalidad, un concepto desarrollado por autores como Héctor Fix-Zamudio y José Valencia Carmona en El Principio Pro Persona en el Ordenamiento Jurídico Mexicano (México: UNAM, 2011), quienes destacan su origen en el derecho internacional de los derechos humanos y su rol como estándar hermenéutico para resolver ambigüedades normativas. En el derecho federal de los Estados Unidos, aunque el principio no se nombra explícitamente, su espíritu se refleja en Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644 (2015), donde la Corte Suprema interpretó las Cláusulas de Debido Proceso e Igual Protección de la Decimocuarta Enmienda para garantizar el matrimonio igualitario, priorizando la máxima protección de los derechos a la autonomía y la dignidad de las personas frente a leyes restrictivas. En el derecho federal argentino, el principio pro homine ha sido explícitamente adoptado tras la reforma constitucional de 1994, como se vio en S., V. D. c/ Provincia de Buenos Aires s/ amparo (Fallo 338:1839, 2015), donde la Corte Suprema interpretó el derecho a la educación (artículo 14 de la Constitución Nacional y tratados internacionales vía artículo 75, inciso 22) de manera que asegurara su acceso universal, priorizando la protección de los menores. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha aplicado este principio en Caso de los Pueblos Indígenas K’iche’ de Totonicapán v. Guatemala (2022), donde interpretó los artículos 21 y 23 de la Convención Americana para proteger los derechos territoriales indígenas, eligiendo la interpretación más favorable a las comunidades frente a conflictos normativos. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha adoptado un enfoque similar en Eweida y otros v. Reino Unido (2013), donde interpretó el artículo 9 del Convenio Europeo (libertad religiosa) para proteger el derecho de los empleados a manifestar su fe, priorizando la interpretación más favorable a los individuos frente a restricciones laborales. Estos ejemplos ilustran cómo el principio pro homine, como sugiere el texto, orienta la interpretación normativa hacia la máxima protección de los derechos fundamentales, asegurando que el bloque de constitucionalidad cumpla su función de tutela en diversos sistemas jurídicos. ↩︎
- El Estado de derecho como una transformación cuantitativa y cualitativa hacia la justicia material se fundamenta en una interpretación contextual basada en principios, un enfoque desarrollado por Gustavo Zagrebelski en El derecho dúctil (Madrid: Trotta, 1995; traducción de Il diritto mite, Turín: Einaudi, 1992), quien sostiene que el derecho moderno debe adaptarse a las necesidades sociales mediante una aplicación flexible que incorpore valores de equidad y justicia, más allá de la rigidez normativa. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta evolución se refleja en Carpenter v. United States, 585 U.S. ___ (2018), donde la Corte Suprema extendió la protección de la Cuarta Enmienda a los datos de localización celular, adaptando el concepto de privacidad a las realidades tecnológicas y sociales contemporáneas, priorizando la equidad frente a la estructura formal de la ley. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema ha adoptado esta perspectiva en M., M. A. c/ Provincia de Buenos Aires s/ amparo (Fallo 341:1699, 2018), un caso sobre el derecho a la salud, donde interpretó el artículo 42 de la Constitución Nacional y tratados internacionales (artículo 75, inciso 22) para garantizar acceso a medicamentos, ajustando la norma a las necesidades específicas de los pacientes y reflejando valores de justicia material. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha aplicado esta orientación en Caso de las Comunidades Indígenas Miembros de la Asociación Lhaka Honhat v. Argentina (2020), donde protegió derechos territoriales indígenas (artículo 21 de la Convención Americana) mediante una interpretación contextual que consideró las realidades culturales y sociales, promoviendo la equidad. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha reflejado esta transformación en D.H. y otros v. República Checa (2007), donde condenó la segregación escolar de niños romaníes, interpretando el artículo 14 del Convenio Europeo (no discriminación) para ajustar la norma a las necesidades de justicia social y equidad en un contexto específico. Estos ejemplos ilustran cómo el Estado de derecho moderno, como sugiere el texto, se adapta a las realidades sociales mediante una aplicación basada en principios, convirtiendo la ley en un instrumento de justicia material que trasciende su estructura formal. ↩︎
- Los valores constitucionales como catálogo axiológico que otorga sentido y finalidad al ordenamiento jurídico se alinean con la teoría de Ronald Dworkin en Tomar los derechos en serio (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1977; traducido al español, Barcelona: Ariel, 1984), quien sostiene que los principios y valores constitucionales, como la justicia y la dignidad, sirven como fines que orientan la interpretación y aplicación de las normas, dejando al legislador la tarea de definir los medios para alcanzarlos. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta concepción se refleja en Bowers v. Hardwick, 478 U.S. 186 (1986), donde la Corte Suprema inicialmente rechazó un derecho constitucional a las relaciones homosexuales consensuales, pero la posterior revocación en Lawrence v. Texas (2003) mostró cómo los valores de autonomía y dignidad, como fines constitucionales, guiaron una reinterpretación que el legislador debía equilibrar con regulaciones estatales, aspirando a la justicia material. En el derecho federal argentino, la Constitución Nacional, especialmente tras la reforma de 1994, incorpora valores como la igualdad y la dignidad en el artículo 75, inciso 22, un principio aplicado en Ellacuría, Ignacio c/ Estado Nacional (Fallo 330:2662, 2007), donde la Corte Suprema ordenó medidas para proteger derechos de pueblos originarios, guiando al legislador a definir medios concretos para cumplir con estos fines axiológicos. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha enfatizado estos valores en Caso de la Comunidad Indígena Yakye Axa v. Paraguay (2005), interpretando el artículo 21 de la Convención Americana para proteger el derecho a la tierra como un valor constitucional que orienta al Estado a adoptar medidas específicas para garantizar la supervivencia cultural. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha adoptado esta visión en Salduz v. Turquía (2008), donde estableció el derecho a asistencia letrada como un valor fundamental derivado del artículo 6 del Convenio Europeo, exigiendo al legislador adaptar los procedimientos penales para cumplir con este fin de justicia procesal. ↩︎
- La idea de que los valores constitucionales no reemplazan a las normas específicas pero las complementan y orientan hacia la equidad y la justicia material, encuentra un sustento teórico sólido en la literatura anglosajona sobre derecho constitucional. Ronald Dworkin, en Taking Rights Seriously (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1977), argumenta que los valores constitucionales, como la dignidad y la igualdad, funcionan como principios éticos implícitos que guían a los jueces hacia decisiones coherentes con la moralidad del derecho, asegurando un análisis normativo que trascienda el formalismo. De manera similar, Aharon Barak, en Purposive Interpretation in Law (Princeton: Princeton University Press, 2005), sostiene que los jueces deben interpretar las normas constitucionales a la luz de los valores fundamentales que reflejan el propósito del texto, integrando estos valores para resolver conflictos y garantizar la justicia. Este enfoque también es explorado por Cass R. Sunstein en su artículo “Constitutional Interpretation and Political Choice” (Chicago Law Review, vol. 53, núm. 2, 1986, pp. 519-560), donde destaca que los valores constitucionales, como la libertad y la equidad, sirven como criterios orientadores que permiten a los tribunales adaptar las normas a las necesidades sociales. En el derecho federal de los Estados Unidos, este rol se observa en Loving v. Virginia, 388 U.S. 1 (1967), donde la Corte Suprema interpretó las Cláusulas de Igual Protección y Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda a la luz de los valores de igualdad y dignidad, invalidando leyes contra el matrimonio interracial para garantizar una solución justa. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema aplicó esta perspectiva en Sisnero y otros c/ Taldelva SRL y otros s/ amparo (Fallo 337:2247, 2014), utilizando los valores de igualdad y no discriminación (artículo 16 de la Constitución Nacional y tratados internacionales vía artículo 75, inciso 22) para combatir la discriminación de género en el empleo, enriqueciendo el análisis normativo. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) empleó esta orientación en Atala Riffo y Niñas v. Chile (2012), interpretando los artículos 1.1 y 24 de la Convención Americana a través de los valores de igualdad y dignidad para proteger a una madre frente a la discriminación por orientación sexual. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha adoptado este enfoque en Lautsi v. Italia (2011), equilibrando el valor de la libertad religiosa (artículo 9 del Convenio Europeo) con el principio de laicidad, utilizando estos valores para orientar una solución que respetara el contexto cultural italiano. ↩︎
- El agotamiento de la capacidad reguladora de los postulados generales y abstractos frente a la creciente complejidad fáctica y jurídica, al tiempo que ha elevado la importancia de los principios constitucionales y las decisiones judiciales como una “brújula ética y jurídica”, un fenómeno analizado por la teoría constitucional contemporánea. Aharon Barak, en Purposive Interpretation in Law (Princeton: Princeton University Press, 2005), sostiene que los jueces deben adoptar una interpretación teleológica que integre los principios constitucionales para responder a las realidades complejas, asegurando la validez material de la Constitución mediante un enfoque que respire los valores sociales. De manera similar, Jack M. Balkin, en Living Originalism (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2011), argumenta que los principios constitucionales permiten al derecho adaptarse a las exigencias de la sociedad contemporánea, transformando al juez en un intérprete activo de los valores de justicia y dignidad humana. Este enfoque también es explorado por Laurence H. Tribe y Michael C. Dorf en su artículo “Levels of Generality in the Definition of Rights” (Chicago Law Review, vol. 57, núm. 4, 1990, pp. 1057-1108), donde proponen que los principios constitucionales deben interpretarse a un nivel de generalidad que refleje los valores éticos de la sociedad, garantizando su efectividad frente a casos específicos. En el derecho federal de los Estados Unidos, esta transformación se refleja en Carpenter v. United States, 585 U.S. ___ (2018), donde la Corte Suprema adaptó la Cuarta Enmienda a las realidades tecnológicas, interpretándola a la luz de los principios de privacidad y dignidad para proteger datos de localización, priorizando una justicia material sobre la aplicación mecánica de la norma. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema aplicó esta orientación en M., M. A. c/ Provincia de Buenos Aires s/ amparo (Fallo 341:1699, 2018), donde los principios constitucionales de derecho a la salud (artículo 42 de la Constitución Nacional y tratados internacionales vía artículo 75, inciso 22) guiaron una interpretación que aseguró el acceso a medicamentos, respondiendo a las complejidades de un caso específico. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha adoptado este enfoque en Caso de las Comunidades Indígenas Miembros de la Asociación Lhaka Honhat v. Argentina (2020), interpretando el artículo 21 de la Convención Americana para proteger derechos territoriales indígenas, utilizando principios de dignidad y equidad cultural como brújula ética frente a la complejidad fáctica. ↩︎
- La concepción activa y vinculante de la norma constitucional en el Estado de derecho contemporáneo, como señala el texto, marca una ruptura con modelos ideológicos previos que veían a la Constitución como un ideal teórico, un cambio analizado en profundidad por la teoría del constitucionalismo. Laurence H. Tribe, en American Constitutional Law (2nd ed., Mineola, NY: Foundation Press, 1988), argumenta que el constitucionalismo moderno transforma la Constitución en una norma suprema y exigible, dotándola de fuerza normativa directa que permite sancionar su violación, un principio que fortalece la autoridad del Estado de derecho. De manera similar, Jeremy Waldron, en su artículo “Constitutionalism: A Skeptical View” (Georgetown Law Journal, vol. 98, núm. 6, 2010, pp. 1471-1492), explora cómo esta evolución refleja un compromiso con la exigibilidad de los derechos constitucionales, asegurando que las normas fundamentales no sean meras declaraciones simbólicas. Este enfoque también es desarrollado por David S. Law en “The Evolution and Ideology of Global Constitutionalism” (California Law Review, vol. 99, núm. 5, 2011, pp. 1167-1254), donde sostiene que el constitucionalismo contemporáneo globaliza la idea de una Constitución vinculante, integrando principios universales que exigen cumplimiento efectivo. En el derecho federal de los Estados Unidos, este principio se refleja en Marbury v. Madison, 5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803), donde la Corte Suprema estableció la revisión judicial, afirmando que la Constitución es una norma suprema y exigible, permitiendo anular leyes contrarias a ella. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema ha consolidado esta visión en Simón, Julio Héctor y otros s/ sustracción de menores (Fallo 328:2056, 2005), donde invalidó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida por violar principios constitucionales (artículo 75, inciso 22), reafirmando la exigibilidad de la Constitución como norma suprema. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha enfatizado esta exigibilidad en Almonacid Arellano v. Chile (2006), donde ordenó anular leyes de amnistía contrarias a la Convención Americana, estableciendo que los derechos constitucionales son vinculantes y su violación sancionable. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha adoptado este enfoque en Scoppola v. Italia (No. 3) (2012), donde invalidó normas italianas sobre penas retroactivas por violar el artículo 7 del Convenio Europeo, asegurando la fuerza vinculante de los derechos fundamentales. ↩︎
- Dicho, en otros términos: no es apenas un referente formal o retórico en el sistema de fuentes formales del derecho, sino que se trata de una verdadera norma jurídica. Es indudable que estamos frente a una nueva forma de regular la organización del poder y las fuentes del derecho, que genera de modo directo derechos y obligaciones inmediatamente exigibles. Esa concepción es complementaria de la que surgió, en especial, con las experiencias históricas de las repúblicas democráticas y liberales desarrolladas en Estados Unidos de América y en Francia hacia fines del siglo xviii. En la primera, el sistema estuvo, en sus orígenes, ligado primordialmente al principio de legalidad constitucional, es decir, al de supremacía constitucional. En cambio, en el modelo francés se lo ligó al principio de legalidad y al sometimiento a los derechos naturales, inalienables e imprescriptibles del hombre y del ciudadano, como entonces los proclamaron. Ulteriormente a la Segunda Guerra Mundial, se difundió en Europa el modelo de constituciones rígidas y del control de constitucionalidad de las leyes ordinarias, dando paso a lo que en ese ámbito se denominó Estado constitucional de derecho. Son notas propias de ese régimen la división y equilibrio de las ramas del poder público, la distinción entre poder constituyente y poderes constituidos, la división vertical del poder del Estado y el respeto de los derechos fundamentales. Y en este orden de ideas, la judicatura asegura que los poderes públicos sujeten sus actos a las normas, valores y principios constitucionales. Sobre esas bases, va de suyo que la judicatura está llamada a asegurar la primacía del núcleo esencial de la Constitución que corresponde a la consagración de los derechos constitucionales fundamentales de las personas. Por ello, de concebirse al Estado de derecho como una técnica de la libertad que se rige mediante un sistema jurídico que asegura a las personas el ejercicio pleno de sus derechos y para ello nada mejor que contar con una Constitución, es decir, una ley fundamental y orgánica del Estado que establezca derechos y garantías para todos. Con esa comprensión del asunto, la Corte Suprema ha expresado que la opción en favor de un Estado constitucional de derecho impone la obligación de velar por la supremacía de nuestra Ley Fundamental para cuya concreción aporta el sistema de control difuso de constitucionalidad. De manera tal que en nuestros tiempos se han producido cambios notables en las condiciones de validez de las normas. Efectivamente, como resultó expresado, la mera concepción del derecho como un conjunto de normas no permite acceder a una adecuada comprensión del derecho como actividad. Recordemos que el positivismo, en líneas generales, concibe al sistema jurídico como una estructura escalonada, en donde las normas inferiores son válidas en la medida en que ellas hayan sido creadas de acuerdo con los procedimientos establecidos en las normas superiores. La Corte Suprema de Justicia de la Nación tutela, a través del recurso extraordinario, las instituciones fundamentales que hacen al mantenimiento de la supremacía constitucional. ↩︎
- La obligación de los jueces de asegurar que las leyes y actos se ajusten a los principios constitucionales refleja el núcleo del constitucionalismo contemporáneo, un principio desarrollado en la teoría jurídica moderna. Aharon Barak, en The Judge in a Democracy (Princeton: Princeton University Press, 2006), sostiene que los jueces actúan como guardianes del orden constitucional, utilizando los principios constitucionales para garantizar la legitimidad de las leyes y actos estatales, un rol que exige un equilibrio entre la deferencia al legislador y la protección de los valores fundamentales. De manera similar, Laurence H. Tribe, en American Constitutional Law (2nd ed., Mineola, NY: Foundation Press, 1988), argumenta que la función judicial de revisión constitucional asegura que todas las normas se alineen con los principios de justicia y dignidad inherentes a la Constitución, un deber que fortalece el Estado de derecho. Este enfoque también es analizado por Mark Tushnet en su artículo “The Rise of Weak-Form Judicial Review” (Comparative Constitutional Law, Edward Elgar Publishing, 2010, pp. 81-98), donde explora cómo los jueces, en sistemas diversos, utilizan los principios constitucionales para limitar el poder estatal, asegurando su conformidad con los valores fundamentales. En el derecho federal de los Estados Unidos, este deber se observa en Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644 (2015), donde la Corte Suprema invalidó leyes que prohibían el matrimonio igualitario, asegurando que se ajustaran a los principios de igualdad y dignidad de la Decimocuarta Enmienda. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema ha cumplido este rol en Halabi, Ernesto c/ P.E.N. – ley 25.873 s/ amparo (Fallo 332:111, 2009), declarando inconstitucional una norma de monitoreo de comunicaciones por violar el principio de privacidad (artículo 19 de la Constitución Nacional), alineándola con los valores fundamentales del bloque de constitucionalidad. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha aplicado este principio en Barrios Altos v. Perú (2001), ordenando anular leyes de amnistía que violaban los principios de justicia y verdad (artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana), asegurando su conformidad con los derechos fundamentales. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha reflejado este deber en Klass y otros v. Alemania (1978), donde exigió que las leyes de vigilancia se ajustaran al principio de proporcionalidad (artículo 8 del Convenio Europeo), protegiendo la privacidad frente a abusos estatales. ↩︎
- Máxime que, a partir de 1994, el derecho internacional de los derechos humanos ha adquirido la más alta jerarquía constitucional en la Argentina. En ese marco, agregó que así como la jurisprudencia de la CIDH ha establecido que los órganos del Poder Judicial deben descalificar de oficio las normas internas de cada país que se opongan a las normas de la Convención Americana de Derechos Humanos, igualmente deben descalificarse de oficio las normas que se oponen a la Constitución Nacional. ↩︎
- Véase: Barak, Aharon. The Judge in a Democracy. Princeton: Princeton University Press, 2006. Tribe, Laurence H. American Constitutional Law. 2nd ed. Mineola, NY: Foundation Press, 1988. Bickel, Alexander M. The Least Dangerous Branch: The Supreme Court at the Bar of Politics. 2nd ed. New Haven: Yale University Press, 1986. Ely, John Hart. Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review. Cambridge, MA: Harvard University Press, 1980. Stone Sweet, Alec. Governing with Judges: Constitutional Politics in Europe. Oxford: Oxford University Press, 2000. Shapiro, Martin, y Alec Stone Sweet. On Law, Politics, and Judicialization. Oxford: Oxford University Press, 2002. Rosenfeld, Michel. The Identity of the Constitutional Subject: Selfhood, Citizenship, and Community. London: Routledge, 2010. Tushnet, Mark. “The Rise of Weak-Form Judicial Review.” Comparative Constitutional Law, Edward Elgar Publishing, 2010, pp. 81-98. Stone Sweet, Alec, y Jud Mathews. “Proportionality Balancing and Global Constitutionalism.” Columbia Journal of Transnational Law, vol. 47, núm. 1, 2008, pp. 72-164.
Klug, Heinz. “Constitutional Authority and Judicial Review: A Global Perspective.” Journal of Law and Society, vol. 38, núm. 1, 2011, pp. 1-25. Ferreres Comella, Víctor. “The Rise of Specialized Constitutional Courts.” Comparative Constitutional Law, Edward Elgar Publishing, 2010, pp. 265-282. Dixon, Rosalind. “Creating Dialogue About Socioeconomic Rights: Strong-Form Versus Weak-Form Judicial Review Revisited.” International Journal of Constitutional Law, vol. 5, núm. 3, 2007, pp. 391-418. Balkin, J.M. “Framework Originalism and the Living Constitution.” Northwestern University Law Review, vol. 103, núm. 2, 2009, pp. 549-614. Sunstein, Cass R. “Constitutionalism and Secession.” University of Chicago Law Review, vol. 58, núm. 2, 1991, pp. 633-670. Fiss, Owen M. “The Forms of Justice.” Harvard Law Review, vol. 93, núm. 1, 1979, pp. 1-58. ↩︎ - La concepción de una actitud judicial que respeta la separación de poderes como un equilibrio delicado y un puente hacia otros poderes, articulada a través de la teoría del constitucionalismo dialógico encuentra sustento en la teoría constitucional contemporánea. Stephen Gardbaum, en The New Commonwealth Model of Constitutionalism: Theory and Practice (Cambridge: Cambridge University Press, 2013), desarrolla la idea del constitucionalismo dialógico, proponiendo que los jueces actúen como interlocutores en un diálogo con las otras ramas del Estado, evitando la imposición monárquica y fomentando una interacción cooperativa que respete la separación de poderes mientras protege los principios constitucionales. De manera similar, Rosalind Dixon, en su artículo “The Core Case for Weak-Form Judicial Review” (Cardozo Law Review, vol. 38, núm. 3, 2017, pp. 719-768), argumenta que esta dinámica permite a los jueces tender puentes mediante una revisión judicial de forma débil, invitando al legislador a ajustar sus actos sin usurpar su autoridad. Este enfoque también es analizado por Vicki C. Jackson en “Constitutional Dialogue and Human Rights” (International Journal of Constitutional Law, vol. 15, núm. 3, 2017, pp. 601-625), quien destaca que el juez, como interlocutor lúcido, equilibra su rol con la participación de otros poderes para garantizar la efectividad de los derechos fundamentales. En el derecho federal de los Estados Unidos, este principio se refleja en City of Boerne v. Flores, 521 U.S. 507 (1997), donde la Corte Suprema limitó la aplicación de una ley federal al equilibrar su autoridad con el poder legislativo, fomentando un diálogo constitucional que respetó la separación de poderes. En el derecho federal argentino, la Corte Suprema ha adoptado esta postura en Abella, Miguel Ángel c/ P.E.N. (Fallo 332:3185, 2009), donde ajustó una norma laboral sin invalidarla directamente, tendiendo un puente hacia el legislador para armonizar derechos constitucionales (artículo 14 bis) con la realidad social. En el ámbito del derecho internacional interamericano, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha ejercido esta dinámica en Caso de la Masacre de Mapiripán v. Colombia (2005), ordenando medidas al Estado pero dejando margen para su implementación legislativa, equilibrando su rol con la soberanía nacional. La Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH) también ha reflejado este enfoque en Hatton y otros v. Reino Unido (2003), donde moderó su intervención sobre políticas aeroportuarias, invitando al Reino Unido a ajustar sus leyes en diálogo con el artículo 8 del Convenio Europeo. ↩︎
- El constitucionalismo dialógico propone que los jueces interactúen con los otros poderes del Estado, buscando soluciones consensuadas o complementarias. Sobre la teoría del constitucionalismo dialógico, véanse: Sabel, Charles F. y Gerstenberg, Oliver. “Constitucionalizar un consenso superpuesto: el TJUE y la emergencia de un orden constitucional coordinado”. European Law Journal , vol. 3 (1997), pp. 274-292. Lenta, Patrick. “Diálogo constitucional y constitución dialógica”. South African Journal on Human Rights , vol. 30 (2014), págs. 358-382. ↩︎
- Véase: Gardbaum, Stephen. The New Commonwealth Model of Constitutionalism: Theory and Practice. Cambridge: Cambridge University Press, 2013. Tushnet, Mark. Weak Courts, Strong Rights: Judicial Review and Social Welfare Rights in Comparative Constitutional Law. Princeton: Princeton University Press, 2008. Jackson, Vicki C., y Mark Tushnet (eds.). Comparative Constitutional Law. 3rd ed. New York: Foundation Press, 2014. Hiebert, Janet L., y James B. Kelly (eds.). Parliamentary Bills of Rights: The Experiences of New Zealand and the United Kingdom. Cambridge: Cambridge University Press, 2015. Roach, Kent. The Supreme Court on Trial: Judicial Activism or Democratic Dialogue. Toronto: Irwin Law, 2001. Dyzenhaus, David. The Constitution of Law: Legality in a Time of Emergency. Cambridge: Cambridge University Press, 2006. Baer, Susanne. Judicial Dialogue and Human Rights. Cambridge: Cambridge University Press, 2017. Dixon, Rosalind. “The Core Case for Weak-Form Judicial Review.” Cardozo Law Review, vol. 38, núm. 3, 2017, pp. 719-768. Jackson, Vicki C. “Constitutional Dialogue and Human Rights.” International Journal of Constitutional Law, vol. 15, núm. 3, 2017, pp. 601-625. Gardbaum, Stephen. “The New Commonwealth Model of Constitutionalism.” American Journal of Comparative Law, vol. 49, núm. 4, 2001, pp. 707-760.
Hiebert, Janet L. “Parliamentary Bills of Rights: An Australian Perspective.” Melbourne University Law Review, vol. 34, núm. 3, 2010, pp. 643-672.Roach, Kent, y Geoff Budlender. “Mandatory Relief and Dialogic Remedies in Constitutional Courts.” Constitutional Court Review, vol. 2, núm. 1, 2009, pp. 1-24. Tushnet, Mark. “Dialogic Judicial Review.” Michigan Law Review, vol. 101, núm. 6, 2003, pp. 1329-1353. Friedman, Barry. “Dialogue and Judicial Review.” Michigan Law Review, vol. 91, núm. 2, 1992, pp. 577-682. Baer, Susanne. “The Strength of Weak Ties: Constitutional Courts and Constitutional Dialogue.” European Constitutional Law Review, vol. 13, núm. 2, 2017, pp. 355-380. ↩︎ - El constitucionalismo dialógico es una teoría que sostiene que la interpretación de la Constitución debe ser el resultado de un diálogo o conversación constante entre los tribunales y los ciudadanos, así como entre las diferentes instituciones y poderes del Estado. Esta teoría se basa en la idea de que la Constitución no es un texto fijo e inmutable, sino que es un documento vivo que debe ser interpretado en función de las necesidades y realidades cambiantes de la sociedad. En el constitucionalismo dialógico, se reconoce que el poder judicial tiene un papel importante en la interpretación de la Constitución, pero también se enfatiza la importancia del diálogo y la participación ciudadana en el proceso de interpretación. Esto significa que el poder judicial debe estar en diálogo constante con la sociedad y las demás instituciones del Estado, para poder interpretar la Constitución de manera adecuada y responder a las necesidades cambiantes de la sociedad. La teoría del constitucionalismo dialógico ha sido desarrollada por varios teóricos del derecho constitucional, y ha tenido una influencia significativa en el desarrollo de la jurisprudencia constitucional en diferentes países del mundo. ↩︎