I. Razonabilidad bajo miradas formales y sustantivas.
En la génesis de todas las cosas, cabe señalar que el test de igualdad (TDI) comparte raíces profundas con el test de razonabilidad (TDR); habida cuenta de que ambos son hermanos de un mismo linaje jurídico, nutridos de la necesidad y la proporcionalidad que exige toda decisión destinada a alcanzar un propósito justo y legítimo. Sin embargo, su destino no es exactamente el mismo. Mientras que el primero—TDI—pone la lupa en aquellos actos manchados por la sombra inquietante de la discriminación injustificada, el segundo—el TDR—expande sus alas y vuela más alto, vigilando desde las alturas cualquier medida que pretenda limitar, con mayor amplitud y generalidad, el delicado equilibrio de los derechos humanos.
Apenas se adivina que el Test de Igualdad (TDI)dirige su mirada especialmente hacia aquellas situaciones en que se manifiesta un trato desigual, trazado sobre líneas sensibles que la ley protege celosamente: la raza, el género, la orientación sexual, la religión, entre otras categorías que han sido históricamente motivo de lucha y controversia. La esencia profunda de este test radica en discernir si detrás de esa diferencia de trato hay una razón objetiva y legítima, o si, por el contrario, la desigualdad responde a prejuicios o motivos injustificados.
En apretada síntesis, el TDI se plantea dos preguntas fundamentales: primero, ¿se advierte aquí una discriminación? Y, segundo, en caso de confirmarse tal circunstancia, ¿resulta acaso justificable esa discriminación desde la razón, la justicia y la proporcionalidad?
En cambio, en estricta brevedad, el TDR posee un alcance más amplio y generalizado que su compañero cercano. Efectivamente, su horizonte no se limita únicamente a casos de discriminación específica, sino que abraza todo acto o medida que pueda afectar, de alguna manera, el delicado equilibrio de los derechos fundamentales.
Es oportuno destacar que para realizar este análisis, el TDR indaga profundamente en la necesidad y legitimidad de cada acción adoptada. Se pregunta, con detenimiento y cautela: ¿Es realmente imprescindible esta medida, o existen caminos alternativos menos invasivos capaces de conducir al mismo fin legítimo? Además, busca un equilibrio justo y sensible, evaluando si la medida adoptada es proporcionada, es decir, si los beneficios que se pretenden lograr compensan adecuadamente la posible restricción impuesta a esos derechos esenciales.
En definitiva, se trata de una reflexión cuidadosa sobre la armonía necesaria entre los objetivos perseguidos y los derechos afectados, siempre con la intención última de proteger y preservar la dignidad y la libertad humanas.»
Bien merece resaltarse que el principio de razonabilidad impregna cada aspecto del análisis jurídico; su presencia no es ocasional, sino constante e imprescindible. Ello así, habida cuenta de que la razonabilidad opera como una suerte de brújula moral y lógica que condiciona la legitimidad de las acciones del Estado. Más aún, si en rigor de verdad la comparamos con otros principios que admiten matices o grados diversos, advertiremos que la razonabilidad se revela especialmente exigente: no tolera ambigüedades ni concesiones intermedias. Porque se está frente a un estándar riguroso, en el que una acción será razonable o no lo será en absoluto, sin espacio para zonas grises. Así, la razonabilidad emerge como guardiana inquebrantable que vela por el equilibrio indispensable entre el poder estatal y los derechos individuales.
De suerte que la libre configuración legislativa constituye una prerrogativa sustancial del constitucionalismo democrático, pues faculta al legislador para adoptar decisiones políticas fundamentales y legislar ejerciendo la representación soberana del pueblo. Empero, dentro del marco de un auténtico Estado constitucional, dicha prerrogativa jamás puede ser interpretada como una potestad ilimitada o arbitraria. Antes bien, se halla inexorablemente condicionada por los límites impuestos por los valores superiores y principios rectores constitucionalmente consagrados, que orientan y justifican la organización política e institucional del Estado. Así pues, el legislador, aun gozando de una posición privilegiada en el diseño institucional, debe desempeñar su función teniendo presente, en razón de lo anterior, estos principios y valores fundamentales, que actúan como parámetros de validez material de toda acción legislativa.
Con todo, se advierte con claridad que subsisten hondas divergencias entre el formalismo y el sustantivismo respecto del modo en que tal evaluación debe efectuarse; circunstancia esta que revela, en última instancia, dos concepciones contrapuestas sobre el rol que compete al juez en la compleja trama tejida entre la ley, los derechos fundamentales y la justicia.
Al respecto, hemos señalado ya que, desde una óptica formalista, el control de razonabilidad se interpreta esencialmente como un ejercicio de coherencia normativa. En efecto, desde esta perspectiva, la función jurisdiccional se ciñe exclusivamente a determinar si la norma cuestionada responde a un propósito legítimo y si los medios dispuestos por el legislador guardan una congruencia lógica con dicho propósito. Dicho con mayor claridad, en el enfoque formalista el juez no indaga en la justicia material o sustantiva de la norma, sino que limita su análisis a la racionalidad interna del esquema normativo diseñado por el legislador, juzgando únicamente la correspondencia o adecuación entre fines declarados y medios empleados.
Al fin y al cabo, desde la perspectiva del formalismo jurídico, no corresponde al juez internarse en la consideración detallada de los efectos prácticos de la medida en cuestión ni entregarse a un análisis ponderativo profundo sobre los valores implicados. Ya que, en efecto, su cometido se limita exclusivamente a aquello estrictamente necesario para asegurar que la decisión legislativa no infrinja de forma ostensible y manifiesta los derechos consagrados por la Constitución.
En otras palabras, el formalismo impone una estricta abstención judicial frente al análisis sustantivo de las consecuencias sociales o políticas de las normas, exigiendo al magistrado limitar su escrutinio a la vigilancia objetiva de la constitucionalidad, sin extralimitarse hacia valoraciones subjetivas que excedan el campo delimitado por el texto constitucional. Al fin y al cabo, diría un juez atrapado en los rígidos moldes del formalismo, su función no es hurgar en las entrañas de las leyes ni adentrarse en el corazón palpitante de sus efectos concretos. Efectivamente, su cometido no radica en medir con balanzas delicadas cada valor en juego, ni en recorrer con mirada curiosa los laberintos en que chocan las emociones y las razones humanas, sino más bien en mantenerse al borde de esas aguas profundas, vigilando apenas que no se cometan afrentas claras e indiscutibles contra aquellos derechos que la Constitución proclamó sagrados. Así, resignado a una cierta austeridad del alma, el juez formalista contempla desde su orilla segura el río siempre turbulento de la vida y la justicia.
Indudablemente, esta posición encuentra su fundamento en una marcada deferencia hacia la libre configuración legislativa, deferencia que se sustenta, a su vez, en el vigoroso principio democrático. Así entendido, el formalismo jurídico parte del supuesto de que el legislador, en tanto órgano legítimamente investido de la representación de la voluntad popular, goza de una presunción intrínseca de legitimidad en sus decisiones. De este modo, sostiene que el control judicial debe ejercerse con suma prudencia, evitando cuidadosamente la tentación de reemplazar la legítima deliberación democrática con la subjetividad inherente al juicio particular de los jueces. En consecuencia, para esta perspectiva formalista, el magistrado asume un papel de custodio reservado, que limita su función a garantizar que la acción legislativa permanezca dentro de los límites constitucionales, sin sustituir ni eclipsar jamás el espacio que legítimamente corresponde a la soberanía popular.
Bien mirado, esta postura descansa sobre un respeto casi reverencial hacia la capacidad creadora del legislador, ese personaje investido por el poder que le otorga el corazón palpitante de la democracia. Desde esta perspectiva formalista, el legislador es percibido como legítimo guardián de la voluntad popular, dotado de una presunción natural de sabiduría en sus decisiones. Por eso mismo, los jueces, al enfrentar esa delicada tarea de evaluar las normas dictadas, deben contener la tentación de reemplazar la apasionada deliberación democrática con su propia mirada subjetiva. Como quien observa un ritual sagrado desde la distancia prudente, al juez formalista le corresponde proteger los límites constitucionales sin perturbar el espacio íntimo y ferviente de la representación popular.
Así, por ejemplo, si lleváramos esta lógica formalista al ámbito sensible y profundamente humano del matrimonio igualitario, el argumento encontraría cobijo en la idea ancestral de que la institución matrimonial nació para sembrar vida y ofrecer refugio a la familia, esa tribu esencial del corazón humano. Desde esa óptica rígida y desapasionada, excluir a las parejas del mismo sexo no se presentaría como un acto de discriminación, sino como una diferenciación fundada en la ineludible realidad biológica, esa limitación natural que les impide traer hijos al mundo.
En efecto, poco importaría que ciertas parejas heterosexuales no puedan tampoco concebir, pues en este enfoque formalista ese detalle sería apenas una leve incoherencia, una grieta minúscula en un muro mucho más sólido y extenso. En cualquier caso, dirían sus defensores, si ha de existir un cambio que extienda la frontera del matrimonio más allá de su tradicional definición, ello debería provenir del propio legislador, ese creador autorizado que, sensible al latido colectivo de su pueblo, tiene la facultad y la responsabilidad de redefinir las instituciones sociales conforme a los sueños y necesidades cambiantes de la comunidad.
Muy por el contrario, el sustantivismo se distanciaría de esta visión al enfatizar que el control de razonabilidad no puede limitarse a la coherencia formal entre fines y medios, sino que debe atender a los efectos materiales que las normas generan en la vida de las personas. En ese sentido, el sustantivismo afirmaría que los derechos fundamentales no se agotan en su enunciación abstracta, sino que requieren una protección efectiva que asegure su vigencia en la realidad. Sucede que, en efecto, bajo esta óptica, la labor judicial implicaría un ejercicio activo de ponderación, en el que se evalúan los impactos concretos de las medidas adoptadas y se busca garantizar una justicia sustantiva, incluso si esto implica cuestionar la racionalidad del legislador.
En ese orden de ideas, para quienes se aventuran por las sendas del sustantivismo, la justicia no puede reducirse a esa visión fría y formal que apenas roza la superficie de las cosas. Desde esta perspectiva más cálida y comprometida con lo humano, los derechos fundamentales no son meras palabras grabadas en papel, sino realidades palpitantes que reclaman protección efectiva en la vida cotidiana. Así, el juez deja de ser un mero espectador pasivo y asume un papel activo, sensible y valiente, obligado a mirar más allá del texto de la ley para explorar los efectos reales y tangibles de las decisiones adoptadas. Su tarea se convierte entonces en un delicado acto de equilibrio y ponderación, una responsabilidad que no teme enfrentar las contradicciones ni desafiar lo establecido cuando lo que está en juego es la auténtica vigencia de la justicia en la vida cotidiana.
De manera que, en el contexto del matrimonio igualitario, el sustantivismo criticaría la exclusión de las parejas del mismo sexo como una medida desproporcionada y discriminatoria. La procreación, si bien es un fin relevante, no puede ser el único objetivo que justifique la existencia del matrimonio, especialmente cuando se permite el acceso a la institución a parejas heterosexuales que, por diversas razones, no tienen la capacidad de tener hijos. Desde esta perspectiva, podría colegirse que la prohibición del matrimonio igualitario perpetúa estigmas y vulneraría el principio de igualdad, al relegar a las parejas homosexuales a una condición de inferioridad jurídica sin una justificación válida.
En efecto, muy distinto es el camino que tomaría aquel que mira la ley desde una perspectiva sustantiva, profundamente humana. Diría entonces, quizás con voz suave pero firme, que no es posible reducir el matrimonio a una sola finalidad, por noble y elevada que esta sea. ¿Acaso la procreación puede ser el único propósito que legitime esa unión íntima y profunda de almas y voluntades que llamamos matrimonio? La vida misma se encarga de desmentir ese argumento, pues muchas parejas heterosexuales son recibidas bajo este amparo, aunque sus circunstancias les hayan arrebatado la posibilidad de tener hijos. Y así, con el corazón puesto en la realidad de quienes viven al margen de lo aceptado, el sustantivismo denunciaría la exclusión de las parejas del mismo sexo como lo que realmente es: un acto de injusticia, un gesto discriminatorio enmascarado tras razones que no alcanzan a justificar la desigualdad. Porque, al final, el efecto del derecho no reside solamente en sus palabras, sino en la capacidad para sanar heridas, reconocer dignidades y otorgar justicia en la vida concreta de las personas que lo habitan
Como se desprende, estas divergencias entre formalismo y sustantivismo revelan una tensión más amplia en la práctica judicial: ¿hasta qué punto debe el juez intervenir en las decisiones legislativas y qué nivel de escrutinio es adecuado para garantizar que las normas sean justas? Así las cosas, resulta claro que, mientras el formalismo procura salvaguardar el orden jurídico limitando la subjetividad judicial —con los riesgos que esto implica en términos de petrificación de injusticias estructurales—, el sustantivismo intenta evitar estos peligros solicitando del juez un compromiso mayor con la realidad social, aunque ello signifique navegar cerca del peligroso arrecife de la invasión del terreno reservado democráticamente al legislador.
Acaso no ha llegado la hora de admitir que la justicia no puede ser únicamente un frío monumento de palabras y formas, rígido e indiferente a la carne y el alma de aquellos seres humanos que sufren su ausencia o celebran su vigencia. ¿ No es la misión última del derecho aliviar los dolores del mundo, reparar las grietas por las que tantas veces se nos escapa la dignidad? ¿No debería entonces el juez atreverse a escuchar los murmullos profundos que laten detrás de cada reclamo, de cada causa, y asumir el riesgo de interpretar no solo la norma, sino también el drama humano que subyace en su aplicación concreta? El sustantivismo propone una justicia que no teme pisar los territorios incómodos, ni apartar las cortinas del prejuicio o del temor para mirar cara a cara la realidad vivida por aquellos que han permanecido invisibles durante tanto tiempo. Desde esta mirada comprometida, no basta la fría coherencia lógica de los formalistas, porque la realidad humana es cálida, caótica y profundamente diversa. Aceptar esto no es debilitar la ley, sino volverla más justa, más humana, más cercana al palpitar constante y cambiante de la vida misma. Así, en nuestro ejemplo, al considerar el matrimonio igualitario, el sustantivismo vería con claridad que su negación perpetúa injusticias silenciosas, esas heridas que la sociedad arrastra, disfrazadas bajo la máscara tranquila de la tradición. Defendería con pasión el reconocimiento igualitario, no solo porque la discriminación resulta inaceptable desde el corazón mismo de los derechos fundamentales, sino porque ampliar esta institución es reconocer la existencia plena, auténtica y digna de quienes hasta ahora han sido excluidos. Es por eso que, en esta visión, el juez no es un frío guardián del texto, sino más bien un intérprete sensible, que abraza la responsabilidad profunda de escuchar los relatos humanos que palpitan detrás de cada conflicto. Al fin y al cabo, la justicia no es solamente una idea abstracta o distante; es una búsqueda incansable, íntima y valiente por asegurar que ningún derecho muera atrapado en la prisión invisible de las palabras que no alcanzaron jamás la vida.
En este marco, el juicio integrado emerge como una alternativa equilibrada, ya que exige al juez un esfuerzo adicional para evaluar no solo la coherencia interna y formal de la norma, sino también sus implicancias concretas y palpables en términos de igualdad y proporcionalidad. Este método busca superar la dicotomía tradicional entre formalismo y sustantivismo, proponiendo una mirada más completa y atenta al contexto social en el que la norma despliega sus efectos. Así, al obligar al magistrado a mirar más allá del texto abstracto, el juicio integrado le demanda considerar cómo la norma impacta realmente en la vida de las personas, si genera exclusiones injustificadas o si, por el contrario, cumple con los estándares más exigentes de justicia sustantiva.
Desde esta perspectiva enriquecida, la función judicial no se limita a una vigilancia estática, ni tampoco incurre en la tentación de sustituir el juicio democrático con valoraciones subjetivas caprichosas. Más bien, el juez se sitúa en una posición intermedia y prudente, desde la cual su tarea consiste en asegurar que el Derecho se materialice efectivamente en la realidad, garantizando así que las normas no se transformen en instrumentos ciegos que perpetúan desigualdades estructurales.
En ese orden de ideas, puede colegirse que el juicio integrado ofrece una vía razonable, sofisticada y justa, en la cual la labor del juez recupera plenamente su dignidad institucional, cumpliendo un rol activo pero prudente, comprometido pero respetuoso de los principios democráticos.
II. El debido proceso sustantivo: La expansión de los derechos fundamentales.
El debido proceso sustantivo implica que las leyes y medidas estatales pueden ser evaluadas no solo en función de su validez formal o de procedimiento, sino también en relación con su razonabilidad y justicia intrínseca. De hecho, esto significa que una ley, aunque siga el proceso legislativo adecuado y respete la forma constitucional, puede ser declarada inconstitucional si viola derechos fundamentales o si su contenido es irrazonable o arbitrario desde el punto de vista de los derechos protegidos por la Constitución.
Como resultado, en el contexto del debido proceso sustantivo, los tribunales aplican el control de razonabilidad para examinar si la ley en cuestión persigue un fin legítimo, si el medio empleado es adecuado y si el impacto en los derechos fundamentales es proporcional al objetivo. Este análisis exige que la ley respete no solo la estructura formal del debido proceso, sino también un contenido mínimo de justicia y racionalidad que sea compatible con los valores constitucionales, especialmente en lo que se refiere a la protección de derechos fundamentales.
Por tanto, el debido proceso sustantivo funciona como un mecanismo para enjuiciar la razonabilidad de las leyes cuando estas afectan la libertad, la dignidad o la privacidad de los individuos de manera injustificada o excesiva, garantizando que el poder del Estado se ejerza dentro de los límites de la justicia y los derechos fundamentales.
Como se ha evidenciado, el debido proceso sustantivo ha sido interpretado de diferentes maneras a lo largo de la historia jurídica estadounidense, y uno de los debates centrales es si debe considerarse como una garantía innominada (es decir, aplicable a derechos no explícitamente mencionados en el texto constitucional) o si, en cambio, solo protege aquellos derechos que están originalmente contemplados o claramente derivados del texto constitucional1.
En ese sentido, detrás de la aparente frialdad del debate constitucional, late una pregunta que parece susurrada en el corazón mismo del derecho: ¿pueden las palabras escritas siglos atrás contener en sí todas las verdades del presente y las promesas del futuro? Con toda seguridad, quienes ven en el debido proceso sustantivo una garantía abierta e innominada responderían con pasión afirmativa, convencidos de que la justicia no puede limitarse a lo explícitamente señalado en el viejo papel, sino que debe extenderse a esos derechos que emergen lentamente, reclamados por voces que durante demasiado tiempo quedaron olvidadas en la sombra del silencio. En cambio, quienes sostienen una visión más cautelosa y restringida defenderían, con argumentos reposados pero firmes, que los jueces no tienen el privilegio de ampliar caprichosamente la Constitución, pues hacerlo podría socavar la estabilidad del orden jurídico, y que, por tanto, su protección debe limitarse exclusivamente a aquellos derechos que ya están expresamente contemplados o que surgen inequívocamente del texto original.
Entre ambas posiciones transcurre una tensión inevitable, que nos invita a reflexionar sobre el verdadero propósito de la justicia. ¿Debe ser ella la guardiana rígida de un texto ancestral, o puede atreverse, con valentía y sensibilidad, a explorar las sendas nuevas abiertas por el devenir de los tiempos, para proteger así la dignidad humana siempre cambiante, siempre viva y siempre necesitada de una voz que la defienda?
En efecto, al concebir el debido proceso sustantivo como una garantía innominada, su alcance no quedaría confinado únicamente al estrecho ámbito de aquellos derechos expresamente contemplados en la Constitución, sino que su aplicación podría trascender dichos límites, extendiendo su protección hacia otros derechos implícitos que resultan esenciales para preservar plenamente la libertad y la dignidad humanas.
Desde esta perspectiva, el debido proceso sustantivo actuaría como una herramienta poderosa y necesaria para ampliar la protección de derechos, permitiendo al juez adaptar la esencia de la Constitución a las necesidades concretas de justicia que surgen en un entorno social inevitablemente cambiante.
Como se colige, esta interpretación, lejos de desvirtuar la función constitucional, revela su potencial más auténtico, pues reconoce que una Carta Magna no es únicamente un documento histórico inmóvil , por tanto, la posibilidad de comprender el debido proceso sustantivo en estos términos permite asegurar que la Constitución siga siendo un marco legítimo y efectivo para la defensa y el reconocimiento de derechos fundamentales, ofreciendo respuestas jurídicas adecuadas frente a situaciones que sus redactores originales jamás pudieron anticipar.Efectivamente, así concebido, el debido proceso sustantivo se transforma en una brújula sutil, capaz de guiar al derecho hacia nuevos horizontes, reconociendo en cada época los derechos silenciosos que surgen en los márgenes, esos que aguardan pacientemente ser escuchados y protegidos. Pues, al fin y al cabo, la Constitución debe ser más que letra muerta: debe convertirse en vida plena, en justicia tangible, en una promesa siempre renovada de dignidad para todas las personas.
Por otro lado, quienes defienden una interpretación más restringida del debido proceso sustantivo argumentan que esta garantía solo debería aplicarse a los derechos originalmente contemplados en la Constitución o a aquellos claramente implícitos en su estructura. Desde luego, esta visión sostiene que el debido proceso sustantivo no debe ser utilizado para crear derechos nuevos o expandir derechos que no tienen un fundamento explícito en el texto constitucional, ya que esto implicaría una ampliación judicial que socava la voluntad del legislador y la previsibilidad del ordenamiento jurídico. Es importante mencionar que esta postura tiende a enfocarse en derechos que son considerados “profundamente arraigados en la historia y tradición” del país, como estableció la Corte en Washington v. Glucksberg (1997).
Bajo esta perspectiva, el debido proceso sustantivo no es una puerta abierta a la creación judicial de nuevos derechos, sino un mecanismo de protección de derechos históricamente reconocidos y vinculados directamente al texto constitucional, como la libertad de expresión, la igualdad y la propiedad.
En este trayecto, es oportuno recordar que el primer encuentro de la SCOTUS con la definición de qué acciones gubernamentales violan el debido proceso sustantivo ocurrió durante la llamada “Era Lochner”. En ese período, la Corte determinó que la libertad de contrato y otros derechos económicos eran fundamentales, lo que llevó a la invalidación de esfuerzos estatales para regular las relaciones empleador-empleado, como las leyes de salario mínimo2.
A lo largo de este análisis, resulta imprescindible advertir que ese fallo fue cuestionado por cuanto muchos lo consideraron una usurpación del poder legislativo y una interpretación judicial activista. Vale la pena señalar que en Lochner, la Corte interpretó el debido proceso sustantivo de forma amplia al considerar que los derechos económicos —como la libertad de contrato entre empleadores y empleados— eran fundamentales y, por tanto, protegidos constitucionalmente frente a intervenciones estatales. No cabe duda de que esta mirada permitió a la Corte invalidar leyes estatales de regulación laboral (por ejemplo, horas de trabajo y salarios), justificando su fallo bajo la premisa de que estas interferían con la libertad de contrato. Por supuesto, esta decisión fue vista por muchos como un ejercicio de activismo judicial, donde la Corte se involucró en cuestiones políticas y económicas que debían estar reservadas al legislador y no al poder judicial. Así, para sus críticos, al aplicar el debido proceso sustantivo en Lochner para proteger la libertad contractual, la Corte asumió un papel regulador y protector de derechos económicos que, en opinión de sus críticos, no tenía una base sólida en el texto constitucional. Esto generó la percepción de que la Corte estaba imponiendo sus propias visiones políticas y económicas, más que interpretando los valores constitucionales.
En este sentido, resulta oportuno señalar que, desde la perspectiva originalista, el fallo sería objeto de una crítica severa, ya que representaría un claro ejemplo de extralimitación en la función judicial. Un originalista enfatizaría que la Corte Suprema excedió los límites legítimos de su autoridad interpretativa al adoptar una comprensión de la Constitución incompatible con el significado específico y la intención original de sus redactores. Para esta corriente interpretativa, uno de los problemas esenciales en la decisión de Lochner radica en la ausencia absoluta de referencias explícitas en el texto constitucional sobre la llamada “libertad de contrato”. Efectivamente, ni la Quinta ni la Decimocuarta Enmienda mencionan este concepto como un derecho fundamental especialmente protegido frente al poder estatal.
Bajo tal perspectiva, podría colegirse con claridad que, al otorgar a la libertad contractual una posición destacada en la jerarquía constitucional, la Corte no hizo más que apoyarse en una interpretación propia y subjetiva, desbordando así los límites textuales y la voluntad originaria de la Constitución. Este razonamiento originalista advierte sobre los peligros inherentes a una interpretación demasiado amplia o discrecional por parte del poder judicial, argumentando que tales aproximaciones erosionan la estabilidad y predictibilidad que derivan de adherirse estrechamente al texto original y al contexto histórico en que fue redactado.
En definitiva, desde esta visión, la Corte, en Lochner, habría incurrido en el error de transformar su propio criterio subjetivo en una norma constitucional, en lugar de desempeñar la tarea más modesta —pero igualmente crucial— de interpretar y aplicar fielmente el significado concreto, específico y original del texto constitucional. Así pues, el originalismo insiste en recordarnos que la Constitución no es una página en blanco donde los jueces puedan escribir libremente, sino más bien un pacto histórico cuyo sentido se encuentra arraigado en la voluntad y las palabras concretas de quienes lo forjaron3.
En ese entendimiento del tema, los originalistas considerarían que el fallo de Lochner representa un ejercicio de activismo judicial en el que la Corte impone su visión económica y política en lugar de limitarse a interpretar la Constitución según el entendimiento original. Concretamente, en lugar de respetar la voluntad democrática de los legisladores de Nueva York, quienes decidieron regular las condiciones laborales de los panaderos para proteger su salud y bienestar, la Corte asumió una postura paternalista en defensa de los derechos económicos y la libertad de contrato. Esto, para un originalista, es una usurpación de las competencias del legislador y una violación de la separación de poderes. Efectivamente, un originalista enfatizaría que, al momento de redactarse y aprobarse la Decimocuarta Enmienda en 1868, no existía una intención clara de proteger la libertad de contrato como un derecho fundamental frente a la intervención estatal. Los redactores de la Enmienda se enfocaban principalmente en los derechos civiles básicos, especialmente en asegurar la igualdad y libertad de los antiguos esclavos, no en regular las relaciones económicas. Claro está que al interpretar la Decimocuarta Enmienda como una protección de derechos económicos no enumerados, la Corte en Lochnerse apartó del propósito original de la enmienda y redefinió sus límites. En consecuencia, un originalista sostendría que Lochner establece un precedente peligroso que otorga a los jueces la posibilidad de inventar derechos no explícitos en la Constitución y luego protegerlos como si fueran derechos fundamentales. Esta expansión judicial, según los originalistas, debilita el poder legislativo y permite que los jueces impongan su ideología bajo el pretexto de interpretar la Constitución. Lochner, al dar un respaldo constitucional a un derecho no explicitado en el texto, abre la puerta para que futuras decisiones judiciales se basen en conceptos vagos y subjetivos, alejándose cada vez más del texto original y de la intención de los fundadores.
Desde la óptica originalista, Lochner fue un error judicial que se corrigió en West Coast Hotel v. Parrish (1937), donde la Corte abandonó la defensa de la libertad de contrato como derecho constitucional y permitió a los estados intervenir en la economía para proteger los derechos y el bienestar de los trabajadores. Un originalista vería esta reversión como un regreso al respeto por el texto original de la Constitución y el papel de la legislatura en la toma de decisiones económicas y sociales, demostrando que la Corte debe mantenerse al margen de las interpretaciones expansivas de derechos no enumerados en el texto constitucional.
Véase, al respecto, que el caso U.S. v. CaroleneProducts (1938) marcó un punto de inflexión clave en la evolución del debido proceso sustantivo y en la protección judicial de ciertos derechos fundamentales. La Corte Suprema, en este caso, señaló que ciertos derechos merecen un nivel de protección judicial especial frente a las injerencias estatales, especialmente aquellos derechos fundamentales relacionados con la participación en el proceso democrático y los derechos de las “minorías discretas e insulares”. Precisamente este caso se hizo célebre en parte por la nota al pie número 4 del fallo, en la cual la Corte expresó que, aunque las leyes económicas podrían estar sujetas a un escrutinio menos estricto, existen otros ámbitos donde el escrutinio judicial debería ser más riguroso4.
En particular, la Corte indicó que una protección reforzada debería aplicarse a: (1) Derechos enumerados y derivados de las primeras Ocho Enmiendas de la Constitución, que incluyen libertades fundamentales como el derecho a la libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de religión, entre otros. (2)Derechos políticos fundamentales, como el derecho al voto y a la participación en el proceso democrático, los cuales son esenciales para el funcionamiento de una democracia representativa. (3) Derechos de “minorías discretas e insulares”, término que alude a aquellos grupos que, debido a su posición de vulnerabilidad o falta de representación política adecuada, requieren una protección especial contra la discriminación o las decisiones que puedan afectarlos desproporcionadamente.
En ese sentido, cabe destacar que esta nota al pie sentó las bases para el desarrollo de un escrutinio judicial intensificado en casos que involucren derechos fundamentales o posibles discriminaciones hacia grupos minoritarios. En lugar de someter todas las leyes al mismo nivel de revisión, Carolene Products introdujo una diferenciación en el estándar de revisión judicial. Lo cierto es que esta distinción influyó en la evolución del debido proceso sustantivo, pues abrió la puerta a una interpretación en la que los derechos esenciales, especialmente los derechos civiles y políticos y los derechos de grupos vulnerables, reciben una mayor protección judicial.
En efecto, a partir del emblemático caso CaroleneProducts, la Corte Suprema adoptó un razonamiento que sentaría las bases para una revisión judicial más intensa en aquellos casos relacionados con la protección de minorías y la garantía efectiva de ciertos derechos fundamentales. Este enfoque inauguró un camino jurisprudencial decisivo que permitió la protección de derechos implícitos y grupos históricamente discriminados, abriendo paso a decisiones judiciales trascendentales como Griswold v. Connecticut, que reconoció el derecho implícito a la privacidad, o Loving v. Virginia, que garantizó la igualdad racial en el matrimonio, contribuyendo así a asegurar la plena participación de minorías en la vida social y política de Estados Unidos.
Sin embargo, no puede desconocerse que, desde una perspectiva originalista, la famosa nota al pie número 4 del caso Carolene Products generaría serias objeciones. Para un originalista, esta nota marcó el inicio de una transformación profunda y problemática del rol judicial, pues introdujo criterios diferenciados de escrutinio que carecen de un fundamento explícito tanto en el texto constitucional como en las intenciones originales de sus redactores. Desde dicha óptica, la Constitución debe interpretarse estrictamente conforme a su significado originario, evitando la incorporación arbitraria de niveles especiales de protección que los fundadores nunca contemplaron.
Siguiendo este razonamiento, un originalista criticaría duramente la adopción judicial de distintos niveles de escrutinio como un exceso que amenaza la estabilidad constitucional y compromete la autoridad democrática del legislador. Diría que la Constitución no establece distinciones entre derechos o personas, sino que reconoce y protege derechos fundamentales con carácter general y uniforme. Por lo tanto, la creación judicial de estándares diferenciados –como el “escrutinio estricto” o “intermedio”– constituiría una innovación problemática que permitiría a los jueces desplegar valoraciones subjetivas al amparo de interpretaciones que no se sustentan en el texto constitucional original.
En definitiva, para un originalista esta transformación en el rol judicial implicaría otorgar a los jueces una potestad ilegítima: la capacidad de proteger derechos que la Constitución no explicita claramente, convirtiéndolos en actores que, más allá de interpretar la Constitución, asumen la función de crearla. Esto, desde la óptica originalista, no solo representa un cambio profundo en la distribución de poderes prevista por la Constitución, sino también un riesgo real para la estabilidad jurídica, pues abre el camino hacia interpretaciones cambiantes y subjetivas, alejadas de la visión que inspiró a los redactores originales.
Este dilema refleja, en última instancia, una tensión profunda sobre el sentido mismo de la justicia constitucional: la disputa entre quienes defienden un pacto constitucional inmutable, protegido celosamente contra toda reinterpretación excesiva, y aquellos que ven en la Constitución un compromiso, capaz de adaptarse a las demandas siempre cambiantes de una sociedad en búsqueda permanente de justicia.
En ese sentido, no faltaría quien, desde una perspectiva originalista, alzara su voz con recelo ante aquella aparentemente inofensiva nota al pie número 4, afirmando que con ella la Corte Suprema abrió una puerta secreta por la cual podrían colarse interpretaciones judiciales inesperadas y arbitrarias, peligrosamente desligadas del texto constitucional original. Dirían esos defensores celosos de la letra antigua, que, al sugerir la existencia de derechos implícitos, protegidos con un rigor especial, los jueces estarían en realidad confiando demasiado en sus propias intuiciones, en principios vagos y valores susceptibles de transformarse según los tiempos y las circunstancias.
De hecho, esta flexibilidad interpretativa, esta tentación de adaptar la Constitución a las necesidades cambiantes, representaría para un originalista una peligrosa aventura hacia territorios desconocidos, pues diluiría la solidez de aquel pacto histórico que alguna vez firmaron los padres fundadores, convirtiéndolo en un documento maleable, demasiado humano, quizá. Porque para estos críticos, la Constitución debería ser como una roca firme que resista las tormentas del tiempo y no como la arcilla fresca que se modela fácilmente según las manos que la sostengan.
Bajo esta visión, los jueces deberían limitarse estrictamente al legado escrito, resistiendo la tentación de escuchar esas voces ocultas que susurran derechos nuevos, derechos que podrían ser muy justos y muy nobles, pero que, según ellos, jamás estuvieron en la mente ni en el corazón de quienes trazaron hace siglos las líneas firmes e inalterables del texto constitucional5.
En sentido opuesto, un sustancialista defendería la nota al pie 4 de Carolene Products argumentando que esta interpretación es crucial para proteger los derechos fundamentales y asegurar que la Constitución evolucione en respuesta a las necesidades de justicia y equidad en una sociedad cambiante. Ya comentamos que, para un sustancialista, la interpretación constitucional debe ir más allá del texto literal y reflejar los valores fundamentales que subyacen en la Carta Magna, protegiendo los derechos y libertades de manera efectiva, incluso cuando estos derechos no están explícitamente mencionados en el texto.
Desde la perspectiva sustancialista, la nota 4 de Carolene Products representa un avance necesario para proteger derechos fundamentales que son esenciales para el funcionamiento de una democracia moderna, pero que no siempre están enumerados explícitamente en la Constitución. De hecho, un sustancialista argumentaría que la Constitución no es un texto cerrado y fijo, sino un documento que debe interpretarse a la luz de los valores que representa, como la libertad, la igualdad y la dignidad humana. Así, el reconocimiento de derechos implícitos y la aplicación de un escrutinio más riguroso en ciertos casos permite que la Constitución adapte su protección a las necesidades actuales de la sociedad. Además, un sustancialista defendería especialmente la referencia a las “minorías discretas e insulares” en la nota al pie 4, afirmando que es deber de los tribunales proteger a aquellos grupos que, debido a su vulnerabilidad o falta de representación, corren el riesgo de ser objeto de discriminación o políticas injustas.
Claramente, los sustancialistas argumentarían que el poder judicial debe ser un contrapeso que proteja a las minorías de la “tiranía de la mayoría”, asegurando que todos los ciudadanos tengan acceso a los mismos derechos y libertades sin ser discriminados por razones de raza, etnia, religión u otras características. Naturalmente un sustancialista vería la nota 4 como un ejemplo de cómo la Constitución puede adaptarse a cambios sociales y responder a problemas nuevos sin requerir enmiendas formales. En una sociedad en constante evolución, los problemas y las necesidades de justicia también cambian. Para un sustancialista, la Corte debe interpretar la Constitución de manera que permita que el documento abarque nuevas realidades y proteja derechos que, aunque no fueron contemplados originalmente, son fundamentales para la dignidad y libertad humana en la actualidad.
Finalmente, un sustancialista defendería la idea de aplicar un escrutinio más estricto a leyes que restringen derechos fundamentales para evitar la discriminación arbitraria. Indudablemente en casos de derechos fundamentales o grupos vulnerables, la presunción de constitucionalidad de una ley debe ser más limitada, ya que una restricción a estos derechos puede tener un impacto profundo y duradero en la vida de los individuos. La nota 4 garantiza que las limitaciones a derechos fundamentales, especialmente cuando afectan a grupos vulnerables, se sostengan solo si están justificadas y son absolutamente necesarias para el interés público.
III. Protección de Derechos Implícitos bajo el Debido Proceso Sustantivo: Criterios de Arraigo, Dignidad y Democracia.
Sin lugar a dudas, la defensa del debido proceso sustantivo como una herramienta para proteger derechos no enumerados en la Constitución se basa en la premisa de que la Constitución debe proteger los valores fundamentales subyacentes, aunque estos no estén explícitamente detallados en su texto.
De cualquier manera, la idea de que ciertos derechos implícitos, fundamentales para la dignidad y libertad individual, pueden recibir protección a través del debido proceso sustantivo se refuerza al establecer un sistema de pautas objetivas y razonables que pueden ser contrastables y verificables, lo cual permite evitar la arbitrariedad judicial.
Es evidente, casi inevitable, que esos derechos que no aparecen explícitamente enumerados en la Constitución, pero que laten entre líneas, susurrados en los márgenes del texto, merecen igual respeto y protección. ¿Acaso no es verdad que los valores esenciales que hacen digna la vida —la libertad, la igualdad, el respeto a la dignidad humana— no necesitan ser nombrados con precisión matemática para que sepamos que existen, para que reconozcamos su urgencia en la lucha cotidiana por una vida justa?
La historia misma, con sus giros inesperados y sus luchas silenciosas, ha demostrado que la Corte Suprema supo escuchar esas voces implícitas, esas verdades no dichas pero necesarias, al defender derechos como la privacidad en Griswold v. Connecticut o al proteger con valentía el amor interracial en Loving v. Virginia. Son esos derechos —quizás invisibles para los ojos estrictamente formalistas, pero innegablemente reales para aquellos que buscan justicia en la vida concreta— los que nos recuerdan que la Constitución debe trascender sus palabras para respirar, crecer, adaptarse al ritmo siempre cambiante de la humanidad.
Porque al final, proteger los derechos implícitos a través del debido proceso sustantivo no es otra cosa que asegurar que la justicia jamás sea rehén de la rigidez textual. Es permitir que la Constitución se convierta en una aliada vital, comprometida con los sueños de libertad y dignidad de aquellos que, generación tras generación, buscan en ella amparo y esperanza.
Como hemos señalado anteriormente, para evitar que el debido proceso sustantivo se convierta en una fuente de decisiones judiciales arbitrarias o en una herramienta para crear derechos sin fundamentos sólidos, la Corte Suprema ha establecido criterios rigurosos, claros y contrastables que permiten determinar si un derecho no explícitamente mencionado en la Constitución merece efectivamente protección constitucional. Estos criterios actúan como auténticas brújulas, orientando la interpretación judicial hacia una protección coherente y legítima de derechos fundamentales.
En primer lugar, encontramos el criterio del profundo arraigo en la historia y tradición de la nación, formulado explícitamente en el caso emblemático Washington v. Glucksberg (1997). Según esta pauta, para que un derecho no enumerado pueda ser protegido bajo el debido proceso sustantivo, no basta con invocaciones generales a conceptos abstractos de justicia o dignidad; el derecho reclamado debe contar con una sólida fundamentación histórica y cultural que demuestre su centralidad en la experiencia social y jurídica estadounidense. Este requisito histórico asegura que el reconocimiento judicial de derechos no se convierta en el producto de un capricho pasajero o subjetivo, sino que refleje una continuidad genuina con los valores más profundos y estables del pueblo.
En segundo lugar, la Corte ha subrayado el criterio esencial de la relación directa y sustancial del derecho reclamado con la dignidad y la libertad humanas. Bajo esta visión, existen ciertos derechos implícitos cuya existencia es indispensable para asegurar una vida plena, digna y autónoma, independientemente de que no hayan sido expresamente consignados en el texto constitucional. Decisiones privadas como el uso de anticonceptivos, reconocidas en Griswold v. Connecticut, o la elección libre de pareja en asuntos de matrimonio, como se afirmó categóricamente en Loving v. Virginia, constituyen ejemplos claros de derechos íntimamente conectados con la dignidad personal. Proteger estos derechos, aunque no explícitos, es asegurar que la Constitución mantenga una relación real con la vida cotidiana de las personas, garantizando un ámbito esencial de autonomía individual que ninguna mayoría debería poder vulnerar arbitrariamente.
Finalmente, la Corte también ha destacado la importancia crítica que ciertos derechos tienen para el proceso democrático. Se trata de derechos que posibilitan la plena participación ciudadana y que son pilares fundamentales del funcionamiento democrático, tales como la libertad de expresión o el derecho de asociación. Aunque algunos de estos derechos no se encuentran necesariamente definidos con precisión en la Constitución, la protección bajo el debido proceso sustantivo asegura que el sistema democrático conserve su vitalidad y legitimidad. Sin estos derechos fundamentales, la democracia misma se volvería frágil, incompleta o incluso ilusoria, reduciéndose a una mera formalidad sin verdadera participación ciudadana.
En definitiva, estos criterios objetivos permiten que el debido proceso sustantivo cumpla su función como guardián dinámico pero equilibrado de los derechos fundamentales, evitando al mismo tiempo la arbitrariedad judicial y la proliferación descontrolada de derechos sin fundamentos claros. De esta forma, la Constitución puede adaptarse responsablemente a las exigencias cambiantes de la justicia, manteniendo siempre su fidelidad a los valores más profundos que subyacen en ella.
Así, a través de estos criterios, el debido proceso sustantivo revela su auténtica misión: proteger con valentía la dignidad y libertad humanas, asegurando que la justicia no sea solo letra muerta, sino vida palpable, renovada generación tras generación.»
IV. Niveles de escrutinio y jerarquización de derechos.
La existencia de distintos niveles de intensidad en el control de razonabilidad en la protección de derechos eventualmente podría ser interpretada como una presunción de jerarquía entre derechos6. Es por ello que en desafío de ello, se alza algunas doctrinas que no aceptan ni la jerarquía entre derechos7 ni tampoco el uso de niveles de escrutinio —leve, intermedio y estricto— , a poco que sugiere que algunos derechos deberían recibir mayor protección judicial que otros.
Sea como fuere, la realidad es menos dócil que la teoría. Cual fulgor es innegable que el uso de estas herramientas—leve, intermedio y estricto—traza diferencias en la forma en que la justicia extiende su manto protector. Brilla sin sombra de duda, que no todos los derechos encuentran la misma severidad en la mirada del juez, ni todos los actos estatales enfrentan el mismo rigor cuando se los pone a prueba. ¿No es, acaso, una confesión tácita de que algunos derechos ocupan un lugar más alto en la estructura del orden jurídico? Así, mientras algunos insisten en que estos niveles de control son meras técnicas procesales, la práctica demuestra que se traducen en consecuencias concretas. A la vista de cualquiera, un derecho sometido a escrutinio leve es como un barco a la deriva en aguas turbulentas: depende más del oleaje que de su propia solidez. En cambio, aquellos que exigen el rigor del escrutinio estricto navegan con la certeza de una vigilancia incesante, con la promesa de que cualquier amenaza será examinada con lupa antes de permitirse siquiera una mínima restricción. La pregunta que subyace, entonces, no es si hay una jerarquía impuesta, sino si podemos seguir fingiendo que no la hay.
De forma palmaria, el escrutinio estricto se justifica para proteger derechos fundamentales “de primer orden”, mientras que los derechos que no tienen una incidencia directa en la participación política o en la dignidad humana esencial pueden estar sujetos a un escrutinio más leve.
En ese orden de ideas, bien puede convenirse que la justicia es como un bosque donde cada derecho es un árbol que crece con distinta fuerza bajo la misma luz. No todos alcanzan el cielo con la misma urgencia, ni todos sus frutos tienen el mismo peso en las manos de los jueces. Puede vislumbrarse que a lo largo del tiempo, los tribunales han moldeado herramientas de escrutinio para medir la solidez de estos árboles, clasificándolos con una delicadeza que a veces oculta decisiones de fondo.
He ahí la esencia de la cuestión, por cuanto,podría parecer que estos niveles de intensidad en el control de razonabilidad insinúan una jerarquía entre derechos, una suerte de mapa donde algunos se elevan con majestuosa preeminencia mientras otros permanecen en la penumbra de una protección más tenue.
De hecho, la estructura de los escrutinios—leve, intermedio y estricto—es como un juego de espejos en el que la luz incide con distinta claridad: el escrutinio estricto se reserva para aquellos derechos que se consideran esenciales, pilares que sostienen el edificio de la democracia y la dignidad humana. En cambio, cabe insistir que respecto de derechos cuya incidencia en la participación política o en la esencia misma de la existencia humana es menos inmediata, el control se relaja, como si la justicia se permitiera respirar con más calma.
En ese sentido, cabe hacer notar que en ese complejo panorama, aún sin presuponer una jerarquía entre derechos, es claro que derechos como la libertad de expresión o el derecho a la igualdad necesitan un control más estricto porque son más vulnerables a restricciones estatales injustificadas o arbitrarias.
Asimismo podría esgrimirse la incidencia en que cada derecho operaría para aplicar diferentes niveles de escrutinio. Por ejemplo, en el caso de derechos económicos, que requieren políticas de implementación progresiva o presupuestos específicos, un escrutinio leve permite que el Estado cuente con el margen necesario para implementar políticas públicas de manera práctica y gradual. En consecuencia, podría precaverse que el nivel de escrutinio refleja simplemente la necesidad de proteger cada derecho dentro de su ámbito de aplicación óptimo que los tribunales deben respetar. Va de suyo que los derechos no se ejercen en el vacío ni todos requieren la misma clase de protección para garantizar su eficacia.Particularmente los derechos económicos habitan un terreno marcado por la necesidad de políticas progresivas y la disponibilidad de recursos, lo que impone una lógica distinta a su garantía. Su cumplimiento no depende exclusivamente de la abstención estatal, como ocurre con los derechos civiles y políticos, sino de la acción sostenida del gobierno en la asignación de presupuestos y la implementación de programas.
En este escenario, un escrutinio excesivamente estricto podría volverse un obstáculo en lugar de una salvaguarda, sofocando la capacidad del Estado de ajustar sus políticas a las realidades económicas y sociales. De allí que un control más flexible, menos asfixiante, permita a los gobiernos navegar la compleja red de compromisos que implica la efectivización de estos derechos sin caer en una rigidez paralizante.
En el balance final, esto no significa que se haya trazado una jerarquía inmutable entre derechos, sino que todos llevan en su naturaleza un límite implícito, un espacio dentro del cual despliegan su máximo potencial sin desbordar la lógica de su funcionamiento. En este sentido, el nivel de escrutinio no sería tanto una escala de importancia, sino una herramienta para calibrar la protección adecuada a cada derecho según su ámbito propio de aplicación. Los tribunales, entonces, no solo resguardan los derechos, sino que también custodian el delicado equilibrio que impide que una tutela excesiva de unos termine por comprometer la viabilidad de otros.
A la sombra de tales hechos, no cabe duda de que existe la posibilidad de que los originalistas y otros críticos del escrutinio estricto rechacen cualquier implicación de jerarquización de derechos en la Constitución, argumentando que el sistema judicial no tiene la facultad de asignar niveles de importancia a derechos fundamentales. Sucede que, bajo esa perspectiva, el nivel de protección judicial no debe depender de una jerarquización ni de un nivel de control diferenciado, sino de una interpretación fiel al texto original y a la intención de los redactores de la Constitución.
Podría decirse que, desde la perspectiva originalista, la idea de niveles de escrutinio resultaría artificiosa, pues el sentido y los límites de los derechos no deberían fluctuar según un estándar de control judicial progresivo, sino anclarse en su significado original, en la comprensión que tenían en el momento de la redacción constitucional. Bajo esta visión, la aplicación de distintos grados de control entre derechos civiles y económicos no debería interpretarse como una señal de que estos últimos poseen menor importancia, sino simplemente como una manifestación de sus diferencias estructurales y funcionales dentro del orden jurídico.
En efecto, si partimos del principio de indivisibilidad de los derechos humanos, la idea de que algunos merecen mayor protección que otros resultaría contradictoria. Todos los derechos, en su conjunto, son esenciales para la dignidad humana; no es la libertad de expresión menos importante que el derecho a la alimentación, ni la igualdad jurídica más valiosa que el acceso a la salud. Más bien, cada uno se proyecta en su propia dimensión y requiere, por tanto, mecanismos de garantía que respondan a su naturaleza y a los desafíos específicos que enfrenta.
Desde esta perspectiva, la variabilidad en la intensidad del control de razonabilidad no debería interpretarse como un reflejo de una jerarquía normativa entre derechos, sino más bien como una estrategia pragmática que responde a los desafíos de su implementación y a las condiciones en las que operan.
No obstante mi desacuerdo general con el originalismo, no puedo dejar de señalar que la postura que sostiene la existencia de un orden jerárquico de derechos fundamentales, presenta varios problemas conceptuales y prácticos que merecen una revisión crítica8. De hecho, aunque esta teoría busca proporcionar un marco objetivo para resolver conflictos entre derechos, la idea de una jerarquización rígida presenta graves limitaciones y riesgos, y en su lugar, el método de ponderación emerge como una alternativa más flexible, equitativa y adecuada para garantizar una resolución justa y contextual de conflictos de derechos.
Positivamente uno de los problemas más evidentes en la postura que defiende la jerarquización es su dependencia de una escala fija y rígida de valores. Naturalmente, al proponer que los derechos deben jerarquizarse de acuerdo con los valores que protegen se introduce una noción de supremacía absoluta que, en la práctica, es difícil de justificar y de aplicar en todas las situaciones.
En efecto, la jerarquización rígida presupone que ciertos derechos serán siempre superiores a otros, sin tener en cuenta el contexto específico del conflicto o las características de las personas involucradas.
En ese sentido, vale la pena señalar que esta rigidez es peligrosa, ya que limita la capacidad del juez para adaptar la solución al caso concreto y, en su lugar, impone una respuesta predeterminada que puede no ser la más justa o la más razonable en todos los contextos.
Al respecto, encuentro que el principal desafío de la teoría de la jerarquización de derechos radica en la subjetividad inherente de los valores que la sustentan. Dentro de esa esfera de significados, observo que la tentación de ordenar los derechos en una escala de importancia supone, en última instancia, la adopción de criterios que no son ni absolutos ni universales, sino profundamente influenciados por el contexto social, cultural e, incluso, por las convicciones individuales de quienes los interpretan.
En esa inteligencia, si bien la protección jurídica de ciertos derechos puede parecer más urgente en determinadas circunstancias—como la libertad de expresión en regímenes autoritarios o el derecho a la salud en contextos de crisis humanitaria—ello no implica que existan valores intrínsecos que los hagan superiores a otros en todo tiempo y lugar. Al cabo de todo, la percepción de la importancia de un derecho está inexorablemente vinculada a las condiciones históricas y políticas en las que se lo analiza, así como a las necesidades y prioridades de cada sociedad en un momento dado.
Este problema se vuelve aún más evidente cuando los derechos entran en conflicto entre sí. ¿Debe primar la seguridad pública sobre la privacidad individual? ¿Debe la libertad de expresión ceder ante el derecho a no ser discriminado? Cada respuesta depende de una ponderación en la que influyen no solo principios jurídicos, sino también sensibilidades culturales y valores políticos en permanente transformación.
Por ello, en lugar de imponer una jerarquía rígida de derechos basada en criterios abstractos, parece más razonable aceptar que su protección debe responder a su función en la estructura democrática y a las amenazas que enfrentan en cada contexto. Los niveles de escrutinio, entonces, no deberían ser vistos como una categorización de derechos en función de su supuesto valor intrínseco, sino como una herramienta práctica que permite adaptar el control judicial a las exigencias concretas de cada derecho y a las condiciones en las que estos operan.
Cabe destacar que la dignidad, por ejemplo, es fundamental en los derechos de las personas, pero su interpretación y aplicación práctica puede variar considerablemente según las circunstancias. Sin duda alguna, al proponer una jerarquía de derechos sin considerar la relatividad de los valores en distintas situaciones, la postura examinada se convierte en un ejercicio subjetivo y potencialmente arbitrario que puede reflejar más las preferencias de quien impone la jerarquía que una protección objetiva de los derechos.
V. Ponderación vs. Subsunción: La Subjetividad y Flexibilidad en la Resolución de Conflictos de Derechos.
Tal como vimos, frente a estas limitaciones, la ponderación surge como una metodología más adecuada y adaptable para resolver conflictos entre derechos fundamentales. Derivado de ello, la ponderación es un método que evalúa los derechos en conflicto caso por caso, considerando las particularidades del contexto, las circunstancias de los involucrados y los fines perseguidos por cada derecho. En consecuencia lógica, en lugar de asumir que ciertos derechos son automáticamente superiores, la ponderación permite evaluar el peso específico de cada derecho en el caso concreto, lo cual evita la imposición de una jerarquía rígida y ofrece un marco de análisis más equilibrado y contextualizado. Valga decir que la ponderación no niega la importancia de los valores subyacentes a los derechos, pero los evalúa en su contexto específico, permitiendo que la decisión judicial sea más justa y adecuada a la realidad del conflicto.
Según se ha visto, la ventaja de la ponderación reside en su capacidad para tomar en cuenta, tanto el contexto particular, como el impacto que la resolución del conflicto tendrá en los derechos y libertades de los involucrados. Por ejemplo, en un conflicto entre la libertad de expresión y el derecho al honor, es evidente que la ponderación permite analizar factores como el interés público de la información, la gravedad del daño causado a la reputación y la intención del orador, en lugar de imponer una jerarquía predeterminada que favorezca automáticamente a uno de los derechos sobre el otro.
Simultáneamente, la ponderación respeta la igualdad en la protección de los derechos fundamentales. Obviamente, al no priorizar automáticamente unos derechos sobre otros, la ponderación ofrece a cada derecho una consideración que presupone que todos los derechos son merecedores de igual protección.
Está claro que la objeción principal que enfrenta la ponderación es la falta de objetividad en la resolución de conflictos de derechos, pero esta crítica ignora que la ponderación no confía en libre albedrío del operador jurídico. De hecho, sigue un método estructurado y argumentativo que obliga al juez a fundamentar sus decisiones.
Sin lugar a dudas este método no es una licencia para la arbitrariedad, sino una herramienta para llegar a resoluciones que reflejan la complejidad de los conflictos de derechos en la sociedad moderna. Indiscutiblemente la ponderación demanda al juez que justifique por qué un derecho debe prevalecer sobre otro en un caso específico y al mismo tiempo obliga a hacer un análisis racional y objetivo de los derechos en conflicto.
Después de todo, en el vasto templo del Derecho, donde los principios son columnas y los derechos relucen como vidrieras de fulgor sacro, la ponderación se alza como el arte de la justicia templada, la balanza que pesa con equidad sin rendirse a la frialdad del dogma ni a los excesos de la subjetividad. Lejos del rigor inflexible de una jerarquía pétrea que petrifica la esencia viva de la ley, la ponderación fluye como el curso de un río que, en su camino hacia el mar, se adapta a las riberas sin traicionar su cauce.
No hay en ella la sombra de una sentencia arbitraria, sino el pulso de la razón que mide, con ojos de sabio, el peso de cada derecho en el contexto de su conflicto. No es un albedrío caprichoso, sino método y lógica, estructura y juicio, un sendero que obliga al juez a vestir sus fallos con la armadura de la argumentación y a desterrar el despotismo de la decisión infundada.
Así, en la lid entre la libertad y el honor, entre la expresión y la reputación, la ponderación no impone vencedores predestinados ni proclama jerarquías inmutables. En su lugar, convoca a la prudencia y al entendimiento, a la armonización de los valores sin la dictadura de un absolutismo ciego.
Es, pues, la ponderación, más que un método, un acto de equilibrio y de justicia, que reconoce que los derechos no son ídolos de piedra, sino llamas que arden en la vastedad del tiempo, moldeadas por la circunstancia y la necesidad de cada instante. Y, en efecto, si algún recelo la tilda de incierta, baste recordar que el Derecho no es un dogma esculpido en mármol, sino la luz de la razón que debe ajustarse a la sombra cambiante del mundo.
Al final del día, quizá la jerarquización de derechos no sea más que un intento de darle orden a la maraña de principios que sostienen la justicia, una estrategia para estructurar la protección de lo que es esencial sin perderse en la vastedad de lo posible. Tal vez, al reservar el nivel más estricto de revisión para aquellos derechos que son el latido mismo de la autonomía personal y el andamiaje de la democracia, los tribunales logran resguardar con mayor firmeza aquello que da sentido a la libertad y a la igualdad. Pero lo cierto es que la justicia no lleva una lista de prioridades tallada en piedra, no cuenta con un podio donde algunos derechos brillan en la cúspide mientras otros languidecen en la periferia. La realidad es mucho más dinámica, más huidiza. Es probable que la distinción entre la ponderación definitoria y la ponderación ad hoc sirva como una brújula para entender cómo los jueces van hilando el derecho con los hilos de la historia, del contexto y de las necesidades de cada época. Después de todo, la justicia no es un monumento inmóvil, sino un río que avanza, a veces sereno, a veces turbulento, siempre buscando el cauce que mejor resguarde la dignidad humana.
De un lado, la ponderación definitoria representa una interpretación de principios constitucionales en términos amplios, aplicables a una variedad de situaciones futuras. Un ejemplo claro de este enfoque es el fallo en New York v. Ferber, donde la Corte articuló un principio para la protección de menores en relación con la pornografía infantil al establecer una regla que prioriza la protección de la infancia por sobre ciertas libertades, como la de expresión, generando así una doctrina que trasciende el caso concreto y puede aplicarse a futuras situaciones en las que el derecho del niño deba ser protegido. No cabe duda de que este tipo de ponderación persigue un equilibrio en los valores constitucionales, asegurando una protección continua y predecible frente a la diversidad de casos que, aunque varíen en sus particularidades, comparten un principio común9.
Por otro lado, la ponderación ad hoc se orienta a resolver los detalles únicos de un caso específico, sin necesidad de establecer una doctrina generalizable. A diferencia del caso anterior, el tribunal reconoce que la singularidad de ciertos contextos amerita una respuesta exclusiva y circunscrita a ese caso. Así, se privilegia la interpretación de los hechos, los valores y las circunstancias singulares sobre la búsqueda de uniformidad. Precisamente la ponderación ad hoc resulta especialmente útil en contextos que presentan circunstancias extraordinarias o inéditas.
Naturalmente, la elección entre estos enfoques refleja, en el fondo, una tensión entre la estabilidad y la adaptabilidad del derecho. Tal como se ve, la ponderación definitoria garantiza que el sistema jurídico mantenga una coherencia interna a través de principios que puedan ser aplicados en el tiempo. En contraste, la ponderación ad hoc permite que los tribunales mantengan la libertad de resolver situaciones excepcionales, protegiendo la equidad y adaptabilidad del derecho en circunstancias que podrían escapar a criterios generales.
Por las razones indicadas anteriormente, es fundamental que también abordemos la crítica hacia la tendencia de traducir principios constitucionales y decisiones jurídicas a fórmulas matemáticas o cuantitativas.
A todas las luces, esta perspectiva simplifica de manera excesiva la complejidad inherente a dichos principios. En consecuencia, resulta inapropiado proponer que los principios pueden poseer “pesos” comparables; de este modo, al enfrentarse en un conflicto, el tribunal podría decidir cuál de ellos prevalece basándose en su “peso” en el contexto específico.
Dicho de otra manera, esta “aritmetización” implica que la relevancia de cada principio puede ser expresada como si existiera una escala de valores universalmente aplicable en todos los contextos. Sin duda alguna, la interacción entre principios es mucho más compleja de lo que una simple fórmula podría captar, lo que pone de manifiesto la necesidad de una interpretación más matizada.
En primer lugar, en lugar de jerarquizar o ponderar los derechos, es preferible que sean interpretados de tal manera que se minimice la posibilidad de conflicto y se maximice la compatibilidad entre ellos. En efecto, lo que se debe hacer es priorizar una solución que no solo permita la coexistencia de los derechos, sino que también evite que uno de ellos deba sacrificarse en favor del otro. De este modo, se fomenta un enfoque que promueva el respeto mutuo entre los derechos en juego, garantizando así una mayor justicia y equidad en la aplicación de la ley.
Cabe destacar que así planteada la cuestión son acertadas las críticas a la ponderación como único método óptimo para la resolución de conflicto de derechos10. En cualquier caso, el hecho de que no pueda considerarse a los principios como “pesos” que se pueden comparar objetivamente, tal situación no conduce a desechar la ponderación como procedimiento de evaluación entre las normas y principios.
En búsqueda del mejor método, evidentemente la subsunción se presenta como una alternativa más objetiva, ya que consiste en aplicar directamente una norma o regla general a un caso específico, determinando si los hechos del caso encajan en los requisitos de esa norma. Sin embargo, esto hace que sea inexorablemente preferible a cualquier otro método.
En efecto, el hecho de que la ponderación demande un elevado nivel de argumentación que lo vuelva casuístico no lo descarta. Como ya vimos, la ponderación se realiza a través de tres pasos omnipresentes: idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. Probablemente un juez pondere distinto a otro, pero esa situación no significa que los resultados puedan ser manipulados por los jueces sin posibilidad de refutación. De hecho, resulta falso que la ponderación per se introduzca arbitrariedad en las decisiones judiciales. Lo cierto es que la subsunción interpretativa tampoco es ajena a la posibilidad de una interpretación y aplicación inconsistente. Tomemos por caso el enfrentamiento entre el derecho a la tutela judicial efectiva y la regla de ejecutoriedad de los actos administrativos que debe ceder frente a un daño grave irreparable, pero que, a su vez, deja su lugar, cuando está comprometido un interés público11.
En el ejemplo propuesto —la tensión entre el derecho a la tutela judicial efectiva y la regla de ejecutoriedad de los actos administrativos— queda palpable las limitaciones del método de subsunción interpretativa en la resolución de conflictos complejos. Este método, aunque útil para casos donde los hechos se ajustan claramente a una norma preestablecida, muestra deficiencias significativas cuando las decisiones jurídicas involucran colisiones entre principios constitucionales que requieren una evaluación contextual más profunda.
En efecto, el método de subsunción presupone que, al encajar los hechos en el supuesto de una norma, el juez puede deducir automáticamente la solución adecuada. Sin embargo, como claramente se pone de manifiesto en nuestro ejemplo, en el conflicto entre la tutela judicial y la ejecutoriedad administrativa, esta rigidez normativa resulta contraproducente. Ciertamente, si se aplicara estrictamente la regla de ejecutoriedad —priorizando siempre la actuación administrativa—, se podría generar un daño irreparable al particular, privándolo del acceso a una protección judicial efectiva. Por otro lado, si se prioriza automáticamente la tutela judicial, se corre el riesgo de paralizar la administración pública, afectando el interés general. Añadido a lo anterior, si bien la subsunción pretende ofrecer una interpretación objetiva y automática, la selección de la norma aplicable ya implica un ejercicio interpretativo subjetivo. En el caso propuesto, optar por la tutela judicial o por la ejecutoriedad administrativa no es una decisión neutral, sino que refleja una valoración del juez sobre cuál ele elemento debe prevalecer. De hecho, esto demuestra que, incluso bajo la apariencia de objetividad, la subsunción no elimina la discrecionalidad judicial, sino que la oculta tras la lógica formal de la norma. Probablemente, el método de subsunción no permitiría al juez ajustar su decisión a las circunstancias concretas del caso, lo que llevaría a resoluciones formalmente correctas pero injustas en la práctica12.
En teoría, el método de subsunción promete ser un camino claro y sin sobresaltos: basta con encajar los hechos dentro del molde de la norma y, como por arte de magia, la solución emerge con la precisión de un mecanismo bien aceitado. Pero la realidad, tozuda como siempre, se resiste a los encierros de la lógica pura y la promesa de objetividad que ofrece la subsunción empieza a desmoronarse cuando se enfrenta con las aristas afiladas de la vida real. Más aún, la idea de que la subsunción elimina la subjetividad judicial es, en el fondo, una ilusión cómoda. La elección misma de la norma aplicable es ya un acto de interpretación, un ejercicio en el que el juez, consciente o no, decide qué valores colocar en primer plano y cuáles relegar a un segundo plano. Vimos que no hay neutralidad pura cuando se trata de elegir entre la protección del individuo y la eficiencia del Estado. Lo que la subsunción aparenta resolver con la fría lógica del silogismo, en realidad esconde tras su fachada una decisión que no es menos discrecional, solo más disfrazada.Quizá por eso, en muchas ocasiones, la aplicación inflexible del método subsuntivo no lleva a la justicia, sino a fallos formalmente impecables pero humanamente injustos. Porque el derecho, al fin y al cabo, no se mueve en el aire estéril de las normas abstractas, sino en la carne y el latido de quienes lo viven y lo sufren.
En ese orden de ideas, subyace que la subjetividad parece un costo irrenunciable en el proceso de toma de la decisión judicial. Tal vez tratar los derechos como principios ponderables es un riesgo que debe asumir el sistema para que los jueces no actúen como autómatas y tengan un margen de integración e interpretación del derecho. De lo que no se sigue que esta flexibilidad interpretativa conduzca inevitablemente a decisiones inconsistentes y a una inseguridad jurídica, donde los ciudadanos no pueden prever cómo se aplicarán los derechos en situaciones similares.
Ciertamente una dimensión casuística no abre la posibilidad a una restricción arbitraria de los derechos. En verdad la ponderación no permite a los jueces justificar sus decisiones de manera vaga y sin ofrecer una explicación clara de por qué se resuelve el caso de una forma y no de otra.
De igual modo, cabe destacar que el tipo de ponderación que efectúan los tribunales dista notablemente del propuesto por Roberto Alexy en su teoría de los principios. Cuando un caso enfrenta reglas y principios los jueces al igual que cuando un caso enfrenta normas actúan en primer lugar haciendo uso del método de subsunción condicional. Excepcionalmente cuando se está ante un caso manifiestamente injusto se recurre a la ponderación de principios por cuanto permite un enfoque más adaptable, en el que el juez valora la importancia relativa de cada principio en función de las circunstancias específicas del caso13.
Tomemos el caso que se enfrenta una omisión de una regla procesal y el principio de la verdad jurídica objetiva. Ciertamente la aplicación de la justicia en el ámbito procesal enfrenta desafíos fundamentales cuando principios esenciales colisionan entre sí. La manda procesal y la verdad jurídica objetiva pueden entrar en conflicto y, por lo tanto, requieren un método adecuado para su resolución. Por un lado, la subsunción condicional ofrece un esquema que, aunque flexible en algunos casos, se basa en condiciones predefinidas para permitir la aplicación de excepciones14.
En primer lugar, la subsunción condicional intenta aplicar las normas según un esquema rígido que, a pesar de su aparente neutralidad, depende de la existencia de condiciones expresamente establecidas. De este modo, ante una negligencia procesal, el juez solo podría admitir una prueba presentada fuera de tiempo si se cumple alguna excepción predefinida, como la existencia de una causa justificable o de fuerza mayor. De lo contrario, el método obliga a sancionar la negligencia y, consecuentemente, a excluir la prueba. En consecuencia, el principio de formalidad procesal recibe prioridad por sobre la búsqueda de la verdad, ya que el enfoque se centra en la aplicación directa de la norma y en las excepciones expresamente previstas, sin permitir una valoración abierta del impacto que dicha decisión puede tener en el resultado final del proceso.
Sin embargo, este formalismo presenta limitaciones cuando el objetivo último es alcanzar la verdad jurídica objetiva. A pesar de que la subsunción condicional puede incorporar ciertas excepciones, sigue siendo una herramienta de aplicación restringida, ya que solo permite excepciones explícitas en lugar de considerar todas las variables específicas del caso. En este sentido, el método privilegia el cumplimiento de los plazos y las normas procesales, con el riesgo de que una aplicación rígida obstaculice la justicia material. De este modo, la subsunción condicional, aunque aparentemente asegura el respeto por las normas, puede derivar en decisiones formalmente correctas pero carentes de una conexión real con la justicia, en la medida en que excluye pruebas relevantes debido a tecnicismos. En definitiva, el método de subsunción condicional puede convertirse en un obstáculo para alcanzar la verdad, sobre todo cuando la aplicación rígida de la norma ignora el contexto y las necesidades particulares del caso.
Por el contrario, el método de ponderación de principios permite una evaluación contextual en la que el juez sopesará la importancia relativa de los principios en conflicto. Así, en lugar de limitarse a aplicar una regla predefinida, el juez considerará la situación concreta para decidir si el interés de alcanzar la verdad objetiva justifica una flexibilización de las normas procesales en casos excepcionales. En este análisis, la ponderación exige al juez evaluar la idoneidad de admitir la prueba extemporánea como un medio efectivo para conocer los hechos reales del caso. A partir de allí, también debe determinar la necesidad de dicha medida, es decir, si es indispensable para evitar un error judicial que podría surgir si se excluye la prueba relevante. En consecuencia, el método de ponderación permite al juez decidir de manera flexible, atendiendo a los principios en juego, sin restringirse a excepciones preestablecidas, lo cual resulta especialmente valioso en casos donde el contexto exige adaptabilidad15.
Así las cosas, el formalismo, con su lógica implacable y su obsesión por el orden, se presenta como un guardián severo de la justicia. Pero lo cierto es que su rigor se vuelve una trampa, una jaula donde la verdad queda atrapada entre plazos, requisitos y tecnicismos que parecen más importantes que el propósito último del derecho.
En ese sentido, la subsunción condicional, aunque más flexible que la aplicación estricta de la norma, sigue siendo un mecanismo de engranajes duros, diseñado para operar dentro de márgenes definidos, permitiendo solo las excepciones que han sido expresamente contempladas.Así, el sistema se protege a sí mismo, asegurando que los jueces respeten plazos, sigan procedimientos y mantengan la coherencia del orden normativo.
Ahora bien, en su afán por garantizar que la estructura se mantenga intacta, puede acabar sacrificando lo más esencial: la justicia material. Porque, ¿qué sentido tiene un fallo formalmente impecable si ignora pruebas cruciales, si sujeta la verdad a un protocolo que no admite desvíos, si impide que el derecho cumpla con su razón de ser? En estos casos, el método subsuntivo se convierte en una barrera, una muralla que impide que la justicia respire, que la verdad se revele y que la solución responda a la realidad concreta de quienes la necesitan.
Con toda seguridad, frente a esta rigidez, la ponderación de principios aparece como un bálsamo, una forma más humana de acercarse al conflicto. En lugar de aplicar una regla preestablecida como un martillo que cae sin contemplaciones, el juez evalúa el contexto, observa la historia detrás del expediente y decide si el principio de la verdad jurídica objetiva merece una excepción en nombre de la justicia. No se trata de desorden ni de capricho, sino de un equilibrio delicado: sopesar si la búsqueda de la verdad justifica flexibilizar la norma, si la admisión de una prueba extemporánea es necesaria para evitar un error judicial, si el caso merece una decisión que no se rija solo por la letra de la ley, sino también por su espíritu.
La ponderación no destruye el orden normativo, pero sí lo humaniza, lo vuelve una herramienta viva que se adapta a las circunstancias. No significa anarquía ni arbitrariedad, sino la capacidad de reconocer que hay casos donde la rigidez procesal es una camisa de fuerza que impide hacer justicia. Y si la justicia no es capaz de mirar más allá de los márgenes de la norma cuando el contexto lo exige, entonces, ¿para qué sirve?
En efecto, la ponderación de principios no solo habilita al juez para considerar la idoneidad y necesidad, sino que también le permite evaluar la proporcionalidad en sentido estricto, buscando un balance entre la verdad objetiva y la sanción procesal. En este sentido, el método facilita una decisión equilibrada, ya que el juez pondera los beneficios de admitir la prueba extemporánea en relación con los efectos negativos que tal decisión podría generar en la integridad del proceso. En comparación, el enfoque de ponderación le permite al juez una mayor capacidad para responder a las necesidades de justicia material, ya que evalúa si la importancia de la prueba y su impacto en la verdad objetiva justifican la atenuación de la sanción procesal. De hecho, esta característica convierte a la ponderación en un método valioso cuando los principios procesales y la justicia material se encuentran en tensión.
Porque, a diferencia de la subsunción condicional, la ponderación de principios no se limita a aplicar reglas de manera automática, sino que exige un razonamiento justificativo más profundo. Por lo tanto, este método permite una mayor flexibilidad y reconoce que los principios en conflicto no tienen una jerarquía absoluta, sino que deben ser analizados de acuerdo con el contexto específico. Además, el uso de la ponderación contribuye a una mayor transparencia en la decisión, ya que obliga al juez a fundamentar su elección y demostrar cómo llegó a la conclusión de que la verdad jurídica objetiva debía prevalecer en el caso particular, a pesar de la negligencia procesal. De hecho, este nivel de justificación, además de proteger la imparcialidad judicial, refuerza la confianza en la decisión judicial, pues el juez no se limita a la aplicación de una norma general, sino que se enfoca en hacer justicia según las características únicas del caso.
En conclusión, la comparación entre la subsunción condicional y la ponderación de principios revela que, si bien ambos métodos buscan resolver conflictos jurídicos, presentan diferencias sustanciales en cuanto a su capacidad para adaptarse a situaciones complejas. Según lo expuesto, la subsunción condicional, aunque útil en contextos donde las excepciones están claramente definidas, tiende a ser restrictiva y da prioridad a la formalidad procesal, incluso cuando esto puede perjudicar la justicia material. Por otro lado, la ponderación de principios ofrece un análisis más flexible y contextual, permitiendo al juez una mayor capacidad para sopesar el impacto de cada principio en función de las necesidades del caso concreto. En última instancia, cuando la negligencia procesal entra en conflicto con la verdad jurídica objetiva, la ponderación permite alcanzar un equilibrio que no solo respeta la estructura procesal, sino que también promueve una resolución justa, acorde con el valor supremo de la verdad en el proceso judicial.
A todas luces, ningún tribunal opera con fórmulas matemáticas y siempre los jueces realizan una evaluación interpretativa para determinar si da la condición que excepciona la aplicación de la regla o para determinar las fronteras del derecho. Evidentemente no veo beneficio entre recurrir a cánones sustantivos que son utilizados por los tribunales en la subsunción condicional respecto de la ponderación retórica de qué regla o principio va ser flexibilizado en su aplicación.
Al final del camino, en ambos casos el juez puede interpretar la inaplicabilidad de la regla y priorizar el principio de tal forma que llegue a una decisión contraria a la norma establecida, bajo el argumento de que es justo la preeminencia de una situación por sobre la otra.
Como pudimos ver, esto resulta clarísimo respecto a la tensión entre la ejecutoriedad de los actos administrativos y la suspensión de dichos actos, en el cual el equilibrio entre la eficiencia de la administración pública y la protección de los derechos individuales se convierte en el centro de la discusión. Mientras que la ejecutoriedad permite a los actos administrativos entrar en vigor inmediatamente para garantizar la eficacia de la administración, la suspensión, en contrapartida, busca salvaguardar los derechos del particular en casos donde la ejecución del acto podría causar un daño irreparable. En este marco, la subsunción condicional y la ponderación de principios ofrecen enfoques divergentes para resolver este conflicto, lo que permite analizar sus diferencias y reflexionar sobre su capacidad para alcanzar una decisión justa y equilibrada.
En primer lugar, la subsunción condicional parte de una estructura normativa que aplica reglas y excepciones de manera predefinida, lo cual se traduce en una mayor rigidez en la aplicación de la norma. En el contexto de la ejecutoriedad de los actos administrativos, este método establece que, como norma general, los actos administrativos deben ejecutarse sin necesidad de una autorización judicial previa. Sin embargo, permite excepciones en casos específicos, como cuando la ejecución del acto cause un daño irreparable al particular, lo cual justificaría la suspensión de la medida. De esta manera, la subsunción condicional opera bajo el esquema de “si el acto es administrativo, entonces debe ejecutarse, salvo que se demuestre un daño irreparable”. Evidentemente este enfoque, si bien contempla algunas excepciones, limita al juez a considerar solo aquellas condiciones que han sido expresamente previstas en la norma, sin evaluar las particularidades que el contexto pueda demandar.
No obstante, esta rigidez normativa en la subsunción condicional tiene una serie de implicancias significativas que afectan la capacidad del método para adaptarse a situaciones complejas. Al limitar la intervención judicial a condiciones previamente establecidas, el método da prioridad a la eficiencia administrativa sobre la protección de los derechos individuales, ya que se enfoca en la aplicación automática de la norma y en sus excepciones, sin ponderar de manera abierta el peso relativo de los derechos en juego. En consecuencia, aunque esta rigidez permite preservar la eficacia de la administración pública, corre el riesgo de ignorar el impacto que una ejecución inmediata podría tener sobre los derechos del particular, especialmente en casos donde las circunstancias particulares exigen un análisis más detallado. Así, la subsunción condicional, en su afán por asegurar el cumplimiento de la norma, podría derivar en decisiones formalmente correctas, pero insensibles a las necesidades de justicia material en el caso específico.
Por el contrario, la ponderación de principios representa un enfoque que permite una evaluación contextual, en la cual el juez sopesará los principios de ejecutoriedad y protección de los derechos individuales en función de las circunstancias concretas del caso. A diferencia de la subsunción, que depende de excepciones predefinidas, la ponderación permite que el juez analice los intereses en conflicto y valore cuál de ellos debe prevalecer, considerando factores como la idoneidad, la necesidad y la proporcionalidad en sentido estricto. En este sentido, el juez puede decidir que, aunque el acto administrativo se beneficie de la presunción de ejecutoriedad, la posibilidad de causar un daño irreparable al particular justifica su suspensión temporal. De este modo, el método de ponderación permite una mayor adaptabilidad, ya que habilita al juez a evaluar si la suspensión del acto es la medida más adecuada para proteger los derechos del particular sin comprometer innecesariamente el interés público.
Asimismo, la ponderación de principios permite que el juez no solo considere la idoneidad de suspender el acto, sino también evalúe la necesidad de esta medida, es decir, si existen alternativas menos restrictivas que permitan proteger ambos intereses. Al hacerlo, el método de ponderación permite al juez una evaluación equilibrada de los derechos en juego, en la cual la suspensión del acto solo se justifica si no existen alternativas que salvaguarden tanto la eficiencia administrativa como la protección de los derechos individuales.
En ese sentido, la ponderación se muestra especialmente adecuado en contextos donde los derechos fundamentales del particular y la eficiencia administrativa se encuentran en tensión, ya que permite adaptar la decisión según el peso específico de cada principio en el contexto particular. Además, la ponderación en sentido estricto, como tercer paso de este método, permite al juez sopesar los beneficios y los perjuicios relativos de aplicar o suspender el acto administrativo, teniendo en cuenta el impacto concreto de cada alternativa en el caso específico. Sin duda, este análisis lleva al juez a tomar una decisión que no solo considera el valor de la eficacia administrativa, sino también la importancia de proteger los derechos individuales del particular.
Así, a diferencia de la subsunción condicional, que aplicaría la regla de ejecutoriedad en casi todos los casos, la ponderación ofrece una solución más flexible que permite equilibrar los intereses en conflicto y asegurar que la decisión judicial respete tanto la integridad del procedimiento administrativo como los derechos fundamentales del particular. Sucede que, en el ámbito del derecho, la aspiración de neutralidad y objetividad en la toma de decisiones judiciales en sus extremos ha llevado al desarrollo de distintos métodos interpretativos que buscan limitar la influencia del juicio personal del juez en el resultado del proceso. Sin embargo, lo cierto es que tanto el método de subsunción condicionalcomo el de ponderación de principios presentan, cada uno a su manera, un inevitable componente de subjetivismo, el cual no es totalmente eliminado ni siquiera por la estructura más rígida de la subsunción. Naturalmente, aun cuando la subsunción parece ofrecer un esquema más objetivo, en la práctica no logra evitar la subjetividad judicial, mientras que la ponderación, al reconocer y trabajar con esta subjetividad, permite un acercamiento más transparente y adecuado a la complejidad de los conflictos normativos.
En efecto, la subsunción condicional intenta ofrecer una herramienta de aplicación normativa que permita encajar el caso concreto dentro de un esquema de reglas y excepciones predefinidas. Cabe destacar que, en la teoría, el método de subsunción opera bajo una lógica casi automática ya que, con toda seguridad, si los hechos cumplen con los requisitos establecidos en la norma, entonces se aplica la consecuencia jurídica prevista. Pero, en cambio, si se verifican ciertas condiciones excepcionales, la norma no se aplicará. En apariencia, este esquema proporciona una estructura estable y objetiva, que evita que el juez deba hacer valoraciones personales para decidir si una norma debe aplicarse o no. No obstante, esta objetividad es solo aparente, pues el juez siempre enfrenta un primer y fundamental momento interpretativo al decidir cuál norma o principio encaja mejor en el caso y cómo deben entenderse los requisitos y excepciones de dicha norma. De este modo, la subsunción condicional no logra realmente eliminar la influencia del criterio subjetivo, ya que su aplicación depende de la interpretación inicial que el juez haga de los hechos y del alcance de la norma. Por ejemplo, en una situación donde se deba decidir sobre la limitación de un derecho fundamental frente al interés público, el método de subsunción obligará al juez a determinar si la situación cumple con los criterios de adecuación, necesidad y proporcionalidad, pero la definición y aplicación de estos términos nunca será completamente objetiva. Por añadidura, cuando el juez aplique la subsunción condicional, la interpretación de lo que constituye una medida adecuada, necesaria y proporcional estará teñida por su propia visión y valoración de los derechos en juego y del contexto. Así, aunque el método intenta crear un esquema de decisión objetivo, en realidad el juez debe realizar valoraciones personales para determinar si se cumplen o no los requisitos, lo que introduce inevitablemente un grado de subjetivismo en el proceso de subsunción.
Por otro lado, el método de ponderación de principios, aunque también está expuesto al juicio personal del juez, reconoce desde su estructura que las decisiones jurídicas complejas requieren de un análisis que no puede ser completamente neutral. A diferencia de la subsunción condicional, la ponderación no pretende una aplicación mecánica de la norma, sino que propone una evaluación contextual y abierta, en la que el juez sopesa los intereses en conflicto de acuerdo con criterios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. Claro, en este método, el juez reconoce la existencia de valores en juego que deben ser considerados en función del caso específico, lo cual implica una toma de postura y una justificación detallada de por qué un principio debe prevalecer sobre otro en esa situación concreta.
En este sentido, aunque la ponderación de principios acepta la subjetividad en la valoración, ofrece un enfoque más honesto y transparente, ya que obliga al juez a justificar su decisión y a exponer el razonamiento por el cual considera que un principio debe ceder en favor de otro. Efectivamente, en lugar de esconder la discrecionalidad bajo una estructura rígida, la ponderación la muestra abiertamente, permitiendo que la argumentación judicial sea evaluada y criticada en función de su razonabilidad y coherencia. En definitiva, aunque la ponderación también introduce un componente subjetivo, lo hace de una manera que permite al sistema judicial ser más consciente y responsable de sus decisiones, facilitando una discusión más profunda y argumentada sobre los derechos en conflicto.
Por tanto, podemos concluir que ambos métodos de interpretación presentan un grado de subjetivismo inevitable, pero lo gestionan de maneras distintas. Mientras que la subsunción condicional pretende esconder el juicio personal bajo una apariencia de objetividad, no logra realmente eliminar la necesidad de interpretación y valoración subjetiva. En cambio, el método de ponderación de principios acepta la subjetividad inherente a la toma de decisiones judiciales y busca gestionarla a través de una justificación detallada y racional. Esta diferencia pone de relieve que la objetividad total en la interpretación judicial es una aspiración difícilmente alcanzable, y que quizás el camino hacia decisiones más justas no reside en evitar la subjetividad a toda costa, sino en aceptar su presencia y en estructurarla dentro de un proceso de razonamiento transparente y argumentado. Así, la ponderación de principios se presenta como un método más adecuado para responder a los conflictos normativos complejos, al hacer visible el razonamiento del juez y permitir que la interpretación subjetiva se someta a la crítica y evaluación pública.
VI. El contenido esencial de los derechos.
El contenido esencial de los derechos fundamentales no es solo un límite técnico dentro del marco constitucional; es el corazón mismo que late en cada derecho. Es aquello que los define y les otorga su razón de ser, el punto irreductible que el poder estatal jamás puede tocar sin traicionar la esencia misma de la dignidad humana. Precisamente, sin este núcleo, los derechos se vaciarían de sentido, quedando convertidos en meras formalidades, simples ilusiones que no cumplen su promesa. De ahí que este contenido esencial es, en el fondo, una línea infranqueable que protege al ciudadano de los excesos del poder. Por lo que aun en las horas más oscuras de una crisis nacional o en medio del caos de un estado de emergencia, siempre debe preservarse esa parte irrenunciable del derecho. No es admisible, por ejemplo, que la libertad personal desaparezca por completo en nombre de la seguridad, porque cuando el Estado cruza esa frontera, deja de protegernos y comienza a oprimirnos16.
En consecuencia, lógica, el contenido esencial orienta a los jueces, quienes se ven obligados a navegar entre los dilemas más complejos de nuestra convivencia. Al resolver los conflictos entre derechos —como el que puede surgir entre la libertad de expresión y el derecho al honor—, los tribunales deben asegurarse de que ninguna intervención aniquile lo fundamental. La justicia, en este sentido, no se agota en sentencias correctas, sino en decisiones justas que cuiden de cada derecho como quien cuida algo sagrado. Derivado de ello, proteger el contenido esencial es proteger la dignidad misma del ser humano.
Bajo esta visión, se entiende que cada derecho tiene un contenido esencial o núcleo que debe ser protegido de manera absoluta, y los conflictos entre derechos solo se consideran cuando uno de los derechos en cuestión intenta traspasar los límites de su contenido esencial y afecta a otro derecho. Derivado de ello, la estrategia consiste en definir los alcances y límites específicos de cada derecho de manera objetiva y previa, determinando qué comprende y hasta dónde llega cada uno de ellos sin necesidad de hacer una ponderación o jerarquización en casos concretos
Como resultado, la teoría del contenido esencial de los derechos establece un límite infranqueable al ejercicio de ciertos derechos, bajo el argumento de que existen aspectos esenciales de estos derechos que no pueden ser vulnerados sin desnaturalizarlos. Según esta teoría, ciertos principios y prohibiciones —como la prohibición de la tortura o de la censura previa— representan un núcleo esencial de los derechos que, al ser violado, implica una pérdida de la esencia misma del derecho. Esta perspectiva ofrece un límite objetivo y seguro, especialmente en derechos fundamentales, ya que asegura que ciertos valores inalienables no serán objeto de negociación o ponderación bajo ninguna circunstancia.
Sin embargo, la posibilidad de excepciones frente a situaciones extremas plantea interrogantes éticos y jurídicos que desafían esta teoría. Supongamos, como en tu ejemplo, una situación en la que la aplicación estricta de un derecho esencial —por ejemplo, la prohibición de censura previa— pudiera llevar a una catástrofe de proporciones colosales, poniendo en riesgo la vida de millones de personas. Esta situación extrema podría suscitar preguntas difíciles sobre si es razonable mantener un límite absoluto en todos los contextos, o si, excepcionalmente, se debería considerar una ponderación temporal y justificada para proteger bienes igualmente fundamentales, como la vida de una gran cantidad de personas.
En un escenario donde la aplicación sin excepción de un derecho pone en riesgo vidas, podríamos pensar en un conflicto profundo entre el valor del contenido esencial de un derecho y el principio de proporcionalidad en la protección de derechos fundamentales. Este dilema revela que, aunque el contenido esencial de un derecho protege su núcleo, también existen otros bienes y derechos —como la vida, la seguridad colectiva o la integridad física de millones de personas— que no pueden ser fácilmente ignorados. La teoría del contenido esencial parte de la idea de que ciertos derechos son inviolables, pues son la base de la dignidad humana y representan principios éticos y jurídicos universales. Sin embargo, cuando se enfrenta a situaciones de emergencia que trascienden los límites convencionales, incluso estos derechos podrían verse cuestionados por otros valores de peso excepcional.
Por ejemplo, la prohibición absoluta de la censura previa puede ser fundamental para la libertad de expresión, pero en una situación de emergencia donde información falsa pueda poner en peligro a millones de personas, como en un contexto de guerra o una crisis de salud pública, la necesidad de intervenir para proteger el bienestar colectivo podría justificar una excepción limitada, siempre y cuando esté profundamente argumentada y acotada en el tiempo. En estos casos extremos, la ponderación no se plantea como un mecanismo de violación del contenido esencial, sino como una herramienta para balancear valores esenciales cuando la realidad presenta circunstancias para las cuales el derecho no puede ofrecer una respuesta completa sin adaptarse.
En esta línea de pensamiento, podríamos argumentar que la teoría del contenido esencial necesita complementarse con una perspectiva de ponderación excepcional para responder a situaciones límite. Esto no significa que todo contenido esencial deba estar sujeto a ponderación, sino que podría ser necesario admitir que incluso estos núcleos esenciales no existen en un vacío absoluto. De lo contrario, el derecho corre el riesgo de volverse inflexible, permitiendo que su aplicación estricta lleve a situaciones de injusticia o daño generalizado, precisamente lo contrario de lo que busca proteger.
No obstante que la teoría del contenido esencial, al establecer límites absolutos, proporciona certezas y evita abusos; sin embargo, en situaciones donde la preservación de la vida humana a gran escala se enfrenta a estos límites, ignorar toda posibilidad de ponderación podría interpretarse como una especie de “rigidez moral” que, paradójicamente, podría poner en riesgo bienes fundamentales para la sociedad. Así pues, esto no implica relativizar el contenido esencial de los derechos, sino reconocer que la ética de la situación debe permitirnos evaluar cada circunstancia excepcional con sumo cuidado y justificación. En términos más claros, la combinación de ambas teorías podría ofrecer un enfoque más completo, donde el contenido esencial actúe como límite objetivo en la gran mayoría de los casos, pero la ponderación opere en situaciones extraordinarias donde la vida y la seguridad de muchos están en juego.
En este sentido, lo mencionado sobre la derrotabilidad de las reglas mediante ponderación conecta directamente con la teoría del contenido esencial. Es que, en efecto, si las reglas son derrotables en función de principios subyacentes, incluso aquellas reglas que protegen el contenido esencial de ciertos derechos podrían estar sujetas a evaluación en situaciones extraordinarias. Por ejemplo, si la regla que prohíbe la censura previa se considerara absolutamente rígida, podría ser problemática en una situación donde la difusión de información falsa ponga en riesgo la vida de millones. Aquí, la ponderación de principios permite introducir un criterio de excepcionalidad y flexibilidad que, aunque no debería aplicarse de manera habitual, podría ser necesario para evitar daños catastróficos. En este contexto, el principio de deferencia al legislador y el principio de protección de la vida pública podrían justificar, excepcionalmente, una limitación del contenido esencial.
En ese estado de cosas, la idea de que las reglas son, en realidad, ponderables y no únicamente aplicables por subsunción sugiere que, en última instancia, el contenido esencial de los derechos podría estar condicionado por un análisis de principios en casos extremos. De hecho, esta perspectiva no desvirtúa la noción de contenido esencial, sino que la complementa, reconociendo que el derecho debe adaptarse ante circunstancias críticas sin perder de vista el respeto fundamental a la dignidad humana. Así, aunque el contenido esencial de los derechos represente un límite firme en la mayoría de los casos, admitir su derrotabilidad en contextos extraordinarios introduce una dimensión de flexibilidad y razonabilidad que refuerza la justicia material.
En conclusión, la posibilidad de derrotar reglas mediante ponderación sugiere que, incluso en el caso de los derechos fundamentales, debería existir la opción de ponderar en situaciones extremas para proteger bienes de máxima relevancia, como la vida o la seguridad colectiva. De este modo, el contenido esencial de los derechos no se percibe como un límite infranqueable en todas las circunstancias, sino como una estructura que debe interpretarse en coherencia con los principios que fundamentan el sistema jurídico.
Así, la ponderación surge, no como un riesgo para la solidez del contenido esencial, sino como una herramienta vital que, en aquellos casos excepcionales, permite que el derecho se adapte a la complejidad de la realidad. En eses sentido, lejos de amenazarlo, la ponderación sostiene ese núcleo fundamental y lo fortalece, asegurando que la justicia y la dignidad humana se mantengan como los valores supremos e inquebrantables que guían cada decisión.
VII. Ponderación y Epiqueia.
Como corolario de lo expuesto, la ponderación, la epiqueia y la construcción de una regla ad hoc son tres conceptos interrelacionados que enriquecen la teoría y práctica jurídica, permitiendo que el derecho no sea una estructura rígida, sino un sistema adaptable que responde a las particularidades de cada caso concreto. Precisamente, estos mecanismos, lejos de debilitar la estabilidad de las normas, crean un marco más justo y dinámico en el cual los principios fundamentales pueden conservarse, incluso en circunstancias excepcionales.
Así pues, la ponderación es una herramienta jurídica fundamental en la resolución de conflictos entre derechos y principios. En un sistema donde los derechos no siempre pueden coexistir de manera armónica, la ponderación permite evaluar el peso y la importancia de cada principio en una situación determinada. Verbigracia, cuando los tribunales realizan este ejercicio, no se limitan a una simple comparación entre normas, sino que consideran el contexto y las implicancias éticas y prácticas de sus decisiones. En virtud de ello, la ponderación genera una estructura donde se respetan tanto la integridad del derecho en general como la dignidad de cada individuo en particular. De hecho, cuando se realiza correctamente, el proceso de ponderación no elimina una regla en favor de otra; en cambio, construye una nueva regla que responde a la situación específica, una regla ad hoc que respeta el principio fundamental y, a la vez, reconoce las demandas del contexto.
Justamente, este enfoque encuentra un antecedente en la epiqueia, un concepto aristotélico que plantea la posibilidad de ajustar la ley cuando su aplicación literal causaría una injusticia. Es relevante mencionar que Aristóteles propuso que la ley, por su naturaleza general, no siempre puede prever todas las circunstancias específicas, lo que requiere que el juez aplique la epiqueia como un mecanismo correctivo que adapte la norma en función de los valores que la sustentan. Lo cierto es que en el derecho moderno, la epiqueia se convierte en un concepto de flexibilidad y adaptabilidad. Permite que los jueces ajusten las normas en los casos en los que la aplicación estricta contravendría el objetivo mismo del derecho, es decir, preservar la justicia y proteger la dignidad humana. La epiqueia, entonces, se convierte en un puente entre la norma y su sentido, entre la letra de la ley y su espíritu, recordando que la finalidad última del derecho es la justicia, no la rigidez normativa.
En este sentido, tanto la ponderación como la epiqueia se orientan hacia la construcción de reglas ad hoc. Una regla ad hoc surge cuando, a partir de un análisis ponderado y flexible, el juez establece una norma específica para un caso particular que no deroga la norma general, sino que la modula. Desde luego, esta nueva regla responde únicamente al contexto en cuestión y permite una adaptación sin desnaturalizar el derecho. De hecho, la regla ad hoc se presenta como una solución temporal y contextualizada, permitiendo que el derecho se aproxime a la realidad concreta de cada caso sin comprometer su estructura general.
En ese sentido, la ponderación permite que los derechos dialoguen entre sí en un espacio de respeto mutuo, evitando que alguno prevalezca de manera arbitraria sobre el otro. Así, cuando los tribunales recurren a esta herramienta, no están simplemente equilibrando derechos en abstracto; están, en realidad, defendiendo el corazón de la justicia, honrando la dignidad de cada individuo. De ese modo, cuando un principio derrota una regla mediante ponderación, el resultado es una regla específica para ese caso. Claramente todo esto sugiere que, en última instancia, lo que derrota a la regla original es una nueva regla creada a partir del proceso de ponderación. Dicho de otra manera, esta dinámica implica que el resultado de una ponderación no es simplemente la elección entre principios o reglas, sino la creación de nuevas reglas específicas, lo que convierte a la ponderación en un mecanismo generador de reglas casuísticas.
Por lo tanto, es evidente que la ponderación, en este sentido, actúa como una forma de epiqueiamoderna en la teoría jurídica, permitiendo a los jueces ajustar la aplicación de las reglas rígidas cuando una aplicación estricta podría desnaturalizar el propósito del derecho o causar una injusticia. Así como Aristóteles proponía que la epiqueia era necesaria porque ninguna ley podía prever todas las posibles circunstancias, la ponderación permite reconocer que las reglas jurídicas no siempre son absolutas y pueden estar condicionadas por principios superiores. Por ejemplo, cuando un principio como la seguridad pública o la protección de la vida derrota una regla de libertad de expresión en un contexto de emergencia, la ponderación no pretende eliminar la regla de forma general, sino adaptarla al contexto. Cabe señalar que, en este caso, la ponderación crea una “nueva regla” que solo es válida para ese caso particular, funcionando como una aplicación de la epiqueia. Antes que nada este proceso se basa en la idea de que la justicia no puede ser alcanzada solo a través de la aplicación rígida de reglas, sino que debe considerar la situación concreta y los valores que están en juego.
Según se ha señalado, la relación entre la ponderación y la epiqueia radica en que ambas funcionan como mecanismos de adaptación y corrección de la rigidez normativa. En términos llanos, la epiqueia y la ponderación permiten que el derecho responda de manera justa y proporcional a las circunstancias particulares, evitando que la aplicación literal de una regla lleve a un resultado injusto. Así, la ponderación de principios en el derecho contemporáneo se convierte en una herramienta de equidad que, al igual que la epiqueia en la filosofía aristotélica, permite generar reglas específicas para situaciones excepcionales, protegiendo la justicia y la proporcionalidad en la aplicación de las normas.
Más aún, si consideramos que una regla puede ser derrotada por un principio subyacente, cabe plantear también que los conflictos entre reglas eventualmente podrían resolverse mediante la ponderación de los principios que subyacen a cada una. No es necesario, entonces, que estos conflictos se resuelvan exclusivamente mediante las clásicas reglas de antinomias —como las de jerarquía o especialidad—, sino que la ponderación también puede ofrecer una salida flexible y ajustada a las particularidades de cada caso.
Este planteamiento resuena con el concepto de derrotabilidad presente en la ley del talión en la Halajá, un ejemplo claro de cómo una regla aparentemente rígida puede ser interpretada y aplicada en función de principios superiores. La ley del talión, expresada como “ojo por ojo, diente por diente”, en su formulación inicial parece dictar una justicia estrictamente retributiva y simétrica. Sin embargo, la tradición judía ha interpretado esta regla no como un mandato de daño físico equivalente, sino como una directriz de compensación económica proporcional. Este giro en la aplicación se fundamenta en el principio subyacente de evitar una justicia desmedida y proteger la dignidad y la integridad de las personas, demostrando así cómo un principio superior puede derrotar una regla cuando se busca justicia y proporcionalidad.
En términos más claros, así, aunque en su formulación la ley del talión aparece como una norma categórica, la tradición jurídica judía ha permitido su “derrotabilidad”, adaptándola a través de una interpretación que resguarda valores más amplios y profundos. Este proceso no implica una eliminación de la regla, sino una reformulación contextual en la que se respeta el principio fundamental sin aplicar ciegamente la literalidad de la norma. Lo cierto es que esta lectura flexible responde a una comprensión de la justicia que va más allá de la letra de la ley, buscando preservar la dignidad humana y evitar cualquier forma de injusticia desmedida. En este sentido, tanto la ponderación como la derrotabilidad se convierten en herramientas fundamentales para la aplicación de un derecho justo, que considera los principios y valores en cada decisión normativa.
La sala de audiencias no puede ser como un teatro donde las palabras se repiten como un guion gastado, donde las togas pesan más que las decisiones y donde, a veces, la justicia parezca un murmullo perdido entre papeles amarillentos. Porque afuera, en las calles, los justiciables caminarían con la sensación de que los jueces son engranajes de una máquina fría, incapaces de ver que entre líneas laten vidas, que los expedientes no son solo tinta y papel, sino historias de carne y hueso.
Porque evidentemente no alcanza con que un fallo sea impecable en su formulación si en su esencia está vacío, si no logra iluminar la esquina oscura donde alguien espera que el derecho sea más que un rompecabezas de normas encajadas sin pensar.Pero, ahí están, los formalistas de siempre, protegiendo el edificio de teorías perfectas, sin notar que las paredes se agrietan, que el derecho se desvanece cuando se olvida de su propósito.
No, el juez no es la boca de la ley, no es un autómata que recita códigos con la precisión de una máquina bien aceitada. Es otra cosa, o debería serlo: un equilibrista entre la norma y la equidad, un tejedor de sentencias que entienda que el derecho no es un laberinto sino un puente, un punto de encuentro entre la lógica y la vida. No es solo cuestión de aplicar normas; es cuestión de ver más allá de ellas, de entender que en cada caso se juegan no solo principios abstractos sino esperanzas, miedos, silencios que esperan ser escuchados.
Porque si la justicia se reduce a un juego de subsunciones, si pierde su humanidad en la maraña de sus propias reglas, se convierte en un fantasma, en una arquitectura perfecta que nadie habita, en un discurso que suena imponente pero no resuelve nada.
Desde luego, esta tarea exige de los jueces una labor que va más allá de la simple aplicación de normas; requiere un compromiso de ponderación y análisis ético de los valores comprometidos en cada caso. Aquí, el rol del operador jurídico no es buscar verdades abstractas y supremas, que escapan al alcance de las personas, sino comprometerse con una verdad cotidiana y accesible, aquella que surge en el debate judicial y que las personas pueden conocer mediante la prudencia y la buena fe. Esta visión, destaca que el arte de juzgar no reside en fórmulas absolutas, sino en una sabiduría práctica que se construye día a día, con sensibilidad y respeto hacia la realidad de quienes buscan justicia.
En consecuencia, la responsabilidad del juez, entonces, se extiende a comprender que su función involucra un ejercicio de humanidad en cada decisión, donde los principios que subyacen a las reglas se convierten en guías hacia una justicia que, lejos de ser un ideal distante, se hace presente y tangible para quienes la buscan. La contención y calidez en el ámbito judicial nacen de esta visión: una justicia que no solo aplica la ley, sino que la interpreta a la luz de los valores humanos que realmente le dan sentido.
En efecto, vivir en libertad implica que la razón sea el faro que guíe lo justo, según una idea de justicia que preexiste en el entendimiento humano. Esta concepción profunda muestra que la ley no es, en sí misma, el Derecho en su totalidad, sino más bien una manifestación racional del Derecho. En línea con la definición de Santo Tomás, el Derecho es, ante todo, la voluntad constante de dar a cada cual lo suyo, un compromiso que solo puede lograrse si se comprende la justicia como una virtud enraizada en la equidad y la razón práctica. Cabe enfatizar que la epiqueia desempeña aquí un papel fundamental, ya que permite que lo justo natural actúe como corrector de lo justo legal, evitando que la aplicación literal de la ley se imponga a expensas de la equidad. En otras palabras, la epiqueia permite que el juez supere la rigidez normativa para alcanzar una conclusión justa en el caso concreto, adaptando la aplicación de la norma a las particularidades de cada situación. Este ajuste no es una excepción caprichosa, sino una expresión de la justicia en su forma más genuina, que reconoce y honra las particularidades de cada caso al buscar una verdad accesible y justa.
Por lo tanto, el operador jurídico tiene el deber de interpretar las normas conforme a principios superiores de justicia, evitando el error de aplicar la ley de manera ciega e inflexible. En este sentido, la sentencia “fiat iustitia, et pereatmundus” (“hágase justicia, y perezca el mundo”) debería perder vigencia, ya que sugiere una justicia sin consideración por las consecuencias. La justicia auténtica no es una fuerza destructiva, sino un acto de sabiduría práctica que evalúa el contexto, los valores humanos y el bien común. Al fulminar la literalidad absoluta en favor de una interpretación ponderada y justa, el operador jurídico se convierte en un verdadero servidor del Derecho, comprometido no con la destrucción del mundo, sino con su orden y armonía, alcanzando así la esencia misma de la justicia.
Por gracia, hoy día, somos testigos de un renacimiento de la razón práctica en la toma de decisiones jurídicas, un despertar impulsado por una sociedad que exige que el derecho sea legítimo solo cuando se sostenga en razones sólidas y justas. Sin embargo, dentro del pensamiento jurídico contemporáneo, algunos escépticos, desde sus torres de marfil, desestiman la idea de que la razón pueda guiar con seguridad en el laberinto moral que atraviesa la justicia. Con una postura inflexible, argumentan que solo los juicios que emergen de la experiencia directa, los juicios a posteriori, merecen ser considerados verdaderos conocimientos. En su rechazo, estos escépticos olvidan que en el núcleo del derecho —esa estructura que define el rumbo de las sociedades— late un corazón humanista.
Ciertamente, las reglas del derecho del derecho no son, como algunos piensan, abstracciones vacías; están impregnados de una dimensión moral profunda y demandan ser interpretados no solo con la lógica de la mente, sino también con el calor de la razón práctica y la técnica rigurosa de la ponderación. En efecto, la razón práctica no se limita a juzgar fríamente después del hecho, sino que actúa en la toma de decisiones, forjando activamente un camino hacia un futuro más justo. En este sentido, la verdadera grandeza de la dignidad humana radica no solo en reflexionar sobre lo bueno y lo malo una vez consumados, sino en construir, con coraje, una sociedad fundada en el bienestar, la justicia y la igualdad.
Vale insistir, la razón práctica, aliada con la técnica de ponderación, permite que el derecho se mueva con una conciencia despierta, evaluando cada situación bajo el prisma de la humanidad que lo sustenta. Así, el derecho se convierte en un campo donde los valores trascendentales encuentran su expresión concreta, donde la justicia se aplica en cada caso con precisión, adaptándose a las complejidades humanas sin perder su esencia. La capacidad de anticipar y modelar nuestras decisiones jurídicas a la luz de la razón práctica y los principios universales del derecho es, en última instancia, la tarea de un sistema jurídico comprometido con el futuro, con la dignidad humana y con un orden social donde prevalezcan los valores supremos.
El ejercicio de la judicatura es, en efecto, una tarea sublime que trasciende la mera aplicación de la ley; sin embargo, implica un compromiso profundo con la interpretación equilibrada entre la letra y el espíritu de la norma. En este sentido, en este delicado equilibrio reside la esencia de la justicia. No obstante, en ocasiones, los jueces pueden caer en una visión estrecha, atendiendo únicamente al texto de la ley y descuidando el núcleo de justicia que debería guiar cada decisión. Por consiguiente, este desequilibrio es una llamada a recordar la responsabilidad fundamental de los jueces: no ser meros aplicadores de normas, sino verdaderos intérpretes de la justicia.
Es cierto que la ley, en su formulación, está constituida por palabras y frases que los jueces deben interpretar y aplicar. No obstante, la aplicación ciega a la letra de la ley conlleva el riesgo de que la justicia se vuelva rígida, insensible a la complejidad de la vida y sus matices. Dicho de otra manera, las palabras, por su naturaleza, son susceptibles de ambigüedades y limitaciones que no siempre logran abarcar las múltiples facetas de una situación real. Por esta razón, se requiere prudencia, una virtud que, en el ámbito judicial, implica saber discernir qué conviene hacer en cada caso, logrando un equilibrio entre lógica jurídica y soluciones prácticas que aborden la realidad de forma justa y sencilla.
De igual forma, este enfoque es aplicable no solo a los jueces, sino a toda la actividad jurídica, que en última instancia es un ejercicio de razón. Así las cosas, la razonabilidad debe estar acompañada de un sentido práctico, enraizado en el sentido común que caracteriza al “individuo común”. De hecho, este sentido común, aunque a veces olvidado en el ámbito jurídico, es fundamental, pues permite que el derecho no se convierta en un campo abstracto alejado de la realidad social, sino en una herramienta humana, cercana y justa.
En consecuencia, el descubrimiento y la creación del derecho demandan que el ejercicio judicial sea razonable, que combine argumentación lógica con intuición ética y humanidad. Solo de esta manera, la judicatura puede cumplir su papel de puente entre la letra de la ley y el espíritu de justicia que esta debe reflejar.
En este contexto, percibo que prudencia y rigor resultan, por lo tanto, imprescindibles al interpretar y aplicar el derecho, siempre recordando que el norte de todo jurista debe ser la justicia y la equidad. Es innegable, además, que una única norma jurídica generalizada no puede abordar de manera adecuada la vastedad y sutileza de la realidad. En este sentido, en situaciones de especial complejidad, se hace necesario afinar y adaptar esa norma general para que se ajuste al prisma complejo de la vida cotidiana. Esta capacidad de adaptación señala que la doctrina constitucional no es estática; por el contrario, es un organismo jurídico que evoluciona y madura con el transcurso del tiempo. Por consiguiente, la historia, aunque instructiva, no proporciona recetas infalibles para resolver las problemáticas actuales. No obstante, es igualmente imperativo proceder con cautela ya que, en efecto, una interpretación mal ejecutada podría encubrir cambios sustanciales en la norma, acercándose peligrosamente a una modificación constitucional no explícita.
VIII. La derrotabilidad de las normas y el contenido mínimo de los derechos.
Ahora bien, la idea de que todas las normas son derrotables plantea un problema grave para la seguridad de los derechos fundamentales. Es que, en efecto, si incluso derechos tan fundamentales como la prohibición de la tortura son derrotables, entonces en situaciones excepcionales, un tribunal podría justificar la tortura mediante una ponderación en la que algún otro principio o interés prevalezca. Probablemente este enfoque pone en riesgo los derechos fundamentales, ya que implica que ningún derecho es absolutamente inviolable. Tal vez la derrotabilidad absoluta convierte los derechos fundamentales en algo meramente provisional y expuesto a interpretación, en lugar de protegerlos como derechos inviolables.
Como se ve, la idea de que incluso normas esenciales, como la prohibición de la tortura, puedan ser derrotadas en situaciones excepcionales, plantea un dilema sobre la seguridad y protección de estos derechos. Si aceptamos que ningún derecho es absoluto y que en circunstancias extremas un tribunal podría justificar prácticas normalmente inaceptables, estaríamos entrando en un terreno donde los derechos fundamentales pierden su carácter inviolable y dependen de consideraciones circunstanciales.
Conviene subrayar que este enfoque se relaciona de manera interesante con la Halajá y sus excepciones en ciertas leyes cuando está en juego la vida humana, como la interrupción del Shabat o la comida no kashrut en situaciones de emergencia. En el judaísmo, el principio de pikuach nefesh (salvar una vida) permite suspender la observancia de ciertos preceptos para preservar la vida humana, dado que se considera un valor superior. Sin embargo, hay un límite claro: la prohibición de la idolatría, el asesinato y la inmoralidad sexual (incesto y adulterio) no pueden ser infringidas, incluso en situaciones de vida o muerte.
Este paralelismo podría sugerir que la teoría del contenido esencial de los derechos podría beneficiarse de una estructura similar a la de la Halajá, estableciendo ciertos derechos fundamentales absolutamente inviolables. En este sentido, la prohibición de la tortura podría ser vista como un “límite absoluto” comparable a las prohibiciones innegociables en la Halajá. De esta forma, algunos derechos podrían ser derrotables o flexibles en situaciones de emergencia (como en el caso de la libertad de expresión o de movimiento), mientras que otros, como la prohibición de la tortura, deberían permanecer inviolables. Así, mientras que la Halajá establece un criterio claro sobre qué normas pueden ser suspendidas y cuáles no, el sistema jurídico moderno podría adoptar una perspectiva similar para evitar que la ponderación de principios debilite derechos fundamentales esenciales. La clave estaría en definir un conjunto de derechos inviolables que nunca puedan ser objeto de ponderación, preservando así la seguridad de los derechos fundamentales y evitando que circunstancias excepcionales se conviertan en justificación para vulnerar la dignidad humana en sus aspectos más básicos.
Así y todo, en teoría, desde el enfoque de la ponderación de principios, —acelerar la muerte de un paciente terminal para trasplantar sus órganos a otra persona en condiciones de sobrevivir— podría ser considerado como una opción válida en situaciones extremas, ya que la ponderación permite analizar los derechos en conflicto y decidir cuál debe prevalecer en función del contexto específico. Este enfoque toma en cuenta factores como la idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto para evaluar si la limitación de un derecho puede justificarse en aras de proteger otro bien de igual o mayor relevancia.
En este caso, la ponderación podría argumentar que la vida del paciente que necesita el trasplante tiene un valor significativo y que, en una situación límite donde el paciente terminal está al borde de la muerte, acelerar su fallecimiento podría interpretarse como una medida extrema pero proporcional si su muerte se considera inminente. Probablemente, a partir de este análisis, los defensores de la ponderación podrían sostener que el principio de preservar tantas vidas como sea posible debería, en este contexto, prevalecer sobre la norma que prohíbe instrumentalizar a una persona. Así, la ponderación permitiría a un juez o comité ético considerar que, en esta situación límite, el derecho a la vida del receptor justifica una excepción a la prohibición de intervenir en el proceso natural de muerte del paciente terminal.
En vista de lo comentado, no deja de ser cierto que este enfoque plantea serios problemas éticos y jurídicos, ya que relativiza el valor del derecho a la vida y la prohibición de instrumentalización.
Por esta razón, la teoría del contenido esencial de los derechos probablemente se presenta como una alternativa más segura para estos casos, ya que establece límites absolutos y objetivos. Según esta teoría, el derecho a la vida y la prohibición de instrumentalización serían núcleos inviolables, innegociables incluso en circunstancias extremas. Aceptar que la ponderación podría justificar la aceleración de la muerte de un paciente terminal sería, desde esta perspectiva, una grave amenaza para la integridad y seguridad de los derechos fundamentales, ya que podría sentar precedentes para relativizar otros derechos inviolables en nombre de la conveniencia o de supuestos beneficios colectivos.
Considerando los problemas antes examinados, un enfoque alternativo es el de asegurar que todos los derechos se cumplan en un nivel mínimo indispensable o “común exigible”, en el que el Estado y el sistema judicial deben garantizar que cada derecho tenga un nivel básico de satisfacción, sin dejar que uno se imponga sobre otro. Esta teoría actúa bajo la premisa de que los derechos fundamentales se pueden satisfacer en su nivel mínimo sin necesidad de jerarquizar ni ponderar y que a causa de ello es responsabilidad del Estado, en particular del sistema judicial, implementar políticas y decisiones que permitan el cumplimiento de ese mínimo común.
Junto con ello, la teoría del mínimo común presupone que todos los derechos son considerados igualmente fundamentales, y sugiere que cada derecho debe garantizarse al menos en un grado básico. En sintonía con lo anterior, si los derechos son realmente fundamentales, entonces todos tienen que ser satisfechos, aunque sea en un nivel mínimo. En consecuencia, lógica, esto implica que el Estado tiene una obligación de cumplimiento simultáneo para cada derecho en el grado exigible, y solo cuando todos los derechos alcanzan ese nivel mínimo se puede discutir una expansión de su protección sin sacrificar ningún derecho.
No obstante, lo anterior, a resultas de la realidad es imposible establecer estrategias que no aborden los conflictos de derecho desde una perspectiva contextualizada, en la que se busque una solución específica para el caso. Por dicha causa, resulta pertinente que los conflictos entre derechos se examinen sin establecer condicionamientos a priori, como sostener que uno de los derechos prevalezca de manera absoluta, sino resolviendo el caso particular de acuerdo con las circunstancias y sin que esta resolución implique la superioridad de un derecho sobre otro en términos absolutos.
A modo ilustración, en un caso de libertad de prensa frente al derecho a la privacidad, se puede permitir que un tribunal decida de manera puntual que, bajo circunstancias específicas y en un contexto muy delimitado, prevalezca la privacidad. No obstante, esto no implicaría una regla general de jerarquización, sino una respuesta específica que no afecta la protección plena de ninguno de los derechos en cuestión en otros casos.
Como corolario de lo mencionado, inclusive, la derrotabilidad de las reglas en casos de conflicto no es un oxímoron, sino una característica necesaria en un sistema jurídico que debe equilibrar derechos y principios. Si bien la función de las reglas es proporcionar directrices claras y aplicables en la mayoría de los casos, no deben ser absolutas cuando su aplicación infringe derechos fundamentales de alto valor. Derivado de ello, en un conflicto donde una regla rígida comprometería un principio esencial, el juez debería poder realizar una ponderación para proteger el derecho en cuestión.
Desde luego, esta flexibilidad no elimina la seguridad jurídica, sino que la ajusta a los valores constitucionales. En efecto, sin la posibilidad de derrotar reglas en casos excepcionales, el sistema jurídico correría el riesgo de aplicar normas de manera injusta o contraria a la Constitución. Sin duda alguna, la posibilidad de derrotar reglas no las debilita; más bien, muestra que el derecho puede adaptarse a contextos cambiantes y complejos sin sacrificar sus principios más esenciales.
Con toda seguridad, la creación de reglas ad hoc para casos específicos no es un defecto, sino una forma de protección contextualizada de derechos. Cabe enfatizar que el sistema jurídico necesita responder a la diversidad de circunstancias y conflictos que surgen en la sociedad, y la ponderación permite adaptar la aplicación del derecho a contextos complejos sin caer en soluciones dogmáticas. En términos llanos, los conflictos entre reglas generalmente de ordinario pueden resolverse mediante criterios de jerarquía o especialidad, mientras que los principios requieren un balance valorativo que considere las circunstancias del caso. Sin duda alguna esta diferenciación es útil para preservar la claridad en la aplicación de reglas, permitiendo que solo en casos excepcionales se introduzca la ponderación. Lo cierto es que los principios permiten una flexibilidad mayor que las reglas, y esa es precisamente su fortaleza en conflictos donde valores fundamentales están en juego. Conviene subrayar que los principios no deben derrotar las reglas en todos los casos, sino solo en aquellos donde el conflicto exige una respuesta flexible y adaptada17.
En ese sentido, vale insistir en que la ponderación, lejos de ser incoherente o peligrosa, ofrece un mecanismo robusto y flexible para abordar los conflictos normativos que surgen en una sociedad compleja. A causa de que puede introducir flexibilidad, la ponderación es cuestionada, pero esta es precisamente la ventaja de la teoría. Sin duda alguna, en un mundo donde los derechos pueden entrar en conflicto, la ponderación permite a los jueces tomar decisiones informadas y justificadas que responden a las particularidades de cada caso sin sacrificar los valores constitucionales. Vale insistir, la ponderación no significa inseguridad jurídica ni arbitrariedad, sino una forma de garantizar que el derecho no se aplique de manera rígida e insensible a las circunstancias específicas. Con toda seguridad, si los jueces solo aplicaran reglas sin posibilidad de ponderar, se corre el riesgo de que decisiones mecánicas y absolutas ignoren los valores fundamentales en casos excepcionales.
Conclusiones.
Las reflexiones presentadas en este capítulo permiten entrever la complejidad inherente a la resolución de conflictos de derechos fundamentales y la necesidad de adaptar los métodos interpretativos a la realidad cambiante y plural de las sociedades contemporáneas. Se parte de la constatación de que la subsunción, si bien aporta claridad y seguridad al aplicar las normas de manera estricta, muestra limitaciones al enfrentarse a situaciones en las que valores centrales entran en tensión. Esta rigidez puede resultar en decisiones formalmente correctas, pero materialmente injustas, al no contemplar las circunstancias excepcionales ni las sutilezas del caso concreto.
La ponderación, por su parte, emerge como una alternativa flexible, capaz de evaluar cada contexto con la atención que merece. Este enfoque no es un simple recurso retórico, ni una vía para el capricho judicial, sino un método argumentativo exigente que exige justificar cuidadosamente las conclusiones. Al requerir que el juez explique por qué un derecho debe ceder ante otro, la ponderación promueve la transparencia y el razonamiento racional, y ofrece un espacio donde no se imponen jerarquías rígidas, sino que se sopesan los valores en su particularidad. Este matiz permite preservar la dignidad humana y la justicia sustancial, al tiempo que evita la mecanización de la aplicación normativa.
En la misma línea, la epiqueia —tomada del legado aristotélico— y la noción de crear reglas ad hoc se revelan útiles para abordar casos de excepción, corrigiendo la dureza normativa y acercando el derecho a su fin último: la justicia. Esta integración de principios, reglas y ponderación, sin reducirlo todo a una aritmética de “pesos”, reconoce la riqueza moral del ordenamiento jurídico y su necesidad de adaptarse ante coyunturas extremas o situaciones inéditas.
El debate entre subsunción y ponderación no se reduce a un mero juego intelectual: de su resolución depende la protección real de los derechos. La teoría del contenido esencial de los derechos, así como la concepción de un mínimo exigible para todos ellos, reflejan el anhelo de asegurar que la justicia constitucional no se agote en formalismos ni renuncie a salvaguardar la dignidad. Sin embargo, incluso estas construcciones enfrentan tensiones ante situaciones excepcionales, donde la supervivencia de miles de personas u otros valores supremos pueden exigir una reconsideración.
Finalmente, las lecciones que nos brinda la Halajá y la epiqueia confirman que la rigidez normativa es insuficiente para la complejidad humana. La ponderación no elimina la seguridad jurídica, sino que la compromete con la realidad. Lejos de promover la arbitrariedad, la ponderación, bien comprendida y argumentada, se convierte en un escudo contra la injusticia, ya que obliga a razonar, justificar y explicar la decisión. Así, el derecho mantiene un delicado equilibrio entre su letra y su espíritu, integrando contexto, razón práctica, principios y respeto mutuo entre los derechos, a fin de alcanzar una justicia que, antes que rígida e inflexible, sea verdaderamente humana.
A estas alturas ha quedado en evidencia que el enfoque subsuntivo y la ponderación representan dos maneras de mirar el derecho, dos lentes distintas para iluminar los dilemas que surgen en la interacción entre normas y realidad. El subsuntivo, rígido como una fórmula matemática, busca encajar los hechos en la estructura preexistente de una norma general. Se asemeja a un reloj suizo: preciso, predecible, ordenado. Ante un caso fácil, su método brilla con naturalidad. Los hechos, claros y sin controversias, se acomodan sin resistencia bajo la norma correspondiente, como una llave en la cerradura perfecta. No hay ambigüedad ni conflicto, y la consecuencia jurídica brota inevitable.Perocuando las aguas se enturbian y el caso fácil se transforma en un rompecabezas de derechos enfrentados, el enfoque subsuntivo se torna insuficiente, atrapado en los límites de su lógica. Ahí emerge la ponderación, no como una máquina, sino como un arte. Su labor no es encajar piezas, sino equilibrar pesos. En los casos difíciles, aquellos donde la claridad se diluye y los valores chocan, la ponderación busca medir el alcance y la relevancia de cada principio. No opera con la certeza del reloj, sino con la intuición del funambulista, quien ajusta su equilibrio paso a paso para no caer en el vacío.En los casos fáciles, el derecho se presenta como un camino bien trazado, donde cada paso está predeterminado. La subsunción, al aplicarse, ofrece una respuesta que es tan automática como tranquilizadora. Pero en los casos difíciles, el camino desaparece, y el juez debe improvisar su trayecto, guiado por el peso de las circunstancias. Aquí, la ponderación permite que el derecho se adapte, que respire y acomode las tensiones inherentes a una sociedad que no se pliega siempre a las reglas.
Sin embargo, este contraste invita a reflexionar sobre las aspiraciones del derecho. ¿Debe ser un sistema de respuestas mecánicas, capaz de resolver solo los casos sencillos, o una herramienta que no tema adentrarse en las complejidades de lo humano? El enfoque subsuntivo, con su promesa de seguridad, corre el riesgo de volverse ciego ante las particularidades del mundo real. La ponderación, con su flexibilidad, puede parecer una danza subjetiva que erosiona la certeza. Entre ambos enfoques, se libra la eterna tensión entre justicia y previsibilidad, entre la regla y la excepción.Al final, el derecho se revela como un reflejo del ser humano: a veces rígido, otras veces maleable, pero siempre desafiado por la necesidad de decidir. Los casos fáciles son su terreno cómodo, donde el orden triunfa. Los difíciles, en cambio, son su prueba de fuego, donde la justicia demanda creatividad, valentía y un delicado sentido del equilibrio.
En ese sentido, la Halajá, enraizada en la tradición judía, se erige como un ejemplo sublime de la lógica subsuntiva en el ámbito normativo. En ella, cada norma tiene como objetivo principal adherirse a la voluntad divina revelada en la Torá. De ahí que, por ejemplo, cuando la Torá ordena no “trabajar” en Shabat, este mandato, aparentemente amplio, se convierte en una oportunidad para desplegar la meticulosidad interpretativa de la Halajá. Los sabios, en un esfuerzo por discernir la esencia de este precepto, en primera medida no recurren a la ponderación ni al análisis de conflictos entre principios, sino a una exploración profunda de las palabras y su contexto. En la Mishna y el Talmud, se desglosan las actividades que constituyen “trabajo” (melajá), no mediante una valoración subjetiva o pragmática, sino a través de un escrutinio detallado de los textos sagrados y las tradiciones rabínicas. Así, se establece que “trabajar” incluye labores como encender fuego, escribir dos letras, cocinar, transportar objetos entre dominios públicos y privados, entre otras. Cada una de estas categorías, cuidadosamente delimitadas, se convierte en un marco general al cual se subsumen los casos particulares. Si alguien, por ejemplo, pregunta si usar un teléfono móvil en Shabat constituye trabajo, la respuesta no surge de un balance entre la necesidad de comunicación y el respeto al descanso sabático, sino de analizar si esta acción encaja en alguna de las melajot ya definidas, como encender fuego (representado en la actualidad por el circuito eléctrico). En ese sentido, las 13 reglas de interpretación de Rabí Ishmael y otras normas rabínicas son fundamentales para el análisis halájico. En concreto, estas reglas permiten extraer y aplicar normas específicas de la Torá y la literatura rabínica en situaciones nuevas y complejas18.
La Halajá, con su rigor interpretativo y su fidelidad a la voluntad divina revelada en la Torá, guarda una profunda conexión con el peshuto y la máxima hermenéutica que establece que la literalidad es la primera regla de interpretación. Esta conexión no es casual; responde a la necesidad de respetar la raíz textual de los preceptos, pues en el judaísmo la palabra escrita es sagrada y porta consigo no solo la ley, sino la esencia misma de lo divino.
En efecto, el peshuto shel mikra, o el “sentido simple del texto”, constituye la base sobre la cual se edifica toda exégesis en la tradición judía. Según este principio, la interpretación debe partir siempre del significado literal y directo del texto antes de explorar sentidos más profundos o alegóricos. En el contexto de la Halajá, esto implica que cualquier mandato de la Torá, como el de no “trabajar” en Shabat, debe entenderse primero en su forma más simple: ¿qué significa “trabajo” en un sentido inmediato? Solo después de fijar esta base se permite la discusión para refinar, detallar o extender la comprensión del precepto.
Puede vislumbrarse que esta prioridad otorgada al sentido literal tiene un paralelo con la máxima interpretativa que sostiene que la literalidad es la primera regla de interpretación, aplicada también en el derecho secular. En ambas tradiciones, esta mirada inicial busca anclar el proceso interpretativo en un terreno sólido, evitando que la subjetividad o la especulación desvirtúen el texto original. En la Halajá, este principio asegura que las interpretaciones posteriores no se aparten del núcleo del mandato divino. Así, el estudio rabínico de lo que constituye “trabajo” en Shabatcomienza con la Torá misma y se amplía cuidadosamente a través de la Mishna y el Talmud, siempre respetando esa raíz literal.
Sin embargo, tanto en la Halajá como en el derecho, la literalidad, aunque es el punto de partida, no siempre es suficiente. La realidad suele presentar casos complejos que desbordan la simplicidad de los textos19.
En efecto, de todas formas, aun siendo la Halajá un sistema normativo que enfatiza la precisión y la adherencia a los textos sagrados y la tradición interpretativa, no es menos cierto que también ha desarrollado métodos y mecanismos que le permiten cierto grado de flexibilidad y adaptación a situaciones nuevas o a circunstancias específicas. La Halajá recurre a mecanismos que permiten interpretar normas y, en algunos casos, priorizar principios subyacentes para adaptar la ley a contextos particulares.
En particular, el principio de pikuaj nefesh, “preservación de la vida”, es uno de los pilares más significativos de la Halajá, y su profundidad refleja tanto la reverencia por la ley divina como la sensibilidad hacia la vida humana como valor supremo. Este principio, basado en versículos como Levítico 18:5, “Guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, por los cuales vivirá el hombre”, subraya que las leyes de la Torá no están diseñadas para oprimir o poner en riesgo la existencia, sino para promover la vida y su plenitud. Claramente si bien cada norma debe aplicarse con precisión, va de suyo que esta precisión cede ante la exigencia superior de proteger una vida. Por tanto, cualquier amenaza que ponga en peligro la existencia física justifica la suspensión temporal de casi todas las leyes, incluidas aquellas fundamentales, como la observancia del Shabat. Por ejemplo, encender fuego está prohibido en Shabat, pero si es necesario para calentar a alguien con hipotermia o preparar medicamentos que puedan salvar una vida, la prohibición queda anulada20. De hecho, cabe señalar que el alcance de este principio no se limita a casos obvios de peligro inminente ya que la Halajá también lo extiende a situaciones potenciales, donde la vida no está necesariamente en riesgo inmediato, pero podría estarlo si no se toman medidas preventivas.
En ese sentido, aunque en un sentido estricto la Halajá se aplica de manera subsuntiva, pikuajnefesh permite que los rabinos suspendan ciertas prohibiciones en situaciones de emergencia. De hecho, esto incluye, por ejemplo, permitir que un médico viaje en Shabat para atender a un paciente en peligro o permitir que alguien coma alimentos no permitidos (como alimentos no kosher) para evitar la muerte por hambre. Desde luego, este principio subyacente de la Halajá, que prioriza la vida humana sobre la mayoría de las leyes rituales, permite que la Halajá sea aplicable incluso en situaciones extremas, mostrando que existe una jerarquía de valores dentro de la ley judía.
De igual manera, la hora’at sha’ah, o decisión temporal, es un principio en la Halajá que permite a los rabinos tomar decisiones que excepcionalmente pueden violar ciertas leyes en situaciones especiales o de emergencia. Este principio sostiene que una ley puede ser suspendida temporalmente para evitar un mal mayor o una crisis comunitaria. Vale la pena mencionar que, en el Talmud, se menciona que Elías el Profeta hizo un sacrificio en el Monte Carmelo en contra de la ley (que requería que todos los sacrificios se ofrecieran en el Templo en Jerusalén) para demostrar al pueblo la existencia de Dios y combatir la idolatría. Por ejemplo, este es un ejemplo de una decisión temporal donde se rompió una regla de manera excepcional para un bien mayor.
Todo lo expresado es significativo porque guarda una interesante analogía con el método de ponderación empleado en el derecho secular. Es que, en efecto, aunque ambos surgen en contextos normativos diferentes y operan bajo filosofías distintas, ambos comparten la idea central de que no todas las normas tienen el mismo peso en todas las circunstancias, y que ciertas situaciones demandan priorizar valores superiores. Ya vimos que, en la ponderación secular, especialmente en sistemas constitucionales modernos, los jueces enfrentan conflictos entre principios, como la libertad de expresión frente al derecho al honor o la seguridad pública frente a la privacidad. En estos casos, la ponderación implica un análisis estructurado que sopesa los principios involucrados para determinar cuál debe prevalecer en el caso concreto, considerando factores como la intensidad de la afectación y la proporcionalidad de la medida. Este método permite ajustar la aplicación de la ley a las particularidades del caso, buscando la solución más justa y razonable. Un ejemplo concreto puede ilustrar esta relación: En el derecho secular, si un hospital enfrenta la decisión de violar la privacidad de un paciente para evitar la propagación de una enfermedad peligrosa, un juez podría usar la ponderación para justificar dicha violación, priorizando el interés público sobre el derecho individual. En la Halajá, si una vida está en peligro durante Shabat, un médico puede conducir un vehículo para atender al enfermo, una acción normalmente prohibida, porque pikuajnefesh ordena priorizar la vida. Ambos métodos comparten una estructura lógica que responde a casos difíciles. Ambos requieren identificar los valores en conflicto, sopesarlos cuidadosamente y justificar la decisión tomada.
Más todavía, la hora’at sha’ah muestra que la Halajá reconoce que, en ciertas situaciones excepcionales, la aplicación estricta de una regla puede ser contraproducente. Precisamente, los sabios justifican estas decisiones en función de la preservación de la comunidad o de los valores espirituales más amplios, lo que indica una jerarquía implícita donde la continuidad y el bienestar de la comunidad pueden primar sobre ciertos aspectos técnicos de la ley. Bajo tales premisas, la hora’at sha’ah en la Halajá presenta un notable paralelismo con la teoría de los decretos-leyes en el ámbito del derecho secular, ya que ambas figuras permiten la adopción de medidas excepcionales para afrontar situaciones extraordinarias, aun cuando ello implique suspender o alterar temporalmente el orden normativo habitual. Este paralelismo destaca cómo ambos sistemas –el derecho religioso judío y el derecho positivo secular– prevén mecanismos para responder a crisis sin perder su cohesión normativa. Ciertamente, en el contexto del derecho secular, los decretos-leyes permiten al poder ejecutivo legislar temporalmente sobre ciertos asuntos, usualmente reservados al poder legislativo, en situaciones de emergencia. Estos decretos están diseñados para resolver problemas inmediatos o evitar un daño mayor, y su validez suele estar sujeta a la aprobación posterior por el órgano legislativo. De manera similar, en la Halajá, la hora’at sha’ah permite suspender o flexibilizar ciertas leyes de manera temporal, respondiendo a situaciones críticas que no pueden ser abordadas adecuadamente a través de los procedimientos legales ordinarios.
Más aún, la hora’at sha’ah en la Halajá se asemeja conceptualmente a la teoría de que la constitución no es un pacto suicida en el ámbito del derecho constitucional, ya que ambas doctrinas permiten la modificación o suspensión temporal de ciertas normas para proteger el sistema y los valores fundamentales de la comunidad en momentos de crisis, evitando así que el propio marco normativo se vuelva un obstáculo para la supervivencia o seguridad de la sociedad. Cabe destacar que la teoría de que la constitución no es un pacto suicida, asociada al juez estadounidense Robert H. Jackson y a decisiones como las de la Corte Suprema de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, sostiene que los derechos y principios constitucionales pueden ser temporalmente limitados o adaptados en situaciones excepcionales para preservar la seguridad nacional y el orden público. Esto implica que, aunque la constitución protege derechos y libertades fundamentales, en momentos críticos es posible restringir ciertos derechos si es necesario para asegurar la existencia y continuidad del sistema democrático21.
De manera análoga, la hora’at sha’ah en la Halajá permite a los rabinos suspender temporalmente ciertas leyes o normas cuando su aplicación estricta podría llevar a un perjuicio mayor o a una crisis comunitaria. Efectivamente, ambas doctrinas parten de la premisa de que los sistemas normativos no deben interpretarse de manera absolutista cuando esa rigidez podría poner en riesgo los valores fundamentales o la supervivencia del sistema. Así como la hora’atsha’ah en la Halajá busca proteger la cohesión y supervivencia de la comunidad judía en situaciones de emergencia, la teoría de que la constitución no es un pacto suicida asegura que el orden constitucional pueda adaptarse en circunstancias críticas, garantizando que la rigidez normativa no se convierta en un obstáculo para la propia supervivencia del Estado y de sus principios fundacionales.
En la misma línea de lo anterior, otro principio central de la Halajá es el concepto de kavodhaBriot, que se refiere a la dignidad humana. Este principio establece que la dignidad humana es un valor fundamental en la ley judía y que, en ciertos casos, puede justificar la relajación de algunas leyes. La ley judía, por ejemplo, establece normas muy estrictas sobre el cuidado del cuerpo y la higiene en el contexto de rituales. Sin embargo, en el Talmud se menciona que ciertas leyes pueden ser suspendidas o suavizadas si causan vergüenza o indignidad a una persona. Un ejemplo sería permitir que una persona mayor o enferma rompa la norma de usar ropas específicas en ciertas festividades si le resulta incómodo o vergonzoso.
Todo esto en su conjunto nos explica que KavodhaBriot indica que la Halajá no solo es un sistema legal, sino un marco ético que protege y valora la dignidad humana. Esto permite a los rabinos interpretar ciertas normas de manera que se respeten los valores humanos fundamentales, y en algunos casos, suspender la aplicación estricta de la ley en favor del respeto y la consideración hacia el individuo.También el principio de darkeishalom, o “vías de la paz”, en cuanto refiere a un conjunto de valores en la Halajá que promueven la paz y la convivencia armónica dentro de la comunidad y entre los judíos y los no judíos, permite flexibilizar ciertas leyes cuando su aplicación estricta podría causar conflictos o tensiones. De ese modo la Halajá establece, por ejemplo, que las leyes de propiedad se pueden ajustar en algunas situaciones para evitar conflictos entre vecinos o entre comunidades judías y no judías. Así, en el Talmud se recomienda que, en ciertas transacciones, los judíos respeten las costumbres locales de los no judíos para evitar hostilidades. Habida cuenta de ello en la Halajá, el minhag, o costumbre local, puede adquirir fuerza normativa en algunas comunidades por cuanto se reconoce que cada comunidad puede tener prácticas particulares que se adaptan a su contexto cultural y social, siempre que no contravengan la ley básica.
En ese orden de ideas, el minhag en la Halajá y la adopción del derecho comparado como fuente de derecho en el ámbito secular presentan un interesante paralelismo, ya que ambos enfoques permiten incorporar prácticas externas y contextualizadas a un sistema jurídico propio, enriqueciendo así su aplicación sin contradecir los principios fundamentales de dicho sistema. Tanto en la Halajá como en el derecho secular, estas prácticas reconocen que los contextos específicos –ya sean locales o internacionales– pueden aportar soluciones valiosas a las necesidades normativas y adaptarse de manera orgánica sin desvirtuar el núcleo normativo. En términos más claros, el principio de darkei shalom permite a la Halajá adaptarse a las realidades sociales, asegurando que las relaciones interpersonales y la paz comunitaria no se vean comprometidas por la aplicación estricta de una norma. Cabe enfatizar que este es un caso en el que un principio moral subyacente permite un grado de flexibilidad en la aplicación de la ley.
En la misma línea, la Halajá también permite, en algunos casos, suavizar la aplicación de la ley para evitar sufrimiento o angustia innecesaria. Esto se basa en la sensibilidad ética de la Halajá hacia el bienestar de las personas. Por ejemplo, en la observancia de las leyes de kashrut(alimentación kosher), se permite a una persona enferma o con una restricción dietética particular adaptar las leyes para evitarle dolor o sufrimiento. Por caso, por aplicación del mismo principio, se podría permitir que una persona en duelo se salte ciertas restricciones rituales que le causen demasiado dolor emocional.Es relevante mencionar que este principio refleja una flexibilidad en la Halajá basada en la compasión y el reconocimiento del sufrimiento humano. Efectivamente, no obstante que la Halajá es un sistema riguroso, igualmente se preocupa por la experiencia humana y, en casos de necesidad, permite flexibilizar ciertas normas en beneficio de la salud física y emocional.
Resumiendo, no obstante que la Halajá sigue un enfoque subsuntivo y formalista, incorpora una serie de principios éticos y valores subyacentes que le confieren adaptabilidad y flexibilidad en circunstancias específicas. Estos principios, tales como pikuaj nefesh (preservación de la vida), kavod haBriot (dignidad humana) y darkei shalom (caminos de paz), permiten a los rabinos interpretar y, en ciertos casos, suavizar la aplicación de normas estrictas en pos del bienestar comunitario y la integridad de la vida humana. Así, la Halajá armoniza su estructura normativa con una dimensión ética, sin que esto implique una ponderación de valores en el sentido moderno. Reiterando lo comentado, este proceso de flexibilización no responde a una comparación valorativa subjetiva, sino a una jerarquía ética implícita dentro de la Halajá. Por ejemplo, el principio de pikuaj nefesh otorga prioridad absoluta a la preservación de la vida, permitiendo incluso la suspensión de mandamientos fundamentales cuando la vida está en riesgo. De manera similar, kavod haBriot permite excepciones en la aplicación de normas que podrían comprometer la dignidad humana, mientras que darkei shalom orienta a resolver conflictos de manera que se favorezca la paz y la cohesión social. En este sentido, la Halajá presenta una estructura jerárquica en la que ciertos valores fundamentales, como la vida, la dignidad y la paz, justifican excepciones cuando es necesario, mostrando un equilibrio entre la ley y la realidad humana.
Va de suyo que todo ese bagaje talmúdico se asemeja en cierta medida a las doctrinas de interpretación que en el derecho secular admiten que la ley se adapta a contextos específicos mediante la integración de valores subyacentes. Ya que, en efecto, la jerarquía ética de la Halajá garantiza que, aun dentro de un sistema formal y normativo, la ley judía sea sensible a las realidades de la vida cotidiana, asegurando que los principios de la tradición se apliquen de manera que respeten tanto el marco normativo como la dimensión ética y humana que subyace a la práctica judía.
Junto con ello, la responsa y la casuística en la Halajá reflejan cómo el sistema de leyes judías, a pesar de su enfoque subsuntivo y formalista, permite la adaptación y flexibilidad en situaciones específicas sin recurrir a la ponderación de valores. En el derecho secular, las doctrinas de interpretación flexible permiten que los jueces integren valores subyacentes para ajustar la aplicación de las leyes en contextos cambiantes. En la Halajá, esta adaptación se realiza a través de la responsa y la casuística, métodos que permiten a los rabinos responder a nuevas preguntas legales mediante el análisis de casos concretos y la aplicación de principios éticos subyacentes. Cabe resaltar que la responsa (o teshuvot en hebreo) es un conjunto de respuestas legales emitidas por rabinos a preguntas halájicas específicas planteadas por individuos o comunidades. A lo largo de los siglos, el corpus de responsa ha permitido a los rabinos aplicar la Halajá a contextos y circunstancias nuevas, interpretando las leyes en función de los principios éticos subyacentes, como pikuaj nefesh, kavod haBriot y darkei shalom, sin alterar la estructura normativa general. Este proceso se asemeja a la interpretación evolutiva en el derecho secular, pero con una diferencia crucial: en la Halajá, la responsa no implica una revalorización de los principios en cada caso, sino la aplicación constante de una jerarquía de valores previamente establecida en la tradición.
En ese orden de ideas, la Halajá, si bien es fundamentalmente formalista y subsuntiva, también enfrenta cuestiones complejas que pueden analizarse desde conceptos de la filosofía jurídica contemporánea, como la derrotabilidad y la optimización de normas. Aunque la Halajá tiene un enfoque subsuntivo en el que las reglas se aplican de manera rígida en muchos casos, también reconoce que, en ciertas circunstancias, algunas reglas pueden “ser derrotadas” o reinterpretadas en función de principios superiores, y que existen casos “fáciles” y “difíciles” en términos de aplicación normativa.
Según hemos analizado, en la filosofía jurídica contemporánea, la derrotabilidad de una norma significa que una regla puede dejar de aplicarse en un caso específico si entra en conflicto con otra norma de mayor peso o con un principio subyacente. A pesar de que en la Halajá no se utiliza el término “derrotabilidad”, el sistema legal judío tiene ciertos mecanismos que permiten suspender o ajustar la aplicación de una regla en circunstancias excepcionales, lo que puede interpretarse como una forma de derrotabilidad. Como mencionamos anteriormente, el principio de pikuaj nefesh establece que la mayoría de las leyes de la Halajá pueden suspenderse para salvar una vida. Así, una norma aparentemente absoluta (por ejemplo, la prohibición de trabajar en Shabat) puede ser “derrotada” en un caso donde se pone en riesgo la vida de una persona. Este principio refleja la existencia de una jerarquía de valores en la Halajá, donde la vida tiene una prioridad superior. La Hora’at Sha’ah permite suspender o relajar una norma en situaciones de emergencia o crisis, siempre que sea temporal y para el bien de la comunidad. Por ejemplo, durante una crisis, se puede permitir una práctica normalmente prohibida si ello garantiza la supervivencia o estabilidad de la comunidad. Esta “derrota” temporal de la regla permite a los líderes judíos responder de manera pragmática sin comprometer la estructura general de la ley. En ambos casos, podemos ver que las reglas en la Halajá no siempre son completamente rígidas y pueden suspenderse en circunstancias extraordinarias. La “derrotabilidad” en la Halajá es limitada y cuidadosamente regulada, pero existe y es un reflejo de la sensibilidad del sistema hacia contextos específicos.
En los mismos términos, la optimización en términos de teoría jurídica significa que los principios deben realizarse en la mayor medida posible dentro de los límites del caso. Por más que en la Halajá no se habla explícitamente de optimización, existe una tendencia a maximizar el cumplimiento de las normas dentro de los límites prácticos y éticos de la vida diaria. En ese sentido, si bien se establece una norma para el “erudito” o para situaciones ideales, al unísono se reconoce que la mayoría de las personas no pueden cumplirla plenamente. Por ejemplo, ciertas prácticas de pureza o de kashrut (alimentación kosher) tienen niveles ideales que son difíciles de alcanzar para el común de las personas. Por consiguiente, la Halajá permite que estos preceptos se apliquen de acuerdo con las circunstancias de cada individuo, optimizando el cumplimiento de la ley de acuerdo con sus posibilidades. De la misma manera, conforma al axioma Mekilín BeMakom Tza’ar (Flexibilidad en Caso de Sufrimiento), la Halajá busca maximizar el cumplimiento de sus normas, pero permite ciertas flexibilizaciones en situaciones de dolor o angustia. Por ejemplo, una persona enferma puede estar exenta de ayunar en Yom Kipur si el ayuno representa un riesgo para su salud. Este es un ejemplo de optimización en el que la ley se adapta a las circunstancias personales sin renunciar a su esencia. Como se ve, en estos casos, la Halajá optimiza el cumplimiento de la norma dentro de los límites éticos y prácticos. Si bien no hay una “ponderación” de valores, existe una intención de maximizar el cumplimiento sin comprometer el bienestar de la persona.
Sumado a lo anterior, se observa que, en la filosofía jurídica contemporánea, se distingue entre casos fáciles (donde la norma es clara y su aplicación no presenta controversias) y casos difíciles (donde la aplicación de la norma es incierta o presenta dilemas complejos). En la Halajá, esta distinción también existe, y hay normas que son aplicables de manera clara en la mayoría de los casos, mientras que otras requieren interpretaciones complejas y, a veces, decisiones ad hoc. Así, por ejemplo, los casos de las reglas de kashrut sobre alimentos prohibidos (por ejemplo, la prohibición de comer cerdo) son un ejemplo de “casos fáciles” en la Halajá. La norma es clara y aplicable en casi todas las circunstancias sin excepciones. En estos casos, la Halajá se aplica de manera subsuntiva y sin ambigüedad. En sentido opuesto, los casos difíciles surgen cuando dos obligaciones halájicasentran en conflicto. Un ejemplo clásico es la observancia del Shabat versus la obligación de salvar una vida. En un caso donde un médico debe atender a un paciente en Shabat, existe un conflicto entre la obligación de observar el día de descanso y la de salvar una vida. Estos casos requieren interpretación y una decisión halájicaque equilibre ambas obligaciones, siendo un ejemplo claro de cómo la Halajá permite excepciones a sus normas cuando se enfrentan valores superiores.
En ese orden de ideas, por más que la Halajá no conceptualiza términos como derrotabilidad, optimización, y casos difíciles de la misma manera que la filosofía jurídica contemporánea, estos conceptos pueden aplicarse para entender su funcionamiento en contextos complejos. La Halajá permite cierta flexibilidad y adaptación a través de principios como pikuaj nefesh, hora’atsha’ah, kavod haBriot, y mekilín bemakom tza’ar, que actúan como mecanismos para “derrotar” o adaptar normas en situaciones extremas, y para optimizar el cumplimiento de la ley en función de las posibilidades prácticas de cada individuo.
Derivado de ello, se comprende que la Halajá presenta casos fáciles, donde la aplicación de las normas es directa, y casos difíciles, donde los rabinos deben profundizar en la interpretación y en los principios subyacentes para encontrar una solución que respete el espíritu de la ley sin contradecirla. Aunque no recurre a la ponderación de valores como en el derecho occidental, la Halajá logra flexibilidad y sensibilidad a través de una estructura interpretativa que, de alguna manera, cumple una función similar.
Todo esto en su conjunto nos permite colegir que la Halajá es un sistema único que combina elementos de iusnaturalismo (como su fundamento en la voluntad divina) y positivismo (su dependencia de textos normativos y autoridad interpretativa), aunque en última instancia escapa a una clasificación estricta. Es predominantemente formalista, pero incorpora valores sustanciales que pueden influir en la aplicación de normas en casos difíciles. También es originalista en su enfoque hacia los textos, aunque posee mecanismos que le permiten adaptarse a circunstancias cambiantes y mantener su relevancia a lo largo del tiempo. Derivado de ello, aunque la Halajá no reconoce derechos en el sentido moderno, los principios éticos y valores subyacentes funcionan como derechos no enumerados, permitiendo a los rabinos aplicar la ley de manera que respete la dignidad, el bienestar y la paz comunitaria. Estos principios demuestran que la Halajá es tanto un sistema normativo rígido como un marco ético sensible a las realidades humanas, buscando siempre equilibrar la adherencia a la tradición con las demandas de la vida contemporánea.
En sintonía con lo anterior, perfectamente la Halajá, con su larga tradición y sus complejos métodos interpretativos, podría ofrecer importantes aportes en el ámbito de la filosofía jurídica. Efectivamente, aunque la Halajá es un sistema legal y religioso específico del judaísmo, algunas de sus características y principios podrían enriquecer el entendimiento de cómo interpretar y aplicar la ley en sistemas seculares. Particularmente la Halajá aporta elementos útiles para profundizar en cómo preservar el significado original de un texto normativo sin impedir su aplicabilidad en contextos cambiantes. Más todavía si se prestara suficiente atención a que la Halajá tiene una rica tradición de interpretación textual, en la cual se considera no solo el texto literal de la Torá (la ley escrita), sino también la Torá oral (como el Talmud) y los comentarios rabínicos a lo largo de los siglos. De ahí que los rabinos interpretan el significado de los textos originales, pero también los adaptan a nuevos contextos y problemas.
Claramente esa comprobación es demostrativa per se de que una interpretación contextualista no sacrifica la voluntad del creador de la norma. De hecho, ña Halajá utiliza reglas de interpretación específicas, como el kal va-jomer (a fortiori) y la gezerá shavá (analogía basada en términos comunes), que permiten desarrollar y adaptar el contenido normativo sin abandonar su raíz textual. Al unísono, la Halajá da un lugar importante a los precedentes y a la interpretación de generaciones pasadas, considerándolos como una cadena continua de interpretación que mantiene la coherencia del sistema legal.
Respecto del positivismo jurídico, en cuanto sostiene que el derecho debe aplicarse como un sistema de normas claras, establecidas por la autoridad competente, sin depender de consideraciones morales abstractas; la Halajá, en su estructura, tiene un carácter normativo similar, pero también incorpora principios éticos y valores subyacentes que permiten la adaptación en casos excepcionales. Esta combinación podría ofrecerle al positivismo una mayor flexibilidad sin comprometer su enfoque normativo.
En ese sentido, la Halajá demuestra que es posible tener un sistema normativo estructurado (regido por textos y precedentes) que, sin embargo, reconoce principios subyacentes que pueden modificar la aplicación de las normas en situaciones especiales. Ya vimos que la Halajá aplica la mayoría de sus normas mediante subsunción y sigue un enfoque estrictamente formalista y, sin embargo, permite flexibilizar la aplicación en circunstancias particulares mediante excepciones reconocidas y preestablecidas. Probablemente esto podría aportar al positivismo una estructura para incorporar excepciones reguladas, evitando la discrecionalidad total. Vale insistir en que las excepciones en la Halajá, como el hora’at sha’ah (decisión temporal) o el minhag(costumbres locales), permiten adaptar la ley sin violar el formalismo, lo cual podría servir al positivismo como modelo de flexibilidad limitada. Es importante señalar que si bien la Halajá reconoce valores éticos como la dignidad humana (kavod haBriot) y la paz social (darkei shalom), estos se aplican a través de normas interpretativas y no como principios morales abstractos que subyacen a cada decisión.
En ese sentido, puede contemplarse que tanto el originalismo como el positivismo enfrentan desafíos en la resolución de casos difíciles, donde las normas no ofrecen respuestas claras o donde los derechos y principios entran en conflicto. La Halajá, con su enfoque en precedentes y su metodología interpretativa, puede ofrecer lecciones valiosas sobre cómo enfrentar estos casos complejos sin sacrificar la coherencia del sistema, por cuanto la Halajá ha desarrollado el sistema de responsa o preguntas y respuestas, en el cual los rabinos responden a preguntas sobre la aplicación de la ley en casos específicos. Ciertamente este método ha permitido desde antaño abordar casos difíciles basándose en precedentes y en la interpretación de los textos sagrados, sin romper la continuidad normativa.
En definitiva, al contemplar el vasto jardín de la justicia, uno se siente como en el corazón de un laberinto infinito, donde las normas son sendas, las reglas son muros y los principios, tenues luces danzando en la penumbra. Allí, en ese silencio cargado de ecos, el derecho no es simple mecanismo: es un animal vivo, un ser andante que crece con las estaciones, que respira gracias a las almas que lo interpretan, que muta con cada roce de la historia. Cuando el juez recorre estos senderos, con la balanza en la mano, no es un mero autómata ni un simple lector de códigos, sino un viajero que pulsa las cuerdas de una guitarra cósmica en busca de una melodía justa y precisa, propia de un cosmos en perpetua metamorfosis. La subsunción, rígida y cristalina, promete un orden geométrico, una armonía inquebrantable de rectas y círculos perfectos. Pero la realidad, líquida y terca, no cabe siempre en esos moldes: hay casos que se cuelan como un pez travieso entre los dedos del formalismo. La ponderación, en cambio, danza con la incertidumbre. Es la epiqueia aristotélica que acaricia la ley cuando esta, tosca, no alcanza a envolver el matiz humano. Es la mano del poeta que ajusta el verso para que suene verdadero. La ponderación no es capricho, no es licencia poética sin control; es más bien la estrategia del orfebre que, al trabajar con el oro de la dignidad humana, mide brillos y pesos sin balanzas absolutas, confiando en la luz interior que cada principio irradia. En este escenario, cada derecho es una criatura del bosque jurídico, con su propia savia y hojas. Algunos florecen en la penumbra; otros buscan la luz. Todos merecen agua, pero el manantial no es infinito. ¿Cómo decidir cuál bebe primero? La teoría del contenido esencial aparece entonces como ese amuleto que ningún mago olvida: una piedra luminosa que señala aquello intocable, el núcleo que jamás debemos violar. Pero incluso esa piedra, en la soledad de una noche de catástrofe, puede temblar ante la idea de sacrificar la vida de muchos en nombre de un principio inflexible. Allí asoma la tentación de la ponderación extrema, del cálculo doloroso y la excepción que, sin destruir el templo de los derechos, abre una ventana para que entre el aire de lo real.
La Halajá y la épica del Talmud nos enseñan que ni las prohibiciones más férreas carecen de resquicios cuando la vida pende de un hilo. En el espejo de la ley judía, la ponderación se revela como una forma de piedad ante la letra rígida. Y es que, al final, todo es un juego de espejos: la lectura del derecho en una sociedad compleja reclama la razón práctica, una razón con aromas de viñedos antiguos y una música interior que nos recuerda que bajo la corteza de las normas late el pulso del ser humano. La razón práctica es la estrella que guía al navegante jurídico; no es una coartada para la arbitrariedad, sino el reconocimiento de que no estamos ante un mapa inmóvil, sino ante un archipiélago en perpetua deriva. El derecho sin poesía sería un desierto de cláusulas, el juez sin coraje una estatua de sal. La decisión judicial, cuando se funda en la armonía entre subsunción, ponderación y contenido esencial, se asemeja a una trama de Cortázar, a un espejo borgiano, a un verso de Neruda que, en su aroma de mar y brisa, nos dice que la justicia no es sólo operación mental, sino tacto, mirada y palabra cálida. Podríamos aferrarnos a fórmulas matemáticas, decir que un derecho pesa “x” y el otro “y”. Mas las matemáticas del alma no obedecen a esas sentencias, y la dignidad no cotiza en bolsas de valores. Entonces ponderar es, en cierto modo, deshacer el nudo tenso para tejer otro manto, más suave, que arrope a todos sin ahogar a nadie.Así, el juez, sin renunciar a la firmeza moral ni a la coherencia, se convierte en un caminante del puente, aquel que une la severidad de la norma con la misericordia de la situación. Este es el gesto de la epiqueia: observar que la justicia no vive en la rigidez, sino en la sensatez. Y la jurisprudencia, esa vegetación que brota al amparo de siglos de conflictos, nos recuerda que la pretensión de una mecánica absoluta es falacia. Frente a la complejidad del mundo, la ponderación ofrece un lenguaje de matices, un canto polifónico en el que cada derecho tiene su estrofa, y la melodía final es la que mejor suena para preservar la dignidad humana.
Estas conclusiones no deben verse como la imposición de un nuevo dogma, sino como la invitación a entender que el derecho es un árbol robusto cuyas raíces se nutren de historia, ética y razón. Si la ponderación puede torcer una rama sin quebrar el tronco, si puede acercar la ley a la gente sin deformarla, entonces su valor es incalculable. Desde la mirada borgeana, cortazariana y nerudiana, el Derecho se adivina como un poema incesante, un espejo de tinta en el que se reflejan las pasiones y las esperanzas humanas. Hallar la justicia es un acto creativo, prudente y razonado, un viaje que no se cierra en certezas frías, sino que abraza la complejidad con nobleza y humanidad.
- A continuación, se presentan referencias jurisprudenciales, que enriquecen el debate sobre el debido proceso sustantivo en Estados Unidos, particularmente en relación con su función en la protección de derechos no enumerados frente a la postura de limitar su alcance a derechos explícitamente establecidos o claramente derivados del texto constitucional. Estas fuentes reflejan la diversidad de enfoques y la evolución del pensamiento jurídico sobre este principio. Calder v. Bull, 3 U.S. (3 Dall.) 386 (1798): Uno de los primeros casos que aborda el alcance del constitucionalismo estadounidense. Aunque no menciona explícitamente el “debido proceso sustantivo”, plantea discusiones iniciales sobre los límites de la interpretación constitucional y la existencia de derechos inherentes. Dred Scott v. Sandford, 60 U.S. (19 How.) 393 (1857): Caso histórico, aunque controversial, que explora la naturaleza de los derechos protegidos por el debido proceso, sentando bases para su desarrollo posterior, pese a no emplear el término “sustantivo” en su sentido moderno. The Slaughter-House Cases, 83 U.S. (16 Wall.) 36 (1873): Al restringir las Cláusulas de Privilegios e Inmunidades, la Corte desplazó la protección de derechos no enumerados hacia la Cláusula del Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda, abriendo paso a la doctrina del debido proceso sustantivo. Munn v. Illinois, 94 U.S. 113 (1877): Sostiene que ciertas regulaciones económicas son compatibles con el debido proceso, sugiriendo que no todos los derechos económicos no enumerados gozan de protección automática. Lochner v. New York, 198 U.S. 45 (1905): Ejemplo paradigmático del debido proceso sustantivo aplicado para amparar la libertad contractual, no explícita en la Constitución. Criticado posteriormente, marcó el auge de la protección de derechos económicos no enumerados. Meyer v. Nebraska, 262 U.S. 390 (1923) y Pierce v. Society of Sisters, 268 U.S. 510 (1925): Amplían el debido proceso sustantivo al ámbito de las libertades personales, protegiendo el derecho de los padres a dirigir la educación de sus hijos y consolidando su aplicación a derechos no textuales. West Coast Hotel v. Parrish, 300 U.S. 379 (1937): Rechaza el “lochnerismo”, reduciendo la protección de derechos económicos no enumerados y reflejando la flexibilidad del debido proceso sustantivo según el contexto judicial. Griswold v. Connecticut, 381 U.S. 479 (1965): Establece el derecho a la privacidad marital a partir de las “penumbras” de derechos explícitos, consolidando el uso del debido proceso sustantivo para proteger derechos no enumerados ligados a la dignidad humana. Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973): Extiende la lógica de Griswold al reconocer el derecho al aborto en las primeras etapas del embarazo, asociándolo a la autonomía personal mediante el debido proceso sustantivo. Washington v. Glucksberg, 521 U.S. 702 (1997): Adopta un enfoque más restrictivo, exigiendo que los derechos protegidos estén arraigados en la historia y tradiciones nacionales, estableciendo un estándar más estricto para derechos no enumerados. Lawrence v. Texas, 539 U.S. 558 (2003): Reconoce la autonomía sexual en relaciones privadas consensuales como parte de la libertad protegida por el debido proceso sustantivo, revirtiendo Bowers v. Hardwick (1986).
Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644 (2015): Declara el matrimonio igualitario un derecho fundamental, basado en el debido proceso sustantivo y la igualdad, mostrando la evolución expansiva de los derechos no enumerados.
Corwin, Edward S. The Doctrine of Due Process of Law Before the Civil War. New York: P. Smith, 1911. Ely, John Hart. Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review. Cambridge: Harvard University Press, 1980. Bork, Robert H. The Tempting of America: The Political Seduction of the Law. New York: Free Press, 1990. Sunstein, Cass R. Radicals in Robes: Why Extreme Right-Wing Courts Are Wrong for America. New York: Basic Books, 2005. Amar, Akhil Reed. America’s Unwritten Constitution: The Precedents and Principles We Live By. New York: Basic Books, 2012. Tribe, Laurence H. American Constitutional Law. New York: Foundation Press, various editions.
Chemerinsky, Erwin. Constitutional Law: Principles and Policies. New York: Aspen Publishers, various editions. ↩︎ - A continuación, se presenta un listado exhaustivo de referencias jurisprudenciales, doctrinales e históricas que exploran la “Era Lochner” (c. 1897-1937), un período en el que la Corte Suprema de Estados Unidos (SCOTUS) interpretó el debido proceso sustantivo de la Decimocuarta Enmienda para priorizar la libertad de contrato y otros derechos económicos, restringiendo significativamente la capacidad regulatoria de los estados en materias laborales y salariales.Jurisprudencia clave de la Era Lochner: Allgeyer v. Louisiana, 165 U.S. 578 (1897): Considerado un precursor de la doctrina Lochner, la Corte invalidó una ley de Luisiana que limitaba la compra de seguros fuera del estado, argumentando que violaba la libertad contractual protegida por el debido proceso sustantivo. Este fallo marcó el inicio de una protección expansiva de los derechos económicos. Lochner v. New York, 198 U.S. 45 (1905): Caso icónico que define la era. La SCOTUS anuló una ley de Nueva York que establecía un máximo de 60 horas semanales para panaderos, sosteniendo que restringía injustificadamente la libertad de contrato entre empleadores y empleados, consolidando el uso del debido proceso sustantivo para amparar derechos económicos no enumerados. Adair v. United States, 208 U.S. 161 (1908) y Coppage v. Kansas, 236 U.S. 1 (1915): La Corte invalidó leyes que prohibían prácticas antisindicales (como los “yellow-dog contracts”), reafirmando la primacía de la libertad contractual y limitando la intervención estatal en las relaciones laborales. Muller v. Oregon, 208 U.S. 412 (1908): Excepción notable en la era, la Corte upheld una ley que restringía las horas de trabajo de las mujeres, justificándola por razones de salud y roles maternales, mostrando límites a la doctrina Lochner en contextos específicos. Bunting v. Oregon, 243 U.S. 426 (1917): La Corte validó una ley de Oregon que fijaba jornadas de 10 horas para trabajadores fabriles, evidenciando una flexibilidad incipiente en la doctrina y anticipando su declive en la década de 1930. Fin de la Era Lochner: West Coast Hotel v. Parrish, 300 U.S. 379 (1937): Punto de inflexión que marcó el fin de la Era Lochner. La Corte upheld una ley de salario mínimo para mujeres en Washington, rechazando la noción de una libertad de contrato absoluta y abriendo paso a una mayor regulación estatal en la esfera económica.
Análisis doctrinal y contexto histórico: Gillman, Howard. The Constitution Besieged: The Rise and Demise of Lochner Era Police Powers Jurisprudence. Durham: Duke University Press, 1993. Examina las bases ideológicas de la doctrina Lochner y su relación con el contexto económico y político de finales del siglo XIX y principios del XX. Epstein, Richard A. How Progressives Rewrote the Constitution. Washington, DC: Cato Institute, 2006. Defiende la filosofía de la Era Lochner, argumentando que la protección de la libertad económica era esencial al constitucionalismo original y que su abandono fortaleció indebidamente el poder estatal. Sunstein, Cass R. After the Rights Revolution: Reconceiving the Regulatory State. Cambridge: Harvard University Press, 1990. Analiza el cambio tras la Era Lochner, destacando cómo el progresismo justificó un Estado regulador más activo y reorientó el debido proceso sustantivo lejos de los derechos económicos. Kens, Paul. Judicial Power and Reform Politics: The Anatomy of Lochner v. New York. Lawrence: University Press of Kansas, 1990. Estudio detallado del caso Lochner, explorando las influencias políticas y económicas detrás de la decisión. Ely, John Hart. Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review. Cambridge: Harvard University Press, 1980. Critica la Era Lochner como un ejemplo de activismo judicial que expandió derechos sin fundamento textual, restringiendo la democracia representativa. Horwitz, Morton J. The Transformation of American Law, 1870-1960: The Crisis of Legal Orthodoxy. New York: Oxford University Press, 1992. Contextualiza la Era Lochner dentro de las transformaciones jurídicas y sociales de la época. Novak, William J. “The Myth of the ‘Weak’ American State.” American Historical Review 113, no. 3 (2008): 752-772. Argumenta que, pese a la doctrina Lochner, el Estado mantuvo capacidad regulatoria en otras áreas, desafiando la idea de un gobierno débil. Tushnet, Mark. Out of Range: Why the Constitution Can’t End the Battle over Guns. Oxford: Oxford University Press, 2007. Menciona la Era Lochner como referencia para debates sobre derechos no enumerados y el rol judicial. ↩︎ - En este sentido, seguramente habría quien criticara con pasión el fallo desde una posición originalista, reclamando que la Corte Suprema se había aventurado demasiado lejos, excediendo los límites que le fueron trazados hace mucho tiempo por aquellos hombres que escribieron la Constitución, confiando en que sus palabras resistirían el embate del tiempo y las pasiones humanas. Dirían estos críticos que, al reconocer una libertad que nunca estuvo escrita en aquel pacto antiguo, los jueces no hicieron más que escuchar las voces de su propia subjetividad, apartándose así del mandato explícito de la letra original. Para el originalista, uno de los pecados mayores del caso Lochner sería precisamente este: que en ninguna línea de la Quinta o la Decimocuarta Enmienda se encuentra mención alguna sobre la libertad de contrato, ni sobre aquella protección especial que los jueces decidieron otorgarle. De ese modo, alegarían que la Corte creó, casi por arte de magia, un derecho que nunca había existido en el corazón mismo de la Constitución. ↩︎
- United States v. Carolene Products Co., 304 U.S. 144 (1938). Brown v. Board of Education, 347 U.S. 483 (1954). Roe v. Wade, 410 U.S. 113 (1973). Craig v. Boren, 429 U.S. 190 (1976).Análisis doctrinal y teórico: Bickel, Alexander M. La rama menos peligrosa: la Corte Suprema en el ámbito político. Nueva York: Bobbs-Merrill, 1962. Ely, John Hart. Democracia y desconfianza: una teoría de la revisión judicial. Cambridge: Harvard University Press, 1980.
Gunther, Gerald. “Prólogo: En busca de una doctrina evolutiva sobre un tribunal cambiante: un modelo para una protección igualitaria más reciente”. Harvard Law Review 86, no. 1 (1972): 1-48. Fiss, Owen M. Los inicios problemáticos del Estado moderno, 1888-1910. Vol. 8 de History of the Supreme Court of the United States. Nueva York: Macmillan, 1993. Sunstein, Cass R. Después de la revolución de los derechos: repensando el Estado regulador. Cambridge: Harvard University Press, 1990. Perspectiva comparativa y estudios recientes: Ackerman, Bruce. Nosotros, el pueblo: Fundamentos. Cambridge: Belknap Press of Harvard University Press, 1991. Graber, Mark A. “La subversión de Carolene Products”. Fordham Law Review 85 (2017): 101-138. ↩︎ - Es obvio que un originalista argumentaría que cualquier cambio o ampliación en la protección de derechos debería emanar del proceso legislativo o de enmiendas constitucionales y no de decisiones judiciales. De hecho, al introducir esta metodología diferenciada, la Corte estaría, en efecto, creando categorías de derechos y aplicando una jerarquización judicial que no está autorizada en el texto. Añadido a lo anterior, la idea de que ciertas “minorías discretas e insulares” merezcan una protección judicial especial es otro punto de crítica para los originalistas. Para ellos, la Constitución fue diseñada para proteger los derechos individuales, no para establecer un sistema de protección especial para grupos específicos. La noción de que los jueces deben proteger más a ciertos grupos introduce, desde esta perspectiva, una parcialidad judicial y un criterio de protección que no tiene una base sólida en el texto. Un originalista cuestionaría que la Corte asuma el rol de “protector de minorías”, argumentando que este es un tema que, en un sistema democrático, debería quedar en manos del legislador. Finalmente, un originalista consideraría que la nota al pie 4 en Carolene Products representa una apertura al activismo judicial. Al otorgarse la facultad de aplicar distintos niveles de escrutinio, la Corte adquiere una amplia discrecionalidad para decidir qué derechos y qué grupos ameritan una protección especial. ↩︎
- Cfr. EKMEDJIAN, Miguel A.: “De nuevo sobre el orden jerárquico de los derechos civiles”, Revista El Derecho 114-945; Tratado de Derecho Constitucional, Depalma, Buenos Aires, 1993; “La teoría del orden jerárquico de los derechos fundamentales como garantía del ciudadano frente a la Administración Pública”, en La protección jurídica del ciudadano, Madrid, Civitas, 1993; Manual de la Constitución Argentina, Depalma, Buenos Aires, 1991; Derecho a la información, Depalma, Buenos Aires, 1992. “El derecho a la dignidad, la libertad de prensa y el derecho de réplica”, La Ley 1987-C-135; “Otra vez se enfrentan el derecho al honor y la libertad de prensa”, La Ley, 1 de septiembre de 1992. ↩︎
- Tomemos el caso de la devolución de los depósitos frente a una corrida cambiaria. Bien podría plantearse la evaluación del derecho de propiedad en relación al impacto que traería aparejada la preservación de ese derecho para los sectores más vulnerables, ya que el retiro masivo de fondos podría poner en riesgo la estabilidad financiera de esos sectores y afectar negativamente al interés general. Esta interpretación plantea que la jerarquización de derechos no se basa en una valoración arbitraria, sino en el principio de que los derechos protegen valores (como la justicia social, la estabilidad económica y la igualdad) que tienen una estructura jerárquica. La premisa subyacente es que ciertos derechos, en tanto protegen valores esenciales para la cohesión social y la protección de los sectores más desfavorecidos, pueden prevalecer sobre derechos que protegen intereses individuales o económicos. Probablemente el acceso igualitario a derechos fundamentales debe ser priorizado frente a intereses particulares que, aunque legítimos, no son fundamentales en contextos de crisis. La postura de jerarquización de derechos contrasta con la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de Argentina, que en la mayoría de sus fallos adopta una visión más igualitaria entre los derechos individuales, evitando crear una jerarquía rígida entre ellos. La Corte Suprema suele aplicar el principio de armonización entre derechos, buscando interpretar cada derecho en su máxima expresión sin establecer una preeminencia automática de uno sobre otro. Esta doctrina sostiene que todos los derechos fundamentales tienen un valor igual y que, en caso de conflicto, deben armonizarse sin someter un derecho a otro de manera predeterminada. La jurisprudencia de la Corte se muestra reticente a aceptar un orden jerárquico fijo en los derechos, ya que ello podría justificar decisiones que sacrifiquen derechos individuales en favor de intereses colectivos sin un análisis profundo de la situación particular. En lugar de jerarquizar derechos, la Corte utiliza el control de razonabilidad y la ponderación para determinar si una restricción a un derecho está justificada en función de circunstancias específicas y proporcionales al fin perseguido. La discusión sobre la jerarquización de derechos individuales ha sido objeto de debate en la doctrina argentina, con juristas destacados como Germán J. Bidart Campos y Miguel Ángel Ekmekdjian aportando argumentos en favor de la existencia de una jerarquía de derechos. Bidart Campos, por ejemplo, sostiene que existe un “orden jerárquico” entre derechos personales, en el que los derechos fundamentales pueden tener prevalencia sobre otros derechos en función de los valores que protegen. Para estos doctrinarios, la jerarquización de derechos es una manifestación del orden de valores consagrado en la Constitución Nacional y una herramienta válida para resolver conflictos entre derechos individuales en contextos críticos. Ekmekdjian, en sus reflexiones, también destaca que ciertos derechos, al proteger valores esenciales para la convivencia social, deben prevalecer en situaciones de conflicto, especialmente cuando están en juego los derechos de sectores vulnerables. Desde esta perspectiva, la jerarquización de derechos no sería una violación de la igualdad, sino una aplicación del principio de justicia, que considera que algunos derechos son más fundamentales en términos de valores comunitarios y de cohesión social. ↩︎
- Ekmekdjian defiende que los derechos individuales deben clasificarse jerárquicamente en función de los valores que protegen, y que, en caso de conflicto, aquellos derechos que resguardan valores considerados superiores deberían prevalecer automáticamente sobre aquellos que resguardan valores de menor importancia. ↩︎
- Véase el caso New York v. Ferber, 458 U.S. 747 (1982), donde la Corte Suprema de Estados Unidos estableció un precedente importante al permitir restricciones a la libertad de expresión cuando se trata de proteger a menores de la explotación en la pornografía infantil, equilibrando este derecho con el interés estatal en la protección de la infancia. ↩︎
- En su obra publicada por Editorial Tirant Lo Blanch en 2017, el profesor Juan Antonio García Amado critica el uso de la ponderación como método para la resolución de conflictos jurídicos en decisiones judiciales. Esta crítica se enmarca dentro del debate sobre el neoconstitucionalismo, corriente que sostiene que los derechos fundamentales en las constituciones deben ser interpretados como principios, y que los conflictos entre ellos se deben resolver mediante la ponderación. ↩︎
- En el contexto del derecho federal estadounidense, este conflicto puede ilustrarse mediante la tensión entre el derecho al debido proceso, garantizado por la Quinta y Decimocuarta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, y la autoridad de las agencias federales para implementar regulaciones ejecutorias bajo la Administrative Procedure Act (APA), 5 U.S.C. § 551 et seq. La Corte Suprema ha abordado casos similares, como en Winter v. Natural Resources Defense Council, Inc., 555 U.S. 7 (2008), donde se evaluó la suspensión de acciones administrativas (injunctions) al ponderar el daño irreparable frente al interés público, priorizando este último en ciertas circunstancias, como la seguridad nacional. ↩︎
- En el derecho federal estadounidense, esta tensión entre la rigidez de la aplicación normativa y la necesidad de flexibilidad judicial puede observarse en la revisión judicial de acciones administrativas bajo la Administrative Procedure Act (APA), 5 U.S.C. § 706. Por ejemplo, en Chevron U.S.A., Inc. v. Natural Resources Defense Council, Inc., 467 U.S. 837 (1984), la Corte Suprema estableció el principio de deferencia judicial hacia las interpretaciones de las agencias administrativas (Chevron deference), lo que podría asemejarse a una forma de subsunción al priorizar la ejecutoriedad administrativa. Sin embargo, esta mirada ha sido criticado por limitar el acceso a una revisión judicial efectiva, especialmente cuando las decisiones administrativas causan un daño irreparable al particular. Más recientemente, en Loper Bright Enterprises v. Raimondo, 144 S. Ct. 2244 (2024), la Corte Suprema eliminó la doctrina Chevron, otorgando mayor discrecionalidad a los jueces para interpretar las leyes, lo que pone en evidencia cómo la subsunción normativa puede ocultar valoraciones judiciales subjetivas, alineándose con el argumento del texto. ↩︎
- La distinción entre la subsunción condicional y la ponderación de principios, como propone Robert Alexy en su obra Teoría de los derechos fundamentales (1985), encuentra eco en la práctica judicial estadounidense, aunque con matices. En el derecho federal de los Estados Unidos, los tribunales suelen aplicar un enfoque de subsunción al interpretar estatutos y precedentes, como se observa en la aplicación inicial de reglas bajo la Administrative Procedure Act (APA), 5 U.S.C. § 706. Sin embargo, en casos donde la aplicación estricta de una regla genera resultados manifiestamente injustos, los jueces recurren a un análisis más flexible, similar a la ponderación de principios de Alexy. Un ejemplo es Mathews v. Eldridge, 424 U.S. 319 (1976), donde la Corte Suprema desarrolló un test de ponderación para determinar si los procedimientos administrativos cumplían con el debido proceso, evaluando el interés del individuo frente al interés del gobierno, lo que refleja una adaptación contextual de principios en tensión. ↩︎
- En el derecho federal de los Estados Unidos, el conflicto entre el cumplimiento estricto de reglas procesales y el principio de la verdad jurídica objetiva (a menudo vinculado al debido proceso bajo la Quinta y Decimocuarta Enmienda) se ha abordado en casos donde las omisiones procesales podrían comprometer la justicia sustantiva. Por ejemplo, en Schlup v. Delo, 513 U.S. 298 (1995), la Corte Suprema permitió excepciones a las reglas procesales (como los plazos de presentación de apelaciones) cuando se demostraba una posible inocencia real, reflejando una forma de subsunción condicional que prioriza la verdad objetiva sobre la rigidez formal. La Federal Rules of Civil Procedure y la Federal Rules of Criminal Procedure también permiten discrecionalidad judicial para corregir omisiones procesales en casos excepcionales, equilibrando así la manda procesal con la búsqueda de justicia. ↩︎
- La tensión entre el formalismo procesal y la búsqueda de la verdad jurídica objetiva se refleja, por ejemplo, en la aplicación de las Federal Rules of Civil Procedure. Por ejemplo, la Regla 61 (Harmless Error) permite a los tribunales ignorar errores procesales que no afecten los derechos sustantivos de las partes, lo que podría interpretarse como un intento de subsunción condicional con excepciones limitadas. Sin embargo, en casos donde la exclusión de pruebas por tecnicismos procesales podría impedir alcanzar la verdad, los tribunales han adoptado enfoques más flexibles, similares a la ponderación de principios. Un precedente relevante es Daubert v. Merrell Dow Pharmaceuticals, Inc., 509 U.S. 579 (1993), donde la Corte Suprema estableció un estándar para la admisibilidad de pruebas científicas, priorizando la relevancia y confiabilidad sobre tecnicismos procesales estrictos, lo que permitió a los jueces evaluar contextualmente la importancia de la prueba para determinar los hechos del caso. Este enfoque refleja cómo la ponderación puede facilitar decisiones más justas al adaptarse a las circunstancias específicas, alineándose con el argumento del texto. ↩︎
- La noción del contenido esencial de los derechos fundamentales ha sido ampliamente desarrollada en la doctrina del derecho constitucional y en la jurisprudencia de diversos tribunales, tanto nacionales como internacionales. En la tradición alemana, su origen se asocia a la idea de Wesensgehalt contemplada en el artículo 19.2 de la Ley Fundamental de Bonn (1949), que exige que ningún derecho fundamental pueda ser afectado en su esencia misma. Este principio ha sido incorporado, con matices, en otras constituciones y sistemas jurídicos. Por ejemplo, en el ámbito español, el artículo 53.1 de la Constitución de 1978 y la doctrina del Tribunal Constitucional han subrayado la necesidad de preservar el núcleo esencial de los derechos fundamentales frente a cualquier restricción. En el plano internacional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha insistido en que ni siquiera en estados de emergencia se puede suspender la totalidad de ciertos derechos, pues ello implicaría vaciarlos de contenido y convertirlos en garantías meramente formales (véanse, entre otros, la Opinión Consultiva OC-8/87 y la jurisprudencia posterior de este tribunal). De esta manera, la idea de un contenido esencial constituye un límite insalvable para el poder estatal, asegurando que los derechos no sean meros enunciados, sino auténticos instrumentos de dignidad y protección efectiva para las personas. ↩︎
- A su vez, cabe destacar que la ponderación es un método para resolver conflictos entre principios o entre principios y reglas, pero no es el único modo de aplicación de los principios. En casos donde solo un principio está en juego y no existe conflicto, este principio se aplica sin necesidad de ponderación. Claramente, en ausencia de conflicto, el principio puede cumplirse plenamente, y no se requiere ponderación. ↩︎
- A continuación, se explican algunas de las reglas de interpretación de la Halajá:
1.Kal va-jomer (A fortiori): Esta es una de las reglas básicas de la lógica halájica, y establece que si una ley es aplicable en una situación menos seria, con mayor razón debe ser aplicable en una situación más seria. Por ejemplo, si está prohibido dañar a alguien levemente, con mayor razón estará prohibido dañarlo gravemente.
2.Gezerá shavá (Analogía basada en términos comunes): Esta regla permite extraer leyes comparando dos textos de la Torá que contienen las mismas palabras o expresiones. Si una ley se aplica en un versículo y en otro se usa un término similar, los rabinos pueden concluir que ambos contextos comparten la misma normativa. Esta técnica requiere de una tradición recibida y no puede aplicarse arbitrariamente.
3.Binyan av mikatuv ejad (Construcción a partir de un solo texto): Esta regla permite establecer una ley general basada en un solo versículo. Si una norma se menciona en un contexto, puede considerarse aplicable a otros contextos similares. Por ejemplo, si en un versículo se prohíbe una acción específica en un día sagrado, se puede entender que la misma prohibición se aplica a otros días sagrados.
4.Binyan av mishné ketuvim (Construcción a partir de dos textos): Similar a la anterior, pero aquí la ley se establece cuando dos versículos diferentes establecen una norma similar. Al observar esta repetición en diferentes contextos, los rabinos pueden deducir un principio general aplicable a otros casos.
5.Klal u’frat (General y particular): Esta regla implica que cuando un versículo establece una norma general seguida de un detalle específico, el significado de la norma general se limita al caso específico mencionado. Por ejemplo, si la Torá prohíbe la cosecha en Shabat (norma general) y luego menciona específicamente la siega (detalle específico), la prohibición se aplica solo a la siega en ese contexto.
6.Prat u’klal (Particular y general): Es la inversa de la regla anterior. Cuando la Torá menciona un caso particular y luego hace una declaración general, la ley se extiende a otras situaciones similares. Por ejemplo, si menciona una acción específica y luego generaliza, la prohibición se aplica a todas las acciones similares a la específica.
7.Hekesh (Comparación): Esta regla permite inferir leyes comparando dos casos que la Torá coloca en un mismo versículo o contexto. Si la Torá menciona dos temas en un mismo versículo, se considera que ambos comparten las mismas leyes, salvo que haya alguna indicación de lo contrario.
Estas reglas son la base de una metodología rigurosa que guía a los rabinos en la interpretación y aplicación de la ley. A través de estas técnicas, el enfoque subsuntivo permite una aplicación sistemática y respetuosa de la voluntad divina en situaciones que no se detallan explícitamente en la Torá. ↩︎ - Aunque la Halajá se distingue por su rigor subsuntivo y su compromiso con la precisión textual, no es un sistema inflexible. De hecho, a pesar de su énfasis en el peshuto y la literalidad como primer paso, la tradición judía ha desarrollado herramientas que, sin apartarse de la letra de la ley, permiten abordar casos difíciles y responder a las complejidades de la vida humana. En este equilibrio entre estricta adherencia y adaptación, la equipeya (alusión o derivación textual) y otros mecanismos interpretativos desempeñan un papel crucial.Un caso difícil dentro del ámbito de la Halajá surge cuando las circunstancias no encajan claramente en los supuestos establecidos por la normativa existente o cuando se enfrentan valores y principios que parecen colisionar. La literalidad, por sí sola, puede quedarse corta en tales escenarios, requiriendo un análisis más profundo que permita aplicar la ley de forma coherente con el espíritu del texto sagrado y las necesidades del momento. La equipeya, como técnica interpretativa, permite derivar normas o conexiones a partir de palabras o expresiones similares encontradas en distintos pasajes de la Torá. Este método no busca flexibilizar la literalidad, sino más bien ampliar su alcance y desentrañar su significado oculto mediante un análisis textual profundo. A través de la equipeya, los sabios pueden encontrar paralelismos que arrojan luz sobre cómo aplicar una norma a un contexto novedoso. Por ejemplo, si un término aparece tanto en el contexto de Shabat como en el de Yom Kipur, se pueden derivar principios comunes sobre lo que está permitido o prohibido en ambos días sagrados. Sin embargo, más allá de herramientas textuales como la equipeya, la Halajá también reconoce mecanismos para lidiar con tensiones prácticas. Entre ellos destacan los principios de pikuach nefesh (la preservación de la vida), que permite suspender temporalmente ciertas prohibiciones para proteger la vida humana, o el concepto de horaat sha’ah, decisiones excepcionales tomadas por las autoridades rabínicas para abordar una situación específica sin que estas se conviertan en precedentes normativos permanentes. En estos casos, la Halajá no abandona su lógica subsuntiva, pero reconoce que la justicia y la equidad requieren priorizar ciertos valores fundamentales. Por tanto, la Halajá demuestra que incluso un sistema profundamente arraigado en la literalidad y el rigor interpretativo no es impermeable a los dilemas humanos. Ante un caso difícil, su respuesta no es la ponderación en el sentido occidental moderno, sino un delicado ejercicio de equilibrio entre la fidelidad al texto y la sensibilidad al contexto. Así, aunque la Halajá opera dentro de los límites de la palabra divina, encuentra en sus métodos y principios internos los medios para adaptarse a las encrucijadas que plantea la realidad. La equipeya y otros mecanismos no erosionan la base normativa, sino que la enriquecen, permitiendo que la ley conserve su relevancia en un mundo en constante cambio. ↩︎
- En ese orden de ideas, la interpretación rabínica de Levítico 18:5, enriquecida por el Talmud y las discusiones rabínicas posteriores, sostiene que “vivirá el hombre” implica que la vida misma es la condición indispensable para cumplir los mandamientos. ↩︎
- La hora’at sha’ah en la Halajá, que permite excepciones temporales a las normas religiosas en casos de extrema necesidad, encuentra un paralelo en la doctrina estadounidense de que “la constitución no es un pacto suicida”, una idea atribuida al juez Robert H. Jackson en su disidencia en Korematsu v. United States, 323 U.S. 214 (1944). En este caso, la Corte Suprema justificó la internación de ciudadanos estadounidenses de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial bajo la necesidad de proteger la seguridad nacional, reflejando una adaptación temporal de derechos constitucionales, como el debido proceso de la Quinta Enmienda. Esta postura fue posteriormente criticada y contextualizada en Trump v. Hawaii, 585 U.S. ___ (2018), donde la Corte reafirmó la autoridad del gobierno para imponer restricciones migratorias en tiempos de crisis, siempre que se cumplan estándares de revisión judicial. Estas decisiones ilustran cómo el derecho federal permite equilibrar principios constitucionales con la supervivencia del sistema democrático en circunstancias excepcionales. ↩︎