I. La Quimera de la Ipsa Natura Rei y el Templo del Derecho
En la cúpula marmórea del Derecho, donde el pensamiento humano se alza como catedral inmarcesible, durante siglos ha resonado con eco persistente la extraña idea de que las cosas son porque tienen que presentarse de una forma determinada. En ese sentido, se ha dicho, con grave solemnidad, que en su entraña se esconde la verdad primigenia, la justicia no escrita que los hombres buscan como quien persigue el aroma de un edén perdido.
La pregunta subyacente en todo tiempo y lugar ha sido si estamos en presencia de una realidad tangible o una fantasía, un espejismo que adorna el lenguaje de los jueces cuando desean hablar como dioses en su oráculo. Sucede que, en efecto, si nos atuviéramos a la altiva razón, bien podríamos dividir a los jueces en tres castas: los positivistas, que con severo rostro aplican la ley escrita sin atender a la justicia; los idealistas, que ven en la norma un reflejo de la moral superior; y aquellos que oscilan entre ambas orillas, navegantes de la prudencia que saben que el Derecho no es roca ni espuma, sino la unión de ambas en su encuentro con la historia.
Al respecto, no podríamos ser indiferentes respecto de que, en un Estado Constitucional de Derecho, donde la ley es el cincel que esculpe el orden social, no es dable a los jueces abandonar la balanza por la neblina de lo indeterminado. Con toda seguridad, la norma no es un poema que el magistrado deba componer con su leal saber y entender, sino una arquitectura de reglas preexistentes, que no admiten el capricho ni la improvisación. Sucede que, en efecto, si se dijera que el Derecho nace de la naturaleza misma de las cosas, y que su interpretación es potestad del juez iluminado, estaríamos de vuelta en los oscuros feudos donde la justicia era tributo del arbitrio y la razón una moneda al capricho del monarca. Con toda seguridad, cabe afirmar que la justicia no puede ser sólo sentimiento ni intuición, porque el Estado de Derecho demanda claridad, previsibilidad y fundamento.
Mas si miramos de cerca, tampoco debe desdeñarse toda sombra de la ipsa natura rei, porque el Derecho no es un cadáver sino un río en constante fluir. Ciertamente, como si el eco del universo lo confirmara, cuando la norma es muda, cuando el código es insuficiente, cuando la letra de la ley no abraza la totalidad de la vida humana, entonces la interpretación debe beber de fuentes más hondas.
Ocurre que el alba no pregunta antes de nacer y los principios generales, la equidad, la historia y, en última instancia, esa íntima conciencia de lo justo que late en el corazón de toda cultura no emerge como licencia del juez para imponer su voluntad, sino como brújula en la tormenta de los vacíos normativos. Es el sino de las cosas, como la marea que siempre regresa y, por esa razón no es un cetro que otorga poder sin límite, ni un delirio de los juristas que sueñan con dictar sentencias desde las nubes del Olimpo. Es, más bien, una luz tenue que ilumina la penumbra, un vestigio de la justicia primigenia que, si bien no puede reemplazar la norma escrita, en ocasiones puede susurrar al oído de quien, con humildad y ciencia, busca el equilibrio entre la letra y el espíritu de la ley.
No por ello deja de ser cierto que la justicia se erige en columnas de piedra y no en fantasías etéreas. Y así es como el viento susurra la verdad, si un juez se aferra a la ipsa natura rei como única razón de su fallo, estará más cerca del poeta que del jurista, más cerca del oráculo que de la jurisprudencia. No puede perderse de vista en el reino del Derecho, la razón es la soberana y el texto su decreto, por lo que la justicia no puede permitirse el delirio de lo indeterminado.
En tales condiciones, quedaría, pues, la ipsanatura rei como un eco lejano, un perfume en la brisa, un susurro en la conciencia, pero nunca el ariete con el que se derrumben los muros del Estado de Derecho, toda vez que el juez, en su cometido, debe caminar con la firmeza de la norma y la sabiduría de la razón, porque sólo en ese equilibrio resplandece la verdadera justicia.
Del mismo modo en que el río busca el mar, es absolutamente cierto que el operador jurídico en determinadas circunstancias deberá recurrir a la naturaleza misma de las cosas para encontrar una solución justa. En el precitado teatro, con toda seguridad, la noción de ipsa natura rei—la “naturaleza misma de las cosas”— plantea una reflexión sobre la esencia de lo justo y cómo esta puede ser descubierta y aplicada en la función judicial. En efecto, la ipsa natura rei implica queen cada situación concreta, más allá de las reglas codificadas y las normas escritas, hay una realidad subyacente que contiene un principio de justicia intrínseco. Cabe enfatizar que este principio no es algo impuesto por la voluntad humana o la legislación, sino algo que “ya está allí”, esperando ser descubierto a través del ejercicio racional. En otras palabras, hay una verdad objetiva y justa que reside en la naturaleza de las cosas y que puede guiar al juez en la resolución de un conflicto. De hecho, esto se aleja del enfoque positivista estricto, en el cual la justicia sería únicamente lo que está prescrito en la ley.
Tal es la forma que adopta la verdad cuando se mira desde el espejo del destino, que desde perspectiva de la ipsa natura rei, la justicia no siempre está escrita explícitamente en las normas, sino que a veces requiere que el juez, con base en su razón y prudencia, interprete la situación y discierna lo que es justo en función de las circunstancias reales. Porque de hecho, el juez no es un simple ejecutor de la ley, sino un intérprete que debe equilibrar las normas positivas con la realidad concreta de cada caso.
En tales condiciones, vale insistir respecto de que la función judicial, cuando se concibe a través de la ipsa natura rei, está íntimamente relacionada con la prudencia (phronesis) por cuanto permite al juez aplicar los principios de justicia no de manera rígida, sino adaptándose a las circunstancias particulares de cada situación.
A la manera en el que el sol besa la aurora, la ipsanatura rei plantea un desafío para el juez, habida cuenta de que requiere que este se pregunte no solo qué dice la ley, sino también qué es justo en el contexto específico en el que se encuentra.
Con toda seguridad, bien puede precaverse que la ley no puede en todos los casos proporcionar una respuesta clara o exhaustiva, probamente es aquí donde la naturaleza de las cosas se convierte en una brújula para el juez. Efectivamente, al actuar con prudencia, el juez no crea una nueva ley, pero tampoco actúa simplemente como un ejecutor ciego. Ya que la realidad humana es compleja y cambiante, la labor del juez es interpretar, descubrir y aplicar el principio de justicia que subyace a la realidad del caso que tiene ante sí. Por supuesto, como no todos los casos pueden resolverse con una fórmula rígida o un precedente claramente establecido. En rigor, ese cuadro de situación no significa que el juez deba improvisar o alejarse de la estructura normativa; al contrario, toda vez que su función es mantener un delicado equilibrio entre la norma y la realidad. Evidentemente, la justicia no puede desligarse de la ley, pero tampoco puede ignorar las circunstancias concretas que hacen que un caso sea único. En consecuencia, la ipsa natura reiexige que el juez vaya más allá de la superficie de los textos legales y, en consecuencia, explore el sentido más profundo de la justicia que subyace a cada situación. Porque, de hecho, la ipsa natura rei no es una carta blanca para el arbitrio judicial, sino una guía para resolver casos que desafían los límites de las normas positivas, siempre dentro de un marco de razonabilidad y equidad.
Así las cosas, resulta inevitable lamentar lo que ha sido, porque todo lo sido persiste en la memoria con la terquedad de un laberinto sin salida, pero lo cierto es que vivimos en una civilización que atraviesa una crisis devastadora de valores. Y esta crisis no es accidental, es producto de un relativismo feroz que ha arrasado con los principios que alguna vez defendieron lo más sagrado: la dignidad de la persona.
II. El relativismo como enemigo de la humanidad.
En ese sentido, resulta imposible permanecer en silencio mientras el utilitarismo y el relativismo continúan su marcha destructiva, amparados en la bandera de una supuesta libertad, pero que, en realidad, se disfraza de permisivismo desenfrenado. Sucede que, en efecto, este movimiento no solo erosiona la moral y ataca la institución familiar, sino que coloca al ser humano en un estado de vulnerabilidad sin precedentes, separando la ética de la ciencia, y priorizando lo económico por encima de lo realmente humano. ¿Acaso no es esto una traición a lo que somos en esencia? ¿No es esto una renuncia a la verdad que se encuentra en la naturaleza misma de las cosas?
Con toda seguridad, lo más aterrador de todo es que en este escenario se promueve la falacia de que las ideas religiosas o los valores universales son solo una “opción más”. Todo eso en su conjunto evidencia una crisis de referencia, una crisis de sentido que afecta profundamente a la cultura moderna. Acaso cómo no lamentar lo que el tiempo, con su obstinada soberbia, ha decretado que se viva una época profundamente marcada por el relativismo cultural y moral, una época que promueve como uno de sus valores más preciados la pluralidad de visiones, opiniones y cosmovisiones del mundo.
No puede escapar a la observación aguda que la comentada pluralidad tiene un reverso oscuro cuando se lleva al extremo de establecer la equiparación absoluta de todos los sistemas éticos, religiosos o filosóficos como simples alternativas equivalentes y sin jerarquía alguna.
En efecto, establecer que las ideas religiosas o los valores universales son únicamente “opciones más”, colocadas en un mismo plano que cualquier preferencia personal, implica reducir la trascendencia ética y espiritual inherente a estas ideas a una simple cuestión de gustos, de preferencias subjetivas e intercambiables. Sin duda alguna, esta reducción produce efectos nocivos, pues erosiona las bases mismas sobre las cuales se construye la cohesión social y el sentido profundo de comunidad, generando incertidumbre moral y una cierta parálisis ética. Acaso cómo fundamentar la justicia, el bien común o la dignidad humana si cada propuesta ética tiene exactamente el mismo valor relativo.
Al respecto, es fundamental precisar que esta crítica no pretende rechazar el pluralismo en sí mismo, sino cuestionar un relativismo extremo que termina por vaciar de contenido las convicciones más profundas del ser humano. La gravedad radica en que, al trivializar valores que tradicionalmente fueron considerados universales (como la dignidad humana, la justicia, la solidaridad o incluso el respeto a la vida), se socava la posibilidad misma de sostener consensos básicos, imprescindibles para la convivencia pacífica y el desarrollo humano integral.
En ese sentido, el aspecto más aterrador de esta situación radica en la sutilidad con la que ocurre, ya que, en efecto, no se trata siempre de un ataque frontal y evidente contra las ideas religiosas o éticas, sino más bien de una indiferencia pasiva que las despoja de toda trascendencia. En este punto, lo verdaderamente preocupante es que esa indiferencia no promueve tolerancia genuina sino apatía ética que amenaza con neutralizar la capacidad crítica y espiritual de individuos y comunidades enteras y que tiene consecuencias directas en el plano político y social. Porque si no existe una verdad ética compartida, cualquier propuesta —por más injusta o aberrante que sea— podría disfrazarse de legítima bajo la apariencia del pluralismo.
Tal cual lo contaban los viejos del pueblo, con la certeza de quien ha visto llover cien años se puede advertir que este pluralismo sin norte conduce a la anarquía moral, donde todo se tolera, aun cuando se priorizan valores opuestos que destruyen la autenticidad y la universalidad de los verdaderos valores. ¿Acaso podemos permanecer inactivos ante esto? ¿Es realmente razonable suponer que todas las ideas, por el mero hecho de existir, deben ser respetadas incluso cuando atentan contra la dignidad humana? Hoy, bajo el manto de una falsa paz, escuchamos hablar de la libertad de la madre para decidir sobre la vida de su hijo, como si fuera un “derecho”, o la posibilidad de terminar con la vida de un enfermo terminal en nombre de su dignidad. ¿Cómo hemos llegado a este punto?
En efecto, en el presente, bajo el manto pérfido de una paz fingida, escuchamos, con dolor y estremecimiento, hablar de una libertad extraña, confusa y sombría. Verdaderamente tristes tiempos nuestros, dónde se truecan así los valores santos del espíritu. En consecuencia, bien cabe preguntarse cómo hemos llegado a este abismo en el que permitimos que, por ejemplo, la vida, ese don celestial e intangible, resulta negociado como una mercancía vulgar en el mercado de intereses mundanos.
No cabe duda, como el sol del mediodía clavado en los techos de cal viva, que se ha olvidado que la libertad verdadera no reside en la indiferencia mortal ni en la arbitrariedad egoísta, sino en la noble y generosa afirmación del amor, del sacrificio, del respeto profundo por lo sagrado y eterno.
Es cosa de urgencia, como cuando el río crece y no hay más remedio que correr cuesta arriba, que se despiertan las almas dormidas y vuelva al mundo el valor supremo de la vida, la dignidad auténtica que florece en el cuidado, la misericordia y la ternura.
Tan evidente como el primer rayo de sol atravesando los manglares, no estamos lejos de los horrores vividos antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando al adversario se lo trataba con un desprecio inhumano. Hoy, que es solo un eco del ayer y un presagio del mañana, en lugar de cámaras de gas, disfrazamos el desprecio bajo el lenguaje frío de leyes que se apartan de lo esencial: la vida humana como tal.
Siguiendo esa línea de pensamiento, como quien recorre un laberinto sabiendo que ya ha estado ahí antes, cabe señalar que el relativismo y el formalismo jurídico, que se escudan en las mayorías parlamentarias, nos empujan hacia un futuro desolador. Así y no de otra manera, aunque uno siempre tenga la sospecha de que podría haber sido todo lo contrario, se vislumbra la aprobación de normas que no son el reflejo de la justicia, sino de la conveniencia política, olvidando por completo que el derecho no crea la dignidad de la persona, sino que la reconoce. ¿Acaso hemos olvidado que la ley, por sí sola, no tiene el poder de conferir humanidad?
Con toda seguridad, el presente nos encuentra viviendo bajo una ilusión, un espejismo de derechos humanos que se declaran una y otra vez, sin sustancia. Es un mundo idealizado que no corresponde a la realidad que enfrentamos. Bastaría con reparar que el mero hecho de pertenecer al género humano ya no es suficiente para ser considerado persona. De hecho, nos exigen pruebas: madurez, capacidad, autonomía. ¿Quién tiene el derecho de establecer estas condiciones? ¿Acaso se han convertido algunos en los nuevos dueños de la vida, decidiendo quién merece ser reconocido como persona?
El legislador, aquella figura enigmática que, semejante al poeta, convoca mundos en la penumbra de la palabra, ha pretendido desde siempre la facultad misteriosa y terrible de decidir quién merece el nombre de persona y quién, al quedar excluido, vaga por una noche sin rostro ni derechos. No cabe duda alguna que en este punto crucial, donde se juega la vida misma, convergen la majestad de lo jurídico y la tensión filosófica del derecho natural.
Se me antoja pensar, como quien escucha el murmullo en la plaza, que el legislador no es sino un espejo fragmentario en donde la humanidad contempla su propia definición incierta. Bien podría afirmarse con convicción apasionada que la persona no es el resultado caprichoso de la convención, sino un ente cuya dignidad se revela en la naturaleza misma del ser humano. Por eso, correspondería insistir con firmeza en que la ley, ese orden que buscamos desesperadamente en un mundo caótico, debe proteger ciertos bienes fundamentales que no derivan del arbitrio del Estado, sino de una razón moral anterior, permanente, acaso infinita.
No deberían existir dudas, como no las hay cuando el gallo canta y la noche se repliega con su manto de sombras, que el legislador no crea la dignidad, apenas la reconoce o la ignora; y al hacerlo, inevitablemente se aproxima al oficio de un demiurgo, que decide qué fragmentos de lo humano son dignos de subsistir. Pero esta idea no es nueva: en el laberinto profundo del pensamiento jurídico-naturalista resuenan voces antiguas, ecos platónicos y aristotélicos. Incluso Tomás de Aquino, maestro de fina ironía escolástica, sostenía apasionadamente que la persona es “lo más perfecto en toda la naturaleza”, una singularidad que participa misteriosamente de lo divino mediante el entendimiento y la voluntad.
En ese orden de ideas, cabe poner en evidencia el peligro extremo de entregar al legislador el poder absoluto sobre lo humano. la sombra oscura de antiguos emperadores que, en un capricho brutal, borraban o concedían humanidad. El pensamiento jurídico-naturalista insiste, pues, en que el legislador debe ser más cartógrafo que creador: su misión sagrada es trazar las fronteras de lo que ya existe, resistiendo firmemente la tentación diabólica de inventar o extinguir personas por decreto.
Sin embargo, y aquí yace el dilema eterno, la tentación persiste, irresistible y trágica. Ante esto, el legislador se enfrenta inevitablemente a un dilema metafísico: si la dignidad humana es eterna e inmutable, ¿con qué derecho osaría nombrarla o despojarla? ¿Acaso no se encuentra ya inscrita en una biblioteca más antigua que el tiempo, en un tomo sagrado que ninguna mano humana puede alterar?
Por ello incansablemente afirmaremos que la dignidad precede y excede a la ley; que el legislador, por más poderoso que se crea, el que debe limitarse humildemente a reconocer lo que nunca podrá plenamente definir. De este modo, la persona humana permanece, siempre y para siempre, como una cifra misteriosa e inagotable, cuya esencia ningún decreto terrenal puede abarcar por completo.
Justamente aquí está la traición fundamental del formalismo: la ley no puede definir la humanidad, solo puede reconocerla. Y cuando las leyes se apartan de la naturaleza misma de las cosas, cuando el sistema jurídico niega lo evidente, lo que está en juego no es solo una interpretación legal, sino la esencia misma de lo humano. Claramente nos enfrentamos a un enemigo que no usa bombas ni armas convencionales, sino teorías filosóficas que, bajo un manto de falsa sofisticación, buscan confundirnos.
En ese sentido, la traición esencial del formalismo radica en su vana pretensión de encerrar lo humano dentro de los márgenes de un códice. La ley, en su rígida arquitectura de cláusulas y disposiciones, puede aspirar a reconocer lo que es innegable, pero jamás podrá definirlo sin desnaturalizarlo. Ya que, en efecto, un río no se define por los márgenes que lo contienen, sino por la corriente que lo habita, y así ocurre con la humanidad: es un flujo incontenible, una música anterior a la partitura.
Sin embargo, embriagados por la geometría fría de los conceptos, algunos pretenden moldear la realidad a su capricho. No cabe duda de que cuando el sistema jurídico se aparta de la naturaleza misma de las cosas, cuando la tinta de los legisladores niega lo que el alba y el ocaso confirman cada día, lo que se juega no es simplemente una cuestión de normas y precedentes, sino la fibra misma de lo que nos hace humanos. Verdaderamente no se trata de una mera disputa entre interpretaciones, sino de un asalto al corazón del ser, un intento de sustituir la verdad inasible por la fría escultura de un artificio.
Así las cosas, el enemigo que enfrentamos no empuña espadas ni alza fortalezas de piedra. Con toda seguridad, su arma es el sofisma envuelto en el celofán de la erudición, la teoría que, disfrazada de complejidad, esconde su verdadera vocación: la confusión. No busca la verdad, sino el espejismo de una lógica que, en su afán de ser perfecta, olvida ser justa. Y así, entre tratados y discursos, la humanidad corre el riesgo de convertirse en una sombra perdida en el laberinto de las abstracciones.
En efecto, no se trata de teorías benévolas; son conceptos diseñados para encandilar, pero cuyo verdadero propósito es conducirnos al error. Poco a poco, estas ideas están desgarrando el concepto mismo de la dignidad humana, reduciendo la persona a una mera suma de aptitudes. ¿Cómo es posible que, en lugar de proteger la vida, estemos llegando al punto de justificar su destrucción bajo el disfraz de derechos? ¿Qué derecho puede haber en la destrucción de una vida? Ciertamente, a pesar de que la ciencia ha dejado claro, sin ninguna duda, que la vida comienza en la concepción. Pero cuando esta verdad resulta incómoda, los defensores del formalismo y el existencialismo trasladan el debate al terreno filosófico, para así justificar lo injustificable: la destrucción de una vida humana como si fuera un acto médico. Esto no solo destruye vidas, sino también valores. Verdaderamente se inventan teorías para justificar el hedonismo, el utilitarismo y una vida fácil, libre de responsabilidades. Y lo más grave de todo es que hemos perdido la conciencia de la importancia de cada vida humana, incluso en sus etapas más tempranas de desarrollo. Este proceso desquiciado debe terminar. Es necesario detenernos y reflexionar sobre la gravedad del momento en que vivimos. No es una exageración decir que estamos ante la encrucijada más crítica de nuestra civilización. Debemos recuperar lo que nunca debimos haber perdido: el respeto por la dignidad intrínseca de toda persona, no porque lo diga una ley, sino porque está en la naturaleza misma de las cosas.
III. La dignidad de la persona
La dignidad de la persona humana no es una concesión ni una moneda de cambio en los foros del derecho o la política, sino una verdad anterior a cualquier acuerdo. Resulta elocuente que no depende del reconocimiento de los otros, del aplauso de las instituciones o del dictamen de los códigos. Por el contrario, emana de la propia esencia del ser, del solo hecho de existir. Como el fulgor de una estrella que brilla en la vastedad del universo aunque nadie la mire, la dignidad no necesita testigos para ser real.
De ahí que pretender fundarla en normas o decretos sea tan absurdo como intentar capturar el viento con las manos. En efecto, las leyes podrán reconocerla, e incluso protegerla, pero jamás serán su fuente. Porque, si así fuera, bastaría un cambio de régimen, una reforma o un capricho de la historia para que dejara de existir. En ese sentido, es manifiesto que la dignidad no se extingue con la tinta de los legisladores ni se disuelve en el juego de mayorías circunstanciales. Al contrario, persiste, como persisten el mar y las montañas más allá de los mapas que intentan limitarlos.
Por eso, cuando el poder pretende someter la dignidad humana a su reconocimiento, incurre en un error fundamental: confunde la lámpara con la luz. Las constituciones y los tratados podrán plasmarla en sus artículos, y sin duda es deseable que lo hagan, pero no son ellas quienes la crean, sino apenas quienes atestiguan su existencia. Es la diferencia entre narrar una historia y ser parte de ella.
En definitiva, la dignidad no depende de quién la reconozca, así como el alba no necesita que nadie la proclame para teñir de oro los cielos. Es una certeza, no una concesión. Es un hecho, no una concesión jurídica. Por más que el mundo insista en ignorarla, ella sigue ahí, intacta, resistiendo el paso del tiempo como resiste la verdad en medio del ruido de las mentiras. De ahí que resulta indignante que, en pleno siglo XXI, todavía tengamos que defender lo que debería ser obvio y absolutamente incuestionable: la dignidad de la persona humana no depende de ningún reconocimiento externo, ni del derecho ni de la política, sino que emana de su propia esencia. Cabe preguntarse cómo hemos llegado a una situación en la que algunos se atreven a negar la dignidad inherente a cada ser humano solo porque no cumple con ciertos parámetros, ciertos formalismos, ¡o porque no ha alcanzado un supuesto nivel de “calidad de vida” o “racionalidad”! ¡Qué soberbia es esta que pretende definir lo que es y lo que no es digno, cuando la dignidad es algo que no puede ser otorgado ni quitado! No puede dejar de llamarse la atención respecto de que la dignidad de la persona es algo connatural a su ser, no necesita el aval de una ley para existir, no está sujeta a condiciones o límites impuestos por las mayorías parlamentarias o los formalistas del derecho.
En efecto, la dignidad humana no puede ser otorgada por un sistema jurídico, ni mucho menos arrancada por este. Lamentablemente quienes creen que la dignidad de una persona es solo el producto de un acto de reconocimiento están ciegos a la realidad. La dignidad es un derecho inalienable, un hecho innegable que precede y supera cualquier estructura jurídica.
En ese entendimiento, es vergonzoso que en nuestra sociedad se siga discutiendo si el no nacido es una persona ¿Cómo podemos siquiera atrevernos a dudar de la humanidad de un ser vivo solo porque no ha pasado por un portal legal, una frontera artificial que llamamos nacimiento? ¿Quiénes somos nosotros para decidir qué vida humana es digna de ser reconocida y cuál no? Todo eso es inhumano, es despiadado, es una traición a la verdad misma de lo que significa ser humano.
¿Cómo podríamos, siquiera por un instante, permitirnos dudar de la humanidad de un ser vivo solo porque aún no ha cruzado el umbral que el derecho ha marcado con la tinta de sus códigos? ¿En qué momento decidimos que la frontera entre el ser y el no ser depende de una fecha, de una ceremonia biológica que hemos convertido en requisito jurídico? Es como negar la existencia de la aurora porque el sol aún no ha emergido del horizonte, como desconocer el río solo porque aún no ha llegado al mar.
Las leyes, con su aparente rigidez matemática, insistirían en dibujar líneas donde la vida no reconoce fronteras. Antes bien, la humanidad no se concede ni se adquiere por decreto, como un título que otorgan los escribanos del tiempo. Está ahí desde siempre, como la raíz que precede al árbol, como la promesa que ya es verdad antes de ser pronunciada. Y era así, y no de otra manera, porque si la historia nos ha enseñado algo, es que cada vez que un poder se ha arrogado el derecho de definir quién es humano y quién no, la sombra de la injusticia ha caído sobre los hombres con el peso de una condena. Y, sin embargo, seguimos jugando a creernos dueños de lo que no nos pertenece, fijando umbrales arbitrarios como si la dignidad necesitara de sellos o certificados para existir.
Sin embargo, la verdad, aunque intentemos enmarcarla, se filtra como la luz entre los resquicios. Y aunque cerremos los ojos o apartemos la mirada, sigue ahí, recordándonos que la humanidad no es un privilegio concedido, sino una condición intrínseca, inalterable e independiente de las barreras que la razón —o la falta de ella— insista en levantar. Y eso es tan verdadero como que la sangre corre caliente en las venas, porque la dignidad no puede depender de criterios externos, de la madurez, de la capacidad, de la autonomía o de cualquier otro atributo que intenten imponer. ¡Es una burla! ¡Es un insulto a la naturaleza misma del ser humano! Entonces, si aceptamos que solo aquellos que cumplen con ciertos requisitos de racionalidad o autonomía son dignos, entonces estamos destruyendo la noción misma de humanidad y pisoteando los principios más básicos de justicia. ¡No! La dignidad de una persona no depende de que esta sea capaz de razonar, de moverse, de hablar o de actuar. La dignidad radica en su existencia misma, en su ser. ¡Basta ya de reducir a las personas a meros instrumentos medidos por su utilidad o funcionalidad!
Existe abrumadora evidencia respecto de que los derechos humanos no son una dádiva que se otorga desde arriba, desde un Estado magnánimo o desde un tribunal. Claramente son derechos naturales, anteriores a cualquier sistema de poder, porque son inherentes a la persona misma. Por ello mismo son inseparables de la esencia del ser humano, y lo que el derecho debe hacer no es inventarlos, sino simplemente reconocerlos. ¡Pero que quede claro! Incluso si no los reconoce, esos derechos siguen existiendo. En ese sentido, que un gobierno o una sociedad niegue el derecho a la vida, a la libertad, o a la dignidad, no significa que esos derechos dejen de existir. Lo que deja de existir, lo que se degrada, es la justicia misma en esas sociedades que no son capaces de ver más allá de su propia mezquindad.
En consecuencia, ningún ser humano puede ser privado de su dignidad. No importa su condición, su enfermedad, su incapacidad, su estado de dependencia. Tampoco importa si no ha nacido o si está al borde de la muerte, sigue siendo una persona digna, con derechos inherentes. Aquellos que creen que se puede suprimir la vida de un no nacido porque no ha “madurado” lo suficiente, o que el enfermo terminal debe acabar con su vida para preservar su “dignidad”, están jugando con fuego. ¡Ciertamente están destruyendo la base misma de la civilización humana! ¿Acaso creen que pueden reescribir la naturaleza? ¡No se puede construir una sociedad justa y equitativa si primero no reconocemos lo que es incuestionable: que la dignidad humana es inviolable! En ese sentido, no podemos aceptar, ni por un instante más, ¡que la dignidad dependa de lo que un parlamento decida en su arrogancia! Los derechos no se negocian, no se posponen, no se suprimen porque no encajan en las agendas de poder. ¡Los derechos son inmanentes al ser humano! Y afirmo sin vacilaciones, porque sé reconocer la verdad cuando la siento en la piel, que un parlamento se atreva a legislar sobre el comienzo de la vida y la muerte, no hace más que evidenciar la soberbia con que pretenden torcerle el brazo a lo sagrado. Son leyes escritas en papel mojado, moralmente huecas, porque niegan lo más elemental, lo que no puede negarse sin negarnos a nosotros mismos: la esencia profunda, el misterio de nuestra naturaleza humana. No es posible decretar la destrucción de aquello que trasciende todo tiempo, toda circunstancia, todo capricho político: la dignidad infinita y eterna de cada vida.
Así pues, a todos aquellos que creen que pueden jugar con los derechos fundamentales de las personas bajo el pretexto de la “modernidad” o el “progreso”, debe advertírseles: ¡No se equivoquen! La dignidad de la persona no se suplica, no se negocia, no depende de ningún voto ni de ninguna ley. Es una realidad que se impone por sí misma, con toda su fuerza y su verdad. Por ello, quien se atreva a ignorarla o a pisotearla, no solo se enfrenta a la razón, sino a la misma naturaleza humana. Así, mientras exista un ser humano sobre esta tierra, habrá una voz que la defienda y la proclame, por encima de cualquier ley o gobierno que pretenda reducirla o negarla. Porque no es la ley la que nos hace humanos, es nuestra humanidad la que exige leyes que respeten y reconozcan lo que siempre ha sido y siempre será: la dignidad inherente e inalienable de cada persona humana.
En efecto, habitamos un mundo que presume orgulloso de su luz y de su civilización, pero que, a poco que rasguemos su superficie pulida, revela su peor vergüenza, toda vez que sucumbido a la trampa más ruin en la que podía caer nuestra especie, la de poner en tela de juicio lo único que jamás debió ser negociable: ni más ni menos que la dignidad sagrada e intocable de cada ser humano. Por supuesto, lo que debería ser una verdad inquebrantable se encuentra ahora bajo el asedio de teorías frías, desalmadas, que intentan reducir a la persona a una colección de cualidades y capacidades, como si el ser humano pudiera desmoronarse en una lista de requisitos que, de no cumplir, lo dejarían fuera de la esfera de lo valioso.
A todo evento, bien podría decirse que el ser humano trae consigo, desde el primer instante, una dignidad que no admite discusión ni requiere confirmación externa, dignidad que ninguna ley podría concederle, ni filósofo alguno proclamar, habida cuenta de que existe por sí misma, intrínseca, inalienable, por el solo hecho de ser quien es, por la sencilla razón de existir, consciente, único, irrepetible, tan capaz de sentir dolor como alegría, tan destinado al amor como a la soledad Claramente, no porque lo diga la ley, ni porque lo proclamen los libros de filosofía, sino porque su propia existencia, su ser único y consciente, irradia un valor que no depende de ninguna condición externa.
Perfectamente resulta comprensible que es la persona, por su naturaleza racional y espiritual, la que otorga sentido al concepto de dignidad. Esto es así, toda vez que, sin ella, ese término sería un cascarón vacío, un eco sin contenido. Y, sin embargo, aquí estamos, en medio de un debate insólito en el que algunos pretenden vaciar a la persona de su esencia, como si pudiera separarse su valor de lo que es en lo más profundo.
No obstante, he aquí que nos encontramos envueltos en una discusión extraña, absurda incluso, en la que algunos insisten en arrancar a la persona de sí misma, como si fuera posible despojarla de aquello que la constituye desde lo más íntimo, separando artificialmente su valor de su esencia más profunda, olvidando quizá que, al hacerlo, estaríamos negando nuestro propio reflejo en el espejo.
Dirán los escépticos que hablamos de la dignidad humana como si fuera algo evidente, un axioma grabado en piedra, pero sin prueba alguna de su existencia, Nos enrostrarán que la dignidad una simple ilusión inventada por los filósofos para consolarnos frente a nuestra evidente pequeñez, nuestra fragilidad animal y nos consolarán advirtiéndonos que somos apenas criaturas precarias que se aferran desesperadamente a conceptos abstractos para esconder la insoportable verdad de nuestra insignificancia.
Sin embargo, si de insignificancia y pequeñez hablamos, no se me ocurre ejemplo más claro que aquel que pretende reducir la existencia humana a un absurdo accidente biológico. Irónicamente, quien afirma esto lo hace precisamente desde una posición que presume ser racional, consciente y crítica—es decir, desde esa misma dignidad que tanto se esfuerza en negar. Resulta, en consecuencia, risible contemplar a quien pone en duda la dignidad humana ejerciendo, sin percatarse, esa dignidad en cada palabra, en cada gesto, en cada pensamiento. Como quien pretende gritar al viento que no existe el aire mientras respira profundamente para decirlo.
En efecto, la verdadera dignidad de la persona se revela en su libertad, en su entendimiento, en su capacidad para amar y elegir, pero no puede, bajo ninguna circunstancia, depender de que estas facultades se manifiesten de manera perfecta. La dignidad no es algo que se gana, es algo que simplemente “es”. Cuando los filósofos del relativismo existencialista o el nominalismo empirista intentan fundar la dignidad de la persona en cualquier cosa que no sea su propia naturaleza, se estrellan contra una pared que ellos mismos han levantado. ¿Cómo se puede justificar la dignidad sin la naturaleza racional que le da sustento? Es imposible, y aun así, se lanzan a este abismo de contradicciones, promoviendo una dignidad tan débil que cualquier soplo de viento ideológico la derriba.
Justamente es aquí donde surge la paradoja más perversa: al negar la racionalidad o la esencia espiritual de la persona como fundamento de su dignidad, la convierten en un vacío. En ese sentido reducen la dignidad a algo inefable, inalcanzable, o peor aún, a un capricho de los sistemas que deciden quién la merece y quién no. ¡Nada más falso! ¡Nada más peligroso! Si permitimos que la dignidad de la persona dependa de factores externos, como la ley o el consenso social, entonces hemos perdido el rumbo y habremos traicionado la verdad más fundamental de lo que significa ser humano.
En esta comprensión de asunto, es precisamente donde aparece la paradoja más oscura, el callejón sin salida favorito de los intelectuales que prefieren marear al lector en vez de mirarlo de frente: al negar la racionalidad o el alma (sí, he dicho alma, y que nadie se escandalice) como cimientos de la dignidad humana, no hacen otra cosa que transformar ese concepto en un vacío absurdo, un agujero negro al que todos asoman la cabeza sin entender demasiado qué es lo que están mirando. Ya que, en efecto, bajo esta mirada la dignidad se convierte así en una idea inasible, o peor aún, en un juguete en manos de burócratas, gobiernos y sociedades que la otorgan o la retiran según soplen los vientos del poder.
Sin embargo, nada podría ser más grotesco, nada más peligroso. Si aceptamos que nuestra dignidad depende del consenso social, de contratos escritos por manos temblorosas y pragmáticas, estaremos aceptando que somos poco más que fichas en un juego siniestro cuyo reglamento cambia con cada tirada de dados. Y eso no es solo un error; es la peor de las claudicaciones. ¿En serio creen que los derechos humanos son un acuerdo firmado por abogados miopes y políticos oportunistas en salones iluminados con lámparas que tarde o temprano acabarán fundiéndose?
La vida no necesita justificaciones, y mucho menos la dignidad que la acompaña. Definitivamente, si comenzamos a medir la dignidad de las personas por su funcionalidad o por su capacidad de cumplir con ciertos estándares, estamos caminando por un sendero oscuro y resbaladizo. ¿Qué pasará entonces con aquellos que no cumplen con estas condiciones arbitrarias? ¿Qué diremos de los no nacidos, de los enfermos, de los ancianos que ya no tienen control sobre sus cuerpos o sus mentes? ¿Acaso podemos atrevernos a decir que son menos personas? No, la persona es valiosa por lo que es, no por lo que hace. En este punto de la crónica, es vital reconocer el mayor peligro de todos: la confusión entre la dignidad y los atributos que pueden presentarse o no en la vida de una persona. El ser humano, desde su primera célula hasta el último suspiro, es y será siempre digno. Su dignidad no puede depender de su grado de autonomía, de su capacidad de razonamiento, o de su posibilidad de amar y ser amado. La dignidad es un derecho absoluto e inviolable, y condicionar la existencia de ese derecho a la posesión de ciertas cualidades es, simple y llanamente, un atentado contra la humanidad misma.
No escapa a ningún observador atento que el contractualismo contemporáneo, en su afán por cimentar los derechos humanos sobre pactos y consensos, termina por reducir lo absoluto a lo relativo, la permanencia a lo transitorio. La dignidad, bajo esta mirada, ya no es un atributo inherente al ser humano—esa criatura capaz de reconocer el bien, buscar la verdad y contemplar la belleza—, sino un acuerdo provisorio que puede ser revisado o suprimido cuando las circunstancias lo demanden. ¿Qué clase de dignidad puede surgir de algo tan volátil como el consentimiento o la convención social? ¿No es, acaso, una contradicción esencial creer que algo tan profundo como el valor de una vida pueda depender del acuerdo, tantas veces cambiante y caprichoso, de una mayoría circunstancial?Porque afirmar que los derechos humanos nacen exclusivamente del contrato social implica que esos mismos derechos pueden desvanecerse tan pronto como el contrato cambie o la mayoría modifique sus preferencias. Así la cosas, el planteo contractualista lejos de afirmar la dignidad del individuo, la convierte en una mercancía negociable, vulnerable al apetito del poder político, al pragmatismo del mercado, o al cinismo de las mayorías ocasionales.
Frente a esta peligrosa deriva contractualista, el naturalismo filosófico nos recuerda que la dignidad humana no es fruto del pacto sino del ser mismo, de una realidad ontológica que precede y supera cualquier convención. El ser humano es digno porque es, antes que todo, persona: un sujeto racional, espiritual, capaz de elegir el bien y de amar libremente, capaz incluso de contemplarse a sí mismo y descubrir en su interior un propósito que ningún consenso político podría otorgarle ni arrancarle jamás.
En definitiva, el contractualismo, al querer fundar la dignidad en el consentimiento, no hace más que socavar su fundamento auténtico, convirtiendo la vida humana en objeto de regateo. Por el contrario, la visión naturalista—que se apoya en los hombros de gigantes como Aristóteles, Tomás de Aquino y Maritain—sostiene firmemente que el valor del ser humano no se negocia, no se legisla, no se vota, sino que se reconoce y se respeta, precisamente porque su dignidad brota directamente de aquello que es, esencialmente y para siempre, verdad profunda de nuestra naturaleza.
En ese sentido, la batalla no se libra solo en el plano teórico. En nuestras legislaciones y en nuestra sociedad, día tras día, se está socavando esta verdad fundamental. Se intenta establecer criterios externos para definir quién es digno de ser llamado persona. Se legisla como si los derechos pudieran ser otorgados o retirados a conveniencia, según lo dictaminen los votos de una mayoría parlamentaria o las corrientes ideológicas de turno. ¡Qué aberración! ¡Qué tragedia! El derecho existe para defender lo que es obvio, lo que es inmutable. Pero incluso si el derecho se desvía y deja de cumplir esta función, la verdad persiste: la persona sigue siendo digna, con o sin el reconocimiento legal. Es decir, queaunque la ley niegue los derechos de los más vulnerables —de los no nacidos, de los discapacitados, de los ancianos— esos derechos siguen ahí. Existen porque la persona existe. ¡Y es esa existencia lo que confiere la dignidad que ninguna ley, por mucho que lo intente, podrá borrar!
En tales condiciones resulta elocuente que el verdadero valor de la persona no se puede suprimir por un voto, no se puede relegar por la incapacidad de la sociedad para ver lo evidente. El derecho puede fallar, la sociedad puede fracasar, pero la persona siempre será digna. Cada individuo, cada ser humano, lleva en sí mismo un valor que no puede ser negado. La dignidad está inscrita en la naturaleza misma del ser humano. No necesita ser reconocida, pero sí exige ser respetada. ¡Nadie puede arrebatar esa verdad! Ningún argumento, por ingenioso que sea, podrá destruir el hecho de que la dignidad humana es innegociable.
En ese sentido, la dignidad humana—ese principio augusto e inefable—no es dádiva generosa de ningún gobierno, ni ornamento artificioso de las filosofías en boga, ni, menos aún, invención reciente que pueda atribuirse el espíritu moderno. Es, sin lugar a dudas, una verdad antiquísima, honda y viviente, que palpita en las fibras más íntimas del alma humana, una realidad tan clara y, al mismo tiempo, tan misteriosa como la vida misma, como el aliento que nutre y sostiene nuestro paso por este mundo fugaz. Cierto es que innumerables sabios, poetas y pensadores, en afanosa búsqueda, han intentado definirla, apresarla, encadenarla al lenguaje y fijarla en el frío metal de las palabras. ¡Vano empeño! Pues ¿cómo reducir a letras el fuego sagrado que late en lo profundo de cada ser, esa llama que arde con esplendor propio e irreductible? La dignidad, lo sé, no puede ser prisionera de ninguna definición; ella vive inscrita indeleblemente en nuestra esencia misma, libre e incontestable.
A todas luces es una realidad que late en el corazón de cada ser humano, una verdad tan profunda como el propio misterio de la vida. Es por eso que ninguna novedad presento, entonces, si advierto que no depende de opiniones, ni de reconocimientos, ni mucho menos de leyes. ¡Es! Y se manifiesta de manera irrefutable, en cada respiro, en cada mirada, en cada acto de amor.
IV. La dignidad humana y la autonomía de la voluntad.
En ese orden de ideas, cabe señalar que uno de los pilares sobre los que se sustenta esta dignidad es la libertad, pero no una libertad entendida como un capricho absoluto, una licencia para hacer cualquier cosa sin restricciones. Sucede que la verdadera libertad, la que dignifica al ser humano, es la que le permite orientar sus actos hacia el bien. Precisamente es ahí donde reside la dignidad, en esa capacidad única de elevarse por encima de los instintos, de dominar las pasiones, de actuar no por imposición, sino por convicción.
Así y todo, probablemente, la libertad por sí sola no explica la grandeza de la persona. Cada ser humano es irrepetible, único en el vasto universo, un ser que no tiene igual. Mientras que los animales siguen un patrón genérico, los humanos, en su individualidad, son insustituibles. Nadie es como tú, ni como yo. Cada vida humana tiene un valor intrínseco que no puede ser replicado, una singularidad que trasciende cualquier función que desempeñemos en la sociedad. El valor de la persona no depende de lo que hace, sino de lo que es. Esta unicidad es la que otorga a cada ser humano un carácter sagrado, un aura de dignidad que no puede ser ignorada ni desechada. Y con esa dignidad vienen derechos que no necesitan ser otorgados por ningún poder externo. Los derechos humanos no son una concesión del Estado, ni una creación de los legisladores. Son inherentes a la persona por el simple hecho de existir. Son irrenunciables porque forman parte de la propia esencia del ser humano. No hay ley, no hay mayoría parlamentaria que pueda suprimir estos derechos sin caer en la más absoluta injusticia. Los derechos inherentes no pueden ser negociados, no pueden ser recortados. Forman parte de nuestra naturaleza más profunda, y negarlos es negar la humanidad misma.
Quizás entre los dones más sublimes que confirman la dignidad de la persona está su capacidad de amar. Pero el amor no es solo un sentimiento, es la esencia misma del ser humano. En rigor, fuimos creados para amar, y es a través del amor que nos realizamos plenamente como personas. Ciertamente, el ser humano no está completo sin la capacidad de amar y ser amado. De hecho, es en el amor donde se refleja la dignidad más pura, donde la persona se abre al otro, buscando su bien, entregándose con generosidad. Así, el amor personaliza, dignifica, eleva. No es una acción cualquiera, sino la más alta expresión de la libertad, porque amar es decidir voluntariamente el bien de los demás. En suma, amar es reconocernos en el otro y encontrar en ese reconocimiento el reflejo de nuestra propia dignidad.
No obstante, lo señalado, cabe remarcar que la dignidad no se agota en la dimensión física o emocional. Verdaderamente la persona es más que un cuerpo, más que una mente. Antes que nada, somos seres espirituales, dotados de un alma inmortal que nos conecta con lo trascendente. De verdad, nuestra libertad, nuestra racionalidad, son reflejos de una verdad más profunda: estamos hechos para lo eterno, para lo absoluto. Por lo que no somos simplemente materia que un día dejará de existir. En rigor, somos portadores de una chispa divina, de una vida que no termina en este mundo. Y, precisamente, es esta conexión con lo trascendente lo que otorga a cada vida humana un valor inestimable, una dignidad que no puede ser negada. Todo lo anterior me permite referir que,dentro de cada persona, además, está inscrita una ley natural. No es una invención humana, no depende de modas, ni de opiniones, sino que forma parte de la propia estructura del ser. Esta ley nos guía hacia lo bueno, nos orienta hacia lo justo.
En ese sentido, nos permite discernir entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo verdadero y lo falso. Esta brújula interior no puede ser ignorada sin consecuencias, porque es la que nos marca el camino hacia el bien. Es una participación en la ley divina, una expresión de la verdad absoluta que gobierna el universo. Y va de suyo que la dignidad humana no depende de lo que decidan las mayorías por cuanto la dignidad humana no puede someterse a los caprichos del poder, ni a las modas del momento.
En tales condiciones, no importa cuántos voten en contra de la vida, la vida sigue siendo sagrada. Tampoco es relevante cuántos intenten negar los derechos de los débiles, esos derechos siguen siendo inviolables. Sucede que, en efecto, la dignidad no está sujeta a negociación.
Con toda seguridad, al final del camino, lo que queda claro es que la dignidad humana es un principio absoluto, que se manifiesta en cada aspecto de nuestra existencia. No mueve el amperímetro cómo nos vean los demás, no tiene entidad lo que la ley diga, habida cuenta de que la dignidad es inquebrantable, innegociable, indestructible. De allí que es nuestra responsabilidad defenderla, exaltarla y proclamarla, en cada momento de nuestra vida, para que nadie, nunca, olvide el valor incalculable de cada ser humano.
En ese estado de cosas debe hacerse notar que la dignidad humana, por ser inherente a la persona, debe ser protegida por el orden jurídico incluso cuando el propio sujeto pretenda renunciar a ella o actuar en su contra. ¿Y cómo podría ser de otro modo, cuando esa dignidad no depende de su voluntad, ni del consentimiento individual, sino que es anterior a cualquier decisión personal? No estamos ante un derecho disponible o una facultad negociable, sino frente a una realidad ontológica, una verdad inscrita en lo más profundo del ser humano, cuya defensa trasciende toda circunstancia, incluso las más adversas o contradictorias.
En este sentido, el Derecho no puede cruzarse de brazos ni refugiarse cómodamente en la excusa del respeto absoluto a la autonomía individual cuando está en juego aquello que hace a cada persona única e irrepetible. Proteger la dignidad humana es, en última instancia, proteger lo que la persona es en su esencia más íntima y profunda, aunque la persona misma, por circunstancias trágicas, desesperación o desconocimiento, pudiera atentar contra esa dignidad que le pertenece por naturaleza.
De allí que, frente a conductas autodestructivas o situaciones en las cuales un individuo pareciera renunciar a su dignidad, el Derecho debe actuar como guardián atento, firme y compasivo, recordándole al ser humano aquello que quizás él mismo ha olvidado: que su valor es indiscutible e incondicional, y que, precisamente por eso, la ley tiene el deber moral y jurídico de salvaguardar ese valor incluso contra las decisiones del propio titular.
Porque la dignidad humana no es una concesión que pueda retirarse ni abandonarse; es una verdad eterna, inmutable, que el orden jurídico debe defender en todo tiempo y circunstancia, justamente porque al defenderla protege lo más precioso y sagrado de nuestra común humanidad
Imaginemos la escena: tres personas mayores de edad, en pleno uso de sus facultades mentales, deciden —por mera afición a la adrenalina— llevar a cabo un juego de ruleta rusa. Cada uno, a sabiendas del riesgo mortal, consiente en participar. ¿Debe el Estado mantenerse al margen por tratarse de un asunto personal que, en principio, no afecta de manera inmediata a terceros? ¿O podría este prohibir y penar tal conducta aun sin un daño externo evidente?
La situación propuesta, lejos de constituir un mero ejercicio de imaginación, representa claramente el dilema siempre latente entre autonomía individual y protección del bien común por parte del Estado. Tres individuos adultos, mentalmente competentes, libremente acuerdan participar en un peligroso juego de ruleta rusa. El acto, en apariencia, sólo concierne a quienes han consentido, quienes, en pleno conocimiento de sus consecuencias potencialmente mortales, asumen personalmente el riesgo. A primera vista, podría parecer un asunto privado, exento de injerencias legítimas del Estado, dado que en apariencia no se afecta directamente a terceros. Pero, ¿es realmente tan simple?
En efecto, si analizamos con más detenimiento el problema, descubrimos una complejidad profunda. La primera cuestión a resolver es precisamente el alcance de la autonomía personal y su relación con la dignidad humana. Desde una perspectiva estrictamente liberal, podría argumentarse que el Estado no debería interferir en decisiones adultas voluntarias, siempre y cuando éstas no impliquen un daño claro e inmediato hacia terceros. En esta lógica, cada ser humano es dueño absoluto de su vida, de su integridad, y por ende, libre de disponer de ella incluso hasta extremos autodestructivos.
Sin embargo, esta perspectiva, por más coherente que parezca, tropieza inevitablemente con un límite ineludible: la dignidad humana, ese valor fundamental que el Derecho reconoce y protege de manera absoluta. La dignidad, como bien se sabe, es un atributo intrínseco e inalienable, que no se reduce a un simple bien negociable ni disponible al capricho momentáneo de sus titulares. De esta forma, cuando la conducta de una persona atenta gravemente contra su propia dignidad y pone en riesgo su integridad física o su vida misma de manera totalmente arbitraria o irracional—como ocurre claramente en la ruleta rusa—, el Estado no sólo tiene la facultad sino también el deber ético y jurídico de intervenir para proteger al individuo contra sí mismo.
En este sentido, el hecho de que la conducta haya sido consentida no convierte en legítimo un acto que vulnera frontalmente un valor indisponible y fundamental como lo es la vida humana. El Derecho, al prohibir y penalizar tales acciones, no estaría limitando indebidamente la libertad, sino más bien garantizando la protección mínima e indispensable del núcleo esencial de cada persona: su vida y su dignidad. El consentimiento, aunque válido en muchas circunstancias, no es ilimitado, especialmente cuando involucra bienes jurídicos tan fundamentales que trascienden el ámbito privado, interesando así a toda la comunidad humana.
Además, esta visión se sostiene también desde el punto de vista del bien común y del orden público, que no sólo protegen derechos individuales, sino que garantizan valores básicos que cohesionan la sociedad. Permitir actos como la ruleta rusa, incluso cuando realizados voluntariamente, implicaría validar una lógica social que trivializa la vida, promoviendo la indiferencia o la banalización de la muerte y el sufrimiento, consecuencias que sí generan efectos sociales indirectos pero evidentes.
Por lo tanto, es razonable afirmar que, en situaciones como la descrita, el Estado está plenamente legitimado—e incluso moralmente obligado—a intervenir, prohibiendo y sancionando tales conductas, aun en ausencia de un daño externo inmediato, pues lo que está en juego es mucho más profundo: la defensa del valor irreductible de la vida humana y la protección de la dignidad como fundamento mismo de la convivencia civilizada.
Este problema plantea un debate fascinante entre la esfera de la privacidad (o autonomía individual) y la legitimidad de la injerencia estatal. En Argentina, el artículo 19 de la Constitución Nacional (CN) es el principal referente en cuanto a la protección de los actos privados de los individuos, siempre y cuando no perjudiquen a terceros. En Estados Unidos, la right to privacy(derecho a la privacidad) se ha forjado a través de la jurisprudencia de la Corte Suprema, aun sin estar consagrado de modo expreso en su Constitución. Finalmente, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) consagra igualmente una protección a la vida privada y familiar (artículo 8), a la vez que deja un margen de apreciación a los Estados para ciertas intervenciones estatales que protejan el interés público y la moral.
La relevancia de este debate jurídico radica en la tensión entre la justificación liberal “clásica” —cuyos postulados centrales se basan en el principio de no dañar a terceros— y la idea de que el Estado también debe velar por el bien común y la vida (como valor fundamental), incluso al interior del ámbito privado. De ahí surge la pregunta: ¿puede el Estado, bajo un enfoque no meramente liberal, intervenir y prohibir la ruleta rusa o conductas similares que son conscientemente auto-lesivas? ¿El principio del daño a terceros es la piedra angular que justifica cualquier restricción a los derechos individuales? ¿Solamente debería regularse conductas que afectan a un tercero de manera concreta y verificable?
En efecto, la discusión sobre si puede criminalizarse la participación de personas adultas y plenamente responsables en actividades autodestructivas —o si, por el contrario, corresponde respetar el ámbito privado de su autonomía— es uno de los debates más desafiantes dentro del derecho constitucional y del derecho penal contemporáneos. El ejemplo extremo de la ruleta rusa, en el que tres individuos deciden arriesgar la propia vida sin perjudicar de manera directa a ningún tercero, plantea interrogantes de enorme relevancia en torno al concepto de privacidad, a la posibilidad de que el Estado actúe como garante de la vida incluso contra la voluntad de los involucrados y a los fundamentos filosófico-jurídicos que posibilitan o impiden la intervención punitiva. El debate no se limita al plano teórico, sino que encuentra eco en la realidad al enlazar, de manera polémica, el posible paralelo con la asistencia al suicidio o la eutanasia, temas a los que los tribunales de distintas jurisdicciones han dedicado fallos trascendentes. En el trasfondo, se agita la confrontación entre la línea liberal, que coloca la autonomía individual por encima de casi todo mientras no haya daño a terceros, y otra que, con raíces en el tomismo o en corrientes comunitaristas, considera a la vida un bien indisponible o, al menos, un pilar fundamental de la sociedad que amerita protección aun contra actos de autolesión consentida.
Con toda evidencia, el asunto no se reduce a una discusión abstracta: impacta de lleno en la determinación de las fronteras de la privacidad, en la interpretación del artículo 19 de la Constitución Argentina, en el margen de acción que tienen los estados de la Unión Americana de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Supremo, y también en la lectura que hace el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la protección de la vida privada y familiar1.
Podría pensarse que la discusión referente a la ruleta rusa pertenece al reino de la mera hipótesis extravagante. Sin embargo, la problemática adquiere una dimensión muy real si la ubicamos junto a fenómenos como el suicidio asistido, la eutanasia o la intervención médico-legal en casos de personas que quieren acabar con su existencia. El Estado, en determinados supuestos, no se detiene a preguntar si el individuo goza de plenas facultades o si puede actuar con libertad absoluta: muchas regulaciones penales y disposiciones éticas de los colegios médicos buscan proteger la vida, incluso cuando la propia persona esté decidida a terminarla. Este conflicto es, en definitiva, una colisión entre un anhelo de autonomía total y la función de tutela o protección del bien común que caracteriza al poder público, con la salvedad de que el debate se torna más agrio cuando no se vislumbra un daño evidente a terceros. ¿Por qué criminalizar, se pregunta el liberal extremo, si todas las partes involucradas están de acuerdo y asumen los riesgos? La respuesta, esgrimida desde posturas más conservadoras o comunitaristas, apunta a que la vida humana trasciende la esfera personal y que, al ser pilar de toda organización social, no puede pasar a considerarse objeto libremente enajenable al arbitrio individual. Esta perspectiva, defendida en su versión más filosófica desde la tradición tomista, propone que la ley positiva, para ser auténticamente justa, debe proteger la vida incluso ante decisiones personales de autodestrucción.
La Constitución Argentina, en su artículo 19, parece consagrar un foco liberal cuando afirma que las acciones privadas que no afecten a terceros están exentas de la autoridad de los magistrados, perteneciendo solo a Dios. La influencia de John Stuart Mill y su principio del daño es notoria en esa cláusula, pues subraya la libertad individual y circunscribe la legitimidad del castigo penal a situaciones en que existe un perjuicio real para otros. Sin embargo, la praxis jurídica en Argentina no ha interpretado el artículo 19 de manera absoluta. Basta con recordar los casos de la Corte Suprema en materia de tenencia de estupefacientes para consumo personal, que abrieron la puerta a entender la acción privada como protegida, pero siempre sometida a un análisis contextual. Esa tensión entre la norma —que enuncia un amplio manto protector de la privacidad— y la realidad —que demuestra la posible injerencia estatal más allá del daño concreto a terceros— no es sino el fiel reflejo de la complejidad de los problemas jurídicos de hoy. Al ser la vida un bien esencial, muchas posturas consideran que su protección es un fin legítimo del derecho penal, lo cual matiza e incluso recorta el ideal de la autonomía intocable. En ese juego de equilibrios, la línea argumental según la cual el Estado no debe intervenir porque no hay un tercero perjudicado se topa con la firme convicción de que la vida no es un mero objeto disponible. Si la comunidad tiene un interés en la preservación de cada uno de sus integrantes, entonces la conducta de quien decide exponer su propia vida a un riesgo letal, sin causa que lo justifique, puede dejar de ser vista como un asunto meramente privado. El Derecho, en este contexto, se presenta como un instrumento que, además de tutelar los derechos de los demás, adopta un rol paternalista para salvaguardar el interés colectivo en la continuación de la vida del sujeto que obra en perjuicio de sí mismo.
Para profundizar este análisis, conviene examinar la dinámica en los Estados Unidos. La jurisprudencia de la Corte Suprema ha sido clave para delimitar el alcance del derecho a la privacidad, que, si bien no aparece expresamente reconocido en la Constitución Federal, se infiere de varias enmiendas a partir de precedentes emblemáticos. En el plano de la conducta sexual privada, casos como Griswold v. Connecticut, Roe v. Wade y Lawrence v. Texas expandieron la noción de autonomía. Sin embargo, ese reconocimiento de la libertad privada no se trasladó a la validación del suicidio asistido, tal como se evidencia en Washington v. Glucksberg y en Vacco v. Quill, ambos decididos en 1997, cuando la Corte concluyó que no existía un derecho fundamental a la ayuda para morir. La lógica argumental se concentró en señalar que la tradición legal estadounidense no contemplaba como un derecho arraigado en la historia la participación de un médico o de un tercero para poner fin a la vida de un enfermo. Al contrario, la mayoría de los estados y la tradición jurídica colonial siempre tipificaron la asistencia al suicidio como una figura punible. En dichas sentencias, la Corte Suprema destacó además la relevancia de los intereses estatales en la protección de la vida humana, la integridad de la profesión médica y la prevención de posibles abusos contra individuos vulnerables. Esa razón de Estado, que trasciende la voluntad del propio enfermo, se apoya en la noción de que la vida, por más individual que parezca, no puede ser estrictamente objeto de libre disposición. También se discutió en esos casos la diferencia conceptual entre rechazar un tratamiento médico y recibir un apoyo activo para morir. Mientras lo primero se inscribe en el reconocimiento de la autonomía corporal y el derecho a no ser sometido a procedimientos indeseados, lo segundo exige una conducta positiva para terminar con la existencia, lo que transgrede el criterio histórico y moral imperante en la Unión.
En el escenario europeo, Pretty v. UnitedKingdom, resuelto por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en 2002, constituye el gran referente. Diane Pretty, enferma terminal de esclerosis lateral amiotrófica, solicitó al Estado británico la garantía de que su marido no sería procesado si la ayudaba a suicidarse. El argumento central fue que, al estar prácticamente inmovilizada, se veía obligada a prolongar una vida de sufrimiento que jamás deseó. Según alegó, la prohibición legal y el posible enjuiciamiento de su esposo vulneraban derechos consagrados en el Convenio Europeo, especialmente el artículo 8 (derecho al respeto de la vida privada), así como también los artículos 2 y 3, que podrían interpretarse de manera extensiva para amparar la autodeterminación en la forma de morir. El Tribunal, sin embargo, negó su pretensión, dejando en claro que el artículo 2, en tanto protege la vida, no podía leerse como un reconocimiento al derecho de disponer de ella con la ayuda de terceros. De ese modo, el Tribunal Europeo se alineó con la idea de que es legítimo que los Estados impongan restricciones penales a la asistencia al suicidio para salvaguardar la vida, la integridad de la profesión médica y la moral pública. Además, al abordar el artículo 8, reconoció que la decisión de morir entra en cierta medida en la esfera de la vida privada, pero la injerencia legal, en este caso, era considerada necesaria para proteger el interés común en la preservación de la vida y para evitar posibles abusos. Esa decisión confirió a los Estados un margen de apreciación amplio, de modo que algunos países del continente puedan despenalizar o regular la eutanasia y el suicidio asistido, como Bélgica u Holanda, mientras otros lo mantengan prohibido.
La tensión subyacente en todas estas controversias radica en la colisión entre la autonomía personal y lo que muchos denominan, a veces con un matiz peyorativo, paternalismo estatal. Sin embargo, no hay que perder de vista que el paternalismo no siempre es una simple imposición arbitraria, ya que puede fundarse en la convicción de que ciertos valores, en este caso la vida, son tan esenciales para la comunidad que exigen una protección objetiva. Bajo la mirada tomista, la ley natural y el derecho positivo bien ordenado no pueden admitir que la persona humana, cuya vida ostenta un carácter sagrado o al menos sumamente valioso, la disponga libremente como si fuese un objeto más. A diferencia de la perspectiva liberal, que concede el centro de la justificación normativa a la libertad de elección, la visión tomista y otras doctrinas personalistas subrayan la idea de que el ser humano se realiza en comunidad, y la negación de la propia vida implica también la negación de un bien que rebasa lo meramente individual. Así, las legislaciones que vetan la asistencia al suicidio no se entienden como una injerencia impropia en el fuero íntimo, sino como el deber del Estado de proteger un bien jurídico que forma parte del sustrato de la sociedad.
Si volvemos al caso ficticio de los tres adultos aficionados a la adrenalina que planean un juego de ruleta rusa, veremos que esta hipótesis extrema encarna, en cierto modo, el mismo debate. Por un lado, podría sostenerse que, dado que no hay terceras personas afectadas y todos los involucrados consienten, el Estado no tendría motivo para castigar. Esa postura se alinearía con la interpretación más radical del artículo 19 de la Constitución Argentina y con la lectura liberal del principio de no dañar a otros. Por otro, es factible argumentar que el ordenamiento jurídico debe anteponer el interés en resguardar la vida y el valor fundamental que ella reviste para la comunidad, de modo que penalizar la conducta se torne razonable y legítimo. El paralelismo con la asistencia al suicidio es evidente, ya que en ambos supuestos la persona involucrada acepta o pretende un riesgo de muerte, y se invoca la autonomía individual como supuesto blindaje frente a la posible intervención del Estado. La diferencia, si acaso la hay, radica en la intención deliberada de morir: en la ruleta rusa existe un componente de azar que no garantiza la consumación de la muerte, mientras que en el suicidio asistido estamos ante una voluntad clara y final de poner fin a la propia existencia. Sin embargo, ambos comparten el rasgo esencial de un consentimiento expreso que no parece lesionar a terceros.
La jurisprudencia argentina ofrece indicios de que la línea divisoria entre lo privado y lo público no es tan nítida como a veces se interpreta a primera vista. Aun reconociendo la autonomía y la reserva de las acciones privadas, la propia Corte Suprema ha marcado límites cuando el contenido de esa privacidad afecta otros bienes primordiales. El célebre fallo “Arriola”, que declaró inconstitucional la punición de la tenencia de estupefacientes para consumo personal, se funda en la idea de que la conducta no afecta a terceros. No obstante, ese mismo razonamiento puede desvanecerse cuando la conducta supone un grave riesgo para la supervivencia de la persona o cuando existen indicios de que no es tan voluntaria o que puede suscitar daños colaterales. El margen que existe para la criminalización dependerá, en última instancia, de la interpretación que se haga de la relevancia pública de la acción, de los valores constitucionales en juego y de la presencia de un interés público superior. Y es precisamente en la salvaguardia de la vida donde se suele hacer valer ese interés.
En el ámbito norteamericano, cada estado tiene su propia legislación en relación con la eutanasia y el suicidio asistido, y la doctrina federal dejada por Glucksberg habilita esas variedades normativas. Estados como Oregón, Washington, Vermont, California y otros han reconocido una forma regulada de suicidio asistido conocida como “Death with Dignity”, en la cual ciertos enfermos terminales pueden solicitar fármacos letales bajo estrictos requisitos. Sin embargo, esa normativa es cuidadosamente diseñada para evitar abusos y se reconoce que no es un derecho fundamental exigible a nivel federal, sino un arreglo específico tolerado dentro del federalismo. Justamente, la Corte Suprema dejó claro que la Constitución no alberga un derecho fundamental a morir asistido, pero tampoco prohibió a los estados legislar en sentido permisivo. Esta postura pone de relieve la complejidad del tema, que no admite soluciones categóricas a escala nacional, y que se basa en la cautela de que la liberalización sin controles podría empañar el respeto a la vida y poner en riesgo a las personas más frágiles.
En Europa, la experiencia no es muy distinta, con la salvedad de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos prefiere hablar de un margen de apreciación. El caso Pretty v. United Kingdomes ilustrativo de cómo el TEDH prefiere no imponer a todos los países la obligación de permitir el suicidio asistido, legitimando a su vez la prohibición cuando responde a fines legítimos y proporcionales, como la tutela de la vida y la contención de posibles abusos. Hay estados miembros del Consejo de Europa que, por vía legislativa o jurisprudencial interna, han optado por legalizar ciertas modalidades de ayuda para morir; otros, en cambio, mantienen una proscripción total. El Tribunal no impone una línea única, sino que evalúa la razonabilidad de la política penal de cada estado. Es posible extraer de este contexto la lección de que el Derecho comparado no ofrece una verdad universal que consagre el suicidio asistido como parte del derecho a la privacidad. Más bien, las cortes suelen reconocer la existencia de dilemas morales y sociales profundos que no se resuelven meramente con la idea del “consentimiento adulto y responsable”.
En este punto, conviene aludir a las críticas que emergen contra la postura paternalista. Algunos doctrinarios insisten en que el respeto absoluto a la autonomía exige que el individuo pueda, si así lo decide, arriesgar su vida o solicitar ayuda para terminarla sin que el Estado interfiera. Desde la filosofía liberal, la premisa sería que la persona es la mejor juez de lo que es valioso o no en su vida, y ningún tercero podría arrogarse el derecho de imponer una moral distinta. Sin embargo, esa postura enfrenta la objeción de cómo gestionar, en la práctica, las presiones externas o los escenarios de vulnerabilidad. Si se legalizara la ruleta rusa o la asistencia al suicidio como actos puramente individuales y libres, ¿cómo distinguir el caso de quien realmente decide terminar con su vida en plena lucidez del de quien es empujado a hacerlo por una presión familiar o social? La pendiente resbaladiza hace temer que la liberalización total conduzca, a largo plazo, a desvirtuar la protección de quienes ni siquiera tienen la fuerza anímica para pedir ayuda.
Por otra parte, se abre un interesante debate en la doctrina acerca de la posibilidad de que la dignidad humana opere como límite a la autonomía. La dignidad, para algunos, es una calidad inherente a la persona que ni siquiera puede ser dispuesta por su titular, de modo que la ley debe impedir actos degradantes o atentatorios contra la integridad, aunque sean voluntarios. Esto se relaciona con la idea de que hay derechos y bienes que trascienden el mero consentimiento, pues afectan la estructura de la sociedad en conjunto. Si el Código Penal prohíbe participar en duelos o peleas a muerte, por ejemplo, y aunque todos estén de acuerdo, es porque asume que esa clase de pactos lesiona un valor esencial, el de la vida como base de la convivencia. En el plano teológico-filosófico, el tomismo refuerza esta concepción: la vida es un don y su destrucción voluntaria vulnera el fin natural del ser humano, que es su pleno desarrollo en comunión con los demás, algo que el Estado debe amparar incluso contra el sujeto mismo.
Por supuesto, no es sencillo fijar dónde trazar la línea que separe los actos privados verdaderamente inocuos de aquellos que, pese a no involucrar un daño inmediato a otros, sí socavan bienes colectivos que la comunidad no está dispuesta a negociar. Las corrientes más liberales pondrán el listón muy alto para que el Estado justifique una intervención, mientras que las corrientes comunitaristas o de raíz tomista estarán más dispuestas a intervenir para proteger la vida. El derecho a la privacidad, si bien aparece como un pilar fundamental en las sociedades democráticas, suele ceder en el momento en que la conducta cuestionada entra en pugna con la integridad de la persona, pues el ordenamiento la considera una dimensión de relevancia supraindividual. Esto resulta evidente en la experiencia de Argentina, Estados Unidos y Europa, que comparten una interpretación análoga: la vida no es solo patrimonio personal, sino también objeto de tutela pública.
Es importante remarcar que ni siquiera los estados más aperturistas conciben la autonomía individual como absoluta. Cuando se establecen mecanismos que permiten la eutanasia o el suicidio asistido, se suelen imponer condiciones muy estrictas: la persona debe padecer una enfermedad terminal, generalmente sometida a un sufrimiento insoportable, se exige la evaluación de varios profesionales médicos y la confirmación reiterada de la voluntad de morir, además de un estado de lucidez para la decisión. De esta forma, se procura minimizar el riesgo de abusos o coacciones veladas, y se establece la excepción a una regla general de prohibición de atentar contra la vida. Aun así, el debate ético y jurídico sigue candente, pues muchos temen que la progresiva normalización de la asistencia al suicidio desemboque en un debilitamiento de la idea de inviolabilidad de la vida.
Al confrontar todo lo anterior con el ejemplo de la ruleta rusa, se aprecia la diferencia radical: la ruleta rusa no es el desenlace de una enfermedad terminal ni se trata de poner fin a un sufrimiento extremo, sino de un acto lúdico y temerario que podría conducir a la muerte por simple azar. Esto parecería desvanecer cualquier atisbo de justificación humanitaria. Bajo la óptica de la protección de la vida, la conducta luce mucho menos defendible que un acto de muerte asistida fundado en la búsqueda de dignidad frente a un padecimiento irreversible. Precisamente, esa ausencia de finalidad más allá de la adrenalina apuntala la tesis de que el legislador puede —y hasta debe— penar esa conducta para afirmar la importancia social del bien jurídico vital. Por ende, si se entendiese que el artículo 19 de la Constitución Argentina ampara actos privados sin relevancia externa, la ruleta rusa pasaría a quedar dentro de esa zona prohibida de la que el Estado no puede desentenderse, porque va contra un pilar ético y jurídico central.
En definitiva, el derecho a la privacidad no se convierte en un salvoconducto para legitimar cualquier conducta que no cause daños a terceros de manera inmediata, sobre todo si esa conducta cuestiona los cimientos de la supervivencia humana o si raya en la autolesión drástica. Washington v. Glucksberg ejemplifica la lectura de la Corte Suprema estadounidense al subrayar que no hay un derecho constitucional expreso para terminar la propia vida con la colaboración de un tercero, así como Pretty v. United Kingdomdemuestra que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no interpreta el Convenio como fuente de un derecho semejante. Ambas decisiones reafirman que los poderes públicos pueden prohibir o penar la participación activa en actos que buscan la muerte, aunque los involucrados presten su consentimiento. La jurisprudencia de la Corte Suprema Argentina, si bien se centra en la exégesis del artículo 19, ha matizado en distintos pronunciamientos su adhesión al principio de reserva, adoptando un criterio flexible según la trascendencia social de la conducta, el impacto sobre la persona y la necesidad de salvaguarda de valores esenciales. Cuando el asunto en litigio es la destrucción o el riesgo extremo para la vida, el margen para invocar la privacidad tiende a estrecharse.
En consecuencia, el paternalismo estatal, si se enmarca en la defensa de la vida, no aparece en estos precedentes como una mera excusa de control autoritario, sino como un deber institucional de prevenir la instrumentalización de la existencia humana y la degradación del valor social de la vida.
En un entorno donde gran parte de la doctrina y de la jurisprudencia internacional converge en admitir esa protección, parece haber un consenso, al menos parcial, de que el Estado no se encuentra inhabilitado a intervenir incluso cuando no aparezcan terceros perjudicados de modo inmediato.
En ese sentido, el sistema jurídico, de una forma u otra, ha asumido que la línea de defensa del bien común alcanza, en la cúspide de la escala de valores, la vida humana, a fin de sostener el propio entramado social. Esto no carece de controversia ni está exento de críticas, pero sí demuestra que el derecho a la privacidad, siendo un baluarte de la libertad personal, no se impone como valor absoluto cuando colisiona con la salvaguardia de la vida.
La confluencia de los argumentos examinados sugiere que, aunque las constituciones y los tratados de derechos humanos reconozcan y fortalezcan la autonomía individual, subsisten barreras cuando esa autonomía pretende disponer irrestrictamente de la propia existencia. De Glucksberg a Pretty, de la Constitución Argentina al artículo 8 del Convenio Europeo, y de la Corte Suprema de Estados Unidos al Tribunal Europeo, se desprende una constante: la prevalencia de la idea de que, por razones históricas, culturales y filosóficas, la vida conserva un carácter valioso que justifica la injerencia del poder público. De hecho, el alcance de tal injerencia y los medios punitivos pueden variar y evolucionar con el tiempo, pero el núcleo argumental permanece.
Así, cualquier conducta en la que el individuo voluntariamente ponga en peligro su vida sin una finalidad que la sociedad reconozca como legítima, difícilmente encuentren un blindaje absoluto en la esfera de la privacidad. El Derecho, al menos en los sistemas jurídicos occidentales estudiados, no se limita a proteger a los ciudadanos de interferencias ajenas, sino que asume una misión de tutela de la dignidad y de la vida, aun frente a actos de autodestrucción consentida.
En ese sentido, si bien la discusión se reavivará cada vez que nuevas realidades o concepciones pongan en entredicho la preponderancia de la vida sobre la autonomía, la línea jurisprudencial y la mayoría de las legislaciones vigentes siguen marcando un rumbo donde la protección de la vida se concibe como un fundamento insoslayable del orden social. De esta forma, las acciones privadas, ya sea de autolesión o de asistencia a la muerte, encuentran un valladar en el derecho que, lejos de ser meramente paternalista, bebe de la convicción cultural y ética de que la vida humana es, a la vez, individual y trascendente a lo meramente individual.
En tales condiciones, lo que hoy nos convoca no es solo un debate filosófico o una discusión abstracta. En rigor de verdad nos convoca la defensa de la dignidad humana que algunos intentan reducir o relativizar según criterios de utilidad o conveniencia.
Sin embargo, la dignidad no está sujeta a capricho de ninguna especie, por cuanto no puede ser comprada, vendida, ni degradada en función de las condiciones externas. ¡Es el hecho más básico y absoluto de nuestra existencia! Toda persona, simplemente por existir, es digna, y esa dignidad no puede ser disminuida, atacada ni violada sin destruir lo que nos hace humanos.
No cabe duda que cada ser humano es único, irrepetible, y su valor es incalculable. De hecho, lo que nos distingue como personas es que, a diferencia de los objetos o de los animales, no somos medios para un fin, sino fines en sí mismos. Cada persona es un universo aparte, un pequeño cosmos que ocurre solo una vez y que nunca vuelve a repetirse, como esas melodías que escuchamos al pasar por una ventana abierta y que no podremos tararear jamás. Precisamente porque somos únicos, porque la vida nos ha puesto aquí como piezas irrepetibles en un juego infinito, nuestro valor escapa a las cuentas, a los relojes, a cualquier medida.
De modo que, si alguien se atreviera, siquiera por error o distracción, a negar la dignidad de un solo hombre, una sola mujer, estaría borrando el dibujo completo de la humanidad, estaría derrumbando, sin saberlo, la arquitectura invisible que nos sostiene en el aire. Porque la dignidad no es una llave que alguien pueda entregar o retirar según convenga: está ahí desde siempre, esperando apenas que la reconozcamos en el reflejo furtivo de un espejo, en el cruce casual de dos miradas, o en esa sensación inexplicable de que nadie es reemplazable por nadie, porque nadie puede ser nunca un medio, un simple instrumento, sino siempre y en todos los casos un fin absoluto, irreductible, irrenunciable, como esas preguntas que nunca terminan de contestarse porque, quizá, están hechas solo para seguir preguntándonos.
Esta verdad, tan clara y evidente, no puede ser oscurecida por argumentos utilitaristas ni por las corrientes que intentan subordinar la vida humana a criterios de “calidad de vida”.
Puedo decirlo con la certeza absoluta que otorga la conciencia clara, en orden a que la vida humana es valiosa en todas sus formas y condiciones. Efectivamente, simplemente por ser vida humana, tiene una dignidad que no puede ser calculada en términos de beneficios, productividad o utilidad. ¿Cómo podríamos justificar, entonces, la destrucción de una vida por considerarla “menos digna” por falta de autonomía o por el sufrimiento que conlleva? En rigor de verdad, eso no es progreso, eso es barbarie disfrazada de compasión.
De ninguna manera podría aceptarse la destrucción de una vida humana bajo el argumento de que esa vida es “menos digna”, porque supuestamente carece de autonomía, porque sufre, o porque implica sufrimiento para otros. Quienes somos para convertirnos en jueces implacables capaces de decidir quién merece vivir y quién no, sobre la base arbitraria de criterios que, en última instancia, reflejan nuestras propias limitaciones e incomodidades más que un auténtico respeto por la dignidad. Por unos instantes, si aceptásemos la lógica de medir el valor de la vida humana por parámetros tales como la autonomía o la ausencia de sufrimiento, acaso qué impedirá que mañana, por un desplazamiento imperceptible pero inevitable, extendamos ese juicio a otros ámbitos, a otras existencias que, por distintos motivos, también consideremos “menos dignas” o simplemente “menos convenientes. No cabe duda, que al hacerlo, estaríamos abandonando el principio más fundamental que sostiene nuestra civilización: la igualdad esencial y radical en la dignidad de cada vida humana. En efecto, caeríamos en una pendiente peligrosa, hacia un mundo en que la dignidad ya no sea absoluta, sino condicional, sujeta a valoraciones y juicios siempre discutibles y frecuentemente arbitrarios. Por eso, defender la dignidad humana implica, necesariamente, proteger toda vida, especialmente aquella más vulnerable, más frágil, más indefensa, precisamente porque en la protección de lo más débil radica el verdadero significado de nuestra humanidad.
Sé, con la certeza que me ha dado la vida—una vida hecha tanto de cicatrices como de amor—, que toda persona es un universo entero, lleno de milagros ocultos, de recuerdos que esperan ser contados, de sueños que merecen cumplirse, y que la dignidad, lejos de ser una cuestión de autonomía o ausencia de sufrimiento, reside en la esencia más íntima y profunda de cada ser humano, por el simple hecho de existir. Negar esto es abrir las puertas a una crueldad invisible, disfrazada a veces de compasión, otras veces de conveniencia, pero siempre brutal en su arrogancia. Va de suyo que al asumir el derecho de decidir sobre el valor de una vida, corre el riesgo de hacernos olvidar nuestra propia fragilidad, de negar nuestra vulnerabilidad compartida, esa condición inevitable que nos une en la aventura humana. Por eso insisto que la dignidad no puede ser concedida ni retirada; existe, brilla, respira en cada latido, en cada instante en que elegimos amar en lugar de juzgar, cuidar en lugar de descartar, abrazar en lugar de abandonar. Precisamente allí radica nuestra verdadera grandeza: en proteger, sin excepciones, aquello que es profundamente sagrado, profundamente humano.
Añadido a lo dicho, cabe señalar que desde la perspectiva ética, la dignidad no solo está en lo que somos, sino también en cómo actuamos. Así y todo, no es menos cierto que una persona puede actuar mal, puede equivocarse, puede cometer delitos atroces, pero nunca pierde su dignidad. Es inequívoco que toda persona, incluso el más culpable, sigue siendo digna de respeto y protección porque la dignidad moral es algo que se construye a lo largo de la vida, y sí, puede ser degradada por las malas acciones, pero la dignidad ontológica, la que define nuestra esencia, permanece intacta siempre.
También debemos reparar en que en el ámbito social, la persona es un ser que vive en relación con los demás. No existimos en el aislamiento, sino en comunidad. Es en nuestra relación con los otros donde nuestra dignidad encuentra una de sus más altas expresiones. Amar y ser amado son los actos que más nos dignifican como seres humanos. Pero esta relación no puede ser entendida como una pérdida de individualidad. Al abrirnos a los demás, al preocuparnos por el bien común, no estamos sacrificando nuestra dignidad personal; al contrario, la estamos engrandeciendo. La solidaridad, el cuidado mutuo, la preocupación por los más débiles son expresiones de la dignidad humana en su forma más pura.
Al unísono tampoco podemos obviar que la dignidad de la persona humana también tiene una dimensión jurídica. Aunque a lo largo de la historia, el derecho ha cometido errores gravísimos al negar la condición de persona a ciertos seres humanos, lo cierto es que las leyes injustas no destruyen la dignidad humana.
Como se dijo, el presente nos enfrenta a desafíos que ponen a prueba nuestra capacidad para reconocer y defender esa dignidad. No son minoritarias las voces que claman por el “derecho” a quitar la vida a los más indefensos, a los no nacidos, a los enfermos, a los ancianos que sufren. Pero no podemos permitir que la dignidad humana sea socavada por argumentos falsos y peligrosos. La vida humana, desde su inicio en la concepción hasta su final natural, es un bien absoluto. No hay excusas que justifiquen su destrucción. El derecho a la vida es el fundamento de todos los demás derechos. Si no defendemos este derecho, todos los demás derechos se desmoronan.
En conclusión, les digo con toda firmeza: la dignidad humana no es una opción, no es una construcción, no es un concepto negociable. Es una realidad que precede a toda ley, a todo sistema de poder, a toda circunstancia. Es el fundamento mismo de nuestra existencia y el principio sobre el cual debe construirse toda sociedad justa. Defender la dignidad de cada ser humano, en todas las etapas de su vida, es nuestro deber más sagrado. Cualquier ataque a esta dignidad es un ataque contra la humanidad misma, contra lo que somos en lo más profundo. Y mientras exista una sola voz que la defienda, la dignidad humana prevalecerá, porque es inextinguible, es eterna, es inviolable.
Se sigue de lo expuesto que la persona humana no es simplemente un ser entre otros; es el centro y el corazón de toda consideración sobre la justicia, la ética y el derecho. En ese sentido, referir a la dignidad humana no es un ejercicio académico, sino un acto de reconocimiento profundo de lo más fundamental y sublime en cada uno de nosotros. Efectivamente, la dignidad no es un atributo decorativo ni un concepto vacío; es la esencia misma que da sentido a nuestra existencia, y que, en su pureza, sostiene toda norma moral y todo derecho. Ciertamente, sin dignidad, el mundo perdería su alma, y nuestras leyes y derechos se desmoronarían como castillos de arena.
En consecuencia, cuando afirmamos que la persona tiene dignidad, no estamos otorgando un título o una distinción. Simplemente, estamos reconociendo un hecho primordial: cada ser humano, simplemente por ser, posee un valor incalculable. En palabras más simples, la dignidad no es algo que se gana; es un regalo que cada uno recibe al existir. Efectivamente, este don nos acompaña desde el primer latido de la vida hasta nuestro último suspiro, y es la fuente de todos los derechos que exigimos y defendemos. Por lo que no se trata de una cualidad superficial, sino de un principio que impregna todo el ser de la persona y que resuena en cada acto de bondad, justicia y amor.
Todo lo expresado nos sirve para vislumbrar que los derechos humanos no nacen de meros formalismos legales, ni de racionalidades abstractas. Lo cierto es que nacen del alma viva de la persona, de la experiencia concreta de cada individuo que lucha, sufre, ama y crece. Verdaderamente los derechos surgen del palpitar de la vida humana y de sus exigencias más básicas para seguir siendo humana. Por consiguiente, la acción, en su pureza, revela la necesidad de estos derechos, no como meras palabras en papel, sino como realidades concretas que nos protejan y nos den dignidad.
Sin embargo, hoy vivimos en tiempos de contradicciones. Lamentablemente existe un exceso de declaraciones y discursos sobre derechos humanos, pero una carencia abrumadora de protección efectiva. En concreto se invocan en grandes cumbres y ceremonias, pero se olvidan en el día a día, especialmente cuando se trata de los más vulnerables, los no nacidos, los que aún no pueden alzar la voz para defenderse. ¿De qué sirve proclamar la dignidad si no la protegemos realmente? Particularmente no basta con reconocer los derechos en abstracto; debemos vivirlos y defenderlos con todo lo que somos.
V. Sobre el origen y fundamento de los derechos humanos.
Desde el primer instante en que la razón humana buscó descifrar el misterio profundo del hombre y su justicia, emergió con claridad una idea luminosa e insistente: existe, más allá de toda ley escrita, un orden universal y eterno que gobierna nuestras vidas y establece lo que es debido a cada ser humano por el solo hecho de existir. Fue Cicerón quien elevó la voz en la Roma antigua, proclamando que existe una ley suprema, anterior a cualquier edicto del poder temporal, eterna e inmutable, grabada por la naturaleza misma en la conciencia de cada persona. Esta ley natural no pertenece a ningún pueblo en particular, ni se somete a la autoridad transitoria de los gobernantes, pues es patrimonio común de toda la humanidad. Desde esa perspectiva ciceroniana, los derechos humanos no son concesiones de la sociedad, sino reclamos que el hombre puede exigir simplemente por ser hombre, y cuya violación constituye una traición a la esencia misma del orden natural.
Antes aún, en la Grecia de Aristóteles, se afirmó con serena convicción que el ser humano es, por naturaleza, un animal político dotado de razón y orientado al bien común, a la búsqueda de la felicidad y la virtud. Para Aristóteles, lo justo no depende exclusivamente de los acuerdos circunstanciales, sino que encuentra fundamento sólido en la naturaleza intrínseca del hombre y en su dignidad racional. Así, ya entonces la humanidad intuía que los derechos no podían depender únicamente de pactos variables, sino que debían reflejar algo más profundo, más auténtico, más estable.
Por otro lado, desde la sabiduría milenaria de la Halajá judía, la ley trascendente no solo es dada por Dios al hombre, sino que lleva implícita una visión ética del mundo que reconoce en cada ser humano—creado a imagen y semejanza divina—una dignidad inviolable. El respeto a la vida, la búsqueda constante de justicia, y la obligación incondicional de proteger al prójimo, se sustentan en un mandato moral que no admite negociación ni relativización, precisamente porque nace de la sacralidad de cada existencia humana.
Pero esta intuición profunda no se limita a los sabios de la antigüedad, ni se detiene en las tradiciones religiosas. En la modernidad, pensadores como Ronald Dworkin han vuelto a insistir en que los derechos humanos no pueden ser reducidos a simples acuerdos o convenciones sociales, sino que expresan un valor moral absoluto: la igual consideración y respeto que merece cada individuo como portador de una dignidad intrínseca. Dworkin lo llama el «valor sagrado de la persona», indicando que ciertos derechos no pueden ser violados sin atentar contra la propia integridad moral de la humanidad.Asimismo, John Finnis, en su renovada visión del derecho natural, profundiza esta convicción. Para él, los derechos humanos derivan directamente de los bienes básicos que todo ser humano necesita para realizarse plenamente: la vida, el conocimiento, la amistad, la justicia práctica, la religión y el trabajo significativo. Estos bienes son bienes universales, racionalmente identificables, y constituyen precisamente el fundamento moral que sostiene los derechos fundamentales, asegurando así que la dignidad humana permanezca inviolable ante cualquier poder político o social.
De este modo, la tradición del derecho natural, en su larga travesía desde Aristóteles y Cicerón hasta Dworkin y Finnis, pasando por la sabiduría espiritual de la Halajá, ofrece un fundamento sólido e indestructible a la idea misma de los derechos humanos. Porque estos derechos no nacieron de un pacto circunstancial ni fueron otorgados por la voluntad de un legislador, sino que surgen de la naturaleza esencial del hombre: esa criatura racional y espiritual cuya dignidad exige respeto incondicional.
Así, cuando defendemos hoy los derechos humanos, no estamos defendiendo algo reciente o contingente, sino proclamando una verdad antigua, eterna, universal, que aún nos interpela con la misma fuerza de siempre: que todo ser humano posee un valor absoluto, una dignidad inalienable, un derecho sagrado que ninguna sociedad, ni estado, ni tiempo, pueden jamás legítimamente violar.
En ese orden de ideas no puede obviarse que la historia nos ha enseñado, dolorosamente, que cuando las leyes se separan de la dignidad de la persona, se desata la barbarie.
A estas alturas todos deberíamos estar en conocimiento de que los excesos cometidos en nombre de leyes arbitrarias nos recuerdan que no podemos dejar que el poder y la conveniencia determinen lo que es justo. La dignidad es algo más que un derecho; es la fuente que nutre todos los derechos. No es una etiqueta que se otorga o se retira según las circunstancias. La dignidad es el gran don que cada ser humano lleva en su interior, un faro que guía nuestras acciones y nuestras leyes. No somos dignos porque se nos reconozcan derechos; tenemos derechos porque somos dignos. Y, justamente, esta verdad debe ser el cimiento de toda sociedad que aspire a ser verdaderamente justa y humana.
En ese clamor, cabe señalar que el derecho a la vida, a la libertad, a la justicia, no son favores que alguien nos regala ni permisos que un poder transitorio otorga con paternalismo y soberbia. Son, más bien, gritos esenciales, voces que brotan desde el fondo mismo de nuestra existencia, clamores antiguos que nos acompañan desde que pisamos esta tierra. Son, en definitiva, el modo en que la dignidad humana se revela a sí misma, se defiende, resiste y respira.
En ese sentido, nadie puede concedernos lo que ya nos pertenece desde siempre; nadie tiene el derecho de quitárnoslo. Porque estos derechos no vinieron desde arriba, bajados por algún poder generoso o iluminado, sino que nacieron aquí abajo, desde adentro, desde la piel y desde el alma, desde la condición misma de ser personas y no cosas, desde la certeza de que cada vida importa, cada libertad vale, cada justicia cuenta.
A todas luces, defender estos derechos es defender lo más simple, lo más hondo, lo más urgente: la dignidad cotidiana, silenciosa, heroica y sagrada de cada uno de nosotros.
Así las cosas, el derecho a la vida, la libertad, la justicia, todos estos derechos no son concesiones arbitrarias; son expresiones de nuestra dignidad intrínseca. Por tanto, no existen personas de segunda categoría, ni vidas menos valiosas. En ese sentido, cualquier intento de negar esta verdad es una traición a nuestra humanidad ya que la dignidad no se mide ni se calcula, porque es infinita en cada ser humano. Es por ello que, en definitiva, defender la dignidad humana es sostener lo más esencial y sagrado en cada uno de nosotros. Es reconocer que, independientemente de las leyes, las circunstancias o los errores del pasado, cada vida es preciosa, cada persona es invaluable.
Con toda seguridad, cabe afirmar que la mente humana, desde tiempos inmemoriales, ha sido capaz de contemplar y descubrir aquello que es esencial y verdadero en la naturaleza de las cosas. Evidentemente somos capaces de reconocer la dignidad de nuestro propio ser y de entender las exigencias éticas que derivan de ella. Sucede que, en efecto, la razón humana es la llave que abre las puertas a una verdad esencial, una verdad que habita en lo más profundo de nuestra condición: la existencia de principios naturales, valores universales y derechos innatos que ninguna cultura inventó, sino que la misma humanidad revela. Es así como la dignidad, la libertad, la justicia, se presentan no como construcciones arbitrarias, sino como manifestaciones transparentes de una realidad que podemos reconocer porque somos capaces de contemplarla con ojos racionales. Estos principios naturales no requieren prueba alguna más allá del sentido común y la honestidad intelectual, pues están presentes en nuestra conciencia como luces que guían nuestra existencia.
Por eso, cuando confiamos en la razón para acercarnos a estas verdades fundamentales, no hacemos otra cosa que honrar aquello que nos distingue esencialmente como humanos: la capacidad de entender, de discernir y de reconocer lo universal y eterno en medio de lo pasajero y circunstancial. Es desde la razón—ese don precioso que nos fue dado por nuestra naturaleza—donde podemos afirmar con certeza que existen derechos y valores absolutos, tan reales y necesarios como el aire que respiramos.
Pero, ¿qué nos garantiza que la razón sea realmente capaz de descubrir principios absolutos o verdades objetivas sobre lo que debe existir necesariamente? ¿Acaso no será que la razón humana—tan limitada, tan influida por contextos culturales, sociales e históricos—no hace más que construir artificiosamente valores pretendidamente universales, pero que en realidad son meras convenciones subjetivas disfrazadas de objetividad? En otras palabras, ¿no estaremos frente a una gran ilusión, creyendo que la razón descubre verdades absolutas, cuando en realidad solo fabrica consensos precarios y relativos?
Lo sostengo con firmeza, sin temblores ni vacilaciones: El relativismo, , aunque seductor en apariencia, cae por su propio peso. Si bien es cierto que nuestra razón está limitada por circunstancias históricas y culturales, no lo es menos que la grandeza de la razón consiste en su capacidad para trascender esas limitaciones y reconocer lo universal en lo particular.
Claramente, la razón humana no inventa los principios naturales; antes bien, los descubre. Es decir, no los fabrica arbitrariamente, ni los extrae caprichosamente de la nada, como si fueran creaciones de nuestra imaginación. Por el contrario, estos principios ya estaban allí, aguardando ser reconocidos, por cuanto la razón actúa como la luz que ilumina una habitación en penumbras, revelando objetos que existían previamente, aunque no los viéramos. De modo semejante, los principios naturales—como la justicia, la dignidad o el valor absoluto de la vida—existen en sí mismos, objetivamente, más allá de cualquier acuerdo humano, y solo requieren ser reconocidos, comprendidos y respetados.
Aceptar que la razón descubre y no inventa es admitir, además, que existe un orden natural al que podemos acceder, un horizonte ético común capaz de unirnos en torno a valores fundamentales e inalterables. Como diría Finnis, los bienes básicos—la vida, el conocimiento, la amistad, la justicia práctica, entre otros—no son meras invenciones culturales ni arbitrarias preferencias subjetivas. Por el contrario, constituyen elementos fundamentales e intrínsecos que se hacen evidentes a toda persona capaz de razonar con honestidad y claridad.
En consecuencia, la razón, por ende, no determina caprichosamente lo que debe existir “per se”, sino que reconoce esos valores y bienes universales a partir de la experiencia humana compartida, universal e inevitable. En consecuencia, la existencia objetiva de estos principios queda demostrada precisamente porque cualquier intento de negarlos o relativizarlos termina conduciéndonos al absurdo ético, al nihilismo moral, o a la destrucción misma del sentido de la convivencia humana. Por consiguiente, aunque la razón no sea infalible, sigue siendo la mejor herramienta—y, en realidad, la única—para descubrir lo que es intrínsecamente valioso y necesario, esos principios eternos y universales que hacen posible no solo la supervivencia, sino la realización plena y digna de todo ser humano.
En definitiva, la razón no inventa principios naturales, sino que los advierte como quien sale al patio después de la tormenta y encuentra que el pasto, los árboles, los pájaros mojados ya estaban allí, esperándolo desde siempre. Así ocurre con la justicia, con la dignidad, con la vida misma, toda vez que existen antes que nosotros, antes de nuestras palabras, antes incluso de que supiéramos nombrarlas.
En ese panorama, lo único que podemos hacer es aceptar humildemente que los principios más profundos no dependen de nuestras opiniones o nuestros caprichos. La razón nos susurra que esas verdades ya estaban aquí, como la amistad, como el amor, como el aire que respiramos. Entonces, nuestro deber no es inventarlas, sino cuidarlas, protegerlas, reconocer en ellas la sencilla evidencia de que somos simplemente humanos, y de que en esa sencilla humanidad late, silenciosa e indiscutible, nuestra dignidad.
Es, justamente, en estos términos donde radica la importancia de comprender que la dignidad es la condición previa para el reconocimiento de los derechos humanos. Claramente no podemos referirnos a los derechos sin antes afirmar la dignidad de cada persona.
Desde esa comprensión del tema es que debe advertirse del serio peligro que se corre cuando se confunde los deseos subjetivos con los derechos humanos. Es que, en efecto, la cultura que concibe la libertad como autonomía absoluta ha dado pie a una serie de reivindicaciones de deseos como si fuesen derechos. Por ejemplo, el derecho a decidir sobre la vida de los hijos, el derecho a disponer del propio cuerpo, el derecho a la eutanasia; todos estos conceptos, aunque suenan atractivos, son un ataque directo a los fundamentos de la justicia y la dignidad humana. Verdaderamente el derecho no puede estar al servicio de la arbitrariedad, ni ser un vehículo para satisfacer deseos que destruyen la vida humana.
En ese sentido, no tengo la menor duda de que cuando la ley cede ante estos deseos arbitrarios, convierte al derecho en un instrumento al servicio de la voluntad individual absoluta, y no del bien común o de la dignidad universal del ser humano. Y, sin embargo, el derecho no puede estar jamás al servicio de la arbitrariedad, ni convertirse en vehículo complaciente para satisfacer deseos que atentan contra la vida humana o que niegan la dignidad esencial e innegociable de cada persona, habidas cuentas de que su misión fundamental es precisamente la contraria: proteger y garantizar aquello que ningún capricho individual o colectivo puede legítimamente destruir. Ya que, en efecto, la justicia exige distinguir con absoluta claridad entre lo que constituye un derecho humano auténtico—fundado en la dignidad intrínseca, universal y objetiva—y lo que es simplemente la proyección de deseos personales, subjetivos y contingentes, que aunque se disfracen de derechos, terminan por erosionar la base misma de nuestra convivencia y civilización.
No me escapa que algunos dirán respecto a mi argumento idealiza una situación distante de la realidad, al tiempo que parece imponer una visión moral específica sobre la libertad de los demás, dejando atrás siglos de lucha y progreso en defensa de la autonomía personal como valor supremo.
Al respecto, tengo para decir que sin perjuicio de que la autonomía personal es un valor fundamental y que la libertad de elección constituye uno de los logros esenciales de las sociedades modernas; no es menos cierto que, cuando afirmamos que existe una diferencia entre deseos subjetivos y derechos humanos objetivos, no estamos imponiendo una visión arbitraria, sino reconociendo una verdad profundamente racional, toda vez que la pretensión de convertir cualquier deseo subjetivo en un derecho objetivo conduce inevitablemente al absurdo moral y al colapso ético de la convivencia humana.
No se trata aquí de cuestionar la legítima autonomía personal en aquellas decisiones cotidianas que, aunque puedan implicar riesgos para la salud, se encuadran dentro del ámbito aceptable de lo que cada quien valora en su propia vida. Sin duda alguna, comer con sal sabiendo que uno es hipertenso, endulzar el café aun siendo diabético, o practicar un deporte extremo que incrementa la adrenalina y también el riesgo, son actos comprensibles, expresiones legítimas de preferencias personales, que forman parte del ámbito privado e íntimo de cada individuo.
Pero la cuestión cambia radicalmente cuando alguien, en plena posesión de su razón, elige degradar deliberadamente su humanidad mediante prácticas que ponen en juego, sin sentido ni justificación razonable alguna, su propia existencia y dignidad. Participar en una ruleta rusa por dinero, apostar la vida como si fuese una mercancía, o peor aún, exponerla simplemente para demostrar una supuesta valentía ante los demás, no es solo un acto imprudente; es un atentado directo contra la dignidad misma del ser humano.
Algo semejante ocurre con el duelo o con peleas violentas que ignoran reglas y límites, donde la integridad personal se reduce a objeto de un espectáculo brutal o de un orgullo vano. Estas prácticas no son meras decisiones privadas que involucren solo al individuo: constituyen un desafío abierto a los fundamentos éticos de la vida en sociedad.
En definitiva, la diferencia fundamental reside en reconocer que la autonomía individual tiene un límite esencial, que es precisamente la dignidad humana. Mientras que en ciertas decisiones personales asumimos riesgos comprensibles y justificados por nuestra libertad individual, en otras nos situamos frente al peligro inaceptable de convertir al ser humano en objeto, rebajándolo de sujeto digno a mero instrumento de caprichos y vanidades destructivas. Allí es donde, sin dudas, el derecho tiene la obligación de intervenir para protegernos de nosotros mismos. De lo contrario se destruiría precisamente la base misma sobre la que descansa toda estructura de derechos: el respeto absoluto a la vida como valor supremo e inviolable.
En ese sentido, cuando reflexionamos sobre estas cuestiones, no correspondería reducirlas solamente a un asunto de libertades individuales o preferencias personales, toda vez que nos enfrentamos, en realidad, a un problema de justicia en su sentido más amplio y profundo.
En todo sentido, la justicia general, entendida como aquel principio que ordena la convivencia humana de acuerdo con lo que es debido a cada ser según su dignidad y naturaleza, no puede tolerar que una persona se degrade hasta extremos que contradigan la esencia misma de su humanidad. En rigor toda verdadera justicia emana del respeto a la naturaleza humana tal como ha sido creada. El hombre no es dueño absoluto de su vida, porque esta es un don sagrado, recibido de Dios y orientado a un fin trascendente. Por lo tanto, atentar arbitrariamente contra ella por orgullo, vanidad o codicia, es una ofensa a la justicia divina y humana. Así, Agustín sostendría que no hay verdadera libertad fuera del orden justo, puesto que actuar contra nuestra dignidad no es ser libres, sino esclavos de nuestras propias miserias y pasiones. De igual modo, la Halajá judía, con su antigua sabiduría, afirma también que la vida es sagrada e inviolable, pues el hombre fue creado a imagen y semejanza divina, lo cual le otorga una dignidad absoluta. Por eso, la tradición judía exige proteger incluso al hombre de sí mismo. El deber ético, entonces, no es solo cuidar la vida ajena, sino también la propia, ya que todo atentado contra uno mismo es una negación directa de la dignidad divina presente en cada ser humano. Así, la Halajá no admite la degradación voluntaria ni la exposición caprichosa de la vida, pues considera tales actos contrarios al orden justo que Dios estableció.
Desde una perspectiva aristotélica, la justicia general implica reconocer que cada acto humano tiene consecuencias sociales y comunitarias. Para Aristóteles, la persona es esencialmente social, y sus actos afectan inevitablemente al conjunto de la polis. No es posible justificar la autodegradación o la violencia consentida bajo el argumento de que “no afecta a terceros”, porque la sociedad entera sufre cuando uno de sus miembros se despoja de su dignidad. La justicia general exige, por tanto, preservar siempre la integridad de la persona, incluso frente a sus propias decisiones autodestructivas.
Finalmente, los filósofos modernos del derecho natural como John Finnis o Jacques Maritainsubrayarían que la justicia no puede basarse solo en la autonomía absoluta, sino en el reconocimiento de bienes básicos y universales inherentes a la condición humana. Estos bienes—vida, dignidad, amistad, comunidad—son objetivos e inviolables, y la justicia exige que la ley los proteja, aun cuando ciertos individuos, en ejercicio de su autonomía, pretendan rechazarlos o destruirlos.
Por tanto, la justicia general, desde cualquiera de estas perspectivas, impone límites claros a la autonomía individual cuando está atenta contra la dignidad intrínseca de la persona humana.
Al respecto, cabe insistir que el orden justo no consiste en validar cualquier deseo subjetivo, sino en proteger lo esencial e inalienable: el valor supremo de cada vida, la dignidad trascendente del ser humano y la convivencia fundada en principios objetivos que preservan el bien común. Sucede que, en efecto, aceptar esta lógica subjetivista implicaría admitir que todos los derechos son relativos, circunstanciales y negociables, y que no existe ningún principio ético capaz de protegernos de la arbitrariedad.
En sentido estricto, los derechos auténticos son precisamente aquellos que protegen la dignidad humana, incluso contra deseos subjetivos, toda vez que la tarea del derecho no es satisfacer deseos circunstanciales ni validar impulsos arbitrarios, sino custodiar lo que es objetivamente valioso y justo: la vida, la dignidad, la integridad personal y los principios universales que hacen posible la existencia misma de una sociedad libre, humana y justa.
Con toda seguridad, la distinción entre deseos y derechos no es solo necesaria; es urgente, habidas cuentas de que cuando desaparece esta diferencia, desaparece la justicia, y con ella se derrumba también cualquier posibilidad de una convivencia humana digna de ese nombre.
Al respecto cabe hacer notar que en Argentina, el artículo 953 del Código Civil de Vélez Sarsfield, contemporáneo a la Constitución Nacional de 1853, reflejó tempranamente que la autonomía privada no es absoluta. Dicho artículo estableció que los actos jurídicos debían adecuarse a la moral y al orden público, permitiendo la intervención estatal en la vida privada sin necesidad de daño tangible. Esta concepción continúa vigente en el artículo 279 del Código Civil y Comercial de la Nación, al impedir contratos contrarios al orden público.
En ese marco, el Estado posee legítima potestad para prohibir prácticas como la comercialización de órganos entre adultos informados y consentidores. Esta regulación no obedece a un paternalismo estatal que considere al ciudadano incapaz de tomar decisiones propias, sino que responde al imperativo ético y jurídico de preservar la dignidad humana, evitando la cosificación del cuerpo humano como mercancía.
Esta misma lógica sostiene la prohibición del incesto consentido entre adultos, los duelos consensuados para reparar el honor, las peleas violentas sin reglas, la eutanasia o el suicidio asistido, así como prácticas de violencia extrema consentida, como ocurrió en el emblemático caso “R v. Brown” (1993) en el Reino Unido. La intervención del Estado en estos casos no se basa en una imposición arbitraria de moralidad personal, sino en la protección de valores fundamentales, entre ellos la dignidad humana, la vida, la integridad física y la paz social.
De antemano, resulta clave distinguir aquí el paternalismo—que implica una intervención excesiva en las decisiones privadas, tratándolas como incapaces de discernimiento—de la legítima función estatal de garantizar el orden público, la dignidad y el bien común. En rigor, proteger estos principios fundamentales no reduce la autonomía, sino que la fortalece, al asegurar que las libertades individuales se ejercen dentro de un marco ético mínimo, indispensable para la convivencia social.
De alguna manera, este debate encuentra una notable resonancia en la tensión filosófica entre el principio de “neminem laedere”, que solo admite intervención estatal ante daño directo a terceros, defendido por John Stuart Mill, y la concepción tomista o comunitarista, que postula que ciertos bienes superiores justifican la acción del Estado incluso sin daño inmediato a terceros. Mientras Mill limitaría la regulación estatal únicamente al daño comprobable a otro individuo, la tradición tomista permitiría al Estado intervenir siempre que esté en riesgo la dignidad humana, la moral pública o el bien común.
En definitiva, la intervención estatal legítima no es paternalismo2, sino garantía institucional de la dignidad humana, de la integridad física y moral de la comunidad, y condición necesaria para el auténtico ejercicio de la libertad. Sin duda alguna, la intervención estatal no busca imponer una visión particular de la vida buena, ni reemplazar las decisiones autónomas de las personas en asuntos privados e íntimos, sino proteger aquellos bienes fundamentales cuya lesión o vulneración no afecta solamente al individuo particular, sino que daña profundamente a toda la comunidad moral y política.
Desde este punto de vista, la intervención legítima del Estado no responde a una desconfianza generalizada hacia la capacidad decisoria del individuo, sino a la obligación ética y jurídica de proteger la dignidad humana como principio rector del orden social.
En ese contexto, el Estado interviene no porque desconfíe del ciudadano, sino porque reconoce que ciertas conductas, decisiones o prácticas vulneran un límite ético y jurídico infranqueable que, al ser traspasado, daña la esencia misma del ser humano y de la comunidad.
Por ejemplo, prohibir la comercialización de órganos humanos no implica paternalismo, pues no pretende imponer un modelo personal de salud o estilo de vida. Al contrario, la prohibición busca impedir que la vida humana sea reducida a la condición de mercancía, protegiendo así un principio superior: la dignidad y la integridad de la persona. De manera similar, prohibir las peleas voluntarias hasta la muerte o los duelos consensuados no busca decirle al ciudadano cómo vivir, sino evitar que una vida humana pueda ser arbitrariamente destruida por un capricho personal o por la banalización de la violencia.
En definitiva, lo que distingue al paternalismo de la legítima intervención estatal radica en el fundamento ético y la finalidad de dicha intervención. El paternalismo limita la autonomía porque desconfía del ciudadano; la intervención legítima en defensa de la dignidad limita ciertas conductas no porque menosprecie al individuo, sino precisamente porque valora al ser humano y a su dignidad intrínseca como algo sagrado e inviolable.
Sin lugar a dudas, la autonomía humana, para ser genuina y auténtica, requiere un marco ético y jurídico que garantice el respeto a la dignidad esencial e innegociable de la persona. Porque, al final del camino, sin esta protección, la autonomía deja de ser verdadera libertad para convertirse en arbitrariedad o autodestrucción.
VI. Conclusión.
A guisa de conclusión, resulta manifiestamente elocuente que en el núcleo del debate reside una tensión irresuelta entre la existencia de un cognoscitivismo objetivo y la concepción opuesta que sostiene la relatividad de todo conocimiento, limitándose así la posibilidad de contraste exclusivamente al cumplimiento de procedimientos formales. Desde esta perspectiva, la razón se revela subordinada a la capacidad retórica del disertante, cuya argumentación se evalúa en virtud de su plausibilidad discursiva, y no debido a que sus palabras guarden necesaria correspondencia con una realidad subyacente.
En sentido contrario a lo que se viene predicando, bien podría esgrimirse que lo que es razonable para una persona puede no serlo para otra. Este punto de vista probablemente dejaría entrever que la razón humana, lejos de ser un instrumento infalible y universal, se encuentra inevitablemente mediada por perspectivas, experiencias y limitaciones subjetivas. Es por ello que el escepticismo, en sus diversas formas, surge precisamente de la toma de conciencia de la fragilidad de nuestros juicios y la parcialidad de nuestras percepciones.
En este contexto es menester distinguir cuidadosamente entre reconocer nuestra incapacidad de acceder plenamente a la verdad última, por un lado, y aceptar acríticamente verdades establecidas a priori, por otro. En efecto, sería posible conciliar una posición relativista con cierta forma de escepticismo si este último no implicase renunciar a todo conocimiento ni deslizarse hacia una negación nihilista de la verdad, sino que constituyese más bien una invitación a la prudencia intelectual, a la humildad epistemológica y a una apertura genuina frente a la multiplicidad de perspectivas y realidades. Empero, la verdad es que el escepticismo, tal como habitualmente se presenta, pone en crisis la noción misma de dignidad inherente a las personas, entendida precisamente como una verdad moral que se presume válida a priori.
Ante ello, encuentro que ha llegado el tiempo de defender con firmeza lo que significa ser humanos. En un presente que parece perderse entre el relativismo y la incertidumbre, donde todo se pone en duda, hay principios que no pueden—ni deben—cuestionarse. Hablo de esas verdades morales a priori, verdades que no dependen del consenso ni de la moda del momento, sino que emanan de la esencia misma de nuestra humanidad.
En virtud de lo antedicho, vuelvo sobre que la dignidad de la persona humana no es un capricho histórico ni un producto de la cultura, sino una verdad que resuena en lo más profundo de nuestro ser. Cualquier intento de relativizar esta verdad fundamental es un ataque directo a la esencia misma de lo que nos hace humanos, y pretender que todo se puede poner en duda no es más que el camino a la indiferencia y a la barbarie. Claramente los que pretenden disolver esta idea en el ácido de la duda, quienes insisten en que la verdad es siempre relativa, no comprenden que hay algo mucho más profundo en juego.
A decir verdad, se trata de la base misma de todo lo que hemos construido como civilización. Efectivamente, la dignidad, el derecho a la vida, el respeto por el otro, son pilares irrenunciables, principios que no necesitan ser demostrados porque su negación equivale a destruirnos como sociedad y como especie.
En ese sentido, sería vano negar que existen diferentes culturas, distintos enfoques, no obstante que hay algo universal que trasciende esas diferencias y se impone por su verdad: la dignidad y el valor absoluto de la persona.
En mi sentir, no estamos ante una invención cultural ni una idea que pueda ser adaptada según la conveniencia. Antes bien, es un principio que surge de la propia naturaleza humana y que cualquiera con el corazón y la mente abiertos puede reconocer.
¡Qué miserable resulta el cinismo de aquellos que, instalados cómodamente en su relativismo, pretenden reducirlo todo a simples opiniones! ¿Es posible que se atrevan en verdad a sostener que la dignidad intrínseca de la vida humana es apenas una frágil construcción social? ¿Con qué ligereza afirman que el derecho a no ser torturado, esclavizado o humillado constituye una mera imposición histórica o una caprichosa invención de la tradición?
En efecto, defender las verdades morales a priori no es un acto de arrogancia, sino de valentía. Es afirmar con fuerza que la vida humana tiene un valor intrínseco, que la justicia no es un juego de conveniencias, y que la dignidad no depende del capricho de mayorías o de los dictados del poder.
Sin embargo, no deja de ser verdad que algunos acusarán de dogmático a quien defienda la existencia de estas verdades. ¡Que lo hagan! Es preferible ser firme en la defensa de la dignidad que naufragar en el mar de la duda infinita. Porque sin la firme convicción de estos principios, la justicia se convierte en un capricho y el poder se convierte en un tirano. No se puede permitir que los cimientos de nuestra humanidad se desvanezcan en el aire, como si fueran meras construcciones frágiles. ¡La dignidad de la persona no se negocia, no se relativiza, no se cuestiona! Se defiende, se reafirma y se enarbola como el estandarte de lo más noble que hay en nosotros.
Téngase presente que los seres humanos no son solo organismos biológicos; son seres sociales que han evolucionado en comunidades cooperativas donde el reconocimiento de la dignidad del otro ha sido fundamental para la supervivencia y el bienestar de la especie. Más aún, los estudios de biología evolutiva y antropología han demostrado que las conductas cooperativas y empáticas no son simples convenciones sociales, sino que tienen raíces evolutivas. La biología humana nos ha dotado de mecanismos de empatía, cooperación y reciprocidad, que se reflejan en la forma en que construimos nuestras normas éticas.
Desde esta perspectiva, la dignidad no es solo un concepto filosófico, sino una necesidad biológica para la cohesión social. Las especies que han desarrollado estructuras sociales más complejas, como los primates y los humanos, han tendido a promover normas que protegen y respetan a los individuos dentro de la comunidad, y estas normas se han traducido en lo que hoy entendemos como principios de dignidad y derechos. También la neurociencia cognitiva ha aportado pruebas sólidas de que los seres humanos poseen una estructura cerebral que les permite identificar patrones de comportamiento moral, independientemente de su entorno cultural. Por ejemplo, estudios de resonancia magnética funcional (fMRI) y de neuroimagen han mostrado que ciertas áreas del cerebro, como la corteza prefrontal ventromedial y la amígdala, se activan de manera consistente cuando las personas son confrontadas con dilemas morales que involucran la vida y la dignidad de otros individuos.Precisamente, estos hallazgos sugieren que existe una base neurobiológica para la percepción de la dignidad y la justicia, y que los seres humanos están equipados con un sistema moral innato que responde ante situaciones donde la dignidad de otros está en juego. Aunque no deja de ser verdad que estos sistemas neuronales pueden verse influenciados por la cultura, la estructura básica para el reconocimiento de verdades morales parece ser universal.
Todo lo señalado refuerza la noción de que ciertos principios morales no son simples construcciones sociales o meras convenciones, sino manifestaciones de estructuras cognitivas y emocionales profundamente arraigadas en nuestro cerebro. También los estudios de psicología moral, han identificado etapas de desarrollo moral y valores éticos que parecen ser comunes a todas las culturas, aunque puedan manifestarse de diferentes maneras.
Con todo, el escepticismo tiene por vocación cuestionar las certezas absolutas y desarticular las verdades que se presentan como incuestionables, recordándonos que aquello que suponemos conocer con certeza está inevitablemente atravesado por factores históricos, culturales, psicológicos y personales.
Desde esta perspectiva, aquello que denominamos razonable, eso que creemos fundado sobre bases objetivas y universales, podría no tener la universalidad ni la solidez que anhelamos conferirle.
De esta forma, la razón se nos muestra como una construcción contingente, ligada a marcos referenciales que fluctúan de una cultura a otra, de un tiempo a otro, e incluso, en última instancia, de una persona a otra.
Desde este prisma se apuntala que lo que parece racional para unos puede resultar profundamente irracional para otros, haciéndonos notar que toda creencia está necesariamente abierta a la crítica y a una permanente revisión; añadiéndose que ningún sistema filosófico puede pretender ser dueño de la última palabra, y que la búsqueda misma de la verdad no puede ni debe jamás cerrarse sobre sí misma.
En la cultura occidental, valores como la vida, la propiedad y la integridad familiar están fundamentados en principios éticos, religiosos y filosóficos que son presentados como universales. Se considera, por ejemplo, que matar o robar son intrínsecamente irracionales porque atentan contra la convivencia social y los derechos fundamentales de los individuos, derechos que se sustentan en concepciones éticas y jurídicas profundamente establecidas. ¿Pero qué pasa con las concepciones éticas y jurídicas que no están profundamente reconocidas?3 ¿Existe margen para examinar su razonabilidad? Evidentemente, desde una perspectiva escéptica, lo “razonable” puede ser relativo a las condiciones de una sociedad o situación particular.
Resulta patente que según esa mirada relativista lo razonable es una mera corroboración entre lo aquello que resulta consensuado por una sociedad determinada de acuerdo a su contexto histórico, sus condiciones materiales o sus creencias fundamentales.
De tal manera, cabría perfectamente que un utilitarista sostuviera que las acciones no poseen un carácter moral intrínseco, sino que la valoración ética de las mismas se determina exclusivamente por las consecuencias que de ellas se derivan
Bajo esa perspectiva, en ciertas circunstancias hipotéticas, asesinar, robar o codiciar podría considerarse justificado si esas acciones generaran un mayor bien para la mayoría de las personas involucradas. Naturalmente ese enfoque relativiza la noción de que esas acciones son malas “per se”, centrándose más en el resultado que en la naturaleza del acto. Más aún, una aproximación filosófica influida por el pensamiento de Nietzsche podría ir todavía más lejos, cuestionando la legitimidad misma de la moral convencional al afirmar que las categorías de “bueno” y “malo” no son sino construcciones arbitrarias, impuestas estratégicamente por grupos dominantes o derivadas de moralidades esclavas.
Bajo esa perspectiva, probablemente se argumentaría que lo “malo” es una creación de la moralidad cristiana o de otras moralidades de rebaño, y que lo que hoy se condena como malo puede ser una forma de manifestar la voluntad de poder o la libertad individual. Desde esta perspectiva, asesinar o robar podría no ser malo “per se”, sino una transgresión de normas impuestas por un sistema de valores opresivo. Así, un individuo podría ver estas acciones como un ejercicio de su libertad o voluntad de poder, en lugar de algo intrínsecamente malo4.
En ese orden de ideas, resulta manifiesto que dicha visión interpela frontalmente a las posturas esencialistas y objetivistas, aquellas que sostienen la existencia de principios morales universales, eternos e independientes del devenir histórico o las particularidades culturales.
Precisamente, al fracturar las nociones tradicionales de bien y mal, redefiniendo los valores desde la perspectiva de la voluntad de poder, semejante concepción filosófica se erige en adalid de un pensamiento que amenaza con precipitar al ser humano hacia un vacío ético y un relativismo que podría revelarse profundamente destructivo. Sucede, ciertamente, que en su afán por glorificar el poder y la afirmación de la vida, desprecia los principios que permiten la convivencia y la justicia en la sociedad y sin dar cuenta de que la moralidad no es una mera construcción de débiles resentidos, sino la base sobre la cual se erige la dignidad humana y la cohesión social.
Conviene advertir, en efecto, que, en nombre de un supuesto “Übermensch” (super hombre), esa mirada se atreve a rechazar las normas morales que han sido fruto del desarrollo de la razón, la experiencia y la empatía colectiva.
En consecuencia, cabe preguntarse qué depararía de la vida humana si se disuelven las leyes universales que protegen la libertad, la igualdad y la justicia.
De resultas de lo dicho, volvemos siempre sobre nuestros pasos y afincarnos en la idea medular respecto de que la ética no puede depender de los caprichos del poder, sino de principios racionales que residen en la propia naturaleza de la razón humana.
Acontece, ciertamente, que, si la moralidad se reduce a una afirmación de la voluntad, el poder arbitrario y el egoísmo se erigirían como los nuevos gobernantes de la humanidad.
Frente a esta realidad, los postulados del escepticismo, con su rechazo a toda pretensión de objetividad moral, representan una impugnación directa al uso mismo de la razón como fundamento ético. Al despreciar los principios racionales que dan sustento a nuestros juicios morales, el nihilismo se convierte en el portavoz inequívoco de una doctrina que amenaza con arrebatar al ser humano su capacidad para descubrir un sentido objetivo en la existencia. En contraste radical con esta visión, la perspectiva kantiana sostiene firmemente que la razón constituye precisamente la fuente esencial de nuestros principios morales, radicados en la capacidad inherente al ser humano para distinguir lo correcto de lo incorrecto.
En efecto, al rechazar frontalmente la moralidad objetiva, el individualismo radical parece abrazar una suerte de “anarquía ética”, en la cual todo resulta permisible siempre que sirva al propósito último de afirmar la voluntad de poder individual. En este sentido, la crítica a los valores tradicionales como la humildad, la compasión y el sacrificio —calificados peyorativamente como meras debilidades— revela un profundo desconocimiento acerca de la función vital que cumple la moral en la cohesión social.
En contraste con esa concepción, se fundamenta que estos valores no constituyen invenciones de una masa resentida, sino que representan precisamente la base sobre la cual se construyen la justicia, el respeto mutuo y la solidaridad colectiva.
En esa línea argumentativa, al sostener que la llamada moral de esclavos niega la vida misma, el impugnador de la moral objetiva ignora deliberadamente que han sido precisamente estas virtudes las que han permitido a las sociedades perdurar, trascendiendo las contingencias del tiempo. Finalmente, cabe preguntarse qué otra cosa implica realmente esta exaltación extrema de la voluntad de poder, sino un retorno al individualismo desenfrenado, en el cual el ego y la ambición personal dictan ciegamente los actos, prescindiendo por completo de las consecuencias que estos acarrean sobre los demás.
Desde esta óptica, resulta patente que el ideal del Übermensch constituye un modelo vacío de las cualidades humanas esenciales como la compasión y la solidaridad. Contrario a lo que postula el promotor de la filosofía del poder, la moralidad auténtica no debe buscar jamás la mera afirmación del poder individual, sino orientarse claramente hacia la promoción del bien común y la plena realización de los principios universales de justicia. La exaltación de esta figura es, por ende, una afrenta directa contra los principios fundamentales de igualdad y dignidad, los únicos capaces de sostener un sistema moral verdaderamente humano.
En consecuencia, la moralidad no es un simple invento de los débiles, sino la manifestación de la razón, que busca la justicia y el bienestar de todos. La noción de que cada individuo puede crear sus propios valores es una receta para el caos y la opresión, pues el poder, sin un fundamento moral objetivo, se convierte en un fin en sí mismo.
Por eso se insiste respecto de que la ética no puede ceder a los caprichos del poder ni al relativismo egoísta; sino que debe basarse en principios universales que protejan la dignidad y la libertad de todos los seres humanos. El escepticismo filosófico se enfrenta a un límite cuando entran en juego ciertos principios considerados fundamentales para la dignidad humana. Incluso el más escéptico de los pensadores podría argumentar que, aunque todo valor es cuestionable, hay ciertos principios que parecen tan fundamentales a la convivencia humana (como la vida y la integridad de las personas) que rechazarlos por completo pondría en peligro la posibilidad de cualquier sociedad organizada. En el caso del asesinato, el robo o el incesto, la mayor parte de la cultura occidental ha desarrollado una base jurídica y moral sólida que condena estos actos porque se consideran una amenaza para el orden social y para la dignidad individual.
En tales condiciones debe hacerse una distinción sutil pero importante entre lo preferible y lo razonable. La idea subyacente es que la razonabilidad puede operar independientemente de nuestras preferencias personales, y que su función tiene que ver más con la coherencia lógica y la justificación desde una perspectiva neutral que con nuestros gustos o inclinaciones.
En efecto, lo preferible se relaciona con nuestras inclinaciones, gustos o valores subjetivos. En términos nietzscheanos, lo preferible podría vincularse con la manifestación de la voluntad individual, donde cada persona busca afirmarse según sus propios valores y perspectivas. Sin embargo, lo preferible no necesariamente implica un juicio objetivo de lo que es correcto o justificable para todos, sino que depende de las aspiraciones y deseos individuales. Lo razonable, en cambio, se asocia con la capacidad de reconocer la justificación de una posición, independientemente de si la compartimos o no. Es aquí donde la tolerancia emerge como un valor que permite aceptar que otra persona puede llegar a una conclusión razonable aun cuando no coincida con nuestras preferencias.
En ese sentido, considerar algo razonable implica evaluar si una idea o acción tiene una justificación coherente desde una perspectiva que puede ser reconocida por otros como válida. Esta perspectiva es más amplia y menos personal que lo preferible. Incluso si una persona no está de acuerdo con una idea, puede reconocer su razonabilidad si esta cumple con ciertos criterios de justificación lógica, empírica o ética. Es, justamente, en este punto donde se introduce la tolerancia como un valor objetivo en el sentido de permitir la coexistencia de diversas perspectivas y estilos de vida dentro de un marco social. La tolerancia implica la disposición a considerar razonable una opinión o acción, aunque no se comparta, precisamente porque se reconoce la existencia de justificaciones legítimas detrás de ellas. Perfectamente, adoptando una perspectiva kantiana, la tolerancia puede entenderse como un valor que emana del reconocimiento de la dignidad y autonomía de los demás. Al considerar una idea como razonable, aun sin preferirla, se actúa bajo el principio de respetar la capacidad de los otros para razonar y tomar decisiones, incluso cuando esas decisiones no coinciden con nuestras preferencias.
En consecuencia, lo preferible se encuentra anclado en la subjetividad de cada individuo. Es un espacio donde el juicio se torna personal, derivado de un conjunto específico de valores, creencias y experiencias. De hecho, en este ámbito, lo que uno considera digno de ser perseguido, lo que le resulta valioso y deseable, queda determinado por la suma de sus experiencias, su sensibilidad ética y su proyecto vital. Aquí, la razón no está en función de lo universal, sino de lo íntimo; de aquello que se adhiere a la piel y configura el horizonte del sentido propio. Precisamente, lo preferible, al ser personal, es reflejo del impulso vital y de la voluntad, manifestaciones del ethos individual en un universo de pluralidad. Cada elección preferible encierra la pulsión interna del ser que, con cada afirmación, define sus coordenadas existenciales. Este espacio se mueve en la esfera de la inmediatez y la cercanía, pues lo preferible es, en última instancia, una proyección del yo, un territorio donde habitan los deseos y aspiraciones particulares.
En sentido contrario, frente a este ámbito de preferencias se alza el concepto de lo razonable, una categoría que trasciende las inclinaciones del individuo para encontrar su fundamento en la lógica compartida y en la justificación coherente. La razonabilidad no depende de la mera voluntad subjetiva, sino que demanda una apertura hacia lo intersubjetivo. Claramente es una invitación a la deliberación, una búsqueda de sentido más allá del capricho y la arbitrariedad. Por eso mismo, al afirmar que algo es razonable, no estamos afirmando su verdad absoluta, sino reconociendo que sus fundamentos poseen una estructura lógica que puede ser comprendida, si no compartida. La razonabilidad no se mide por el grado en que se ajusta a nuestras preferencias, sino por su capacidad de articularse como una posibilidad legítima dentro de un marco de referencia universalizable.
Justamente, insisto, que es aquí donde la tolerancia se erige como un principio cardinal. La tolerancia es, en esencia, el reconocimiento de la legitimidad de lo razonable incluso en aquello que se contrapone a nuestras preferencias. De hecho, tolerar no implica una aceptación de lo que se tolera como preferible, sino un reconocimiento de su coherencia interna y de su potencial para constituirse como una opción válida para el otro. De ahí que la tolerancia se convierte, pues, en un valor objetivo en la medida en que permite la convivencia y la deliberación racional entre seres que, desde distintas perspectivas, buscan un sentido compartido. Ya decía Kant con suma razón que la moralidad no reside únicamente en el cumplimiento de un deber externo, sino en la capacidad del ser humano para actuar bajo principios que pueda erigir como leyes universales. La distinción entre lo preferible y lo razonable halla aquí su lugar. Porque lo preferible, aunque sea legítimo y necesario para la autorrealización, no puede constituir la medida de lo razonable. Confundir ambos terrenos sería someter la razón a los dictados del gusto, privándonos de la posibilidad de un diálogo que trascienda nuestras preferencias particulares.
En suma, una persona puede considerar que una idea es contraria a sus preferencias, pero si esta idea se presenta con una coherencia interna y una justificación que respeta los parámetros de la lógica o la experiencia, esa misma persona, desde su conciencia racional, puede reconocer la razonabilidad de dicha idea. Es aquí donde surge la verdadera grandeza de la tolerancia: en la capacidad para ver la racionalidad en el otro, incluso cuando lo que el otro defiende desafía nuestras convicciones más profundas. Claramente, bajo esta comprensión del tema, lo razonable no es un capricho de la subjetividad, sino una forma de alinearse con el orden intrínseco del universo, una estructura racional que subyace a la realidad y orienta tanto el pensamiento como la conducta humana. De hecho, según esta perspectiva, vivir conforme a la razón implica armonizar con esos principios que, aunque invisibles, son tan reales como las leyes físicas.
A causa de ello, la ética aristotélica propone que existe una naturaleza humana común, con una tendencia hacia el bien, hacia la realización plena del ser (eudaimonía). Es por ello que, desde esta perspectiva, ser razonable no es simplemente actuar en función de lo que se desea, sino más bien en función de lo que es adecuado para la naturaleza humana en su máxima expresión. En este marco, bajo la premisa de que los principios morales no dependen de interpretaciones individuales; son universales, necesarios y evidentes para quien reflexiona con claridad; la justicia, la prudencia y la moderación no serían meros acuerdos sociales, sino virtudes que nos acercan al ideal del “buen vivir”.
Desde la perspectiva de la sabiduría judía, la idea de eudaimonía, entendida como la realización plena del ser y la búsqueda de una vida virtuosa y significativa, puede encontrar una resonancia profunda, aunque expresada en términos y matices propios de la tradición. En el pensamiento judío, la noción de plenitud de vida no se basa tanto en la autosuficiencia individual, como planteaba Aristóteles, sino en una vida vivida en relación con Dios, con los demás y con la comunidad. Atento esa mirada, la felicidad verdadera no es una meta aislada ni un estado estático, sino un proceso dinámico que involucra la conexión espiritual, la justicia y el compromiso ético.
Justamente, uno de los conceptos centrales que podría vincularse con la eudaimonía es el de shalom, una palabra que, si bien suele traducirse como “paz”, en su sentido más profundo implica plenitud, integridad y bienestar en todas las dimensiones de la vida. En ese sentido, Shalom es más que la ausencia de conflicto: es un estado de armonía entre el ser humano, Dios, la sociedad y el mundo natural. La búsqueda del shalom implica no solo prosperidad personal sino también contribuir al bienestar colectivo, porque en la visión judía, la felicidad individual se entrelaza con la de la comunidad.
En el camino hacia la eudaimonía según la sabiduría judía, la virtud no es simplemente una cualidad interna, sino una disciplina de vida. La tradición del Mussar (enseñanzas éticas) enfatiza que alcanzar la plenitud requiere trabajo constante sobre uno mismo: el perfeccionamiento del carácter mediante cualidades como la humildad (anavá), la gratitud (hakarat hatov), y la justicia (tzedek). En consecuencia, la vida virtuosa en esta perspectiva no se mide solo por el pensamiento racional, sino por la capacidad de transformar los impulsos y deseos en actos de bondad y servicio a los demás.
Visto así, mientras que, en la visión aristotélica, la felicidad se logra al vivir de acuerdo con la naturaleza racional del ser humano; en cambio, la sabiduría judía enseña que la verdadera plenitud se alcanza al vivir conforme a la voluntad divina, un proceso conocido como Avodat Hashem(servicio a Dios). Esto implica que cada acción cotidiana –desde las oraciones hasta las interacciones sociales– puede ser una oportunidad para alinear la vida con algo más grande que uno mismo. Aquí la realización personal no se entiende como una meta egoísta, sino como la expresión de una misión trascendente. Particularmente, un elemento distintivo del pensamiento judío es que la plenitud no necesariamente se identifica con la ausencia de dificultades. De hecho, la vida humana se ve como una serie de desafíos que forman parte del camino hacia la realización. El Talmud enseña que incluso en medio del dolor y la incertidumbre es posible experimentar alegría (simjá), porque la verdadera felicidad no depende de las circunstancias externas sino de la conciencia de estar caminando en la dirección correcta. Como dice el Pirkei Avot (Ética de los Padres): “¿Quién es rico? Aquel que se contenta con su porción”. Este tipo de contentamiento es un reflejo de la eudaimonía: vivir en paz con lo que uno tiene, sin renunciar a la aspiración de ser mejor cada día.
En ese sentido, en la tradición judía, la plenitud no es una empresa solitaria; se construye en comunidad y en relación con el otro. Cabe traer a colación que la idea de tikkun olam (reparación del mundo) refleja esta responsabilidad colectiva: la vida plena se alcanza no solo desarrollando virtudes individuales, sino también participando activamente en la creación de un mundo más justo y armonioso. Así, la realización personal y la responsabilidad social van de la mano, y la felicidad no se mide solo por la satisfacción individual, sino por el impacto positivo que uno genera en el entorno.
Como corolario de lo apuntado, puede señalarse que la eudaimonía desde la perspectiva judía puede entenderse como un estado de plenitud que se logra al vivir en armonía con uno mismo, con los demás y con Dios. Es un camino que exige disciplina, esfuerzo y humildad, pero que también está lleno de alegría y gratitud. La plenitud no es un destino final, sino un viaje constante de crecimiento, donde cada acto de justicia, amor y bondad no solo transforma al individuo, sino también al mundo que lo rodea.
En ese orden de ideas, cabe reparar que, en la tradición judía, la noción de “esencialidad” es compleja y matizada. A diferencia de las filosofías platónicas o aristotélicas, que postulan la existencia de esencias inmutables e ideales, el judaísmo tiende a poner mayor énfasis en la relación con lo divino y en la acción ética más que en categorías puramente metafísicas.
Por eso mismo, el judaísmo evita definiciones rígidas sobre la esencia de Dios. En lugar de describir una “esencia” divina al estilo de los filósofos griegos, se introduce el concepto de EinSof (El Infinito), que sugiere que la realidad divina es ilimitada, más allá de la comprensión humana.
En la Cábala, se enseña que Dios es tanto trascendente como inmanente, pero cualquier intento de capturar su esencia con palabras o conceptos queda inevitablemente corto. Esto implica que lo esencial no es tanto lo que podemos entender de Dios, sino cómo nos relacionamos con Él mediante la práctica de mitzvot (mandamientos) y la búsqueda del shalom. Así es que, en lugar de centrarse en la esencia estática de las cosas, el judaísmo se enfoca más en el propósito (tachlit) y en la función moral que cada cosa y cada acción tiene en el mundo. Por ejemplo, los objetos materiales pueden adquirir significado espiritual a través del uso que se les da en rituales sagrados, como la mezuzá, el shofar o los alimentos del Shabat. Estos objetos no tienen una esencia intrínseca en sí misma; su santidad depende del contexto y del propósito para el que se usan. La esencia de las cosas, en este sentido, no está dada por su naturaleza abstracta, sino por su alineación con la voluntad divina.
Todo lo expresado es revelador respecto de que en el judaísmo, el ser humano es creado a imagen de Dios (Tzelem Elohim), lo que le confiere una dignidad intrínseca. Sin embargo, esta imagen divina no es una esencia estática, sino un potencial que debe realizarse mediante la práctica de la justicia y la bondad. La esencia del ser humano está más en lo que puede llegar a ser que en lo que ya es. El Pirkei Avot enseña: “No estás obligado a completar la obra, pero tampoco eres libre de abandonarla”, sugiriendo que la identidad y el valor del ser humano no están predeterminados, sino que se construyen a lo largo del tiempo. Justamente, la noción de kedushá (santidad) en el judaísmo muestra que incluso lo aparentemente profano puede transformarse en algo sagrado a través de la acción humana.
Por tanto, no existe una división ontológica fija entre lo sagrado y lo profano; más bien, la santidad es un estado dinámico que surge del compromiso ético y espiritual. En este sentido, la “esencialidad” en el judaísmo no es un atributo fijo de las cosas, sino un proceso de santificación que depende del comportamiento humano.
En ese orden de ideas, cabe hacer notar que, si bien la noción de kedushá y la ética kantiana parten de diferentes premisas, comparten un punto en común: ambas ideas enfatizan la capacidad humana para trascender y construir un sentido ético, ya sea a través del compromiso espiritual o de la razón. Vemos que, en el judaísmo, lo sagrado no se manifiesta como una esencia estática, sino como un estado alcanzable mediante la transformación y el esfuerzo ético. De manera similar, para Kant, la moralidad surge de la capacidad de los seres humanos para formular y seguir principios universales a través de su razón. En fin, ambas perspectivas, de alguna manera, sugieren una dinámica en la que lo “esencial” del ser humano no está dado desde el comienzo, sino que se manifiesta y se desarrolla a medida que el individuo actúa y se compromete con el bien. En el judaísmo, esta construcción se orienta hacia la santificación del mundo, mientras que para Kant, se centra en la universalidad y la coherencia de la razón.
Todos sabemos que, en filosofía, el término substancia se refiere a aquello que es fundamentalmente real y permanente en un objeto, que se mantiene constante a través del tiempo a pesar de los cambios en sus cualidades o atributos. Es decir, la substancia es la esencia del objeto que lo define y lo distingue de otros objetos. En la filosofía aristotélica, la substancia es el sustrato material sobre el cual se predicen los accidentes o cualidades. Los accidentes son las características no esenciales de un objeto que pueden cambiar sin alterar su naturaleza, como el color, la forma o el tamaño. La substancia, en cambio, es lo que permanece constante a través de esos cambios5.
Continuando con la línea en desarrollo, cabe mencionar que la idea de sustancia en filosofía, especialmente en la tradición aristotélica, tiene un paralelismo conceptual interesante cuando se traslada al ámbito del derecho, ya que, en ambos contextos, la noción de sustancia se relaciona con lo esencial, lo que confiere identidad, coherencia y persistencia a un ente o a un sistema normativo. Veamos cómo se puede relacionar. Concretamente, en el ámbito jurídico, hablar de la sustancia del derecho implica referirse a aquello que constituye la esencia misma del orden jurídico, aquello que le otorga su identidad y su carácter fundamental. En este sentido, la sustancia del derecho sería lo que subyace y da coherencia a las leyes, principios y normas que regulan la sociedad. Al igual que la substancia aristotélica proporciona continuidad a los seres, la sustancia del derecho proporciona estabilidad y cohesión al sistema normativo.
En ese sentido, la sustancia del derecho se manifiesta en los principios y valores fundamentales que sustentan un orden jurídico, tales como la justicia, la equidad, la libertad, los derechos humanos y la seguridad jurídica. Visto así, estos principios se consideran fundamentales y permanentes, y sirven de base para interpretar y aplicar las normas particulares, que serían análogas a los “accidentes” en el marco aristotélico.
j) La perene división entre la justicia general e individual. Entre lo conmutativo y lo distributivo.
En los términos señalados, así como en filosofía, la distinción entre sustancia y accidentes se refiere a lo que es esencial y lo que puede cambiar sin alterar la identidad fundamental de un ser; en el derecho, esta distinción se puede trasladar a la diferencia entre principios fundamentales y normas o leyes específicas. Desde esta perspectiva, queda en evidencia que los principios fundamentales del derecho, como la dignidad humana, la justicia y la igualdad, constituyen su “sustancia” porque son los cimientos sobre los cuales se edifica el sistema jurídico. Por otro lado, las leyes específicas y sus modificaciones a lo largo del tiempo serían los “accidentes”, que pueden cambiar sin que ello afecte a la sustancia o a la esencia del orden jurídico.
En esa inteligencia del asunto, cabe considerar que la noción de sustancia en el derecho es especialmente relevante en la interpretación constitucional, a poco que se repare en que las constituciones deberían ser vistas como textos fundamentales que contienen la “sustancia” del orden jurídico de un país. Es que precisamente, en el contexto de la filosofía aristotélica, la substancia es el ser en su sentido más profundo, lo que es en sí mismo y no depende de otra cosa para existir. Esta idea de substancia está íntimamente relacionada con la noción de “esencia”, que define lo que el objeto es en su núcleo. La substancia, por tanto, es el “sustrato” o la “base” sobre la cual se predican los accidentes; en otras palabras, es lo que le da continuidad y persistencia al objeto a través de los cambios. Los accidentes, en contraste, son propiedades que pueden variar sin que el objeto en sí deje de ser lo que es. Por ejemplo, una estatua de mármol sigue siendo una estatua, aunque cambie su color debido al paso del tiempo o el desgaste. La estatua sigue siendo esencialmente la misma en cuanto a su substancia, pero sus accidentes pueden cambiar. Estos accidentes permiten que el objeto tenga una individualidad particular y una apariencia cambiante sin alterar su esencia fundamental6.
El concepto de naturaleza de las cosas está profundamente vinculado con la teoría clásica de la justicia y con la noción de ley natural desarrollada por Aristóteles y Tomás de Aquino, y posteriormente reinterpretada por Finnis. Acontece que, en la tradición del derecho natural, la idea de “la naturaleza de las cosas” no se refiere simplemente a características físicas o accidentales de los objetos o seres, sino que implica una visión ontológica y teleológica (orientada hacia un fin) de la realidad. En efecto, toda vez que la ley natural se basa en la idea de que hay un orden racional intrínseco al mundo y a la naturaleza humana, un orden que puede ser descubierto mediante la razón, conforme a Tomás de Aquino, la ley natural no se limita a una serie de mandatos impuestos desde afuera, sino que se deriva de la propia naturaleza de los seres y su tendencia hacia el bien y la realización plena.
En la teoría clásica de la justicia, desarrollada por Aristóteles y Tomás de Aquino, la justicia se comprende en términos de dar a cada uno lo que le corresponde según su naturaleza y su relación con la comunidad. La idea de justicia se fundamenta en el reconocimiento de una ordenación natural de las relaciones humanas, en la cual se busca el bien común respetando la naturaleza de cada individuo y sus derechos.Ya se entiende, pues, que el intérprete –juez, abogado– podrá descubrir la falla mediante la comparación de la relación jurídica en crisis con el modelo conceptual, y a partir de allí rehacer el equilibrio funcional incorporando o corrigiendo el elemento sistémico –o sus relaciones– que no concuerda con el modelo7. Para ello el conocimiento de la idea directriz resulta de una utilidad determinante, ya que el acierto de la recomposición “modélica” de la relación jurídica dañada, así como el diagnóstico de la falla, debe ser valorada a la luz de su eficaz servicio para con las finalidades exigidas por aquella idea directriz. En efecto, no se trata simplemente del juego hermenéutico inductivo-deductivo.
En esa comprensión del asunto, debe destacarse que la justicia general o justicia legal en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, se presenta como un principio rector que abarca todas las virtudes y todas las acciones humanas. En esta visión, ninguna conducta puede ser considerada verdaderamente virtuosa si no se orienta simultáneamente hacia el bien propio y hacia el bien común. Es por ello que se la denomina justicia “general”: no porque pertenezca específicamente a una acción concreta, sino porque impregna y da sentido a todas las acciones humanas, dirigiéndolas hacia un fin último que es el bien de la comunidad. Precisamente Aristóteles y Santo Tomás identifican que la justicia general actúa como una especie de hábito de la voluntad que, una vez cultivado, guía al individuo hacia una vida recta y ordenada, no solo para su propio bien, sino para el bien del todo social. Lo cierto es que esta concepción se basa en una idea irrefutable, la cuál es que el ser humano es esencialmente social, y que solo encuentra su pleno desarrollo y realización en comunidad. Precisamente esta noción tiene implicancias profundas, ya que subraya la importancia del carácter relacional y comunitario de la vida humana. Justamente, desde esa perspectiva, la conducta individual solo puede ser plenamente comprendida y juzgada a la luz de sus efectos sobre la comunidad entera.
En el desarrollo de esa idea, la justicia particular, en su doble vertiente conmutativa y distributiva, se enfoca en las relaciones entre partes individuales o entre el todo y las partes. La justicia conmutativa regula los intercambios entre individuos, buscando una igualdad aritmética, mientras que la justicia distributiva se ocupa de la distribución de bienes comunes según una proporción adecuada, considerando las necesidades y méritos de cada individuo.
Sin embargo, la justicia general trasciende esta particularidad. De hecho, su función es armonizar el conjunto de las acciones humanas hacia un orden global, en el cual cada parte encuentra su lugar de manera proporcionada y justa. Justamente aquí entra en juego la noción de un orden natural que se genera de manera casi espontánea, pero que también debe ser respaldado por la autoridad y por la promulgación de leyes justas.
En efecto, cuando Santo Tomás se refiere a la justicia general, se puede percibir una especie de “mano invisible” que dirige las acciones individuales hacia el bien común. Esta idea, similar a la metáfora utilizada por Adam Smith en el ámbito económico, no implica una intervención consciente o deliberada de cada individuo para el bien de la comunidad, sino que se fundamenta en la idea de que el ser humano, al actuar virtuosamente, contribuye al bienestar colectivo de manera natural y espontánea8. Es aquí donde el pensamiento tomista nos muestra que la justicia no solo se expresa en las leyes y en las reglas explícitas, sino también en los hábitos y disposiciones internas de las personas. La justicia general no se limita a la imposición de normas coercitivas; antes bien, su función principal es cultivar una disposición virtuosa que haga que las personas actúen de manera justa por convicción y no solo por obligación.
Por ello es que la justicia general también es fundamental para el mantenimiento del orden social. Sucede que, si las acciones individuales que no están orientadas al bien común no solo afectan al agente, sino que tienen un impacto negativo en toda la comunidad. Esta noción de justicia también influye en la interpretación de la autoridad y del poder público. La autoridad no se concibe como un simple ejercicio de poder, sino como una administración legítima del bien común. La ley —en la definición clásica de Tomás— no es otra cosa que una “prescripción de la razón para el bien común, promulgada por quien tiene a su cargo la comunidad”. Así, el propósito de las leyes no es simplemente restringir, sino orientar las conductas hacia el bien común de manera racional y justa.
En efecto, la justicia general se expresa de manera directa a través de la promulgación de leyes justas. La ley, en este sentido, no es un simple mandato externo o una imposición arbitraria, sino la materialización de la razón que ordena las acciones humanas hacia el bien común. Sin embargo, Tomás de Aquino hace una distinción importante: las leyes no siempre son necesarias para regular todas las conductas. La justicia general busca que las personas desarrollen una disposición interna hacia el bien, de modo que, en muchos casos, actúen correctamente sin necesidad de coacción externa. Por lo que solo cuando el bien común se ve amenazado de manera directa, la autoridad recurre a leyes imperativas y de orden público, cuyo fin es proteger los valores fundamentales de la comunidad.
En términos jurídicos, la justicia general se manifiesta en la creación de un marco normativo que regula las relaciones y asegura la cohesión social. Las leyes y principios de justicia deben ser capaces de encuadrar los intereses particulares dentro de una visión coherente del bien común, permitiendo que el mercado y la vida social funcionen de manera ordenada y justa.
En consecuencia, la justicia general, o justicia del Bien Común, es mucho más que una simple virtud jurídica o una norma abstracta. Es el corazón palpitante de toda sociedad, la fuerza que impulsa nuestras acciones hacia algo más grande que nosotros mismos, hacia un propósito que trasciende nuestros intereses individuales. Esta justicia es el hábito que, de manera espontánea y natural, nos lleva a actuar en armonía con el Bien Común, aun cuando nuestras intenciones inmediatas sean personales o egoístas. Es como si estuviera inscrita en lo más profundo de nuestra naturaleza humana: una tendencia innata a buscar el bien, a vivir honestamente y a no dañar a los demás, porque todos, de una manera u otra, estamos conectados.
En ese sentido, lo más asombroso de la justicia general es que no siempre necesitamos conscientemente proponernos hacer el bien para que nuestras acciones, de manera indirecta y casi mágica, lo produzcan. Sin lugar a dudas, en cada acto humano, por más individual o pequeño que parezca, hay una repercusión en el Bien Común9. Es fascinante, ¿verdad? La conexión entre el bien individual y el Bien Común ocurre de manera tan natural porque responde a algo profundamente arraigado en nuestra condición humana. Somos seres sociales por naturaleza, y aunque a menudo actuamos en busca de nuestros propios intereses, lo hacemos dentro de una comunidad. Lo que nos mueve a actuar por nuestro propio bien está entrelazado con la realidad de que nuestras acciones tienen un impacto más amplio. Este fenómeno se debe, en primer lugar, a una tendencia natural hacia lo justo. En lo más profundo de nuestro ser, existe una inclinación a vivir de manera correcta, a seguir la ley natural que nos impulsa a actuar con honestidad, a no dañar a los demás y a dar a cada uno lo que le corresponde. Esto no es simplemente un principio moral abstracto, es una parte intrínseca de lo que somos como seres humanos. Desde pequeños, aprendemos que nuestras acciones tienen consecuencias, que nuestros actos no ocurren en el vacío. Esta tendencia nos lleva a armonizar nuestras acciones individuales con el bienestar de la comunidad. En segundo lugar, está lo que podríamos llamar el efecto de externalidad. Toda acción humana, aunque esté motivada por el interés individual, genera consecuencias que van más allá del ámbito personal. El panadero no solo hace pan para ganarse la vida; al hacerlo, contribuye a que otros puedan alimentarse. El empresario que invierte en un nuevo negocio lo hace buscando su propio éxito, pero al mismo tiempo crea empleos y oportunidades para otros. Así, sin que necesariamente se lo propongan, los actos de las personas benefician a la sociedad. Es esa red de interacciones humanas, esa serie de efectos no buscados, lo que hace posible que el bien individual y el Bien Común se encuentren de manera tan natural. Pero hay algo más profundo en juego aquí. Es la naturaleza social del ser humano. No somos islas, aislados unos de otros. Por el contrario, nuestra naturaleza nos impulsa a interactuar, colaborar y depender de los demás. Cuando buscamos nuestro propio bienestar, lo hacemos dentro de una red social que, inevitablemente, nos conecta con los demás. Esto es lo que explica que nuestros actos, por más individuales que parezcan, siempre estén vinculados con el bien colectivo. Es una virtud que no se limita a actos concretos de justicia en nuestras relaciones con otros, sino que alcanza todas nuestras acciones externas. Influye en ellas de tal manera que las orienta hacia el Bien Común sin que tengamos que estar siempre pensando en ello. Es una fuerza natural, una especie de “mano invisible” que nos mueve a contribuir al bien colectivo, sin necesidad de imponernos una meta consciente en cada acción. Esta mano invisible no es otra cosa que la propia ley de nuestra naturaleza humana, una ley que nos impulsa, nos orienta y nos conecta con los demás de maneras que a veces ni siquiera comprendemos del todo.
Sin embargo, cuando nuestras acciones requieren la colaboración de otros, cuando nuestras aspiraciones individuales no pueden realizarse sin la participación de un otro, es ahí donde los contratos y acuerdos cobran vida. Los contratos son más que simples documentos legales; son el punto de encuentro entre voluntades, el espacio donde se reconoce que, aunque cada parte busca su propio interés, esa búsqueda se realiza de manera conjunta, bajo términos que ambos han decidido respetar. Precisamente es un acto de confianza mutua, una manifestación tangible de la interdependencia humana.
En ese momento, cuando dos personas deciden vincularse por un acuerdo, ocurre algo extraordinario: los contratantes se convierten en legisladores de su propia relación. Crean normas privadas que no solo regularán sus acciones, sino que reflejan la esencia misma de la autonomía de la voluntad. Es en el contrato donde la libertad individual encuentra su máxima expresión, porque no es impuesta desde fuera, sino que nace del acuerdo voluntario entre las partes. Cada contrato es una pequeña ley, una regla que las partes deciden darse a sí mismas, estableciendo cómo interactuarán, qué se comprometen a hacer, y qué esperan del otro.
Pero lo verdaderamente maravilloso es que estos contratos no surgen en el vacío. Están insertos en un orden jurídico que les da validez y sustento. No podemos olvidar que, aunque los contratantes crean sus propias reglas, esas reglas deben desarrollarse dentro de un marco más amplio que garantiza la justicia y protege los derechos de todos. El contrato, aunque fruto de la libertad individual, siempre está en relación con el Bien Común y con las normas imperativas que aseguran que esa libertad no se convierta en opresión o injusticia. Así, los contratos son la prueba viva de que, para llevar a cabo nuestros proyectos, necesitamos de los demás. Y, en esa necesidad, encontramos no solo la realización de nuestros intereses, sino también una manifestación de justicia. Porque en cada acuerdo, en cada pacto, hay una promesa implícita de equidad, de respeto mutuo y de colaboración. Los contratos son, en última instancia, una expresión de nuestra condición social, un reflejo de que, aunque buscamos nuestro propio bien, solo podemos alcanzarlo en conjunto, de la mano de otros
En cada contrato, en cada convención, hay una manifestación de esa justicia conmutativa o distributiva, según sea el caso, que regula nuestras relaciones10. Pero lo más profundo de todo esto es que, en ese momento, somos nosotros mismos los creadores de nuestras normas. En el acto de firmar un contrato, nos convertimos en legisladores de nuestra propia relación, haciendo uso de nuestra autonomía para establecer las reglas que regirán nuestras interacciones. Aun así, este poder creativo necesita un marco que lo sostenga, un orden mayor que lo legitime y le dé sustento. Aquí es donde entra en juego el ordenamiento jurídico, ese entramado que proporciona estabilidad y coherencia a todas nuestras acciones. El Gobierno y la autoridad, mediante la creación de leyes, dan vida a las instituciones que hacen posible la convivencia en sociedad: la judicatura, la policía, el sistema tributario, entre otros. Sin estas instituciones, los contratos que celebramos carecerían de ese oxígeno esencial que les permite prosperar y sostenerse en el tiempo. De algún modo, el orden jurídico es el ambiente vital que nutre y protege nuestras relaciones privadas, permitiendo que florezcan dentro de un marco seguro y justo. Incluso las normas supletorias, aquellas que solo se aplican cuando no hay acuerdo expreso entre las partes, son una expresión de esta justicia general. Aunque pueden parecer menos visibles, estas normas también son fruto de esa justicia que busca siempre el equilibrio entre los intereses particulares y el bienestar común. Porque, en última instancia, todas nuestras acciones y decisiones están conectadas con el Bien Común, aunque no siempre seamos conscientes de ello.
En conclusión, la justicia general no es solo un concepto jurídico, es el alma que mueve nuestras acciones hacia el bien. Es lo que nos recuerda que, aunque busquemos nuestro propio beneficio, nunca lo hacemos en un vacío: siempre estamos influyendo, colaborando y contribuyendo a algo mayor. Es la fuerza que mantiene unido el tejido social, que convierte nuestras acciones individuales en parte de un proyecto colectivo, que hace posible la armonía entre la libertad personal y el bienestar de todos. Y es esta virtud, esta magia espontánea que nos guía sin que lo notemos, la que hace que el derecho sea algo vivo, algo que respira y crece con cada decisión que tomamos.
Así y todo, si bien las normas imperativas son un pilar fundamental del ordenamiento jurídico, su presencia no es sinónimo de una regulación arbitraria o ilimitada. Estas normas se introducen cuando el legislador heterónomo —el Estado o la autoridad competente—, ejerciendo la virtud de la prudencia que debe guiar todo buen gobierno, estima que determinadas conductas individuales o colectivas tienen un impacto directo o potencial sobre el Bien Común. En estos casos, la necesidad de proteger dicho bien se impone sobre la autonomía de la voluntad de los particulares, y se promulgan normas de carácter imperativo, cuya aplicación no queda al arbitrio de las partes involucradas. Estas normas, por tanto, son de cumplimiento obligatorio y afectan tanto a las relaciones jurídicas como a comportamientos individuales, como sucede, por ejemplo, con las normas de seguridad vial que obligan al uso del cinturón de seguridad.
Pese a ello, en una sociedad libre, este tipo de regulación debe ser excepcional y de interpretación restrictiva. Como bien establece el artículo 958 del Código Civil y Comercial (CCC), en caso de duda sobre la obligatoriedad de una norma imperativa, siempre debe interpretarse en favor de la libertad de las partes. Esto es crucial, ya que cada norma imperativa supone una restricción a la autonomía de los individuos, lo que, si se lleva al extremo, podría transformar el ámbito de decisión de los particulares en una esfera controlada por el Estado, conduciendo a un sistema que se aproxime a una forma de socialismo legal. Sucede que, cuanto mayor sea el número de normas imperativas, menor será la racionalidad económica y la libertad individual. Es aquí donde entra en juego la regla de la proporcionalidad, que busca asegurar que cualquier limitación a los derechos esté justificada por un interés sustancial del Gobierno y que dicha restricción sea necesaria e inevitable, es decir, que no exista otra manera menos gravosa de alcanzar el objetivo perseguido. Por caso, la Constitución Nacional Argentina, en su artículo 14, reconoce los derechos individuales, pero subordina su ejercicio a las leyes que reglamenten su ejercicio, mientras que el artículo 28 establece un límite claro: estas leyes reglamentarias no pueden alterar la esencia de los derechos reconocidos. Esto significa que la regulación puede afectar aspectos accidentales de los derechos, como el tiempo, el modo o el lugar en que se ejercen, pero nunca puede destruir su sustancia.
Exactamente, el concepto de libertad ordenada (ordered liberty) pone en evidencia que la libertad no es absoluta, sino que se encuentra enmarcada por principios superiores y restricciones que garantizan una convivencia justa. En este sentido, la justicia general opera como el punto de equilibrio entre la libertad individual y las necesidades del bien común, estableciendo un sistema de reglas que permite a las personas ejercer sus derechos sin afectar la dignidad ni los derechos de los demás. Desde una perspectiva jurídica, esta idea implica que las leyes deben crear un entorno donde la libertad individual sea compatible con la estructura social. Por lo tanto, la justicia general bajo esta óptica no se trata sólo de garantizar la ausencia de coerción arbitraria, sino también de asegurar las condiciones sociales y jurídicas necesarias para una libertad plena, pero responsable.
En consecuencia, las personas tienen la libertad de actuar y perseguir sus propios intereses, siempre y cuando estas acciones estén en consonancia con el bien común y respeten los derechos de los demás. Este concepto resalta la importancia de un contexto jurídico sólido que encuadre y limite la libertad en función de valores superiores como la justicia y la dignidad humana. A tono con esa concepción, cabe señalar que su propósito es garantizar la armonía entre los derechos individuales y las necesidades del todo social, evitando tanto el individualismo extremo como el colectivismo opresivo. Vale mencionar que la convivencia justa se construye al permitir que cada persona ejerza su libertad sin menoscabar los derechos de los demás y al orientar las acciones individuales hacia la promoción del bien común. Dicho de otro modo, los derechos individuales, aunque fundamentales, no son absolutos. En consonancia, toda libertad encuentra su límite en el respeto por los derechos de los demás y en las necesidades de la comunidad. De ahí que la justicia general no se limita a intervenir cuando surgen conflictos, sino que también desempeña una función preventiva y organizadora del orden social. Las normas jurídicas, al establecer reglas claras para la convivencia, permiten prever las consecuencias de las acciones y evitar abusos. El derecho, de esta manera, no solo regula la conducta individual, sino que también orienta las interacciones hacia la construcción de un bien común.
Ahora bien, el ordenamiento jurídico de un Estado, lejos de ser un entramado frío y rígido, está profundamente arraigado en la vida de las personas. No es solo un conjunto de normas impuestas desde arriba por una autoridad lejana; en realidad, se nutre del ejercicio cotidiano y esencial de la autonomía de la voluntad de cada individuo. Derivado de ello, son los acuerdos que las personas realizan en su vida diaria, los pactos que establecen en su convivencia, lo que le da forma y sentido a la vasta red normativa en la que se funda la sociedad. Así, los particulares no son simples receptores pasivos de la ley, sino creadores activos de sus propias normas, modelando sus relaciones en función de sus intereses y deseos, pero siempre dentro de un marco de justicia. De hecho, este ejercicio de creación normativa, tan profundamente humano, tiene sus raíces en principios que han acompañado a la humanidad desde los tiempos más antiguos. De ese modo, resulta cierto que cuando dos personas deciden pactar, cuando acuerdan algo que afecta a sus vidas, están creando normas que tienen un valor inestimable: crean derecho. En efecto, cada contrato, cada acuerdo voluntario entre las partes, es una pequeña manifestación de ese poder normativo que todos los ciudadanos tienen, una expresión de esa capacidad inalienable de moldear su propio destino y sus relaciones con los demás. El Código Civil y Comercial argentino lo reconoce de manera explícita. En su artículo 957, clasifica estos acuerdos, recordándonos que, ya sea una convención sin contenido patrimonial o un contrato con repercusiones económicas, ambos son actos jurídicos con efecto vinculante. Es decir, en cada uno de estos acuerdos late la fuerza de una ley. El contrato, como lo concibió Vélez Sarsfield, es más que un simple instrumento: es la ley mismapara quienes lo firman. ¿Qué podría ser más justo y más democrático que un acuerdo donde las partes, libres y conscientes, establecen sus propias reglas? El contrato, entonces, no es solo un acto jurídico; es una manifestación viva de la libertad humana en su estado más puro.
Sin embargo, como se mencioné, esta libertad no es absoluta. Como toda creación normativa, los acuerdos entre particulares deben respetar un marco superior: las normas imperativas y los principios constitucionales que garantizan que el ejercicio de la autonomía no vulnere los derechos fundamentales de los demás ni atente contra el bien común. El artículo 958 del CCC consagra este equilibrio al reconocer la libertad de contratar, pero dentro de los límites que impone la ley y el orden público. Esta restricción, lejos de ser una limitación arbitraria, es una protección esencial para que la libertad de unos no se convierta en la opresión de otros. La prelación normativa en el artículo 963 del CCC reafirma este balance. En su esquema, las normas imperativas se sitúan por encima de las normas particulares del contrato, pero las normas supletorias de la ley quedan subordinadas a la voluntad de las partes. En este delicado juego de jerarquías, se manifiesta una verdad profunda: los contratos son la base de nuestro orden jurídico. Son la piedra angular sobre la cual se edifica la vida económica y social de la comunidad.
En tales condiciones debe hacerse una distinción sutil pero importante entre lo preferible y lo razonable. La idea subyacente es que la razonabilidad puede operar independientemente de nuestras preferencias personales, y que su función tiene que ver más con la coherencia lógica y la justificación desde una perspectiva neutral que con nuestros gustos o inclinaciones. En efecto, lo preferible se relaciona con nuestras inclinaciones, gustos o valores subjetivos. En términos nietzscheanos, lo preferible podría vincularse con la manifestación de la voluntad individual, donde cada persona busca afirmarse según sus propios valores y perspectivas.
Sin embargo, lo preferible no necesariamente implica un juicio objetivo de lo que es correcto o justificable para todos, sino que depende de las aspiraciones y deseos individuales. Lo razonable, en cambio, se asocia con la capacidad de reconocer la justificación de una posición, independientemente de si la compartimos o no. Es aquí donde la tolerancia emerge como un valor que permite aceptar que otra persona puede llegar a una conclusión razonable aun cuando no coincida con nuestras preferencias.
En resumidas cuentas, ccomo si fueran piezas de un reloj suizo, cada tipo de justicia —conmutativa, distributiva y legal— mantiene en marcha las relaciones humanas con precisión y propósito. Tal como enseñó Santo Tomás de Aquino hace siglos, la justicia no es una, sino muchas. Cada especie tiene un lugar específico en la vida social, asegurando que, sin importar la situación, siempre haya una brújula que guíe hacia la armonía y la igualdad. En las transacciones cotidianas —cuando un vendedor ofrece su producto o un vecino devuelve lo que tomó prestado—, la justicia conmutativa entra en escena. Aquí no hay espacio para la subjetividad: lo justo es lo que cierra la ecuación entre lo que se entrega y lo que se recibe, como en una balanza perfecta. Esta justicia aparece en intercambios directos, ya sea la compraventa de bienes, el préstamo de objetos o el respeto a la propiedad ajena. En este terreno, la pobreza del vendedor o la riqueza del comprador no importan; lo que vale es que ambos reciban lo que les corresponde según el valor objetivo de las cosas. La justicia conmutativa es una igualdad aritmética, pura y contundente: un intercambio equilibrado entre dos personas, sin que las circunstancias personales alteren la medida de lo justo. Pero la vida no se reduce a contratos ni intercambios. ¿Qué ocurre cuando lo que está en juego es el reparto de los recursos comunes, esos que pertenecen a todos, pero nunca de la misma manera? Es aquí donde emerge la justicia distributiva, que tiene la misión de distribuir bienes y cargas entre los miembros de la comunidad de forma proporcional. Esta justicia no mide en términos de igualdad absoluta, sino en función del mérito, la posición y la necesidad de cada uno. Quien aporta más al bienestar colectivo recibe más; quien tiene menos capacidades o mayores necesidades, recibe en consecuencia. Es una igualdad proporcional, que funciona como una geometría social: los recursos se reparten según la medida en que cada miembro forma parte del todo. El arte de esta justicia radica en reconocer que no todos ocupamos el mismo lugar ni contribuimos del mismo modo. En una comunidad bien gestionada, quienes sostienen mayores responsabilidades también tienen derecho a mayores beneficios.
Por sobre ella entra en juego la justicia legal, la que ordena las acciones individuales hacia el bien común. Esta justicia es la que asegura que los intereses personales no se impongan sobre los colectivos y, al mismo tiempo, que los derechos de los individuos no queden aplastados por el peso del todo. ¿Y cómo se concreta esta justicia? A través del cumplimiento de las leyes, esas normas que no solo organizan la convivencia, sino que reflejan las obligaciones mínimas que cada uno debe asumir para que la sociedad funcione. En esta dinámica, el derecho reside en la comunidad, y la obligación recae en cada individuo, que debe aportar su parte al engranaje social. Las leyes se convierten, así, en el eje central de esta justicia: cumplirlas no es solo un deber cívico, sino una deuda de justicia con la colectividad.
Estas tres formas de justicia —conmutativa, distributiva y legal— funcionan como un sistema interconectado. Cada una aporta un equilibrio particular, y juntas aseguran que las relaciones humanas no se hundan en el caos. La justicia conmutativa evita los abusos entre particulares, la distributiva garantiza una repartición proporcional de lo que es de todos, y la legal mantiene la cohesión social en torno al bien común.
V. Sobre el origen y fundamento de los derechos humanos.
Desde el primer instante en que la razón humana buscó descifrar el misterio profundo del hombre y su justicia, emergió con claridad una idea luminosa e insistente: existe, más allá de toda ley escrita, un orden universal y eterno que gobierna nuestras vidas y establece lo que es debido a cada ser humano por el solo hecho de existir. Fue Cicerón quien elevó la voz en la Roma antigua, proclamando que existe una ley suprema, anterior a cualquier edicto del poder temporal, eterna e inmutable, grabada por la naturaleza misma en la conciencia de cada persona. Esta ley natural no pertenece a ningún pueblo en particular, ni se somete a la autoridad transitoria de los gobernantes, pues es patrimonio común de toda la humanidad. Desde esa perspectiva ciceroniana, los derechos humanos no son concesiones de la sociedad, sino reclamos que el hombre puede exigir simplemente por ser hombre, y cuya violación constituye una traición a la esencia misma del orden natural.
Antes aún, en la Grecia de Aristóteles, se afirmó con serena convicción que el ser humano es, por naturaleza, un animal político dotado de razón y orientado al bien común, a la búsqueda de la felicidad y la virtud. Para Aristóteles, lo justo no depende exclusivamente de los acuerdos circunstanciales, sino que encuentra fundamento sólido en la naturaleza intrínseca del hombre y en su dignidad racional. Así, ya entonces la humanidad intuía que los derechos no podían depender únicamente de pactos variables, sino que debían reflejar algo más profundo, más auténtico, más estable.
Por otro lado, desde la sabiduría milenaria de la Halajá judía, la ley trascendente no solo es dada por Dios al hombre, sino que lleva implícita una visión ética del mundo que reconoce en cada ser humano—creado a imagen y semejanza divina—una dignidad inviolable. El respeto a la vida, la búsqueda constante de justicia, y la obligación incondicional de proteger al prójimo, se sustentan en un mandato moral que no admite negociación ni relativización, precisamente porque nace de la sacralidad de cada existencia humana.
Pero esta intuición profunda no se limita a los sabios de la antigüedad, ni se detiene en las tradiciones religiosas. En la modernidad, pensadores como Ronald Dworkin han vuelto a insistir en que los derechos humanos no pueden ser reducidos a simples acuerdos o convenciones sociales, sino que expresan un valor moral absoluto: la igual consideración y respeto que merece cada individuo como portador de una dignidad intrínseca. Dworkin lo llama el «valor sagrado de la persona», indicando que ciertos derechos no pueden ser violados sin atentar contra la propia integridad moral de la humanidad.Asimismo, John Finnis, en su renovada visión del derecho natural, profundiza esta convicción. Para él, los derechos humanos derivan directamente de los bienes básicos que todo ser humano necesita para realizarse plenamente: la vida, el conocimiento, la amistad, la justicia práctica, la religión y el trabajo significativo. Estos bienes son bienes universales, racionalmente identificables, y constituyen precisamente el fundamento moral que sostiene los derechos fundamentales, asegurando así que la dignidad humana permanezca inviolable ante cualquier poder político o social.
De este modo, la tradición del derecho natural, en su larga travesía desde Aristóteles y Cicerón hasta Dworkin y Finnis, pasando por la sabiduría espiritual de la Halajá, ofrece un fundamento sólido e indestructible a la idea misma de los derechos humanos. Porque estos derechos no nacieron de un pacto circunstancial ni fueron otorgados por la voluntad de un legislador, sino que surgen de la naturaleza esencial del hombre: esa criatura racional y espiritual cuya dignidad exige respeto incondicional.
Así, cuando defendemos hoy los derechos humanos, no estamos defendiendo algo reciente o contingente, sino proclamando una verdad antigua, eterna, universal, que aún nos interpela con la misma fuerza de siempre: que todo ser humano posee un valor absoluto, una dignidad inalienable, un derecho sagrado que ninguna sociedad, ni estado, ni tiempo, pueden jamás legítimamente violar.
En ese orden de ideas no puede obviarse que la historia nos ha enseñado, dolorosamente, que cuando las leyes se separan de la dignidad de la persona, se desata la barbarie.
A estas alturas todos deberíamos estar en conocimiento de que los excesos cometidos en nombre de leyes arbitrarias nos recuerdan que no podemos dejar que el poder y la conveniencia determinen lo que es justo. La dignidad es algo más que un derecho; es la fuente que nutre todos los derechos. No es una etiqueta que se otorga o se retira según las circunstancias. La dignidad es el gran don que cada ser humano lleva en su interior, un faro que guía nuestras acciones y nuestras leyes. No somos dignos porque se nos reconozcan derechos; tenemos derechos porque somos dignos. Y, justamente, esta verdad debe ser el cimiento de toda sociedad que aspire a ser verdaderamente justa y humana.
En ese clamor, cabe señalar que el derecho a la vida, a la libertad, a la justicia, no son favores que alguien nos regala ni permisos que un poder transitorio otorga con paternalismo y soberbia. Son, más bien, gritos esenciales, voces que brotan desde el fondo mismo de nuestra existencia, clamores antiguos que nos acompañan desde que pisamos esta tierra. Son, en definitiva, el modo en que la dignidad humana se revela a sí misma, se defiende, resiste y respira.
En ese sentido, nadie puede concedernos lo que ya nos pertenece desde siempre; nadie tiene el derecho de quitárnoslo. Porque estos derechos no vinieron desde arriba, bajados por algún poder generoso o iluminado, sino que nacieron aquí abajo, desde adentro, desde la piel y desde el alma, desde la condición misma de ser personas y no cosas, desde la certeza de que cada vida importa, cada libertad vale, cada justicia cuenta.
A todas luces, defender estos derechos es defender lo más simple, lo más hondo, lo más urgente: la dignidad cotidiana, silenciosa, heroica y sagrada de cada uno de nosotros.
Así las cosas, el derecho a la vida, la libertad, la justicia, todos estos derechos no son concesiones arbitrarias; son expresiones de nuestra dignidad intrínseca. Por tanto, no existen personas de segunda categoría, ni vidas menos valiosas. En ese sentido, cualquier intento de negar esta verdad es una traición a nuestra humanidad ya que la dignidad no se mide ni se calcula, porque es infinita en cada ser humano. Es por ello que, en definitiva, defender la dignidad humana es sostener lo más esencial y sagrado en cada uno de nosotros. Es reconocer que, independientemente de las leyes, las circunstancias o los errores del pasado, cada vida es preciosa, cada persona es invaluable.
Con toda seguridad, cabe afirmar que la mente humana, desde tiempos inmemoriales, ha sido capaz de contemplar y descubrir aquello que es esencial y verdadero en la naturaleza de las cosas. Evidentemente somos capaces de reconocer la dignidad de nuestro propio ser y de entender las exigencias éticas que derivan de ella. Sucede que, en efecto, la razón humana es la llave que abre las puertas a una verdad esencial, una verdad que habita en lo más profundo de nuestra condición: la existencia de principios naturales, valores universales y derechos innatos que ninguna cultura inventó, sino que la misma humanidad revela. Es así como la dignidad, la libertad, la justicia, se presentan no como construcciones arbitrarias, sino como manifestaciones transparentes de una realidad que podemos reconocer porque somos capaces de contemplarla con ojos racionales. Estos principios naturales no requieren prueba alguna más allá del sentido común y la honestidad intelectual, pues están presentes en nuestra conciencia como luces que guían nuestra existencia.
Por eso, cuando confiamos en la razón para acercarnos a estas verdades fundamentales, no hacemos otra cosa que honrar aquello que nos distingue esencialmente como humanos: la capacidad de entender, de discernir y de reconocer lo universal y eterno en medio de lo pasajero y circunstancial. Es desde la razón—ese don precioso que nos fue dado por nuestra naturaleza—donde podemos afirmar con certeza que existen derechos y valores absolutos, tan reales y necesarios como el aire que respiramos.
Pero, ¿qué nos garantiza que la razón sea realmente capaz de descubrir principios absolutos o verdades objetivas sobre lo que debe existir necesariamente? ¿Acaso no será que la razón humana—tan limitada, tan influida por contextos culturales, sociales e históricos—no hace más que construir artificiosamente valores pretendidamente universales, pero que en realidad son meras convenciones subjetivas disfrazadas de objetividad? En otras palabras, ¿no estaremos frente a una gran ilusión, creyendo que la razón descubre verdades absolutas, cuando en realidad solo fabrica consensos precarios y relativos?
Lo sostengo con firmeza, sin temblores ni vacilaciones: El relativismo, , aunque seductor en apariencia, cae por su propio peso. Si bien es cierto que nuestra razón está limitada por circunstancias históricas y culturales, no lo es menos que la grandeza de la razón consiste en su capacidad para trascender esas limitaciones y reconocer lo universal en lo particular.
Claramente, la razón humana no inventa los principios naturales; antes bien, los descubre. Es decir, no los fabrica arbitrariamente, ni los extrae caprichosamente de la nada, como si fueran creaciones de nuestra imaginación. Por el contrario, estos principios ya estaban allí, aguardando ser reconocidos, por cuanto la razón actúa como la luz que ilumina una habitación en penumbras, revelando objetos que existían previamente, aunque no los viéramos. De modo semejante, los principios naturales—como la justicia, la dignidad o el valor absoluto de la vida—existen en sí mismos, objetivamente, más allá de cualquier acuerdo humano, y solo requieren ser reconocidos, comprendidos y respetados.
Aceptar que la razón descubre y no inventa es admitir, además, que existe un orden natural al que podemos acceder, un horizonte ético común capaz de unirnos en torno a valores fundamentales e inalterables. Como diría Finnis, los bienes básicos—la vida, el conocimiento, la amistad, la justicia práctica, entre otros—no son meras invenciones culturales ni arbitrarias preferencias subjetivas. Por el contrario, constituyen elementos fundamentales e intrínsecos que se hacen evidentes a toda persona capaz de razonar con honestidad y claridad.
En consecuencia, la razón, por ende, no determina caprichosamente lo que debe existir “per se”, sino que reconoce esos valores y bienes universales a partir de la experiencia humana compartida, universal e inevitable. En consecuencia, la existencia objetiva de estos principios queda demostrada precisamente porque cualquier intento de negarlos o relativizarlos termina conduciéndonos al absurdo ético, al nihilismo moral, o a la destrucción misma del sentido de la convivencia humana. Por consiguiente, aunque la razón no sea infalible, sigue siendo la mejor herramienta—y, en realidad, la única—para descubrir lo que es intrínsecamente valioso y necesario, esos principios eternos y universales que hacen posible no solo la supervivencia, sino la realización plena y digna de todo ser humano.
En definitiva, la razón no inventa principios naturales, sino que los advierte como quien sale al patio después de la tormenta y encuentra que el pasto, los árboles, los pájaros mojados ya estaban allí, esperándolo desde siempre. Así ocurre con la justicia, con la dignidad, con la vida misma, toda vez que existen antes que nosotros, antes de nuestras palabras, antes incluso de que supiéramos nombrarlas.
En ese panorama, lo único que podemos hacer es aceptar humildemente que los principios más profundos no dependen de nuestras opiniones o nuestros caprichos. La razón nos susurra que esas verdades ya estaban aquí, como la amistad, como el amor, como el aire que respiramos. Entonces, nuestro deber no es inventarlas, sino cuidarlas, protegerlas, reconocer en ellas la sencilla evidencia de que somos simplemente humanos, y de que en esa sencilla humanidad late, silenciosa e indiscutible, nuestra dignidad.
Es, justamente, en estos términos donde radica la importancia de comprender que la dignidad es la condición previa para el reconocimiento de los derechos humanos. Claramente no podemos referirnos a los derechos sin antes afirmar la dignidad de cada persona.
Desde esa comprensión del tema es que debe advertirse del serio peligro que se corre cuando se confunde los deseos subjetivos con los derechos humanos. Es que, en efecto, la cultura que concibe la libertad como autonomía absoluta ha dado pie a una serie de reivindicaciones de deseos como si fuesen derechos. Por ejemplo, el derecho a decidir sobre la vida de los hijos, el derecho a disponer del propio cuerpo, el derecho a la eutanasia; todos estos conceptos, aunque suenan atractivos, son un ataque directo a los fundamentos de la justicia y la dignidad humana. Verdaderamente el derecho no puede estar al servicio de la arbitrariedad, ni ser un vehículo para satisfacer deseos que destruyen la vida humana.
En ese sentido, no tengo la menor duda de que cuando la ley cede ante estos deseos arbitrarios, convierte al derecho en un instrumento al servicio de la voluntad individual absoluta, y no del bien común o de la dignidad universal del ser humano. Y, sin embargo, el derecho no puede estar jamás al servicio de la arbitrariedad, ni convertirse en vehículo complaciente para satisfacer deseos que atentan contra la vida humana o que niegan la dignidad esencial e innegociable de cada persona, habidas cuentas de que su misión fundamental es precisamente la contraria: proteger y garantizar aquello que ningún capricho individual o colectivo puede legítimamente destruir. Ya que, en efecto, la justicia exige distinguir con absoluta claridad entre lo que constituye un derecho humano auténtico—fundado en la dignidad intrínseca, universal y objetiva—y lo que es simplemente la proyección de deseos personales, subjetivos y contingentes, que aunque se disfracen de derechos, terminan por erosionar la base misma de nuestra convivencia y civilización.
No me escapa que algunos dirán respecto a mi argumento idealiza una situación distante de la realidad, al tiempo que parece imponer una visión moral específica sobre la libertad de los demás, dejando atrás siglos de lucha y progreso en defensa de la autonomía personal como valor supremo.
Al respecto, tengo para decir que sin perjuicio de que la autonomía personal es un valor fundamental y que la libertad de elección constituye uno de los logros esenciales de las sociedades modernas; no es menos cierto que, cuando afirmamos que existe una diferencia entre deseos subjetivos y derechos humanos objetivos, no estamos imponiendo una visión arbitraria, sino reconociendo una verdad profundamente racional, toda vez que la pretensión de convertir cualquier deseo subjetivo en un derecho objetivo conduce inevitablemente al absurdo moral y al colapso ético de la convivencia humana.
No se trata aquí de cuestionar la legítima autonomía personal en aquellas decisiones cotidianas que, aunque puedan implicar riesgos para la salud, se encuadran dentro del ámbito aceptable de lo que cada quien valora en su propia vida. Sin duda alguna, comer con sal sabiendo que uno es hipertenso, endulzar el café aun siendo diabético, o practicar un deporte extremo que incrementa la adrenalina y también el riesgo, son actos comprensibles, expresiones legítimas de preferencias personales, que forman parte del ámbito privado e íntimo de cada individuo.
Pero la cuestión cambia radicalmente cuando alguien, en plena posesión de su razón, elige degradar deliberadamente su humanidad mediante prácticas que ponen en juego, sin sentido ni justificación razonable alguna, su propia existencia y dignidad. Participar en una ruleta rusa por dinero, apostar la vida como si fuese una mercancía, o peor aún, exponerla simplemente para demostrar una supuesta valentía ante los demás, no es solo un acto imprudente; es un atentado directo contra la dignidad misma del ser humano.
Algo semejante ocurre con el duelo o con peleas violentas que ignoran reglas y límites, donde la integridad personal se reduce a objeto de un espectáculo brutal o de un orgullo vano. Estas prácticas no son meras decisiones privadas que involucren solo al individuo: constituyen un desafío abierto a los fundamentos éticos de la vida en sociedad.
En definitiva, la diferencia fundamental reside en reconocer que la autonomía individual tiene un límite esencial, que es precisamente la dignidad humana. Mientras que en ciertas decisiones personales asumimos riesgos comprensibles y justificados por nuestra libertad individual, en otras nos situamos frente al peligro inaceptable de convertir al ser humano en objeto, rebajándolo de sujeto digno a mero instrumento de caprichos y vanidades destructivas. Allí es donde, sin dudas, el derecho tiene la obligación de intervenir para protegernos de nosotros mismos. De lo contrario se destruiría precisamente la base misma sobre la que descansa toda estructura de derechos: el respeto absoluto a la vida como valor supremo e inviolable.
En ese sentido, cuando reflexionamos sobre estas cuestiones, no correspondería reducirlas solamente a un asunto de libertades individuales o preferencias personales, toda vez que nos enfrentamos, en realidad, a un problema de justicia en su sentido más amplio y profundo.
En todo sentido, la justicia general, entendida como aquel principio que ordena la convivencia humana de acuerdo con lo que es debido a cada ser según su dignidad y naturaleza, no puede tolerar que una persona se degrade hasta extremos que contradigan la esencia misma de su humanidad. En rigor toda verdadera justicia emana del respeto a la naturaleza humana tal como ha sido creada. El hombre no es dueño absoluto de su vida, porque esta es un don sagrado, recibido de Dios y orientado a un fin trascendente. Por lo tanto, atentar arbitrariamente contra ella por orgullo, vanidad o codicia, es una ofensa a la justicia divina y humana. Así, Agustín sostendría que no hay verdadera libertad fuera del orden justo, puesto que actuar contra nuestra dignidad no es ser libres, sino esclavos de nuestras propias miserias y pasiones. De igual modo, la Halajá judía, con su antigua sabiduría, afirma también que la vida es sagrada e inviolable, pues el hombre fue creado a imagen y semejanza divina, lo cual le otorga una dignidad absoluta. Por eso, la tradición judía exige proteger incluso al hombre de sí mismo. El deber ético, entonces, no es solo cuidar la vida ajena, sino también la propia, ya que todo atentado contra uno mismo es una negación directa de la dignidad divina presente en cada ser humano. Así, la Halajá no admite la degradación voluntaria ni la exposición caprichosa de la vida, pues considera tales actos contrarios al orden justo que Dios estableció.
Desde una perspectiva aristotélica, la justicia general implica reconocer que cada acto humano tiene consecuencias sociales y comunitarias. Para Aristóteles, la persona es esencialmente social, y sus actos afectan inevitablemente al conjunto de la polis. No es posible justificar la autodegradación o la violencia consentida bajo el argumento de que “no afecta a terceros”, porque la sociedad entera sufre cuando uno de sus miembros se despoja de su dignidad. La justicia general exige, por tanto, preservar siempre la integridad de la persona, incluso frente a sus propias decisiones autodestructivas.
Finalmente, los filósofos modernos del derecho natural como John Finnis o Jacques Maritainsubrayarían que la justicia no puede basarse solo en la autonomía absoluta, sino en el reconocimiento de bienes básicos y universales inherentes a la condición humana. Estos bienes—vida, dignidad, amistad, comunidad—son objetivos e inviolables, y la justicia exige que la ley los proteja, aun cuando ciertos individuos, en ejercicio de su autonomía, pretendan rechazarlos o destruirlos.
Por tanto, la justicia general, desde cualquiera de estas perspectivas, impone límites claros a la autonomía individual cuando está atenta contra la dignidad intrínseca de la persona humana.
Al respecto, cabe insistir que el orden justo no consiste en validar cualquier deseo subjetivo, sino en proteger lo esencial e inalienable: el valor supremo de cada vida, la dignidad trascendente del ser humano y la convivencia fundada en principios objetivos que preservan el bien común. Sucede que, en efecto, aceptar esta lógica subjetivista implicaría admitir que todos los derechos son relativos, circunstanciales y negociables, y que no existe ningún principio ético capaz de protegernos de la arbitrariedad.
En sentido estricto, los derechos auténticos son precisamente aquellos que protegen la dignidad humana, incluso contra deseos subjetivos, toda vez que la tarea del derecho no es satisfacer deseos circunstanciales ni validar impulsos arbitrarios, sino custodiar lo que es objetivamente valioso y justo: la vida, la dignidad, la integridad personal y los principios universales que hacen posible la existencia misma de una sociedad libre, humana y justa.
Con toda seguridad, la distinción entre deseos y derechos no es solo necesaria; es urgente, habidas cuentas de que cuando desaparece esta diferencia, desaparece la justicia, y con ella se derrumba también cualquier posibilidad de una convivencia humana digna de ese nombre.
Al respecto cabe hacer notar que en Argentina, el artículo 953 del Código Civil de Vélez Sarsfield, contemporáneo a la Constitución Nacional de 1853, reflejó tempranamente que la autonomía privada no es absoluta. Dicho artículo estableció que los actos jurídicos debían adecuarse a la moral y al orden público, permitiendo la intervención estatal en la vida privada sin necesidad de daño tangible. Esta concepción continúa vigente en el artículo 279 del Código Civil y Comercial de la Nación, al impedir contratos contrarios al orden público.
En ese marco, el Estado posee legítima potestad para prohibir prácticas como la comercialización de órganos entre adultos informados y consentidores. Esta regulación no obedece a un paternalismo estatal que considere al ciudadano incapaz de tomar decisiones propias, sino que responde al imperativo ético y jurídico de preservar la dignidad humana, evitando la cosificación del cuerpo humano como mercancía.
Esta misma lógica sostiene la prohibición del incesto consentido entre adultos, los duelos consensuados para reparar el honor, las peleas violentas sin reglas, la eutanasia o el suicidio asistido, así como prácticas de violencia extrema consentida, como ocurrió en el emblemático caso “R v. Brown” (1993) en el Reino Unido. La intervención del Estado en estos casos no se basa en una imposición arbitraria de moralidad personal, sino en la protección de valores fundamentales, entre ellos la dignidad humana, la vida, la integridad física y la paz social.
De antemano, resulta clave distinguir aquí el paternalismo—que implica una intervención excesiva en las decisiones privadas, tratándolas como incapaces de discernimiento—de la legítima función estatal de garantizar el orden público, la dignidad y el bien común. En rigor, proteger estos principios fundamentales no reduce la autonomía, sino que la fortalece, al asegurar que las libertades individuales se ejercen dentro de un marco ético mínimo, indispensable para la convivencia social.
De alguna manera, este debate encuentra una notable resonancia en la tensión filosófica entre el principio de “neminem laedere”, que solo admite intervención estatal ante daño directo a terceros, defendido por John Stuart Mill, y la concepción tomista o comunitarista, que postula que ciertos bienes superiores justifican la acción del Estado incluso sin daño inmediato a terceros. Mientras Mill limitaría la regulación estatal únicamente al daño comprobable a otro individuo, la tradición tomista permitiría al Estado intervenir siempre que esté en riesgo la dignidad humana, la moral pública o el bien común.
En definitiva, la intervención estatal legítima no es paternalismo, sino garantía institucional de la dignidad humana, de la integridad física y moral de la comunidad, y condición necesaria para el auténtico ejercicio de la libertad. Sin duda alguna, la intervención estatal no busca imponer una visión particular de la vida buena, ni reemplazar las decisiones autónomas de las personas en asuntos privados e íntimos, sino proteger aquellos bienes fundamentales cuya lesión o vulneración no afecta solamente al individuo particular, sino que daña profundamente a toda la comunidad moral y política.
Desde este punto de vista, la intervención legítima del Estado no responde a una desconfianza generalizada hacia la capacidad decisoria del individuo, sino a la obligación ética y jurídica de proteger la dignidad humana como principio rector del orden social.
En ese contexto, el Estado interviene no porque desconfíe del ciudadano, sino porque reconoce que ciertas conductas, decisiones o prácticas vulneran un límite ético y jurídico infranqueable que, al ser traspasado, daña la esencia misma del ser humano y de la comunidad.
Por ejemplo, prohibir la comercialización de órganos humanos no implica paternalismo, pues no pretende imponer un modelo personal de salud o estilo de vida. Al contrario, la prohibición busca impedir que la vida humana sea reducida a la condición de mercancía, protegiendo así un principio superior: la dignidad y la integridad de la persona. De manera similar, prohibir las peleas voluntarias hasta la muerte o los duelos consensuados no busca decirle al ciudadano cómo vivir, sino evitar que una vida humana pueda ser arbitrariamente destruida por un capricho personal o por la banalización de la violencia.
En definitiva, lo que distingue al paternalismo de la legítima intervención estatal radica en el fundamento ético y la finalidad de dicha intervención. El paternalismo limita la autonomía porque desconfía del ciudadano; la intervención legítima en defensa de la dignidad limita ciertas conductas no porque menosprecie al individuo, sino precisamente porque valora al ser humano y a su dignidad intrínseca como algo sagrado e inviolable.
Sin lugar a dudas, la autonomía humana, para ser genuina y auténtica, requiere un marco ético y jurídico que garantice el respeto a la dignidad esencial e innegociable de la persona. Porque, al final del camino, sin esta protección, la autonomía deja de ser verdadera libertad para convertirse en arbitrariedad o autodestrucción.
VI. Conclusión.
A guisa de conclusión, resulta manifiestamente elocuente que en el núcleo del debate reside una tensión irresuelta entre la existencia de un cognoscitivismo objetivo y la concepción opuesta que sostiene la relatividad de todo conocimiento, limitándose así la posibilidad de contraste exclusivamente al cumplimiento de procedimientos formales. Desde esta perspectiva, la razón se revela subordinada a la capacidad retórica del disertante, cuya argumentación se evalúa en virtud de su plausibilidad discursiva, y no debido a que sus palabras guarden necesaria correspondencia con una realidad subyacente.
En sentido contrario a lo que se viene predicando, bien podría esgrimirse que lo que es razonable para una persona puede no serlo para otra. Este punto de vista probablemente dejaría entrever que la razón humana, lejos de ser un instrumento infalible y universal, se encuentra inevitablemente mediada por perspectivas, experiencias y limitaciones subjetivas. Es por ello que el escepticismo, en sus diversas formas, surge precisamente de la toma de conciencia de la fragilidad de nuestros juicios y la parcialidad de nuestras percepciones.
En este contexto es menester distinguir cuidadosamente entre reconocer nuestra incapacidad de acceder plenamente a la verdad última, por un lado, y aceptar acríticamente verdades establecidas a priori, por otro. En efecto, sería posible conciliar una posición relativista con cierta forma de escepticismo si este último no implicase renunciar a todo conocimiento ni deslizarse hacia una negación nihilista de la verdad, sino que constituyese más bien una invitación a la prudencia intelectual, a la humildad epistemológica y a una apertura genuina frente a la multiplicidad de perspectivas y realidades. Empero, la verdad es que el escepticismo, tal como habitualmente se presenta, pone en crisis la noción misma de dignidad inherente a las personas, entendida precisamente como una verdad moral que se presume válida a priori.
Ante ello, encuentro que ha llegado el tiempo de defender con firmeza lo que significa ser humanos. En un presente que parece perderse entre el relativismo y la incertidumbre, donde todo se pone en duda, hay principios que no pueden—ni deben—cuestionarse. Hablo de esas verdades morales a priori, verdades que no dependen del consenso ni de la moda del momento, sino que emanan de la esencia misma de nuestra humanidad.
En virtud de lo antedicho, vuelvo sobre que la dignidad de la persona humana no es un capricho histórico ni un producto de la cultura, sino una verdad que resuena en lo más profundo de nuestro ser. Cualquier intento de relativizar esta verdad fundamental es un ataque directo a la esencia misma de lo que nos hace humanos, y pretender que todo se puede poner en duda no es más que el camino a la indiferencia y a la barbarie. Claramente los que pretenden disolver esta idea en el ácido de la duda, quienes insisten en que la verdad es siempre relativa, no comprenden que hay algo mucho más profundo en juego.
A decir verdad, se trata de la base misma de todo lo que hemos construido como civilización. Efectivamente, la dignidad, el derecho a la vida, el respeto por el otro, son pilares irrenunciables, principios que no necesitan ser demostrados porque su negación equivale a destruirnos como sociedad y como especie.
En ese sentido, sería vano negar que existen diferentes culturas, distintos enfoques, no obstante que hay algo universal que trasciende esas diferencias y se impone por su verdad: la dignidad y el valor absoluto de la persona.
En mi sentir, no estamos ante una invención cultural ni una idea que pueda ser adaptada según la conveniencia. Antes bien, es un principio que surge de la propia naturaleza humana y que cualquiera con el corazón y la mente abiertos puede reconocer.
¡Qué miserable resulta el cinismo de aquellos que, instalados cómodamente en su relativismo, pretenden reducirlo todo a simples opiniones! ¿Es posible que se atrevan en verdad a sostener que la dignidad intrínseca de la vida humana es apenas una frágil construcción social? ¿Con qué ligereza afirman que el derecho a no ser torturado, esclavizado o humillado constituye una mera imposición histórica o una caprichosa invención de la tradición?
En efecto, defender las verdades morales a priori no es un acto de arrogancia, sino de valentía. Es afirmar con fuerza que la vida humana tiene un valor intrínseco, que la justicia no es un juego de conveniencias, y que la dignidad no depende del capricho de mayorías o de los dictados del poder.
Sin embargo, no deja de ser verdad que algunos acusarán de dogmático a quien defienda la existencia de estas verdades. ¡Que lo hagan! Es preferible ser firme en la defensa de la dignidad que naufragar en el mar de la duda infinita. Porque sin la firme convicción de estos principios, la justicia se convierte en un capricho y el poder se convierte en un tirano. No se puede permitir que los cimientos de nuestra humanidad se desvanezcan en el aire, como si fueran meras construcciones frágiles. ¡La dignidad de la persona no se negocia, no se relativiza, no se cuestiona! Se defiende, se reafirma y se enarbola como el estandarte de lo más noble que hay en nosotros.
Téngase presente que los seres humanos no son solo organismos biológicos; son seres sociales que han evolucionado en comunidades cooperativas donde el reconocimiento de la dignidad del otro ha sido fundamental para la supervivencia y el bienestar de la especie. Más aún, los estudios de biología evolutiva y antropología han demostrado que las conductas cooperativas y empáticas no son simples convenciones sociales, sino que tienen raíces evolutivas. La biología humana nos ha dotado de mecanismos de empatía, cooperación y reciprocidad, que se reflejan en la forma en que construimos nuestras normas éticas.
Desde esta perspectiva, la dignidad no es solo un concepto filosófico, sino una necesidad biológica para la cohesión social. Las especies que han desarrollado estructuras sociales más complejas, como los primates y los humanos, han tendido a promover normas que protegen y respetan a los individuos dentro de la comunidad, y estas normas se han traducido en lo que hoy entendemos como principios de dignidad y derechos. También la neurociencia cognitiva ha aportado pruebas sólidas de que los seres humanos poseen una estructura cerebral que les permite identificar patrones de comportamiento moral, independientemente de su entorno cultural. Por ejemplo, estudios de resonancia magnética funcional (fMRI) y de neuroimagen han mostrado que ciertas áreas del cerebro, como la corteza prefrontal ventromedial y la amígdala, se activan de manera consistente cuando las personas son confrontadas con dilemas morales que involucran la vida y la dignidad de otros individuos.Precisamente, estos hallazgos sugieren que existe una base neurobiológica para la percepción de la dignidad y la justicia, y que los seres humanos están equipados con un sistema moral innato que responde ante situaciones donde la dignidad de otros está en juego. Aunque no deja de ser verdad que estos sistemas neuronales pueden verse influenciados por la cultura, la estructura básica para el reconocimiento de verdades morales parece ser universal.
Todo lo señalado refuerza la noción de que ciertos principios morales no son simples construcciones sociales o meras convenciones, sino manifestaciones de estructuras cognitivas y emocionales profundamente arraigadas en nuestro cerebro. También los estudios de psicología moral, han identificado etapas de desarrollo moral y valores éticos que parecen ser comunes a todas las culturas, aunque puedan manifestarse de diferentes maneras.
Con todo, el escepticismo tiene por vocación cuestionar las certezas absolutas y desarticular las verdades que se presentan como incuestionables, recordándonos que aquello que suponemos conocer con certeza está inevitablemente atravesado por factores históricos, culturales, psicológicos y personales.
Desde esta perspectiva, aquello que denominamos razonable, eso que creemos fundado sobre bases objetivas y universales, podría no tener la universalidad ni la solidez que anhelamos conferirle.
De esta forma, la razón se nos muestra como una construcción contingente, ligada a marcos referenciales que fluctúan de una cultura a otra, de un tiempo a otro, e incluso, en última instancia, de una persona a otra.
Desde este prisma se apuntala que lo que parece racional para unos puede resultar profundamente irracional para otros, haciéndonos notar que toda creencia está necesariamente abierta a la crítica y a una permanente revisión; añadiéndose que ningún sistema filosófico puede pretender ser dueño de la última palabra, y que la búsqueda misma de la verdad no puede ni debe jamás cerrarse sobre sí misma.
En la cultura occidental, valores como la vida, la propiedad y la integridad familiar están fundamentados en principios éticos, religiosos y filosóficos que son presentados como universales. Se considera, por ejemplo, que matar o robar son intrínsecamente irracionales porque atentan contra la convivencia social y los derechos fundamentales de los individuos, derechos que se sustentan en concepciones éticas y jurídicas profundamente establecidas. ¿Pero qué pasa con las concepciones éticas y jurídicas que no están profundamente reconocidas? ¿Existe margen para examinar su razonabilidad? Evidentemente, desde una perspectiva escéptica, lo “razonable” puede ser relativo a las condiciones de una sociedad o situación particular.
Resulta patente que según esa mirada relativista lo razonable es una mera corroboración entre lo aquello que resulta consensuado por una sociedad determinada de acuerdo a su contexto histórico, sus condiciones materiales o sus creencias fundamentales.
De tal manera, cabría perfectamente que un utilitarista sostuviera que las acciones no poseen un carácter moral intrínseco, sino que la valoración ética de las mismas se determina exclusivamente por las consecuencias que de ellas se derivan
Bajo esa perspectiva, en ciertas circunstancias hipotéticas, asesinar, robar o codiciar podría considerarse justificado si esas acciones generaran un mayor bien para la mayoría de las personas involucradas. Naturalmente ese enfoque relativiza la noción de que esas acciones son malas “per se”, centrándose más en el resultado que en la naturaleza del acto. Más aún, una aproximación filosófica influida por el pensamiento de Nietzsche podría ir todavía más lejos, cuestionando la legitimidad misma de la moral convencional al afirmar que las categorías de “bueno” y “malo” no son sino construcciones arbitrarias, impuestas estratégicamente por grupos dominantes o derivadas de moralidades esclavas.
Bajo esa perspectiva, probablemente se argumentaría que lo “malo” es una creación de la moralidad cristiana o de otras moralidades de rebaño, y que lo que hoy se condena como malo puede ser una forma de manifestar la voluntad de poder o la libertad individual. Desde esta perspectiva, asesinar o robar podría no ser malo “per se”, sino una transgresión de normas impuestas por un sistema de valores opresivo. Así, un individuo podría ver estas acciones como un ejercicio de su libertad o voluntad de poder, en lugar de algo intrínsecamente malo
En ese orden de ideas, resulta manifiesto que dicha visión interpela frontalmente a las posturas esencialistas y objetivistas, aquellas que sostienen la existencia de principios morales universales, eternos e independientes del devenir histórico o las particularidades culturales.
Precisamente, al fracturar las nociones tradicionales de bien y mal, redefiniendo los valores desde la perspectiva de la voluntad de poder, semejante concepción filosófica se erige en adalid de un pensamiento que amenaza con precipitar al ser humano hacia un vacío ético y un relativismo que podría revelarse profundamente destructivo. Sucede, ciertamente, que en su afán por glorificar el poder y la afirmación de la vida, desprecia los principios que permiten la convivencia y la justicia en la sociedad y sin dar cuenta de que la moralidad no es una mera construcción de débiles resentidos, sino la base sobre la cual se erige la dignidad humana y la cohesión social.
Conviene advertir, en efecto, que, en nombre de un supuesto “Übermensch” (super hombre), esa mirada se atreve a rechazar las normas morales que han sido fruto del desarrollo de la razón, la experiencia y la empatía colectiva.
En consecuencia, cabe preguntarse qué depararía de la vida humana si se disuelven las leyes universales que protegen la libertad, la igualdad y la justicia.
De resultas de lo dicho, volvemos siempre sobre nuestros pasos y afincarnos en la idea medular respecto de que la ética no puede depender de los caprichos del poder, sino de principios racionales que residen en la propia naturaleza de la razón humana.
Acontece, ciertamente, que, si la moralidad se reduce a una afirmación de la voluntad, el poder arbitrario y el egoísmo se erigirían como los nuevos gobernantes de la humanidad.
Frente a esta realidad, los postulados del escepticismo, con su rechazo a toda pretensión de objetividad moral, representan una impugnación directa al uso mismo de la razón como fundamento ético. Al despreciar los principios racionales que dan sustento a nuestros juicios morales, el nihilismo se convierte en el portavoz inequívoco de una doctrina que amenaza con arrebatar al ser humano su capacidad para descubrir un sentido objetivo en la existencia. En contraste radical con esta visión, la perspectiva kantiana sostiene firmemente que la razón constituye precisamente la fuente esencial de nuestros principios morales, radicados en la capacidad inherente al ser humano para distinguir lo correcto de lo incorrecto.
En efecto, al rechazar frontalmente la moralidad objetiva, el individualismo radical parece abrazar una suerte de “anarquía ética”, en la cual todo resulta permisible siempre que sirva al propósito último de afirmar la voluntad de poder individual. En este sentido, la crítica a los valores tradicionales como la humildad, la compasión y el sacrificio —calificados peyorativamente como meras debilidades— revela un profundo desconocimiento acerca de la función vital que cumple la moral en la cohesión social.
En contraste con esa concepción, se fundamenta que estos valores no constituyen invenciones de una masa resentida, sino que representan precisamente la base sobre la cual se construyen la justicia, el respeto mutuo y la solidaridad colectiva.
En esa línea argumentativa, al sostener que la llamada moral de esclavos niega la vida misma, el impugnador de la moral objetiva ignora deliberadamente que han sido precisamente estas virtudes las que han permitido a las sociedades perdurar, trascendiendo las contingencias del tiempo. Finalmente, cabe preguntarse qué otra cosa implica realmente esta exaltación extrema de la voluntad de poder, sino un retorno al individualismo desenfrenado, en el cual el ego y la ambición personal dictan ciegamente los actos, prescindiendo por completo de las consecuencias que estos acarrean sobre los demás.
Desde esta óptica, resulta patente que el ideal del Übermensch constituye un modelo vacío de las cualidades humanas esenciales como la compasión y la solidaridad. Contrario a lo que postula el promotor de la filosofía del poder, la moralidad auténtica no debe buscar jamás la mera afirmación del poder individual, sino orientarse claramente hacia la promoción del bien común y la plena realización de los principios universales de justicia. La exaltación de esta figura es, por ende, una afrenta directa contra los principios fundamentales de igualdad y dignidad, los únicos capaces de sostener un sistema moral verdaderamente humano.
En consecuencia, la moralidad no es un simple invento de los débiles, sino la manifestación de la razón, que busca la justicia y el bienestar de todos. La noción de que cada individuo puede crear sus propios valores es una receta para el caos y la opresión, pues el poder, sin un fundamento moral objetivo, se convierte en un fin en sí mismo.
Por eso se insiste respecto de que la ética no puede ceder a los caprichos del poder ni al relativismo egoísta; sino que debe basarse en principios universales que protejan la dignidad y la libertad de todos los seres humanos. El escepticismo filosófico se enfrenta a un límite cuando entran en juego ciertos principios considerados fundamentales para la dignidad humana. Incluso el más escéptico de los pensadores podría argumentar que, aunque todo valor es cuestionable, hay ciertos principios que parecen tan fundamentales a la convivencia humana (como la vida y la integridad de las personas) que rechazarlos por completo pondría en peligro la posibilidad de cualquier sociedad organizada. En el caso del asesinato, el robo o el incesto, la mayor parte de la cultura occidental ha desarrollado una base jurídica y moral sólida que condena estos actos porque se consideran una amenaza para el orden social y para la dignidad individual.
En tales condiciones debe hacerse una distinción sutil pero importante entre lo preferible y lo razonable. La idea subyacente es que la razonabilidad puede operar independientemente de nuestras preferencias personales, y que su función tiene que ver más con la coherencia lógica y la justificación desde una perspectiva neutral que con nuestros gustos o inclinaciones.
En efecto, lo preferible se relaciona con nuestras inclinaciones, gustos o valores subjetivos. En términos nietzscheanos, lo preferible podría vincularse con la manifestación de la voluntad individual, donde cada persona busca afirmarse según sus propios valores y perspectivas. Sin embargo, lo preferible no necesariamente implica un juicio objetivo de lo que es correcto o justificable para todos, sino que depende de las aspiraciones y deseos individuales. Lo razonable, en cambio, se asocia con la capacidad de reconocer la justificación de una posición, independientemente de si la compartimos o no. Es aquí donde la tolerancia emerge como un valor que permite aceptar que otra persona puede llegar a una conclusión razonable aun cuando no coincida con nuestras preferencias.
En ese sentido, considerar algo razonable implica evaluar si una idea o acción tiene una justificación coherente desde una perspectiva que puede ser reconocida por otros como válida. Esta perspectiva es más amplia y menos personal que lo preferible. Incluso si una persona no está de acuerdo con una idea, puede reconocer su razonabilidad si esta cumple con ciertos criterios de justificación lógica, empírica o ética. Es, justamente, en este punto donde se introduce la tolerancia como un valor objetivo en el sentido de permitir la coexistencia de diversas perspectivas y estilos de vida dentro de un marco social. La tolerancia implica la disposición a considerar razonable una opinión o acción, aunque no se comparta, precisamente porque se reconoce la existencia de justificaciones legítimas detrás de ellas. Perfectamente, adoptando una perspectiva kantiana, la tolerancia puede entenderse como un valor que emana del reconocimiento de la dignidad y autonomía de los demás. Al considerar una idea como razonable, aun sin preferirla, se actúa bajo el principio de respetar la capacidad de los otros para razonar y tomar decisiones, incluso cuando esas decisiones no coinciden con nuestras preferencias.
En consecuencia, lo preferible se encuentra anclado en la subjetividad de cada individuo. Es un espacio donde el juicio se torna personal, derivado de un conjunto específico de valores, creencias y experiencias. De hecho, en este ámbito, lo que uno considera digno de ser perseguido, lo que le resulta valioso y deseable, queda determinado por la suma de sus experiencias, su sensibilidad ética y su proyecto vital. Aquí, la razón no está en función de lo universal, sino de lo íntimo; de aquello que se adhiere a la piel y configura el horizonte del sentido propio. Precisamente, lo preferible, al ser personal, es reflejo del impulso vital y de la voluntad, manifestaciones del ethos individual en un universo de pluralidad. Cada elección preferible encierra la pulsión interna del ser que, con cada afirmación, define sus coordenadas existenciales. Este espacio se mueve en la esfera de la inmediatez y la cercanía, pues lo preferible es, en última instancia, una proyección del yo, un territorio donde habitan los deseos y aspiraciones particulares.
En sentido contrario, frente a este ámbito de preferencias se alza el concepto de lo razonable, una categoría que trasciende las inclinaciones del individuo para encontrar su fundamento en la lógica compartida y en la justificación coherente. La razonabilidad no depende de la mera voluntad subjetiva, sino que demanda una apertura hacia lo intersubjetivo. Claramente es una invitación a la deliberación, una búsqueda de sentido más allá del capricho y la arbitrariedad. Por eso mismo, al afirmar que algo es razonable, no estamos afirmando su verdad absoluta, sino reconociendo que sus fundamentos poseen una estructura lógica que puede ser comprendida, si no compartida. La razonabilidad no se mide por el grado en que se ajusta a nuestras preferencias, sino por su capacidad de articularse como una posibilidad legítima dentro de un marco de referencia universalizable.
Justamente, insisto, que es aquí donde la tolerancia se erige como un principio cardinal. La tolerancia es, en esencia, el reconocimiento de la legitimidad de lo razonable incluso en aquello que se contrapone a nuestras preferencias. De hecho, tolerar no implica una aceptación de lo que se tolera como preferible, sino un reconocimiento de su coherencia interna y de su potencial para constituirse como una opción válida para el otro. De ahí que la tolerancia se convierte, pues, en un valor objetivo en la medida en que permite la convivencia y la deliberación racional entre seres que, desde distintas perspectivas, buscan un sentido compartido. Ya decía Kant con suma razón que la moralidad no reside únicamente en el cumplimiento de un deber externo, sino en la capacidad del ser humano para actuar bajo principios que pueda erigir como leyes universales. La distinción entre lo preferible y lo razonable halla aquí su lugar. Porque lo preferible, aunque sea legítimo y necesario para la autorrealización, no puede constituir la medida de lo razonable. Confundir ambos terrenos sería someter la razón a los dictados del gusto, privándonos de la posibilidad de un diálogo que trascienda nuestras preferencias particulares.
En suma, una persona puede considerar que una idea es contraria a sus preferencias, pero si esta idea se presenta con una coherencia interna y una justificación que respeta los parámetros de la lógica o la experiencia, esa misma persona, desde su conciencia racional, puede reconocer la razonabilidad de dicha idea. Es aquí donde surge la verdadera grandeza de la tolerancia: en la capacidad para ver la racionalidad en el otro, incluso cuando lo que el otro defiende desafía nuestras convicciones más profundas. Claramente, bajo esta comprensión del tema, lo razonable no es un capricho de la subjetividad, sino una forma de alinearse con el orden intrínseco del universo, una estructura racional que subyace a la realidad y orienta tanto el pensamiento como la conducta humana. De hecho, según esta perspectiva, vivir conforme a la razón implica armonizar con esos principios que, aunque invisibles, son tan reales como las leyes físicas.
A causa de ello, la ética aristotélica propone que existe una naturaleza humana común, con una tendencia hacia el bien, hacia la realización plena del ser (eudaimonía). Es por ello que, desde esta perspectiva, ser razonable no es simplemente actuar en función de lo que se desea, sino más bien en función de lo que es adecuado para la naturaleza humana en su máxima expresión. En este marco, bajo la premisa de que los principios morales no dependen de interpretaciones individuales; son universales, necesarios y evidentes para quien reflexiona con claridad; la justicia, la prudencia y la moderación no serían meros acuerdos sociales, sino virtudes que nos acercan al ideal del “buen vivir”.
Desde la perspectiva de la sabiduría judía, la idea de eudaimonía, entendida como la realización plena del ser y la búsqueda de una vida virtuosa y significativa, puede encontrar una resonancia profunda, aunque expresada en términos y matices propios de la tradición. En el pensamiento judío, la noción de plenitud de vida no se basa tanto en la autosuficiencia individual, como planteaba Aristóteles, sino en una vida vivida en relación con Dios, con los demás y con la comunidad. Atento esa mirada, la felicidad verdadera no es una meta aislada ni un estado estático, sino un proceso dinámico que involucra la conexión espiritual, la justicia y el compromiso ético.
Justamente, uno de los conceptos centrales que podría vincularse con la eudaimonía es el de shalom, una palabra que, si bien suele traducirse como “paz”, en su sentido más profundo implica plenitud, integridad y bienestar en todas las dimensiones de la vida. En ese sentido, Shalom es más que la ausencia de conflicto: es un estado de armonía entre el ser humano, Dios, la sociedad y el mundo natural. La búsqueda del shalom implica no solo prosperidad personal sino también contribuir al bienestar colectivo, porque en la visión judía, la felicidad individual se entrelaza con la de la comunidad.
En el camino hacia la eudaimonía según la sabiduría judía, la virtud no es simplemente una cualidad interna, sino una disciplina de vida. La tradición del Mussar (enseñanzas éticas) enfatiza que alcanzar la plenitud requiere trabajo constante sobre uno mismo: el perfeccionamiento del carácter mediante cualidades como la humildad (anavá), la gratitud (hakarat hatov), y la justicia (tzedek). En consecuencia, la vida virtuosa en esta perspectiva no se mide solo por el pensamiento racional, sino por la capacidad de transformar los impulsos y deseos en actos de bondad y servicio a los demás.
Visto así, mientras que, en la visión aristotélica, la felicidad se logra al vivir de acuerdo con la naturaleza racional del ser humano; en cambio, la sabiduría judía enseña que la verdadera plenitud se alcanza al vivir conforme a la voluntad divina, un proceso conocido como Avodat Hashem(servicio a Dios). Esto implica que cada acción cotidiana –desde las oraciones hasta las interacciones sociales– puede ser una oportunidad para alinear la vida con algo más grande que uno mismo. Aquí la realización personal no se entiende como una meta egoísta, sino como la expresión de una misión trascendente. Particularmente, un elemento distintivo del pensamiento judío es que la plenitud no necesariamente se identifica con la ausencia de dificultades. De hecho, la vida humana se ve como una serie de desafíos que forman parte del camino hacia la realización. El Talmud enseña que incluso en medio del dolor y la incertidumbre es posible experimentar alegría (simjá), porque la verdadera felicidad no depende de las circunstancias externas sino de la conciencia de estar caminando en la dirección correcta. Como dice el Pirkei Avot (Ética de los Padres): “¿Quién es rico? Aquel que se contenta con su porción”. Este tipo de contentamiento es un reflejo de la eudaimonía: vivir en paz con lo que uno tiene, sin renunciar a la aspiración de ser mejor cada día.
En ese sentido, en la tradición judía, la plenitud no es una empresa solitaria; se construye en comunidad y en relación con el otro. Cabe traer a colación que la idea de tikkun olam (reparación del mundo) refleja esta responsabilidad colectiva: la vida plena se alcanza no solo desarrollando virtudes individuales, sino también participando activamente en la creación de un mundo más justo y armonioso. Así, la realización personal y la responsabilidad social van de la mano, y la felicidad no se mide solo por la satisfacción individual, sino por el impacto positivo que uno genera en el entorno.
Como corolario de lo apuntado, puede señalarse que la eudaimonía desde la perspectiva judía puede entenderse como un estado de plenitud que se logra al vivir en armonía con uno mismo, con los demás y con Dios. Es un camino que exige disciplina, esfuerzo y humildad, pero que también está lleno de alegría y gratitud. La plenitud no es un destino final, sino un viaje constante de crecimiento, donde cada acto de justicia, amor y bondad no solo transforma al individuo, sino también al mundo que lo rodea.
En ese orden de ideas, cabe reparar que, en la tradición judía, la noción de “esencialidad” es compleja y matizada. A diferencia de las filosofías platónicas o aristotélicas, que postulan la existencia de esencias inmutables e ideales, el judaísmo tiende a poner mayor énfasis en la relación con lo divino y en la acción ética más que en categorías puramente metafísicas.
Por eso mismo, el judaísmo evita definiciones rígidas sobre la esencia de Dios. En lugar de describir una “esencia” divina al estilo de los filósofos griegos, se introduce el concepto de EinSof (El Infinito), que sugiere que la realidad divina es ilimitada, más allá de la comprensión humana.
En la Cábala, se enseña que Dios es tanto trascendente como inmanente, pero cualquier intento de capturar su esencia con palabras o conceptos queda inevitablemente corto. Esto implica que lo esencial no es tanto lo que podemos entender de Dios, sino cómo nos relacionamos con Él mediante la práctica de mitzvot (mandamientos) y la búsqueda del shalom. Así es que, en lugar de centrarse en la esencia estática de las cosas, el judaísmo se enfoca más en el propósito (tachlit) y en la función moral que cada cosa y cada acción tiene en el mundo. Por ejemplo, los objetos materiales pueden adquirir significado espiritual a través del uso que se les da en rituales sagrados, como la mezuzá, el shofar o los alimentos del Shabat. Estos objetos no tienen una esencia intrínseca en sí misma; su santidad depende del contexto y del propósito para el que se usan. La esencia de las cosas, en este sentido, no está dada por su naturaleza abstracta, sino por su alineación con la voluntad divina.
Todo lo expresado es revelador respecto de que en el judaísmo, el ser humano es creado a imagen de Dios (Tzelem Elohim), lo que le confiere una dignidad intrínseca. Sin embargo, esta imagen divina no es una esencia estática, sino un potencial que debe realizarse mediante la práctica de la justicia y la bondad. La esencia del ser humano está más en lo que puede llegar a ser que en lo que ya es. El Pirkei Avot enseña: “No estás obligado a completar la obra, pero tampoco eres libre de abandonarla”, sugiriendo que la identidad y el valor del ser humano no están predeterminados, sino que se construyen a lo largo del tiempo. Justamente, la noción de kedushá (santidad) en el judaísmo muestra que incluso lo aparentemente profano puede transformarse en algo sagrado a través de la acción humana.
Por tanto, no existe una división ontológica fija entre lo sagrado y lo profano; más bien, la santidad es un estado dinámico que surge del compromiso ético y espiritual. En este sentido, la “esencialidad” en el judaísmo no es un atributo fijo de las cosas, sino un proceso de santificación que depende del comportamiento humano.
En ese orden de ideas, cabe hacer notar que, si bien la noción de kedushá y la ética kantiana parten de diferentes premisas, comparten un punto en común: ambas ideas enfatizan la capacidad humana para trascender y construir un sentido ético, ya sea a través del compromiso espiritual o de la razón. Vemos que, en el judaísmo, lo sagrado no se manifiesta como una esencia estática, sino como un estado alcanzable mediante la transformación y el esfuerzo ético. De manera similar, para Kant, la moralidad surge de la capacidad de los seres humanos para formular y seguir principios universales a través de su razón. En fin, ambas perspectivas, de alguna manera, sugieren una dinámica en la que lo “esencial” del ser humano no está dado desde el comienzo, sino que se manifiesta y se desarrolla a medida que el individuo actúa y se compromete con el bien. En el judaísmo, esta construcción se orienta hacia la santificación del mundo, mientras que para Kant, se centra en la universalidad y la coherencia de la razón.
Todos sabemos que, en filosofía, el término substancia se refiere a aquello que es fundamentalmente real y permanente en un objeto, que se mantiene constante a través del tiempo a pesar de los cambios en sus cualidades o atributos. Es decir, la substancia es la esencia del objeto que lo define y lo distingue de otros objetos. En la filosofía aristotélica, la substancia es el sustrato material sobre el cual se predicen los accidentes o cualidades. Los accidentes son las características no esenciales de un objeto que pueden cambiar sin alterar su naturaleza, como el color, la forma o el tamaño. La substancia, en cambio, es lo que permanece constante a través de esos cambios.
Continuando con la línea en desarrollo, cabe mencionar que la idea de sustancia en filosofía, especialmente en la tradición aristotélica, tiene un paralelismo conceptual interesante cuando se traslada al ámbito del derecho, ya que, en ambos contextos, la noción de sustancia se relaciona con lo esencial, lo que confiere identidad, coherencia y persistencia a un ente o a un sistema normativo. Veamos cómo se puede relacionar. Concretamente, en el ámbito jurídico, hablar de la sustancia del derecho implica referirse a aquello que constituye la esencia misma del orden jurídico, aquello que le otorga su identidad y su carácter fundamental. En este sentido, la sustancia del derecho sería lo que subyace y da coherencia a las leyes, principios y normas que regulan la sociedad. Al igual que la substancia aristotélica proporciona continuidad a los seres, la sustancia del derecho proporciona estabilidad y cohesión al sistema normativo.
En ese sentido, la sustancia del derecho se manifiesta en los principios y valores fundamentales que sustentan un orden jurídico, tales como la justicia, la equidad, la libertad, los derechos humanos y la seguridad jurídica. Visto así, estos principios se consideran fundamentales y permanentes, y sirven de base para interpretar y aplicar las normas particulares, que serían análogas a los “accidentes” en el marco aristotélico.
j) La perene división entre la justicia general e individual. Entre lo conmutativo y lo distributivo.
En los términos señalados, así como en filosofía, la distinción entre sustancia y accidentes se refiere a lo que es esencial y lo que puede cambiar sin alterar la identidad fundamental de un ser; en el derecho, esta distinción se puede trasladar a la diferencia entre principios fundamentales y normas o leyes específicas. Desde esta perspectiva, queda en evidencia que los principios fundamentales del derecho, como la dignidad humana, la justicia y la igualdad, constituyen su “sustancia” porque son los cimientos sobre los cuales se edifica el sistema jurídico. Por otro lado, las leyes específicas y sus modificaciones a lo largo del tiempo serían los “accidentes”, que pueden cambiar sin que ello afecte a la sustancia o a la esencia del orden jurídico.
En esa inteligencia del asunto, cabe considerar que la noción de sustancia en el derecho es especialmente relevante en la interpretación constitucional, a poco que se repare en que las constituciones deberían ser vistas como textos fundamentales que contienen la “sustancia” del orden jurídico de un país. Es que precisamente, en el contexto de la filosofía aristotélica, la substancia es el ser en su sentido más profundo, lo que es en sí mismo y no depende de otra cosa para existir. Esta idea de substancia está íntimamente relacionada con la noción de “esencia”, que define lo que el objeto es en su núcleo. La substancia, por tanto, es el “sustrato” o la “base” sobre la cual se predican los accidentes; en otras palabras, es lo que le da continuidad y persistencia al objeto a través de los cambios. Los accidentes, en contraste, son propiedades que pueden variar sin que el objeto en sí deje de ser lo que es. Por ejemplo, una estatua de mármol sigue siendo una estatua, aunque cambie su color debido al paso del tiempo o el desgaste. La estatua sigue siendo esencialmente la misma en cuanto a su substancia, pero sus accidentes pueden cambiar. Estos accidentes permiten que el objeto tenga una individualidad particular y una apariencia cambiante sin alterar su esencia fundamental.
El concepto de naturaleza de las cosas está profundamente vinculado con la teoría clásica de la justicia y con la noción de ley natural desarrollada por Aristóteles y Tomás de Aquino, y posteriormente reinterpretada por Finnis. Acontece que, en la tradición del derecho natural, la idea de “la naturaleza de las cosas” no se refiere simplemente a características físicas o accidentales de los objetos o seres, sino que implica una visión ontológica y teleológica (orientada hacia un fin) de la realidad. En efecto, toda vez que la ley natural se basa en la idea de que hay un orden racional intrínseco al mundo y a la naturaleza humana, un orden que puede ser descubierto mediante la razón, conforme a Tomás de Aquino, la ley natural no se limita a una serie de mandatos impuestos desde afuera, sino que se deriva de la propia naturaleza de los seres y su tendencia hacia el bien y la realización plena.
En la teoría clásica de la justicia, desarrollada por Aristóteles y Tomás de Aquino, la justicia se comprende en términos de dar a cada uno lo que le corresponde según su naturaleza y su relación con la comunidad. La idea de justicia se fundamenta en el reconocimiento de una ordenación natural de las relaciones humanas, en la cual se busca el bien común respetando la naturaleza de cada individuo y sus derechos.Ya se entiende, pues, que el intérprete –juez, abogado– podrá descubrir la falla mediante la comparación de la relación jurídica en crisis con el modelo conceptual, y a partir de allí rehacer el equilibrio funcional incorporando o corrigiendo el elemento sistémico –o sus relaciones– que no concuerda con el modelo. Para ello el conocimiento de la idea directriz resulta de una utilidad determinante, ya que el acierto de la recomposición “modélica” de la relación jurídica dañada, así como el diagnóstico de la falla, debe ser valorada a la luz de su eficaz servicio para con las finalidades exigidas por aquella idea directriz. En efecto, no se trata simplemente del juego hermenéutico inductivo-deductivo.
En esa comprensión del asunto, debe destacarse que la justicia general o justicia legal en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, se presenta como un principio rector que abarca todas las virtudes y todas las acciones humanas. En esta visión, ninguna conducta puede ser considerada verdaderamente virtuosa si no se orienta simultáneamente hacia el bien propio y hacia el bien común. Es por ello que se la denomina justicia “general”: no porque pertenezca específicamente a una acción concreta, sino porque impregna y da sentido a todas las acciones humanas, dirigiéndolas hacia un fin último que es el bien de la comunidad. Precisamente Aristóteles y Santo Tomás identifican que la justicia general actúa como una especie de hábito de la voluntad que, una vez cultivado, guía al individuo hacia una vida recta y ordenada, no solo para su propio bien, sino para el bien del todo social. Lo cierto es que esta concepción se basa en una idea irrefutable, la cuál es que el ser humano es esencialmente social, y que solo encuentra su pleno desarrollo y realización en comunidad. Precisamente esta noción tiene implicancias profundas, ya que subraya la importancia del carácter relacional y comunitario de la vida humana. Justamente, desde esa perspectiva, la conducta individual solo puede ser plenamente comprendida y juzgada a la luz de sus efectos sobre la comunidad entera.
En el desarrollo de esa idea, la justicia particular, en su doble vertiente conmutativa y distributiva, se enfoca en las relaciones entre partes individuales o entre el todo y las partes. La justicia conmutativa regula los intercambios entre individuos, buscando una igualdad aritmética, mientras que la justicia distributiva se ocupa de la distribución de bienes comunes según una proporción adecuada, considerando las necesidades y méritos de cada individuo.
Sin embargo, la justicia general trasciende esta particularidad. De hecho, su función es armonizar el conjunto de las acciones humanas hacia un orden global, en el cual cada parte encuentra su lugar de manera proporcionada y justa. Justamente aquí entra en juego la noción de un orden natural que se genera de manera casi espontánea, pero que también debe ser respaldado por la autoridad y por la promulgación de leyes justas.
En efecto, cuando Santo Tomás se refiere a la justicia general, se puede percibir una especie de “mano invisible” que dirige las acciones individuales hacia el bien común. Esta idea, similar a la metáfora utilizada por Adam Smith en el ámbito económico, no implica una intervención consciente o deliberada de cada individuo para el bien de la comunidad, sino que se fundamenta en la idea de que el ser humano, al actuar virtuosamente, contribuye al bienestar colectivo de manera natural y espontánea. Es aquí donde el pensamiento tomista nos muestra que la justicia no solo se expresa en las leyes y en las reglas explícitas, sino también en los hábitos y disposiciones internas de las personas. La justicia general no se limita a la imposición de normas coercitivas; antes bien, su función principal es cultivar una disposición virtuosa que haga que las personas actúen de manera justa por convicción y no solo por obligación.
Por ello es que la justicia general también es fundamental para el mantenimiento del orden social. Sucede que, si las acciones individuales que no están orientadas al bien común no solo afectan al agente, sino que tienen un impacto negativo en toda la comunidad. Esta noción de justicia también influye en la interpretación de la autoridad y del poder público. La autoridad no se concibe como un simple ejercicio de poder, sino como una administración legítima del bien común. La ley —en la definición clásica de Tomás— no es otra cosa que una “prescripción de la razón para el bien común, promulgada por quien tiene a su cargo la comunidad”. Así, el propósito de las leyes no es simplemente restringir, sino orientar las conductas hacia el bien común de manera racional y justa.
En efecto, la justicia general se expresa de manera directa a través de la promulgación de leyes justas. La ley, en este sentido, no es un simple mandato externo o una imposición arbitraria, sino la materialización de la razón que ordena las acciones humanas hacia el bien común. Sin embargo, Tomás de Aquino hace una distinción importante: las leyes no siempre son necesarias para regular todas las conductas. La justicia general busca que las personas desarrollen una disposición interna hacia el bien, de modo que, en muchos casos, actúen correctamente sin necesidad de coacción externa. Por lo que solo cuando el bien común se ve amenazado de manera directa, la autoridad recurre a leyes imperativas y de orden público, cuyo fin es proteger los valores fundamentales de la comunidad.
En términos jurídicos, la justicia general se manifiesta en la creación de un marco normativo que regula las relaciones y asegura la cohesión social. Las leyes y principios de justicia deben ser capaces de encuadrar los intereses particulares dentro de una visión coherente del bien común, permitiendo que el mercado y la vida social funcionen de manera ordenada y justa.
En consecuencia, la justicia general, o justicia del Bien Común, es mucho más que una simple virtud jurídica o una norma abstracta. Es el corazón palpitante de toda sociedad, la fuerza que impulsa nuestras acciones hacia algo más grande que nosotros mismos, hacia un propósito que trasciende nuestros intereses individuales. Esta justicia es el hábito que, de manera espontánea y natural, nos lleva a actuar en armonía con el Bien Común, aun cuando nuestras intenciones inmediatas sean personales o egoístas. Es como si estuviera inscrita en lo más profundo de nuestra naturaleza humana: una tendencia innata a buscar el bien, a vivir honestamente y a no dañar a los demás, porque todos, de una manera u otra, estamos conectados.
En ese sentido, lo más asombroso de la justicia general es que no siempre necesitamos conscientemente proponernos hacer el bien para que nuestras acciones, de manera indirecta y casi mágica, lo produzcan. Sin lugar a dudas, en cada acto humano, por más individual o pequeño que parezca, hay una repercusión en el Bien Común. Es fascinante, ¿verdad? La conexión entre el bien individual y el Bien Común ocurre de manera tan natural porque responde a algo profundamente arraigado en nuestra condición humana. Somos seres sociales por naturaleza, y aunque a menudo actuamos en busca de nuestros propios intereses, lo hacemos dentro de una comunidad. Lo que nos mueve a actuar por nuestro propio bien está entrelazado con la realidad de que nuestras acciones tienen un impacto más amplio. Este fenómeno se debe, en primer lugar, a una tendencia natural hacia lo justo. En lo más profundo de nuestro ser, existe una inclinación a vivir de manera correcta, a seguir la ley natural que nos impulsa a actuar con honestidad, a no dañar a los demás y a dar a cada uno lo que le corresponde. Esto no es simplemente un principio moral abstracto, es una parte intrínseca de lo que somos como seres humanos. Desde pequeños, aprendemos que nuestras acciones tienen consecuencias, que nuestros actos no ocurren en el vacío. Esta tendencia nos lleva a armonizar nuestras acciones individuales con el bienestar de la comunidad. En segundo lugar, está lo que podríamos llamar el efecto de externalidad. Toda acción humana, aunque esté motivada por el interés individual, genera consecuencias que van más allá del ámbito personal. El panadero no solo hace pan para ganarse la vida; al hacerlo, contribuye a que otros puedan alimentarse. El empresario que invierte en un nuevo negocio lo hace buscando su propio éxito, pero al mismo tiempo crea empleos y oportunidades para otros. Así, sin que necesariamente se lo propongan, los actos de las personas benefician a la sociedad. Es esa red de interacciones humanas, esa serie de efectos no buscados, lo que hace posible que el bien individual y el Bien Común se encuentren de manera tan natural. Pero hay algo más profundo en juego aquí. Es la naturaleza social del ser humano. No somos islas, aislados unos de otros. Por el contrario, nuestra naturaleza nos impulsa a interactuar, colaborar y depender de los demás. Cuando buscamos nuestro propio bienestar, lo hacemos dentro de una red social que, inevitablemente, nos conecta con los demás. Esto es lo que explica que nuestros actos, por más individuales que parezcan, siempre estén vinculados con el bien colectivo. Es una virtud que no se limita a actos concretos de justicia en nuestras relaciones con otros, sino que alcanza todas nuestras acciones externas. Influye en ellas de tal manera que las orienta hacia el Bien Común sin que tengamos que estar siempre pensando en ello. Es una fuerza natural, una especie de “mano invisible” que nos mueve a contribuir al bien colectivo, sin necesidad de imponernos una meta consciente en cada acción. Esta mano invisible no es otra cosa que la propia ley de nuestra naturaleza humana, una ley que nos impulsa, nos orienta y nos conecta con los demás de maneras que a veces ni siquiera comprendemos del todo.
Sin embargo, cuando nuestras acciones requieren la colaboración de otros, cuando nuestras aspiraciones individuales no pueden realizarse sin la participación de un otro, es ahí donde los contratos y acuerdos cobran vida. Los contratos son más que simples documentos legales; son el punto de encuentro entre voluntades, el espacio donde se reconoce que, aunque cada parte busca su propio interés, esa búsqueda se realiza de manera conjunta, bajo términos que ambos han decidido respetar. Precisamente es un acto de confianza mutua, una manifestación tangible de la interdependencia humana.
En ese momento, cuando dos personas deciden vincularse por un acuerdo, ocurre algo extraordinario: los contratantes se convierten en legisladores de su propia relación. Crean normas privadas que no solo regularán sus acciones, sino que reflejan la esencia misma de la autonomía de la voluntad. Es en el contrato donde la libertad individual encuentra su máxima expresión, porque no es impuesta desde fuera, sino que nace del acuerdo voluntario entre las partes. Cada contrato es una pequeña ley, una regla que las partes deciden darse a sí mismas, estableciendo cómo interactuarán, qué se comprometen a hacer, y qué esperan del otro.
Pero lo verdaderamente maravilloso es que estos contratos no surgen en el vacío. Están insertos en un orden jurídico que les da validez y sustento. No podemos olvidar que, aunque los contratantes crean sus propias reglas, esas reglas deben desarrollarse dentro de un marco más amplio que garantiza la justicia y protege los derechos de todos. El contrato, aunque fruto de la libertad individual, siempre está en relación con el Bien Común y con las normas imperativas que aseguran que esa libertad no se convierta en opresión o injusticia. Así, los contratos son la prueba viva de que, para llevar a cabo nuestros proyectos, necesitamos de los demás. Y, en esa necesidad, encontramos no solo la realización de nuestros intereses, sino también una manifestación de justicia. Porque en cada acuerdo, en cada pacto, hay una promesa implícita de equidad, de respeto mutuo y de colaboración. Los contratos son, en última instancia, una expresión de nuestra condición social, un reflejo de que, aunque buscamos nuestro propio bien, solo podemos alcanzarlo en conjunto, de la mano de otros
En cada contrato, en cada convención, hay una manifestación de esa justicia conmutativa o distributiva, según sea el caso, que regula nuestras relaciones. Pero lo más profundo de todo esto es que, en ese momento, somos nosotros mismos los creadores de nuestras normas. En el acto de firmar un contrato, nos convertimos en legisladores de nuestra propia relación, haciendo uso de nuestra autonomía para establecer las reglas que regirán nuestras interacciones. Aun así, este poder creativo necesita un marco que lo sostenga, un orden mayor que lo legitime y le dé sustento. Aquí es donde entra en juego el ordenamiento jurídico, ese entramado que proporciona estabilidad y coherencia a todas nuestras acciones. El Gobierno y la autoridad, mediante la creación de leyes, dan vida a las instituciones que hacen posible la convivencia en sociedad: la judicatura, la policía, el sistema tributario, entre otros. Sin estas instituciones, los contratos que celebramos carecerían de ese oxígeno esencial que les permite prosperar y sostenerse en el tiempo. De algún modo, el orden jurídico es el ambiente vital que nutre y protege nuestras relaciones privadas, permitiendo que florezcan dentro de un marco seguro y justo. Incluso las normas supletorias, aquellas que solo se aplican cuando no hay acuerdo expreso entre las partes, son una expresión de esta justicia general. Aunque pueden parecer menos visibles, estas normas también son fruto de esa justicia que busca siempre el equilibrio entre los intereses particulares y el bienestar común. Porque, en última instancia, todas nuestras acciones y decisiones están conectadas con el Bien Común, aunque no siempre seamos conscientes de ello.
En conclusión, la justicia general no es solo un concepto jurídico, es el alma que mueve nuestras acciones hacia el bien. Es lo que nos recuerda que, aunque busquemos nuestro propio beneficio, nunca lo hacemos en un vacío: siempre estamos influyendo, colaborando y contribuyendo a algo mayor. Es la fuerza que mantiene unido el tejido social, que convierte nuestras acciones individuales en parte de un proyecto colectivo, que hace posible la armonía entre la libertad personal y el bienestar de todos. Y es esta virtud, esta magia espontánea que nos guía sin que lo notemos, la que hace que el derecho sea algo vivo, algo que respira y crece con cada decisión que tomamos.
Así y todo, si bien las normas imperativas son un pilar fundamental del ordenamiento jurídico, su presencia no es sinónimo de una regulación arbitraria o ilimitada. Estas normas se introducen cuando el legislador heterónomo —el Estado o la autoridad competente—, ejerciendo la virtud de la prudencia que debe guiar todo buen gobierno, estima que determinadas conductas individuales o colectivas tienen un impacto directo o potencial sobre el Bien Común. En estos casos, la necesidad de proteger dicho bien se impone sobre la autonomía de la voluntad de los particulares, y se promulgan normas de carácter imperativo, cuya aplicación no queda al arbitrio de las partes involucradas. Estas normas, por tanto, son de cumplimiento obligatorio y afectan tanto a las relaciones jurídicas como a comportamientos individuales, como sucede, por ejemplo, con las normas de seguridad vial que obligan al uso del cinturón de seguridad.
Pese a ello, en una sociedad libre, este tipo de regulación debe ser excepcional y de interpretación restrictiva. Como bien establece el artículo 958 del Código Civil y Comercial (CCC), en caso de duda sobre la obligatoriedad de una norma imperativa, siempre debe interpretarse en favor de la libertad de las partes. Esto es crucial, ya que cada norma imperativa supone una restricción a la autonomía de los individuos, lo que, si se lleva al extremo, podría transformar el ámbito de decisión de los particulares en una esfera controlada por el Estado, conduciendo a un sistema que se aproxime a una forma de socialismo legal. Sucede que, cuanto mayor sea el número de normas imperativas, menor será la racionalidad económica y la libertad individual. Es aquí donde entra en juego la regla de la proporcionalidad, que busca asegurar que cualquier limitación a los derechos esté justificada por un interés sustancial del Gobierno y que dicha restricción sea necesaria e inevitable, es decir, que no exista otra manera menos gravosa de alcanzar el objetivo perseguido. Por caso, la Constitución Nacional Argentina, en su artículo 14, reconoce los derechos individuales, pero subordina su ejercicio a las leyes que reglamenten su ejercicio, mientras que el artículo 28 establece un límite claro: estas leyes reglamentarias no pueden alterar la esencia de los derechos reconocidos. Esto significa que la regulación puede afectar aspectos accidentales de los derechos, como el tiempo, el modo o el lugar en que se ejercen, pero nunca puede destruir su sustancia.
Exactamente, el concepto de libertad ordenada (ordered liberty) pone en evidencia que la libertad no es absoluta, sino que se encuentra enmarcada por principios superiores y restricciones que garantizan una convivencia justa. En este sentido, la justicia general opera como el punto de equilibrio entre la libertad individual y las necesidades del bien común, estableciendo un sistema de reglas que permite a las personas ejercer sus derechos sin afectar la dignidad ni los derechos de los demás. Desde una perspectiva jurídica, esta idea implica que las leyes deben crear un entorno donde la libertad individual sea compatible con la estructura social. Por lo tanto, la justicia general bajo esta óptica no se trata sólo de garantizar la ausencia de coerción arbitraria, sino también de asegurar las condiciones sociales y jurídicas necesarias para una libertad plena, pero responsable.
En consecuencia, las personas tienen la libertad de actuar y perseguir sus propios intereses, siempre y cuando estas acciones estén en consonancia con el bien común y respeten los derechos de los demás. Este concepto resalta la importancia de un contexto jurídico sólido que encuadre y limite la libertad en función de valores superiores como la justicia y la dignidad humana. A tono con esa concepción, cabe señalar que su propósito es garantizar la armonía entre los derechos individuales y las necesidades del todo social, evitando tanto el individualismo extremo como el colectivismo opresivo. Vale mencionar que la convivencia justa se construye al permitir que cada persona ejerza su libertad sin menoscabar los derechos de los demás y al orientar las acciones individuales hacia la promoción del bien común. Dicho de otro modo, los derechos individuales, aunque fundamentales, no son absolutos. En consonancia, toda libertad encuentra su límite en el respeto por los derechos de los demás y en las necesidades de la comunidad. De ahí que la justicia general no se limita a intervenir cuando surgen conflictos, sino que también desempeña una función preventiva y organizadora del orden social. Las normas jurídicas, al establecer reglas claras para la convivencia, permiten prever las consecuencias de las acciones y evitar abusos. El derecho, de esta manera, no solo regula la conducta individual, sino que también orienta las interacciones hacia la construcción de un bien común.
Ahora bien, el ordenamiento jurídico de un Estado, lejos de ser un entramado frío y rígido, está profundamente arraigado en la vida de las personas. No es solo un conjunto de normas impuestas desde arriba por una autoridad lejana; en realidad, se nutre del ejercicio cotidiano y esencial de la autonomía de la voluntad de cada individuo. Derivado de ello, son los acuerdos que las personas realizan en su vida diaria, los pactos que establecen en su convivencia, lo que le da forma y sentido a la vasta red normativa en la que se funda la sociedad. Así, los particulares no son simples receptores pasivos de la ley, sino creadores activos de sus propias normas, modelando sus relaciones en función de sus intereses y deseos, pero siempre dentro de un marco de justicia. De hecho, este ejercicio de creación normativa, tan profundamente humano, tiene sus raíces en principios que han acompañado a la humanidad desde los tiempos más antiguos. De ese modo, resulta cierto que cuando dos personas deciden pactar, cuando acuerdan algo que afecta a sus vidas, están creando normas que tienen un valor inestimable: crean derecho. En efecto, cada contrato, cada acuerdo voluntario entre las partes, es una pequeña manifestación de ese poder normativo que todos los ciudadanos tienen, una expresión de esa capacidad inalienable de moldear su propio destino y sus relaciones con los demás. El Código Civil y Comercial argentino lo reconoce de manera explícita. En su artículo 957, clasifica estos acuerdos, recordándonos que, ya sea una convención sin contenido patrimonial o un contrato con repercusiones económicas, ambos son actos jurídicos con efecto vinculante. Es decir, en cada uno de estos acuerdos late la fuerza de una ley. El contrato, como lo concibió Vélez Sarsfield, es más que un simple instrumento: es la ley mismapara quienes lo firman. ¿Qué podría ser más justo y más democrático que un acuerdo donde las partes, libres y conscientes, establecen sus propias reglas? El contrato, entonces, no es solo un acto jurídico; es una manifestación viva de la libertad humana en su estado más puro.
Sin embargo, como se mencioné, esta libertad no es absoluta. Como toda creación normativa, los acuerdos entre particulares deben respetar un marco superior: las normas imperativas y los principios constitucionales que garantizan que el ejercicio de la autonomía no vulnere los derechos fundamentales de los demás ni atente contra el bien común. El artículo 958 del CCC consagra este equilibrio al reconocer la libertad de contratar, pero dentro de los límites que impone la ley y el orden público. Esta restricción, lejos de ser una limitación arbitraria, es una protección esencial para que la libertad de unos no se convierta en la opresión de otros. La prelación normativa en el artículo 963 del CCC reafirma este balance. En su esquema, las normas imperativas se sitúan por encima de las normas particulares del contrato, pero las normas supletorias de la ley quedan subordinadas a la voluntad de las partes. En este delicado juego de jerarquías, se manifiesta una verdad profunda: los contratos son la base de nuestro orden jurídico. Son la piedra angular sobre la cual se edifica la vida económica y social de la comunidad.
En tales condiciones debe hacerse una distinción sutil pero importante entre lo preferible y lo razonable. La idea subyacente es que la razonabilidad puede operar independientemente de nuestras preferencias personales, y que su función tiene que ver más con la coherencia lógica y la justificación desde una perspectiva neutral que con nuestros gustos o inclinaciones. En efecto, lo preferible se relaciona con nuestras inclinaciones, gustos o valores subjetivos. En términos nietzscheanos, lo preferible podría vincularse con la manifestación de la voluntad individual, donde cada persona busca afirmarse según sus propios valores y perspectivas.
Sin embargo, lo preferible no necesariamente implica un juicio objetivo de lo que es correcto o justificable para todos, sino que depende de las aspiraciones y deseos individuales. Lo razonable, en cambio, se asocia con la capacidad de reconocer la justificación de una posición, independientemente de si la compartimos o no. Es aquí donde la tolerancia emerge como un valor que permite aceptar que otra persona puede llegar a una conclusión razonable aun cuando no coincida con nuestras preferencias.
En resumidas cuentas, ccomo si fueran piezas de un reloj suizo, cada tipo de justicia —conmutativa, distributiva y legal— mantiene en marcha las relaciones humanas con precisión y propósito. Tal como enseñó Santo Tomás de Aquino hace siglos, la justicia no es una, sino muchas. Cada especie tiene un lugar específico en la vida social, asegurando que, sin importar la situación, siempre haya una brújula que guíe hacia la armonía y la igualdad. En las transacciones cotidianas —cuando un vendedor ofrece su producto o un vecino devuelve lo que tomó prestado—, la justicia conmutativa entra en escena. Aquí no hay espacio para la subjetividad: lo justo es lo que cierra la ecuación entre lo que se entrega y lo que se recibe, como en una balanza perfecta. Esta justicia aparece en intercambios directos, ya sea la compraventa de bienes, el préstamo de objetos o el respeto a la propiedad ajena. En este terreno, la pobreza del vendedor o la riqueza del comprador no importan; lo que vale es que ambos reciban lo que les corresponde según el valor objetivo de las cosas. La justicia conmutativa es una igualdad aritmética, pura y contundente: un intercambio equilibrado entre dos personas, sin que las circunstancias personales alteren la medida de lo justo. Pero la vida no se reduce a contratos ni intercambios. ¿Qué ocurre cuando lo que está en juego es el reparto de los recursos comunes, esos que pertenecen a todos, pero nunca de la misma manera? Es aquí donde emerge la justicia distributiva, que tiene la misión de distribuir bienes y cargas entre los miembros de la comunidad de forma proporcional. Esta justicia no mide en términos de igualdad absoluta, sino en función del mérito, la posición y la necesidad de cada uno. Quien aporta más al bienestar colectivo recibe más; quien tiene menos capacidades o mayores necesidades, recibe en consecuencia. Es una igualdad proporcional, que funciona como una geometría social: los recursos se reparten según la medida en que cada miembro forma parte del todo. El arte de esta justicia radica en reconocer que no todos ocupamos el mismo lugar ni contribuimos del mismo modo. En una comunidad bien gestionada, quienes sostienen mayores responsabilidades también tienen derecho a mayores beneficios.
Por sobre ella entra en juego la justicia legal, la que ordena las acciones individuales hacia el bien común. Esta justicia es la que asegura que los intereses personales no se impongan sobre los colectivos y, al mismo tiempo, que los derechos de los individuos no queden aplastados por el peso del todo. ¿Y cómo se concreta esta justicia? A través del cumplimiento de las leyes, esas normas que no solo organizan la convivencia, sino que reflejan las obligaciones mínimas que cada uno debe asumir para que la sociedad funcione. En esta dinámica, el derecho reside en la comunidad, y la obligación recae en cada individuo, que debe aportar su parte al engranaje social. Las leyes se convierten, así, en el eje central de esta justicia: cumplirlas no es solo un deber cívico, sino una deuda de justicia con la colectividad.
Estas tres formas de justicia —conmutativa, distributiva y legal— funcionan como un sistema interconectado. Cada una aporta un equilibrio particular, y juntas aseguran que las relaciones humanas no se hundan en el caos. La justicia conmutativa evita los abusos entre particulares, la distributiva garantiza una repartición proporcional de lo que es de todos, y la legal mantiene la cohesión social en torno al bien común.
- Las experiencias más ilustrativas, en cuanto a la defensa o no de un eventual derecho a terminar con la propia vida con asistencia de terceros, son, sin duda, Washington v. Glucksberg en los Estados Unidos y Pretty v. United Kingdom en el ámbito del Convenio Europeo. Ambos casos, al analizar la cuestión del suicidio asistido, muestran hasta qué punto la privacidad se relativiza si la conducta pone en jaque la vida misma. Lo que emerge de esos precedentes es la determinación de que el suicidio asistido no alcanza, ni para la Constitución de los Estados Unidos ni para el Convenio Europeo, la categoría de un derecho fundamental o de un derecho humano amparado por la protección jurídica más intensa. El contraste entre esos criterios y la cláusula de la Constitución Argentina, la que consagra que las acciones privadas de los hombres que no dañan a terceros están reservadas exclusivamente a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados, enciende una chispa de duda: ¿qué tan amplia es verdaderamente esa reserva? ¿Hasta dónde puede llegar el principio de autonomía cuando la acción se perfila como peligrosamente incompatible con el valor de la vida en sociedad? ↩︎
- Al abordar la cuestión del paternalismo del Estado en contraposición con la intervención legítima para resguardar la dignidad humana, nos encontramos ante uno de los debates más profundos y fundamentales de la filosofía política y jurídica moderna. Se trata, en esencia, de distinguir entre dos formas radicalmente distintas de entender la función del Estado respecto de los ciudadanos y, especialmente, de su autonomía personal. El paternalismo, entendido en su sentido más preciso, consiste en la intervención estatal que limita o sustituye la voluntad individual bajo la creencia de que el Estado sabe mejor que la propia persona lo que es beneficioso para ella. En ese sentido, el paternalismo implica una cierta desconfianza hacia la autonomía del individuo, presuponiendo una incapacidad—real o supuesta—del ciudadano para tomar decisiones informadas, racionales y adecuadas respecto de su propio bienestar. Este tipo de intervención suele justificarse en razones diversas: la protección frente al error, la prevención de daños potenciales o incluso la promoción de un determinado ideal de vida buena. No obstante, el problema principal del paternalismo es que supone inevitablemente un juicio subjetivo por parte del Estado sobre qué constituye el bienestar personal, y a menudo lleva implícita la imposición de valores éticos, culturales o morales específicas. Esta práctica termina anulando o al menos reduciendo considerablemente el ejercicio real y pleno de la libertad individual, degradando al ciudadano al estatus de menor de edad perpetuo, incapaz de asumir las consecuencias de sus elecciones. ↩︎
- En sociedades antiguas o tribales, el robo o la apropiación de bienes de otros clanes en tiempos de guerra podría no ser visto como algo malo, sino como una práctica común y moralmente aceptable dentro del contexto de su sistema de valores. ↩︎
- Nietzsche, F. (2008). La genealogía de la moral (H. Kaufmann, Trad.). Penguin Books. (Original publicado en 1887). Nietzsche, F. (2011). Así habló Zaratustra (W. Kaufmann, Trad.). Modern Library. (Original publicado en 1883). Nietzsche, F. (2008). La gaya ciencia (W. Kaufmann, Trad.). Vintage Books. (Original publicado en 1882).
Particularmente Nietzsche, al ser uno de los filósofos más influyentes y polémicos en la historia de la filosofía occidental, ha dejado su huella al abrir un campo de debate sobre la naturaleza de la moralidad, sus orígenes y su función en la sociedad. Nietzsche, a través de su genealogía de la moral, desafía las concepciones morales esencialistas y objetivistas, proponiendo una reinterpretación radical de los valores y su origen histórico. Particularmente en su obra La genealogía de la moral, sostiene que los juicios morales no son verdades universales e inmutables, sino que tienen un origen histórico y responden a dinámicas de poder y resentimiento. Tan así es que, bajo esa mirada, la moralidad tradicional ha sido construida por aquellos a quienes llama “esclavos”, en reacción al poder de los “señores”. Precisamente esta dicotomía entre la “moral de los señores” y la “moral de los esclavos” es central en la crítica nietzscheana. Por caso, argumentaría que la moral de los señores se caracterizaría por valores como la fuerza, el orgullo y la excelencia. Por otro lado, la moral de los esclavos, surgida del resentimiento hacia los señores, se centra en la humildad, la compasión y el sacrificio. Así, el filósofo argumenta que lo que se considera “bueno” o “malo” no es más que una construcción histórica y cultural, motivada por la lucha entre grupos sociales. Desde esta perspectiva, Nietzsche rechaza los juicios morales tradicionales que condenan el poder y la ambición, considerándolos una negación de la vida. Es que para él, los juicios morales que predican la humildad y la resignación son manifestaciones de una debilidad existencial que buscan reprimir la vitalidad y la creatividad humanas. Es por ello que, en contraposición, Nietzsche plantea la figura del Übermensch (superhombre), un individuo que es capaz de superar los valores establecidos y crear nuevos principios morales que afirmen la vida. Este proceso, denominado transvaloración de los valores, implica rechazar los juicios morales heredados y abrazar una moralidad basada en la creatividad, la fuerza y la afirmación del ser.
En esa comprensión, cabe recordar que uno de los elementos más conocidos de la filosofía de Nietzsche es la afirmación de que “Dios ha muerto”. Esta declaración se interpreta como el colapso de los fundamentos morales y religiosos tradicionales, lo cual lleva a una crisis de valores que Nietzsche describe como nihilismo. Precisamente la “muerte de Dios” implica la desaparición de un fundamento trascendental para la moralidad, y esto abre la puerta a la creación de nuevos valores basados en la voluntad de poder. En consecuencia, para Nietzsche, el nihilismo es tanto una amenaza como una oportunidad. Por un lado, representa el vacío que deja la caída de los valores tradicionales; pero, por otro lado, ofrece la posibilidad de crear una nueva moralidad libre del resentimiento y la debilidad. ↩︎ - Así, la noción de substancia, en cierto sentido, se confunde con la de esencia, ya que ambas se refieren a lo que el ser es en sí mismo. En la filosofía moderna, algunas corrientes como el estructuralismo o el sistémico han evitado utilizar el término substancia por su carga aristotélica y escolástica, pero han llegado a una concepción similar en la que se enfatiza en los modos en que los elementos funcionan en un sistema o estructura. En este sentido, la substancia se concibe como la base esencial de un sistema o estructura que permite su funcionamiento y persistencia. Por ejemplo, en el estructuralismo lingüístico, la substancia se refiere a los elementos básicos del lenguaje (como los fonemas) que se combinan de diversas formas para crear palabras y oraciones. En el estructuralismo social, la substancia se refiere a los elementos fundamentales de una sociedad (como las instituciones y las relaciones sociales) que se combinan para crear un sistema social coherente. Por ello, aunque esta noción puede ser vista como algo propio de la filosofía clásica, algunas corrientes filosóficas modernas han llegado a una concepción similar de la substancia como la base elemental de un sistema o estructura que permite su funcionamiento y persistencia.De lo anterior se desprende que la substancia sería la idea rectora del sistema. En otras palabras, el modo de relación determinante de los elementos, también determinantes, del sistema de que se trate. Es así como, si varía el modo de relación, o si varía alguno de sus elementos, el sistema se destruye, o bien cambia, pero ya no será el mismo. ↩︎
- Precisamente, Aristóteles utiliza esta distinción para explicar cómo el cambio es posible en el mundo sin que se pierda la identidad de los objetos. La substancia permanece constante y es lo que da continuidad al ser, mientras que los accidentes se adaptan o varían. Este concepto fue central en el pensamiento aristotélico y luego influyó en filósofos escolásticos como Tomás de Aquino, quienes lo reinterpretaron en términos metafísicos y teológicos. Además, la distinción entre substancia y accidente ha sido clave también en debates filosóficos posteriores sobre la identidad, la realidad y el cambio. ↩︎
- Para Kant, la substancia es la base de la realidad, la cualidad esencial que hace que algo sea lo que es y que persista en el tiempo. En conclusión, la substancia es una noción fundamental en la filosofía que se refiere a la esencia o realidad de un objeto que persiste a través del tiempo y que es independiente de sus cualidades accidentales o cambiantes. Así es, Kant retoma y reinterpreta la idea de substancia desde una perspectiva crítica, diferente a la de los filósofos clásicos como Aristóteles. Para Kant, la substancia no es solo una categoría ontológica sobre lo que es y permanece, sino que es también una categoría de la mente humana, una de las estructuras fundamentales que utilizamos para comprender el mundo. En su Crítica de la razón pura, Kant plantea que el concepto de substancia es una de las “categorías” o “formas puras” del entendimiento. Estas categorías son estructuras mentales que organizan nuestra experiencia de los fenómenos y nos permiten darle coherencia al mundo que percibimos.
Así, para Kant, la noción de substancia como “permanencia de lo real en el tiempo” es esencial porque necesitamos ver el mundo como un conjunto de entidades que persisten y que mantienen su identidad en el tiempo para que podamos entender el cambio y la causalidad. En este sentido, la substancia para Kant no es solo algo que existe en el mundo, sino también una estructura a priori de la mente que hace posible la experiencia coherente del mundo.
Es por ello que, a diferencia de Aristóteles, Kant sostiene que no conocemos la substancia como una realidad objetiva y externa en sí misma, sino que la percibimos como algo que organizamos mentalmente en nuestras experiencias de los objetos. Este enfoque inaugura una perspectiva “trascendental”: la substancia no es solo una cualidad del objeto, sino una condición necesaria para que podamos tener conocimiento coherente de cualquier objeto en el tiempo. En esa perspectiva, la substancia sigue siendo una noción fundamental, pero se desplaza de una esencia inherente al objeto hacia una categoría necesaria del entendimiento humano. Este cambio marca una diferencia esencial entre la metafísica clásica y la filosofía crítica de Kant, mostrando cómo el pensamiento moderno comienza a considerar no solo la naturaleza de la realidad, sino también las estructuras mentales que utilizamos para concebirla. ↩︎ - Paralelos con la “Mano Invisible” de Adam Smith: Smith, Adam. La riqueza de las naciones. México: Fondo de Cultura Económica, varias ediciones. Si bien Smith se centra en el ámbito económico, su metáfora de la “mano invisible” muestra cómo la búsqueda individual del interés propio puede redundar en el bienestar colectivo. Esto, en perspectiva tomista, se logra no sólo por el interés propio, sino por la virtud orientada a la justicia general. Grisez, Germain, Boyle, Joseph, Finnis, John. En diversos ensayos sobre ley natural y razón práctica, discuten la idea de cómo las virtudes individuales, desde una perspectiva del bien común, generan un orden social justo sin la necesidad de una planificación central, reflejando un fenómeno análogo al de la “mano invisible”.Maritain, Jacques. El hombre y el Estado. Madrid: Rialp, 1985. Maritain conecta la tradición aristotélico-tomista con las realidades políticas y sociales modernas, señalando cómo la ordenación moral interna del individuo favorece espontáneamente la vida comunitaria, un eco filosófico de la idea smithiana de coordinación sin un plan central. Chapra, Umer M. Islam and the Economic Challenge. Herndon: International Institute of Islamic Thought, 1992.Aunque en un contexto distinto, Chapra cita las tradiciones occidentales (incluyendo el aristotelismo y el tomismo) para mostrar cómo el comportamiento moralmente guiado produce un orden social benéfico sin diseño central, recordando a Smith. Otras referencias ofrecen un marco conceptual para entender cómo la justicia general en Santo Tomás implica que los actos virtuosos individuales contribuyen naturalmente al bien común, sin exigir una intervención planificada: Fortin, Ernest L. Classical Christianity and the Political Order. Lanham: Rowman & Littlefield, 1996. Discute la concepción del bien común en el pensamiento clásico y cristiano, incluyendo el tomismo, y cómo su lógica interna produce un orden social armonioso, evocando la idea smithiana de armonía espontánea. Rhonheimer, Martin. La perspectiva de la razón práctica: Estudios de ética y filosofía política. Madrid: Rialp, 2000. Relaciona la virtud y la ley natural con el orden social, subrayando cómo las acciones virtuosas orientadas al bien común conforman un orden beneficioso sin requerir una dirección consciente colectiva, en un sentido análogo a la “mano invisible”. ↩︎
- Pensemos en el ejemplo clásico de Adam Smith: el panadero, el carnicero y el cervecero no nos proporcionan nuestra cena por pura benevolencia, sino persiguiendo sus propios intereses. Y sin embargo, su trabajo, su esfuerzo personal, se convierte en parte de un tejido social más amplio que beneficia a todos. Esa cena en la mesa es el resultado de la interdependencia humana, una prueba de que, aunque a veces parezca que cada uno va por su camino, nuestras acciones están intrínsecamente ligadas al bienestar de los demás. ↩︎
- En cada contrato, en cada convención, se encuentra una manifestación viva de la justicia conmutativa o distributiva, dependiendo del contexto y de los bienes involucrados. Estos principios son los que equilibran nuestras relaciones, garantizando que el intercambio entre las partes sea justo, equitativo y respetuoso de los derechos y deberes de cada uno. La justicia conmutativa es la que se aplica cuando las partes intercambian bienes o servicios de manera igualitaria. Regula el equilibrio entre lo que una parte da y lo que recibe, asegurando que el intercambio sea justo y que ninguna de las partes se vea perjudicada. En cada contrato de compraventa, en cada transacción económica, es esta justicia la que actúa como una balanza precisa, asegurando que lo que se recibe sea proporcional a lo que se da. Es una justicia que protege la igualdad entre las partes, promoviendo una relación de reciprocidad donde ambas partes quedan satisfechas. Por otro lado, la justicia distributiva entra en juego cuando se trata de repartir bienes o responsabilidades en función de lo que le corresponde a cada uno según su necesidad, mérito o contribución. No se trata aquí de igualdad estricta, sino de proporcionalidad, de asegurar que cada parte reciba lo que le es debido de acuerdo a su situación particular. Esta justicia es crucial en relaciones que involucran el reparto de recursos, como en las asociaciones, las cooperativas, o incluso en la distribución de beneficios o cargas en una comunidad. Su objetivo es mantener la armonía, asegurando que cada miembro reciba lo que le corresponde, ni más ni menos, en función de lo que ha aportado o de lo que necesita. Así, en cada contrato, en cada convención, estas formas de justicia conviven y se complementan, asegurando que nuestras relaciones no solo sean beneficiosas para las partes, sino que también reflejen un equilibrio ético y social. Los contratos, entonces, no son solo instrumentos legales; son manifestaciones de justicia en nuestras vidas cotidianas. Son los vehículos a través de los cuales expresamos nuestra voluntad de interactuar de manera justa, de contribuir al bienestar mutuo y de garantizar que, en todo intercambio, lo que se dé y lo que se reciba sea justo y correcto. Así, cada vez que firmamos un contrato, estamos reafirmando un pacto de justicia, ya sea conmutativa o distributiva, que regula nuestras relaciones y asegura que, en ese acto de intercambio o colaboración, se respete la dignidad y los derechos de todos los involucrados. ↩︎