Cabe enunciar una verdad antigua que resuena en todo sistema normativo, ya sea en los pasillos solemnes de la Corte Suprema de los Estados Unidos o en las páginas venerables del Talmud: los textos son finitos, pero la vida no. Las palabras se detienen. El mundo, no. Las normas se escriben en un momento preciso, bajo una luz cultural y política determinada, pero los dilemas humanos que deben resolver son tan infinitos como la condición de quien los invoca.
Frente a esta tensión, tanto el constitucionalismo estadounidense como la halajá han ofrecido dos caminos: uno de contención, el otro de expansión. Por un lado, el originalismo y el peshat —la interpretación literal— responden a una necesidad profunda de seguridad. Son un ancla en medio del oleaje. Aportan certeza, previsibilidad, orden. Quieren evitar que el juez o el rabino se conviertan en tiranos del texto, moldeándolo a gusto. Protegen la estructura para que nadie caiga en el abismo de la arbitrariedad. Pero sin duda alguna esa misma rigidez, que resguarda, también puede herir. Puede ignorar lo imprevisto, lo marginal, lo nuevo. Puede ofrecer silencio allí donde se necesita consuelo, y letra muerta donde se clama por justicia viva.
Del otro lado se alzan el debido proceso sustantivo y el midrash: formas de abrir la norma desde dentro, de leer lo no dicho, de permitir que los grandes principios —dignidad, libertad, igualdad, compasión— hablen cuando el texto calla. Estas herramientas no rechazan el pasado: lo hacen dialogar con el presente. Permiten que la ley sea no solo un espejo del ayer, sino también una promesa del mañana. Pero esa flexibilidad, generosa y fecunda, requiere un arte que no todos dominan: el arte del equilibrio. Porque la interpretación creativa, si no es cuidadosa, puede parecer caprichosa. Lo mismo el derecho, para ser justo, también debe parecer justo. No basta con tener razón: hay que tener legitimidad. Y allí es donde la comunidad entra en escena como garante silencioso.
En los Estados Unidos, la doctrina del debido proceso sustantivo ha sobrevivido —y en muchos casos se ha consolidado— porque sus fallos más audaces terminaron siendo reconocidos como justos por la sociedad. Brown v. Board of Education fue, en su momento, un grito contra el racismo estructural. No estaba escrito en la Constitución que los niños debían estudiar juntos, pero sí lo estaba —en su espíritu— que todos merecían igual dignidad. Obergefellv. Hodges, por su parte, llevó la igualdad hasta el corazón mismo del amor, mostrando que la libertad no se agota en los términos clásicos del contrato social, sino que incluye también el derecho a formar una familia, a ser reconocido, a no amar en la sombra.
No en vano fue la aceptación social, no solo la legalidad formal, la que dio fuerza a esas decisiones, revelando que el derecho no vive en los libros, sino en los corazones de quienes lo reciben.
Del mismo modo, en la halajá, las interpretaciones midráshicas más duraderas no fueron las más ingeniosas, sino las más sabias: aquellas que supieron conservar el hilo dorado de la tradición mientras tejían nuevas formas para nuevos tiempos. Las comunidades que las abrazaron lo hicieron no por obediencia ciega, sino porque reconocieron en ellas una respuesta moralmente relevante, espiritualmente fiel y socialmente necesaria.
Así, tanto en el derecho estadounidense como en la halajá, la ley se vuelve legítima no solo cuando se aplica, sino cuando resuena. Cuando la comunidad, en su pluralidad y complejidad, reconoce que esa decisión —aunque disruptiva, aunque inesperada— es justa. Porque allí donde la letra se agota, el alma colectiva debe completar el sentido.
Justamente de esa manera se revela el secreto que comparten jueces y rabinos, desde los estrados de mármol hasta las yeshivot más humildes: que el derecho, si ha de ser eterno, debe aprender a moverse. Que toda regla debe saber transformarse sin traicionarse. Que la interpretación no es el enemigo de la ley, sino su medicina, su camino hacia lo humano.
Porque, al fin y al cabo, el texto no es un muro. Es una puerta. Y la justicia no se encuentra en el encierro, sino en la valentía de atravesarla juntos1.
Por tanto, la verdadera tensión no radica solo en elegir entre un enfoque literalista o expansivo, sino en cómo garantizar que las decisiones jurídicas sigan siendo vinculantes y legítimas para quienes deben cumplirlas. Este desafío subraya la necesidad de transparencia argumentativa en ambos sistemas: los originalistas y los rabinos que optan por peshat deben demostrar que su adhesión al texto no conduce a resultados injustos o irrelevantes; mientras que los jueces que aplican el debido proceso sustantivo y los rabinos que se apoyan en el midrash deben fundamentar sus decisiones en principios claros y convincentes que no se perciban como arbitrarios2.
La Alien Enemies Act de 1798.
Nunca me imaginé escribiendo sobre una ley de 1798. Una ley tan vieja que debe de oler a tinta de ganso, a papel amarillo y a miedo revolucionario. La Alien Enemies Act, parida en la época de Washington y Adams, fue creada para proteger la frágil república de las amenazas externas, cuando aún no sabíamos si Estados Unidos sería una nación o un ensayo fallido. Aquella ley, tan implacable como una madre en duelo, autorizaba al Presidente a expulsar del país a los súbditos del enemigo durante la guerra. Sin juicio. Sin defensa. Sin misericordia. Y sin embargo, esa criatura antigua, de palabras duras como piedra y alma de pólvora, despertó de su letargo hace apenas unas semanas.
Un grupo de venezolanos, escapando del hambre, de la dictadura, de la desmemoria, cruzó el desierto, abrazando la esperanza como quien abraza a un hijo recién nacido. Algunos llevaban tatuajes. Otros no sabían leer. Varios no tenían documentos. Todos, en algún momento, creyeron que al otro lado del muro encontrarían un país donde aún quedaban rastros del sueño americano. Pero lo que encontraron fue un decreto. Una orden ejecutiva que los declaraba enemigos, como si el enemigo fuera la lengua que hablaban o el lugar de donde huían.
El Presidente, con gesto de cruzado y espada de telenovela, invocó la vieja ley. Dijo que esas personas eran parte de una banda criminal que amenazaba la seguridad nacional. Y con esas palabras, que se repiten como un eco en todas las dictaduras, los sacó del país en vuelos nocturnos, los envió a El Salvador, a una prisión digna de la Edad Media, donde los esposaron, les raparon el cabello y los lanzaron al olvido.
La Corte Suprema intervino. No para detener las deportaciones —al principio—, sino para corregir una cuestión técnica. Dijo que los inmigrantes estaban litigando en el tribunal equivocado. Que el habeas corpus debía presentarse en Texas, no en Washington. Dijo que tenían derecho a ser escuchados. Pero mientras lo decía, los aviones seguían despegando. Hubo disidentes. Jueces que levantaron la voz, no solo en nombre de la ley, sino en nombre de la dignidad humana. Recordaron que ni siquiera los nazis, durante la Segunda Guerra, fueron expulsados sin procedimiento. Que incluso en tiempos de guerra, la justicia debe vestirse con toga, no con uniforme militar. Que el debido proceso no es un favor del Estado, sino una exigencia del alma democrática.
Y entonces pensé en el Talmud. Ese océano de sabiduría, de argumentos y contraargumentos, donde cada página es una disputa sagrada, nos enseña que la letra no basta. Que el juez no puede aferrarse al texto como un náufrago al madero, porque a veces la letra encierra injusticia. Que existe algo más profundo: la kavaná, la intención, el contexto, el alma de la norma.
Un sabio del Talmud dijo que quien interpreta la ley sin considerar el sufrimiento del otro no está haciendo justicia, sino idolatría. Porque el derecho no es un ídolo de piedra, sino un río que debe encontrar su cauce entre las rocas del mundo. Y otro sabio escribió: “No juzgues a tu prójimo hasta que hayas estado en su lugar”. Me pregunto si alguno de los jueces que avalaron la deportación de estos hombres se ha despertado alguna vez en un campo de detención, esposado, sin saber si volverá a ver a sus hijos.
En este caso, la vieja ley de 1798 fue leída con ojos de 2025. Pero ¿quién tiene la autoridad para decir qué significa hoy esa ley? ¿El Presidente que invoca fantasmas? ¿Los jueces que calculan jurisdicciones? ¿O nosotros, los ciudadanos, que aún creemos en la justicia como virtud, no solo como procedimiento?
La interpretación originalista —esa doctrina que pretende leer la Constitución como si los Padres Fundadores vivieran aún con peluca blanca y tintero— puede ser útil para ciertas cosas. Nos recuerda los límites del poder. Nos enseña que la ley tiene historia. Pero si se aplica sin piedad, se convierte en una cárcel. En un espejo retrovisor que impide ver el abismo que se abre delante de nosotros. El textualismo también tiene su valor: exige fidelidad a las palabras. Pero cuando se usa para justificar que un migrante sea enviado a una prisión salvadoreña sin juicio ni abogado, el texto se transforma en excusa. Y la ley deja de ser una promesa para convertirse en amenaza.
A veces, hay que mirar más allá del texto. Ver el rostro del otro. Escuchar su historia. Entender que el derecho no se hizo para castigar, sino para proteger. Que la justicia verdadera no se alcanza con citas de Jefferson, sino con compasión.
Me enseñaron que cada vez que salvás una vida, salvás el mundo entero. Me pregunto cuántos mundos perdimos en esos vuelos silenciosos, en esas celdas sin nombre, en esos expedientes sin rostro. Y me pregunto, también, qué clase de país queremos ser. ¿Uno que deporta sin preguntar? ¿O uno que recuerda que cada ser humano es, como escribió Elie Wiesel, un universo?
La ley de 1798, como tantas otras, fue escrita por hombres con miedo. Miedo a los franceses. Miedo a los extranjeros. Miedo a perder el control. Hoy, nosotros también tenemos miedo. Pero el coraje no consiste en invocar el pasado como un arma, sino en construir un futuro donde la ley y la justicia caminen juntas, sin dejar atrás a nadie.
Porque hay momentos —raros, preciosos— en los que la Corte Suprema no solo decide un caso. Decide quiénes somos.Y esta vez, si no abrimos los ojos, si no miramos más allá del texto, si no abrazamos al otro como un igual, quizás cuando queramos hacerlo, ya no quedará nadie por abrazar.
- La dinámica interpretativa en el constitucionalismo estadounidense y la halajá evidencia que la autoridad de las interpretaciones expansivas depende no solo de la coherencia interna del razonamiento jurídico o hermenéutico, sino también de su aceptación y validación por parte de la comunidad o la sociedad. En el derecho estadounidense, decisiones controvertidas como Brown v. Board of Education, 347 U.S. 483 (1954), y Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644 (2015), lograron un amplio respaldo social con el tiempo, lo que consolidó la legitimidad del debido proceso sustantivo como instrumento para reconocer derechos fundamentales no explícitamente enunciados en el texto constitucional. Michael J. Klarman analiza la recepción social de Brown y su impacto en la legitimidad judicial; véase From Jim Crow to Civil Rights: The Supreme Court and the Struggle for Racial Equality (Oxford: Oxford University Press, 2004), 364–376. Reva B. Siegel examina la interacción entre la jurisprudencia de la Corte y la cultura constitucional, destacando cómo el cambio social influye en la legitimidad de las interpretaciones constitucionales; véase “Constitutional Culture, Social Movement Conflict and Constitutional Change: The Case of the de facto ERA,” California Law Review 94, no. 5 (2006): 1323–1419, especialmente 1365–1378. William N. Eskridge Jr. y John Ferejohn argumentan que la legitimidad de nuevas interpretaciones constitucionales surge, en parte, de la evolución del consenso social, como se observa en Obergefell; véase A Republic of Statutes: The New American Constitution (New Haven: Yale University Press, 2010), 212–227. En la halajá, el midrash y otras herramientas hermenéuticas permiten a los rabinos abordar problemas emergentes sin apartarse del espíritu de la ley, pero la aceptación duradera de estas interpretaciones depende de que resuenen con las necesidades, valores y percepciones de la comunidad judía. Menachem Elon explica que la autoridad de las decisiones rabínicas frecuentemente se basa en su reconocimiento social; véase Jewish Law: History, Sources, Principles, vol. 1 (Philadelphia: Jewish Publication Society, 1994), 106–117. J. David Bleich, en varias de sus recopilaciones, analiza casos contemporáneos en bioética, tecnología y vida comunitaria, mostrando cómo los poskim (decisores legales) consideran la respuesta de la comunidad a sus fallos; véase Contemporary Halakhic Problems (New York: Ktav, varias ediciones). Eugene Korn destaca la importancia del diálogo entre las comunidades y los decisores halájicos en la incorporación de principios éticos universales; véase “The Role of Human Dignity in Jewish Law,” Tradition 33, no. 2 (1999): 5–22. Así, tanto en el constitucionalismo estadounidense como en la halajá, la legitimidad de las interpretaciones expansivas se fortalece cuando las comunidades reconocen que estas reflejan un equilibrio adecuado entre la fidelidad al texto, los valores fundacionales y las necesidades contemporáneas. ↩︎
- El eje de esta tensión no solo descansa en la elección entre literalidad y expansión hermenéutica, sino en la legitimidad y la autoridad que las interpretaciones adquieren ante las comunidades a las que van dirigidas. En el ámbito constitucional estadounidense, la legitimidad del poder judicial y la confianza en sus decisiones dependen en gran medida de la solidez argumentativa de sus sentencias, de su coherencia con el texto y la tradición constitucional, así como de la capacidad para articular principios subyacentes que resulten comprensibles y persuasivos para la sociedad. Véase Richard H. Fallon Jr., “Legitimacy and the Constitution,” Harvard Law Review 118, no. 6 (2005): 1787-1853, que analiza la legitimidad judicial y la necesidad de argumentaciones fundadas que eviten la percepción de arbitrariedad. Por su parte, John Hart Ely, Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review (Cambridge: Harvard University Press, 1980), pp. 88-101, resalta la importancia de que la interpretación constitucional responda a criterios democráticos y no se convierta en un mero vehículo de las convicciones personales de los jueces. En lo que atañe al originalismo, la pretensión de adherirse estrictamente al texto y al entendimiento original pretende ofrecer seguridad jurídica y evitar que el poder judicial se entrometa en esferas políticas o morales que, según esta visión, corresponden a los legisladores. Sin embargo, esta posición se ve cuestionada cuando las realidades contemporáneas presentan problemas inimaginables para los redactores constitucionales. Sobre las dificultades del originalismo ante cuestiones modernas, véase Jamal Greene, How Rights Went Wrong: Why Our Obsession with Rights Is Tearing America Apart (Boston: Houghton Mifflin Harcourt, 2021), pp. 64-79, donde se analiza la tensión entre estabilidad normativa y demandas éticas actuales.En el contexto halájico, un razonamiento similar aplica: la autoridad de las interpretaciones expansivas (midráshicas) depende no solo de la solidez textual y teórica, sino también de su aceptación comunitaria. Las comunidades deben percibir que dichas interpretaciones no son fruto de la arbitrariedad, sino que responden a principios profundos como la justicia (tzedek), la compasión (chesed) o la dignidad humana (tzelem Elokim), y que su finalidad es mantener la relevancia y coherencia de la halajá frente a problemas que los textos antiguos no previeron. Véase Menachem Elon, Jewish Law: History, Sources, Principles (Philadelphia: Jewish Publication Society, 1994), vol. 1, pp. 106-117, para un estudio sobre el equilibrio entre peshat y midrash, y J. David Bleich, Contemporary Halakhic Problems (New York: Ktav, varias ediciones), donde se examinan decisiones rabínicas contemporáneas en torno a nuevas realidades tecnológicas y bioéticas. Además, Daniel Sperber, On Changes in Jewish Liturgy: Options and Limitations (Jerusalem: Urim Publications, 2010), pp. 31-46, muestra cómo la evolución legal y ritual en el judaísmo exige fundamentaciones coherentes con los valores centrales de la tradición, evitando la percepción de arbitrariedad. Así, tanto en la jurisprudencia constitucional como en la halajá, el desafío último no es meramente hermenéutico, sino político, ético y social: asegurar que las interpretaciones, ya sean estrictamente literales o ampliamente expansivas, mantengan la legitimidad y la autoridad necesarias para guiar la conducta humana en sociedades complejas y en permanente transformación. ↩︎